4 de junio de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 22; Capítulo XIX; Nicodemo

CAPÍTULO XIX 

NICODEMO

Al día siguiente no fuimos a Ierushalom. Lo pasamos entero en casa de Simón, con Marta y Lázaro. Jesús no quería dejarse ver porque pensaba que eso exacerbaría los ánimos de los judíos que, en los últimos años, habían acrecentado de forma inaudita su expectativa de la venida del Ungido que acabase con la dominación romana. Los milagros de Galilea, la escena de la expulsión del Templo y los rumores que se extendían de su actuación en el camino a Ierushalom frente a los zelotas, se mezclaban en la mente de la gente que necesitaba muy poco para ver en cualquier personaje a ese Ungido triunfador. Su figura adquiría tintes diversos según quién contase según qué historias y como las mezclase. Por eso él no quería alimentar la imaginación popular y decidió quedarse en Betania. Además, allí se encontraba bien. Sentía el profundo cariño de sus tres anfitriones que le rodeaban de sutiles atenciones, se paseaba solo por el amplio y umbrío jardín escuchando el suave murmullo del agua. Rezaba.

Ciertamente, aunque Betania estaba un poco apartada, a partir de la primera hora de la tarde los balidos de los corderos que eran sacrificados en cada tienda de la otra ladera del monte oriental de Ierushalom, ahogaban el sonido del agua transmitiendo un sentimiento de angustia. Durante la tarde se retiró todo el pan con levadura de la casa, se guardó la vajilla corriente y se sacó la especial para Pésaj. Por la tarde, Marta salió a buscar a algún mendigo que no tuviese donde celebrar Pésaj y, al cabo de un rato vino con tres. Poco antes de la caída de la noche, en el crepúsculo, los tres anfitriones, los tres mendigos, todo el servicio y todo nuestro grupo, estábamos reunidos alrededor de la mesa. Simón quiso dejar el lugar de honor a Jesús, pero éste no se lo permitió. Simón se sentó a la cabecera, con dos de los mendigos a su derecha e izquierda, después, por la derecha estaba Jesús y, al otro lado de Jesús, el tercer mendigo. En la mesa estaban preparadas las hierbas amargas y la gran torta de pan ácimo. El cordero no estaba todavía en la mesa, pero su olor llenaba toda la casa. Estaban listas las velas, todavía apagadas y aunque vacías, las cuatro copas, más la quinta para el profeta Elías. Junto a ellas estaba la garrafa, llena del magnífico vino color de rubí de Tomás y de su socio José de Arimatea. También estaba el recipiente de agua convertida en salmuera. Todos estábamos de pie, con la cintura ceñida y el bastón en la mano. Por supuesto, los dinteles de las puertas de la casa habían sido pintados con la sangre del cordero degollado, para que el Ángel Exterminador pasase de largo, como había ocurrido en la primera Pésaj. Sólo que en las muchas Pésajs de tantos siglos, el Ángel tampoco había exterminado a los primogénitos de los filisteos, asirios, caldeos, griegos, romanos y otros pueblos que sojuzgaron a Israel a lo largo de su historia. Tampoco parecía probable –sería terrible– que en ésta volviese a ocurrir semejante prodigio. Pero era Pésaj. La noche prometía ser clara, sin una nube, pero se había levantado un fuerte viento que silbaba en las ventanas y se colaba por cada resquicio. La luna se alzaba ligeramente sobre el horizonte, todavía entre dos luces, roja, como una brasa sacada del hogar. Simón escrutaba, a través de una ventana próxima, la aparición de la primera estrella para iniciar la ceremonia. Poco antes de que apareciese, le dijo a Jesús:

- Rabbí, se tú quien dirija el Seder.

- No sabría hacerlo –respondió Jesús–. En todas las Pésajs que he vivido, hasta la del año pasado, ha sido mi padre, José quien ha dirigido el Seder. Me fijaré bien esta vez y, en la próxima Pésaj, cuando el Altísimo nos conceda celebrarla juntos, dirigiré el Seder.

- Te acepto la disculpa, rabbí, a la par que acepto la promesa que me haces, si el altísimo nos la concede –replicó Simón.

