Ha
pasado ya algo más de un mes desde que el pasado 24 de julio, el niño Charlie
Gad fue desconectado tras una larga lucha médico-judicial de sus padres por
darle una oportunidad. Aunque, pasado un mes –y un mes intenso, ¡vive Dios!
Parece como si hubiese sido en otra vida–, los acontecimientos ya se han
borrado de nuestra efímera memoria colectiva –o precisamente por eso– creo que
debo hacer algunas reflexiones al respecto. Además, este mes me ha permitido
pensar sobre el tema y recibir y contestar diversas respuestas a varios WA que
mandé a finales de Julio sobre el tema. Algunas de ellas eran “teológicas” del
tipo de “esas son las consecuencias de un
mundo sin Dios” o “el demonio anda
suelto”. Creo, efectivamente, que el experimento en el que la cultura
occidental se empezó a embarcar hace ya más de tres siglos de vivir sin Dios y
elevarnos de criatura a ser supremo está siendo terrible. Por supuesto, como
católico, creo en el demonio. No hay más que leer el Evangelio para ver que
Jesús hablaba de él en términos muy reales, no en sentido figurado. Pero quiero
que mi razonamiento sea eso, un razonamiento, dejando de lado cualquier
cuestión teológica para centrarme en la lógica. También a finales de julio tuve
un muy fructífero cambio de opiniones con un buen amigo mío que me ha hecho
afinar mis razonamientos. Así que, bienvenido sea este lapso de tiempo. Y
ahora, al grano.
Empiezo
enunciando un principio con el que creo que es muy difícil estar en desacuerdo:
“Todo ser humano debe ser defendido de
la acción de cualquier otro ser humano o institución que quiera privarle de
bienes a los que tenga derecho”. Al que esté en desacuerdo con este
principio le recomiendo que deje de leer estas líneas, porque, ¿para qué? Yo
creo que este principio es de los pocos, si es que hay otros, que justifica el
uso de la coerción por el estado. Por ejemplo, esto permite al estado obligar a
los testigos de Jehová a que sus hijos reciban un tratamiento médico que
incluya transfusiones de sangre que le permitan el bien de la salud. O que unos
padres no lleven a su hijo a un curandero para tratarle un cáncer. U obligar a
los padres de un niño a que este reciba la educación que le permita otros bienes
futuros que se derivan de ésta. O a que en ningún colegio se enseñe que la
Tierra es plana, privando a los alumnos del bien de la verdad. Por poner
algunos ejemplos. Es este principio el que debería evitar la práctica del
aborto de cualquier tipo y, en particular, la masacre de más del 90% de los
niños –el 100% en la civilizada Finlandia– a los que se les diagnostica una
trisomía 21, alias síndrome de Down, antes de nacer. Pero no, para esto,
incomprensiblemente, en nuestra culta e hipersensible civilización no se admite
este principio. Alguien debería explicar racionalmente el por qué. Yo todavía
no he escuchado una explicación mínimamente racional.
Pero
volvamos al caso Charlie Gad. En este caso, no sólo no se ha aplicado este
principio, sino que se ha aplicado al revés. Me explico: se ha impedido por
parte del estado y sus burócratas, médicos[1] y jueces, que los padres
de Charlie luchen por un bien para su hijo: una probabilidad de supervivencia
o, al menos de alargamiento de la vida. Porque resulta que los médicos del Great
Ormond Street Hospital, reconocieron, desde el principio su total impotencia
para evitar la muerte de Charlie. Siempre han reconocido que no podían hacer
NADA, ABSOLUTAMENTE NADA. Pero se han comportado como el perro del hortelano
que glosó Lope de Vega: ni comieron ni dejaron comer. Merece la pena echar un
vistazo a la cronología del caso: Charlie nació en Agosto de 2016. Era un niño
absolutamente normal. Hacia el mes de octubre, se empezó a manifestar la
enfermedad. Diligentemente, sus padres
le ingresan en el Ormond Hospital. Inmediatamente se establece el diagnóstico y
se declara la absoluta incapacidad de ningún tratamiento convencional para
curar o frenar la enfermedad. En Enero del 17, los padres han establecido
contacto con el eminente neurólogo Michio Hirano, profesor en la Universidad de
Columbia de Nueva York, especializado en enfermedades mitocondriales como la de
Charlie, que manifestó estar seguro de poder, al menos, mejorar su función
cognitiva, sin saber hasta dónde. En ese mismo instante, la única postura
acorde con el principio establecido más arriba hubiese sido dar la autorización
inmediata a los Gad para que sacasen a su hijo del GOSH y fuesen a EEUU lo
antes posible, para no perder un tiempo precioso, a poner a su hijo en ese
tratamiento. A tal efecto, los Gad obtuvieron, mediante un proceso de fund
rising, el millón y medio de dólares que costaba el traslado y el tratamiento.
