25 de junio de 2022

Teología del capitalismo

Muchos –si no todos– los que hayan leído el título de estas líneas habrán pensado: “¿Teología del capitalismo? Eso es una contradicción en los términos, algo así como sonoridad del silencio o la frialdad del fuego”. Puede. Pero hay algunos oximorones que, además de ser una licencia poética, son reales, al menos en cierto sentido. San Juan de la Cruz, en su “Cántico espiritual” nos habla de

“la música callada,

la soledad sonora”.

Muchos hemos sentido la música de las esferas en la soledad callada de la oración. Pero, por si esto fuera poco, en el siglo XX, hemos tenido que soportar la “teología de la liberación”, de inspiración marxista, que asoló a una parte de la Iglesia, que ha dejado sus huellas en la Doctrina Social de la Iglesia y cuyos ramalazos están llevando al desastre a casi toda Hispanoamérica. Siendo así, la pregunta subsiste: ¿Puede haber una teología del capitalismo? Y la respuesta que doy es un rotundo sí. Eso es lo que intentaré justificar, desde distintos ángulos, en las siguientes páginas.

Si voy a hablar de teología, parece evidente que debo empezar por las Escrituras:

Justo al principio de la Revelación judeo-cristiana, en el capítulo 1 del Génesis, Dios dice al hombre, todavía antes de su caída en el pecado: “ ‘Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que gobiernen sobre los peces del mar, las aves del cielo,  los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra’ […] Y los bendijo Dios diciéndoles:  ‘Creced y multiplicaos, llenad la tierra y pastoreadla[1]; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra’. Y añadió: ‘Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra y tienen semilla para sembrar y todos los árboles que producen fruto con semilla dentro os servirán de alimento’ ” (Génesis 1, 26-29).

Creo que aquí hay tres puntos de la máxima importancia:

El primero es que Dios hace al hombre a su imagen y semejanza. El segundo es que le dice que crezca y se multiplique, que llene la tierra. En tercer lugar, le pone al mando de toda la creación para que, usando su inteligencia, ésta le sirva de sustento pastoreándola, es decir, le hace co-creador con Él. Todos estos mandatos, dados antes de la caída del hombre, eran livianos, pues se realizaban sin esfuerzo, en nombre y por delegación de Dios. Esto lo refrenda también el salmo 8 cuando dice: “Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides. Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos y aún las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas”. (Salmo 8, 5-9)

Pero inmediatamente después llega la rebelión del ser humano, el querer hacer todo en su propio nombre, el “non serviam”; y el desorden se apodera del hombre y del mundo. Pero los mandatos no son revocados en ningún momento. Lo que sí ocurre es que su cumplimiento se transformará en duro, arduo y sacrificado: “A la mujer le dijo: ‘Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás tus hijos con dolor’ ”. (Génesis 3, 16) Y, “Al hombre le dijo: ‘[…] maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos […] Con el sudor de tu frente comerás el pan’ ”. (Génesis 3, 17-19).

Así, el ser humano sigue siendo imagen y semejanza de Dios, sigue dotado de inteligencia y voluntad, sigue siendo libre, a pesar del mal uso que ha hecho de este don divino, sigue teniendo que crecer y multiplicarse, y llenar la tierra, sigue siendo co-creador con Él. Pero eso ya no será gratis. Se verá sometido a la dureza de la vida, a la ley de la escasez. Tendrá que seguir usando su libertad, su voluntad y su inteligencia, que son los dones irrevocables que hacen al ser humano distinto del resto de la creación y a semejanza de Dios. Tendrá que conjugar con esa libertad, voluntad e inteligencia tres variables. 1ª Llenar la tierra. 2ª Ser capaz de comer de ella, lo que significa también liberarse cada vez más de la tiranía de la naturaleza y, 3ª Pastorear, o sea cuidar, los recursos que ésta le da. No es este el lugar para describir cómo Dios, a pesar de todo, le promete su asistencia, le dice que no le dejará solo. Y, en esas estamos.

