12 de junio de 2022

Sobre la trinidad de Dios: Un paseo por la geometría y las matemáticas

Este domingo es el domingo de la Trinidad. Eso de la trinidad es algo que a mucha gente, a mí también antes, les parece en primer lugar, lioso; ¿cómo puede ser verdad esa chorrada ilógica de ser tres y uno al mismo tiempo? Y en segundo lugar: ¿Qué importa si las personas son sólo una 3, 5 o 18? ¿Para qué tanta pérdida de tiempo en pensar en eso? ¿Qué tiene que ver con mi fe –en el caso de los que la tienen, los demás, pasan millas? Bueno, pues ahí van mis reflexiones al respecto. Van en orden inverso al de más arriba. Empiezo por la segunda que es lo importante. Porque si esto es irrelevante, para qué más? Estas refñexiones son, tal vez, un poco complicadas. Pero lo importante no son las reflexiones, sino la maravilla del Dios Trinitario que celebramos hoy.

2º Y, eso de la Trinidad, ¿para qué sirve?

Muchos cristianos –yo hasta hace unos años– se preguntan: ¿merece la pena tanto lío por eso de que si Dios es sólo uno o, es también tres sin dejar de ser uno, etc? La verdad es que sí. Aristóteles, sin ser, evidentemente, cristiano –vivió varios siglos antes de Cristo– ni creyente en un Dios personal, sí había llegado a la necesidad de una causa primera para el cosmos –no una creación, pues creía en un cosmos eterno– pero sí en una primera razón causal. Así llegó a concluir que era necesario una especie de Dios impersonal, primera causa incausada, motor inmóvil, arquetipo de los trascendentales Verdad, Bondad, Belleza y Unidad, como quiera que se le llamase. Pero se devanaba los sesos pensando por qué ese Ser impersonal, fuente de toda perfección se molestó en ser la causa del cosmos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué puede llevar a un Ser perfecto a causar algo si no lo necesita? Y se devanaba los sesos sin poder responder Esta sinrazón descorazonaba a una mente como la suya. Santo Tomás nos dice: “Qué angustias no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios”. Aristóteles se hubiese alegrado de caer en la cuenta de esa razón: El amor. Dios tiene amor. Pero si es la causa primera de todo y tiene amor, tiene que ser amor. Aristóteles, que no supo encontrar en el amor la razón de la causa primera para causar, la premisa mayor de todo silogismo, el Logos que diese sentido al universo, sí supo descubrir la Verdad, la Bondad y la Belleza como atributos trascendentes del ser. Pero Dios no podría ser amor si fuese un ser solitario, aunque sea un ser personal. El amor es relación, implica la existencia de varias personas. El amor requiere la Trinidad, el mínimo común múltiplo de dos personas y una relación personificada, sin pérdida de la Unidad, atributo trascendente del ser. Para ser Creador, Dios tiene que ser eso que alguien llamó el palpitar del flujo de las Personas y el reflujo de la Unidad en una eterna marea. Al pensar esto, se me vino a la cabeza la imagen de que la Creación era como una especie de poso que ese flujo y reflujo de mareas de amor dejaba en la orilla. Si uno ve lo que las mareas marinas dejan en la orilla no verá sino una mezcla caótica de algas, piedras y otros desechos, naturales o artificiales. Pero no cabe duda de que es ese flujo y reflujo el que ha creado la playa. No obstante, la comparación obvia una cosa esencial. Lo que las mareas marinas dejan en la playa no es más que algo aleatorio y caótico. La Creación, al contrario, presenta un orden exquisito e investigable por la inteligencia humana. Porque, a diferencia de las mareas marinas, que arrastran al azar lo que pillan, las Mareas Divinas son mareas de amor y ese amor se manifiesta, entre otras formas, en un orden que llama a gritos a la necesidad de una inteligencia creadora y pide investigación. ¿Se imagina alguien que tras un número de mareas, con sus flujos y reflujos, apareciese un mensaje inteligible escrito en la arena? ¿O un castillo de arena? ¡Pues en la Creación por amor, sí aparecen mensajes y castillos!

