En mi entrada del 7 de septiembre “Sobre pesos, muelles, motores y clavos”,
dije que había dos retos a los que respondería en siguientes envíos.
El primero -decía- era profundizar un poco más en el rational de por qué el libre mercado siempre crea más prosperidad que cualquier intento intervencionista. A este reto intenté responder con el post del 15 de septiembre: "¿Qué pasa, que el mercado no se equivoca nunca?
El primero -decía- era profundizar un poco más en el rational de por qué el libre mercado siempre crea más prosperidad que cualquier intento intervencionista. A este reto intenté responder con el post del 15 de septiembre: "¿Qué pasa, que el mercado no se equivoca nunca?
El segundo reto que planteaba era
profundizar un poco más en dónde puede estar el límite que separa, por un lado,
un sano estado que legisle hasta donde hay que legislar y ejerza la coacción
para hacer cumplir esas leyes hasta donde sea necesario, creando el necesario
marco del “rule of law” y, por otro lado, el exceso de
regulación-legislación-coerción, que genera parálisis en la creación de riqueza. A ver si soy
capaz de responder hoy a este reto, mucho más sutil que el primero, ya que la
delimitación de fronteras es siempre algo sutil y delicado.
Es
indudable que para que el libre mercado funcione tiene que haber un estado que
legisle y que cree ese “rule of law” absolutamente necesario. Sin un estado,
nada es viable. En los países en los que el estado es un ente fallido como, por
ejemplo, Somalia, es totalmente imposible la creación de riqueza y prosperidad.
Por otro lado, un estado en el que todas y cada una de las actividades de sus
ciudadanos estuviesen meticulosamente establecidas y controladas por el estado,
crearía una parálisis que haría también inviable la creación de riqueza. Esto
es evidente. La cuestión espinosa es dónde poner ese límite. Una cuestión
previa que ese “rule of law” debe cumplir es que debe ser estable a largo
plazo, de forma que los ciudadanos, al actuar, sepan a qué atenerse y que pueden
esperar que el estado haga en lo que pueda influir a sus decisiones. Si las
leyes y reglas del juego están cambiando continuamente, se crea una inseguridad
jurídica que lleva a la parálisis. Establecida esta cuestión previa, ahora,
¿dónde poner ese límite estable?
Creo
que puedo establecer un principio básico sobre ese límite: “Un estado debe defender a sus ciudadanos y a todos aquellos, personas
e instituciones, que operen bajo su ley, de la acción de cualquier otro ser
humano o institución que quiera privarle de bienes a los que tenga derecho. Lo
que pase de ahí es intromisión”.
Pero,
claro, el problema no está en definir un principio, sino en definir bien sus
términos y poder aplicarlo a situaciones concretas. Estoy seguro de que en el
enunciado anterior podrían definirse mejor los términos de los sujetos pasivos
de las leyes: “ciudadanos y todos
aquellos, personas e instituciones, que operen bajo su ley” o “cualquier otro ser humano o institución”.
Pero no voy a entrar en esas disquisiciones. Sí voy a entrar, en cambio, en la
discusión sobre el alcance de los “bienes
a los que tenga derecho”. Para definir esto mejor, hay que profundizar en
el concepto de justicia. La justicia es “dar a cada uno lo suyo”. Es decir, aquello a cuya propiedad haya accedido lícitamente. Sigue siendo necesario
puntualizar lo de “lícitamente”. Al
usar esta palabra no me refiero a lo que es lícito únicamente según el derecho
positivo sino a lo que es éticamente lícito. Naturalmente, para un
iuspositivista, que cree que la ley positiva condición necesaria y suficiente
para que algo sea éticamente lícito –de hecho, para un iuspositivista “strictu
sensu”, es únicamente la ley positiva, sea ésta como sea, la que hace algo
ético, puesto que niega la existencia de una ética externa a cualquier ley
positiva y superior a ésta–, todo lo que diga la ley es lícito y ético. Pero el sentido común nos dice que esto no es
así. Si mañana la ley dijese que todo lo que coja de la casa del vecino, por
ser más fuerte que él, es mío, puede que esa ley convierta en lícita esa
conducta, pero no en ética. Este ejemplo podría parecer traído por los pelos,
pero como se verá después, no lo es tanto. Así pues, ¿cuáles son los medios
éticamente lícitos por los que se puede acceder a la propiedad de algo? Creo
que es difícil contradecir lo siguiente de forma razonable. Todo aquello que se consiga utilizando medios
que sean previamente de uno o que se obtenga por un contrato de cualquier tipo
en el que las partes, libremente, intercambien bienes o servicios, será
éticamente mío. Y si se acepta este principio, cualquier ley que haga que
algo sea mío sin cumplir estos requisitos o que no lo sea, cumpliéndolos, será
una ley que haga lícita su posesión o su expropiación, pero en modo alguno será
una ley justa.
