Estos
dos días del calendario, 1 y 2 de Noviembre, días de Todos los Santos y de difuntos,
son, junto con el día de la Resurrección y la Navidad, los que más me emocionan
del año. Pudiera parecer que, para seguir el orden cronológico debieran
ordenarse al revés: primero el de los difuntos y, después, el de los santos.
Pero no, está bien como está, porque este orden sigue la flecha de la
Esperanza.
Encuentro
terrible lo que hemos hecho de la idea de santidad en este mundo, empezando por
los propios católicos. Hemos hecho de los santos una especie de seres
desencarnados, viviendo en alguna esfera lejana y etérea que pensamos que han
pasado por este mundo levitando. O sea, nada que ver con nosotros. Y nada más
lejos de la realidad. Los santos han sido, todos, gente débil, caída, mediocre,
ramplona y hasta perversa… como nosotros. Pero han sido tocados por la gracia
de Dios. Y no porque fuesen especiales, sino por el mero hecho de que se
dejaron tocar. Si Dios toca a un apóstata cobarde, lo convierte en san Pedro.
Si toca a un soberbio, lo convierte en san Agustín. Si toca a una prostituta,
la convierte en santa María Magdalena, si toca a un avaricioso corrupto y
sinvergüenza, lo convierte en san Mateo. Si toca a un cómplice de asesinato y a
un violento fundamentalista, lo convierte en san Pablo. Y así siempre. La única
diferencia es que ellos se dejaron tocar por la gracia. ¿Qué pasaría si nos
dejásemos tocar a nosotros que no somos ni apóstatas (al menos no demasiado),
ni soberbios (al menos no demasiado), ni prostitutas (al menos no demasiado),
ni avariciosos corruptos y sinvergüenzas (al menos no demasiado), ni cómplices
de asesinatos o fundamentalistas violentos (al menos no demasiado)? Eso sí,
después de ese toque, y sin que la naturaleza caída deje de tirar hacia abajo
(Simone Weil escribió un magnífico libro que se llama “La gravidez y la
gracia), todos ellos se convirtieron en gente muy especial que era capaz de
vencer la gravidez de su miseria y ayudar a otros a vencer la suya. Su vida
vacía se llenó, su maldad (o mediocridad) se convirtió en magnanimidad, su ir
tirando se convirtió en aventura, sus penas en esperanza, su tristeza en
alegría… Esa es la santidad. A ella deberíamos abrirnos. Es para nosotros, para
todos y cada uno de nosotros, para la muchedumbre inmensa de los que nos
movemos en este mundo entre nuestras miserias. Así lo dice el Apocalipsis en la
lectura de esta festividad de Todos los Santos.
“Después de esto apareció en la visión una muchedumbre
inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie
delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas
en sus manos. Y gritaban con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que
está sentado en el trono, y del Cordero!» Y todos los ángeles que estaban
alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro
a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: «Amén. La
alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el
poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.» Y
uno de los ancianos me dijo: «Ésos que están vestidos con vestiduras blancas
¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás.»
Él me respondió. «Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y
blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero»”.
Por eso, nuestros padres, hijos, hermanos, amigos
que nos hayan podido dejar, pueden estar en esa inmensa multitud anónima de
santos que no está lejos, sino que está en nosotros y que en nosotros ha dejado
su huella. Porque la santidad suele dejar su huella en este mundo. ¡Cómo se
transformaría este mundo con una multitud de santos que dejase su huella! En
medio de la gran tribulación, lavemos nuestra vida en la sangre del Cordero y
la gran tribulación empezará a menguar. Por eso yo quiero estar en ese cortejo.
Canto en un coro que, a veces, cantamos góspel. Y, también a veces cantamos el
famosísimo himno de “¡Oh when de saints gomarching in, I want to be in that
order!”. Sí, yo quiero estar en ese orden, en ese cortejo,
y dejar mi huella en este mundo y en la gente que quiero. El otro día, con mi
coro, cantamos en un funeral. Un hijo del fallecido leyó un texto de Teilhard
de Chardin que se me quedó grabado. Decía, más o menos. “Lo mejor que hay en nosotros son las cosas buenas nuestras que hayamos
dejado en los demás y las cosas buenas que los demás hayan dejado en nosotros”.
