Como
creo haberos contado alguna vez, participo de un coro. Somos un grupo de amigos
que nos reunimos en casa todos los jueves desde hace casi diez años para
ensayar. De vez en cuando nos piden que cantemos en alguna boda o bautizo de
alguien que conoce a un miembro del coro. Desgraciadamente, también nos piden
funerales. Y, cuando nos lo piden, vamos a cantar gratis et amore. Somos un
coro muy peculiar. Ninguno de los componentes del coro, salvo alguna excepción,
habíamos cantado antes y la mayoría de nosotros habíamos tenido la experiencia
de que, de niños, en el coro del colegio, nos habían dicho algo así como:
“fulano, usted no cante que tiene una oreja enfrente de la otra y desafina”. Y
nos lo habíamos creído, con lo que, al empezar con el coro casi teníamos
complejo de ser incapaces de cantar. Yo, desde luego, era incapaz de cantar una
voz distinta de la que cantaba el que tenía al lado. Inmediatamente me iba
siguiendo a la otra voz o, pero aún, cantaba una birria que no era ni la mía ni
la suya. Tuvimos la suerte de encontrar un director del coro que nos daba
ánimos y nos convenció de que todos, absolutamente todos, podíamos cantar
razonablemente bien y, en conjunto, muy bien. Cantamos a tres o cuatro voces.
Tenemos las cuerdas de sopranos, contraltos, tenores y barítonos y cada uno
sigue su voz. Al principio nos tapábamos los oídos para no oír al de al lado y
no irnos con él. Ahora, por el contrario, nos esforzamos en oír la voz de las
otras cuerdas para crear la armonía adecuada y eso, en vez de confundirnos, nos
ayuda a afinar. Como somos un grupo de amigos desde mucho antes de comenzar a
cantar –aunque a través del coro hemos hecho muchos nuevos amigos–el coro nos
ha servido de forma de unión y es una forma de mantener la amistad. Somos entre
bastante y muy indisciplinados. Cada uno viene cuando quiere. Durante el coro
bebemos vino y, al acabar, a las 10 de la noche, sale la tortilla de patata y
estamos un buen rato de charla. Nadie se enfada con nadie por que lo haga mejor
o peor, tenemos claro que el objetivo es disfrutar, divertirse y pasar un buen
rato. Tampoco estudiamos demasiado entre semana y, sin embargo, me atrevo a
decir que el resultado en muy digno, incluso oso decir que bueno o, que
demonios, muy bueno. Conocíamos otro coro en el que el perfeccionismo y el afán
de ser el mejor del coro y los reproches a los que no lo hacían suficientemente
bien, a juicio de la mayoría, eran rechazados. Digo conocíamos porque ese coro
se ha roto. No sé si cantaba mejor o pero que nosotros, pero el hecho es que ya
no canta.
A
pesar de todo, a la mayoría de los que formamos el coro nos ocurre que, cuando
empezamos con una nueva obra, nos estresamos. Nos parece que no la vamos a
dominar nunca, que jamás acabaremos por aprendernos la melodía o el ritmo sin
dejarnos influir por los de las otras cuerdas. Se nota cierto nerviosismo en el
ambiente y un poquito de tensión. Yo decidí desde el primer día que no me iba a
tomar el coro como suelo hacer con el resto de las cosas que hago, de forma un
tanto compulsiva y perfeccionista, sino que iba a aprender exclusivamente por
contagio, cantando en los ensayos. No quería entrar en una dinámica en la que
el coro se convirtiese en una carga. Pero, a pesar de todo, cuando empezábamos
una nueva obra, no podía sustraerme al estrés. Hasta que un día fui consciente
de una cosa que me pasaba desde el principio, pero en la que no me había
fijado, a pesar de que ya llevaba más de ocho o nueve años cantando en el coro.
