8 de julio de 2017

Orgullo

En estos envíos y en mi blog he escrito siempre con libertad sobre lo que me parecía oportuno. Mi intención ha sido siempre aportar mi pequeña faceta para que la verdad, que siempre es caleidoscópica, vaya tomando forma. He procurado hacerlo siempre llamando al pan, pan y al vino, vino, pero con respeto hacia todos, aunque a veces sea un poco duro. Pero sin miedo. O venciéndolo, como cuando he dejado la huella de mi opinión sobre el Islam –que no sobre los musulmanes en general. Hoy también voy a escribir con respeto hacia los demás, pero también hacia mi pieza del caleidoscopio, llamando al pan, pan y al vino, vino. Y venciendo mi miedo. No un miedo físico, como el que tuve que vencer al escribir sobre el Islam, sino un miedo a una represalia más sutil pero, si no más peligrosa, sí más próxima: la del poderoso lobby gay, creador de una falsa y deformada visión de la realidad que ha sabido imponer su omnipresente y todopoderoso pensamiento políticamente correcto. Basta de preámbulos y al grano.

¿Por dónde empezar? Sin duda, por el respeto. Esta expresión de respeto no es, ni de lejos, una benevolentia captatio que, además, sería inútil. Es la expresión de mi creencia en el respeto debido a todo ser humano. Respeto profundamente a los homosexuales. A todos. Pero a unos más que a otros, sin despreciar a ninguno.

Respeto, y quiero, más a los que lo son por accidentes de la vida. No sé, ni me importa, si hay quien ha nacido homosexual por causas genéticas. Sé, en cambio, que sí los hay por causas que podríamos llamar “educativas”: un padre distante, despótico o violento, una madre hiperprotectora o con añoranza de hijas, etc., etc., etc. Estos homosexuales me producen una compasión infinita. Sé que acabo de poner la primera piedra para ser lapidado. Pero, sí, éstos me producen, además de respeto, compasión, ternura y cariño. Para éstos la homosexualidad no es una opción. Es casi una dura imposición de la vida que cada uno llevará como pueda y que creo que a muchos les produce un enorme sufrimiento. Y les quiero aunque este sufrimiento haya vuelto a bastantes de ellos amargos o agresivos. Y quiero y respeto infinitamente más a los que, a pesar del mismo, han sabido mantenerse dulces y afables. Y conozco a unos cuantos.

Respeto también como personas, aunque respete menos su actitud, a los que, sin mediar causa inevitable,  han llegado a la homosexualidad a través de un proceso de búsqueda de experiencias sexuales “novedosas”. De estos también los hay. De los anteriores he dicho que me producen respeto. A estos, los respeto, pero ese respeto me lo tengo que fabricar yo. Y reconozco que me cuesta. Y les quiero, pero de una forma distinta. Tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para ello. Quererlos no significa que los quiera como amigos.

Voy ahora a lo del orgullo. Orgullo, ¿de qué? Uno puede estar orgulloso de logros que haya podido conseguir honestamente con esfuerzo. Creo que se puede uno sentir orgulloso de haber fundado una familia y haberla sacado adelante a fuerza de lucha y sacrificio. Pero, ¿orgullo de ser homosexual? ¿O de ser heterosexual? No veo ningún motivo para estar orgulloso ni de lo uno ni de lo otro. Eso es algo que se es. Punto. Y, ¿manifestarse por eso? No me imagino una celebración del día del orgullo heterosexual con desfiles, alharacas y tíos o tías enseñando orgullosos sus atributos sexuales y adoptando actitudes de vulgaridad vomitiva Si alguna vez hubiese un ridículo día del orgullo hetero y se hiciese algo así, me asquearía profundamente. Entonces, ¿por qué tengo que ver con una sonrisa complaciente cómo un energúmeno homosexual hace la pantomima de sodomizar al oso –el del madroño– de la Puerta del Sol? Y, peor aún, ¿por qué tengo que soportar que se desnuden para después cubrirse con crucifijos? ¿En nombre de la tolerancia? ¿Qué tolerancia asimétrica es esa? Como decía Alfonso Ussía en un artículo de hace una semana, ¿a qué no se atreven a ir a la mezquita de la M-30 a hacer lo mismo con el Corán?