Porque nuestra santidad se realimenta con la santidad de otros y viceversa.
Y viene el día 2, el de los difuntos. Tal vez
todavía no hayan llegado a esa santidad anónima, pero esperamos que, por la
misericordia de Dios, están (y uso el presente de indicativo, no del
subjuntivo) en el cortejo, they are marching in. Y nosotros, con nuestras
oraciones, podemos acelerar la marcha del cortejo.
Pero lo más grande de estos días es la esperanza
de la resurrección. Los cristianos sabemos que un día, los que seamos santos, los
de esa multitud que vivimos en la gran tribulación, no seremos sólo un espíritu
desencarnado. No. Creemos en la resurrección de la carne. Desde la lejana
tradición bíblica, Job nos dice: “Yo sé
que mi defensor está vivo y que, al final, se alzará sobre el polvo; y después
de que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo
veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño; y en mi interior
suspirarán mis entrañas”. Y esta lejana promesa bíblica se cumplió en
Jesucristo, que está vivo, en carne y alma, como yo lo estaré y al que yo veré
y tocaré, junto a mis seres queridos, como veo y toco ahora a los que tengo a
mi lado. En la antigua Roma, en la colina Vaticana, donde ahora está la
basílica, había, y hay todavía, una necrópolis. Excavaciones recientes la han
descubierto y se está excavando debajo de ella. Era un cementerio de gente
pobre. Pero, mezcladas con todas las demás sepulturas, hay algunas que se han
identificado como cristianas. Tienen una inscripción que dice: “En préstamo”,
en referencia a que su cuerpo estaba tan solo prestado a la tierra, no cedido
en propiedad. Sería devuelto el día de la Resurrección. Yo disfruto cada vez
que voy a un cementerio. Imagino el día de la Resurrección: Veo a una familia
entera abrazándose como en una gran fiesta familiar, una boda o un bautizo,
llenos de alegría. El bisnieto, que recordaba a su bisabuela como una vieja
desdentada y decrépita, la mirará asombrado exclamando: “Bisabuela, pero si
estás como un queso”. Porque la verá en su mayor plenitud. La que tal vez nunca
tuvo en su vida “real”.
Me permito reflexionar un poco sobre este
misterio, de la mano de san Pablo. Dice este santo que fue un violento
fanático: “Alguno preguntará: ¿cómo
resucitarán los muertos? Lo que siembras no germina si no muere. Y lo que
siembras no es la planta entera que ha de nacer, sino un simple grano de trigo,
por ejemplo, o de alguna otra semilla. Y Dios proporciona a lo que se siembra
el cuerpo que le parece conveniente y a cada semilla el cuerpo que le
corresponde. […] Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Se
siembra algo incorruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero,
resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor…”. Y yo
añadiría: Se siembra algo defectuoso, resucita corregido, sin el defecto. Porque,
además, en la Resurección, todos reflejaremos la Única Belleza, la Gran
Belleza, la Belleza de Dios. Así veo la fiesta de la Resurrección. Por eso me
gusta ir a los cementerios. Por la plenitud de la vida, no por el recuerdo de
la muerte. Así lo describí en las últimas líneas de mi libro “La victoria del
sol”: “Tuvimos
una cena familiar para más de sesenta personas y tres generaciones. En un
momento me sentí como parte de un frondoso árbol que extendía sus ramas
protectoras hacia el cielo. Yo era una de esas ramas. Había muchas más, grandes
y pequeñas. Y muchas hojas. Hacia abajo, las raíces, enterradas, pero no
muertas, sorbían la savia del suelo y la bombeaban hacia arriba. Paralelamente
era también tronco de otro árbol, hojas de otros muchos y percibí, fuera del
espacio y el tiempo, que sería raíz enterrada de otros. Un entramado
inextricable de árboles, de los que yo era en cada uno algo distinto, rama,
tronco, hojas o raíz se tejió ante mí. Todos tendían sus ramas hacia la
inmortalidad. Entonces sí que noté que ese era el día más feliz de mi vida”.
No
sé si he expresado bien por qué estos días, 1 y 2 de Noviembre, días de Todos
los Santos y de Difuntos, están para mí entre los más alegres del año. Pero
espero que, bien o mal expresadas, estas líneas os transmitan esperanza y
alegría.
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