Vayamos ahora al resto del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento no hay ni una sola condena a las riquezas. Sí que las hay, y muy duras, a la forma de conseguir ilícitamente esas riquezas, a la obligación moral de los ricos de atender las necesidades de los más pobres y a la avaricia y/o idolatría de las riquezas. Un ejemplo significativo es la salida del pueblo judío de Egipto, tal y como lo cuenta el Éxodo. El pueblo judío sale de Egipto cargado con el oro que le ha dado el pueblo egipcio para que se vaya. Pero ese dinero es considerado como una bendición. Sólo se convierte en maldito, cuando se usa ese oro para construir un becerro, un ídolo, es decir, cuando se idolatran las riquezas. Sí que hay, muchos pasajes que van en el sentido de que la riqueza, si no es injusta, es considerada como un bien, incluso como un don de Dios. Por poner una piedra de toque, el Salmo 112 (111) dice: “Dichoso el que honra al Señor y se complace en sus mandamientos; […] Abundarán las riquezas en su casa”. Y Proverbios (13, 22): “El hombre bueno deja herencia a los hijos de sus hijos; el pecador amasa bienes para el justo”. Y el mismo libro en (22, 4): “Si eres humilde y honras al Señor, tendrás riquezas, vida y honor”. Tanto Abraham como Isaac o Jacob fueron hombres ricos. Se ve que las riquezas no son malas. Puede ser mala la actitud del hombre hacia ellas.

Saltemos ahora a la doctrina de Jesucristo, descrita e interpretada en el Nuevo Testamento. Cristo recoge y enfatiza la perversión de las riquezas injustamente adquiridas, la obligación moral de la atención a los necesitados y la perversión de la idolatría del dinero. Condena la servidumbre al dinero: “Ningún criado puede servir a dos amos, pues amará a uno y aborrecerá a otro, o será fiel a uno y despreciará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero”. (Lucas 13-14) Qué sea servir al dinero es algo que forma parte de la conciencia de cada uno, no de la cantidad de dinero que tenga, siempre que se haya ganado honestamente. Pero no hay ni una sola condena a la riqueza en sí misma, sino al uso, obtención y actitud ante la misma. Cierto que hay a un personaje al que le dice (Mateo 19, 21) “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo cuanto tienes, dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero ese extremo de atención a los necesitados no es extensivo a todo el mundo. Los motivos por los que Cristo pidió eso a este personaje especial forman parte del misterio de la llamada específica de Cristo a cada ser humano. La parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16, 19-31), que pone a aquél en el infierno, no lo hace por ser rico, sino por despreciar al pobre Lázaro. El propio Jesús era amigo de la familia de Lázaro (nada que ver con el Lázaro pobre de la parábola citada anteriormente), Marta y María, de José de Arimatea, de Nicodemo, todos ellos ricos. Casi todos los exégetas coinciden en que Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, era un empresario de la pesca que, además de tener pesquerías, distribuía pescado por todo Israel. Dicen muchos exégetas del Evangelio que el discípulo que consigue que Pedro entre en casa de Caifás durante el juicio de Jesús, no era otro que Juan, hijo de Zebedeo, que conocía a personas de la casa de Caifás porque su padre era proveedor de esa casa. En otra parábola, de la que hablaré dentro de un rato, Jesús recomienda que si no se hace producir el dinero, por lo menos se deje en el banco para recibir los intereses, y no parece que de ninguna forma condene esta actividad crediticia con intereses. Entra dentro de lo probable que el propio José, padre putativo de Jesús, y con el que éste trabajó treinta años, fuese un pequeño empresario de la construcción. En Mateo (13, 55) y en Marcos (6, 3) –escritos ambos en griego– se refieren respectivamente al oficio de su padre y al suyo propio como τεχτων (tectón) que en griego significa constructor. La traducción del griego de la palabra tectón por carpintero es un error. San Pablo, según se nos dice en los Hechos de los Apóstoles y en sus propias cartas, también tenía seguidores ricos. Una de ellas es una mujer, llamada Lidia, que se dedicaba al comercio de la púrpura, es decir, era empresaria (Cfr. Hechos 16, 14). Sería interminable enumerar todos los seguidores de Cristo o de sus discípulos que fueron ricos y tenían negocios, sin vender su alma ni a su riqueza ni a sus negocios.

