En
el año 1979, con mi MBA en el IESE recién terminado y trabajando en marketing
en Johnson Wax, el fabricante de productos de limpieza doméstica, empecé a dar
clase de este tema en el Instituto de Empresa. Uno de los pilares del marketing
era, y sigue siendo, la distribución. No la distribución física o logística,
sino el cómo conseguir que el producto que uno intentaba vender al consumidor
final, el ama (o amo) de casa, estuviese disponible en el mayor número posible
de tiendas para que el acto de la compra pudiese ser lo más cómodo posible para
el consumidor, ya que éste, aunque en principio prefiera un producto, comprará
otro si lo tiene más a mano. Y lograr esa distribución no era, ni es, ni mucho
menos, tarea fácil. El dueño de una tienda quiere tener en ella lo que la gente
le pida y lo que le deje más margen. El tener un determinado producto es para
él un delicado trade-off. De nada le sirve tener en su tienda un producto que
le deje mucho margen si nadie lo quiere comprar. Tampoco es rentable para él
tener un producto que todo el mundo quiere pero que le deje un margen ridículo.
Lo ideal sería tener un producto que le deje mucho margen y que se venda muy
bien. Pero, claro, eso es imposible. Porque un fabricante que haga un producto
muy bueno, que a la gente le guste mucho y sobre el que haga mucha publicidad
le pondrá un precio muy cercano al que la gente está dispuesto a pagar por él,
con lo que al dueño de la tienda solo podrá cargar el producto con un margen
pequeño. En cambio, si un fabricante le vende un producto a un precio
claramente inferior al que la gente está dispuesta a pagar por él, de forma que
el tendero pueda cargarle un buen margen, será porque el producto no tiene
mucho tirón, bien porque no es muy allá, bien porque el fabricante no se ha
gastado mucho dinero en dar a conocer el producto y sus cualidades. Esto da
lugar, y así lo explicaba yo en mis clases de marketing, a dos posibles
estrategias por parte del fabricante.
La
primera, más glamurosa, es la llamada estrategia pull o de atracción. Es
aquella en la que el fabricante decide usar sus recursos escasos (¡jodidos
recursos escasos! ¿Por qué tendremos que vivir en un mundo en el que los
recursos sean escasos?) en el lado de la creación de la demanda. Puede hacer
esto mediante la combinación de dos recursos: a) a través de hacer un producto
que sea lo que realmente le gusta al consumidor (lo que conlleva gastos en
investigación de mercados, I+D+i, y el añadir al producto esos atributos que lo
hacen apetecible y que hacen que su coste sea mayor y/o b) hacer una mayor
publicidad. Ambas cosas requiern mucho dinero y ambas hacen que el consumidor
esté dispuesto a pagar más por el producto, lo que permite poner un precio más
alto y que, a pesar de ello, quede para el tendero cierta posibilidad de
mantener un margen aceptable, aunque sea estrecho.
La
segunda estrategia, menos glamurosa, que puede seguir el fabricante es la
llamada push o de presión. En este caso, el fabricante no pondrá apenas dinero
ni en investigación de mercados, ni en I+D+i, ni dotará al producto con
atributos caros y atractivos, ni se gastará apenas dinero en publicidad. Pero,
en consecuencia, tampoco el consumidor tirará mucho del producto ni estará
dispuesto a pagar mucho por él. Pero el fabricante podrá vendérselo barato al
tendero, podrá, además, realizar determinadas acciones promocionales que se
traduzcan en mayor rentabilidad para la tienda y, de esta manera, esperar que
el tendero “se moje” por el producto.
Por
supuesto, estas dos estrategias nunca se aplican de forma químicamente pura.
Siempre hay un mix de ambas con un predominio relativo mayor o menor de una de
ellas. Tampoco este mix es igual para todos los posibles tenderos. No se aplica
el mismo mix de esas estrategias a Carrefour que a un mayorista que abastece a
las pequeñas tiendas del norte de la provincia de Huesca y Navarra. Tampoco hay
ninguna fórmula mágica que te de la proporción de una y otra estrategia que
tienes que aplicar en cada sitio o a cada tipo de cliente.
