18 de marzo de 2018

Carta abierta a todos los matemáticos muertos en el día del número Pi

El miércoles, leyendo El Mundo, me enteré de que era el día del número Pi. Parece que el día de ese número tan especial se celebra el 14 de marzo, por aquello de que esa fecha, en la forma anglosajona se escribe 3.14 que, como todo el mundo sabe son las tres primeras cifras de las infinitas que tiene el número Pi. Os mando el link al artículo, que he encontrado muy interesante.


Pero, al leerlo, me acordé de una cosa muy rara que escribí hace años. Es una carta a todos los matemáticos muertos. Sí, como suena. La carta se enmarca en un libro, con el extraño título de “Al sueño de la muerte hablo despierto” y el no menos extraño subtítulo de “Cartas a poetas muertos”, que me publicó en su día la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos). El titulo está basado en el parafraseo de un soneto de Quevedo que dice:

Retirado a la paz de estos desiertos
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos
o enmiendan o fecundan mis asuntos
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph! Docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora,
pero aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

Un día, pasmado ante el cuadro de la crucifixión de Tintoretto, que puede admirarse en la Scuola de San Rocco en Venecia, me dio la venada de escribir cartas a “poetas” muertos, es decir, al revés que los muertos de Quevedo, hablar despierto al sueño de la muerte. El término de poetas hay que interpretarlo en un sentido muy amplio. En él caben todo tipo de artistas, pero también físicos, matemáticos, filósofos y un largo etc, incluidos en él hasta algún político. de actividades ajenas que han ayudado a iluminar mi propia vida. Y en este cajón de sastre entran, por la puerta grande, los matemáticos. Y, ni corto ni perezoso, les escribí una carta. Dado que el libro está editado y creo que sigue disponible, no puedo por menos que recomendaros vehementemente que lo compréis y, ya puestos, que lo leáis. Como son cartas aisladas, se puede leer o no leer a salto de mata, lo que lo hace, por lo menos, cómodo. Además, necesito deciros esto para que si este mail llega a la editorial, pueda decir que es una acción de marketing. En fin, que lo compréis, que por cada libro que compréis gano 1 €. Y ahí va, en plan “sampling”, para que hagáis boca y despertaros el apetito, la carta a los matemáticos. Para despertar ese apetito –espero no generar el efecto contrario– os doy la lista de los “poetas” con los que me he carteado (sólo de ida): Tintoretto, Antonio Machado, Miguel Hernández, Niccolo dell’Arca, Marc Chagall, Oscar Wilde, Jean Guitton, Wolfgang Amadeus Mozart, Manuel Azaña, Walt Whirman y un poeta anónimo, Arnold J. Toynbee, dos escultores desconocidos, Piero della Francesca y Jerónimo Espinosa, Francisco de Asís y Rubén Darío, Georges Brassens, Gilbert K. Chesterton y Hugh Auden, el abad Suger, José Mª Sert, Giusseppe Verdi y Gabriel Fauré, Gustav Mahler, Mathis Grünewald, todos los matemáticos, José Hierro, José Mª Gabriel y Galán, Jean Paul Sartre, Gabriel Celaya, Louis Pawels y Jaques Bergier, Albert Einstein y los descubridores de la física cuántica, Michelangelo Buonarroti, José Zorrilla, Gertrud von Le Fort, Georges Bernanos y Fracis Poulenc, Antoni Gaudí, Charles Darwin, Ronald Tolkien y Ludwig vas Beetoven, Paul Elie Ranson y Maurice Denis, Richard Wagner, Simone Weil y Edith Stein. En fin, que, como digo en el libro, si la misericordia de Dios me lleva al cielo, tengo preparadas allí unas tertulias de lo más interesante. Estáis invitados.