Pero quiero referirme específicamente a una parábola y a un episodio de la vida del propio Jesús. La parábola es la conocida como la de los talentos, que, con pequeñas variantes nos cuentan Mateo (25, 14-30) y Lucas (19, 11-27). No voy a contar esta parábola porque la doy por sobradamente conocida. Sé que esta parábola se refiere a los talentos como dones de todo tipo dados por Dios, para decirnos que debemos utilizarlos, ponerlos en juego y multiplicarlos. Las palabras finales de Jesús con el siervo que no hace eso, no pueden ser más duras: “¡Siervo malvado y perezoso! […]. Deberías haber puesto mi dinero en el banco, y al volver yo, habría retirado mi dinero con los intereses. Así que quitadle a él el talento y dádselo al que tiene diez”. Pero la riqueza es también uno de esos dones que Dios nos da y, por lo tanto, también a éstos se refiere la parábola y también éstos deben ser utilizados, puestos en juego y multiplicados si no queremos ser increpados por Dios. Cuando nos referimos a la riqueza, esto se llama multiplicar la riqueza.

El episodio de la vida de Cristo al que quiero referirme es al llamado milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús realizó dos veces ese milagro. Mateo y Marcos cuentan las dos. Lucas y Juan, sólo una. Así que, en total, este milagro se cuenta, con pequeñas variantes, seis veces. Ningún otro hecho de la vida de Jesús se cuenta tantas veces. Tampoco voy a contarlo yo ahora, porque también lo doy por sobradamente conocido. Pero sí hay dos detalles previos al milagro que quiero señalar.

El primero lo cuentan Mateo, Marcos y Lucas en su primera multiplicación. Cuando sus discípulos le dicen que cómo van a dar de comerá a tante gente con las escasísimas provisiones que tienen, Jesús les dice: “Dadles vosotros de comer”. No es difícil imaginar la perplejidad de sus discípulos ante tal pretensión. Después, Jesús, hace el milagro de la multiplicación.

El segundo nos lo cuenta Juan. Cuando Jesús les pregunta de dónde podrían sacar cosas para dar de comer a la muchedumbre, Andrés le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente?”.

Si hemos de creer que detrás de estas seis narraciones hay una lección de Jesús para la posteridad, de este milagro y de estos dos detalles se pueden desprender dos cosas. Primera: Que Jesús no va a hacer el milagro todos los días para alimentar a la humanidad[2] –a la que, sin duda, representa la muchedumbre– y que, por lo tanto, el milagro de la multiplicación lo tendremos que hacer los seres humanos, no de la misma forma que Jesús, sino con nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Segunda: Que poner los bienes que uno tenga a producir es una cosa encomiable. El muchacho de que habla Andrés podría haber dicho que sus panes y sus peces eran suyos y que perderlos inútilmente era una estupidez. Y la verdad es que tendría razón. Pero si no los hubiese puesto en juego, no hubiese habido milagro. Punto.

Hasta aquí las Escrituras. Creo que si voy a hablar de la teología del capitalismo era imprescindible este mínimo paseo por ellas. Por supuesto, se podría escribir un tratado sobre lo que las escrituras dicen sore la riqueza, su uso, la obligación de la ayudar con ella a los necesitados, su utilización, sus peligros, la avaricia de ellas, etc., etc., etc. Pero no es ese el objeto de estas líneas. Así que dejo aquí este paseo. Por supuesto, de ninguna manera caeré en la ingenuidad de pensar que de las escrituras se desprende directamente el apoyo al capitalismo ni a ningún sistema económico. ¡Estaría bueno! Pero sí que pretendo mostrar que el modelo económico que mejor se adapta a ellas es el capitalismo.