Como
se ve, esto del marketing tiene mucho de arte en el que los matices son
importantísimos. Pero no trato en estas páginas de dar una clase de marketing[1], sino de hablar de las
estrategias de Dios para nuestra llevarnos a Él. Lo que ocurre es que Dios
también utiliza, me parece, estas estrategias de presión y de atracción. Pero
tiene una ventaja sobre los fabricantes de productos que quieren vender: No
está sometido a la jodida ley de los recursos escasos. Es decir, puede usar a
tope ambas estrategias de atracción y de presión empleando en ellas tantos
recursos como quiera. Puede vender a un precio tan bajo como quiera, hacer
tanta publicidad como desee, diseñar un producto tan bueno como quiera, etc.,
etc., etc. Sólo tiene un límite en los recursos que quiera usar. De ese límite
hablaré más adelante. Dios sí está sometido, en cambio, a nuestra libertad. Al
igual que en el caso de los compradores finales de los productos de Johnson
Wax, somos completamente libres para, a pesar del uso que Dios pueda hacer de
ambas estrategias, decidir no “comprarle” la salvación. Pero veamos en qué
consisten las estrategias de presión y de atracción de Dios para que le
compremos la salvación. Cuando Dios regaló la inteligencia al hombre le dio una
herramienta poderosísima, cualitativa y radicalmente diferente de cualquier
otra herramienta que pueda soñar con tener ningún ser vivo existente sobre la
faz de la Tierra.
Debo
decir unas palabras sobre lo que entiendo por esa inteligencia cualitativamente
diferente que sólo el hombre posee en la Tierra. En primer lugar, el ser
humano, con su inteligencia, es capaz de hacerse una representación de algo que
no existe y que no ha visto nunca antes. Ningún ser vivo puede representarse
otra cosa que el mundo que le es dado por sus sentidos. Un león no puede
representarse un mundo en el que hubiese más cebras y, por tanto, tuviese que
correr menos para cazar. Un ser humano sí. Un ser humano puede representarse un
mundo en el que reine la justicia, por poner un ejemplo. O en el que él sea el
rey del mambo y que todo gire a su alrededor. Y no es sólo que pueda hacerlo, es
que no puede no hacerlo. Todos, continua e inevitablemente, nos estamos
representando mundos que no hemos visto jamás. Un mundo en el que somos médicos
o ingenieros, en el que nos casamos con tal persona, en el que vamos a una
playa de un país lejano en verano o a esquiar en una estación que no conocemos
en invierno. Y no sólo eso. Estamos eligiendo cual de esos mundos preferimos.
Para ello, ideamos diferentes estrategias para intentar transformar el mundo
real que nos presentan nuestros sentidos en ese mundo imaginado. Hacemos
estimaciones del coste, en términos muy diversos –esfuerzo, dinero, tiempo,
relaciones con otros, etc., etc, etc.– del beneficio, también en términos muy
diversos –satisfacción resultante, premios, aprecio de los demás, etc., etc.,
etc.–, de las probabilidades de éxito, etc. Esto lo hacemos continuamente, de
forma inconsciente, pero no paramos de hacerlo. Y en base a estos análisis,
elegimos lo que queremos, el modelo de mundo en el que queremos transformar el
mundo real. Pero hacemos más. Analizamos continuamente el grado de avance en el
camino emprendido, lo comparamos con el coste incurrido, valoramos si merece la
pena o no perseverar y, en consecuencia, seguimos adelante o cambiamos de
objetivo. Esto no lo hacemos más que muy de cuando en cuando para grandes
decisiones vitales que pueden cambiar radicalmente nuestra historia, pero lo
hacemos continuamente para decidir si vamos al cine con unos amigos o nos vamos
a cenar con otros. No podemos dejar de hacerlo. Un animal no puede hacer eso. Ninguno.
En ningún grado. Tan pronto como a un león se le disparan las sustancias
químicas de su cuerpo que le producen la sensación de hambre, no puede hacer
otra cosa que ir a cazar. Y sólo sabe cazar de una manera, como un león. Su
instinto le dicta cómo hacerlo y no puede modificar su instinto.