- Nos la concederá Simón, te lo aseguro. Amén, amén –dijo Jesús.

- Amén, amén –respondimos todos, un poco extrañados por la seguridad con la que Jesús se hacía garante de la voluntad del Elohim.

Simón encendió las siete velas y después procedió a llenar de vino la primera copa mientras empezaba la salmodia del Hallel a la que respondíamos todos:

¡Alleluiah!

¡Alabad, siervos de Elohim!

Tomando un pequeño manojo de hierbas amargas, las mojó en la salmuera y las pasó para que todos comiéramos de ellas, seguida de la primera copa de vino. Esta copa simboliza la primera noche, la noche de la creación del mundo. Partió después en dos la torta de pan, reservando una parte para el final de la cena y haciendo que la otra mitad circulase entre nosotros para que tomásemos cada uno de nosotros un trozo. En ese momento la salmodia decía:

Él levanta del polvo al desvalido

y alza del estiércol al pobre

para sentarlo con los príncipes,

con los príncipes de su pueblo;

consolida a la estéril en su familia,

haciéndola madre feliz de hijos felices.

¡Alleluiah!

Al decir estas palabras la voz de Simón pareció quebrarse, pero sirvió la segunda copa de vino sin que le temblase el pulso. La copa circuló y todos bebimos de ella. Simboliza la noche estrellada de la promesa de Elohim a Abraham.

Lázaro, como miembro más joven de la familia, formuló la pregunta ritual sobre la razón por la que se celebraba esa fiesta. La salmodia respondió a la pregunta:

Cuando Israel salió de Egipto,

La familia de Jacob de un pueblo bárbaro,

Y fue desgranando en la salmodia la historia de la liberación de Egipto, interrumpida periódicamente para repetir el salmo de alabanza inicial. Mientras salmodiaba, sirvió la tercera copa, que dio diez vueltas a la mesa. Cada vuelta simboliza una de las plagas que YeHoVaH envió al Faraón. En cada vuelta, metíamos la punta del índice en el vino y lo sacudíamos sobre el mantel, simbolizando la tristeza de los siglos de esclavitud, antes de la alegría de Pésaj. Tras la última vuelta de la tercera copa, en una undécima, bebimos lo que quedaba de ella al tiempo que hicimos una nueva ronda de pan y verduras amargas mojadas en salmuera. La consumación de esta tercera copa simboliza la noche de la salida de Egipto, tras las penas de la esclavitud. En ese momento entró el cordero. Asado entero, con vísceras incluidas. Los corderos que se vendían en el Templo habían ayunado el tiempo suficiente como para tener el intestino vacío. Tal y como mandaba el ritual nos lo comimos entero, sin dejar nada y con el máximo cuidado para no romperle ni un solo hueso.

Simón sirvió entonces la cuarta copa, mientras salmodiaba:

¿Cómo podré pagar a Elohim todo el bien que me ha hecho?

Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre.

Cumpliré mis promesas a Elohim en presencia de todo el pueblo?

Simón, sirvió entonces la copa reservada para el profeta Elías, mientras, Lázaro abrió de par en par la puerta para que entrase, como mensajero del Ungido. Terminamos la salmodia con el último salmo que empieza y acaba:

¡Dad gracias a Elohim, porque es bueno!

¡Porque es eterno su amor!

Entonces circuló la cuarta copa. Antes de dar un sorbo, cada uno la alzaba hacia el Altísimo. Esta copa simboliza la noche de la manifestación definitiva del Todopoderoso, el fin de los tiempos ordinarios, la llegada de los tiempos mesiánicos.

Mientras nosotros bebíamos esta copa, los mendigos bebieron la copa destinada a Elías.

Hoy, en mi cautiverio, en espera de mi martirio, al recordar esta celebración y, sobre todo, la que tuvo lugar un año más tarde, mi alma se ha llenado de fuerza y esperanza. Porque, efectivamente, en Pésaj del año siguiente Jesús dirigió el Seder según se lo había visto hacer a Simón. Fue en la casa de Juan Marcos, nieto de Fulano. En ella estuvieron Simón, Marta, Lázaro y Miriam, junto con todos los discípulos, hasta el momento de la quinta copa, en la que nos quedamos con él sólo los doce. Pero, me estoy adelantando en mis recuerdos.