Empiezo por decir algo que considero muy importante. Cuando me he referido al capitalismo en las líneas anteriores, he evitado, a propósito, utilizar el término sistema aplicado a él. Por la sencilla razón de que el capitalismo no es un sistema. Sí lo son todos los demás sistemas económicos. Lo ha sido el mercantilismo de los estados absolutistas de los siglos XVI y XVII, como lo han sido los socialismos utópicos de Fourrier, Saint Simon u Owen o el marxismo de Marx o el distributismo de Chesterton y Belloc. Aun admitiendo –lo que para algunos sistemas es mucho admitir– la buena voluntad de sus ideólogos, todos los experimentos económicos que se han aplicado en la historia, como el mercantilismo o el marxismo, han resultado en fracaso económico, pobreza, estancamiento y tiranía. Demos gracias a Dios de que los falansterios de Fourrier o el distributismo de Chesterton, se hayan quedado en meras elucubraciones. Porque los experimentos sociales que pretenden, bajo el diseño y la batuta de unos pocos seres humanos, traer una utopía al mundo, no pueden acabar en otra cosa que no sea hambre, miseria y tiranía. El capitalismo no es así. Ni es un experimento social ideado por un pequeño grupo de ideólogos visionarios, ni busca ninguna utopía. Es el estadio actual de un proceso evolutivo de las necesidades materiales del hombre con su libertad, su inteligencia, su voluntad, su espíritu de superación y, también, claro, con el pecado que habita en el corazón humano caído. Este proceso evolutivo empezó cuando el primer ser humano cambió con otro un hacha de piedra que le sobraba por una estatuilla que él no sabía hacer, en vez de arrebatársela por la fuerza al otro. Desde ese día, las circunstancias de cada momento, siempre cambiantes, han ido orientando esa evolución. Sería largo describir ese camino, pero hay una cosa clara: A pesar de las dificultades que ha experimentado, muchas veces impuestas por poderes fácticos, ha ido evolucionando hasta ser lo que es hoy. Y con avances y retrocesos, éstos causados generalmente por esos poderes fácticos, está haciendo que la humanidad satisfaga cada vez mejor sus necesidades de subsistencia, de ocio y de cultura. Y el capitalismo de hoy no tiene mucho que ver con lo que era ese proceso hace trescientos años –al que nadie llamaba capitalismo– ni con lo que será dentro de otros doscientos –al que no sé cómo llamaremos. No se llamará capitalismo, pero será fruto de la evolución de lo que hay ahora. Y, si los poderes fácticos no lo ahogan, será mejor que lo que hay ahora. No es, ni lo será nunca, un fruto perfecto y terminado. Como la propia humanidad, estará siempre en camino. Pero cada vez hará realidad para más gente –“creced y multiplicaos”– el “dadles vosotros de comer”. Y lo hará multiplicando la riqueza –como en el milagro de Jesús– a base de utilizar los recursos escasos existentes de las personas que están dispuestas a ponerlos en juego –como los pececillos y los panes del muchacho del milagro–. Y, gracias a la tecnología, lo hará pastoreando la tierra, no esquilmándola. No voy a hablar ahora de esto, pero tengo algunas cosas escritas al respecto. El gran problema es que, al mirar los logros del capitalismo, en vez de comparar la situación actual con las de hace cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos o mil años y quedarnos sobrecogidos del asombro, damos todos esos logros por descontados, la comparamos con la utopía inalcanzable a la que todos nos gustaría que llegase la humanidad. Con la utopía que han intentado alcanzar por asalto todos los sistemas que han fracasado estrepitosamente. Y, absurdamente, se le echa la culpa al capitalismo de que la humanidad no esté ya instalada en esa utopía. “We want it all, and we want it now”. ¿Puede haber un juicio más infantil e inmaduro? Me parece que no. Mientras tanto, el capitalismo, en vez de intentar construir una torre de Babel que tome el cielo por asalto, sigue subiendo humildemente, peldaño a peldaño, mientras es vilipendiado, una escalera que va construyendo a medida que la sube, hacia una azotea que todavía no existe. ¡Altius! ¿Puede haber un vilipendio más injusto?