Sin
embargo, este don de la inteligencia tiene una parte luminosa y otra oscura. La
luminosa le sirve a Dios para la estrategia de atracción. La oscura para la de presión.
Empecemos
por la estrategia más prosaica, la de presión, basada, como acabo de decir, en
la parte oscura de la inteligencia. Con la inteligencia que Dios dio al ser
humano, éste fue el primer ser vivo capaz de ser consciente de su muerte. Y
esto le produjo, y le produce, al menos en flashes, un miedo terrible, aun
cuando se encuentre sano y se joven. Y esto nos lleva a anhelar la
inmortalidad. Otra cosa que trajo aparejada la aparición de la inteligencia fue
la posibilidad de que en un grupo humano apareciesen individuos que pensasen
que para qué se iban a esforzar ellos, cuando podían aprovecharse del esfuerzo
ajeno, bien sea robando, vagueando o de mil otras formas que el lado oscuro de
la inteligencia pudiera idear. Ninguna manada de lobos o rebaño de búfalos
puede permitirse la presencia de “gorrones”. Primero porque su instinto no se
lo permite y, segundo, porque si lo hiciesen, toda la manada o el rebaño
morirían. El ser humano sí que puede. Esto dio lugar a que sintiésemos la
necesidad de una norma moral y de una autoridad omnisciente que vigilase el
cumplimiento de esa norma, premiase a quien la cumpliese y castigase a quien no
lo hiciera. Posteriormente esto se plasmó en un derecho positivo y en una
autoridad terrena que la hiciese cumplir. Por último, el lado oscuro de la
inteligencia nos hizo muy conscientes de la precariedad de nuestros planes, de
en qué inmensa medida éstos, y por lo tanto nuestra vida, estaban a merced de
fuerzas mucho mayores que nosotros que los podían hacer fracasar y que, de
hecho, muy a menudo, los hacían fracasar. De ahí surgió nuestra necesidad de
una providencia, una fuerza omnipotente y benévola que guiase nuestros
esfuerzos y a la que poder invocar para que llegasen a buen fin o, al menos, no
se torciesen demasiado. Y sólo un ser superior podía satisfacer estas necesidades
que pedía a gritos nuestra ineligencia. Y así, Dios nos da una inteligencia con
un lado oscuro que empuja hacia Él. Muchos ateos, al leer este párrafo pueden
creer que esto corrobora su creencia de que el hombre se ha inventado a Dios.
Pero para ello tienen que explicar de dónde nos viene esa inteligencia que no
tiene ningún parangón con ninguna otra capacidad de ningún otro ser vivo sobre
la Tierra. Puedo mostrar, que no demostrar, cómo es prácticamente imposible que
una inteligencia así haya venido por evolución. Pero sería demasiado largo para
estas líneas[2].
Más bien parece que el que nos regaló la inteligencia diseñó este aspecto de la
misma como parte de la estrategia de presión. No tiene mucho glamur eso de que
le busquemos por miedo, bien sea a la muerte, al castigo o al fracaso. Si sólo
existiera esta estrategia de presión, sería muy triste. Pero gracias a Dios –en
sentido literal– existe una estrategia más glamurosa: la de atracción.
Vamos
ahora a esta estrategia de atracción, basada en la faceta luminosa de la
inteligencia. La inteligencia que nos ha sido regalada tiene sed de la verdad,
el bien, la belleza y la unidad. Nada nuevo. Ya Aristóteles descubrió estas aspiraciones
del ser humano y les llamó los trascendentes.
La
verdad. Efectivamente, por mucho que desde la Ilustración se haya iniciado un
proceso de desprestigio y relativizó la idea de la verdad, el ser humano
necesita la verdad. Cierto que le hemos cogido miedo porque, a menudo, en la
historia, hay quien ha abusado de lo que creía que era verdad, lo fuera o no,
para imponérsela por la fuerza a los demás. Pero en antídoto de este grave
problema no hay que buscarlo en el estéril escepticismo, sino en la humildad y
en el respeto a todo ser humano. Pero, más allá de la pose intelectual y del
miedo, somos incapaces de vivir sin la verdad. Si mañana me dicen que por hacer
un trabajo me van a pagar una cierta cantidad de dinero, ya lo creo que me
importa saber si de verdad me lo van a pagar o no. Si me dicen que me tengo que
someter a una operación grave de la que tengo un 10% de morirme y un 90% de
curarme y de que si o me opero me
moriría con un 80% de probabilidad, ya lo creo que me importa saber si esos
porcentajes se acercan a la verdad o son obtenidos a ojo por algún
indocumentado. Por supuesto, hay verdades simples. Que las teclas del ordenador
en el que estoy escribiendo existen, es una verdad de la que es difícil dudar.