Permítaseme
ahora un par de ejemplos negativos, es decir de medios NO éticos de obtener o
quitar la propiedad. No es ético que yo consiga algo produciéndolo mediante
mano de obra esclava, porque hay una obvia carencia de libertad en el contrato.
Sí lo es si lo obtengo usando el trabajo de personas que libremente decidan
darme su capacidad de trabajo a cambio de un salario. No es ético que me quiten
una parte de lo que he ganado de forma ética. Esto nos llevará más adelante al
tema de los impuestos. O, al menos, de ciertos impuestos.
Por
tanto, uno de los primeros aspectos del “rule of law” que buscábamos, es que
garantice la libertad de sus ciudadanos a la hora de contratar el intercambio
de cualquier tipo de bien o servicio. Y que, con esta libertad garantizada,
vele para que, de acuerdo con el principio de responsabilidad, esos contratos
se cumplan. Y, como se ha dicho anteriormente, la forma de garantizar esas
libertades y responsabilidades tiene que ser lo más estable posible a largo
plazo y, jamás, aplicarse ninguna nueva ley con carácter retroactivo. Volveré
más adelante sobre esa consideración de cuando un intercambio es libre.
Si
un sistema legal se complica demasiado, queriendo cubrir cada aspecto de la
conducta humana, necesariamente se hará farragoso y, lo que es peor, se
conseguirá que aparezcan en él contradicciones que lo hagan imposible de
cumplir o arbitrario en su interpretación. Es decir, lo contrario a la
seguridad jurídica. Por lo tanto, para que un sistema legal transmita seguridad
jurídica tiene que ser claro y sencillo.
Lo
que un estado no puede hacer es calificar como más o menos necesarias[1] las actividades que puedan
llevar a cabo los ciudadanos y, en consecuencia, primar unas y penalizar otras.
Eso sería ponerse por encima de la libertad de sus ciudadanos, yendo, por
tanto, contra el principio básico enunciado más arriba. Pudiera parecer
razonable considerar que la actividad de un agricultor es más necesaria que la
de un futbolista. Pero, de ninguna manera puede un estado establecer que
Cristiano Ronaldo deba sufrir que su actividad como futbolista sea penalizada
frente a las primas a un probo agricultor. Eso sería poner al estado por encima
de la libertad del ser humano. Si Cristiano gana lo que gana es porque millones
de personas se afanan por verle jugar y sólo unas pocas personas en el mundo lo
hacen como él, mientras que, si mañana hubiese escasez de, pongamos, patatas,
miles o millones de empresas y de hectáreas podrían dedicarse de forma
inmediata a aumentar la producción de las mismas. Pero lo que no puede decirse
es que es injusto que Ronaldo gane lo que gana. Cristiano no comete un solo
acto contra la libertad de nadie. Nadie obliga al Madrid a pagarle lo que le
paga. Nadie va a ver al Madrid o lo ve en la televisión obligado. Nadie paga
por poner publicidad en la camiseta de Ronaldo porque éste o el Madrid le
obliguen. Ningún anunciante paga lo que paga por un pase publicitario en el
descanso de un Madrid-Barsa porque alguien le obligue a ello. Por lo tanto,
hasta el último céntimo que gana Cristiano lo gana porque alguien libremente se
lo quiere pagar y lo que gana es, por tanto, justo y ético.
Mucha
gente no opina así. Muchos creen que no es ético que Cristiano Ronaldo gane lo
que gana. Lo que gana Cristiano, piensan, es a costa de que otro gane menos. Y,
efectivamente, así es. Ciertamente, si me compro una entrada para ver al Real Madrid
en la final de la Champions, tendré que dejar de comprar alguna otra cosa. Elegiré
no comprar aquello que me dé una menor satisfacción por el dinero que me
cuesta. Pero con el mismo dinero, yo seré más rico, ya que mi riqueza no es el
dinero que tengo, sino la satisfacción que soy capaz de obtener con el dinero
que tengo. Sólo un avaro que le guste contemplar compulsivamente el saldo de su
cuenta corriente considera que la riqueza es el dinero que tiene. Y si eso me
pasa a mí y al resto de las personas, deberemos admitir que el hecho de que
exista el Real Madrid, con Cristiano en su equipo, crea riqueza, aunque no
aumente el dinero disponible[2] y aunque al comprar una
entrada para ver al Madrid, deje de comprar algo a lo que yo doy menos valor.