La música venía a mí mucho más de lo que yo la persiguiera a ella o me
estresara por aprehenderla. Ocurría que, de repente, una mañana, de forma
inconsciente, en la ducha, me encontraba cantando mi voz, la misma que hacía
unos días me parecía inasequible. También me pasaba que cuando a mi cuerda le
tocaba entrar en medio de lo que cantaban las otras voces, me consumían los
nervios de saber su iba a saber encontrar el tono o el instante para entrar
bien. Y también me ocurría que el cerebro y el cuerpo lo interiorizaban y me
salía de forma casi automática. Bueno, no de forma automática, sino dejando de
pensar en ello y mirar al papel para confiar en el director y mirarle a él. No
se debe confundir esto con el pasotismo. Procuro mantener en los ensayos una
actitud atenta y concentrada, pero desde que he descubierto esto, sin estrés. Simplemente,
me he dado cuenta de que, como dije en otra cosa que escribí hace un tiempo, el
ser humano está hecho para cantar. Y cuando uno hace aquello para lo que está
hecho, todo sale de forma fluida. En cambio, un excesivo voluntarismo, un
querer hacer las cosas a fuerza de voluntad y esfuerzo crea, en la realización
de aquello para lo que estamos hechos, una parálisis y un miedo muy perjudiciales.
Algo
parecido pasa con la vida espiritual. Hemos sido creados para dar gloria a Dios
y, si nos dejamos llevar por la corriente que se desliza hacia ese fin, todo
fluye hacia Él de forma gratuita. La corriente es pura Gracia. No la creamos
nosotros con nuestro esfuerzo. Al revés, si forcejeamos con ella, aunque sea
intentando ayudarla a nuestra manera, es muy probable que lo hagamos en una
dirección diferente a la de la suya y no la sigamos. Dos textos iluminan esto
de forma maravillosa. Uno es un fragmento del Evangelio que podemos leer en
Marcos 4, 26-29: “El Reino de Dios es como un hombre que
echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano
brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma;
primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el
fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Sin
que él sepa cómo. Sólo hay que poner el grano y, después, dejárselo todo a la Gracia.
El
otro texto es un poco más largo. Es de una supuesta conversación entre san
Francisco de Asís y el hermano León. La he leído en el libro “Sabiduría de un
pobre” de Eloi Leclerc, que recomiendo fervientemente. Este libro narra la
profunda crisis por la que pasa el santo de Asís cuando cree ver que la orden
que él ha fundado desde la mayor sencillez y pobreza de espíritu, tras su
inmenso éxito, se le está yendo de las manos al aparecer una nueva generación
de franciscanos con una gran formación intelectual. Siente un poco –o un mucho–
relegado ese espíritu de sencillez y pobreza que era su ideal para su obra.
Pero su inquietud se evapora cuando Dios le hace ver, en su noche oscura, que su orden no es suya, que es de Él y que
está en sus manos. Esto se le viene a la cabeza con una imagen: Dios ES. No le
toca a él preocuparse por el futuro de su
orden. Es de Dios y como Dios ES, será Él quien la cuide. Y lleno de alegría
por este descubrimiento pasea por el bosque con el hermano León.
“-¡Hermana agua! –gritó Francisco
acercándose al torrente–. Tu pureza canta la inocencia de Dios.
Saltando de una roca a
otra, León atravesó el torrente. Francisco le siguió. Tardó más tiempo. León,
que le esperaba de pie en la otra orilla, miraba cómo corría el agua limpia con
rapidez, sobre la arena dorada, entre las masas grises de las rocas. Cuando
Francisco se le juntó, siguió con su actitud contemplativa. Parecía no poder
desatarse de ese espectáculo. Francisco le miró y vio tristeza en su rostro.
-Tienes aire soñador –le
dijo simplemente Francisco.
-¡Ay, si pudiéramos tener un poco de
esta pureza –respondió León–, también nosotros conoceríamos la alegría loca y
desbordante de nuestra hermana agua y su impulso irresistible!
Había en sus palabras una
profunda nostalgia, y León miraba melancólicamente el torrente, que no cesaba
de huir en su pureza inaprensible.
-Ven –le dijo Francisco,
tomándole del brazo.
