2 de octubre de 2011

El acontecimiento y la persona más importantes del siglo XX

Tomás Alfaro Drake


En mitad de la noche, cuando suelen sobrevenirme las ideas importantes, me he despertado con una de ellas. Me dormí, tras leer un poco de historia de la segunda guerra mundial, pensando que esa guerra y Wiston Churchill habían sido el acontecimiento y el personaje más importantes del siglo XX. Evidentemente estas afirmaciones son siempre discutibles, pero creo que no será difícil coincidir conmigo en lo que a la segunda guerra mundial se refiere. Más explicación necesitará Wiston Churchill.

1º de septiembre de 1939. Hitler, tras un pacto contra natura con la Unión Soviética, ataca Polonia. Francia e Inglaterra le declaran la guerra. Los cálculos de Hitler parecen bastante claros. Las mismas potencias, Francia e Inglaterra, que desde hace años venían admitiendo cobardemente su política de hechos consumados, las mismas que hace apenas un año habían salido de Munich satisfechas de su pusilánime actitud y traicionándose bajo cuerda la una a la otra, esas potencias, no serían ahora capaces de otra cosa que una débil política de gestos para salvar la cara. Así interpretó Hitler su negativa a aceptar la paz que él les propuso después de comerse Polonia en unos días. Los hechos le daban la razón una vez más a Hitler. Mientras él se comía, de segundo plato, a Dinamarca y Noruega, los franceses habían bautizado a su guerra contra Alemania con el nombre de “la drôle de guerre” que traducido con cierta libertad podría llamarse “la guerra de coña”. Ingleses y franceses intentaron tímidamente un desembarco en Norvik que quedó en fracaso. No es propio de la historia preguntarse por futuribles, pero hay veces que resulta difícil no hacerlo. ¿Qué hubiera pasado si Francia e Inglaterra, en vez de “la guerra de coña”, hubiesen lanzado un ataque en toda regla sobre Alemania? No lo sé, pero fuese cual fuese su resultado, el mensaje a Hitler hubiese sido muy otro.

En esta situación, unos meses después de que Hitler consumase su fechoría en Polonia, sabía que con un pequeño empujón más, Francia e Inglaterra estarían listas para un nuevo tratado como el de Munich. En Mayo de 1940, Hitler, saltándose la neutralidad de Bélgica y Holanda, ataca Francia que cede como mantequilla. En menos de un mes, se firma un armisticio vergonzante. Ahí queda para la historia comparada el heroico ejemplo del rey de los belgas, Leopoldo III, que se niega a ninguna conversación con los nazis, se niega a ningún armisticio, se niega a formar ningún gobierno títere, se niega a abandonar su patria y, prisionero en su palacio, amenazando con su debilidad al amenazador Hitler, le planta cara durante toda la guerra. Vergüenza histórica para Francia. Todo está sometido a la Alemania nazi. Sólo falta volver la vista a Gran Bretaña y firmar un nuevo y ventajoso tratado que saltarse cuando convenga. Y probablemente así hubiera sido si el mismo día del ataque a Francia, el 10 de Mayo de 1940, el primer ministro británico, Chamberlain, el alma del tragicómico tratado de Munich, no hubiese dimitido y no hubiese ocupado su puesto Wiston Churchill. Y ahí estaba Churchill, para sorpresa de Hitler, armado con el ejemplo de Leopoldo III, haciendo con los dedos la V de la victoria mientras prometía tan sólo “sangre, sudor y lágrimas”, haciendo posible el “nunca tantos han debido tanto a tan pocos” de la batalla aérea de Inglaterra y que la RAF se cubriese de gloria y heroísmo. Así empezó la mayor guerra justa de la historia. Por estas consideraciones pensaba yo que el personaje y el hecho más importantes del siglo XX habían sido Wiston Churchill y la segunda guerra mundial.

Pero el misterio de la mente humana me iba a despertar esta pasada noche para hacerme ver, no sé cómo ni por qué misteriosas relaciones mentales, que otro hecho y otra persona eran los más importantes del siglo XX. Y posiblemente, esta nueva elección me resulte mucho más difícil de justificar que la que acabo de enunciar. Con la llegada, no de un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, me he hartado de ver títulos de conferencias que repetían, después de un prefijo que podía referirse a los negocios, la informática, las telecomunicaciones o a vaya usted a saber qué otra multitud de cosas, la coletilla, “ante el nuevo milenio”. Nunca he tenido demasiada confianza en la capacidad del ser humano para prever el futuro a unos pocos años vista y, mucho menos, a un milenio. Por lo tanto, todas estas conferencias me exasperaban bastante. Eran títulos que pretendían estar orientados al marketing de esos eventos, pero que no pasaban del tópico manido. Por eso me cuesta ahora decir que la persona y el acontecimiento a los que me voy a referir, no sólo han sido los más importantes del siglo XX, sino que creo que serán el parteaguas entre el segundo y el tercer milenio, aunque éste todavía no había empezado ni cuando acabó el Concilio Vaticano II ni cuando murió Juan XXIII.