No podría cerrar estas líneas sin unas palabras sobre Stephen Hawking. Empiezo por citar unas supuestas palabras del matemático John Nash (aparecen en la película sobre él, “Una mente maravillosa) en la entrega de su Premio Nobel. Dice:

“Yo siempre he creído en los números, en las ecuaciones, en la lógica del entendimiento. Después de dedicar toda una vida con estos propósitos me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica? ¿Qué es lo que guía a la razón? Esto me ha llevado a lo físico, lo metafísico y de vuelta. He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el descubrimiento más importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas ecuaciones del amor que se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí esta noche por ti (dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual existo. Tú representas todas mis razones. Gracias”.

Por supuesto, Stephen Hawking fue un gran científico –aunque creo que su fama mediática no sería la misma sin su enfermedad. Buscó la que el llamaba la ecuación de Dios. De un Dios en el que no creía. Se trataba más bien de una ecuación para ser Dios. No la encontró. Como tampoco encontró las ecuaciones del amor. Maltrató a su primera mujer y fue maltratado por su segunda. En fin. Descanse en paz y que el Dios en el que no creía le acoja en sus seno. Rezo por ello.

Y, ahora, ahí va la carta a lso matemáticos:


8-XII-2002

Carta para entregar a todos los matemáticos del Paraíso.

Queridos amigos:

Quisiera en esta carta hablar con vosotros de la intrínseca belleza se oculta en lo más profundo de las matemáticas y contaros cómo vosotros me habéis hecho llegar a ella. Creo que fue Aristóteles el primero que habló de los llamados trascendentes: La Verdad, la Bondad, la Belleza y la Unidad. Y fue Platón, ciertamente, el que hizo esculpir en el frontispicio de su Academia el “no entre aquí quien no sepa matemáticas”. Para mí, las matemáticas engloban, cuanto menos, tres de los cuatro trascendentes. La Verdad, en su lógica irrefutable, la Unidad, que intentaré comentar con vosotros y la Belleza como consecuencia de las dos anteriores.

Que las matemáticas son una herramienta de búsqueda de la Verdad es algo que a nadie le puede extrañar en la menor medida. Desde que tú, Euclides, demostraste que los tres ángulos de un triángulo sumaban 180º, no creo que haya habido nadie en su sano juicio que haya sido capaz de ponerlo en duda. Sin embargo, una pequeña “mácula” viene a empañar esta verdad indiscutible. Toda la impecable lógica de tu geometría se apoya en una petición de principio indemostrable. La posteridad la conoce con tu nombre; postulado de Euclides. Dice: “Desde un punto exterior a una recta sólo puede trazarse una paralela a la misma”. Esto, que es evidente, es totalmente indemostrable. Sin embargo, no conozco a nadie que tache por ello de irracional a tu geometría, ni que niegue que los ángulos de un triángulo sumen 180º.

Pero las matemáticas no son sólo una herramienta de búsqueda de la Verdad. Son también un atisbo de la Unidad profunda de las cosas. En el siglo II a. de C., a Apolonio de Pérgamo se le ocurrió preguntarse qué figuras geométricas resultarían al cortar la superficie de un cono por planos con distinta inclinación. Se descubrieron así unas curiosas curvas, llamadas genéricamente cónicas, a las que se llamó elipse, parábola e hipérbola. La circunferencia no era sino una elipse muy particular. Creo que fue Euler, el primer matemático al que se le ocurrió llamar i a la imposible raíz de –1, inventando así los números imaginarios y, al mezclarlos con los reales, hacer nacer la matemática de los números complejos. Si a ti, Apolonio, o a ti, Euler, os hubiesen preguntado en vida qué relación tenían con el mundo físico esos descubrimientos matemáticos, hubieseis puesto cara de asombro. A fin de cuentas, los matemáticos, en cuanto tales, no os preocupáis para nada del mundo real. Vuestras investigaciones son puramente abstractas y no están movidas por otro interés que la pura curiosidad intelectual. Por eso, Apolonio, te habrás quedado asombrado al ver que, diecinueve siglos después de tu muerte, Kepler descubriese que los planetas se movían alrededor del sol siguiendo una órbita elíptica, o que Newton demostrase que una bala de cañón describiría, en el vacío, una trayectoria parabólica. Del mismo modo, Euler, te habrás quedado pasmado al saber que la mecánica cuántica del siglo XX no puede explicarse sin aplicar funciones basadas en tus números complejos. Es como si vosotros, los matemáticos, encerrados en vuestra torre de marfil, os hubieseis inventado un idioma y al salir a recorrer el mundo, os hubieseis dado cuenta de que en cada país al que llegabais, hablaban una lengua idéntica a una parte de la que habíais inventado en la torre. No os quedaría más remedio que pensar que había una misteriosa unidad entre vuestra mente y la de los habitantes de todos los países de la tierra. Debido a este atisbo de la Unidad profunda de las cosas que brindan las matemáticas, muchos científicos, desde Galileo hasta Einstein, han dicho de una u otra forma que las matemáticas son el lenguaje de Dios.