Pero, además, sé de homosexuales a los que esto del orgullo gay y las Drag Queens locas, les repugna tanto como a mí. O más. Porque al final, corren el riesgo de que los identifiquen a ellos y a su homosexualidad, llevada con dignidad, con esa brutal mascarada. El otro día leí un artículo de un escritor homosexual, Álvaro Pombo, en el que, reconociéndose como tal, se avergonzaba de que pudiesen confundir su dignísima actitud con ese esperpento.

Tal vez aquí, con una conclusión más o menos contundente, podría dar por terminadas estas líneas. Pero me veo obligado a hacer un pero y un sin embargo. “Pero” es una conjunción adversativa, es decir, adversa a lo que se ha dicho antes. “Sin embargo” es también una conjunción adversativa que, en general, y en este caso particular, es adversa al “pero” anterior. Al hacer esto, sé que me voy a meter en un mar proceloso, porque no tengo la menor esperanza, ni lo pretendo, de que el primer adversativo aplaque al orquestado pensamiento de la ideología de género. Y sin embargo, creo que me puede enajenar la aquiescencia, o incluso provocar la contrariedad, de algunos heterosexuales. Así que está claro que este “pero” no lo hago para pastelear y quedar bien con unos y otros.

El “pero”. Es un hecho que la sociedad heterosexual occidental de los últimos siglos –no sé ni quiero precisar fronteras y tiempos– ha sido de una crueldad, a veces criminal, con los homosexuales. No estamos libres de pecado. Ahí están, como botón de muestra, los casos de Oscar Wilde y Alan Turing. El primero pasó dos años en la cárcel de Reading en trabajos forzados tras ser condenado por homosexual. Cuando salió estaba gravemente enfermo y murió poco después. Turing fue también juzgado por homosexualidad y condenado a castración hormonal, lo que le produjo graves consecuencias psicológicas que unidas a su inestabilidad existencial, le empujaron al suicidio. Pero sin llegar a esos casos extremos, estoy seguro de que todos los que lean estas líneas y tengan una cierta edad –o aún siendo jóvenes–, podrán recordar casos de maltratos, cuanto menos psicológicos, a homosexuales. Yo recuerdo nítidamente a un compañero mío de clase en el colegio al que se le daba un trato que no sería excesivo calificar de tortura. Teníamos 10 o 12 años y este chico, sin pretender ningún contacto sexual con nadie, tenía unas maneras afeminadas. Ignoro si era o no homosexual en aquel entonces. No tengo la conciencia culpable porque creo recordar haberle defendido en alguna ocasión y no creo recordar haber participado en ninguno de esos maltratos. Pero no puedo por menos que recordarlo con verdadera lástima en algunas ocasiones. Y pude haberle defendido más, pero yo tampoco era el fuerte de la clase. Hace años tuve la oportunidad de saber de él. Entonces sí, era homosexual de forma abierta. Pude escribirle un mail en el que le pedía perdón por lo que yo pudiera haber hecho o dejado de hacer, que le hubiese hecho daño y por lo terriblemente que le tratamos colectivamente. Me contestó dándome las gracias. ¡Sombrero! No estoy seguro de que hoy se hayan erradicado del todo estas prácticas. Es más, estoy seguro de que no se han erradicado. No se trata de cada uno de nosotros –que cada uno vea lo que tiene en su conciencia– sino del comportamiento social. Sería encomiable que el terrible trato recibido por muchos homosexuales no hubiese despertado en ellos un áspero resentimiento como colectivo, pero no ha sido así. Aunque también haya homosexuales que no tienen en absoluto el más mínimo resentimiento, lo que les honra, como colectivo sí que lo tienen. Y creo que tienen sobradas razones para ello.