Pero también hay verdades complejas, como la de la operación que he puesto
antes como ejemplo, o las consecuencias que se puedan derivar de intentar
evitar un atentado terrorista, o la existencia de Dios. Pero lo cierto es que o
me muero en la operación o sobrevivo y me curo o sobrevivo y no me curo. Y si intervengo
para evitar el acto terrorista, lo puedo evitar y morir en el intento o no
evitarlo y también morir o cientos de combinaciones más. Y Dios existe o no
existe, no hay término medio. Estas cosas son así porque hay una realidad fuera
de mí que es como es y no como a mí me gustaría que fuese. Y yo quiero saber
las consecuencias de mis acciones. Uno de los pilares de nuestra civilización
es la creencia de los griegos de que el ser humano puede conocer la realidad y
emitir juicios razonablemente certeros sobre ella. Pero desde hace varios
siglos parece que avanzamos en el camino de negar ese pilar. No será gratis.
Así pues, anhelamos la verdad y la verdad es algo que nos trasciende, que no
creamos nosotros. Por eso Aristóteles la clasificó como uno de los
trascendentes.
El
bien. Nuestro ser, y nuestra inteligencia como parte de él, busca
inevitablemente el bien e intenta alcanzarlo impulsado por la voluntad. No
puede no buscarlo. Podemos equivocarnos en identificar cuál es ese bien, pero
no podemos dejar de buscarlo. Madre Teresa lo buscó con toda su alma lo que
consideraba su bien. Probablemente impulsada por las dos estrategias de Dios. Hitler
creía que el bien para él era dominar el mundo y esto pasaba por masacrar a
millones de judíos. Y dedicó a lograr este fin una inmensa voluntad. Es obvio
que se equivocaba identificando el bien, pero buscaba lo que él creía que era
el bien. Eso no le exime de responsabilidad porque, como hemos dicho antes, el
uso de nuestra inteligencia para la búsqueda de la verdad nos debe llevar al
auténtico bien. No tengo ni idea cómo se sentía Hitler mientras masacraba a los
judíos y llevaba a medio mundo hacia la destrucción. Tal vez no se sintiese mal
porque era un loco vesánico. Un loco con un tipo de locura de la que él era
responsable, que no le impedía usar la inteligencia y que, por supuesto, no le
exime de la responsabilidad. Lo cierto es que acabó pegándose un tiro en un
bunker, acorralado por las consecuencias de sus actos. Pero de lo que no me
cabe duda es de que un ser humano sano no puede sentirse bien cuando al buscar
erróneamente el bien, hace el mal. Puede anestesiar su conciencia hasta el
punto de no sentirse mal de forma continua, pero tengo pocas dudas de que tendrá
flashes de repugnancia hacia sí mismo. Por eso, partiendo de esa repugnancias, con
la colaboración de la verdad y del ansia del bien, es posible que se redima de
su maldad. Si no tuviésemos estas cosas en nuestro interior, no existiría esa
posibilidad. Y el bien, correctamente encauzado, se llama bondad. Y la bondad
suele, muy a menudo, llevar aparejado algo muy parecido a la felicidad. También
la mentalidad moderna es a menudo despectiva con la bondad, identificándola a
menudo con la estupidez o, casi peor, la caricaturiza en un buenismo carente de
verdad. Como la verdad, la sed de bien es algo que nos trasciende. De ahí que
también Aristóteles la etiquetase como un trascendente.