Hablando de Einstein, de la Unidad profunda de las cosas y de Dios y su lenguaje, permitidme volver a Euclides y su postulado. En el siglo XIX, dos de vosotros, Riemann y  Lobatchevski, en el uso de esa curiosidad intelectual que os caracteriza a los matemáticos, os preguntasteis como sería la geometría si el postulado de Euclides no fuese cierto. Por supuesto que no dudabais lo más mínimo de la veracidad de este postulado, pero era interesante planteárselo, a ver que pasaba. Tú, Riemann, partiste de la suposición, falsa pero curiosa, de que desde un punto exterior a una recta no se podía trazar ninguna paralela a la misma y tú, Lobatchevski, más prolífico, preferiste suponer que se podían trazar infinitas. Ambos desarrollasteis sendas geometrías no euclídeas, que llegaban a conclusiones extrañas. Por ejemplo, los ángulos de un triángulo no tenían por qué sumar 180º. Podría uno pensar que esto suponía un ejercicio intelectual tan interesante como intrascendente. Pues no. Otra vez más, el lenguaje de Dios ponía el dedo en la llaga. Las soluciones de las ecuaciones de la teoría general de la relatividad de Einstein que más se parecen a la realidad, requieren para el Universo, a gran escala, geometrías no euclídeas.

No obstante, cuando uno se sale del terreno de las matemáticas, hacer hipótesis de partida equivocadas empieza a no ser un experimento con gaseosa. Hace muchos siglos que se ideó un método de demostración llamado reducción al absurdo. Vosotros, matemáticos, habéis aceptado y aplicado este principio innumerables veces. El postulado de la existencia de Dios, que es filosóficamente demostrable, aunque no empíricamente, fue el punto de partida de una filosofía realista en la que se llegaba a la existencia de una realidad objetiva, coherente y de la que, por lo tanto, se podían extraer leyes regulares y fiables. Esta y no otra ha sido la base de la ciencia. Pero, de una manera solapada, no abierta, a lo largo de los últimos siglos se ha ido eliminando ese postulado, haciendo ociosa, poniendo en duda o, directamente, negando, la existencia de Dios. La filosofía ha ido derivando de esta forma desde un sano realismo a un absurdo idealismo[1] que reduce lo que antes se tenía por sólida realidad a una mera idea construida por la mente de cada hombre a su medida. La consecuencia más o menos inmediata de esto ha resultado ser una ética sin fundamento, hecha a la medida de cada uno. En un mundo que se prometía el progreso indefinido de la humanidad hacia un paraíso en la tierra, han aparecido, junto al progreso técnico, las guerras más sangrientas de toda la historia junto a las atrocidades más escalofriantes. Si las pruebas filosóficas de la existencia de Dios no fuesen suficientes para lograr su demostración, esta reducción al absurdo debería bastar. El progreso material sin Dios no ha sido suficiente para volver al paraíso terrenal. Pero parece que la llamada postmodernidad, no está dispuesta a aceptar la reducción al absurdo y volver atrás. Por supuesto, no digo que se deba dar marcha atrás en los avances tecnológicos y materiales. Digo que estos avances se deberían apoyar otra vez en un realismo basado en la existencia de un Dios que ha hecho un mundo real y coherente, donde existen el Bien y el mal y dónde la Verdad nos guía hacia el Bien.

