Que la humanidad
progresa es algo que ni el más empecinado pesimista puede negar. Nadie en su
sano juicio se mudaría a vivir, si la máquina del tiempo existiese, cien,
doscientos, quinientos o mil años atrás. Pero tan innegable como esto es que el
progreso de la humanidad no es suave y uniforme, sino que sigue un movimiento
sincopado, con golpes de avance y momentos de estancamiento, como avanza la
sangre por las arterias a impulsos del corazón. Incluso, en el progreso de la
humanidad se dan momentos de retroceso, a veces pequeños pero algunas veces
terribles, como fue la caída del Imperio Romano. Esto ya lo vio el genial
Arnold J. Toynbee que dejó reseñado en su monumental obra “El Estudio de la
Historia” cómo era este sistema de pulsos de avance, momentos de estancamiento
y hundimientos. Toda civilización con éxito se encuentra continuamente con lo
que él llamaba incitaciones, nudos gordianos que deben ser deshechos –o
cortados– por una respuesta dada por una minoría creativa generada por un genio
creativo. Y esta respuesta nunca es fácil. Si no se encuentra, la civilización
colapsa. Pero si se encuentra esa respuesta, nunca es una respuesta definitiva,
sino que ese nuevo impulso da pie a que se plantee una nueva incitación a la
que también hay que responder en una cadena sin fin de
incitación-respuesta-incitación. En verso de Walt Whitman: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo
fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una
lucha mayor”. Y,
efectivamente, los momentos en que
la incitación exige una respuesta y ésta no llega, son momentos históricos de
dolores de parto. La incapacidad de encontrar respuesta a sus incitaciones es
lo que provocó la caída del Imperio Romano con consecuencias terribles. Pero
tras ese colapso, una nueva civilización, la cristiana occidental, tomó el
relevo. Y desde entonces, se han sucedido innumerables ciclos incitación
respuesta y la civilización cristiana occidental no ha dejado de responder a
estas incitaciones y de progresar[1].
Creo que hoy estamos en uno de esos momentos de dolores de parto en la que hay
que encontrar una solución a nuestra –o más bien nuestras, porque son varias–
incitaciones. Pretendo a continuación dar mi punto de vista sobre cuáles son
algunas de esas incitaciones.
Una
de ellas es, creo, el agotamiento del recorrido de la democracia tal y como la
conocemos hoy día. Pero que nadie confunda esto con añoranzas de otros sistemas
del pasado. El movimiento arcaizante, en terminología de Toynbee, la tentación
de volver a aplicar soluciones del pasado que, tal vez, en su momento
funcionaron bien, es una trampa mortal. Creo que la democracia languidece. Y lo
hace por falta de ciudadanos. La propia prosperidad económica, respuesta a
anteriores incitaciones, ha traído una especie de sopor, de falta de estímulo
que en el último siglo ha degenerado en la venta de la libertad, más allá de
ciertos formalismos, a un Estado paternalista que a la vez que nos protege, nos
restringe con su aparato, nos anula con su presencia omnímoda y procura
quitarnos nuestro espíritu crítico para que seamos más fáciles de dirigir. Y
así, nos hemos transformado de ciudadanos en una especie de borregos
protestones que exigen el cumplimiento de sus caprichos sin preguntarse si eso
es posible o no y que castigan con su voto a quienes no se pliegan a ese
capricho. Y esto trae aparejada una larga cadena de consecuencias que van desde
la mediocridad de la clase política hasta su corrupción. Si no respondemos a
esta incitación ese Estado omnímodo nos acabará devorando, como papá Saturno
devoró a sus hijos. Por supuesto, soy incapaz de dar la más mínima receta sobre
cómo tendría que ser esa nueva democracia y, aún si fuera capaz de
vislumbrarla, sería absolutamente incapaz de iniciar un proceso que nos condujese
a ella. Sí sé que esa nueva democracia tiene que ser un revulsivo de la libertad
que estamos dejándonos robar, y no, de ninguna manera, una vuelta atrás a
ningún tipo de despotismo más o menos ilustrado.
