Hoy
se cumple un mes del acto de heroísmo de Ignacio Echeverría. Ya no aparecen
todos los días artículos ensalzándole. Ya, poco a poco, la admiración por su
heroísmo va siendo absorbida por la rutina. Por eso, ahora, pasado un mes,
antes de que su ejemplo sea olvidado del todo, quiero sacar algunas
consecuencias prácticas de su heroísmo.
No
creo que a estas alturas a nadie le quepa duda de que estamos en guerra con el
Islam yihadista. Lo que no creo es que mucha gente haya sacado las debidas
conclusiones sobre cómo es esta guerra y qué papel jugamos en ella los
ciudadanos de las democracias occidentales. Es evidente que no es una guerra
tradicional. En una guerra tradicional, el teatro de operaciones está
localizado en un frente en el que luchan los ejércitos. Es verdad que puede
haber efectos colaterales que maten civiles. Pero son, en principio, daños no
buscados. Es innegable que también en las guerras tradicionales ha habido
innumerables casos de daños voluntarios a la población civil. No hay más que
recordar los bombardeos sobre ciudades en la II Guerra Mundial o la Guerra
Civil española. ¡Lamentable y deleznable! Sin embargo, la gran mayoría de las
bajas se producían en el frente de batalla. Y, además, en esos bombardeos, la
muerte bajaba desde el cielo y poco podía hacer la población civil para
defenderse de ella más que correr a los refugios o a los túneles del metro. En
esta guerra, no hay frentes. La muerte de civiles no es un efecto colateral.
Los civiles son el único objetivo. Y la muerte, no baja del cielo. Viene
horizontal, en forma de camión, o de una bomba accionada a diez metros de los
muertos, o de un cuchillo empuñado por un asesino. Y este tipo de guerra nos
convierte a nosotros, los ciudadanos, en víctimas. Pero también puede convertirnos
en soldados. Por supuesto, podemos elegir el papel de corderos llevados al
matadero mientras huimos despavoridos del lugar de la batalla. Pero eso nos
hace más vulnerables. Estoy casi seguro de que si yo me viese mañana en el
London Bridge, no hubiese actuado como Ignacio. Seguramente hubiera echado a
correr con toda mi alma. Pero el hecho de que yo pudiera hacer eso no cambia lo
que he dicho antes. Lo efectivo es, en vez de huir, hacer frente a los
agresores, como hizo Ignacio. Es evidente que en esta guerra hay que poner en
juego a los servicios de inteligencia para desarticular la mayor cantidad de
comandos y evitar la mayor cantidad de acciones posibles antes de que ocurran. También
la policía y el ejército deben actuar con contundencia ante los actos
terroristas. Pero, no nos engañemos, nunca se conseguirá evitarlos al 100% ni
la policía o el ejército estarán ahí en el momento 0. Al final, la última línea
de resistencia en esta guerra somos nosotros, los ciudadanos. Y podemos
representar dos papeles. El de soldados o el de conejos que huimos del ojeador,
tal vez para caer en las garras del depredador. A mí me gustaría ser capaz de
elegir el primero, como hizo Ignacio. Hace años, cuando murió Madre Teresa de
Calcuta, leí un obituario suyo en el que se decía que “los santos no están ahí para que los admiremos, sino para que sigamos
su ejemplo”. Y añadía una comparación. “Imagínense
–decía más o menos– a un capitán que
saliese de la trinchera gritando ‘¡adelante!’ y que los soldados, en vez de
salir detrás de él a la carga, se quedasen en la trinchera admirando la
valentía de su capitán mientras exclamaban asombrados: “¡Qué valiente!”. ¡De
muy poco serviría su admiración!”. Así ocurre con Ignacio. Debemos
imitarle, no sólo admirarle. Deberíamos ser capaces de imitarle.
Ya
he dicho que no tengo mucha confianza en mi capacidad de actuar como Ignacio.
Pero hay una cosa que tengo por segura. Si me “entreno”, tengo más
posibilidades de actuar como soldado que si no me planteo la situación. ¿”Entrenarme”?
