3 de septiembre de 2017

El caso Charlie Gad

Ha pasado ya algo más de un mes desde que el pasado 24 de julio, el niño Charlie Gad fue desconectado tras una larga lucha médico-judicial de sus padres por darle una oportunidad. Aunque, pasado un mes –y un mes intenso, ¡vive Dios! Parece como si hubiese sido en otra vida–, los acontecimientos ya se han borrado de nuestra efímera memoria colectiva –o precisamente por eso– creo que debo hacer algunas reflexiones al respecto. Además, este mes me ha permitido pensar sobre el tema y recibir y contestar diversas respuestas a varios WA que mandé a finales de Julio sobre el tema. Algunas de ellas eran “teológicas” del tipo de “esas son las consecuencias de un mundo sin Dios” o “el demonio anda suelto”. Creo, efectivamente, que el experimento en el que la cultura occidental se empezó a embarcar hace ya más de tres siglos de vivir sin Dios y elevarnos de criatura a ser supremo está siendo terrible. Por supuesto, como católico, creo en el demonio. No hay más que leer el Evangelio para ver que Jesús hablaba de él en términos muy reales, no en sentido figurado. Pero quiero que mi razonamiento sea eso, un razonamiento, dejando de lado cualquier cuestión teológica para centrarme en la lógica. También a finales de julio tuve un muy fructífero cambio de opiniones con un buen amigo mío que me ha hecho afinar mis razonamientos. Así que, bienvenido sea este lapso de tiempo. Y ahora, al grano.

Empiezo enunciando un principio con el que creo que es muy difícil estar en desacuerdo: “Todo ser humano debe ser defendido de la acción de cualquier otro ser humano o institución que quiera privarle de bienes a los que tenga derecho”. Al que esté en desacuerdo con este principio le recomiendo que deje de leer estas líneas, porque, ¿para qué? Yo creo que este principio es de los pocos, si es que hay otros, que justifica el uso de la coerción por el estado. Por ejemplo, esto permite al estado obligar a los testigos de Jehová a que sus hijos reciban un tratamiento médico que incluya transfusiones de sangre que le permitan el bien de la salud. O que unos padres no lleven a su hijo a un curandero para tratarle un cáncer. U obligar a los padres de un niño a que este reciba la educación que le permita otros bienes futuros que se derivan de ésta. O a que en ningún colegio se enseñe que la Tierra es plana, privando a los alumnos del bien de la verdad. Por poner algunos ejemplos. Es este principio el que debería evitar la práctica del aborto de cualquier tipo y, en particular, la masacre de más del 90% de los niños –el 100% en la civilizada Finlandia– a los que se les diagnostica una trisomía 21, alias síndrome de Down, antes de nacer. Pero no, para esto, incomprensiblemente, en nuestra culta e hipersensible civilización no se admite este principio. Alguien debería explicar racionalmente el por qué. Yo todavía no he escuchado una explicación mínimamente racional.

Pero volvamos al caso Charlie Gad. En este caso, no sólo no se ha aplicado este principio, sino que se ha aplicado al revés. Me explico: se ha impedido por parte del estado y sus burócratas, médicos[1] y jueces, que los padres de Charlie luchen por un bien para su hijo: una probabilidad de supervivencia o, al menos de alargamiento de la vida. Porque resulta que los médicos del Great Ormond Street Hospital, reconocieron, desde el principio su total impotencia para evitar la muerte de Charlie. Siempre han reconocido que no podían hacer NADA, ABSOLUTAMENTE NADA. Pero se han comportado como el perro del hortelano que glosó Lope de Vega: ni comieron ni dejaron comer. Merece la pena echar un vistazo a la cronología del caso: Charlie nació en Agosto de 2016. Era un niño absolutamente normal. Hacia el mes de octubre, se empezó a manifestar la enfermedad.  Diligentemente, sus padres le ingresan en el Ormond Hospital. Inmediatamente se establece el diagnóstico y se declara la absoluta incapacidad de ningún tratamiento convencional para curar o frenar la enfermedad. En Enero del 17, los padres han establecido contacto con el eminente neurólogo Michio Hirano, profesor en la Universidad de Columbia de Nueva York, especializado en enfermedades mitocondriales como la de Charlie, que manifestó estar seguro de poder, al menos, mejorar su función cognitiva, sin saber hasta dónde. En ese mismo instante, la única postura acorde con el principio establecido más arriba hubiese sido dar la autorización inmediata a los Gad para que sacasen a su hijo del GOSH y fuesen a EEUU lo antes posible, para no perder un tiempo precioso, a poner a su hijo en ese tratamiento. A tal efecto, los Gad obtuvieron, mediante un proceso de fund rising, el millón y medio de dólares que costaba el traslado y el tratamiento. Pero no, los médicos del Ormond, revistiendo su impotencia de soberbia, se negaron y pusieron la cuestión en manos de un juez. Es decir, ni curaban ni dejaban curar. Y este inicuo comportamiento se basa en algunos argumentos claramente falaces.

