No creo que
exista la Historia con mayúsculas. Creo en la historia, con minúsculas. Pero,
¿qué diferencia hay entre la Historia y la historia? Inmensa. Los que creen en
la Historia están convencidos de que ésta tiene una meta predefinida, un punto final
al que tiende y al que llegará lineal e ineludiblemente, hagan lo que hagan los
pobres seres humanos que viven en ella. Los que sólo vemos la historia –con
minúscula– creemos que es la libertad de cada ser humano y, claro, la del
conjunto de ellos, la que va trazando una senda para el devenir humano. Creo
que es conveniente aclarar el devenir histórico –y perdón por el bucle, que es
intencionado– que ha dado a luz los dos conceptos de Historia e historia.
Los griegos
creían en una historia circular, cíclica, en bucle cerrado. Quizá el
representante más explícito de este pensamiento sea Polibio, historiador griego
del siglo II a. de C. Es conocido su ciclo repetitivo: De monarquía –entendida
como gobierno de una sola persona, la mejor– a tiranía –degeneración de la
monarquía–. De tiranía a aristocracia –entendida como el gobierno de unos
pocos, los mejores– a oligarquía –degeneración de la aristocracia–. De
oligarquía a democracia –entendida como gobierno del pueblo representado por
los mejores– a la oclocracia –degeneración de la democracia y, etimológicamente,
gobierno de los peores– para acabar volviendo a la monarquía en un ciclo sin
fin. Me voy a resistir a profundizar en esta idea. Ya lo hice en una cosa que
escribí hace años con el título de “Ideas de Polibio”.
Por el
contrario, la cosmovisión judeocristiana establece una historia abierta, que
tiene su principio en un Dios creador del cosmos y del hombre y que tendrá su
final también en la vuelta del cosmos y del hombre a Él para no repetirse nunca
más. Pero eso no significa que sea un concepto determinista de la historia. Al
contrario, el principal atributo que ese Dios ha dado al hombre es la libertad.
Libertad que respeta de forma absoluta hasta el punto de haber renunciado a
ejercer su poder sobre esa libertad, aunque el hombre la use de forma que,
demasiado a menudo, tenga consecuencias desastrosas. Dios ha renunciado a ser
un dictador, ni siquiera del bien, dejando la historia, con minúscula, en manos
de la libertad del ser humano, aunque sin abandonarlo. Estando a su lado
encarnándose –según creemos los cristianos– y auxiliándolo con los sacramentos.
Como hoy me siento necesitado de poesía, no puedo dejar de citar un poema de Conrad Ferdinand Meyer,
poeta suizo del siglo XIX titulado “El canto de la mar” para ilustrar esa
libertad que Dios nos ha dado.
Nubes, hijas mías, ¿queréis partir de viaje?
¡Feliz camino hasta que nos volvamos a ver!
A vosotras, que amáis el cambio
no puedo reteneros en el regazo materno.
Os aburrís por encima de mis olas,
os llama la lejana tierra:
¡costas, acantilados, las luces de los faros!
¡Id, hijas mías, partid a la aventura!
¡Navegad, orgullosas marineras de los aires,
buscad las cimas! ¡Dormid sobre los riscos!
¡Mugid, tempestades! ¡Relampaguead! ¡Librad
batallas,
vestíos el uniforme púrpura de los ardientes
combates!
¡Explotad en tormentas! ¡Murmurad en manantiales!
¡Llenad las fuentes! ¡Centellead en los arroyos!
Precipitaos en los ríos devorando tierras.
Y volved, hijas mías, volved por fin a mí.
Sin embargo, a
partir de Hegel –aunque las huellas de este pensamiento se pueden encontrar
antes– empieza a gestarse la idea de una historia, con inicio y final, pero que
tiende ineludiblemente, y por un camino en el que la libertad del hombre es
irrelevante, hacia una Idea inmanente. El hombre, con su libertad puede hacer
dos cosas, oponerse a esa Idea y ser aplastado por ella o unirse al progreso de
la misma –¡maldito progresismo!– y colaborar con ella acelerando su supuesto
ineludible curso. El hombre queda entonces reducido a un títere que poco o nada
puede aportar al rumbo de esa Historia –con mayúscula– sino todo lo más
acelerarla o retrasarla. Por supuesto, eso da lugar a una moral que dicta que
los que la aceleran no sólo pueden, sino que deben, apartar –incluso masacrar–,
como sea, a los que se oponen a su marcha inexorable, entorpeciéndola. Por
supuesto, los progresistas gozan, en esa terrible moral, de una superioridad
ética que les permite estar por encima del bien y del mal, según los considera
la “mezquina” moral de los que se oponen a la Historia.