Pero no quiero pasar por alto otro uso abusivo de las matemáticas llevada a cabo por la llamada modernidad. Me refiero al racionalismo. Cuando no se acepta el racionalismo, no se está en contra de la razón. Se está en contra de aceptar que todo conocimiento se puede alcanzar a través de la razón, como si el mundo y Dios respondiesen a un conjunto de teoremas matemáticos, como ocurre con la geometría de Euclides. Cuando no se acepta el racionalismo, uno tiene que aceptar el misterio, entendiéndolo bien, naturalmente. No como algo que va contra la razón, sino como algo que está más allá de donde ésta puede llegar. Pero conviene fijarse bien en que un edificio construido por la razón, llegue hasta donde llegue, será diferente según sean las bases de partida. Si uno parte de la existencia de Dios, construirá un edificio, totalmente racional, pero diferente de otro construido sobe otras bases. Sin embargo, todo edificio racional tiene un límite infranqueable. A partir de ahí, empieza el territorio del misterio. Y ese límite existe, aunque les duela a los racionalistas.

Vosotros habéis demostrado la existencia de ese límite con una certeza tan absoluta como que los ángulos de un triángulo suman 180º. Fuiste tú, Gödel, el que lo demostraste en 1931. Esa frontera infranqueable por la lógica se llama el teorema de la incompletitud y viene a decir: “En todo sistema lógico formal, hay siempre proposiciones que no pueden demostrarse ni como verdaderas ni como falsas”. No quiere decir que haya proposiciones que no sean verdaderas ni falsas, sino que no pueden demostrarse como tales. Y lo que es más, no se puede saber a priori qué afirmación no podrá demostrarse. Si un día se llega a demostrar una determinada aseveración, será patente que era demostrable, pero mientras no se llegue, no podrá decirse si un día lo será. Pero lo que está demostrado por ti, es que hay proposiciones que son indemostrables desde dentro del sistema lógico. Ni que decir tiene que tu artículo “Sobre las proposiciones matemáticas formalmente indecidibles en los Principia Mathematica y sistemas afines” levantó más de una ampolla en los racionalistas a ultranza.

Tal vez para aclarar este asunto puedan echarnos una mano Fermat y Goldbach. Hacia el año 1650, tú, Fermat, planteaste una cuestión que no pudiste demostrar, al menos ante testigos. Decías que la igualdad an+bn=cn no podía cumplirse para ningún conjunto de números enteros a, b y c, para ningún valor entero de n superior a 2. Desde luego, para n=1, esta igualdad tiene infinitas soluciones. 3+5=8 ó 7+4=11 son dos de ellas. Para n=2, las soluciones son también infinitas, pero más restringidas. 32+42=52 es una de ellas. Todos los múltiplos de 3, 4 y 5 también cumplen la igualdad, pero no hay más soluciones. Sin embargo, nadie ha podido nunca descubrir una solución para n mayor que 2. La historia ha bautizado con el nombre de “conjetura de Fermat” a esta afirmación-negación tuya. Decía antes que no la pudiste demostrar, al menos ante testigos, porque después de tu muerte, se encontró, escrita a mano por ti en el margen de un libro de matemáticas, la enigmática frase: “He encontrado una elegante demostración de mi conjetura, pero es demasiado extensa para escribirla en el margen de este libro”. Esta misteriosa frase ha espoleado a muchos investigadores a buscar sin éxito entre tus papeles tu elegante demostración y a muchos matemáticos a intentarla, también infructuosamente. Los más grandes ordenadores han dedicado mucho tiempo a intentar encontrar unos a, b, c y n que cumpliesen la igualdad y evidenciasen como falsa tu conjetura. En vano. Sólo recientemente, en el año 1996, tu colega, aún vivo, Andrew Willes, fue capaz de demostrar tu conjetura. Su demostración ocupa más de cien páginas y utiliza conceptos matemáticos completamente desconocidos en tu época.