Esto no lo sabemos por la filosofía sino por la Revelación, pero cuadra a la perfección con la razón filosófica. Como cuadra un balance bien hecho. Tan bien que la filosofía cobra sentido a su luz. Tan bien que sólo esto puede ser la premisa mayor de cualquier cadena de silogismos que tengan sentido. Dios quiso crear al hombre, con su inteligencia, gratuitamente, por amor. No cabe otra solución sensata al jeroglífico. Ese es el por qué. ¿Y el para qué?


La respuesta casi cae por su peso. Para que ese ser humano, al que creó por amor, fuese feliz buscándole, encontrándole, conociéndole, amándole y uniéndose a Él por ese amor. Para esto le regaló la inteligencia que implica la capacidad de buscar la Verdad, la Bondad y la Belleza. Pero la inteligencia, sin libertad es inútil, como la libertad, sin inteligencia, es errática. Y ambas, inteligencia y libertad, sin voluntad, son impotentes. Por eso, ese Dios creó el universo por amor, para poner en él al ser humano, al que regaló la inteligencia y dotó también de libertad y voluntad. Una inteligencia mucho más potente de la necesaria para la mera supervivencia. Una inteligencia trascendente, única en la creación, capaz de asomarse fuera de los límites del universo. Una inteligencia capaz de descubrir la Verdad, hacer el Bien y contemplar la Belleza. Una inteligencia capaz, a su vez, de recibir su amor, de devolverle ese amor. Y, gracias a la Trinidad de Dios, esa contemplación, esa participación en el Amor divino, la haremos desde dentro, no desde fuera. Porque una de las Personas de esa Trinidad se ha hecho uno de nosotros, para que podamos estar dentro de ese misterio de Amor y que la corriente de Amor entre Padre e Hijo, el Espíritu Santo, pase a través de nosotros, justo por en medio de nuestro corazón. Amor con amor se paga. Aunque el pago de nuestro amor sea insignificante al lado del suyo.

Doy ahora una larga cambiada a mis reflexiones. También hace años, en un libro con el título de “El padre Elías”, leí una frase que me impresionó y que gravé en mi memoria. Cito desde ella, pero si la cita no es literal, se le parece inmensamente: “Si dejase de meditar todos los días ante mi Dios, dejaría de sentir el latido de ese corazón que palpita en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de acercarme a Dios y empezaría a amar más a las criaturas que al creador. Al final no amaría a nada ni a nadie”. Uniendo la idea precedente con ésta, di en pensar que ese flujo y reflujo de las Personas y de la Unidad eran ese corazón palpitante. Como una bomba que impulsase la “sangre” de la Creación a lo largo y ancho de ella, en todo tiempo y en todo lugar. Y di en pensar que esa “sangre” era la Gracia y que la Creación era un feto en gestación y que cada ser humano somos una placenta que transmite esa “sangre”, esa Gracia a toda la Creación. Cuando medito ante mi Dios, atraigo hacia mí, pobre placenta, esa “sangre” bombeada por la Trinidad y la reenvío a toda la Creación. Pero no es sólo eso. A través del sistema vascular que canalizan la Gracia trinitaria hacia el mundo, que podríamos identificar con Jesucristo, nosotros, los seres humanos, podemos trepar hacia la Trinidad de Dios llevando a la Creación con nosotros. Y, llegando al corazón que bombea la Gracia, participar, junto con toda la creación en el espectáculo inefable del Amor Divino. Entiendo entonces mejor la frase de san Pablo en la epístola a los romanos cuando dice: “Porque la Creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. […] y vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. […] Sabemos, en efecto que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”[1].

Por esto creo que esto de la Trinidad de Dios no es un galimatías irrelevante, sino, muy al contrario, una gracia indescriptible. Pasemos ahora a la lógica de lo ilógico y hagámoslo de la mano de la geometría y las matemáticas.