No obstante, podría decirse que habría que limitar el sueldo de Cristiano, para
que la entrada para ver al Real Madrid fuese más barata y no se perjudicase a
otros sectores de la economía que se consideran prioritarios. Pero seguramente,
quien diga esto no se ha parado a pensar el guirigay, que a buen seguro
degeneraría en violencia, si se empezase a pensar qué actividades deberían ser
prioritarias y cuales ser relegadas al furgón de cola. ¿Quién decidiría si la
Ópera debe ir por delante de las aceitunas? ¿O si los toros deben ir por detrás
del cultivo de la endivia? ¿Un ejército de moralistas, unos probos funcionarios
con saber enciclopédico, pagados por el estado? Y, ¿por qué demonios debo
aceptar su decisión de hacer más endivias, que detesto, sobre los toros que me
apasionan? No es difícil saber quién decidiría qué poner por delante y qué por
detrás: los dictadores y aquéllos lobbies de poder que tuviesen algún tipo de
influencia sobre ellos. Los auténticos lobbies, no las chorradas que se dicen
ahora sobre las empresas del IBEX 35 y otras cosas por el estilo. Telefónica
está en el IBEX 35 porque compite con suficiente éxito con Orange, Yoigo, O2 y
varios cientos de compañías de telefonía. Esos lobbies están inventados por
demagogos baratos para avanzar en una agenda en la que ellos saldrían
beneficiados y que seguramente nos llevaría a la ruina. Si hubiese alguien que
pudiese primar o perjudicar a la producción de energía sobre la construcción, entonces
sí, las empresas se dedicarían a intentar influir en ese trato de favor, en vez
de a pensar en ganar las preferencias de los que compran casas o los que
consumen energía[3].
Hay,
sin embargo, un asunto en el que discrepo de los liberales a ultranza –los
llamados liberales libertarios. Me refiero a temas como la droga. Para éstos,
el concepto de libertad de elección anteriormente expresado les lleva a aceptar
la droga como un producto más que debe ser respetado como cualquier otro. Mi
discrepancia no es únicamente por cuestiones éticas, sino también porque creo
que se opone a la libertad y al principio enunciado más arriba. Se opone,
primero a la libertad. En efecto, las drogas crean, en la inmensa mayoría de
las personas una fuertísima dependencia que hace que su consumo deje de ser
libre, y sea fruto de una compulsión invencible. Es como si los productores de
endivias me obligasen, poniéndome una pistola en el pecho, a cenar todos los
días tan amarga hortaliza. En el caso de la droga no es una pistola, pero casi.
En segundo lugar, también se opone al principio enunciado más arriba, si bien
de una manera indirecta. Yo tengo derecho, salvo desastres imponderables al
bien de vivir en una sociedad que funcione. Si la droga se extiende como una
plaga, repercutirá indudablemente en el pésimo funcionamiento de la sociedad y,
por tanto, se me está quitando un bien al que tengo derecho. ¿El caso de la
droga sería extensible a otras cosas? No lo sé, pero, en todo caso, si las hay
serían muy pocas y no deberían, ni mucho menos servir de excusa para extender
el intervencionismo a casas o kilowatios. Deberían mantenerse como contadísimas
excepciones.
Es
importante hacer notar que un estado que se limitase a crear un sistema legal
como el descrito, es decir, elaborar un sistema legal sólido y sencillo, juzgar
si se cumplen esas leyes y a obligar a su cumplimiento, es decir, un estado con
legisladores, jueces y brazo ejecutivo[4], sería un estado muy, muy
barato. Y eso haría que para mantenerlo hubiese que quitar muy poco dinero a
los ciudadanos en forma de impuestos. Ningún estado tiene derecho a quitar a
sus ciudadanos, de ninguna manera, aquello a lo que tienen derecho. Y el dinero
honestamente ganado es una de esas cosas a las que lo tienen. Ello no obstante,
y dado que sin ese mínimo estado, la sociedad no funcionaría, aplicando un
argumento similar al segundo del párrafo anterior, podrían justificarse unos
impuestos moderados. Y pongo el
énfasis en moderados.
Pero
hay una función que jamás debió asumir el estado y que da lugar a unos impuestos
que, se miren como se miren, no pueden considerarse moderados. Me refiero a la
llamada “redistribución de la renta”. Este concepto nace de una perversión del
concepto de justicia. Es el de identificar justicia con igualdad. Nada más
falso. Cierto que un elemento imprescindible para la justicia es la igualdad de
oportunidades. Para eso está el sistema legal que no imponga ventajas
estructurales a unos respecto a otros, sino que obligue a todos a cumplir la
ley por igual. Pero, ni la igualdad de oportunidades es igualdad de resultados
ni es lícito apelar a la igualdad de oportunidades para igualar los resultados.
Si ha habido en la historia de la humanidad sociedades que hayan logrado una
igualdad de oportunidades sin precedentes, esas sociedades son las capitalistas.
Naturalmente, crean desigualdad de resultados. Pero es que esta desigualdad de
resultados es un incentivo absolutamente necesario para que el sistema funcione
y genere riqueza para todos. Además, la mala prensa de la desigualdad nace de
un concepto absolutamente falso, a saber: que la cantidad de riqueza del mundo
es un juego suma cero y que, por lo tanto, si una persona es muy rica, lo es a
costa de hacer a otras pobres. Y eso es, como acabo de decir, absolutamente
falso. Es más, la realidad es exactamente la contraria. Bill Gates o Jeff
Bezos, por poner dos ejemplos de personas enormemente ricas, no hacen a nadie
más pobre, sino más rico. En primer lugar, creando puestos de trabajo para
muchas personas pero, y más importante, en segundo lugar, creando productos y
servicios de una inmensa utilidad y libremente buscados y comprados por cientos
de millones de personas. Es decir, estas personas aumentan la tarta a repartir
en mucho más de lo que ellas ganan. Es cierto, sin embargo, que una sociedad
moderna no debe permitir que alguien, por carencia absoluta de medios, no tenga
acceso a una buena sanidad o a una educación adecuada. Pero esto también es
algo que se puede conseguir sin grandes medios y, por tanto, sin grandes
impuestos. Es más, esto es algo que se debe tratar que se consiga con la
aportación voluntaria de los más favorecidos, a través de fundaciones, ONG´s,
etc. Sólo con carácter subsidiario deberían estas cuestiones básicas para la
igualdad de oportunidades, ser cubiertas por el estado. Caben, además, pocas
dudas de que las entidades civiles antes citadas son mucho más efectivas que el
estado en el logro de ese objetivo. Y ello por la lejanía, falta de información
e intereses espurios de un macroaparato como el del estado. Confundir esta sana
aspiración social con la situación en la que ha degenerado la llamada
“redistribución de la renta” es ser realmente miope o ver las cosas desde
presupuestos ideológicos. Y es esta “redistribución de la renta” la que genera
los megalomaníacamente disparatados impuestos a los que estamos sometidos hoy
en día. Y estos impuestos van, frontalmente, contra el principio establecido al
comienzo de estas líneas. Me quitan aquello a lo que tengo derecho. Y me lo
quita el estado que es, precisamente, el que tiene el monopolio de la fuerza
que debería velar, precisamente, para que nadie me lo quitase. ¡El colmo!
Pero,
más allá de crear ese sistema legal, judicial y policial como el dicho
anteriormente, hay algunas otras razones que hacen necesaria la intervención
del estado en algunos temas. Como sé que esto puede despertar críticas de
muchos liberales a ultranza, quiero apoyarme en una frase de Hayek, uno de los
gurús del liberalismo, en su obra “Camino de servidumbre” uno de los textos de
referencia liberales. Dice Hayek:
“Probablemente,
nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de
algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el
principio del laissez-faire”.
Toca,
por tanto, la difícil disección de cuáles son estas posibles intervenciones del
estado que podrían ser justificables con las debidas precauciones. Las hay a mi
entender de cuatro categorías que creo que son todas identificables en la obra citada
de Hayek: 1ª las que protegen al sistema de enfermedades autoinmunes. 2ª las
que intentan regular productos y/o servicios a los que no es posible poner un
precio de mercado 3ª las que tratan de evitar deseconomías externas y 4ª las
que procuran proteger a personas de escasa formación. El tema de la “política
monetaria” merece un capítulo aparte. Veamos estas cuatro categorías y el
capítulo de la “política monetaria”.
