13 de mayo de 2018

La posverdad. No adoremos a la vaca sagrada de la ilustración


En mi post del pasado 13 de abril, con el título: “¿La verdad? ¿Qué es la verdad?”, terminaba:

“Es cierto que últimamente se ha puesto de moda la idea de posverdad, para describir este fenómeno. Pero por desgracia, las voces que hablan de la posverdad no pasan de ser el coro de los grillos que cantan a la luna. Porque al mismo tiempo que la desprecian, adoran a la vaca sagrada de la ilustración, que es su punto de arranque. Pero eso es otra cuestión en la que tal vez entre algún día”.

Pues bien, me temo que ese día ha llegado. Tendrá que ser un recorrido rápido. A buen seguro demasiado rápido. Infinidad de cosas se quedarán por el camino. Pero, a pesar de todo, puede aportar una, creo, interesante perspectiva.

Si tuviese que decir un acontecimiento histórico que marque el principio de la ilustración, señalaría la revolución gloriosa en Inglaterra en el año 1688. Podríamos decir que esa revolución, al derrocar a Jacobo II, el último Estuardo e instalar en el trono a Guillermo de Orange por decisión del Parlamento, acabó con la monarquía de derecho divino e instauró la primera monarquía parlamentaria del mundo, lo que puede considerarse el principio real de la democracia. Pero, como he leído de mi admirado D. Mario Hernández Sánchez Barba, no hay un solo acontecimiento en la historia que no haya sido antes una idea. Son muchas las cosas positivas que se derivan de este hecho histórico. Pero las ideas en las que se apoyó tenían el germen de esta posverdad a la que hemos llegado y que nos devora como Saturno a sus hijos.

Cincuenta años antes de este acontecimiento histórico, en el año 1637, Descartes publicó su “Discurso del método”, en donde se lee la famosa frase de “Pienso, luego existo”. Descartes era un hijo de su tiempo y estaba desencantado de las consecuencias nefastas que había tenido el mal uso que en el siglo anterior se había hecho de la verdad. Una escolástica tardía bastante caduca había hecho de la búsqueda de la verdad un ejercicio vacuo y artificioso. Por otro lado, los poderes políticos habían empuñado la verdad defendida por Lutero o por la Iglesia Católica, como un arma arrojadiza que les llevaba a utilizarla en su provecho en sus luchas por el poder político. Esto dio lugar a las terribles y sangrientas guerras, mal llamadas de religión, que asolaron Europa en el siglo XVI y XVII. Y todo esto llevó a muchos a un profundo desencanto y escepticismo hacia la capacidad del ser humano para encontrar la verdad. Es cierto que la verdad, sin un sólido componente de respeto por el contrario, puede convertirse en un instrumento peligroso. Pero negar esa capacidad del ser humano es renegar de la tradición griega en la que se fundamenta la civilización occidental. Encontrar esa estrecha vía entre la capacidad de discernimiento de la verdad y el respeto por las opiniones contrarias es, ciertamente una ardua labor, no exenta de tensiones. Y, esa era en la tensión en la que se encontraba Descartes. Tensión que le sumió en una profunda crisis. Había padecido en sus carnes una de esas terribles guerras, la Guerra de los Treinta Años. Desconfiaba de cualquier punto de anclaje, de premisa mayor indudable, en la que apoyar una innegable cadena de silogismos matemáticos que llevase de forma indudable a la verdad. Para empezar, desconfiaba de los sentidos y de la visión de la realidad que estos presentaban a su razón. Esta visión no podía, según él, servir de base a un sistema infalible que llevase a la verdad. Y, un día –¡eureka!– creyó encontrarlo. “Pienso, luego existo”. La premisa mayor, para él indudable, era que pensaba. Sólo esto le podía convencer de que existía. Una pequeña desviación de la relación causa efecto, aparentemente sin demasiada importancia. Porque no es el pensamiento lo que certifica la existencia, sino la experiencia directa, inmediata, de la existencia, la que posibilita, en algunos seres, el pensamiento. Más bien debería haber dicho: “Me toco, me hago daño si me doy un golpe, percibo el olor de la tierra mojada, veo el mar embravecido y las innumerables estrellas en el cielo… luego existo. Pero, claro, para quien piensa que los sentidos no son fiables para asumir la realidad, había que hacer esa inversión de términos. Este cambio de orden, llevó a Descartes a demostrar la existencia de Dios, no a partir de la escalera de la realidad que por analogía metafísica nos lleva a Él, sino por el subjetivismo del pensamiento. Demostración errónea que, naturalmente fue pulverizada por las siguientes generaciones de pensadores. Tampoco, desde esa inversión en los términos, podía Descartes llegar a una moral justificable desde la realidad, sino a una moral subjetiva, independiente de la realidad. Es decir a un dualismo entre la razón y la moral.

