15 de septiembre de 2017

Qué pasa, ¿que el mercado no se equivoca nunca?

Estas páginas responden al intento de dar razón de uno de los dos retos planteados en lo que colgué la semana pasada en el escrito “Sobre pesos, muelles, motores y clavos”. En esas páginas decía:

“Concluido lo que quería decir en estas páginas, me quedan dos retos para otras futuras. El primero, profundizar un poco más en el rational de por qué el libre mercado siempre crea más prosperidad que cualquier intento intervencionista y, segundo, profundizar un poco más en dónde puede estar el límite que separa, por un lado, un sano estado que legisle hasta donde hay que legislar y ejerza la coacción para hacer cumplir esas leyes hasta donde sea necesario, creando el necesario marco del rule of law y, por otro lado, el exceso de regulación-legislación-coerción, que genera parálisis en la creación de riqueza”.

Pues bien, en estas líneas voy a intentar responder al primero de estos dos retos.

Empiezo por decir que sí, que el mercado se equivoca mucho, diría que lo hace millones de veces cada día. Pero sus equivocaciones tienen una importantísima ventaja frente a otras: que se rectifican pronto y que quien la hace la paga. Es decir, que el coste de la equivocación recae sobre quien se equivoca. Además, por otra parte, aunque se equivoque al actuar, las decisiones que toma las toma a partir de una en gran información, en gran medida veraz e inmediatamente disponible.

Antes de seguir quiero salir al paso de dos perversas utilizaciones del lenguaje que he usado en el párrafo anterior e, incluso, en el título de estas líneas: 1ª habar del mercado en singular, como si sólo hubiese uno y, 2ª hablar del mercado como si fuese una persona que toma decisiones. Ambas cosas son total y absolutamente falsas.

Hay decenas, cientos, miles de millones de mercados distintos. El mercado de ordenadores personales de entre 10 y 15 cm de diagonal, el de acero al inoxidable al carbono con tratamiento de recocido a 280ºC y enfriamiento en atmósfera de nitrógeno a 50ºC, el de coches de entre 250 y 300 CV con ABS y 4WD, el de granos de café de Colombia cultivado a más de 1600 m de altitud, con granos de entre 7 y 8 mm, el de trajes de seda para mujeres estampados en colores brillantes, el de vacas charolesas criadas con hierba de tréboles, el de profesionales con formación y experiencia en finanzas de entre 5 y 7 años, el de trabajadores sin ninguna cualificación etc., etc., etc. Me considero totalmente incapaz de decir cuántos mercados pueda haber, pero no creo pasarme si digo que muchos millones. Además, cada uno de los mercados que acabo de citar, un poco a lo loco, cabrían ulteriores segmentaciones. La velocidad de dos ordenadores del mismo mercado podría ser distinta, como la cantidad de azufre de dos aceros o el acabado de dos coches, o el contenido en cafeína de dos cafés o el gusto de los estampados y la forma del corte de dos vestidos o el contenido en grasa de dos vacas charolesas o la actitud y capacidad de trabajo de dos profesionales o dos trabajadores. Al final, me atrevo a decir que no hay mercados. Cado tipo de ordenador, cada modelo de coche, cada saco de granos de café, cada vestido de mujer, cada vaca cherolesa, cada profesional o trabajador es único. Si alguien cree que exagero, que acompañe a su mujer, caso de que sea hombre, a comprar el vestido con el que va a ir a la próxima boda. Por supuesto, todos los mercados están intercomunicados entre sí. Una mujer puede renunciar a un traje más bonito si cuesta un 30% más que otro que le gusta menos, pero no lo hará si sólo cuesta un 5% más. Así pues, un número prácticamente ilimitado mercados de uno.

Por otro lado, los mercados no toman decisiones, no fijan ningún precio ni deciden cuanto se va a vender de una u otra cosa. Esas decisiones las toma libremente cada persona. Los mercados, como ocurre en su sentido tradicional, son lugares, físicos o virtuales, en los que la gente que compra y vende, ve distintas opciones, sopesa pros y contras y, tras un proceso más o menos complejo decide libremente qué compra o vende, en que cantidades y a qué precio.