1º Una imagen geométrica y un descubrimiento matemático

Desde que la revelación cristiana introdujo la visión de un Dios Trinitario, los más grandes teólogos y filósofos no han dejado de darle vueltas sobre lo de que Dios fuese totalmente Uno y, al mismo tiempo, tres Personas distintas. Parece que la mente himana choca en esto con el misterio. El misterio tiene mala fama. Se suele considerar un refugio estúpido para justificar la ignorancia. Pero el hombre no es capaz de cejar en su empeño de intentar resolver los misterios, sin considerar lo que tan bien expresa el jesuita Pierre Charles:

“Hay siempre un peligro latente que acecha al creyente cuando se pone a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema y el objeto de la fe como una doctrina. Porque el objeto de la fe es más que una doctrina: es una realidad, y el misterio es más que un problema: es un hechizo. Una doctrina sólo pide ser bien comprendida; un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad, una cosa, no ha dicho nunca su última palabra; y un misterio es estrictamente inagotable; una fuente de perpetua inspiración. Y para que el misterio no degenere en simple problema; para que Dios sea otra cosa que una esfinge que propone enigmas, es necesario que la inmensidad de la revelación no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes”.

Porque, como tan bien dijo Einstein:

“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...] En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto – ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”.

Sin intentar aprisionar el misterio en una fórmula indigente más, voy a proponer una imagen geométrica y a comentar un descubrimiento matemático del siglo XX que muestra cómo el concepto de lo infinito desarticula nuestra lógica finita. Tal vez estas dos ideas puedan ser una pequeña fuente de inspiración.

El prisma de Möbius[2]

Para entender qué es una cinta de Moebius, lo mejor es ver la animación del sigioente link.

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Ahora, con un poco de imaginación espacial, hay que pasar de una cinta de dos caras a un prisma cuya sección sea un triángulo equilátero. Toménse los dos extremos del prisma y únanse para formar un anillo. Pero, ¡un momento!, antes de empalmar los dos extremos, gírese uno de ellos 120º y únalos. Ahora uno debe imaginarse que es una ínfima hormiga, como las de la animación anterior. Pero pensemos en dos tipos de hormigas. El primer tipo es incapaz de recorrer toda la longitud del anillo ni en 1000 generaciones. Puede no obstante, recorrer en pocos segundos el prisma en sentido transversal, rodeándolo, salvando las aristas. Jurará ante todo el que quiera oírle, que la figura que ha rodeado tiene tres caras. Pero el otro tipo de hormiga –parecida a la de la animación del link que puede verse más abajo–, enormemente rápida para andar en un plano, pero absolutamente incapaz de doblar una arista, recorrerá el anillo a toda velocidad y, tras dar tres vueltas al mismo, que a ella le parecerá una ya que no ha pasado por el mimo sitio, se encontrará en el punto de partida, sin haber doblado ni una sola arista. Esta hormiga jurará, con la misma vehemencia que la primera, que el anillo tiene una sola cara, puesto que ella ha retornado al punto de partida sin encontrarse con ninguna arista. Naturalmente, nosotros, si pudiéramos entender la acalorada discusión de las dos hormigas, sonreiríamos ante su ingenuidad porque, para deshacer el entuerto sólo hace falta ver el anillo en su conjunto. Pero eso es, precisamente, lo que no pueden hacer cada una de esas dos hormigas. El problema reside en la propia limitación de su percepción, no en lo que es el anillo n sí mismo. El anillo tiene, realmente, tres caras o una al mismo tiempo, según como se mire.

Georg Cantor y la lógica de los conjuntos infinitos y los números transfinitos

Y, ahora, un poco de “sencillas” matemáticas. Todo el mundo sabe que el conjunto de los números naturales es el formado por todos los números enteros y positivos. 1, 2, 3, ....., 11.932, ...... 42.858.290.216, ... etc. El conjunto de los números enteros es como el de los naturales, pero incluyendo también los negativos. Por tanto, si alguien nos preguntase cuál de los dos conjuntos, el de los números naturales o el de los enteros, tiene más elementos, seguro que le miraríamos con estupor y le contestaríamos pensando tal vez que nos toma el pelo y nos hace una pregunta de esas con una respuesta con truco estúpido. Con cierta cautela, por la broma que esperamos, le diríamos que, naturalmente, tiene más elementos el conjunto de los enteros. Exactamente el doble, diríamos. Si lo pusiese en duda le explicaríamos, armándonos de paciencia:

- Supón que consideramos los números naturales 1, 2 y 3. Este conjunto constaría de tres elementos. Si vemos el correspondiente de los enteros, tendríamos el 1 y el -1, el 2 y el -2 y el 3 y el -3. Seis en total. Como la más sencilla aritmética nos enseña, 3x2=6. Y si en vez de llegar sólo hasta el 3 llegamos hasta el 5.853.592.465.105, el resultado sería el mismo. Inapelable, ¿no?