Otro derrotero ha seguido una conjetura del mismo estilo que lleva el nombre de otro de vosotros, Christian Goldbach. ¿Recuerdas cuando siendo un matemático totalmente desconocido le escribiste, en 1742, una carta al gran Leonhard Euler en el que le decías que creías, aunque no podías demostrarlo, que todo número mayor que 2 puede expresarse como la suma de tres números primos? Poco podías imaginar el revuelo que ibas a levantar. Hoy en día tu afirmación se conoce como la conjetura de Goldbach y se formula de una manera equivalente: “Todo número par se puede expresar como la suma de dos primos”. Así de sencillo. Pues como bien sabrás, todavía no se ha podido demostrar. Los mayores ordenadores han verificado su veracidad hasta números pares inmensos, pero nadie ha podido demostrarla. Es cierto que la conjetura de Fermat tardó más en demostrarse, 346 años, que lo que ha pasado desde tu conjetura hasta nuestros días, pero por alguna razón que ignoro, los matemáticos habéis tirado la toalla. Parece que todos admitís, aunque no podéis demostrarlo, que la conjetura de Goldbach es una proposición indemostrable y que no puede demostrarse que no lo sea. Es decir, de momento, querido Gödel, esta conjetura es un ejemplo de tu teorema de la incompletitud. Hasta que, tal vez mañana, venga alguien y demuestre su veracidad o falsedad. Pero, desaparecido un ejemplo del teorema de incompletitud, éste seguirá siendo incontestablemente cierto, pues ha sido demostrado sin duda posible. Y seguiría siéndolo aunque desapareciesen todos los ejemplos.

¿Creéis que debería extrañarle a alguien que si en algo tan “sencillo” como las relaciones entre los números enteros haya misterios, los haya también en lo que se refiere al mundo y Dios? Yo diría que nada más natural. He aquí a las matemáticas ayudando a establecer dos verdades de gran calado. Los misterios existen y el racionalismo es irracional. Yo no sé, queridos matemáticos del Paraíso, si habrá gente que piense que de esta herramienta de búsqueda de la Verdad y de atisbo de la Unidad de las cosas, no se desprende una profunda Belleza. A mí me parece sublime que me hayáis ayudado a ver el velo del misterio. Pero por si alguien todavía no admira la belleza de las matemáticas, dejadme decirle unas palabras a Georg Cantor.

Si alguien preguntase en serio cuantos números hay en el conjunto de los números naturales[2] iguales o menores que 10, le miraríamos con sorna. Hay 10, naturalmente. Si nos siguiese preguntando, cuantos números pares hay en ese intervalo, tampoco lo dudaríamos, hay 5, exactamente la mitad. Si en vez de poner el límite en 10 lo pusiésemos en 20, pasaría lo mismo. El conjunto de los naturales menores que cualquier número es el doble que el de los pares. No importa cuan grande sea el número en el que pongamos el límite, la relación será siempre la misma; el doble. Estaríamos por tanto tentados a decir que si considerásemos el conjunto de todos los números naturales y el de todos los pares, la relación sería la misma; el doble. Pues no es verdad. Tú inventaste un sistema para comparar el tamaño de conjuntos con infinito número de elementos. Se trataba de buscar una manera sistemática de emparejar elementos de los dos conjuntos. Si podíamos decir que usando ese sistema, para todo número de un conjunto siempre había una pareja en el otro, y viceversa, los dos conjuntos eran de igual tamaño. Esto es exactamente lo que ocurre con los naturales y los pares. Si a cada número natural N le asignásemos el par 2N, obtendríamos que al 1 le corresponde el 2, al 2 el 4, al 3 el 6... y así sucesivamente. Nunca habría la posibilidad de que un número natural, por grande que fuese, no pudiera emparejarse con un par. Por lo tanto, los dos conjuntos infinitos son del mismo tamaño. Lo que es manifiestamente falso para conjuntos finitos –los conjuntos de pares y naturales menores de 10.000 no son del mismo tamaño– es verdadero para los conjuntos infinitos –los conjuntos de todos los naturales y todos los pares son exactamente del mismo tamaño.

