En
mi post del pasado 13 de abril, con el título: “¿La verdad? ¿Qué es la
verdad?”, terminaba:
“Es cierto que
últimamente se ha puesto de moda la idea de posverdad, para describir este
fenómeno. Pero por desgracia, las voces que hablan de la posverdad no pasan de
ser el coro de los grillos que cantan a la luna. Porque al mismo tiempo que la
desprecian, adoran a la vaca sagrada de la ilustración, que es su punto de
arranque. Pero eso es otra cuestión en la que tal vez entre algún día”.
Pues
bien, me temo que ese día ha llegado. Tendrá que ser un recorrido rápido. A
buen seguro demasiado rápido. Infinidad de cosas se quedarán por el camino.
Pero, a pesar de todo, puede aportar una, creo, interesante perspectiva.
Si
tuviese que decir un acontecimiento histórico que marque el principio de la
ilustración, señalaría la revolución gloriosa en Inglaterra en el año 1688.
Podríamos decir que esa revolución, al derrocar a Jacobo II, el último Estuardo
e instalar en el trono a Guillermo de Orange por decisión del Parlamento, acabó
con la monarquía de derecho divino e instauró la primera monarquía
parlamentaria del mundo, lo que puede considerarse el principio real de la
democracia. Pero, como he leído de mi admirado D. Mario Hernández Sánchez
Barba, no hay un solo acontecimiento en la historia que no haya sido antes una
idea. Son muchas las cosas positivas que se derivan de este hecho histórico.
Pero las ideas en las que se apoyó tenían el germen de esta posverdad a la que
hemos llegado y que nos devora como Saturno a sus hijos.
Cincuenta
años antes de este acontecimiento histórico, en el año 1637, Descartes publicó
su “Discurso del método”, en donde se lee la famosa frase de “Pienso, luego
existo”. Descartes era un hijo de su tiempo y estaba desencantado de las consecuencias
nefastas que había tenido el mal uso que en el siglo anterior se había hecho de
la verdad. Una escolástica tardía bastante caduca había hecho de la búsqueda de
la verdad un ejercicio vacuo y artificioso. Por otro lado, los poderes
políticos habían empuñado la verdad defendida por Lutero o por la Iglesia
Católica, como un arma arrojadiza que les llevaba a utilizarla en su provecho
en sus luchas por el poder político. Esto dio lugar a las terribles y
sangrientas guerras, mal llamadas de religión, que asolaron Europa en el siglo
XVI y XVII. Y todo esto llevó a muchos a un profundo desencanto y escepticismo
hacia la capacidad del ser humano para encontrar la verdad. Es cierto que la
verdad, sin un sólido componente de respeto por el contrario, puede convertirse
en un instrumento peligroso. Pero negar esa capacidad del ser humano es renegar
de la tradición griega en la que se fundamenta la civilización occidental.
Encontrar esa estrecha vía entre la capacidad de discernimiento de la verdad y
el respeto por las opiniones contrarias es, ciertamente una ardua labor, no
exenta de tensiones. Y, esa era en la tensión en la que se encontraba
Descartes. Tensión que le sumió en una profunda crisis. Había padecido en sus
carnes una de esas terribles guerras, la Guerra de los Treinta Años. Desconfiaba
de cualquier punto de anclaje, de premisa mayor indudable, en la que apoyar una
innegable cadena de silogismos matemáticos que llevase de forma indudable a la
verdad. Para empezar, desconfiaba de los sentidos y de la visión de la realidad
que estos presentaban a su razón. Esta visión no podía, según él, servir de
base a un sistema infalible que llevase a la verdad. Y, un día –¡eureka!– creyó
encontrarlo. “Pienso, luego existo”.
La premisa mayor, para él indudable, era que pensaba. Sólo esto le podía
convencer de que existía. Una pequeña desviación de la relación causa efecto,
aparentemente sin demasiada importancia. Porque no es el pensamiento lo que
certifica la existencia, sino la experiencia directa, inmediata, de la
existencia, la que posibilita, en algunos seres, el pensamiento. Más bien
debería haber dicho: “Me toco, me hago daño si me doy un golpe, percibo el olor
de la tierra mojada, veo el mar embravecido y las innumerables estrellas en el
cielo… luego existo. Pero, claro, para quien piensa que los sentidos no son
fiables para asumir la realidad, había que hacer esa inversión de términos.