Pero no, los médicos del Ormond, revistiendo su impotencia de soberbia, se
negaron y pusieron la cuestión en manos de un juez. Es decir, ni curaban ni
dejaban curar. Y este inicuo comportamiento se basa en algunos argumentos
claramente falaces.
El
primero era que el tratamiento experimental que ofrecía aplicar a Charlie el
doctor Hirano no ofrecía garantías. ¡Claro que no ofrecía garantías! Y menos
después de que hubiesen pasado seis meses desde la primera vez que lo pidieron,
hasta que le desconectaron. Pero es que ellos, los médicos del Ormond, sí
ofrecían garantías: ¡garantías de muerte! Ningún tratamiento experimental ofrece
garantías, pero la ciencia médica sana hoy más y mejor que hace 50 años y,
dentro de 50 años sanará todavía más y mejor que hoy, gracias a tratamientos
experimentales. Por supuesto, si un chamán ofrece un tratamiento experimental,
ni da ni puede dar más probabilidades de algún tipo de éxito superior al 0%.
Pero no es el caso. Michio Hirano es un doctor en medicina de prestigio
internacional y con él colaboran otros más: dos italianos, un británico de
Cambridge y dos españoles del hospital Vall d’Hebron, Ramón Martí y Yolanda
Cámara. Es decir, cualquier porcentaje de probabilidad de sanación o
alargamiento de la vida o mejora de su calidad de Charlie era mayor que la ofrecida
por la impotencia soberbia que ofrecían los médicos del Ormond. Y era un
tratamiento científico, no chamánico.
El
segundo argumento era el de ahorrarle sufrimientos a Charlie. El sufrimiento
es, desde luego, un mal. Nadie está obligado moralmente a seguir un tratamiento
que conlleve sufrimientos excesivos sin esperanza de éxito. Pero no estar
obligado a seguirlo no es lo mismo que no tener derecho a seguirlo. El derecho
de seguirlo o no asiste al paciente y, en su defecto, a los padres, hijos u
otros familiares por encima de los médicos, jueces u otros burócratas del
estado, salvo que los padres presenten síntomas evidentes de vesania, cosa que
era obvio que no concurría en el matrimonio Gad. Porque, ¿a quién le importa
más, tanto la sanación como el sufrimiento de Charlie? Sin duda alguna a sus
padres. Y, por lo tanto, son éstos los que pueden decir cuando creen que el
tratamiento debe cesar para no caer en el encarnizamiento terapéutico al que
nadie está obligado. Pero, además, ¿dónde dice que el tratamiento experimental
conlleve especiales sufrimientos? Me temo que el asunto sigue otros derroteros
distintos del sufrimiento. En esta sociedad buenista en la que vivimos se han
definido ciertos modos de vida que son “dignos” y otros que son “indignos”. Si
uno no puede vivir de acuerdo con uno de los patrones “dignos”, su vida es clasificada
como indigna y, por tanto, al menos en ciertos estadios de la vida, no existe
el derecho a ella. Si el tratamiento experimental, aún sin sanar a Charlie, le
hubiese podido dar, digamos, tres o cuatro meses adicionales de vida en unas
condiciones en las que tan solo pudiera sentir el cariño de sus padres, ¿sería
eso una vida digna? ¿Merecería ser vivida? Los padres opinaban que sí. Pero los
padres, pobres seres cegados por el
amor, no son “expertos”. De hecho, ellos, los padres, que se pasaban horas y
horas con Charlie, cosa que, por supuesto no hacían los “expertos” médicos del
Ormond, afirmaban que su hijo no daba ni una sola muestra de sufrimiento y que sí
las daba, en cambio, de sentirles a su lado. Pero, claro, esas son cosas subjetivas
de padres, que no tienen ni idea. No como los médicos, que conocen
perfectamente, porque lo han visto en los análisis y los escáneres, las
sensaciones cinestésicas del cuerpo de Charlie. Peligrosísimo camino esto de
que algún “experto” de cualquier tipo pueda decir quien tiene o no tiene un
determinado estándar de calidad de vida que haga que esta sea “digna” o no y
merezca ser vivida o no. Dios nos libre de la “expertocracia” en todo, pero más
aún en lo que se refiere a qué vidas son dignas y cuales no. Es el primer paso
al “new brave world” el “mundo feliz” de Huxley. Es, sin duda, más digno vivir
luchando por la vida que esperar, como un borrego destinado al matadero, una
promesa de muerte dada por unos médicos tan soberbios como impotentes. Esto me
recuerda unos versos de Miguel Hernández. “Los
bueyes mueren vestidos / de humildad y olor de cuadra; / Las águilas, los
leones / y los toros, de arrogancia, / y detrás de ellos el cielo / ni se
enturbia ni se acaba. / La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, / la del
animal valiente, / toda la creación agranda”. Pero la sociedad buenista actual
parece preferir la muerte de los bueyes. Todo, menos dejar luchar a la familia
Gad por la “indigna” vida de su hijo.
