En estos envíos y en mi blog he escrito
siempre con libertad sobre lo que me parecía oportuno. Mi intención ha sido
siempre aportar mi pequeña faceta para que la verdad, que siempre es caleidoscópica,
vaya tomando forma. He procurado hacerlo siempre llamando al pan, pan y al
vino, vino, pero con respeto hacia todos, aunque a veces sea un poco duro. Pero
sin miedo. O venciéndolo, como cuando he dejado la huella de mi opinión sobre
el Islam –que no sobre los musulmanes en general. Hoy también voy a escribir
con respeto hacia los demás, pero también hacia mi pieza del caleidoscopio,
llamando al pan, pan y al vino, vino. Y venciendo mi miedo. No un miedo físico,
como el que tuve que vencer al escribir sobre el Islam, sino un miedo a una represalia
más sutil pero, si no más peligrosa, sí más próxima: la del poderoso lobby gay,
creador de una falsa y deformada visión de la realidad que ha sabido imponer su
omnipresente y todopoderoso pensamiento políticamente correcto. Basta de
preámbulos y al grano.
¿Por dónde empezar? Sin duda, por el
respeto. Esta expresión de respeto no es, ni de lejos, una benevolentia
captatio que, además, sería inútil. Es la expresión de mi creencia en el
respeto debido a todo ser humano. Respeto profundamente a los homosexuales. A
todos. Pero a unos más que a otros, sin despreciar a ninguno.
Respeto, y quiero, más a los que lo son
por accidentes de la vida. No sé, ni me importa, si hay quien ha nacido
homosexual por causas genéticas. Sé, en cambio, que sí los hay por causas que
podríamos llamar “educativas”: un padre distante, despótico o violento, una
madre hiperprotectora o con añoranza de hijas, etc., etc., etc. Estos
homosexuales me producen una compasión infinita. Sé que acabo de poner la
primera piedra para ser lapidado. Pero, sí, éstos me producen, además de
respeto, compasión, ternura y cariño. Para éstos la homosexualidad no es una
opción. Es casi una dura imposición de la vida que cada uno llevará como pueda
y que creo que a muchos les produce un enorme sufrimiento. Y les quiero aunque
este sufrimiento haya vuelto a bastantes de ellos amargos o agresivos. Y quiero y respeto infinitamente más a los
que, a pesar del mismo, han sabido mantenerse dulces y afables. Y conozco a unos cuantos.
Respeto también como personas, aunque
respete menos su actitud, a los que, sin mediar causa inevitable, han
llegado a la homosexualidad a través de un proceso de búsqueda de experiencias
sexuales “novedosas”. De estos también los hay. De los anteriores he dicho que
me producen respeto. A estos, los respeto, pero ese respeto me lo tengo que
fabricar yo. Y reconozco que me cuesta. Y les quiero, pero de una forma
distinta. Tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para ello. Quererlos no
significa que los quiera como amigos.
Voy ahora a lo del orgullo. Orgullo, ¿de
qué? Uno puede estar orgulloso de logros que haya podido conseguir honestamente
con esfuerzo. Creo que se puede uno sentir orgulloso de haber fundado una
familia y haberla sacado adelante a fuerza de lucha y sacrificio. Pero, ¿orgullo
de ser homosexual? ¿O de ser heterosexual? No veo ningún motivo para estar
orgulloso ni de lo uno ni de lo otro. Eso es algo que se es. Punto. Y, ¿manifestarse
por eso? No me imagino una celebración del día del orgullo heterosexual con
desfiles, alharacas y tíos o tías enseñando orgullosos sus atributos sexuales y
adoptando actitudes de vulgaridad vomitiva Si alguna vez hubiese un ridículo
día del orgullo hetero y se hiciese algo así, me asquearía profundamente. Entonces,
¿por qué tengo que ver con una sonrisa complaciente cómo un energúmeno
homosexual hace la pantomima de sodomizar al oso –el del madroño– de la Puerta
del Sol? Y, peor aún, ¿por qué tengo que soportar que se desnuden para después
cubrirse con crucifijos? ¿En nombre de la tolerancia? ¿Qué tolerancia
asimétrica es esa? Como decía Alfonso Ussía en un artículo de hace una semana,
¿a qué no se atreven a ir a la mezquita de la M-30 a hacer lo mismo con el
Corán?