Pero, ¿cómo? Hay una forma bastante fácil. No sé si suficiente para cambiar mi
actitud si me viese en medio de un ataque, pero sí sé que este entrenamiento
aumenta mis probabilidades de actuar como soldado. Desde hace un mes, todos los
días, varias veces, en la situación en que me encuentre, me hago una
representación mental de que cómo actuaría si me encontrase en medio de un
ataque. Miro qué cosas hay a mi alrededor que pudieran servirme como arma. Un
pisapapeles, una lámpara, el teclado de mi ordenador, un extintor, una silla,
un perchero, un cuchillo de la cocina, una cacerola, etc., etc., etc. Me hago
un mapa de dónde están estos instrumentos y me imagino que en la puerta de la
empresa, o en el vestíbulo de mi casa, o en la calle, oyese gritos o disparos o
viese a gente salir corriendo despavorida de un determinado sitio. Y pienso
cómo debería actuar. Y, al margen del objeto que haya tomado como arma, me
represento a mí mismo lanzándome contra los agresores con toda la velocidad y
fuerza de que sea capaz, intentando lograr el efecto sorpresa. ¿Paranoico? No
creo. No estoy obsesionado. Simplemente me lo pregunto y me lo represento
mentalmente. Espero que nunca tenga que verme en esa situación. Y repito una
vez más que creo que saldría corriendo. Pero creo sinceramente que hoy tengo
menos probabilidades que hace un mes de huir y más de actuar según mi
“entrenamiento”.
Por
supuesto, de ninguna manera me planteo actuar sin provocación. Condeno con toda
mi alma al asaltante del otro día en una mezquita de Londres –que parece que
era un trastornado mental–. Eso es convertirse en lo que ellos son. Pero creo
que tengo el derecho, y me atrevería a decir que hasta la obligación, de actuar
en defensa propia y ajena si esa situación se presenta. Solzhenitsyn,
en su “Archipiélago GULAG” aseguraba, y no me cabe duda de que tenía razón, que
si los detenidos por la policía política soviética hubiesen opuesto una mínima
resistencia a ser apresados, el número de muertos por el terror soviético
hubiese sido inmensamente menor. Y lo mismo podría decirse de la gestapo y los
judíos o de la revolución francesa y los guillotinados por ella. Y exactamente
lo mismo pasaría si, ante un ataque yihadista, en vez de haber sólo un Ignacio
Echeverría hubiese una decena. No me cabe duda de que las muertes causadas por
los terroristas serían muy inferiores. Pero, además, la actitud de éstos
cambiaría. Aprenderían a respetarnos, cosa que ahora no hacen. Desprecian
nuestra pasividad. Si queremos la paz y nuestras libertades, debemos ser
capaces de defenderlas. Nos guste o no, somos la última línea de resistencia.
Y ahora viene lo
verdaderamente importante. Lo que se me pueda ocurrir a mí para mi
“entrenamiento” seguramente no pase de ser una chorrada monumental. Pero no me
cabe duda de que una hora a la semana durante, digamos tres meses, recibiendo
instrucción de un experto del ejército o de la policía, me daría una confianza,
una probabilidad de reacción positiva y de éxito enormemente superiores a las
que me puede aportar mi ridículo “entrenamiento”. Los suizos, que me parecen un
pueblo civilizado, tienen la obligación de hacer un cierto entrenamiento
civil-militar cada varios años. Yo no pido que este entrenamiento sea
obligatorio, pero si que se ofreciese como voluntario. Por supuesto, para
hacerlo habría que pasar por algún tipo de test psicológico para evitar que
este entrenamiento lo recibiesen psicópatas. Pero, si hubiese algo así, sin la
menor duda, me apuntaría. Pero, ¿os imagináis el escándalo político que se
produciría si un gobierno, o un partido, propusiese que se estableciese un
servicio de entrenamiento antiterrorista? Los insultos de fascista, xenófobo,
antisocial, volarían como armas arrojadizas. Ya estamos otra vez en la
contradicción de lo políticamente correcto. Si un joven valiente, armado de un
monopatín, se enfrenta espontáneamente a unos terroristas y muere, es un héroe.
Pero si se pretende hacer héroes potenciales a un gran número de ciudadanos,
héroes con más probabilidades de éxito, de no morir y de salvar vidas, se es un
violento fascista. ¡Qué enorme absurdo! Por eso, antes de que el recuerdo de la
heroicidad de Ignacio se apague del todo, formulo, seria y conscientemente,
esta propuesta. Y, como sé que es gritar en el desierto, os animo a vosotros
también a que, en honor a Ignacio, empecéis vuestro prosaico entrenamiento
aunque sea por libre.
Ignacio,
queremos que tu acto de heroísmo de fruto y sea semilla de héroes potenciales.
Queremos seguirte en tu salida de la trinchera. Y no queremos que tu acto de
heroicidad caiga en el olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario