El Estado de Derecho es uno de los inventos más
grandiosos de la humanidad. Es, como le oí decir el otro día en el Congreso a
Albert Rivera, el poder de los que no tienen poder. Gracias a su entramado de
leyes, jerárquicamente organizadas, son posibles la convivencia, la creación de
riqueza y la democracia. Porque no es la democracia la que engendra el Estado
de Derecho, sino al revés, es éste el que hace posible aquella. Sin la
seguridad jurídica que proporciona el Estado de Derecho, la vida sería un infierno.
Una de las funciones de éste es la defensa del individuo y sus libertades
frente a otros individuos pero, sobre todo, frente al estado. Porque el estado,
sin su apellido “de Derecho”, puede ser, y normalmente es, un Leviatán –como le
llamó Hobbes– que atropelle y pisotee todo y todos los que se le pongan por
delante. Es cierto que, demasiado a menudo, el esqueleto de leyes que lo
sustentan se parece más a una tela de araña que nos dificulta movernos. Además,
la democracia, hija del Estado de Derecho, genera un sistema de mayorías o
minorías parlamentarias que hacen que para actuar, los gobernantes tengan que
llegar a muy incómodos pactos. ¡Qué engorro para quien gobierna! Es también
cierto que, a veces, a pesar del Estado de Derecho, las libertades e intereses
de los individuos, sobre todo de los más débiles, son vulnerados por los de los
más poderosos o por el propio estado. Pero eso son tan sólo vicios de esta
magnífica institución. No hay creación humana que no tenga sus vicios y el Estado
de Derecho no es una excepción. Pero con todo, ¡bendito sea el Estado de
Derecho!
Hay un tipo de personas a los que detesto con toda mi alma. Son aquellos
que, conociendo a la perfección esa tela de araña –cuando el entramado de leyes
se convierte en eso– se aprovechan de ella precisamente para destruir el Estado
de Derecho. Saben esconderse en los recovecos legales para salirse con la suya.
Quien se enfrenta con estas personas, sus taimadas argucias puede acabar por
machacarle. Entre estas personas a las que detesto se encuentra, en general, la
izquierda antisistema, que participa para destruir. Pero, desde hace al menos
cuarenta años, en España, también el nacionalismo independentista se ha sumado
a esta táctica. Y lo que nació para defender a los individuos del estado, se
puede convertir en el instrumento para acabar con el Estado de Derecho. Por
eso, los gobernantes, cuando se enfrentan con este tipo de personas o grupos,
tienen que andarse con pies de plomo. Porque una metedura de pata de un
ciudadano o un grupo de ciudadanos en esta pugna, es muy fácil de enmendar. A
veces basta con que cambie de nombre. Véase si no el cambio del CDC por PDeCAT.
Pero cuando el gobernante, actuando para defender el Estado de Derecho contra
estas personas, corta uno de los hilos de la tela de araña o pisa una de sus
líneas rojas, las consecuencias suelen ser nefastas para éste, causándole un
daño irreparable y dejándole a los pies de los caballos. Esta guerra es una
guerra de astucia y de nervios que puede parecer exasperante al que la ve desde
fuera y que, sin darse cuenta de la complejidad de la lucha, y llevado por su
impaciencia, quiere que el gobernante entre cual caballo en cacharrería. Y ¡ay
del gobierno que ante esta presión, que puede llegar a ser tremenda, apresura
el paso y se salta etapas y procesos tan exasperantes como necesarios! No soy,
ni mucho menos, un experto en ajedrez. Pero sé que el final más difícil de una
partida es dar jaque mate con sólo un alfil, un caballo y, por supuesto, el
rey, cuando el contrario se ha quedado sólo con el rey. Requiere seguir un
tedioso protocolo contra el que el rey contrario puede engañar al jugador
inexperto con aparentes atajos que conducen a consumir jugadas. Y si se llega a
las cincuenta, el rey solitario fuerza tablas, para desesperación del
contrario.