Vamos al egoísmo y la avaricia. Hay mucha gente que acusa al capitalismo de basarse en el ánimo de lucro y que de ahí vienen el egoísmo y la avaricia. No cabre duda de que el capitalismo se basa en el ánimo de lucro. Pero identificar el ánimo de lucro con la avaricia y el egoísmo es una tremenda tontería. La avaricia y el egoísmo forman parte de la naturaleza humana desde su caída. No creo que haya apenas nadie en el mundo que no tenga ánimo de lucro, es decir, ánimo de vivir mejor, de tener más y mejores medios de subsistencia y de disfrute. Si alguien que esté leyendo estas líneas dice que no tiene ese ánimo, es que está ciego para analizarse a sí mismo. Pero el sano ánimo de lucro es una virtud. Ahora bien, ¿puede el ánimo de lucro degenerar en egoísmo y avaricia? Por supuesto que sí. Toda virtud, y el ánimo de lucro puede ser una de ellas, puede degenerar en un vicio. Los pecados capitales no son otra cosa que virtudes degeneradas, apetitos desordenados de cosas de suyo buenas. Decir que la virtud tiene que degenerar siempre en vicio no es propio de gente inteligente.

Pero consideremos por un momento el carácter de un avaro. Un avaro acapara sus bienes, guardándolos a buen recaudo, evitando usarlos. A menudo viviendo miserablemente para no gastar su caudal. Molière lo retrató perfectamente en su obra de ese título. Esa es precisamente la antítesis del ánimo de lucro y de la empresa. El empresario, para satisfacer ese ánimo de lucro no guarda su dinero en la caja fuerte. Al contrario, lo pone en juego porque piensa que haciendo por un precio razonable, cosas que la gente necesite y aprecie, y haciéndolas tan bien o mejor que cualquier otro, podrá ganar dinero. Si así lo hace, ganará dinero. En caso contrario lo perderá. Esto es lo contrario de la avaricia. Es poner los panes y los peces al servicio propio y de los demás, como el muchacho del Evangelio.

Porque el ánimo de lucro no tiene por qué excluir la búsqueda del bien ajeno, al que me atrevo a llamar amor. De hecho, casi nunca lo excluye por completo. A todo empresario le mueve también, en mayor o menor medida, el bien común. Posiblemente la búsqueda de su bien personal tenga más peso que la del bien común. Pero ni la búsqueda del bien personal es mala, ni creo que sea necesario elegir entre el falso dilema de uno u otro.

