En esta entrada me he tomado vacaciones de escribir. Pero no os
doy a vosotros descanso de leer porque otro mejor que yo ha escrito por mí
para vosotros. Os envío un extracto, hecho por mí, de un discurso magnífico
pronunciado por José Ortega y Gasset, en las Cortes de la República, en 1932,
cuando se discutía el estatuto de Cataluña. Me ha parecido oportuno, ahora que
las aguas parecen estar un poco más encauzadas (esperemos que no vuelvan a
desbordarse), plantear una reflexión clarividente, de una de las mejores mentes
españolas del siglo XX, sobre el fondo de la cuestión catalana, sin perderse en
lo perimetral. Me he permitido, como os he dicho, la osadía de extractarlo y de
poner en negrita y, a veces subrayados, algunos párrafos. Lo he hecho porque el
lenguaje lleno de florituras del parlamentarismo del siglo XIX, que todavía era
normal en 1932, es a veces confuso. Hoy en día tendría la ventaja de que
seguramente muchos de Podemos y todos los de la CUP no lo entenderían. Estoy
seguro de que vosotros sí lo haríais. Lo contrario sería un insulto a vuestra
inteligencia que está muy lejos de mi ánimo. Pero he pensado que si os ahorraba
un poco de tiempo y os hacía la lectura un poco más amena, tal vez me lo
agradecieseis. Espero que os resulte interesante. Para el que tenga el
encomiable interés de ir a las fuentes, le adjunto abajo de todo, el link al discurso
completo.
Señores diputados: siento mucho no tener más
remedio que hacer un
discurso doctrinal, de aquellos precisamente que el señor Companys, en
las primeras palabras que pronunció el otro día, se apresuraba a querer
extirpar de esta discusión. Según el señor Companys, a la hora del debate
constitucional se hicieron cuantos discursos doctrinales eran menester sobre
el problema catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía- porque
los parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar, de
prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al presente Estatuto.
Y yo no pongo en duda que esta intervención de los parlamentarios
catalanes fuese un gambito de ajedrez bastante ingenioso, pero no tanto
que quedemos para siempre aprisionados dentro de él, hasta el punto de
que no podamos hacer hoy, con alguna razón, con buen fundamento, sobre
el problema catalán, sobre este enjundioso problema, algún discurso
doctrinal.
discurso doctrinal, de aquellos precisamente que el señor Companys, en
las primeras palabras que pronunció el otro día, se apresuraba a querer
extirpar de esta discusión. Según el señor Companys, a la hora del debate
constitucional se hicieron cuantos discursos doctrinales eran menester sobre
el problema catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía- porque
los parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar, de
prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al presente Estatuto.
Y yo no pongo en duda que esta intervención de los parlamentarios
catalanes fuese un gambito de ajedrez bastante ingenioso, pero no tanto
que quedemos para siempre aprisionados dentro de él, hasta el punto de
que no podamos hacer hoy, con alguna razón, con buen fundamento, sobre
el problema catalán, sobre este enjundioso problema, algún discurso
doctrinal.
Porque acontece que el debate constitucional en su realidad no coincide,
ni mucho menos, con el recuerdo que ha dejado en la memoria del
señor Companys. Tan no coincide, que ni yo, ni creo que ningún otro señor
diputado recordará, antes de la intervención del señor Maura, ningún discurso
en el cual se tratase a fondo y de frente el problema de las aspiraciones
de Cataluña. Se ha hablado ciertamente, en general, de unitarismo y
federalismo, de centralismo y autonomía, de las lenguas regionales; pero
sobre el problema catalán, sobre lo que se llama el problema catalán, estoy
por decir que yo no he oído un solo discurso, ni siquiera una parte
orgánica de un discurso, como no consideremos tales las constantes salidas
expectorativas a que nos tiene acostumbrados la bellida barba de don
Antonio Royo Villanova. Se han hecho discursos sobre el pacto de San
Sebastián, que es un tema que no tolera ni mucha doctrina ni muy buena,
y que, por otra parte, no pretenderá resumir un problema viejo de demasiados
siglos. […].