Otra
incitación podría ser el relativismo moral. Nietos de una civilización, la
griega, que estaba convencida de que la razón era un atributo humano que
permitía al hombre buscar la verdad y progresar en su camino hacia ella, e
hijos de otra, la romana[2], que ponía una voluntad
inaudita en conseguir sus metas, hemos perdido esa convicción y esa voluntad,
sustituyéndolas por una actitud de desconfianza hacia cualquier planteamiento
riguroso, por un pensamiento débil que, sin embargo, puede imponer su brutal tiranía
y por una actitud de desánimo y desencanto que llevan al “pasotismo”. Y, desde
luego, no es la menor de las secuelas de ese pasotismo los bajísimos índices de
natalidad que llevan a una disminución y un envejecimiento de la población de
las sociedades desarrolladas. No soy filósofo y no puedo afirmar con seguridad
cuándo y cómo se inició la larga deriva histórica que nos llevó, en un
movimiento acelerado, desde la confianza en la razón y en la voluntad, hasta la
desconfianza más absoluta en nada que pretenda ser verdad y la pérdida de la
fuerza de la voluntad en la perplejidad de que todo vale lo mismo. Pero con el
atrevimiento de la ignorancia y sin profundizar demasiado en ello –no podría–
me atrevo a decir que el voluntarismo de Guillermo de Ockam, el racionalismo de
Descartes y el idealismo de Kant[3], son hitos en la
desviación del camino que nos podría haber llevado a avanzar en la senda de la
verdad sin desorientarnos hasta perder el norte y, con él, la ilusión y la
fuerza. Hace años –cuando era todavía más ignorante tenía aún mayor atrevimiento–
me atreví a escribir unas páginas con el título “El camino a la posmodernidad y
el nuevo renacimiento” que hoy no me atrevo a recomendar pero que, no obstante,
mandaré a quien me lo pida. En ese escrito, en la segunda parte, el nuevo
renacimiento, describo algunas corrientes filosóficas actuales que, sin volver
atrás en una añoranza arcaizante, sí pueden señalar el camino para romper esa
parálisis a la que nos ha sometido el relativismo de la posmodernidad. Pero
esas ideas renovadoras, que ya están ahí y que pueden ser parte de la
respuesta, esperan a su genio creador y a su minoría creativa que las saquen de
los ambientes eruditos y las lleven a la vida del mundo exterior.
La
tercera incitación podría ser la pobreza en el mundo. Desde luego que no me
refiero al incremento de la pobreza, porque eso es una burda falacia. Nunca la
pobreza ha retrocedido en el mundo a mayor velocidad de la que lo hace ahora.
Por primera vez en la historia de la humanidad hay en el mundo menos de un 10%
de sus habitantes que viven bajo el umbral de la pobreza en términos absolutos[4]. Tampoco me refiero a la
repetida mentira de que “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez
más pobres”. La globalización ha hecho que los países en desarrollo y sus
habitantes disminuyan su pobreza más deprisa de lo que aumenta la riqueza de los
desarrollados. Pero ocurre que, por desgracia, este inequívoco retroceso de la
pobreza, ese acercamento entre los más pobres y los más ricos, aunque se está
acelerando, es todavía más lento de lo que la situación histórica requiere y
presenta bolsas de pobreza que se diluyen muy lentamente. Cuando todo el mundo
vivía al límite de la supervivencia, unos países empezaron, por un proceso que
no contaré aquí[5],
a generar muy lentamente riqueza suficiente como para hacer retroceder el
fantasma de vivir al límite de la supervivencia. Pero estos países, no tenían a
nadie por delante. Eran la avanzadilla. Nadie podía tirar de ellos ni sus
ciudadanos podían ir a otro sitio en busca de esa riqueza o huyendo de la
miseria. Sólo les quedaba seguir luchando para conseguir parcelas de seguridad
jurídica y continuar tirando del carro en un proceso lento y durísimo. Sin
embargo, los países que hoy están en la pobreza, sí tienen un “paraíso” al que
ir, o soñar con ir, en vez de recorrer su camino. Si a esto se suma que sus países
están generalmente gobernados por tiranos que impiden que sus habitantes creen
riqueza, no es de extrañar que muchos de ellos quieran correr, aun poniendo en
grave peligro sus vidas, en pos de ese “El Dorado”. Pero eso no es posible.