La famosa, y siempre malinterpretada, frase de Adam Smith de que No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero por lo que contamos con alimentos, sino por sus propios intereses”, ni dice que toda la motivación del carnicero, cervecero y panadero sea puramente su propio interés, ni que todas las cosas que hagan estos empresarios nos hagan contar con buenos alimentos. El buen panadero se siente orgulloso de la calidad de su pan y le encanta ver que sus clientes se lo elogian y disfrutan con él. Y no le encanta sólo pensando en que así ganará más, le encanta también porque le gustan las cosas bien hechas, el bien común, porque es un ser humano. Considera que hacer buen pan a buen precio es un buen servicio a la sociedad. Y, con toda probabilidad, ese bien común realimentará también su bien propio. Y, por supuesto, existen malos carniceros que venden gato por liebre y trucan los pesos. Porque en el ser humano, efectivamente, también habita la avaricia, con independencia de cómo se gane el dinero o cual sea el modelo económico en el que viva. Pero a la larga, apuesto a que ese mal carnicero tendrá que cerrar. Se puede engañar a pocas personas muchas veces o a muchas personas pocas veces, pero es casi imposible engañar a muchas personas muchas veces. El pecado de este mal carnicero puede manifestarse también en la explotación de las personas que trabajan para él. Un carnicero que, además de malo sea estúpido, puede ver su negocio como un juego suma 0 y pensar que cuanto más explote a sus empleados, más ganará él. Allá él. Lo cierto es que la empresa de éxito no es un juego suma 0, sino un mecanismo ganar-ganar. Un empleado que se sienta motivado por su trabajo, porque se siente razonablemente bien pagado, porque se siente tratado con dignidad y respeto, porque ve que su jefe es honesto en sus relaciones comerciales, etc., a buen seguro que rendirá más que uno que se sienta explotado. Y la empresa capitalista, a lo largo de este proceso de evolución, ha ido aprendiendo esto. Cada vez hay más empresarios que intentan con todas sus fuerzas que su empresa se parezca más a una espiral virtuosa ganar-ganar, que a un estúpido juego suma 0. Esto puede tacharse de utilitarismo, y lo es. Pero, otra vez más, el utilitarismo no tiene por qué ser excluyente de un honesto anhelo de bien común. ¡Ay de los que se consideran puros!

Porque en el corazón del cervecero habitan juntos el pecado de la avaricia –el utilitarismo no tiene por qué serlo– con el anhelo del bien común. Como decía Alexander Solschenizin en su obra “Archipiélago gulag”:

“La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano. [...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras del santo. Y su nombre no cambia, y a él se lo atribuimos todo”.

No existe institución humana que no quede embellecida por su bondad radiante o embrutecida por el mal. Ni siquiera la Iglesia que es, además de una institución humana, una obra de Dios, se libra de que el contagio del mal la afee. Por supuesto, no voy a comparar el capitalismo con la Iglesia, pero sí lo voy a hacer con otros sistemas económicos reales. Si uno ve cualquier índice que clasifique el grado de libertad económica de los países y lo compara con el índice de corrupción, verá que hay una correlación claramente negativa –aunque, por supuesto, no exacta– entre libertad económica y corrupción. Si uno ve la herencia que han dejado tras de sí los países que han soportado el comunismo o la realidad de los que todavía lo soportan, quedará espantado. Qué decir se el sistema económico del Islam, si es que tiene algún sistema económico. Por otro lado, la única esperanza de que los países anclados en la pobreza salgan de ella es que el proceso evolutivo del capitalismo funcione también en ellos. Si no lo hace, no es por el propio capitalismo, sino por culpa de los tiranos que los gobiernan, que ven en el progreso económico de sus súbditos un peligro para su poder y para su enriquecimiento ilícito. Esto hace que no pongan ningún medio que garantice la seguridad jurídica que permitiría a esos países salir de la pobreza en una o dos generaciones. Pero, desde luego, la culpa de su pobreza no la tienen ni Amancio Ortega, ni Juan Roig, ni Jeff Bezos o Larry Page por ser ricos. Únicamente al capitalismo se puede atribuir el mérito de que, por primera vez en la historia de la humanidad, el porcentaje de los seres humanos que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema, haya bajado del 10%. Y todas las previsiones indican que seguirá bajando. Como lo hace la mortandad infantil. Como se extiende el acceso a la educación de masas cada vez mayores, como… etc., etc., etc. Por supuesto, esto no es suficiente, jamás deberíamos caer en la autocomplacencia, pero menos aún en el autoflagelo. No es de personas ni maduras ni inteligentes lo de “I want it all, and I want it now” del que he hablado más arriba. Dios ha querido que la historia sea un proceso, no un punto final desde el principio. Puede decirse que el capitalismo está siendo un instrumento para hacer cada vez más realidad el desiderata del destino universal de los bienes. Me atrevería a decir que es un instrumento de la Providencia divina.