Esa Idea puede
tomar diversas formas. En el siglo XX se presentó bajo dos aspectos: La raza
para el nazismo o el paraíso socialista de la sociedad proletaria para el
comunismo. Las dos han tenido para la humanidad las terribles consecuencias de
la aplicación de su idea moral. Pero, mientras una de ellas, la Idea nazi de la
raza, es hoy, salvo para algunas minorías excluidas, considerada como abominable,
la otra, la de la sociedad proletaria sin clases, sigue muy viva, aunque esté
en una etapa de latencia. Y hay una importante razón que explica la distinta
suerte de una y otra. Mientras la primera no podía ocultar lo horrible de su
Idea bajo ningún disfraz buenista, la segunda sí que podía hacerlo. Efectivamente,
no es fácil disfrazar de buenismo una Idea que necesariamente tiene que pasar
por el exterminio de las razas “inferiores” que puedan entorpecer el designio de
la superior (a pesar de ello, sigue sorprendiéndome el prestigio pseudo
intelectual del que sigue gozando Nietzsche, defensor a ultranza de la moral de
la superioridad del superhombre sobre los débiles y corrompidos seres de razas
inferiores. Así que, ¡cuidado!, que las cenizas no están todavía extintas del
todo). Sin embargo, la segunda Idea, la del paraíso proletario sin clases,
admite un disfraz camaleónico que mimetiza con bastante eficacia su atrocidad
con ideas adulteradas de justicia e igualdad. Y, presentada bajo ese disfraz
que, como camaleónico que es, puede tomar muy diferentes colores, esa Idea es
capaz, no sólo de sobrevivir, sino de engañar a muchos millones de personas
durante mucho tiempo.
Durante más de setenta
años, desde 1917 hasta 1989, esta visión histórica, encarnada en la URSS, engañó
a media humanidad con un espejismo económico propagandístico de progresismo
salvador, velado por un muro de terror. Los que estaban dentro de ese muro
fueron, poco a poco y a costa de sus vidas, tomando conciencia de su brutalidad
y revelándose, hasta que hicieron colapsar la Idea. Pero es patético ver cómo
los que estaban fuera, en una izquierda “progresista” fueron estúpidamente
engañados por la propaganda de unas falsas justicia e igualdad buenistas y
coreaban, cual grillos que cantan a la luna, las consignas comunistas. Las
minorías que, desde dentro del muro, impusieron esta Idea a sangre y fuego lo
único que lamentan es no haber sido lo suficientemente fuertes para haber
reprimido todavía más cruelmente los movimientos que interrumpieron el camino hacia
su “paraíso”. Pero sus herederos ideológicos internos y externos están a la
espera y siempre encontrarán una clack de incautos que les secunden sin darse
cuenta.
Mientras tanto,
China ensaya otro disfraz. Sin renunciar un ápice a su ideología comunista, usa
la fuerza de su Estado para atraer a empresas occidentales a su territorio y, a
la vez, irrumpir en los mercados mundiales con productos que compiten apoyados en
la miseria de los chinos y un intervencionismo sin precedentes para manipular
su moneda y, mediante estos dos sistemas lograr precios con los que no se puede
competir, mientras en Europa castigamos cualquier ayuda de estado que permita
competir con ventaja a las empresas de un Estado. De esta manera consiguen
hacerse con una enorme cantidad de reservas de divisas y con inversiones
directas en las más importantes empresas occidentales. Un día nos daremos
cuenta de que estamos en el centro de su puño apretándose sobre nosotros.
Sea como fuere,
tras el estrepitoso fracaso económico de esa Idea comunista, ésta, lejos de
morir, se ha reencarnado. Sigue latente en millones de personas, pero sus trucos
de camaleón han variado y sigue engañando, igual de patética y estúpidamente, a
millones de seres humanos que están fuera de su órbita. Y sigue destrozando la
vida de millones de personas que están dentro de esa órbita. Ahora se llaman
cubanos, venezolanos y argentinos. En estos países ya se está produciendo el
reflujo. Pero en algunos países de Occidente, entre los que figura, por desgracia,
España, estamos coqueteando con la idea de emprender viaje hacia allí.