Hace poco leí en un libro, más poético que intelectual, esta frase: “Una hoja caída del árbol puede cambiar un rumbo; un grano de arena que gira, llegar a ser roca; una palabra oída, torcer una idea; la idea que gira, crear un sentir, el sentir un suspiro, el suspiro un relato...”. Eso pasó con la historia del pensamiento a partir de ese momento. Casi 150 años más tarde, en 1781, Kant publicó la “Crítica de la razón pura”, dando otro paso más en ese camino. Ciertamente, había una realidad ahí fuera, pero era un caos ininteligible en sí mismo. No es que los sentidos no fuesen fiables, es que la realidad en sí misma, no tenía sentido. Nosotros, los seres humanos, nos podíamos hacer una representación de esa realidad, sólo para andar por casa, únicamene tras pasarla por unos filtros –unos a prioris, los llamó él– que la ordenaban. Pero estos a prioris no eran parte de la realidad. Eran esquemas innatos que estaban únicamente en nuestra mente. Eran el espacio y el tiempo. Gracias a esos filtros, nos podíamos hacer una representación inteligible de esa caótica realidad. Pero, desde luego, eso no suponía conocer esa realidad y, por lo tanto, tampoco a partir de ella podía desarrollarse ninguna metafísica que partiese de la misma. Así, la idea de Dios tampoco podía sustentarse en ninguna realidad cognoscible que nos llevase a él por analogía, en ninguna metafísica. También esto desembocó en un dualismo razón-moral. Por eso, Kant se vio obligado a escribir su “Crítica de la razón práctica”, siete años más tarde que la de la razón pura, en 1788. En esta obra Kant nos dice:

“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral en mi”.

Lamentablemente, la primera no era más que una representación humana de esa realidad incognoscible, es decir, una falsa visión, y la segunda no podía apoyarse en ninguna realidad exterior, sino que era algo del más puro fuero interno. Ya en una obra anterior había formulado el llamado imperativo categórico, que enuncia lo siguiente: Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. El imperativo categórico es una magnífica norma si la aplica un ser bondadoso. Pero puede también ser utilizado por un monstruo para sus propios fines, ya que no se basa en nada que tenga alguna relación con la realidad. Si Hitler se veía como el más fuerte de los seres humanos, ¿no creería estar aplicando el imperativo categórico al aplicar la ley del más fuerte? ¿Qué se equivocaba porque no se daba cuenta de que mañana podía dejar de ser el más fuerte y que esa ley se volviese en su contra? Seguro, pero aún equivocado en sus consecuencias, estaría aplicando el imperativo categórico. Y alguien más perspicaz, que se diese cuenta que las tornas podían volverse contra él, llegaría a un terrible contractualismo basado en intereses. Yo te respeto a ti hoy, a pesar de ser más fuerte, para que tú me respetes a mí, si mañana tú eres el más fuerte. ¿Lo hará? ¿No me compensaría adelantarme para, por lo menos, estar en una situación de la mayor ventaja posible? Ese es el cálculo al que llevaría este contractualismo. No hay ninguna razón que sustente el imperativo categórico fuera de la bondad natural de quien lo aplique. Pulverizada la idea de Dios –en el que tanto Kant como Descartes creían, pero por una razón equivocada, desligada de la realidad, que otros se encargarían de desmontar– y con ella la dignidad de todo hombre por ser hijo de Dios, ¿qué quedaba como norma moral? Nada, el vacío.

