El domingo, a las 6 de la tarde, iba yo, más contento que
unas castañuelas, a la ópera. Bueno, no a la ópera, iba al cine, a ver en pantalla
gigante y en directo desde la Royal Opera House de Londres la ópera Norma de
Bellini, que es una de las más maravillosas. Como la mayoría de las óperas, es
una tragedia escalofriante, pero cuando uno va a al ópera, ya sabe que va a
ver, casi siempre, una tragedia. Como Norma la he visto u oído muchas veces, me
sé de memoria la historia. Norma es una druida celta que se ha enamorado y ha
tenido dos hijos con Pollione un general romano que está al mando de las
legiones de ocupación. Por supuesto, es un amor proscrito. Tras muchas
vicisitudes que no vienen a cuento, Norma confiesa su amor proscrito hacia el
romano y es condenada por los druidas a morir en la hoguera. Efectivamente, es quemada en ella
y Pollione, lleno de admiración por su sacrificio, va con ella a la pira.
Tragedión. Pero allí estaba yo, en mi butaca del cine, saboreando de antemano
la música de “Casta diva” y otras arias, duetos y coros inolvidables. Empieza
la ópera, en directo desde la Royal Opera House. Y he aquí que los druidas
celtas son una extraña mezcla de militares con aspecto fascistoide, miembros de
la orden de Jerusalén, con sus capas con la cruz de Jerusalén y sacerdotes y
obispos católicos. El tenebroso bosque en el que tiene lugar la acción es un
bosque en el que los árboles son crucifijos. Miles de crucifijos con Cristo
crucificado. Y en ese escenario se empieza a desarrollar el tragedión. Claro,
los textos del libreto, que aparecían en la pantalla en subtítulos, no
concuerdan ni poco ni mucho con lo que se ve en escena. Yo me empiezo a poner
de mala leche y soy incapaz de concentrarme en la música. Como sé el final me
imagino a Norma y Pollione ardiendo en la hoguera de los perversos híbridos de
fascistas y obispos. Pero mi indignación es también para los escenógrafos, cada
vez más frecuentes, que, en vez de poner lo que podría ser su arte al servicio
de la música y la historia, se sienten divos que pretenden ser los
protagonistas y convierten así lo que podría ser un arte en un esperpéntico
monumento a su ego. Y el arte y la belleza se esfuman convertidas en un confuso
poporri de lugares comunes progres –en el peor sentido de la palabra– que busca
la aprobación de los más papanatas del coro de los grillos sin el más mínimo
respeto para el auténtico artista: Bellini. Tras algo así como veinte minutos
de representación, no puedo aguantar más y, echando espuma de indignación por
la boca, me salgo del cine. Blanca, mi mujer, que venía conmigo, se quedó.
Efectivamente, al final ocurrió lo que esperaba. Los malos pseudoartistas son
muy predecibles. Norma y Pollione son quemados en una hoguera que sale de una
cruz. ¡Qué obra de arte! Lo más alucinante es que los críticos de los distintos
medios se quitan la palabra para alabar la escenografía. “Norma pedía a
gritos que se hiciera una versión contemporánea” afirma Alex Ollé, el
escenógrafo. ¿Sí? Te lo pedía a ti? Y, ¿tal vez el Partenón te pide que pintes
el Guernica en el frontón? ¿O Velázquez que vistas con nikes y pongas piercing
a las Meninas? Pero, ¿quién coño te has creído que eres? ¡Ay Bellini y Romani
(el libretista de la ópera), si levantaseis la cabeza os volveríais a morir al
ver como un ególatra se aprovecha de vosotros! Preguntaréis: ¿Por qué nos
cuentas esto? No lo sé, ¿para desahogarme de la indignación del degüello del
arte por un matarife narcisista? Posiblemente.
28 de octubre de 2016
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