Si
hubiesen podido, los jueces, en esto no creo que entrasen los médicos, pero
vaya usted a saber, hubiesen argumentado sobre el coste público del
tratamiento. Pero no hubo lugar, porque en su valiente lucha, los Gad hicieron,
como se ha dicho, una campaña de fund rising en la que obtuvieron apoyo popular
por 1,5 millones de $ que cubrían el traslado y el tratamiento.
En
el fondo, de lo que se trata es del triunfo de la sagrada mediocridad. De que
papá estado tenga la última “bondadosa” palabra sobre cada uno de nuestros
actos. Hobbes nos avisó del peligro del Leviatán. Locke y Montesquieu idearon
la separación de poderes para sujetarle. Ese fue el germen de la democracia.
Pero la democracia no es algo sagrado en sí mismo, sino un instrumento para
garantizar la libertad individual sobre la coacción del estado. Cierto que hay
algunos poquísimos principios, como el enunciado al comienzo de este escrito,
en que la coacción del estado es la garantía de esa libertad individual, pero es
de vital importancia saber cuáles son estos principios y limitarse a ellos. Sin
embargo, parece que la democracia se encamina hacia la tiranía de una mayoría
que pretende imponer una áurea mediocridad y un igualitarismo a la baja
apoyándose en el supuestamente bondadoso papá estado. ¡Cuidado! Al final, cuando
caigan las máscaras, volverá a aparecer, otra vez, por otro camino, el Leviatán
de Hobbes. El mismo, no otro. Y cuando olamos su fétido aliento, ya será tarde.
No
pongo en duda ni por un momento la buena fe de los doctores del Ormond ni del
propio hospital. Pero esa buena fe hace la situación más grave, no más leve. Si
estos médicos hubiesen actuado de mala fe, ellos serían los villanos culpables.
Pero el hecho de que hagan esto de buena fe es un grave síntoma de hasta donde
la mentalidad actual está infectada de estatalismo buenista. Por eso, el caso
Charlie Gad es, además de una encomiable lucha por una vida, una lucha contra
esa nueva tiranía, lo sepan o no los padres de Charlie. Una tiranía mucho más
peligrosa que las que ha conocido la historia. Porque éstas despertaban ansias
de libertad y, todas, acabaron o acabarán por caer. Pero esta es un yugo
autoimpuesto y deseado por esa mayoría mansamente tiránica quimérico engendro de
bueyes y del perro del hortelano. De momento, este round lo ha ganado Leviatán.
Porque los padres de Charlie tuvieron que resignarse a ver morir a su hijo como
un buey y a ninguno de los médicos del Ormond ni a los jueces burócratas les caerá
ni siquiera una reprimenda. Al contrario, serán puestos como ejemplo de probos
funcionarios al servicio de papá estado benefactor.
Concluyo
con Miguel Hernández: “¿Quién habló de
echar un yugo / sobre el cuello de esta raza?”. Desgraciadamente, la propia
raza humana. ¡Vivan las caenas! Pero yo, mientras pueda, con la insignificante
difusión que pueda tener, me pondré del lado de la libertad y la defenderé contra
Leviatán, por muy disfrazado que esté, con el escaso poder de mi palabra.
[1] Tengo un inmenso respeto por los
médicos. Su labor salva infinidad de vidas y eso debe ser reconocido y
agradecido por todos. Por supuesto ese respeto se extiende a su función cuando
actúan como prescriptores sobre si un tratamiento es puro curanderismo y debe
ser proscrito, como se ha dicho antes. Pero cuando se extralimitan en esta
función, como creo que mostraré más adelante que han hecho en este caso,
entonces no hago extensivo mi respeto.
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