Es evidente que si hay millones de mercados y en cada uno se compran y venden cada año cientos, miles o millones de unidades, según decisiones independientes de millones de productores y compradores, la complejidad se vuelve intratable desde una perspectiva global. Por el lado de las empresas hay muchas por cada mercado, que compiten entre sí por dar a los millones de compradores lo que mejor pueda adaptarse a sus necesidades. Siempre tienen la mitad de su vista, sa imaginación y sa creatividad puesta en él, en qué quiere, qué precio está dispuesto a pagar y qué cosas que necesita o que le gustaría tener no tiene. La otra mitad de vista, imaginación y creatividad la tienen en ver cómo pueden satisfacer a los compradores con el menor consumo de recursos y al menor coste. Sólo sobrevivirán los tomen decisiones, aunando las dos mitades de su percepción, que hagan que sus costes sean menores que sus ingresos. La magia del beneficio. Si su doble visión no consigue esa proeza, perderán dinero y, si se quiere que el sistema funcione, tendrán que cerrar. Si la intervención coercitiva del estado hace que las señales de precios que les permiten tomar decisiones estén sesgadas, las empresas que ganen dinero serán, no las más eficientes, sino las que más y mejor influencia tengan sobre el estado, usando métodos que en nada benefician a los compradores. Pero, además, estos empresarios, que arriesgan su dinero, tienen que competir, si quieren poner una empresa mayor de lo que su riqueza les permite, por atraer el dinero de millones de ahorradores, dándoles la expectativa, a través de un nuevo abanico de mercados, los financieros, de una rentabilidad lo mayor posible para el riesgo que corren. Por supuesto, nadie haría nada de esto sin la expectativa de obtener un beneficio. Pero llamar egoísmo o avaricia a pretender obtener, en libre competencia, la merecida recompensa al uso de su esfuerzo, vista, imaginación y creatividad, es una auténtica miopía.

Por el lado de los compradores, cada uno de nosotros se siente relativamente cómodo en los miles de decisiones que toma cada día respecto a qué comprar, en que cantidades y a qué precio en cada mercado. Porque cada uno de nosotros se enfrenta cada día a un ínfimo subconjunto de esa inmensa tela de araña del que en mayor o menor grado somos expertos. Si yo tuviera que comprarle un vestido a mi mujer, cosa a la que de ninguna manera me atrevería, me equivocaría en un altísimo porcentaje. Si tuviera que comprar vacas charolesas, sería el hazmerreír de los criadores y compradores de estos bovinos. Por supuesto que a veces mi mujer se equivoca en el vestido que compra. Pero no pasa gran cosa (si se lo hubiese comprado yo, las consecuencias serían trágicas para mí). Si un comprador se equivoca una vez, a la siguiente corrige el tiro y, además, aprende una lección a un coste razonable: qué o a quién no comprar nunca más a ese precio. Y, todo esto, lo hacemos desde la libertad y con un nivel razonable, aunque jamás completa de información y experiencia directa.

Es muy probable que algún comprador o vendedor quiera crear restricciones de uno u otro tipo a su favor. Es una función del estado, perfectamente aceptable desde el más puro liberalismo, el evitar esa falta de transparencia o la coacción creada por cualquier agente del mercado. Lo malo es que el estado suele hacer exactamente lo contrario. Por ejemplo, apoyar a determinados agentes para que fijen que salario se debe pagar a los trabajadores de la industria del metal (sea esto lo que sea) o que no se pueda elegir qué trabajadores son eficientes y cuáles no. O cobrar a las empresas una cantidad por cada trabajador o profesional al que paga un sueldo. O decidir el precio debe tener el Kw-h de energía eléctrica. O dar subvenciones para llevar la inversión a determinadas formas de producción de energía que le parecen más adecuadas, aunque su tecnología no esté madura y sea cara, etc., etc., etc. Estas intervenciones se pueden originar en principio por el afán recaudatorio o por cuestiones ideológicas o por interés electoral. Pero siempre tienen varios efectos perversos. El primero es que alteran la información de precios en las que se basan los agentes del mercado para tomar decisiones adecuadas. La segunda que afectan a las cantidades que se producen de una u otra cosa creando escasez de determinadas mercancías o excedentes de otras. La política agraria de la UE o la rigidez de salarios y los impuestos al trabajo crean excedentes de, por ejemplo, mantequilla o, lo que es peor de mano de obra condenada al paro crónico. Esto es, ya de por sí, muy grave. El estado intenta arreglar mediante su intervención un problema que se ve, pero siempre crea otros problemas que no se ven o se producen tan distribuidos a lo largo y ancho de toda la sociedad que llegan a formar parte de ella como algo natural. Así son las cosas. No, las cosas no son así. Son así porque el intervencionismo estatal ha creado un problema crónico del que no es inmediato ver la causa.