1ª
Las enfermedades autoinmunes son las que hacen que el sistema inmunitario de un
ser vivo ataque al propio organismo al que pertenece. Esto puede ocurrir
también en el capitalismo. La enfermedad autoinmune paradigmática del
capitalismo es aquella que impide que la competencia y los mercados funcionen
correctamente. Toda la justificación del capitalismo se basa en la competencia.
Sin un sistema de competencia que funcione de manera suficientemente buena, el
capitalismo se troca en compincheo. No hay más que mirar a la historia para ver
que las mayores restricciones a la libre competencia han venido, casi siempre,
de la mano del estado. Es evidente que el estado no debería colaborar en la
creación de mono u oligopolios de cualquier tipo o de otras formas de
restricciones a la competencia. Sin embargo lo hace con medidas como la
concesión de permisos o licencias especiales que hacen que no todo el mundo
tenga el mismo derecho de usar sus activos para un determinado fin (licencias
para que cualquiera pueda usar su coche como taxi, por ejemplo). Pero no es
menos cierto que todo empresario puede tener la tentación de crear barreras, distintas de las que aparecen como fruto de
la inteligencia y el buen hacer, para preservarse de tener que competir. Y
creo que el estado debe intervenir para intentar evitar que esas tentaciones se
transformen en hechos. Pero es importante resaltar el término que aparece en
negrita en líneas anteriores. Si la abrumadora mejora de calidad o de costes de
producción del producto de una empresa le genera una ventaja competitiva, es un
craso error considerar esta ventaja como una restricción a la competencia.
Sería castigar al que lo hace mejor para beneficiar al ineficiente, lo que, por
supuesto, redundaría en un perjuicio para la sociedad. Otros aspectos de esas
enfermedades autoinmunes serían el uso de información privilegiada, la opacidad
o falsedad deliberada de la información de los productos, la creación
deliberada de escasez para influir en los precios, etc. Todas estas cosas deben
ser evitadas por el estado, pero con un sentido muy crítico en el que se
analice si la actuación no acabará, a fin de cuentas, creando parálisis en el
sistema o favoreciendo a unos en contra de otros, lo que redundaría en la merma
del bien general en vez de en su aumento.
2ª
En contadas ocasiones puede ocurrir que no sea posible trazar mediante un
precio la línea de a quién le compensa comprar o no un determinado producto o
servicio. La construcción de carreteras es un ejemplo paradigmático de ello. La
“imposibilidad” de controlar quién las usa, cuánto y quién no las usa, hace
“imposible” cobrar únicamente a quien las usa y en función de cuánto la usa. En
esos casos, podría ser razonable que el estado fuese el propietario de esas
carreteras y las pagase mediante gravámenes de impuestos sobre los ciudadanos. A
ser posible estos impuestos deberían estar ligados a parámetros que tuviesen
alguna relación con el posible uso de carreteras. Pero antes de dar por buena
la validez esta premisa de “imposibilidad” conviene fijarse en las comillas
puestas anteriormente en la palabra “imposibilidad” citada más arriba. Es
evidente que hasta muy avanzado el siglo XX, esa imposibilidad no admitía las
comillas. Era imposible, sin crear grandes trastornos y costes, controlar mediante
peajes quién usaba y quién no la mayoría de las carreteras. Pero lo que era
imposible hace unas décadas, se está haciendo cada vez más posible mediante la
tecnología. Saber, sin causar molestias ni apenas incurrir en costes, quién
circula por una carretera y durante cuantos kilómetros, es cada vez más fácil.
Llegado a un punto, sería perfectamente posible que todas y cada una de las
carreteras fuesen de propiedad estatal y se arrendasen a empresas privadas que
cobrasen por su uso o, incluso, que fuese la misma iniciativa privada la que
decidiese dónde y cuándo hacer una carretera y ser directamente la propietaria.
Por tanto, la justificación de este tipo de intervenciones del estado debe ser
siempre provisional y replantearselas tan pronto como la tecnología lo
permitiese.