Empezaron los dos otra
vez a andar. Después de un momento de silencio, Francisco preguntó a León:
-¿Sabes tú, hermano, lo
que es la pureza de corazón?
-Es no tener ninguna
falta que reprocharse –contestó León sin dudarlo.
-Entonces comprendo tu tristeza –dijo
Francisco–, porque siempre hay algo que reprocharse.
-Sí –dijo León –, y eso es,
precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de
corazón.
-¡Ah!, hermano León; créeme –contestó
Francisco–, no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada
hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es. Él, todo santidad. Dale gracias
por Él mismo. Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas
vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde
estás respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador
es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada
más alto, mucho más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable
esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y
verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma de Dios y se capaz, en
medio de todas tus miserias, de vibrar con la eterna inocencia y la eterna
alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta que
Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo
es entonces su santidad.
-Sin embargo, Dios
reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad –observó León.
-Es verdad –respondió Francisco–.
Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da.
Es, en primer lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios
viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, nuestra
nada, si se acepta, se hace el espacio libre en el que Dios puede crear
todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el
Único, el Solo Santo. Pero toma al pobre por la mano, le saca de su barro y le
hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se
hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León,
descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos
llegar a ser, gozarse eternamente de lo que Él es. Extasiarse delante de su
eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia
indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu del Señor
no cesa de derramar en nuestros corazones, y eso es tener un corazón puro, pero
esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni poniéndose en tensión.
-¿Y cómo hay que hacer?
–preguntó León.
-Es preciso, simplemente, no guardar
nada de sí mismo. Barrerlo todo, aún esa percepción aguda de nuestra miseria;
dejar sitio libre; aceptar ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aún al peso
de nuestras faltas; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por
ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya
él mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo
cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y
puro querer de Dios.
León escuchaba
gravemente, mientras andaba delante de su padre. Pero, a medida que avanzaba,
sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía una gran paz”.
Así.
Tan fácil y tan difícil. Entender que Dios ES y dejarle que lo SEA en nosotros
y para nosotros.
Y
en esto consiste la oración. Por supuesto, hay muchas formas de oración. A Dios
se le puede rezar pidiéndole cosas, siempre condicionadas a su voluntad, o
intercediendo por otros, o alabándole, o adorándole, o dándole gracias, o
recitando oraciones o jaculatorias. Y todas estas formas de oración son buenas.
Pero la oración por excelencia es, creo, la del abandono en Él. La de dejarse
imbuir por su SER, por su presencia, la de dejar que a uno le suba, de lo más
profundo de su ser la alegría de ser sido por Dios. Porque cuando uno sabe
existencialmente que Él ES, no que existe, sino que ES, entonces se da cuenta
de que el mundo y la vida no son una pasta amorfa, sino que tienen textura. No
son, como decía Macbeth en la tragedia de Shakespeare, “un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”.
Tampoco son una estructura de causas y efectos flotando a la deriva en el
vacío, como un témpano errante. No, son una estructura de causas y efectos con
una causa final que los orienta a todos y les da sentido. Esta estructura está
anclada en el Alfa y el Omega, en el mismo centro de la esfera de nuestro
pequeño mundo interior que es nuestro yo y, al mismo tiempo, en el ámbito que
se extiende infinitamente más lejos de la superficie que limita nuestra ínfima esfera
de existencia y conocimiento. Es decir, parafraseando a san Agustín, está anclada
en algo más íntimo que lo más íntimo que hay en mí e infinitamente más grande que
lo más grande que hay en mí. Y muchas de esas cadenas de causas y efectos con
finalidad caen –cómo podrían no hacerlo– fuera de nuestra diminuta esfera. Pero
eso no les quita ni un ápice de su sentido, aunque seamos capaces de
encontrarlo al salirse de nuestro ámbito. Sin embargo, de esa certidumbre
íntima de que Dios ES proviene una inmensa paz y una profunda alegría como las
que experimentó san Francisco.