El primero era que el tratamiento experimental que ofrecía aplicar a Charlie el doctor Hirano no ofrecía garantías. ¡Claro que no ofrecía garantías! Y menos después de que hubiesen pasado seis meses desde la primera vez que lo pidieron, hasta que le desconectaron. Pero es que ellos, los médicos del Ormond, sí ofrecían garantías: ¡garantías de muerte! Ningún tratamiento experimental ofrece garantías, pero la ciencia médica sana hoy más y mejor que hace 50 años y, dentro de 50 años sanará todavía más y mejor que hoy, gracias a tratamientos experimentales. Por supuesto, si un chamán ofrece un tratamiento experimental, ni da ni puede dar más probabilidades de algún tipo de éxito superior al 0%. Pero no es el caso. Michio Hirano es un doctor en medicina de prestigio internacional y con él colaboran otros más: dos italianos, un británico de Cambridge y dos españoles del hospital Vall d’Hebron, Ramón Martí y Yolanda Cámara. Es decir, cualquier porcentaje de probabilidad de sanación o alargamiento de la vida o mejora de su calidad de Charlie era mayor que la ofrecida por la impotencia soberbia que ofrecían los médicos del Ormond. Y era un tratamiento científico, no chamánico.

El segundo argumento era el de ahorrarle sufrimientos a Charlie. El sufrimiento es, desde luego, un mal. Nadie está obligado moralmente a seguir un tratamiento que conlleve sufrimientos excesivos sin esperanza de éxito. Pero no estar obligado a seguirlo no es lo mismo que no tener derecho a seguirlo. El derecho de seguirlo o no asiste al paciente y, en su defecto, a los padres, hijos u otros familiares por encima de los médicos, jueces u otros burócratas del estado, salvo que los padres presenten síntomas evidentes de vesania, cosa que era obvio que no concurría en el matrimonio Gad. Porque, ¿a quién le importa más, tanto la sanación como el sufrimiento de Charlie? Sin duda alguna a sus padres. Y, por lo tanto, son éstos los que pueden decir cuando creen que el tratamiento debe cesar para no caer en el encarnizamiento terapéutico al que nadie está obligado. Pero, además, ¿dónde dice que el tratamiento experimental conlleve especiales sufrimientos? Me temo que el asunto sigue otros derroteros distintos del sufrimiento. En esta sociedad buenista en la que vivimos se han definido ciertos modos de vida que son “dignos” y otros que son “indignos”. Si uno no puede vivir de acuerdo con uno de los patrones “dignos”, su vida es clasificada como indigna y, por tanto, al menos en ciertos estadios de la vida, no existe el derecho a ella. Si el tratamiento experimental, aún sin sanar a Charlie, le hubiese podido dar, digamos, tres o cuatro meses adicionales de vida en unas condiciones en las que tan solo pudiera sentir el cariño de sus padres, ¿sería eso una vida digna? ¿Merecería ser vivida? Los padres opinaban que sí. Pero los padres, pobres seres  cegados por el amor, no son “expertos”. De hecho, ellos, los padres, que se pasaban horas y horas con Charlie, cosa que, por supuesto no hacían los “expertos” médicos del Ormond, afirmaban que su hijo no daba ni una sola muestra de sufrimiento y que sí las daba, en cambio, de sentirles a su lado. Pero, claro, esas son cosas subjetivas de padres, que no tienen ni idea. No como los médicos, que conocen perfectamente, porque lo han visto en los análisis y los escáneres, las sensaciones cinestésicas del cuerpo de Charlie. Peligrosísimo camino esto de que algún “experto” de cualquier tipo pueda decir quien tiene o no tiene un determinado estándar de calidad de vida que haga que esta sea “digna” o no y merezca ser vivida o no. Dios nos libre de la “expertocracia” en todo, pero más aún en lo que se refiere a qué vidas son dignas y cuales no. Es el primer paso al “new brave world” el “mundo feliz” de Huxley. Es, sin duda, más digno vivir luchando por la vida que esperar, como un borrego destinado al matadero, una promesa de muerte dada por unos médicos tan soberbios como impotentes. Esto me recuerda unos versos de Miguel Hernández. “Los bueyes mueren vestidos / de humildad y olor de cuadra; / Las águilas, los leones / y los toros, de arrogancia, / y detrás de ellos el cielo / ni se enturbia ni se acaba. / La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, / la del animal valiente, / toda la creación agranda”. Pero la sociedad buenista actual parece preferir la muerte de los bueyes. Todo, menos dejar luchar a la familia Gad por la “indigna” vida de su hijo.