3ª
Se llaman deseconomías externas a aquellos efectos negativos producidos por una
empresa, pero que no afectan a sus resultados económicos. Por ejemplo, una
industria que contamina un río con los residuos que echa en él tiene un efecto
negativo sobre la salubridad del mismo y sobre todos los habitantes y otras
actividades económicas que se desarrollan en sus orillas. Parece evidente que
alguna instancia superior debe hacer que el coste de esa contaminación caiga
sobre la empresa. La manera mejor de hacerlo, cuando ello es posible es obligar
a la empresa a poner los medios –y cargar con su coste– para evitar esos
efectos negativos. Por ejemplo, eliminar los residuos de forma que se evite la
contaminación. Pero hay ocasiones en las que eso no es posible, como es el
caso, por ejemplo, de la emisión de CO2 por una central térmica. En
estos casos, se trataría de asignar un coste, mediante un impuesto, a la
emisión de ese gas. Sin embargo, a menudo es posible asociar las deseconomías
externas a un mercado que funcione libremente, en lugar de asignarles un
impuesto de forma más o menos arbitraria. Se trataría de asignar un cupo total
admisible a cada empresa de las industrias que no pueden evitar al 100% la
deseconomía. Si una empresa no puede o no quiere evitar generar más deseconomías
de las que tiene asignadas tendrá que pagar un precio por ello a otra empresa
que quiere y puede disminuir su emisión. De esta manera se forma un mercado
libre, de oferta y demanda de derechos de emisión que incentiva a poner los
medios para reducir dichas deseconomías. Cuanto menor sea el cupo global
asignado, mayor el número de empresas que no quieren o pueden reducirlas y
menor el de las que sí quieren y pueden, más caros serán esos derechos. Esto
incentiva a que las empresas, para no pagar ese alto precio de los derechos,
busquen medios para disminuir las deseconomías, lo que hará que baje el precio
de dichos derechos. Pero tan pronto como éste baje demasiado, la instancia
reguladora podría, si lo estima oportuno, dar otra vuelta de tuerca y disminuir
el número total de derechos concedidos. De esta manera, se lograría que el
precio vuelva a subir y se repita el proceso. Esto crearía un incentivo para el
desarrollo tecnológico que permitiese reducir cada vez más las deseconomías,
aunque no se puedan eliminar por completo. Esa instancia reguladora superior,
si bien no necesariamente tiene que ser el estado si debe, al menos, contar con
el apoyo de éste para hacer que se cumplan los compromisos.
4ª
Hay productos o servicios que, por un lado, pueden ser demandados por
consumidores que carezcan de la suficiente formación y conocimientos para
entenderlos y, por otro lado, un error de apreciación debido a su falta de
formación, pueda llegar a tener consecuencias muy negativas para los
consumidores que los adquieran. Parece bastante razonable que en ciertos casos
esto debería dar lugar a una cierta obligación del estado de velar por esos
consumidores. El peligro de esto es llegar a una situación demagógica en la que
el punto de partida sea que todo el mundo es ignorante y, lo que es peor, que
nadie tenga la obligación de informarse antes de comprar algo y que no sirva de
nada el que el consumidor se pueda asesorar con profesionales que le aconsejen.
En ese caso, se corre un grave peligro de acabar anulando el principio de
validez contractual y atentar de esta manera contra la seguridad jurídica,
creando riesgos que encarezcan los productos o, incluso, imposibiliten su
producción.
Vayamos
ahora al asunto de la “política monetaria”. Detrás de esta expresión lo que
subyace es la manipulación de los tipos de interés, por parte del estado o de
algún organismo dependiente de él, con fines políticos. Es decir, lo mejor que
puede hacer el estado es mantener sus manos alejadas de esa “política monetaia”
que falsea artificialmente el precio del dinero. Detrás de la gran mayoría de
las crisis está, precisamente, esa manipulación con intereses espurios de los
tipos de interés. Sin embargo, es absolutamente necesario ajustar de una manera
razonable la cantidad de dinero del sistema monetario de un país o conjunto de
países a la cantidad de riqueza que esos países son capaces de generar. Cuando
la riqueza del mundo era bastante estable o crecía muy poco, el patrón oro era
un sistema aceptable. La cantidad de dinero era igual a la cantidad de oro y no
podía ser manipulada por nadie. Pero cuando la riqueza de las naciones empezó a
crecer a ritmos exponenciales, era evidente que la cantidad de dinero no podía
mantenerse prácticamente estable, ligada a la cantidad de oro disponible. Pero
al desligarse la masa monetaria de una mercancía prácticamente fija y estable,
se hizo posible para las naciones crear dinero de la nada de forma disparatada,
a través de los Bancos Centrales, creándose a menudo enormes desequilibrios que
casi indefectiblemente desembocaron en crisis. Sin embargo, es necesario que
exista un único agente, por cada ámbito monetario, que pueda crear dinero para
acompasarlo al crecimiento de la riqueza. No veo factible establecer ningún
tipo de mercado abierto en el que se autoregule la cantidad de dinero. Y creo
que éstos agentes deben ser los Bancos Centrales. Pero, por supuesto, no deberían
poder crear dinero a su antojo ni albedrío, sino de acuerdo con unas reglas de
decisión claras y objetivas que permitan establecer una relación
suficientemente estable entre masa monetaria y cantidad de riqueza. Y, a partir
de ahí, que los tipos de interés fluctúen como tengan que hacerlo, de acuerdo
con un mercado libre de oferta y demanda. De esta forma, cuando la inversión se
dispara, el coste del dinero aumentará evitando el recalentamiento de la
economía y la aparición de “burbujas” y viceversa. Es decir, nada de “política
monetaria” discrecional. La historia ha demostrado sobradamente la ineptitud e
irresponsabilidad con que, en general, se han llevado a cabo estas políticas.