La
belleza. No creo que haya un solo ser humano que no haya sentido el éxtasis de
la belleza en muchos momentos de su vida. Puede ser ante un cielo estrellado o
ante un paisaje impresionante, una puesta de sol o un mar embravecido. Ahí,
fuera de nosotros, está la belleza. Y, misteriosamente, podemos entrar en
sintonía con ella. Digo misteriosamente porque no hay ningún otro ser vivo que
pueda hacerlo. Ni siquiera que tenga la capacidad de percibirla. Y no por falta
de sentidos para ello. Muchos los tienen más finos que nosotros. Pero les falta
algo. Algo que los seres humanos sí tenemos. Pero, además, en lo que a la
belleza se refiere, los seres humanos somos capaces de crearla fuera de
nosotros de tal forma que muchas personas pueden extasiarse con la belleza
creada por otros seres humanos. Ahí están Bach, o Miguel Ángel, o Velazquez, o
Machado, o san Francisco de Asís, creándola con el ejemplo de su vida –y tantos y tantos seres humanos, famosos o
desconocidos, que la han creado con uno u otro acto de su vida. Me atrevería a
decir que no hay un solo ser humano que no haya creado algo de belleza en algún
momento. Bach decía que él escribía música para “Laudatio Deo et recreatio cordis”, es decir, para “alabanza de Dios y recreo del corazón”.
Porque la belleza, creada y contemplada, ensancha el corazón y, también, como
el bien y la verdad, nos acerca a algo que se parece mucho a la felicidad. Y la
belleza, incluso la que creamos nosotros, es algo que nos trasciende. Mahler
decía que el no componía, sino que era compuesto. Una vez más el pensamiento
moderno tiende a menudo a pasearse al lado de la belleza sin apreciarla o,
peor, intentando llamar belleza a la fealdad. No me resisto a citar a Jacques
Pawels en su obra “Las últimas cadenas”:
“La reflexión moderna tiene poco que ver con la emoción
estética. Es más imprecadora que jubilosa. Y sin embargo, las obras maestras
son siempre, en definitiva, himnos de agradecimiento. ¿Tiene la belleza un
sentido? No podemos prescindir de ella, pero ese sentido sobrepasa nuestro
entendimiento”. ¿Agradecimiento a quién? Ese júbilo que
despierta en nosotros la belleza tiene también mucho parecido con la felicidad.
He
aquí el tercer trascendente que identificó Aristóteles.
Por
último, la unidad o, si se prefiere, la coherencia. ¿Hay algo parecido a la
satisfacción que siente un contable cuando los millones de transacciones
realizadas en un año se llevan al balance y encajan, o sea, cuadran? Recuerdo
la primera vez que entendí la contabilidad y su mecánica para que todo
encajase. ¡Me quedé maravillado! Aún hoy me maravilla la contabilidad por su
inexorable coherencia. ¿Puede haber una satisfacción mayor de la que siente un
matemático cuando, tras usar diferentes métodos –inductivo, deductivo,
reducción al absurdo, etc.– en una demostración compleja, llega al “quod erat
demostrandum”? Debe ser la increíble. El ser humano aspira a la unificación de
conceptos. Siempre está intentando obtener patrones que le permitan pasar de la
diversidad a la unidad. Una sinfonía no es otra cosa que la diversidad
fundiéndose, sin confundirse, en la unidad. Los griegos lucharon para obtener
una visión unitaria de la diversidad. Fruto de esta búsqueda fue el hallazgo,
por parte de Heráclito, de la idea del logos, en el que se funde toda la multiplicidad
de un mundo en el que todo fluye. Linneo debió sentirse enormemente satisfecho
cuando hizo la clasificación taxonómica de todas las especies entonces
conocidas, desde una humilde hormiga hasta ascender a los tres reinos, animal,
vegetal y mineral por la escala de géneros, familias, phyla, etc. Darwin sintió
un inmenso asombro cuando descubrió unas sencillas reglas que permitían
reconstruir el crecimiento del inmenso y maravilloso árbol de la vida. Oigamos
lo que nos dice en el final de su obra maestra “El origen de las especies”: “De esta manera, el objeto más
impresionante que somos capaces de concebir, o sea, la producción de animales
superiores, es resultado directo de la guerra de la naturaleza, del hambre y de
la muerte. Existe grandeza en esta concepción de que la vida, con sus distintas
facultades, fue originalmente alentada por el Creador en una o varias formas, y
que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la
gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un
comienzo tan simple, infinidad de formas cada vez más hermosas e impresionantes”.