Sobre todo en estos dos enormes asuntos que ahora tenemos delante,
la reforma agraria y el Estatuto catalán, es preciso que el Parlamento se
resuelva a salir de sí mismo, de ese fatal ensimismamiento en que ha
solido vivir hasta ahora, y que ha sido causa de que una gran parte de la
opinión le haya retirado la fe y le escatime la esperanza. Es preciso ir a
hacer las cosas bien, a reunir todos los esfuerzos. El político necesita de
una imaginación peculiar, el don de representarse en todo instante y con
gran exactitud cuál es el estado de las fuerzas que integran la total opinión
y percibir con precisión cuál es su resultante, huyendo de confundirla con
la opinión de los próximos, de los amigos, de los afines, que, por muchos
que sean, son siempre muy pocos en la nación. Sin esa imaginación, sin
ese don peculiar, el político está perdido.
Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su atención en nosotros. No
nos hagamos ilusiones: fija su atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo,
es urgente que este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones
para hacer las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo
y ante la opinión. Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy bien.)
Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera alrededor,
encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán. Entremos en
él sin más y comencemos por lo más inmediato, por lo primero de él con
que nos encontramos. Y ¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con
que topamos del problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades,
lo más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema
catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta y
alarga; y de él, el artículo 1.º del primer título. Yo siento discrepar de los
que piensan así, que piensan así por no haber caído en la cuenta de que
antes de ese primer artículo del primer título hay otra cosa, para mí la más
grave de todas, con la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito,
la intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo
por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que integran las
fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido cuál es ese propósito.
Lo habéis oído una y otra vez, con persistente reiteración, desde el advenimiento
de la República. Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema
catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República
fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no
acertó a solventar.»
[…] pero si, como todos presumimos, no se trata de una figura de dicción, de
una eutrapelia, que sería francamente intolerable en asunto y sazón tan
grave, si se trata en serio de presentar con este Estatuto el problema catalán
para que sea resuelto de una vez para siempre, de presentarlo al Parlamento
y a través de él al país, adscribiendo a ello los destinos del régimen,
¡ah!, entonces yo no puedo seguir adelante, sino que, frente a este
punto previo, frente a este modo de planteamiento radical del problema, yo
hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera más enérgica y
más taxativa. Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer antes
una protesta de que se presente en esta forma radical el problema catalán
a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que
es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de
proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre
y de raíz un problema, sin para en las mientes de si ese problema, él por sí
mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos
de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de
la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras,
nos había invitado al suicidio.
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos
los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema
que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto,
conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos
que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen
que conllevarse con los demás españoles. […] Vamos a ello, señores.
Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede
resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que
ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá
siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a
fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta,
porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas.
Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que anda
buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un
fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha
dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan
conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un
nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se
llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en
esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco,
doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno
vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se
apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir
aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo
contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos
otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de
quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos
dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los
grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento
de signo contrario. […] Por eso, de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento
defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto
y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo
particularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen
castellano, señerismo.
Pero claro está que esto no puede ser. […].
Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan, perpetuamente
en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa
a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo,
de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional.
De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia
y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece
que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra
unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto
de apartarse continúa somormujo, soterráneo, y más tarde, cuando menos
se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y
de huida.
Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que nadie
es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino,
que arrastra angustioso a lo largo de toda su historia. Por eso la historia de
pueblos como Cataluña […] es un quejido casi incesante; porque la
evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en un
gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores.
De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser,
pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que
está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre,
preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de
quien le manda o conquien manda él conjuntamente. Y así, por cualquier
fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos,
con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos,
enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma que de la
idea de soberanía se tenga en aquella época […]. Pasan los
climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante,
doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo
que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para
los demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a
la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas sorprendentes, como
aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de Cataluña
vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando
algún rey que quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta
alegremente la oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía
en Cataluña. Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y otro y
siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y respetable; y cuando
oigáis que el problema catalán es en su raíz, en su raíz –conste esta
repetición mía-, cuando oigáis que el problema catalán es un su raíz ficticio,
pensad que eso sí que es una ficción.