Pero, además, sé de homosexuales a los que
esto del orgullo gay y las Drag Queens locas, les repugna tanto como a mí. O
más. Porque al final, corren el riesgo de que los identifiquen a ellos y a su
homosexualidad, llevada con dignidad, con esa brutal mascarada. El otro día leí
un artículo de un escritor homosexual, Álvaro Pombo, en el que, reconociéndose
como tal, se avergonzaba de que pudiesen confundir su dignísima actitud con ese
esperpento.
Tal vez aquí, con una conclusión más o
menos contundente, podría dar por terminadas estas líneas. Pero me veo obligado
a hacer un pero y un sin embargo. “Pero” es una conjunción adversativa, es
decir, adversa a lo que se ha dicho antes. “Sin embargo” es también una
conjunción adversativa que, en general, y en este caso particular, es adversa
al “pero” anterior. Al hacer esto, sé que me voy a meter en un mar proceloso,
porque no tengo la menor esperanza, ni lo pretendo, de que el primer
adversativo aplaque al orquestado pensamiento de la ideología de género. Y sin
embargo, creo que me puede enajenar la aquiescencia, o incluso provocar la
contrariedad, de algunos heterosexuales. Así que está claro que este “pero” no
lo hago para pastelear y quedar bien con unos y otros.
El “pero”. Es un hecho que la sociedad
heterosexual occidental de los últimos siglos –no sé ni quiero precisar
fronteras y tiempos– ha sido de una crueldad, a veces criminal, con los
homosexuales. No estamos libres de pecado. Ahí están, como botón de muestra,
los casos de Oscar Wilde y Alan Turing. El primero pasó dos años en la cárcel
de Reading en trabajos forzados tras ser condenado por homosexual. Cuando salió
estaba gravemente enfermo y murió poco después. Turing fue también juzgado por
homosexualidad y condenado a castración hormonal, lo que le produjo graves
consecuencias psicológicas que unidas a su inestabilidad existencial, le
empujaron al suicidio. Pero sin llegar a esos casos extremos, estoy seguro de
que todos los que lean estas líneas y tengan una cierta edad –o aún siendo
jóvenes–, podrán recordar casos de maltratos, cuanto menos psicológicos, a
homosexuales. Yo recuerdo nítidamente a un compañero mío de clase en el colegio
al que se le daba un trato que no sería excesivo calificar de tortura. Teníamos
10 o 12 años y este chico, sin pretender ningún contacto sexual con nadie,
tenía unas maneras afeminadas. Ignoro si era o no homosexual en aquel entonces.
No tengo la conciencia culpable porque creo recordar haberle defendido en
alguna ocasión y no creo recordar haber participado en ninguno de esos
maltratos. Pero no puedo por menos que recordarlo con verdadera lástima en
algunas ocasiones. Y pude haberle defendido más, pero yo tampoco era el fuerte
de la clase. Hace años tuve la oportunidad de saber de él. Entonces sí, era
homosexual de forma abierta. Pude escribirle un mail en el que le pedía perdón
por lo que yo pudiera haber hecho o dejado de hacer, que le hubiese hecho daño
y por lo terriblemente que le tratamos colectivamente. Me contestó dándome las
gracias. ¡Sombrero! No estoy seguro de que hoy se hayan erradicado del todo
estas prácticas. Es más, estoy seguro de que no se han erradicado. No se trata
de cada uno de nosotros –que cada uno vea lo que tiene en su conciencia– sino
del comportamiento social. Sería encomiable que el terrible trato recibido por
muchos homosexuales no hubiese despertado en ellos un áspero resentimiento como
colectivo, pero no ha sido así. Aunque también haya homosexuales que no tienen
en absoluto el más mínimo resentimiento, lo que les honra, como colectivo sí
que lo tienen. Y creo que tienen sobradas razones para ello.
El “sin embargo”. Sin embargo, lo
anterior no les da derecho a desarrollar una ideología de género, basada
completamente en la “posverdad” o sea en el desprecio a la realidad, absolutamente contraria a la naturaleza humana
y destructiva para ésta Y mucho menos derecho da a que nos la intentan imponer
haciéndonos comulgar con ruedas de molino con leyes basadas en estas
“posverdades”. Basta una simple inspección anatómica al cuerpo del hombre y de
la mujer para ver que la naturaleza no es neutra. No es acorde con la realidad
–sin dar a esta afirmación ningún calificativo moral– decir que hay una
simetría entre las relaciones heterosexuales y homosexuales. No. No la hay. No
es verdad. Lo que no excluye para nada que debamos respetar el comportamiento
sexual privado de los homosexuales. Pero respetar no es decir que hay una
simetría, porque no la hay. Por tanto, es absolutamente inadmisible que se
intente educar a los niños en esta simetría. Y peor aún educarles en la falsa
creencia de que elegir entre la homosexualidad o la heterosexualidad sea algo
para lo que uno antes tenga que probar sexualmente ambas “opciones” antes de
decidirse. Es una aberración. Por supuesto que la mayoría heterosexual debe
respetar a los que descubran en sí mismos la tendencia homosexual. Pero instar
a un adolescente a que experimente ambas cosas para probar es sencillamente deleznable.