Pero no te paraste ahí. Entre los conjuntos finitos de pares y naturales hay una relación doble-mitad. Pero, ¿qué decir de la relación entre los naturales y los racionales[3]? Entre el 1 y el 2, dos números naturales consecutivos, hay infinitos números racionales, como por ejemplo, 3/2, 4/3, 5/4,... etc., o 5/3, 6/4, 7/5, ... ¿Podría decirse que el conjunto de los racionales era mayor que el de los naturales? No. También descubriste que había una manera de emparejar los elementos de ambos conjuntos de forma que nunca sobrase ningún número racional. Luego, ambos conjuntos eran también del mismo tamaño. Cuando descubriste esto, ni tú mismo llegabas a creértelo, pero la fuerza del razonamiento era inexorable. Entonces supongo que te preguntaste: “¿Habrá conjuntos infinitos que no sean iguales?” Tu poderosa mente demostró que tenía que haberlos. Aunque entre el 1 y el 2 hay infinitos números racionales, el conjunto de los números racionales no es un continuo. Si representásemos sobre una recta todos los números racionales y la mirásemos con una inmensa lupa, veríamos que la recta estaba llena de “huecos”. No tengo más que imaginarme un 1 seguido de un infinito número de decimales elegidos al azar. Ningún número así, y hay infinitos, puede expresarse como el cociente de dos números naturales. No son, por lo tanto, números racionales. Alguien con buen sentido los llamó números irracionales. Raíz de 2 o Pi, son un ejemplo de esos números. Pues bien, tú demostraste que no hay manera de emparejar los números racionales y los irracionales sin que sobre ninguno de estos últimos. Entonces dijiste que el conjunto de los números irracionales tenía un grado de infinitud superior al de los racionales. Asignaste el grado de infinitud 0 a los racionales y el 1 a los irracionales. Dado el primer paso, los demás vinieron por añadidura. Demostraste que el conjunto formado por todos los subconjuntos de un conjunto de grado 1, tenía un grado superior, es decir, 2. Y así sucesivamente. De está forma, siempre había un conjunto con un grado de infinitud mayor que cualquiera que pudiese darse. Bautizaste a esta procesión sin fin de ordenes de infinitud de conjuntos infinitos como números ordinales transfinitos.

Y ahora, querido Georg, ¿me permitirás que haga una elucubración sobre tus números transfinitos? Ni Apolonio ni Euler ni tantos y tantos que, como ellos, habéis descubierto nuevos campos en la matemática pura, esperabais ninguna conexión de vuestros descubrimientos con el mundo físico. Sin embargo, tú, Georg, sí estabas hondamente preocupado por la compatibilidad de tus números transfinitos con la Verdad de las creencias cristianas. Por eso creo que si pudieses contestarme a mi petición de permiso, diciéndote que mi elucubración iba a ser teológica, me lo permitirías. Creo que me lo hubieses permitido en vida, por lo que, con mayor motivo me lo permitirás ahora que estas contemplando esa Verdad. Hace unos meses, al salir de la iglesia el día de la Asunción, un amigo de aguda percepción me hizo una reflexión teológica que me sorprendió. Me dijo que si el amor de Dios por los hombres era infinito, el amor por María no podía ser mayor que el que sentía por cualquier otro ser humano. Por tanto, deducía, no entendía qué le añadía a María haber sido concebida sin pecado original ni por qué deberíamos acudir a la Virgen como mediadora entre nosotros y Dios. Se me ocurrieron algunas vagas respuestas que no voy a repetir aquí y que seguro tienen más base teológica que la que voy a plantearte ahora basándome en tus números transfinitos. Efectivamente, Dios, al ser infinito, ama con amor infinito a todas sus criaturas, rocas, planetas, sistemas estelares, galaxias, plantas, animales, ángeles, hombres, etc. Pero no a todos con el mismo grado de infinitud. Tal como ocurre con los números transfinitos, hay infinitos grados de infinitud del amor de Dios a sus criaturas y, en la cúspide de ese amor creador, está María. Por eso es nuestra mejor valedora ante Él. Por eso tenemos suerte de que esté en el Paraíso intercediendo por esta pobre humanidad.

Pero volvamos ahora a las matemáticas en general. Que son una herramienta de búsqueda de la Verdad, no cabe duda. Que no pueden llegar a descubrir toda la Verdad, está demostrado, mal que le pese al racionalismo. Que ponen al descubierto la Unidad profunda de las cosas, está reiteradamente atestiguado por la historia. Que de esto se desprende una profunda belleza, reflejo de la Belleza del creador, es algo que yo no puedo dudar, como no puedo dudar de la belleza que se desprende de una sinfonía de Mahler o de una poesía de Miguel Hernández o de un cuadro de Chagall. Si mucha gente no puede apreciar el reflejo de la Belleza que palpita en todas esas cosas, que yo llamo Poesía, el problema es suyo, no de la Poesía. Pero no quiero quedarme únicamente en la Verdad, Unidad y Belleza de las matemáticas, olvidándome del trascendente aristotélico restante, la Bondad. ¿Puede algo participar de forma tan directa en el primer, tercer y cuarto trascendente siendo ajeno al segundo, la Bondad? Estoy convencido, aunque no puedo demostrarlo, de que no. “La verdad os hará libres”, nos ha sido dicho. Libres para lo que realmente vale la libertad, para hacer el Bien. No sé dónde oí la mejor definición de la libertad: “Es el supremo privilegio, dado por Dios al hombre, de poder elegir el Bien y rechazar el mal”. Por tanto, todo aquello que lleve a la Verdad, tiene que llevar necesariamente a la Bondad a través del camino, a veces retorcido por los hombres, de la libertad. Lo mismo que todo lo que acerque a la Belleza tiene que llevar también, a través de la esperanza y la alegría, a la Bondad.

Por todo esto, queridos matemáticos, quiero daros las gracias a todos por el maravilloso edificio que estáis construyendo, por enseñarnos a balbucear el lenguaje de Dios. Si alguno, en este intento de descifrar el sublime e intrincado lenguaje del Creador, ha perdido el norte, estoy convencido de que la Bondad de Dios le habrá rescatado del laberinto, salvándole del Minotauro. Si alguno, como Ícaro, ha querido volar demasiado alto quemándose las alas, la misma Misericordia le habrá tomado en sus brazos. Por eso espero poder algún día encontrarme en el Paraíso con todos los matemáticos que habéis sido, sois y seréis y que permitáis a este ignorante, amante de vuestra ciencia, participar en vuestras tertulias. Si Dios me abre la inteligencia, estoy seguro de que, aunque esté sólo de oyente, podré entenderos y disfrutar aún más de la Eternidad.

Un abrazo para todos.

Tomás.



[1] Al hablar de idealismo en esta carta se hace en sentido filosófico. Idealismo, en este sentido, no quiere decir tener ideales elevados, cosa siempre loable, sino creer que el mundo no tiene una consistencia real en sí misma, sino que es un producto de nuestras mentes, un conjunto de ideas que nos forjamos sobre él.
[2] Los números naturales son los enteros positivos: 1, 2, 3, 4, 5, etc.
[3] Los números racionales son aquellos que pueden expresarse como el cociente de dos naturales: 1/4, 3/2, 7/23, etc.

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