El “sin embargo”. Sin embargo, lo anterior no les da derecho a desarrollar una ideología de género, basada completamente en la “posverdad” o sea en el desprecio a la realidad,  absolutamente contraria a la naturaleza humana y destructiva para ésta Y mucho menos derecho da a que nos la intentan imponer haciéndonos comulgar con ruedas de molino con leyes basadas en estas “posverdades”. Basta una simple inspección anatómica al cuerpo del hombre y de la mujer para ver que la naturaleza no es neutra. No es acorde con la realidad –sin dar a esta afirmación ningún calificativo moral– decir que hay una simetría entre las relaciones heterosexuales y homosexuales. No. No la hay. No es verdad. Lo que no excluye para nada que debamos respetar el comportamiento sexual privado de los homosexuales. Pero respetar no es decir que hay una simetría, porque no la hay. Por tanto, es absolutamente inadmisible que se intente educar a los niños en esta simetría. Y peor aún educarles en la falsa creencia de que elegir entre la homosexualidad o la heterosexualidad sea algo para lo que uno antes tenga que probar sexualmente ambas “opciones” antes de decidirse. Es una aberración. Por supuesto que la mayoría heterosexual debe respetar a los que descubran en sí mismos la tendencia homosexual. Pero instar a un adolescente a que experimente ambas cosas para probar es sencillamente deleznable. No es cierto que haya cuatro géneros[1]. Sólo hay dos, hombre y mujer, aunque pueda haber más tendencias sexuales. Y, desde luego, es menos cierto todavía que todos esos supuestos géneros sean equivalentes. Como ya he mencionado, una simple inspección a la anatomía y fisiología humanas lo muestra.

Si quiero llevar las cosas hasta el fondo, y quiero, tengo que entrar en los derechos económicos y fiscales. Para ello, tendré que dar un rodeo que me lleve al punto. Y me alegro de dar este rodeo porque en él podré romper una lanza por el discreto pero inmenso orgullo de familia. Es un hecho incuestionable que las familias con hijos tienen que repartir una determinada renta familiar entre varias personas y, por tanto, la renta personal de cada miembro será menor. Si hay un impuesto que se llama Impuesto de la Renta de las Personas Físicas, parece evidente que su sujeto pasivo es cada persona física. Por supuesto, los cabezas de familia que tienen a su cargo varios hijos, tienen que ganar más para mantenerlos y educarlos que si fuesen de los llamados DINKI´s (Double Income, No KIds), pero eso no les da una mayor propensión al ahorro –¿de dónde van a sacar para ahorrar?–, que es en lo que, supuestamente, se basa la argumentación a favor de los impuestos progresivos. En consecuencia, si hay una progresividad en el IRPF, parece evidente que esa progresividad tiene que considerarse sobre la base de los ingresos unipersonales promedio de la familia. Es una cuestión de elemental justicia, no de dádiva del estado, que a la hora de calcular las escalas porcentuales del IRPF se use la media familiar para determinar esa escala, y no los ingresos totales de las personas que trabajan en la familia. Así se lo pedí hace años al Defensor del Pueblo, que por aquel entonces era Gil Robles, en medio del agobio de sacar adelante a mi familia numerosa, en una detallada carta que le envié. Me contestó amablemente, diciéndome que tenía toda la razón, que mi exposición de motivos era impecable, pero que no podía hacer nada. ¡Bien! Repito algo que ya he dicho: esto no es ninguna dádiva, ni compensación de servicios, ni nada. Es la más estricta justicia distributiva.
Pero, además, las familias, hacen inmensos servicios a la sociedad. Evitar el invierno demográfico, del que ahora –con muchos años de retraso y cuando, me temo, ya es tarde– se empieza a hablar con preocupación porque se ven peligrar las pensiones, educar a los ciudadanos del futuro y un largo etcétera de servicios que la familia presta a la sociedad es tarea costosa. Y, por esto, las familias tienen derecho, además de lo dicho anteriormente, a una compensación. No es tampoco una dádiva del estado. Es un pago a importantes servicios onerosos prestados a la sociedad. Es cierto que tener más o menos hijos es una cosa voluntaria y que el estado no obliga a nadie a tenerlos, pero fomentar la natalidad es fomentar el futuro y la prosperidad de un país y los estados inteligentes así lo hacen. Francia es un ejemplo para ello y me temo que España está a la cola. Occidente le verá, más bien pronto que tarde, las orejas al lobo por no haber sabido estar a la altura en este asunto. Una última palabra de este circunloquio para ir luego al punto. El impuesto de sucesiones –como el impuesto sobre el patrimonio– es, en cualquier caso, injusto. Porque grava un patrimonio que ya pagó todos los impuestos que había que pagar para constituirse, y gravarlo en cualquier forma es una doble imposición, además de un impuesto confiscatorio, expresamente prohibido en la Constitución Española.