No es cierto que haya cuatro géneros[1].
Sólo hay dos, hombre y mujer, aunque pueda haber más tendencias sexuales. Y,
desde luego, es menos cierto todavía que todos esos supuestos géneros sean
equivalentes. Como ya he mencionado, una simple inspección a la anatomía y
fisiología humanas lo muestra.
Si quiero llevar las cosas hasta el
fondo, y quiero, tengo que entrar en los derechos económicos y fiscales. Para
ello, tendré que dar un rodeo que me lleve al punto. Y me alegro de dar este
rodeo porque en él podré romper una lanza por el discreto pero inmenso orgullo
de familia. Es un hecho incuestionable que las familias con hijos tienen que
repartir una determinada renta familiar entre varias personas y, por tanto, la
renta personal de cada miembro será menor. Si hay un impuesto que se llama
Impuesto de la Renta de las Personas Físicas, parece evidente que su sujeto
pasivo es cada persona física. Por supuesto, los cabezas de familia que tienen
a su cargo varios hijos, tienen que ganar más para mantenerlos y educarlos que
si fuesen de los llamados DINKI´s (Double Income, No KIds), pero eso no les da
una mayor propensión al ahorro –¿de dónde van a sacar para ahorrar?–, que es en
lo que, supuestamente, se basa la argumentación a favor de los impuestos
progresivos. En consecuencia, si hay una progresividad en el IRPF, parece
evidente que esa progresividad tiene que considerarse sobre la base de los
ingresos unipersonales promedio de la familia. Es una cuestión de elemental
justicia, no de dádiva del estado, que a la hora de calcular las escalas
porcentuales del IRPF se use la media familiar para determinar esa escala, y no
los ingresos totales de las personas que trabajan en la familia. Así se lo pedí
hace años al Defensor del Pueblo, que por aquel entonces era Gil Robles, en
medio del agobio de sacar adelante a mi familia numerosa, en una detallada
carta que le envié. Me contestó amablemente, diciéndome que tenía toda la
razón, que mi exposición de motivos era impecable, pero que no podía hacer
nada. ¡Bien! Repito algo que ya he dicho: esto no es ninguna dádiva, ni
compensación de servicios, ni nada. Es la más estricta justicia distributiva.
Pero, además, las familias, hacen
inmensos servicios a la sociedad. Evitar el invierno demográfico, del que ahora
–con muchos años de retraso y cuando, me temo, ya es tarde– se empieza a hablar
con preocupación porque se ven peligrar las pensiones, educar a los ciudadanos
del futuro y un largo etcétera de servicios que la familia presta a la sociedad
es tarea costosa. Y, por esto, las familias tienen derecho, además de lo dicho
anteriormente, a una compensación. No es tampoco una dádiva del estado. Es un
pago a importantes servicios onerosos prestados a la sociedad. Es cierto que
tener más o menos hijos es una cosa voluntaria y que el estado no obliga a
nadie a tenerlos, pero fomentar la natalidad es fomentar el futuro y la
prosperidad de un país y los estados inteligentes así lo hacen. Francia es un
ejemplo para ello y me temo que España está a la cola. Occidente le verá, más
bien pronto que tarde, las orejas al lobo por no haber sabido estar a la altura
en este asunto. Una última palabra de este circunloquio para ir luego al punto.
El impuesto de sucesiones –como el impuesto sobre el patrimonio– es, en
cualquier caso, injusto. Porque grava un patrimonio que ya pagó todos los
impuestos que había que pagar para constituirse, y gravarlo en cualquier forma
es una doble imposición, además de un impuesto confiscatorio, expresamente
prohibido en la Constitución Española.
Tras este circunloquio, vuelvo al punto
de los derechos económicos de los homosexuales. Naturalmente, cuando he hablado
antes de la división de la renta entre las personas que forman una unión,
entran en esta categoría todas las uniones civilmente registradas. Además, es
absoluta e indiscutiblemente de estricta justicia que los hijos adoptados
entren en esta división –incluso con mayor peso. Y esto sería aplicable también
a los hijos adoptados por parejas homosexuales. Lo que me lleva de plano al
tema, espinoso, pero que no voy a esquivar, de la adopción por parejas
homosexuales.