Este cambio de orden, llevó a Descartes a demostrar la existencia de Dios, no a
partir de la escalera de la realidad que por analogía metafísica nos lleva a Él,
sino por el subjetivismo del pensamiento. Demostración errónea que,
naturalmente fue pulverizada por las siguientes generaciones de pensadores.
Tampoco, desde esa inversión en los términos, podía Descartes llegar a una
moral justificable desde la realidad, sino a una moral subjetiva, independiente
de la realidad. Es decir a un dualismo entre la razón y la moral.
Hace
poco leí en un libro, más poético que intelectual, esta frase: “Una hoja caída del árbol puede cambiar un
rumbo; un grano de arena que gira, llegar a ser roca; una palabra oída, torcer
una idea; la idea que gira, crear un sentir, el sentir un suspiro, el suspiro
un relato...”. Eso pasó con la historia del pensamiento a partir de ese
momento. Casi 150 años más tarde, en 1781, Kant publicó la “Crítica de la razón pura”, dando otro paso más en ese camino.
Ciertamente, había una realidad ahí fuera, pero era un caos ininteligible en sí
mismo. No es que los sentidos no fuesen fiables, es que la realidad en sí
misma, no tenía sentido. Nosotros, los seres humanos, nos podíamos hacer una
representación de esa realidad, sólo para andar por casa, únicamene tras
pasarla por unos filtros –unos a prioris, los llamó él– que la ordenaban. Pero
estos a prioris no eran parte de la realidad. Eran esquemas innatos que estaban
únicamente en nuestra mente. Eran el espacio y el tiempo. Gracias a esos
filtros, nos podíamos hacer una representación inteligible de esa caótica
realidad. Pero, desde luego, eso no suponía conocer esa realidad y, por lo
tanto, tampoco a partir de ella podía desarrollarse ninguna metafísica que
partiese de la misma. Así, la idea de Dios tampoco podía sustentarse en ninguna
realidad cognoscible que nos llevase a él por analogía, en ninguna metafísica. También
esto desembocó en un dualismo razón-moral. Por eso, Kant se vio obligado a
escribir su “Crítica de la razón
práctica”, siete años más tarde que la de la razón pura, en 1788. En esta
obra Kant nos dice:
“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y
respeto: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral en mi”.
Lamentablemente,
la primera no era más que una representación humana de esa realidad
incognoscible, es decir, una falsa visión, y la segunda no podía apoyarse en
ninguna realidad exterior, sino que era algo del más puro fuero interno. Ya en
una obra anterior había formulado el llamado imperativo categórico, que enuncia
lo siguiente: “Obra
sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se
convierta en ley universal”. El
imperativo categórico es una magnífica norma si la aplica un ser bondadoso.
Pero puede también ser utilizado por un monstruo para sus propios fines, ya que
no se basa en nada que tenga alguna relación con la realidad. Si Hitler se veía
como el más fuerte de los seres humanos, ¿no creería estar aplicando el
imperativo categórico al aplicar la ley del más fuerte? ¿Qué se equivocaba
porque no se daba cuenta de que mañana podía dejar de ser el más fuerte y que
esa ley se volviese en su contra? Seguro, pero aún equivocado en sus
consecuencias, estaría aplicando el imperativo categórico. Y alguien más
perspicaz, que se diese cuenta que las tornas podían volverse contra él,
llegaría a un terrible contractualismo basado en intereses. Yo te respeto a ti
hoy, a pesar de ser más fuerte, para que tú me respetes a mí, si mañana tú eres
el más fuerte. ¿Lo hará? ¿No me compensaría adelantarme para, por lo menos,
estar en una situación de la mayor ventaja posible? Ese es el cálculo al que
llevaría este contractualismo. No hay ninguna razón que sustente el imperativo
categórico fuera de la bondad natural de quien lo aplique. Pulverizada la idea
de Dios –en el que tanto Kant como Descartes creían, pero por una razón
equivocada, desligada de la realidad, que otros se encargarían de desmontar– y
con ella la dignidad de todo hombre por ser hijo de Dios, ¿qué quedaba como
norma moral? Nada, el vacío.