Cuando terminó la cena, nos quedamos un rato de conversación. Toda ella giraba sobre la fuerza salvadora de YeHoVaH, de su Providencia sobre su pueblo y sobre la esperanza de la llegada del Ungido, precedido por el profeta Elías y por Enoc, y la instauración de los tiempos mesiánicos predichos por el profeta Isaías. Después, todo el mundo se retiró. Los mendigos tenían también preparado un aposento en el que pasar la noche. Jesús pidió autorización a Simón para ir a rezar al exterior de los muros del jardín y Lázaro le pidió a Jesús que le permitiese acompañarle. Ambos salieron por el portón que un criado les abrió prometiéndoles esperarles hasta que viniesen. El viento soplaba cada vez con más fuerza, cambiando de dirección continuamente, como si quisiese recorrer todas las puntas de la rosa de los vientos. Nada más salir, se toparon con un personaje embozado, vestido de negro, cuyas vestimentas se arremolinaban fuertemente agitadas por el viento. La figura se acercó a Jesús que pudo verle los rasgos a la luz de la luna. Era un hombre mayor, con una frondosa barba blanca y un rostro noble. Sus ojos y sus labios denotaban que era presa de una gran angustia.

-Rabbí –le dijo bajando los ojos– soy Nicodemo, fariseo. Ayer te vi ayer en el Templo y luego te seguí y escuché tus palabras en el monte Oriental. No he podido dormir en toda la noche. Esta mañana, José me ha contado lo que hablasteis anoche, aquí, en casa de Simón.

Miró de soslayo a Lázaro al que saludó por su nombre. No le dijo nada, pero Lázaro supo que tenía que alejarse discretamente y dio varios pasos hacia atrás, al tiempo que se daba media vuelta. No obstante, era un joven con un excelente oído y estaba enormemente interesado en lo que hablasen Nicodemo y Jesús. Conocía a Nicodemo desde siempre. De hecho, había sido el mejor amigo de su padre hasta que éste empezó a alejarse de la estricta ortodoxia farisea. Fue Simón, no Nicodemo, el que fue dejando morir esa amistad. Nicodemo, no era un fariseo cualquiera, como se había presentado a Jesús. Era fariseo ortodoxo y cumplidor a rajatabla de todos los preceptos, pero, al mismo tiempo, bondadoso y tierno. Era un hombre respetado por todos, fariseos y saduceos. Podría ser miembro del Sanedrín. De hecho se lo habían propuesto dos veces y él lo había rechazado. Por todo esto, era para Simón como un grito de la conciencia que le afeaba su conducta de relajamiento de las normas. Por eso dejó de verlo, refugiándose más en la amistad con José de Arimatea que, a pesar de su laxitud, seguía manteniendo una sólida amistad con Nicodemo. Nicodemo prosiguió, sin alzar la vista y Lázaro aguzó el oído y, a pesar del sonido del viento, captó parte de la conversación, que nos transmitió años más tarde delante del propio Nicodemo, que completó lo que Lázaro no pudo oír.

- Rabbí, sé que eres un enviado del Altísimo porque nadie que no lo sea podría hacer los signos que tú haces. Pero no entiendo, no entiendo nada y necesito entender. ¿Eres el Ungido? ¿Vas a restaurar el Reino de Israel? ¿Qué Reino vas a restaurar, cómo será? ¿De paz o de violencia? No sé, son muchas preguntas sin respuesta las que se atropellan en mi mente y necesito que me ayudes. Llevo aquí toda la tarde y la noche. Es la primera vez en mi vida que no celebro la cena de Pésaj. Pero llevo toda esa vida esperando y rezando al Altísimo para ver el momento de su manifestación. Para ver la cuarta noche. Y, ahora, que tal vez haya llegado el momento, tengo miedo. No sé qué hacer. Es toda mi vida, todo su sentido, la que pende de este momento. Pero, al mismo tiempo, estoy tan aferrado a las tradiciones y a los preceptos que no sabría qué hacer sin ellos. En tus palabras de ayer por la tarde en el monte Oriental hablabas de una próxima Pésaj. Una Pésaj distinta con un cordero distinto que se celebrará pronto y que significará el fin de todos los egiptos. ¿Distinta? ¿Acabará con los preceptos que nos guían? ¿Cuál será el cordero sacrificial? ¿Qué significa el fin de todos los egiptos? ¿Cuándo será ese pronto? No sé, todo me da vueltas. ¡Ayúdame!