Porque “El Dorado”, dejaría inmediatamente de serlo si una parte importante de
los habitantes de los países pobres quisiesen trasladarse a él. Sólo la
inversión libre de la iniciativa privada de los países desarrollados en los
países pobres acelera el proceso e impulsa también la creación de riqueza
interna en ellos. Si eso se produjese se crearía a gran velocidad la riqueza
necesaria para evaporar la miseria en esos países, permitiéndoles acercarse con
rapidez a los desarrollados. Pero tanto la inversión exterior como la interior
requieren para producirse de unas condiciones de seguridad jurídica que los
tiranos de esos países no están dispuestos a crear. Y así el camino de escape
de la pobreza, que podría ser muy rápido, se ralentiza e incluso se para en
algunos países, y esta lentitud incentiva la emigración masiva hacia los
supuestos “paraísos”. Sólo los ciudadanos de esos países pueden rebelarse
contra sus tiranos y destituirlos o cambiarlos. Pero, naturalmente, esos
tiranos están bien pertrechados para que eso no ocurra. ¿Cómo podrían los
países desarrollados ayudar a esos pueblos si estos tuviesen la voluntad
política? Reconozco no tener ni un atisbo de respuesta a esta pregunta.
Seguramente
a quien lea estas líneas se le vengan a la cabeza otras incitaciones que no he
mencionado aquí. A mí también se me ocurren, pero describirlas haría este envío
interminable. Sea como sea, lo que está claro es que tenemos por delante
tremendas incitaciones que requieren unas respuestas drásticas e inmediatas
desde la libertad y creatividad. Pero esta ha sido la historia de la
civilización cristiana occidental. Y, hasta ahora, siempre han surgido en el
momento oportuno los genios y las minorías creativas que necesitaba el momento.
No hay ninguna razón para que la libertad y la creatividad humanas no hagan que
aparezcan ahora también. Pero tampoco hay ninguna ley inexorable que haga que
su aparición sea algo que tenga que producirse necesariamente. Y si no
aparecen, el futuro no se presenta muy halagüeño. Estaremos ante una nueva
caída de una civilización. Según Toynbee ha habido 21 civilizaciones en la
historia de la humanidad y sólo la cristiana occidental ha sido capaz de salir
al paso de sus incitaciones. Las demás, siempre según Toynbee, con cuya opinión
coincido, o han desaparecido o están en proceso de descomposición. Así pues, no
está fuera de lo posible el que la civilización cristiana occidental, tal y
como la conocemos, se derrumbe, como lo hizo el Imperio Romano. Si es así, tal
y como la civilización cristiana occidental tomo el relevo a la greco-romana,
nacerá una nueva civilización que tome el testigo. Pero no será sin pasar por
momentos oscuros y terribles, como los que vinieron tras la caída de Roma. Dios
nos libre de ello.
Ahora
bien, las incitaciones son tan duras y las respuestas tan difíciles, que creo
que difícilmente se podrán encontrar sin la ayuda de Dios. Pero esto no quiere
decir, desde luego, que Dios vaya a intervenir directamente en la historia. Ya
lo ha hecho una vez y no creo que lo vuelva a hacer hasta que venga a juzgarla.
Creo, más bien, que esas respuestas tendrán que estar hondamente inspiradas –no
se me pregunte cómo porque no lo sé– en los principios y valores cristianos que
nos han sido revelados por Dios a través de Jesucristo en su paso por la
historia. Creo poder afirmar que todas las respuestas victoriosas a las
incitaciones que ha tenido la civilización cristiana occidental han estado basadas,
de una u otra forma, en esos principios. Y esto ha sido así incluso cuando los
representantes de la Iglesia, en su faceta de institución humana, no han
apoyado con entusiasmo –o incluso se han opuesto– a esas respuestas[6]. Así serán, basadas en
esos principios, las respuestas que esperamos, si llegan a encontrarse. Hago
completamente mías las palabras de Jacques Maritain en su obra “Humanismo
integral”: “Una renovación social vitalmente
cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad
vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo
jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la
historia, será obra de una tal santidad”. Pero no
olvidemos que la santidad no es fruto del esfuerzo humano, sino una gracia
concedida por Dios. Pidámosle, pues, con toda el alma, que suscite un puñado de
esos santos vueltos hacia lo temporal, secular y profano que puedan encontrar
las respuestas a las terribles incitaciones a las que estamos sometidos. Tal
vez ya estén fraguándose esos santos. Así sea. Y no olvidemos que Dios da la
santidad a quien quiere, no a quien nos gustaría a nosotros, y que no se la da
a los más limpios sino, generalmente, a los pecadores.