Pero
la hoja seguía cayendo y cambiando rumbos, el grano de arena continuaba
girando, la palabra torció ideas, y las ideas torcidas, retorcieron la
historia. Por la puerta abierta por Kant y Descartes,
se siguió avanzando hacia ninguna parte. ¿Por qué tendría que haber sólo dos a
prioris, espacio y tiempo y una realidad ahí fuera, aunque fuese incognoscible?
De hecho, ¿no podría ser toda la realidad un conjunto de a prioris que
existiesen sólo dentro de mi mente, constituyendo así MI REALIDAD. Mía, sólo
mía. Y si la verdad es la adecuación de los juicios a la realidad y yo construyo
MI REALIDAD, ¿qué me impide tener MI VERDAD? ¿La razón? ¿Qué queda de la razón
cuando no hay una realidad sobre la que aplicarla? Nada. La pregunta es
entonces: ¿Qué me apetece a mí que sea verdad? ¿Qué me apetece a mí que sea
bueno? ¿Quién pude negarme MI verdad, la que me apetece, la que me gusta, la
que me hace sentir bien? ¿Quién puede decir que lo que a mí me apetece que sea
bueno no lo es? Este es el escenario de la posverdad. Fue la ilustración la que
lo decoró.
Ciertamente, la Ilustración, en su aspecto político, trajo cosas
buenas. Muy buenas incluso. Pero no me resisto a transcribir una frase de
Arnold J. Toynbee en su obra “El estudio de la historia”:
“La tolerancia
lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes
de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la
desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor
religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.
Antes
he dicho que “es cierto que la verdad,
sin un sólido componente de respeto por el contrario, puede convertirse en un
instrumento peligroso. Pero negar esa capacidad del ser humano es renegar de la
tradición griega en la que se fundamenta la civilización occidental. Encontrar
esa estrecha vía entre la capacidad de discernimiento de la verdad y el respeto
por las opiniones contrarias es, ciertamente una ardua labor, no exenta de
tensiones”. La ilustración no quiso buscar esa estrecha vía. No quiso
acometer esa ardua labor. Trajo cosas buenas, indudablemente, pero podridas en
su raíz por una enfermedad que ha avanzado lentamente, larvando la historia
durante los últimos siglos. Sólo el fervor religioso, sólo la vuelta a la
realidad, a las cosas mismas, huyendo de tan enfermizo solipsismo en el que
hemos caído, nos salvará. Sólo la capacidad de encontrar a través de la
realidad y adherirnos a un Dios misericordioso, del que todos somos hijos y del
que se deriva nuestra dignidad inalienable, sólo eso nos llevará a la auténtica
tolerancia, la basada, en las virtudes de
la fe, esperanza y caridad. Nadie es inocente de esta desviación de siglos
y todos tenemos la obligación y la responsabilidad de reencontrar el camino.
Nos va mucho en ello. Por eso, cuando desenmascaremos la posverdad, no seamos
ciegos a su origen, no adoremos a la vaca sagrada de la ilustración. Aceptemos
las cosas buenas que ha traído, transfigurándola, no postrándonos ante ella.
Traigo aquí la última frase de la pesadilla de Jean Paul Richter, a la que él
tituló, horrorizado, “Discurso de Cristo
muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios”:
Y
fue en ese instante cuando me desperté.
Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración. Y cuando me puse en pie el Sol brillaba a baja altura en el horizonte, detrás de las purpúreas espigas henchidas de grano, y lanzaba apaciblemente el resplandor de su luz crepuscular hacia la pequeña Luna que, sin Aurora[1], iba descendiendo en la mañana. Y entre el Cielo y la Tierra desplegaba sus cortas alas un mundo perecedero, pero alegre, que, igual que yo, vivía en presencia del Padre infinito. Y de la entera Naturaleza que me rodeaba brotaban unos sonidos apacibles; parecía que tocasen al atardecer.
El
que quiera leer completo este sueño, junto con un comentario mío, puede verlo
en el siguiente link a una entrada de mi blog. Es una de los post más
visitados.
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