Es evidente que me estoy refiriendo a la situación actual. Desde que empezó
la democracia en España, unos partidos que, de forma más o menos explícita,
tenían el objetivo de independizarse, tejieron una paciente estrategia a largo
plazo. Empezó por un diseño de estado autonómico aberrante. Después se hizo una
ley electoral que, por misterios insondables de la naturaleza, hacía que los
partidos autonómicos consiguiesen muchos más escaños por el mismo número de
votos que los partidos de ámbito nacional. Siguieron aprovechándose de la
ingenuidad o ansia de gobernar de los distintos partidos que ganaban las
elecciones sin mayoría absoluta. Éstos fueron cediendo, de forma insensata, más
y más competencias a las CCAA cuyos partidos independentistas aplicaban esa
estrategia encubierta. Especialmente graves fueron las cesiones en educación y
en control de los medios públicos de comunicación. Felipe González que, como
todos, cedió muchas competencias, supo ver esa estrategia. La ilustró con un
ejemplo gráfico: El ejemplo del salchichón. Venía a decir: Negociar con los nacionalistas –entonces no se declaraban
independentistas– es como tener un salchichón que éstos miran con ansia. Te
piden que les des la mitad y, a base de negociación, consigues darles sólo un tercio
y te crees muy listo por ello. Pero, no bien les has dado “su” tercio, se lo
guardan y siguen mirando ansiosamente el trozo que te queda, del que te piden
la mitad. De nada sirve que les digas que les has dado ya un tercio. Ese tercio
es suyo, sin discusión posible. Ahora están en juego tus dos tercios, de los
que te piden la mitad. Otra vez, negociando hábilmente –te crees– consigues
darles sólo un tercio de lo que te queda, para que el proceso se repita
indefinidamente hasta que te quedas sin salchichón. Así han caído en la
trampa, llevados por su afán de gobernar, por su ingenuidad o por ambas cosas
Adolfo Suárez, Felipe González –a pesar de su cuento del salchichón– y Aznar.
Caso aparte es el de Rodríguez Zapatero, que concedió lo que concedió gratis et
amore, sin mediar presión, simplemente porque sí. De ahí nace el insensato
Estatuto de Autonomía que ahora tiene Cataluña. Que sería más insensato de lo
que es si no fuese porque, en el 2006, el PP de Mariano Rajoy interpuso un
recurso de inconstitucionalidad. Dijo en su día Rajoy del Estatuto: “Ha
liquidado unilateralmente el modelo de Estado, desde el actual estado de las
autonomías a una confederación asimétrica que privilegia a Cataluña. Y ello
sólo con el apoyo del 35% de los votantes de una comunidad autónoma y sin que
opinen todos los españoles”. Curiosamente, ahora, el PSOE, tras las huellas de Zapatero quiere una
reforma de la constitución que permita un “estado federal asimétrico”, lo que
sea que quiere decir ese engendro. Gracias a aquel recurso, el Tribunal
Constitucional, pudo recortar los artículos claramente anticonstitucionales del
Estatuto. Tampoco fue una mala jugada que, en los últimos compases de su
legislatura en mayoría, Rajoy hiciese aprobar de urgencia, con el único apoyo
de UPN y Foro Asturias, la ley de Reforma del Tribunal Constitucional (entonces
no estaba Cs en el Congreso). Sin esta reforma de la ley, la lucha que estamos
viendo en los últimos meses tendría un cariz muy distinto. Es decir, Mariano
Rajoy puede decir que es el primer Presidente de gobierno de la democracia que
no ha caído en las trampas en las que cayeron sus antecesores. De estas cosas
vienen, como nos han recordado estos días Puigdemont y compañía, por si lo
habíamos olvidado, el odio africano (Por el odio eterno de Aníbal a los
romanos) que los independentistas catalanes le tienen a Rajoy. Odio que, por
supuesto, no comparte con ninguno de los anteriores Presidentes y, mucho menos,
con Zapatero, que es para ellos el proveedor de maná. Ese odio es, todo entero,
para Mariano Rajoy. No es, sin embargo, el único odio que concita el actual
Presidente del gobierno. Otra buena dosis le viene de la izquierda radical, que
saboreaba las mieles del éxito explotando el malestar de la crisis
desencadenada y mal atajada desde el principio por Zapateo. Pero, su salivación
se quedó en agua pura, porque, a base de los “insociales” recortes, Rajoy les
quitó la miel de los labios, sacando a España de su mayor crisis en, tal vez,
ochenta años. Cierto que los recortes podían haberse hecho de otras maneras. A
mí también me hubiese gustado que hubiese adelgazado el aparato del estado
monstruoso que tenemos. Pero salimos de la crisis. Y esto le ha generado la
antipatía –no sé si atreverme a llamarle también odio– de muchas personas de
derechas. Y también el uso y abuso mediático de esos recortes ha creado la
imagen de un ser odioso por buena parte de las clases medias. Pero es más fácil
decir lo que hay que hacer desde el sillón de casa que hacerlo en la palestra.