El artífice de
ese nuevo disfraz engañabobos se llama Antonio Gramsci. Su pensamiento se
resume en: “no intentemos competir. Jamás
podremos ganar compitiendo. La estrategia debe ser engañar y disolver, para
acabar destruyendo el sistema occidental. Sólo sobre las cenizas de éste
podremos construir nuestro paraíso. Usemos todos los valores de esa sociedad,
tergiversándolos, adulterándolos, volviéndolos sutilmente contra ellos mismos
para acabar destruyéndolos. Empecemos por el enemigo número uno, la Iglesia
católica, auténtica garante de esos valores. Después, hagamos que jueces,
maestros, periodistas y otros estamentos sociales influyentes, colaboren con
esta destrucción sin ni siquiera sospechar que los estamos utilizando.
Destruyamos sus defensas inmunitarias y podremos infectarles sin que ni
siquiera se den cuenta de ello. Creemos en ellos una mirada sesgada usando esos
estamentos subconscientemente conquistados. Que sólo sepan ver sus defectos y
nada de sus fortalezas. Acusémosles sutilmente hasta que ellos mismos se
autoflagelen, que se sientan culpables hasta la parálisis o hasta que su
malestar haga parecer buenos a los de nuestra quinta columna. Y hagámoslo de
forma que el que se de cuenta sea tachado de antisocial y/o paranoico y/o idiota
y/o falto de imaginación para buscar soluciones “creativas” inexistentes. Que
se tiren piedras contra su propio tejado hasta quedarse a la intemperie.
Entonces entraremos nosotros”. Bonito programa que, hay que reconocer, los
nostálgicos de ese paraíso fracasado están ejecutando con una perfección y una astucia
demoníacas ante la complacida mirada de millones de tontos útiles (es el nombre
que ellos les dan, no lo he inventado yo. Pero más sangrante, en el sentido
literal, es el otro nombre que les dan: “compañeros de viaje”. Porque saben
que, cuando se llegue a la estación término, esos compañeros de viaje, hasta
entonces necesarios, serán debidamente eliminados. Y si alguien cree que
exagero, que estudie un poco de historia. Así es que, ¡cuidadito con quien nos
sentamos en el viaje!).
Una pieza
fundamental de esta estrategia es la llamada socialdemocracia. Su rol en la
estrategia gramsciana puede resumirse así: “La
mejor manera de crear descontento e indignación es prometer cosas que son en sí
buenas y deseables, pero que no son posibles todavía. Y, no sólo prometamos
sino pongamos además la miel en los labios de la gente. Acostumbrémosles,
usando su dinero, a cosas que no son sostenibles, que ellos no podrían pagarse
pero que, con el espejismo del Estado, podamos ponerlo a su alcance durante un
cierto tiempo. El suficiente para que se acostumbren a ello y lo consideren un
derecho inalienable. Hagámoslo, no sólo para una minoría a la que por razones
de humanidad hay, ciertamente, que evitar que se mueran sin ser atendidos
sanitariamente o que no puedan acceder a la educación o que se encuentren en
situación transitoria de desempleo. Eso sería sostenible y no crearía
indignación. Hagámoslo de forma insostenible. Metamos en el colectivo no solo a
las pequeñas minorías marginadas, sino a todos. Creemos un mercado de trabajo
que cree paro crónico para que el desempleo también lo sea y se convierta por
tanto en insostenible. Lo demás vendrá rodado cuando un ‘antisocial’ y ‘falto
de imaginación’ diga que eso no puede pagarse y apele a una sana austeridad. Ya
se ocupará la gente estúpidamente buenista de apedrearle. Para cuando se den
cuenta de su error, si algún día se dan, ya será tarde. Se habrá atravesado la
línea de no retorno y estaremos caminando hacia el ‘paraíso’”. Margaret
Thatcher se dio cuenta a tiempo y salvó al Reino Unido. Naturalmente fue
insultada, calumniada y vilipendiada. Con una lucidez tremenda dijo: “El socialismo dura lo que dura el dinero de
otros”. Pero creo que le faltó un punto de perspicacia porque cuando logra
que realmente se acabe el dinero de otros, suena la trompeta de la extrema
izquierda agazapada. Ella salvó al Reino Unido justo antes de que sonase esa
trompeta. Pero faltó el canto de un duro para que sonase. Por eso no se lo perdonan.
Algo similar pasó con Ronald Reagan en EEUU aunque las cosas no allí no habían
llegado tan lejos como en el RU, a pesar de los esfuerzos del cacahuetero.