Había un toque de angustia en este “ayúdame”. Era la petición de auxilio de un hombre que veía derrumbarse todas sus seguridades pero que no quería aferrarse al mundo que se le derrumbaba y hundirse con él, sino encontrar un nuevo anclaje para su vida. Y creía que Jesús, que era el que había socavado la base de su viejo edificio, podía ser también la piedra angular del nuevo.

- Nicodemo, Nicodemo –le dijo Jesús con un suspiro que hizo que el fariseo levantase la vista para fijarla en Jesús–, vas a tener que nacer de nuevo para poder ver el Reino de Dios.

- ¿Cómo puede un hombre viejo nacer de nuevo? Tengo demasiadas experiencias sobre mis espaldas, demasiadas seguridades en mi vida, para dejarlas de lado. Sencillamente, no puedo hacer con ellas un hatillo y lanzarlas al mar.

- En eso estás en lo cierto. No puedes. Tienes que dejarte hacer. Tienes que dejarte engendrar desde lo alto por el agua y del Espíritu. Son ellos, no tú, los que te harán nacer de nuevo.

- ¡Dejarme engendrar por el agua! –repitió Nicodemo con una voz que transmitía desánimo–. Fui al Jordán para que Juan me bautizase, pero me faltó valor. Soy un hombre conocido y, a buen seguro, alguno de los presentes me reconocería e iría a contárselo al Sanedrín. Eso podría costarme mi prestigio e, incluso, mi expulsión de entre los fariseos. Además, Juan me imponía temor. Tuve miedo de que me lanzase sus diatribas en público y a voz en grito. Era más de lo que me sentía capaz de hacer. Por eso no me atreví y, tras mirar de lejos durante un largo rato cómo bautizaba, me volví a Ierushalom por donde había venido. Pero, ¿dejarme engendrar por el Espíritu? Ni siquiera sé qué significa eso.

- Nadie lo sabe. No puedes saberlo, aunque seas maestro de la Ley. Tienes que dejarle hacer a Él. ¿Oyes ulular el viento, Nicodemo?

Difícilmente podía no oírse. Era un viento poderoso que, además de silbar, movía todas las ramas de los árboles cuyas hojas repetían sus ecos. Nicodemo asintió con la cabeza.

- Lo oyes, pero no sabes de donde viene ni a dónde va –continuó Jesús–. Así es el Espíritu. En cuanto a la nueva Pésaj, la reconocerás cuando el Hijo del hombre sea levantado sobre la tierra, como lo fue la serpiente de bronce hecha por Moisés en el desierto. Los mordidos por la serpiente no morían de esa mordedura, pero no escapaban de la muerte. Los que miren al Hijo del hombre y crean en él, tendrán vida eterna.

- ¿Y quién es ese Hijo del hombre para que crea en él? –preguntó Nicodemo.

- Cuando sea el momento lo reconocerás y bendito tú si no te escandalizas de él.

- Y, ¿qué debo hacer mientras tanto?

- Nada –le respondió Jesús–, seguir con tu vida dando gracias al Altísimo. Lo que tengas qué hacer te lo dirá el Espíritu en su momento.

Y dicho esto, Jesús se dio la vuelta y se alejó a una distancia como de un tiro de piedra, se sentó con la espalda apoyada contra un árbol puso la frente sobre las rodillas y empezó a rezar. Lázaro se sentó con la espalda apoyada en el mismo árbol. “Padre –Abba –, –oyó Lázaro decir a Jesús–, ilumina a Nicodemo y dale fuerza para resistir el escándalo cuando llegue” y, después, silencio. De cuando en cuando Lázaro oía decir a Jesús, como en un suspiro: “Abba”. Tres horas más tarde Lázaro, aterido de frío, se levantó y entró en la casa, dejando a Jesús inmóvil en la misma postura.

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