¿Por qué será que, a pesar de sus lacras, que también las tiene, y graves, me
cae bien un personaje que es odiado por hacer lo que cree y hacerlo
razonablemente bien?
Pero ocurre que lo que queda de salchichón, que todavía ansían los ya
abiertamente independentistas, es un trozo que está guardado en la caja fuerte
de la Constitución. Por supuesto, esa caja fuerte se puede abrir, pero sólo
mediante un proceso de modificación de la Constitución que a los
independentistas se les antoja, con razón, imposible. Pero es imposibilidad no
les arredra en absoluto. Su plan es volar la caja fuerte, y con ella el Estado
de Derecho, para conseguir el último trozo del salchichón. Y para ello están dispuestos
a usar torticeramente todos los mecanismos pensados para defender a los
individuos de buena voluntad de la acción arbitraria del estado.
Y el ubicuamente odiado Rajoy se afana por seguir con el tedioso proceso de
dar jaque mate con sólo alfil y caballo. Y, por si fuera poco, el caballo –el
PSOE– sigue aferrado a una reforma constitucional de estado federal asimétrico.
De momento, a duras penas, se ha conseguido un tenso enterramiento de las
diferencias para ganar una importante batalla de la primera de una larga serie
de guerras que pueda llevar a España a ganar la Gran Guerra de recuperar las
competencias en educación y medios de comunicación públicos. La importante
batalla sería ser capaces de quitar de en medio a Puigdemont y su pandilla, a
través de la aplicación del 155 –o de cualquier otro medio–, y convocar nuevas
elecciones en Cataluña. Veremos en los próximos meses si esa batalla se gana o
se pierde. Mañana, 19 de Octubre de 2017, tendrá lugar una carga importante de
la misma. Pero si se llega a las elecciones de que he hablado antes, habrá que
poner velas a quien sea necesario para que no vuelvan a tener mayoría en el
Parlament los independentistas y la izquierda radical. ¡¡¡¡Uffffff!!!!
Sin embargo, quien crea que, en el maravilloso escenario de que en Cataluña
se instale una mayoría de Cs, PSC y PP, se habrá ganado la Gran Guerra, es que
no ve más allá de sus narices. El independentismo no acabará hasta que no pase,
al menos, una generación que no haya estado sometida al adoctrinamiento y a la
intoxicación mediática. Esta es la Gran Guerra. Y en esta Gran Guerra espero
que haya un apoyo entre Cs y PP, porque el apoyo del PSOE sería una ridícula
ingenuidad esperarlo. Esa reversión, como ya he dicho en alguna cosa que he
escrito estos días y que no voy a repetir ahora, puede lograrse sin ninguna
reforma de la Constitución. Se puede lograr a base una mayoría del 50% de los
Diputados en el Parlamento español y en el autonómico. Y cuando digo mayoría,
me refiero a PP y Cs, porque el PSOE no acudirá a la cita. De momento, no se
tiene en ninguno de los dos. Pero hay al menos una esperanza, muy remota sin el
PSC, de que se pueda tener en unos meses en el catalán –pongamos una vela a
santa Rita– y algún día, con las fuerzas de Cs y PP unidas también en el
español. Y que esta situación se mantenga, al menos en el Parlamento de España.
No sé si será posible. Lo deseo con toda mi alma. Si esto no ocurre, la Gran
Guerra, me temo, también con toda mi alma, que estará perdida. Pero, en
cualquier caso, en este camino, también será necesaria una enorme dosis de
astucia para evitar los señuelos que, a buen seguro, lanzarán los enemigos del
Estado de Derecho para desviar a sus adversarios, los verdaderos
constitucionalistas, de la ruta que se deben trazar a largo plazo. Es una Gran
Guerra de estrategia, no de impulsividad. Necesitaremos líderes astutos. Y
sería deseable una ciudadanía que quiera acabar con el independentismo y que
entienda el juego de astucia de esos líderes en vez de azuzarlos a la búsqueda
de una victoria rápida pero pírrica. Mañana, una carga de la caballería en la
batalla de quitar de en medio a Puigdemont. Veremos qué pasa.
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