Caben muy pocas dudas, si se miran las
cosas sin el filtro ideológico, de que la educación y sano desarrollo
emocional, psicológico y sexual de un niño requieren unos modelos de referencia
que no son modas, sino que hunden sus raíces en la constitución diferencial,
anatómica, fisiológica, emocional, psicológica, etc., entre el hombre y la
mujer.
En
el caso de las parejas homosexuales, la ausencia a priori de esos referentes
tiene consecuencias nefastas en el desarrollo emocional, psicológico, sexual,
etc. del niño. No voy a recurrir a estadísticas porque siempre se les puede
acusar de estar sesgadas en un sentido u otro. Pero, si se miran las cosas sin
el filtro ideológico, es evidente que la figura de un padre y una madre, hombre
y mujer, es imposible de sustituir por un hombre que juegue el rol de madre o
por una mujer que juegue el de padre o por vaya usted a saber qué combinación
de los 112 géneros reconocidos jugando vaya usted a saber qué rol. La
paternidad o maternidad no son roles que se representan, son factores
insertados en la naturaleza. La ideología puede decir que es igual, pero la
naturaleza y la realidad son tozudas y, al final, el que carga con las
consecuencias, es el niño. Y los niños tienen sus derechos. Por todo esto, creo
que la adopción por parte de parejas homosexuales no debería estar permitida. No
me cabe la menor duda de que hay muchos padres y/o madres heterosexuales que no
están a la altura de esa responsabilidad. Pero de ninguna son la norma ni es
algo que implique un a priori. Es una cuestión indeseable pero subvenida en
algunos casos particulares.
En definitiva, y por resumir. 1) Respeto
absoluto para todos los homosexuales. Evidentemente están investidos de la
máxima dignidad, por el hecho de ser seres humanos. 2) Fin inmediato de toda
manifestación de desprecio o abuso reales, no ideológicos, usando las leyes
para evitarlos. 3) Cariño hacia los homosexuales que, en general, son más
sufrientes que el resto, aunque la ideología anatemice esto. 4) Distinguir
drásticamente entre la realidad y la posverdad impuesta por una ideología que
la ignora. 5) Lamentable el espectáculo esperpéntico del llamado orgullo gay,
que degrada en sus manifestaciones esa dignidad anterior de los propios
homosexuales. 6) El derecho de los niños debe primar sobre el supuesto derecho
de las parejas homosexuales a adoptar. 7) sobre todo lo anterior, en especial
lo del punto 6), exactamente los mismos derechos fiscales y económicos para
homosexuales y heterosexuales.
Otro tema que no deja de sorprenderme y,
por qué no decirlo, indignarme, es que se haya convertido en anatema que una
persona homosexual quiera acudir a un psiquiatra o psicólogo para, al menos,
intentar paliar el dolor que le pueda causar su condición o, incluso, ver si
puede ser revertida su tendencia, cosa que no tiene por qué ser imposible en
todos los casos. No, el mero hecho de que alguien pretenda semejante cosa, ya
es considerado como una afrenta. Simple y llanamente, se niega a todo
homosexual, en nombre de una ideología, el derecho a usar su libertad para
buscar alguna terapia, y al médico, su obligación de ofrecerla. Y, por
supuesto, el médico será acusado, sin ninguna razón, de usar métodos
torturantes, como la castración terapéutica o los métodos conductistas, que
son, por supuesto, deleznables para cualquier persona y que si en el pasado han
podido usarse, están totalmente fuera de cuestión hoy en día.
Concluyo: Detesto la frase de “piensa
mal y acertarás”. Soy ferviente partidario de esta otra: “piensa bien y serás
feliz… aunque algunas veces te equivoques”. Pero con demasiada frecuencia caigo
en la tentación de aplicar la primera. Y esta es una de esas ocasiones.