Si hubiesen podido, los jueces, en esto no creo que entrasen los médicos, pero vaya usted a saber, hubiesen argumentado sobre el coste público del tratamiento. Pero no hubo lugar, porque en su valiente lucha, los Gad hicieron, como se ha dicho, una campaña de fund rising en la que obtuvieron apoyo popular por 1,5 millones de $ que cubrían el traslado y el tratamiento.

En el fondo, de lo que se trata es del triunfo de la sagrada mediocridad. De que papá estado tenga la última “bondadosa” palabra sobre cada uno de nuestros actos. Hobbes nos avisó del peligro del Leviatán. Locke y Montesquieu idearon la separación de poderes para sujetarle. Ese fue el germen de la democracia. Pero la democracia no es algo sagrado en sí mismo, sino un instrumento para garantizar la libertad individual sobre la coacción del estado. Cierto que hay algunos poquísimos principios, como el enunciado al comienzo de este escrito, en que la coacción del estado es la garantía de esa libertad individual, pero es de vital importancia saber cuáles son estos principios y limitarse a ellos. Sin embargo, parece que la democracia se encamina hacia la tiranía de una mayoría que pretende imponer una áurea mediocridad y un igualitarismo a la baja apoyándose en el supuestamente bondadoso papá estado. ¡Cuidado! Al final, cuando caigan las máscaras, volverá a aparecer, otra vez, por otro camino, el Leviatán de Hobbes. El mismo, no otro. Y cuando olamos su fétido aliento, ya será tarde.

No pongo en duda ni por un momento la buena fe de los doctores del Ormond ni del propio hospital. Pero esa buena fe hace la situación más grave, no más leve. Si estos médicos hubiesen actuado de mala fe, ellos serían los villanos culpables. Pero el hecho de que hagan esto de buena fe es un grave síntoma de hasta donde la mentalidad actual está infectada de estatalismo buenista. Por eso, el caso Charlie Gad es, además de una encomiable lucha por una vida, una lucha contra esa nueva tiranía, lo sepan o no los padres de Charlie. Una tiranía mucho más peligrosa que las que ha conocido la historia. Porque éstas despertaban ansias de libertad y, todas, acabaron o acabarán por caer. Pero esta es un yugo autoimpuesto y deseado por esa mayoría mansamente tiránica quimérico engendro de bueyes y del perro del hortelano. De momento, este round lo ha ganado Leviatán. Porque los padres de Charlie tuvieron que resignarse a ver morir a su hijo como un buey y a ninguno de los médicos del Ormond ni a los jueces burócratas les caerá ni siquiera una reprimenda. Al contrario, serán puestos como ejemplo de probos funcionarios al servicio de papá estado benefactor.

Concluyo con Miguel Hernández: “¿Quién habló de echar un yugo / sobre el cuello de esta raza?”. Desgraciadamente, la propia raza humana. ¡Vivan las caenas! Pero yo, mientras pueda, con la insignificante difusión que pueda tener, me pondré del lado de la libertad y la defenderé contra Leviatán, por muy disfrazado que esté, con el escaso poder de mi palabra.



[1] Tengo un inmenso respeto por los médicos. Su labor salva infinidad de vidas y eso debe ser reconocido y agradecido por todos. Por supuesto ese respeto se extiende a su función cuando actúan como prescriptores sobre si un tratamiento es puro curanderismo y debe ser proscrito, como se ha dicho antes. Pero cuando se extralimitan en esta función, como creo que mostraré más adelante que han hecho en este caso, entonces no hago extensivo mi respeto.

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