En la unidad se funden equilibrados los otros tres trascendentes, vedad,
belleza y bien creando el estupor, el asombro, que no es algo lejano a la
felicidad. Y, el ser humano, buscando estas cosas que le trascienden, que no
sabe de donde vienen pero que sabe que vienen de muy por encima de él, busca a
Dios. A menudo a tientas. Pero, como escribió san Juan de la Cruz, “para buscar la fuente/sólo la sed nos basta”.
A veces, incluso, sin saber que le está buscando a Él. Pero no me buscarías si
antes no me hubieras encontrado. O, como decía san Anselmo, “te buscaré deseándote, te desearé
buscándote, amándote te encontraré, encontrándote te amaré”. Y así, Dios
nos atrae hacia Él. Es su estrategia de atracción, grandiosa, llena de glamur, del
glamur que busca el lado luminoso de nuestra inteligencia.
Hay
también una intrínseca unidad en el uso complementario por parte de Dios de las
dos estrategias, que nos sitúan entre su presión y la sed de Él. Que nos
empujan por un lado y tiran de nosotros hacia Él.
Decía
hace unas líneas que Dios no estaba sujeto a la ley de los recursos escasos,
que podía usar a tope ambas estrategias de atracción y de presión empleando en
ellas tantos recursos como quisiera. Puede vender a un precio tan bajo como
quiera, hacer tanta publicidad como desee, diseñar un producto tan bueno como
quiera, darle a la distribución tanto margen e incentivos como desee, etc.,
etc., etc. Entonces cabe preguntarse por qué no todo el mundo corre hacia Él
entre empujado y atraído. Porque, como también dije, Dios sí está autolimitado
por nuestra libertad. La libertad es también un don único entre los seres vivos
y Dios nunca quita los dones que da. Es un don tan misterioso como poderoso y,
a menudo terrible, que nos permite no ir hacia Él. Podría, claro está,
abrumarnos de tal forma con la inversión en ambas estrategias que esa libertad
fuese tan solo una pantomima. Pero eso sería una forma indirecta de quitarnos
la libertad. Y Dios no sólo no retira sus dones, sino que no hace trampas con
ellos. No es un dictador, ni siquiera del bien. Por eso, a pesar de poder
utilizar medios ilimitados, no lo hace. No podríamos amar sin libertad y, en
última instancia, la verdad, la bondad, la belleza y la unidad llevan al amor.
Vuelvo a citar a Louis Pawels cuando dice: “La
vida del hombre sólo se justifica por el afán, aún desdichado, de comprender
mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhesión. Cuanto más comprendo más amo.
Porque todo lo comprendido es bueno”. Sólo tengo una puntualización que
hacer a esta frase. Si nos dejamos empujar y, sobre todo, atraer por el amor de
Dios y sus dos estrategias, el afán por comprender mejor no tiene por qué ser
desdichado, sino asequible y generador de plenitud y alegría. Porque como reza
la Divina Comedia en sus dos últimos versos de la contemplación del Paraíso, “el amor mueve el cielo y las estrellas”.
Amén.
[1] El que quiera profundizar en el
marketing, le recomiendo mi libro “El marketing como arma competitiva” editado
por McGraw Hill. Si mi abuelita viviera diría que es estupendo y que os lo
compréis. Y yo corroboro lo que diría mi abuelita.
[2] Quien quiera conocer esta
argumentación, le recomiendo que compre mi libro “Más allá de la ciencia”
editado por Ediciones Palabra en su colección dBolsillo. Otra vez más, mi
abuelita diría que os lo compraseis. Pero, si a pesar de mi ferviente
recomendación alguien que no vaya a comprar el libro me lo pide, le enviaré la
parte del libro en la que hablo de ello. Esto de mandar una muestra a un
posible comprador, también es una táctica de marketing llamada sampling. Se
hace con la esperanza de que una vez probada una pequeña dosis del producto, el
que lo ha probado, se haga usuario del mismo.
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