Pero esto, siendo muy grave, no es lo peor. Lo peor es que cuando un estado acumula suficiente poder para poder alterar las reglas del mercado favoreciendo a unos y perjudicando a otros muchos de forma velada, acaba en un sistema clientelista en el que los beneficios se dan a los amigos o, peor, se sacan a subasta más o menos velada y se los lleva el mejor postor. Esto, paulatinamente y de forma subrepticia, da lugar a un sistema de connivencias, puertas giratorias y prebendas que acaba en lo que ha dado en llamarse “crony capitalism” o capitalismo de compinches, que es terriblemente empobrecedor y es tan capitalismo como puada serlo el “capitalismo de estado”, nombre que se daba al más puro sistema comunista. Y es este sistema de telaraña de intervencionismos estatales y corruptelas el que, confundido con el capitalismo, le da una mala prensa que no le corresponde al auténtico capitalismo. Pero, ante el descontento ubicuo que produce este falso capitalismo, la medicina que se receta es, en vez de una sana reducción del poder de intervención del estado, más intervención, entrando así en una espiral descendente de consecuencias imprevisibles. Y, en esas estamos en los países desarrollados. Tras haber derrotado en toda la línea al comunismo, del que ya no se debe ni hablar, este enemigo del progreso se cuela por los resquicios del sistema, creando una tupida y pringosa tela de araña que dificulta y ralentiza la creación de prosperidad. Y lo malo es que a este sistema retrógrado intervencionista se le da el nombre de progresismo. ¡Cosas veredes amigo Sancho!

Si al auténtico capitalismo de mercado libre se le dejase actuar libremente, no pasarían estas cosas. Y ello por dos motivos. Primero, porque el error que pueda cometer en mayor de los agentes de un mercado libre, no pasa de perjudicar el funcionamiento de una ínfima parte del sistema total, mientras que los errores o actuaciones clientelistas del estado, se extienden a toda la sociedad. Y, en segundo lugar, porque mientras los errores o actuaciones de mala voluntad del estado no son fáciles de relacionar causalemente con los efectos que producen y, por tanto, no se corrigen –y pasado un cierto límite el propio estado no permite que se corrijan– en el sistema capitalista libre, los errores se detectan inmediatamente y afectan, también de forma inmediata, al bolsillo de quien los comete, por lo que éste se apresura, por la cuenta que le trae, a corregirlos. Y, si no lo hace, desaparece.

Podría pensarse que con el impresionante avance de las tecnologías de datos, la inteligencia artificial (IA) podrá tomar un día esas decisiones que hoy toman libremente los millones de agentes del mercado. Que llegará el momento en que las decisiones de asignación de dónde invertir, que producir, en qué cantidades y a qué precios se tomará de forma óptima por un sistema de IA. Creo que, si eso llegase a ocurrir, estaríamos en las puertas del “mundo feliz” de Aldous Huxley. Por muy óptimo que fuese el sistema en cuanto a la creación de prosperidad, ese mundo en el que se diga a cada ser humano cuánto debe comprar de qué productos, a qué precio y en qué cantidades, sería un mundo sin libertad y, por tanto, tiránico. Pero que ese mundo me guste o no es una cuestión diferente a si será o no posible. Podríamos discutir si algún día el desarrollo de la IA podría ser capaz de tratar en tiempo real toda la ingente cantidad de información. Seguro que habría quien pensase que sí y quien defendiese que no. Sería un diálogo inútil porque no es algo que se pueda cuantificar. Pero, además, sería inútil desde la base. Porque para poder tratar esa ingente cantidad de datos, la primera condición de necesidad es que eso datos existan. Y sólo las personas que interactúan libremente en esos mercados pueden crear esos datos, precisamente, haciendo libremente las transacciones que hacen. Es decir los datos salen de las transacciones que, a su vez dan a cada agente la información que necesita, para que a su vez interactúe, renovando la información y creando otra nueva, que permita a su vez interactuar, generando así… Es decir, afortunadamente, la libertad individual, al menos en lo que a los mercados se refiere, no puede ser suplida por ningún sistema de IA, por muy potente que sea. Sería como discutir si una persona suficientemente fuerte podría autosustentarse en el aire tirando de sus propios pelos. Pregunta absurda en la que no merece la pena pensar ni un segundo. Es decir, nada, ningún sistema, puede sustituir al mercado y hacerlo mejor que él, aunque, claro, comete errores.


Creo que con esto he respondido al primer reto. Queda para un próximo post la respuesta al segundo.

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