Tras este circunloquio, vuelvo al punto de los derechos económicos de los homosexuales. Naturalmente, cuando he hablado antes de la división de la renta entre las personas que forman una unión, entran en esta categoría todas las uniones civilmente registradas. Además, es absoluta e indiscutiblemente de estricta justicia que los hijos adoptados entren en esta división –incluso con mayor peso. Y esto sería aplicable también a los hijos adoptados por parejas homosexuales. Lo que me lleva de plano al tema, espinoso, pero que no voy a esquivar, de la adopción por parejas homosexuales.

Caben muy pocas dudas, si se miran las cosas sin el filtro ideológico, de que la educación y sano desarrollo emocional, psicológico y sexual de un niño requieren unos modelos de referencia que no son modas, sino que hunden sus raíces en la constitución diferencial, anatómica, fisiológica, emocional, psicológica, etc., entre el hombre y la mujer.

 En el caso de las parejas homosexuales, la ausencia a priori de esos referentes tiene consecuencias nefastas en el desarrollo emocional, psicológico, sexual, etc. del niño. No voy a recurrir a estadísticas porque siempre se les puede acusar de estar sesgadas en un sentido u otro. Pero, si se miran las cosas sin el filtro ideológico, es evidente que la figura de un padre y una madre, hombre y mujer, es imposible de sustituir por un hombre que juegue el rol de madre o por una mujer que juegue el de padre o por vaya usted a saber qué combinación de los 112 géneros reconocidos jugando vaya usted a saber qué rol. La paternidad o maternidad no son roles que se representan, son factores insertados en la naturaleza. La ideología puede decir que es igual, pero la naturaleza y la realidad son tozudas y, al final, el que carga con las consecuencias, es el niño. Y los niños tienen sus derechos. Por todo esto, creo que la adopción por parte de parejas homosexuales no debería estar permitida. No me cabe la menor duda de que hay muchos padres y/o madres heterosexuales que no están a la altura de esa responsabilidad. Pero de ninguna son la norma ni es algo que implique un a priori. Es una cuestión indeseable pero subvenida en algunos casos particulares.

En definitiva, y por resumir. 1) Respeto absoluto para todos los homosexuales. Evidentemente están investidos de la máxima dignidad, por el hecho de ser seres humanos. 2) Fin inmediato de toda manifestación de desprecio o abuso reales, no ideológicos, usando las leyes para evitarlos. 3) Cariño hacia los homosexuales que, en general, son más sufrientes que el resto, aunque la ideología anatemice esto. 4) Distinguir drásticamente entre la realidad y la posverdad impuesta por una ideología que la ignora. 5) Lamentable el espectáculo esperpéntico del llamado orgullo gay, que degrada en sus manifestaciones esa dignidad anterior de los propios homosexuales. 6) El derecho de los niños debe primar sobre el supuesto derecho de las parejas homosexuales a adoptar. 7) sobre todo lo anterior, en especial lo del punto 6), exactamente los mismos derechos fiscales y económicos para homosexuales y heterosexuales.

Otro tema que no deja de sorprenderme y, por qué no decirlo, indignarme, es que se haya convertido en anatema que una persona homosexual quiera acudir a un psiquiatra o psicólogo para, al menos, intentar paliar el dolor que le pueda causar su condición o, incluso, ver si puede ser revertida su tendencia, cosa que no tiene por qué ser imposible en todos los casos. No, el mero hecho de que alguien pretenda semejante cosa, ya es considerado como una afrenta. Simple y llanamente, se niega a todo homosexual, en nombre de una ideología, el derecho a usar su libertad para buscar alguna terapia, y al médico, su obligación de ofrecerla. Y, por supuesto, el médico será acusado, sin ninguna razón, de usar métodos torturantes, como la castración terapéutica o los métodos conductistas, que son, por supuesto, deleznables para cualquier persona y que si en el pasado han podido usarse, están totalmente fuera de cuestión hoy en día.