Pero la hoja seguía cayendo y cambiando rumbos, el grano de arena continuaba girando, la palabra torció ideas, y las ideas torcidas, retorcieron la historia. Por la puerta abierta por Kant y Descartes, se siguió avanzando hacia ninguna parte. ¿Por qué tendría que haber sólo dos a prioris, espacio y tiempo y una realidad ahí fuera, aunque fuese incognoscible? De hecho, ¿no podría ser toda la realidad un conjunto de a prioris que existiesen sólo dentro de mi mente, constituyendo así MI REALIDAD. Mía, sólo mía. Y si la verdad es la adecuación de los juicios a la realidad y yo construyo MI REALIDAD, ¿qué me impide tener MI VERDAD? ¿La razón? ¿Qué queda de la razón cuando no hay una realidad sobre la que aplicarla? Nada. La pregunta es entonces: ¿Qué me apetece a mí que sea verdad? ¿Qué me apetece a mí que sea bueno? ¿Quién pude negarme MI verdad, la que me apetece, la que me gusta, la que me hace sentir bien? ¿Quién puede decir que lo que a mí me apetece que sea bueno no lo es? Este es el escenario de la posverdad. Fue la ilustración la que lo decoró.

Ciertamente, la Ilustración, en su aspecto político, trajo cosas buenas. Muy buenas incluso. Pero no me resisto a transcribir una frase de Arnold J. Toynbee en su obra “El estudio de la historia”:

“La tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Antes he dicho que “es cierto que la verdad, sin un sólido componente de respeto por el contrario, puede convertirse en un instrumento peligroso. Pero negar esa capacidad del ser humano es renegar de la tradición griega en la que se fundamenta la civilización occidental. Encontrar esa estrecha vía entre la capacidad de discernimiento de la verdad y el respeto por las opiniones contrarias es, ciertamente una ardua labor, no exenta de tensiones”. La ilustración no quiso buscar esa estrecha vía. No quiso acometer esa ardua labor. Trajo cosas buenas, indudablemente, pero podridas en su raíz por una enfermedad que ha avanzado lentamente, larvando la historia durante los últimos siglos. Sólo el fervor religioso, sólo la vuelta a la realidad, a las cosas mismas, huyendo de tan enfermizo solipsismo en el que hemos caído, nos salvará. Sólo la capacidad de encontrar a través de la realidad y adherirnos a un Dios misericordioso, del que todos somos hijos y del que se deriva nuestra dignidad inalienable, sólo eso nos llevará a la auténtica tolerancia, la basada, en las virtudes de la fe, esperanza y caridad. Nadie es inocente de esta desviación de siglos y todos tenemos la obligación y la responsabilidad de reencontrar el camino. Nos va mucho en ello. Por eso, cuando desenmascaremos la posverdad, no seamos ciegos a su origen, no adoremos a la vaca sagrada de la ilustración. Aceptemos las cosas buenas que ha traído, transfigurándola, no postrándonos ante ella. Traigo aquí la última frase de la pesadilla de Jean Paul Richter, a la que él tituló, horrorizado, “Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios”:

 Y fue en ese instante cuando me desperté.

Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración. Y cuando me puse en pie el Sol brillaba a baja altura en el horizonte, detrás de las purpúreas espigas henchidas de grano, y lanzaba apaciblemente el resplandor de su luz crepuscular hacia la pequeña Luna que, sin Aurora[1], iba descendiendo en la mañana. Y entre el Cielo y la Tierra desplegaba sus cortas alas un mundo perecedero, pero alegre, que, igual que yo, vivía en presencia del Padre infinito. Y de la entera Naturaleza que me rodeaba brotaban unos sonidos apacibles; parecía que tocasen al atardecer.

El que quiera leer completo este sueño, junto con un comentario mío, puede verlo en el siguiente link a una entrada de mi blog. Es una de los post más visitados.




[1] Aurora, la estrella de la mañana o del atardecer, Venus

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