Y ya que he citado a Maritain para
apoyarme en él, me permito hacerlo también para buscar una razón de mí mismo
ante mi perplejidad. Uso para ello la forma en que él mismo se define en su
“carnet de notes”. “¿Quién soy yo? ¿Un
profesor? No lo creo; enseño por necesidad (esto no es verdad en mí caso:
enseño por vocación). ¿Un escritor? Tal
vez. ¿Un filósofo? Lo espero. Pero también una especie de romántico de la
justicia, pronto a imaginarse, después de cada combate, que ella y la verdad
triunfarán entre los hombres. Y también, quizás, una especie de zahorí con la
cabeza pegada a tierra para escuchar el ruido de las fuentes ocultas y de las
germinaciones invisibles. Y también, y como todo cristiano, a pesar y en medio
de miserias y fallos, y de todas las gracias traicionadas de las que tomo
conciencia en la tarde de mi vida, un mendigo del cielo disfrazado en guisa de
hombre del mundo, una especie de agente secreto del Rey de Reyes en los
territorios del príncipe de este mundo, que decide arriesgarse como el gato de
Kipling que caminaba solo”. Tal vez por esto, a pesar de mi paranoia o
perspicacia –como cada uno quiera llamarla– me mantengo optimista ante la vida
y el mundo.
[1] La opera magna de XVI tomos en la
que Toynbee analiza este proceso para las 21 civilizaciones que dice que han
existido en la historia es “El Estudio de la Historia”. La obra es una
exhaustiva comparación de un ingente número de situaciones similares a lo largo
de la vida de las 21 civilizaciones de la que Toynbee va extrayendo
regularidades que describe en leyes no deterministas sino siempre susceptibles
de ser modificadas por el libre albedrío humano. Posteriormente, un intelectual
inglés, D. C. Somervell, llevó a cabo un compendio de la obra en tres tomos de
unas 500 páginas cada uno, editado en España por Alianza Editorial. Este
compendio fue posible a base de recortar mucho el número de situaciones
analizadas. Somervell dio a conocer este compendio a Toynbee, que lo aprobó. De
esta fuente he bebido yo, y me he atrevido a hacer un resumen de 132 páginas y
otro de 30 a base de empobrecerlos en situaciones y dejarlos en gran medida
reducidos casi a la descripción de las leyes extraídas por Toynbee en su
exhaustivo análisis. Si alguien quiere alguno de estos resúmenes no tiene más
que pedírmelos.
[2] Para Toynbee Grecia y Roma eran
fases sucesivas de una misma civilización que él llamaba civilización helénica.
Por lo tanto, la civilización cristiana occidental es hija de esa civilización
helénica. Mi inclusión de una nueva generación de civilizaciones es solamente
un recurso retórico.
[3] El voluntarismo de Ockam es la
primera quiebra de la confianza en la fuerza de la razón, ya que se decide que
las verdades morales están más allá de ésta y que, por consiguiente, hay que
aceptarlas de la ley divina sin pretender razona rlas, y seguirlas simplemente
por un severo ejercicio de la voluntad. Se contradecía así una larga tradición
griego-cristiana de que las normas morales eran normas que podían ser alcanzadas
por la razón. Descartes, al negar a los sentidos todo valor de creación de
conocimiento ahondó en la herida, preparando el terreno para que Kant llegara a
la conclusión de que el mundo exterior era incognoscible y que sólo podíamos conocer
una especie de deformación del mismo al pasarlo por el tamiz de un tiempo y un
espacio considerados, no como algo con existencia real fuera de nuestra mente,
sino con unos “artilugios” –unos a prioris
internos de nuestra mente– meramente útiles para hacernos una
representación entendible pero falsa de esa realidad exterior incognoscible.
[4] Jamás entraré en la falacia de la
pobreza relativa que etiqueta como pobre a quien vive con unos ingresos menores
al 60% de la media. Esta es una carrera que sólo lleva al desánimo, porque la
meta, por definición, siempre esta cien metros delante de nosotros. Es como
intentar pasar por debajo del arco iris.
[5] Hace poco más de un año hice una
recensión, que incluí en un envío, del libro “Por qué fracasan los países” en
el que se explica muy acertadamente cuál había sido este proceso.
[6] También hace años
escribí unas páginas sobre este tema. Las llamé las tres no-casualidades: 1ª)
No es casualidad que la tensión creativa entre el poder civil y el religioso
haya nacido en una cultura cristiana. 2ª) No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura
cristiana. 3ª) No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado
haya surgido en una cultura cristiana. Si alguien está interesado en estas
páginas, no tiene más que pedírmelas.
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