Por último, quiero decir algo sobre la obligación moral de satisfacer las necesidades materiales de los más necesitados. Los países capitalistas están a la cabeza en lo que se refiere a la existencia de ONG’s, fundaciones, etc. de todo tipo destinadas a aliviar esas necesidades. En ningún otro modelo económico ha habido mayor protección para los parados, jubilados, impedidos por cualquier hándicap, que la que hay en el capitalismo. Nunca. ¡Jamás!

Lo malo es que el afán de crear un estado monstruoso que sea providencia para todos, necesitados o no necesitados, que se auto realimenta en el crecimiento descontrolado de su gasto, con un alto grado de despilfarro de contenido ideológico, de déficits, de impuestos desorbitantes y de deuda pública inaudita, soportada por manipulaciones intolerables del dinero en circulación, puede frenar o, incluso involucionar esta evolución, con consecuencias trágicas para la humanidad.

Como conclusión, creced y multiplicaos, llenad la tierra, dadles vosotros de comer, poned en juego vuestros panes y peces, son mandatos teológicos que la humanidad sólo se aproximará a servir o satisfacer, paulatinamente y nunca al 100%, por el proceso evolutivo que ha creado el capitalismo. Así pues, sí: el capitalismo tiene una base teológica.

Acabo estas páginas con una pregunta y una petición. La pregunta la hago en general. La petición se dirige a los sacerdotes que puedan leer estas líneas y a los feligreses que puedan instar a los sacerdotes de sus parroquias.

La pregunta: En las peticiones que se hacen en la Misa tras la homilía se reza por todo lo que se mueve: Periodistas, profesores, agentes de la circulación, trabajadores con apellidos; del campo, de la pesca, de la industria, etc, médicos y, por supuesto, políticos y gobernantes. Y me parece magnífico que se rece por todos ellos. Yo me siento incluido en alguno de esos colectivos y lo agradezco sinceramente. Pero hay un estamento por el que no se reza nunca. Son los empresarios y los directivos de empresas. Parece como si rezar por ellos pudiera ser sintomático de apoyar al perverso capitalismo. ¿Por qué no se reza por ellos? ¿No son dignos? ¿No lo merecen? ¿No lo necesitan? Un día se lo pregunté a un sacerdote de la iglesia a la que suelo ir a Misa. Su primera reacción fie de: “¡Anda!, ¡es verdad¡” Sólo le faltó el ‘coño’ al final de la primera exclamación. Pero en seguida se rehízo para rebatirme. “Están incluidos en gobernantes y trabajadores”. Naturalmente, no me puse a discutir con él, pero ni que decir tiene que no estoy de acuerdo. No soy ni empresario ni directivo de empresa (aunque esto último lo he sido). Pero soy profesor de jóvenes (y no tan jóvenes) que se preparan para la profesión de directivos y tengo hijos directivos y empresarios. ¿Es que aspiran a, o tienen una profesión que no es digna de que se rece por ellos?

La petición: Me digo, ¿No podrían los sacerdotes, al menos una vez al año, hacer una monición del estilo de: “Señor, te pedimos por los empresarios y directivos de empresa para que les preserves del pecado de la avaricia y les des tu luz y tu inteligencia para crear y dirigir empresas que hagan produzcan bienes útiles, creen puestos de trabajo y hagan un bien a la sociedad”?. Con qué alegría contestaría: “¡¡¡¡Te rogamos, óyenos!!!!”

 



[1] Un amigo mío, buen conocedor del hebreo, lengua original en el que fue escrito el Génesis, me dice que la traducción habitual de sometedla es incorrecta. Que es mucho más correcta la traducción “pastoreadla” רועה.

[2] Ciertamente, el milagro diario que sí hace Jesús es el de multiplicar su cuerpo en la Eucaristía. Pero Jesús rara vez perseguía un solo objetivo con sus milagros. Siempre tenían dos vertientes, una espiritual, la más importante, pero también otra material, que no puede ser desdeñada por ser menos importante.

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