Evidentemente,
la inmensa mayoría de los socialdemócratas no sospechan, ni de lejos, que estén
haciendo el caldo gordo a los comunistas radicales. Pero siempre ha sido así en
la historia y ahora no estamos en una excepción. Siempre que han convivido, la
izquierda radical ha devorado a la izquierda moderada como Saturno a sus hijos.
Entre los que juegan de buena fe a la socialdemocracia sin sospechar el papel
que juegan están, creo, personajes como Felipe González y otros representantes
del PSOE que éste ha representado. Sin embargo, dentro éste, siempre ha habido
infiltrados de extrema izquierda. ¿Alguien se cree que la rocambolesca llegada
de Zapatero a la Secretaría General del PSOE fue una casualidad o un error de
cálculo de los barones? Quien se lo crea peca de una ingenuidad llamativa.
Alguien se aprovechó de un intento estúpido de estos por hacerle la cama a Bono
para que no llegase a la Secretaría General. Y alguien muy listo. Lo suficiente
para pensar que había llegado la oportunidad de iniciar un capítulo más de la
estrategia gramsciana. Tal vez no fuese el propio Zapatero. Tal vez Zapatero
fuese sólo el peón de brega que ejecuta encantado lo que otro ha pensado. Pero
el estratega en la sombra sabía lo que hacía. Y así, el periodo de latencia
está llegando a su fin y empieza el florecimiento de las flores del mal y de la
destrucción económica y moral. Si no se remedia, podemos asistir a un pacto de
Izquierdas en el que el PSOE será devorado por Podemos. Lo terrible es que el
propio Pablo Iglesias lo ha avisado en un artículo que escribió hace unos meses
para la revista inglesa “New left review”. Pero ya se sabe que quien no escucha
porque no quiere oír…
Veamos algunos
ejemplos recientes en España de la escenificación de la estrategia gramsciana:
Consigna: “¡Basta ya de hablar de
economía! ¡La economía no importa!” Respuesta Inducida: “No importa naaada. Hablemos de otra cosa”.
C.: “La recuperación es falsa porque se
basa en empleo temporal que es indigno”. R. I.: “Sííí, es indigno e injuuusto. Mejor no trabajar que trabajar asííí”.
C.: “Están acabando con el Estado del
Bienestar para favorecer a los ricos contra los pobres”. R. I.: “Sííí, que desalmaaados sooon”. C.: “Están privatizando la sanidad haciendo que
la gestión de los hospitales públicos la lleven perversas empresas privadas.
Porque se trata de gastar más, no de ser eficiente en el gasto”. R. I.: “Sííí. Qué maaalas son las empreeesas y que horriiible
intentar racionalizar el gaaasto. Hay que gastar mááás para conseguir lo miiismo”.
C.: “Hay que tener imaginación política
para dar respuestas políticas al secesionismo”. R. I.: “Sííí. ¡qué faaalta de imaginacióóón, que idiooocia, más de lo miiismo!
¡Eureeeka! Ya estááá: Federalismo asimééétrico”. C.: “No se os ocurra hablar de la ruina que dejó Zapatero. Es de mal gusto
y, además, es mirar al pasado y no indica nada del futuro”. R. I.: “Nooo, no hablaremos de eso, seremos bueeenos”.
C.: “Acusar de corrupción es algo que
sólo puede hacer la izquierda”. R. I.: “Claaaro,
cuando el PP acusa es y tú mááás y eso no vaaale”. Esto se llama síndrome
de Estocolmo. Podría seguir poniendo ejemplos de romanzas tenores huecos y coros
de grillos que cantan a la luna. Y perdón si utilizo una grafía que pretende
imitar onomatopéyicamente los balidos de los corderos. Pero es que, como decía
el poeta: “Desdeño las romanzas de los
tenores huecos / y el coro de los grillos que cantan a la luna”. Pero
parece que hay muchos que no lo hacen. Un periodista que defendiese
abiertamente al PP estaría muerto mediáticamente. Algunos jueces dictan
sentencias contra la aplicación de la reforma laboral o declaran ilegal la
gestión privada de hospitales públicos creyéndose guardianes de un buenismo que
tienen que defender, en vez de aplicar la ley, etc.