Si nos dijese que tomando el conjunto infinito números naturales y el de los enteros los dos conjuntos serían iguales, le diríamos que nuestra “demostración” vale para cualquier cantidad de números naturales que tomásemos, sin importar cuan grande fuera esa cantidad.

Sin embargo, el matemático ruso-alemán Georg Cantor se tomó muy en serio esto del tamaño de los conjuntos con un número infinito de elementos. Demostró que había distintos grados de infinitud y que los conjuntos infinitos que tenían el mismo grado de infinitud tenían el mismo número de elementos. Definió que dos conjuntos infinitos tenían el mismo número de elementos y eran, por tanto, del mismo grado de infinitud, si se podía idear un método que emparejase biunívocamente los elementos de un conjunto y otro, de forma que siempre se pudiese emparejar un elemento de uno con uno del otro, y viceversa, sin dejar ninguno desparejado. El argumento parece razonable. Lo aplicó esto a los números enteros y naturales.

Pensó: Supongamos que emparejamos el 1 del conjunto de los naturales con el 1 de los enteros. El 2 de los naturales con el -1 de los enteros, el 3 de los naturales con el 2 de los enteros, el 4 de los naturales con el -2 de los enteros, como indica la tabla siguiente:

Naturales       Enteros

1--------------    1

2--------------   -1

3---------------   2

4--------------   -2

Etc...

Siempre se podría emparejar cualquier número natural con un entero y cualquier entero con un natural, luego ambos conjuntos tienen el mismo número de elementos y el mismo grado de infinitud. Esto, evidentemente, no puede hacerse con una cantidad finita de números naturales, pero, cuando se habla del infinito, la lógica cambia.

Cantor demostró que hay conjuntos con grados de infinitud 1, 2, 3, 4, y así, indefinidamente. Es decir, que el número de grados de infinitud de los conjuntos que se puedan pensar es infinito. A la numeración de los infinitos grados de infinitud les llamó números transfinitos. Los números transfinitos forman, hoy en día, una importante rama de las matemáticas.

Lo que importa de esto, para lo que aquí tratamos, no es lo de los números transfinitos, sino cómo, ciertas cosas que parecen elementalmente lógicas desde una visión limitada a lo finito, no son ciertas con una visión de infinitud. Algo parecido debe pasar con lo de Dios, Uno y Trino a la vez. Necesitamos una visión de infinitud para entenderlo. Visión de la que carecemos en este mundo. La tendremos, sin duda, cuando veamos al Dios Trinitario cara a cara.

Por eso, si esto de los prismas de Möbius o los números transfinitos fueran simplemente matemáticas recreativas, no pasaría de la mera curiosidad, aunque haya una gran belleza en la matemática abstracta. Pero esto de la Trinidad no es una curiosidad. Se refiere al amor creador, al amor del Dios que nos ha redimido y salvado, al espectáculo inefable de Amor que contemplaremos cuando veamos cara a cara a nuestro Dios, se refiere a ese misterio de por qué ocurren cosas, a veces terribles, a las que nuestra inteligencia no puede encontrar respuestas razonables, de todo aquello que tenía que ser como ha sido y a lo que no podemos encontrar explicación. En el eterno presente de la contemplación de ese misterio viviremos la eternidad. Pero siempre hay que recordar que, como dijo Benedicto XVI, cualquier intento de idear en este mundo cualquier analogía, aunque sea correcta, en el conocimiento de Dios “llegaría tan arriba como un dedo índice extendido entre el cielo y la tierra”.



[1] Cfr. Romanos 8, 19-23.

[2] La imagen no es enteramente mía (sólo lo del prisma lo es), sino que arranca de una idea que se conoce como la cinta de Moebius. August Ferdinand Möbius (1790-1868) fue un matemático alemán que descubrió las propiedades del montaje de una cinta que lleva su nombre. El dibujante y grabadista holandés, Mauritis Cornelis Escher, ha realizado innumerables grabados de la cinta de Möbius, una de ellas en la que dicha cinta es recorrida por hormigas. En el link de más abajo puede verse una animación de esta representación.

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