Posibilidad de crear dinero en base a unas reglas claras, sí. “Política
monetaria” discrecional, de ninguna de las maneras.
En
resumen, como dice Hayek, hay que tener cuidado con “la rígida insistencia […]
en ciertas toscas regla rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire”. Pero creo que hay que
tener más cuidado todavía para que determinados intentos de intervención que
persigan las cuatro categorías anteriormente descritas, u otras categorías que
pueda haber, no traspasen líneas rojas muy sutiles que acaben teniendo efectos
contrarios a los deseados u otros colaterales imprevistos que hagan que el
remedio sea peor que la enfermedad. Además, no se debe echar en saco roto la
tendencia de los funcionarios a aplicar en esto del intervencionismo lo que el
refrán dice del comer y el rascar: todo es empezar. Hay miles de ejemplos de
esta voracidad intervencionista. Y tampoco debe olvidarse que casi toda
intervención crea oportunidades para la corrupción y la venta de favores.
Acabo,
como colofón de esta serie de los tres últimos envíos con otra frase de Hayek
en la obra citada: “la planificación y la competencia sólo pueden combinarse
para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia”.
No
puedo, sin embargo, resistirme a poner broche final a esta serie de envíos con
un apéndice en el que recojo algunas frases entresacadas de la obra de Hayek
que he citado ya dos veces: “Camino de servidumbre”.
APÉNDICE
Probablemente,
nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de
algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el
principio del laissez-faire.
[…]
Es
importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con
una dogmática actitud de laissez-faire. La argumentación liberal defiende el
mejor uso posible de las fuerzas de la competencia como medio para coordinar
los esfuerzos humanos, pero no es una argumentación en favor de dejar las cosas
tal como están. Se basa en la convicción de que allí donde pueda crearse una
competencia efectiva, ésta es la mejor guía para conducir los esfuerzos
individuales. No niega, antes bien, afirma que, si la competencia ha de actuar
con ventaja, requiere una estructura legal cuidadosamente pensada, y que ni las
reglas jurídicas del pasado ni las actuales están libres de graves defectos. Tampoco
niega que donde es imposible crear las condiciones necesarias para hacer eficaz
la competencia tenemos que acudir a otros métodos en la guía de la actividad
económica. El liberalismo económico se opone, pues, a que la competencia sea
suplantada por métodos inferiores para coordinar los esfuerzos individuales. Y
considera superior la competencia, no sólo porque en la mayor parte de las
circunstancias es el método más eficiente conocido, sino, más aún, porque es el
único método que permite a nuestras actividades ajustarse a las de cada uno de
los demás sin intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. […] Esto no
es necesariamente cierto, sin embargo, de las medidas simplemente restrictivas
de los métodos de producción admitidos, en tanto que estas restricciones
afecten igualmente a todos los productores potenciales y no se utilicen como
una forma indirecta de intervenir los precios y las cantidades. Aunque todas
estas intervenciones sobre los métodos o la producción imponen sobre-costes, es
decir, obligan a emplear más recursos para obtener una determinada producción,
pueden merecer la pena. Prohibir el uso de ciertas sustancias venenosas o
exigir especiales precauciones para su uso, limitar las horas de trabajo o
imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el
mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada
ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales
que imponen. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un
extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos
servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia.