¿Alguien me
considera paranoico? No me importa. Si alguien lo cree así que sepa que lo que
digo no nace de elucubraciones o comidas de coco paranoides. No. Nace de que
así me fue dicho y se me intentó aleccionar, en una especie revelación
iniciática, en mi época, ya lejana pero nunca olvidada, en la que milité en las
filas de la izquierda radical. Fue precisamente el conocer este “secreto iniciático”
lo que hizo que yo, que actuaba de buena fe, creyendo que estaba en las filas
de los que querían el bien para los más necesitados, me alejase definitivamente
de semejante aberración. Más tarde, con sólo leer un poco de economía y mirar
la historia –con minúscula–, inicié un proceso que me ha traído hasta la
confianza en la economía de libre mercado y el capitalismo, a pesar de que,
como todo lo que toca la naturaleza humana, haya cosas lamentables en este
sistema. Pero, como dice el lobo de Gubbio en el poema de Ruben Darío sobre San
Francisco: “Mas siempre mejor que esa
mala gente” o que las utopías irreales que sólo traerían más hambre al
mundo. Pero que cada uno piense lo que quiera de mí, que soy un paranoico o un lúcido
testigo. Me importa un bledo. No le haré a la izquierda el caldo gordo de
callarme por miedo a que, según su plan, me puedan considerar un loco o un
hombre de mala voluntad. Ellos son la mala voluntad. A personas como Pío Moa,
Federico Jiménez Losantos, yo y tantas otras que conocemos su “secreto
iniciático”, no nos la van a dar con queso. Así que, el que tenga oídos para
oír, ¡que escuche!
Creo firmemente
en la democracia. He creído en ella desde muy pequeño porque lo he mamado en mi
casa. Mi padre fue alcalde de Vitoria durante la República y estuvo encarcelado
toda la guerra. Diré, sin hacerme el mártir, que en el gobierno de Arias
Navarro estuve detenido en la temida Dirección General de Seguridad durante una
noche por gritar un 1º de Mayo “¡Democracia, libertad!” (naturalmente, en las
asambleas políticas “democráticas” del movimiento en el que militaba había que
votar a mano alzada). Para entonces la DGS ya había perdido sus dientes. Pasé
la tarde-noche incomunicado en una pequeña celda con otro “camarada”, me dieron
un bocata mortadela y me soltaron al día siguiente sin darme ninguna de las
palizas que solían darse unos años antes en ese siniestro lugar. Si hubiese
seguido militando en la izquierda esa “hazaña” me hubiese dado mucho rédito. Aún
recuerdo, por esa misma época, al demócrata-cristiano (del partido Democracia
Cristiana) Joaquín Ruiz Jiménez pidiendo por favor e inútilmente que le
detuviesen. Pero tiré el rédito a la basura porque me dio asco la basura de la
izquierda radical. Lo que nunca he tirado a la basura es mi espíritu
democrático. Por eso me atrevo a decir que la democracia debe poder defenderse
de dos cosas. La primera de todos aquéllos que la quieren usar para destruirla,
como es el caso de Podemos. La segunda de todos los que declaran abiertamente que
quieren romper la unidad, arduamente conseguida. La unidad de España es un
logro conseguido sin violencia, digan lo que digan los independentistas, y con
la aportación, durante siglos, de lo mejor, lo más elevado, lo más noble, de
los pueblos de las distintas partes que ahora la forman. Quienes de un plumazo
quieren acabar con eso despertando el más bajo y oscuro instinto tribal, no
tienen derecho a participar en democracia. Por tanto, desde la defensa de la
democracia, en la que creo, pienso que partidos como Podemos, del que hay
pruebas fácticas de que quiere usar la democracia como un medio para destruirla,
o como Convergencia –ahora llamada “Democracia y Libertad”, hay que joderse,
como me escuece– o Esquerra o el esperpéntico “Junts pel sí” –o como demonios
se escriba–, no deberían poder participar en unas elecciones democráticas
españolas. Pues, en vez de eso, a Podemos le vamos a dar entre todos los
españoles –hay que joderse– 2.735.125€ para ayudarle a que joda el sistema
democrático. ¿Por qué será que me siento gilipollas? Otra vez más, si alguien
me acusa de antidemócrata fascista, me importa menos que el pedo de un
violinista. Como decía Quevedo al valido de Felipe IV, el Conde Duque de
Olivares, en un verso famoso con el que acabo:
No he de callar por más
que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un
espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Hoy, sin miedo que,
libre, escandalice,
puede hablar el ingenio,
asegurado
de que mayor poder le
atemorice.
En otros siglos pudo ser
pecado
severo estudio y la
verdad desnuda,
y romper el silencio el
bien hablado. (Y, ojo, que puede
volver a serlo).
[…]
Señor Excelentísimo, mi llanto
ya no consiente márgenes
ni orillas:
inundación será la de mi
canto.
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