Concluyo: Detesto la frase de “piensa mal y acertarás”. Soy ferviente partidario de esta otra: “piensa bien y serás feliz… aunque algunas veces te equivoques”. Pero con demasiada frecuencia caigo en la tentación de aplicar la primera. Y esta es una de esas ocasiones. Confieso mi pecado. Desconfío profundamente de todas las teorías conspiratorias. Pero cuando se produce un manejo tan profundo y extendido de ideologías como la de género, o su subconjunto, la ideología gay, tiendo a pensar si no seré un poco ingenuo. Y, en este caso, me pregunto quién puede tener el interés y el dinero para impulsar estas ideologías. Y creo que tengo una respuesta. El ubicuo movimiento antisistema. Y, por supuesto, no me refiero a los partidos nacionales antisistema, aunque acojan con alborozo todo el proceso. La cosa es de más altos vuelos. ¿Paranoia? Dicen que un paranoico es, en realidad alguien clarividente. ¿Soy paranoico o clarividente? Creo que lo segundo. Este grupo tiene todo el dinero que haya podido sacar de 72 años de poder omnímodo en la URSS. ¿Es razonable pensar que en los años de la perestroica, cuando era evidente el desmoronamiento de la URSS, comunistas clarividentes hayan sacado dinero para preparar el renacimiento tras el invierno? Creo que sí. La URSS  perdió la batalla de la realidad, pero en modo alguno sus semillas forradas están dispuestas a dar por perdida la guerra. Han aprendido que no tienen nada que hacer contra el sistema de democracia-capitalismo, al que odian, si compiten frontalmente con él. Por tanto, han optado por intentar destruirlo por otras vías. Su vetusta “lucha de clases” ha quedado obsoleta hasta producir risa. Pero Antonio Gramsci, Secretario General del Partido Comunista Italiano, diseñó, en su larga estancia en las cárceles de Mussolini una nueva estrategia de destrucción de las sociedades basadas en la libertad y el capitalismo. Una faceta de esta estrategia polifacética gramsciana pretendía inventar e impulsar nuevas versiones de la lucha de clases usando la posverdad. Por supuesto, no definió cuáles eran esas nuevas luchas de clases, su clarividencia no podía llegar a eso. Simplemente alertó para estar ojo avizor y aprovechar cualquier oportunidad. Y éstas aparecieron. Una de ellas se llama lucha de género: feminismo radical y movimiento gay. La vieja lucha de clases necesitaba fomentar el odio. También estos movimientos lo hacen. En la lucha de clases no se trataba de mejorar la condición de los trabajadores. Esa mejora, lograda por el capitalismo, no por el socialismo, es la que ha acabado con ella. En las nuevas luchas se trata, por tanto, de superar el talón de Aquiles de la vieja lucha de clases. Se trata de fomentar un odio que no pueda ser superado por los hechos. No se trata de la justa lucha por conseguir la igualdad de derechos de mujeres y hombres basándose en la realidad. No se trata de la justa lucha para evitar la injusta discriminación contra los homosexuales. No. Se trata de fomentar un odio ajeno a cualquier realidad y, por lo tanto, insalvable. Se trata de inventar, o exagerar hasta la parodia, una clase de machistas y homófobos en la que catalogar a todo el que intente dejar patente la sistemática deformación de la realidad por las posverdades de esas ideologías. Tienen para ello el motivo, los medios y la estrategia. Hay, además, algunos países ricos y poderosos que tendrían una inmensa alegría viendo a occidente de rodillas. Y ya se sabe, en diplomacia, los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Por supuesto, la inmensa mayoría de las personas que se mueven en el apoyo a la ideología LGTB ni sospechan esta jugada. Y a fe que el método es eficaz. Por eso, y para terminar, quiero dejar bien clara una cosa: aunque los filtros ideológicos hagan que determinadas personas que lean estas líneas puedan llamarme homófobo, NO SOY HOMÓFOBO EN ABSOLUTO. Se podrá estar o no de acuerdo con lo que digo en estas páginas, pero nadie podrá decir, señalando una sola frase de las mismas, que nada de lo dicho aquí pueda ser ofensivo para los homosexuales que no pretendan hacer un exhibicionismo procaz de su condición. Y si se entiende que lo que digo de los que sí siguen esas conductas es ofensivo, entonces también lo es para los heterosexuales que pudieran hacer algo parecido, luego se me podrá llamar lo que sea, pero el término homófobo no aplica.



[1] Si sólo se pretendiese que hubiese cuatro… Pero Vivit Muntarbhorn, experto de la ONU en el tema define 112 géneros. No me cabe duda de que puede haber una inmensa variedad, seguramente superior a 112, de orientaciones sexuales, algunas de ellas respetables, en el sentido de que las personas que las tienen merecen nuestro respeto, pero la mayoría profundamente aberrantes. Seguro que algunas de ellas son puramente delictivas, también en países “progresistas” como Suecia, que tiene pendiente un juicio a Assange por presunto abuso sexual con menores.

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