El
otro día tuve una charla con un grupo en el que había un practicante del
mindfulness, ahora tan de moda. Estaba explicando como uno tiene que aprender a
vaciarse de todo pensamiento para concentrarse en un objeto externo o en un
punto de su organismo sin dejarse invadir por ningún pensamiento. Expresaba la
enorme dificultad de conseguir esto y el esfuerzo que costaba avanzar en eso.
En un momento dado le dije que yo hacía eso mismo pero con dos ventajas
fundamentales. La primera que esa meditación yo no la hacía frente al vacío, ni
acompañado tan sólo de mí mismo, sino junto a, y en presencia de, un SER que
ES, infinitamente más grande que todo lo más grande que pueda haber en mí e
infinitamente más íntimo que lo más íntimo de mí mismo que haya en mí. Un SER
que ES persona, que es comunidad de personas unidas en la Unidad por el Amor.
Por un amor que fluye desde esa intimidad a mí mismo y se derrama sobre un
mundo formado por personas que eran también amadas. La segunda ventaja mía es
que no era importante que, una vez en la presencia del que ES, se me fuese la
olla por los cerros de Úbeda. Porque los cerros de Úbeda son suyos y Él ES también
en ellos. Y mientras mi mente se pasea por ellos, está en su presencia. Y, por
lo tanto, era muy fácil. Fluía. Como el canto cuando te abandonas a él. Y que,
además, cuando en medio de la agitación del día no pensaba ni un segundo en Él,
eso no importaba, porque Él estaba entre los pucheros de lo más cotidiano y
prosaico de mi vida y sí pensaba en mí. Cuando acabé de decir esto me miraron
como si viesen a un extraterrestre o un perro verde. Nadie dijo nada. Tras un
silencio un poco embarazoso, empezamos a hablar de la mar y de sus peces. Yo el
primero. Pero Él estaba en el mar y nadaba entre los peces.
No
tengo ni la más remota idea de los efectos del mindfulness. Pero sé los efectos
que tiene una exposición de unos minutos al día, sin realizar ningún esfuerzo,
a esa Presencia que ES. Y uno de esos efectos, además de la paz y la alegría,
es la unidad. Como pasa en el coro, que si uno no pretende ser la mamá de
Tarzán, emerge una sensación de amistad, de esta meditación brota una sensación
de unidad. De ser Uno con todo porque todo es Uno con el que ES. Cuando llegué
a casa busqué, en un archivo Word que tengo con poesías leídas a lo largo de
muchos años, una que recordaba vagamente. De esta no tenía el autor, pero
decía:
Sólo hay un sitio, sólo uno
en todo el universo
en el que la implacable
erosión del bravo mar
no hiera a la roca en sus
sólidos cimientos.
Sólo uno, en todos los eones
en el que la oscuridad y la
negrura
no se impongan a la luz y su
alegría.
Sólo uno entre principio y
fin, alfa y omega
en la historia, en la vida y
en la muerte.
Sólo uno en el que la fatiga
de los días
no prevalezca sobre el trabajo
creador.
Sólo uno en mi mente, en mi
ser, en mi conciencia.
Sólo uno.
Se llama tu
Presencia.
A él tiende mi terca, no
dominada voluntad.
Él sólo, Ítaca apenas
recordada, me atrae.
Sólo él, sagrario del alma,
me subyuga
con palabras como arrullos
que resuenan,
eco en eternidades siquiera
pronunciadas.
Si yo pudiera asirlo,
alcanzarlo con mis manos,
hallaría el reposo, el dulce
acomodo,
el amable refugio en que
posarme.
Ave migratoria en ardorosa
búsqueda
del Sur acariciante, eterno,
duradero,
de charcas frescas y de
umbrías oquedades,
allí espero encontrarme con
mi vida,
allí mi intacta esperanza me
conduce.
Por él vuelo como un pato a
su destino.
Por él me mantengo, con fe,
sin confianza
preñado de esperanza,
grávido, en el aire.
El canto y la Gracia.
La Gracia y el canto. A Dios sólo se le puede conocer por analogía.
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