[…] El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización
de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de
información —algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por
la empresa privada—, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un
sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la
competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible. No
es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad
privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa
del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas. Se ha
desatendido, por desgracia, el estudio sistemático de las formas de las
instituciones legales que permitirían actuar eficientemente al sistema de la
competencia; y pueden aportarse fuertes argumentos para demostrar que las
serias deficiencias en este campo, especialmente con respecto a las leyes sobre
sociedades anónimas y patentes, no sólo han restado eficacia a la competencia,
sino que incluso han llevado a su destrucción en muchas esferas.
Hay,
por último, ámbitos donde, evidentemente, las disposiciones legales no pueden
crear la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la
competencia y de la propiedad privada: que consiste en que el propietario se
beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos
los perjuicios que de su uso resulten a otros. Allí donde, por ejemplo, es
imposible hacer que el disfrute de ciertos servicios dependa del pago de un
precio, la competencia no producirá estos servicios; y el sistema de los
precios resulta igualmente ineficaz cuando el daño causado a otros por ciertos
usos de la propiedad no puede efectivamente cargarse al poseedor de ésta. En
todos estos casos hay una diferencia entre las partidas que entran en el
cálculo privado y las que afectan al bienestar social; y siempre que esta
diferencia se hace considerable hay que encontrar un método, que no es el de la
competencia, para ofrecer los servicios en cuestión. Así, ni la provisión de
señales indicadoras en las carreteras, ni, en la mayor parte de las
circunstancias, la de las propias carreteras, puede ser pagada por cada usuario
individual[5]. Ni tampoco ciertos
efectos perjudiciales de la desforestación, o de algunos métodos de cultivo, o
del humo y los ruidos de las fábricas pueden confinarse al poseedor de los
bienes en cuestión o a quienes estén dispuestos a someterse al daño a cambio de
una compensación concertada. En estos casos es preciso encontrar algo que
sustituya a la regulación por el mecanismo de los precios[6]. Pero el hecho de tener
que recurrir a la regulación directa por la autoridad cuando no pueden crearse
las condiciones para la operación adecuada de la competencia, no prueba que
deba suprimirse la competencia allí donde puede funcionar.
Crear
las condiciones en que la competencia actuará con toda la eficacia posible,
complementarla allí donde no pueda ser eficaz, […] son tareas que ofrecen un
amplio e indiscutible ámbito para la actividad del Estado. En ningún sistema que
pueda ser defendido racionalmente el Estado carecerá de todo quehacer. Un
eficaz sistema de competencia necesita, tanto como cualquier otro, una
estructura legal inteligentemente trazada y ajustada continuamente. Sólo el
requisito más esencial para su buen funcionamiento, la prevención del fraude y
el abuso (incluida en éste la explotación de la ignorancia), proporciona un
gran objetivo nunca, sin embargo, plenamente realizado por la actividad
legisladora.
[…]
la
planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la
competencia, pero no para planificar contra la competencia.
[1] Es curioso constatar cómo
ideologías que postulan que no hay una ética objetiva general, son las que dan
lugar, en mayor medida, a estados que sí deciden por sí mismos qué actividades
de sus ciudadanos primar y cuáles penalizar, erigiéndose así en dictadores.
[2] Otra manera diferente por la que
el capitalismo genera riqueza es su capacidad de producir una misma cantidad de
algo utilizando menos recursos. Ese algo bajará de precio y ese dinero ahorrado
por quien lo compre podrá destinarse a comprar otras cosas que antes no se
podían comprar. Y para producir esas otras cosas se utilizarán los recursos que
antes se utilizaban para hacer ese algo inicial. Hay otras maneras adicionales
por las que el capitalismo genera riqueza, pero exceden al objeto de estas
páginas.
[3] He puesto estos dos ejemplos a
propósito, porque, efectivamente, estos sectores son dos de los más
intervenidos por la acción de muchos estados y en los que, por culpa de esta
intervención se da una mayor ineficacia y/o corrupción.
[4] A esto habría que añadir un
ejército para defender al país de amenazas externas.
[5] Este punto, que en el momento en
que Hayek escribió este libro, era, sin duda, cierto, no lo es ya con la
tecnología disponible. La detección e identificación del paso de cualquier
vehículo por cualquier carretera, de forma que se pueda cargar a cada uno el
precio correspondiente al uso que hace de ella, es hoy día perfectamente
posible. Y es de suponer que algo similar puede ocurrir con el uso de otros
bienes y servicios.
[6] Este puede ser el caso de, por
ejemplo, el mercado de derechos de emisión de CO2 u otros gases
nocivos.
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