¡Señores catalanes: no me imputaréis que he empequeñecido vuestro
problema y que lo ha planteado con insuficiente lealtad!
Pero ahora, señores, es ineludible que precisemos un poco. Afirmar
que hay en Cataluña una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere
decir, traducido prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere
decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa tendencia? De
ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a
que yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España.
Pero no creáis por esto, señores de Cataluña, que voy a extraer de
ello consecuencia ninguna; lo he dicho porque es la pura verdad, porque,
en consecuencia, conviene hacerlo constar y porque, claro está, habrá que
atenderlo. Pero los que ahora me interesan más son los otros, todos esos
otros catalanes que son sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten
ese vago anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las
cosas; no confundamos ese sentimiento, que como tal es vago y de una
intensidad variadísima, con una precisa voluntad política. ¡Ah, no! Yo estoy
ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme con denodada veracidad
a la realidad misma, y conviene que los señores de Cataluña que me
escuchan, me acompañen en este esfuerzo. No, muchos catalanistas no
quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes,
no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso
han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son
un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese
sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo
exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo
menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas
políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar
su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está a la
veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes. Es
el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han
caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a
hacer los que discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de
muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren
esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría. Y al
decir esto creo que sigo ajustándome estrictamente a la verdad. (Muy bien,
muy bien.)
Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos
que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte
de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen
el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver,
que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a
ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro
sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como
un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de
esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de
intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos
españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de
los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos
tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus
cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de
una vez para siempre. […]
Supongamos, si no, lo extremo […]: que se concediera, que se otorgase a Cataluña
absoluta, íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos
resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces
plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería de sí mismo, con signo inverso, pero con una cuantía, con una violencia incalculablemente mayor; con una extensión y un impulso tales, que
probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante el régimen.
Que es muy peligroso, muy delicado hurgar en esta secreta, profunda raíz,
más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual viven esta
plantas que son los pueblos. ¡Tengamos cuidado al tocar en ella!
Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente
lo incurable. […]
En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos muchos siglos juntos
los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnos
dolidamente, es común destino, y quien no es pueril ni frívolo, lejos de
fingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es aceptarlo.
Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en la
vida individual hay algún problema verdaderamente importante que se resuelva? La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin
embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen
no pocas alegrías.
Este problema catalán y este dolor común a los unos y a los otros es un
factor continuo de la Historia de España, que aparece en todas sus etapas,
tomando en cada una el cariz correspondiente. Lo único serio que unos y
otros podemos intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es
conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa posible;
conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo conllevan las naciones
en que han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa
mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su
justa medida), las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa
hoy aproximadamente todas […].
Con esto, señores, he intentado demostrar que urge corregir por completo
el modo como se ha planteado el problema, y, sin ambages ni eufemismos,
invertir los términos: en vez de pretender resolverlo de una vez
para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad,
buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de conllevarlo: demos, señores, comienzo serio a esta solución.
¿Cuál puede se ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar del
problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia
en lo demás. Lo insoluble es cuanto significa amenaza, intención de amenaza,
para disociar por la raíz la convivencia entre Cataluña y el resto de
España, Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la unidad
de soberanía.
Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión
constitucional, en que se estuvo a punto, por superficiales consideraciones
de la más abstrusa y trivial ideología, con un perfecto desconocimiento de
lo que siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, […] se estuvo a punto, digo, nadamenos que de decretar, sin más, la Constitución federal de España. […] la imprecisión,tal vez el desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves. […]
Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el
poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos,
soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir
en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña,
o hay muchos, que quieren desjuntarse de España, que quieren escindir
la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir,
es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar
reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial decisión.
Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este
proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza
de la soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino
iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.
[…] «No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía». Y conste que autonomía significa, en la terminología juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. […]
No hay comentarios:
Publicar un comentario