Confieso mi pecado. Desconfío profundamente de todas las teorías
conspiratorias. Pero cuando se produce un manejo tan profundo y extendido de
ideologías como la de género, o su subconjunto, la ideología gay, tiendo a
pensar si no seré un poco ingenuo. Y, en este caso, me pregunto quién puede
tener el interés y el dinero para impulsar estas ideologías. Y creo que tengo
una respuesta. El ubicuo movimiento antisistema. Y, por supuesto, no me refiero
a los partidos nacionales antisistema, aunque acojan con alborozo todo el
proceso. La cosa es de más altos vuelos. ¿Paranoia? Dicen que un paranoico es,
en realidad alguien clarividente. ¿Soy paranoico o clarividente? Creo que lo
segundo. Este grupo tiene todo el dinero que haya podido sacar de 72 años de
poder omnímodo en la URSS. ¿Es razonable pensar que en los años de la
perestroica, cuando era evidente el desmoronamiento de la URSS, comunistas
clarividentes hayan sacado dinero para preparar el renacimiento tras el
invierno? Creo que sí. La URSS perdió la
batalla de la realidad, pero en modo alguno sus semillas forradas están
dispuestas a dar por perdida la guerra. Han aprendido que no tienen nada que
hacer contra el sistema de democracia-capitalismo, al que odian, si compiten
frontalmente con él. Por tanto, han optado por intentar destruirlo por otras
vías. Su vetusta “lucha de clases” ha quedado obsoleta hasta producir risa. Pero
Antonio Gramsci, Secretario General del Partido Comunista Italiano, diseñó, en
su larga estancia en las cárceles de Mussolini una nueva estrategia de
destrucción de las sociedades basadas en la libertad y el capitalismo. Una
faceta de esta estrategia polifacética gramsciana pretendía inventar e impulsar
nuevas versiones de la lucha de clases usando la posverdad. Por supuesto, no
definió cuáles eran esas nuevas luchas de clases, su clarividencia no podía
llegar a eso. Simplemente alertó para estar ojo avizor y aprovechar cualquier
oportunidad. Y éstas aparecieron. Una de ellas se llama lucha de género:
feminismo radical y movimiento gay. La vieja lucha de clases necesitaba
fomentar el odio. También estos movimientos lo hacen. En la lucha de clases no
se trataba de mejorar la condición de los trabajadores. Esa mejora, lograda por
el capitalismo, no por el socialismo, es la que ha acabado con ella. En las
nuevas luchas se trata, por tanto, de superar el talón de Aquiles de la vieja
lucha de clases. Se trata de fomentar un odio que no pueda ser superado por los
hechos. No se trata de la justa lucha por conseguir la igualdad de derechos de
mujeres y hombres basándose en la realidad. No se trata de la justa lucha para
evitar la injusta discriminación contra los homosexuales. No. Se trata de
fomentar un odio ajeno a cualquier realidad y, por lo tanto, insalvable. Se
trata de inventar, o exagerar hasta la parodia, una clase de machistas y
homófobos en la que catalogar a todo el que intente dejar patente la
sistemática deformación de la realidad por las posverdades de esas ideologías.
Tienen para ello el motivo, los medios y la estrategia. Hay, además, algunos
países ricos y poderosos que tendrían una inmensa alegría viendo a occidente de
rodillas. Y ya se sabe, en diplomacia, los enemigos de mis enemigos son mis
amigos. Por supuesto, la inmensa mayoría de las personas que se mueven en el
apoyo a la ideología LGTB ni sospechan esta jugada. Y a fe que el método es
eficaz. Por eso, y para terminar, quiero dejar bien clara una cosa: aunque los
filtros ideológicos hagan que determinadas personas que lean estas líneas
puedan llamarme homófobo, NO SOY HOMÓFOBO EN ABSOLUTO. Se podrá estar o no de
acuerdo con lo que digo en estas páginas, pero nadie podrá decir, señalando una
sola frase de las mismas, que nada de lo dicho aquí pueda ser ofensivo para los
homosexuales que no pretendan hacer un exhibicionismo procaz de su condición. Y
si se entiende que lo que digo de los que sí siguen esas conductas es ofensivo,
entonces también lo es para los heterosexuales que pudieran hacer algo
parecido, luego se me podrá llamar lo que sea, pero el término homófobo no
aplica.
[1] Si sólo se pretendiese que
hubiese cuatro… Pero Vivit Muntarbhorn, experto de la ONU en el tema define 112
géneros. No me cabe duda de que puede haber una inmensa variedad, seguramente
superior a 112, de orientaciones sexuales, algunas de ellas respetables, en el
sentido de que las personas que las tienen merecen nuestro respeto, pero la
mayoría profundamente aberrantes. Seguro que algunas de ellas son puramente
delictivas, también en países “progresistas” como Suecia, que tiene pendiente
un juicio a Assange por presunto abuso sexual con menores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario