En el envío “teológico” de la semana
pasada, crecido, dije que en un próximo envío hablaría de la afirmación del
credo de los apóstoles “creo en la
comunión de los santos”. Tras mandar el envío me di a mí mismo de tortas
por meterme en semejante berenjenal. “¿Qué demonios voy a poder decir yo de la
comunión de los santos?”, me decía. Pero la Providencia, en la que cada día
creo más, ha venido a ayudarme a salir del atolladero. Y, ahora, otra vez
crecido, os digo que alguna vez, en algún próximo envío, así de vago, diré algo
sobre la Providencia. Dentro de un rato me estaré dando de tortas por decir
esto, aunque sea tan impreciso. Pero de momento digo algo sobre la actuación de
la Providencia en este tema.
De cuando en cuando, más para no
retroceder demasiado en mi pobre inglés que porque me interesen los temas que
se tratan, veo a través del móvil una charla TED al azar. Hay algunas muy
buenas, otras no tanto y otras que son una auténtica chorrada. Pero para quitar
la herrumbre al inglés… El otro día caí en una de una científica
conservacionista canadiense. Hablaba sobre la vida del bosque. Es cierto que se
respiraba un cierto aroma a teorías un poco New Age, pero la verdad es que me
pareció sumamente interesante. Os pongo el link por si queréis verla, cosa que
recomiendo. Pero no es necesario verla para continuar leyendo.
La charla nos hace caer en la cuenta de
que el bosque no es la simple reunión de árboles. Afirma, y demuestra, que
todos los árboles, incluso de especies distintas, están unidos entre sí, se comunican
y comparten recursos vitales para su supervivencia. En particular, los árboles
más altos y fuertes, cuidan de los más pequeños. Éstos últimos, en un bosque
cerrado tienen poco acceso a la luz y, por tanto, poca posibilidad de llevar a
cabo la función clorofílica, cosa que necesitan para alimentarse. Pero,
afortunadamente para ellos, reciben lo que les falta de los arboles que
sobresalen de la bóveda del bosque y se bañan en la luz. Asimismo, durante el
invierno, los árboles de hoja caduca reciben nutrientes de los de hoja perenne.
Es muy curioso cómo esta científica llegó a demostrar eso. Tapó dos plántulas
del bosque con plásticos, una con uno translúcido y la otra con uno opaco.
Naturalmente, el que estaba tapado con un plástico opaco no podía, de ninguna
forma, realizar la función clorofílica. En la bolsa de la plántula tapada con
el plástico transparente inyectó un CO2 sintetizado con un isótopo
radiactivo del carbono. Como se sabe, la función clorofílica utiliza el CO2
y la luz para sintetizar los nutrientes que la planta necesita. Al cabo de un
cierto tiempo revisó ambas plantas. A primera vista se veía que la planta
tapada con el plástico oscuro, no parecía estar sufriendo demasiado por no
poder llevar a cabo la función clorofílica. Pero, además, al acercar un
contador geiger a esa planta, éste detectó en ella radioactividad. Es decir, la
planta que había permanecido sin luz, había recibido sustancias sintetizadas
por la planta con luz y no podía haberlas recibido más que por el subsuelo.
Ahora bien, cada árbol tiene sus raíces,
son organismos separados y distintos. ¿Cómo podía realizarse este intercambio? Los
árboles de los bosques tienen una relación simbiótica con determinados hongos.
Y esos hongos sí que forman un solo organismo –o, al menos son organismos
interconectados, como una madre gestante está unida al feto por la placenta y
el cordón umbilical– a través de lo que se conoce con el nombre de micelio o
rizoma (no sé hasta qué punto estas dos palabras son sinónimas). El humus del
bosque está tapizado por una red increíblemente densa de rizoma. Ahora el
camino parece claro. Los árboles más altos, o los que tienen hojas en invierno,
ceden los nutrientes que elaboran a los hongos con los que están en simbiosis,
estos los transportan a través del rizoma y los árboles que no pueden llevar a
cabo adecuadamente la función clorofílica, los reciben a través de los hongos
con los que simbiotan.
Comprenderéis perfectamente cómo, tras ver
ese vídeo, la ardua labor de escribir sobre la comunión de los santos quedó
allanada. Este vídeo me lo pone huevo. Casi me da apuro establecer yo mismo el
paralelismo, pero ya que estoy… Vaya por delante que quien crea que la realidad
es sólo lo que se ve, lo que se toca, lo que se mide o pesa, es decir, lo
material, pensará que no puede existir nada similar al rizoma en el ámbito
espiritual, sencillamente porque lo espiritual no es material y, por lo tanto,
no existe. Pero esta forma de ver la realidad, respetable, como cualquier otra,
no tiene el más mínimo derecho intelectual para decir que es más racional verlo
así. Es una creencia absolutamente indemostrable mediante el método científico
–el único en el que cree una persona con esas creencias– por muy arraigada que
la tenga quien sea. Sin embargo, usando la razón, parece poco probable que toda
la realidad se circunscriba a las tres dimensiones más el tiempo que son las
únicas accesibles a la experimentación científica. Parece menos racional postular
que todo se limite a tres “mágicas” dimensiones. ¿Qué razón intelectual hay
para descartar un número infinito de dimensiones posibles? Ninguna. Y en esas
dimensiones, tan reales como cualesquiera otras, aunque no sean accesibles a
nuestros tridimensionales aparatos de medida, puede haber rizomas espirituales.
Y a ese rizoma espiritual le podemos
llamar gracia. Creo que en esta alegoría, tan indemostrable como irrefutable,
los árboles enormes que tienen acceso a la luz son los santos. Los que están ya
en la Luz de Luz y los que aún viven en el bosque. Me ha dado pudor usar en la
frase anterior la primera persona del plural. Pero, ¡qué demonios!, ¿por qué?
Todos nosotros somos santos en la medida en que estamos simbiotizados por el
rizoma espiritual. Podremos se santos más o menos altos, con más o menos acceso
a la Luz, pero si estamos en simbiosis con la gracia somos santos. Tendremos
momentos oscuros, épocas sin hojas, pero somos santos. Y si crecemos cómo
árboles, es decir si crecemos en santidad, seremos cada vez más altos,
absorberemos más luz, generaremos más nutrientes para nosotros y para los
demás. Creo importante señalar una cosa. El árbol no crece por el esfuerzo que
hace. Crece por los nutrientes que genera, sin saber cómo, al tener acceso a la
luz y al rizoma. Asimismo, el crecimiento hacia la santidad no es fruto de
nuestro esfuerzo, sino de la acción conjunta en nosotros de la luz y del
rizoma. Y del agua, que tampoco los árboles la generan. Me vienen a la cabeza
unos versos de Miguel Hernández, en su poema “Andaluces de Jaén”, refiriéndose
a los olivos.
“No
los levantó la nada
ni
el dinero ni el señor,
sino
la tierra callada,
el
trabajo y el sudor.
Unidos
al agua pura
y a
los planetas unidos,
juntos
dieron la hermosura
de
sus troncos retorcidos”
Así es. Para crecer en santidad, la nada
nada puede. Ni el dinero, ni los honores de este mundo. Sólo el agua pura, los
lejanos y misteriosos planetas con su luz, pueden dar la hermosura de la
santidad. Porque la santidad es bella. La santidad de millones de santos tiene
más belleza que un cielo cuajado de estrellas. Y tampoco las estrellas han
hecho nada para ser estrellas. Se han dejado guiar por unas leyes que encierran
en sí la sabiduría y la fuerza para hacer agua, estrellas, planetas y olivos y
que no pueden ser razonablemente explicadas por la nada. Si la santidad
floreciese en este mundo, si nos dejásemos llevar hacia ella por quien tiene
poder de llevarnos, el mundo que vivimos por debajo de las estrellas sería más
bello que el de arriba, que no puede hacer otra cosa que seguir esas leyes.
Tendría sobre él la ventaja de la inmensa y grandiosa belleza de la libertad.
Pero, ¿y el trabajo y el sudor? Es
evidente que sin el trabajo y el sudor, los olivos no crecen ni las aceitunas
pueden ser recolectadas. Aprovecho, no puedo evitarlo, para decir que sin el
dinero del inversor, tampoco, aunque a buen seguro a Miguel Hernández, al que
admiro, no le gustaría esto. Efectivamente, en el mundo material, poco puede
hacerse sin el trabajo combinado de dinero y esfuerzo, de ambos. En el mundo
sublunar, este imperfecto nuestro, de seres libres, la perfección no se puede
alcanzar sin esfuerzo. Pero identificar perfección y santidad es un tremendo
error. La santidad está en el ámbito de la gracia, de la gratuidad. Crecer en
santidad sólo requiere dos condiciones, anhelarla y pedirla. “¿Qué padre de entre vosotros si su hijo os
pide un pez, le dará en vez del pescado una serpiente? ¿O si le pide un huevo,
le dará un escorpión? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más, vuestro Padre celestial dará el Espíritu
Santo a quien se lo pida?[1]”.
Ahora bien, lo terrible de la libertad, de
la que carecen los árboles del bosque o las estrellas, es que nosotros podemos
cavar una fosa a nuestro alrededor, o matar a los hongos que simbiotan con
nosotros o cortar el rizoma conductor. ¡Qué tragedia renunciar a toda la
riqueza y belleza que eso a lo que renunciamos nos podría dar! Entonces, privándonos
de eso, tal vez sea posible alcanzar un alto grado de perfección a base de
enorme esfuerzo. Pero la perfección, en la que si se avanza con santidad, es
estupenda, se convierte en perfeccionismo sin ella. Y el perfeccionismo suele
ser un infierno para uno mismo y para los demás en ausencia de santidad. En
cambio, desde la santidad, sin que de ninguna manera se instale uno en la
imperfección, ésta se puede aceptar con paz e, incluso amarla como el acicate
que nos impulse a anhelar y pedir con humildad la santidad. Por su imperfección
uno se sabe pequeño y pobre y sabe que necesita la gracia. Y la gracia
transforma a la persona, su vida y la de los que le rodean. Poco a poco, sin
hacer ruido, sin que apenas se note, el cambio se va produciendo. Sólo con el
paso de los años se ve claramente su fruto. Es como cuando uno asciende a un
monte por un camino sin apenas pendiente, entre alta vegetación. No sabe a
dónde está llegando ni se entera que gana altura. Pero en un momento dado, de
repente, en un recodo del camino, sale de entre la vegetación y tiene una
visión desde la altura del valle del que viene. Y queda sobrecogido de la
belleza del paisaje que ve. Y se pregunta cómo ha podido llegar hasta allí. Y envía
hacia el valle la gracia que recibe. Y todo eso le produce una inmensa alegría.
¿Me permitiré una vuelta más de tuerca?
Sí, me la voy a permitir. Aunque el credo de los apóstoles habla sólo de la
comunión de los santos, esta creencia está muy ligada a otra, la del cuerpo
místico de Cristo. San Pablo es el valedor de esta doctrina. La explica de
forma magistral, entre otros pasajes, en 1 Corintios 12, 12-31, pasaje del que
sólo voy a citar aquí hasta el versículo 13.
“Del
mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros
del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así también
Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos
recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo”.
Para mí, ambas creencias, comunión de los
santos y cuerpo místico de Cristo, son tan complementarias como la anatomía y
la fisiología. La anatomía nos dice de qué está compuesto el cuerpo, mientras
que la fisiología nos enseña cómo funciona como un sistema. Cada árbol del
bosque humano, cada una de sus hojas, flores, ramas, troncos, cada tallo
enterrado del rizoma, cada uno de los hongos, forman parte del cuerpo místico
de Cristo. Y la forma en que la gracia se absorbe de la Luz de Luz, se
transforma en nutrientes espirituales que llegan a cada uno de los miembros de
ese cuerpo a través de los rizomas y los hongos para enriquecer al conjunto, es
la comunión de los santos. Es difícil encontrar una creencia con una belleza más
sobrecogedora que ésta.
¡Ah! por cierto Blanca sacó un 6,5 en
patrología… y un 8 en liturgia… y un 6 en moral de la persona… ¡Toma ya!
[1] Lucas 11, 11-13. Mateo 7, 9-12
dice que el Padre celestial dará cosas buenas a quién se lo pida. Creo que la
precisión de Lucas de qué son esas cosas buenas es muy pertinente.
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