Contaba yo con once años cuando se inauguró el Concilio Vaticano II y sólo vagamente recuerdo que en el colegio religioso al que iba, rezábamos por él. Tenía doce cuando murió Juan XXIII y recuerdo, viendo en televisión su entierro, como las lágrimas corrían por las mejillas de mi padre, que era un anticlerical muy peculiar. Quizá fueron los efectos inmediatos del Concilio los que, sin yo ser consciente, permitieron que un rescoldo de cristianismo coexistiese en mí con una ideología y un moderado activismo comunista cuando contaba con veintitantos años. Poco a poco, en un largo coloquio conmigo mismo, imbuido de un honesto deseo de búsqueda de la Verdad, el rescoldo de cristianismo se ha hecho llama y mi comunismo se ha transformado en un rechazo frontal de esa ideología que ha traído la miseria y la muerte a muchos millones de seres humanos. Quizá por este cambio de actitud, nunca en los últimos años, hasta el insomnio de ayer, y a pesar de las lágrimas e mi padre, me he sentido muy atraído por el Concilio Vaticano II ni por la figura de Juan XXIII. Mi atención se fijaba en el caos que se apoderó de la Iglesia postconciliar y el avance de corrientes próximas al marxismo dentro de la misma. Me indignaba que pudiera ser verdad, y parecía serlo, el pacto de Metz según el cual, el Concilio no condenaría el comunismo, a cambio de que los obispos de los países del bloque del Este y el mismo Patriarca ortodoxo de Moscú pudiesen asistir al mismo. Creía que, después del daño hecho, parecía que las aguas, muy poco a poco, iban volviendo a su cauce de la mano firme de Juan Pablo II, aunque, por desgracia, dejando tras sí sólo desolación.

Esa era mi actitud hasta ayer. Pero esta noche, de repente, me he despertado pensando en lo difícil que me hubiese resultado ser católico en un una Iglesia como la del siglo XIX o la primera mitad del XX, completamente a la defensiva, amurallada dentro de su fortaleza asediada, aún contando con la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Me he preguntado desde cuándo la Iglesia empezó a encastillarse en su fortaleza. He tirado, en medio de la noche, de lo que mi memoria me recordaba sobre lo poco que sé de la historia de la Iglesia. ¿Cómo una Iglesia que había sido capaz de cristianizar un imperio pagano a fuerza de su sangre, que había podido conquistar a dos oleadas de bárbaros conquistadores, germanos y normandos, a cual más sanguinario, que había sabido guardar en su seno y entregar al mundo lo más valioso de la cultura helénica, cómo había llegado a ese aislamiento defensivo del mundo? He visto a la Iglesia como un nexo de unión entre la Eternidad y la Historia entre las que tiene que hacer que reine la armonía. Y he visto que en ese puente no suele reinar ésta, sino la discordia. Hay momentos en que la Eternidad dirige la Historia y otros en los que la Historia se opone a la Eternidad. Y, por desgracia, casi siempre, estas corrientes son tumultuosas en vez de pacíficas. Pero los flujos y reflujos de la Historia no son como los de las mareas, en las que hay una pleamar y bajamar nítidamente marcadas. Siempre hay momentos en que la marea sube y baja al mismo tiempo en el mismo sitio. Aún así, creo que la marea había dejado de subir cuando tuvo lugar la “guerra” de las investiduras. La primera vez que Hildebrando, Gregorio VIII, en 1076 excomulgó al Emperador Enrique IV, ganó una “batalla” que sin duda tenía que librar, pero que supuso el principio de la vuelta a los cuarteles de invierno. Es lo que Toynbee llama “el riesgo de militar en la tierra”. Aunque la Iglesia es una institución divina, tiene que luchar con “armas” y hombres de este mundo para traer el Reino de Dios. Y las más de las veces las unas son contraproducentes y los otros son demasiado pecadores. A partir de ese momento, la Eternidad empieza a replegarse. En 1170, Thomas de Canterbury gana, después de muerto, otra batalla que también supone un retroceso. Cuando, en 1302, Bonifacio VIII excomulga a Philippe le Bel de Francia, en vez de una obtener una victoria es secuestrado, ultrajado y humillado hasta la muerte, iniciándose así destierro del Papado a Avignon y el galicanismo. La marea está claramente bajando. Vendrá después la Reforma luterana, que en el fondo no es sino otro capítulo de la lucha, más política que doctrinal, entre Roma y los príncipes alemanes. El resultado ideológico de esta lucha será el idealismo alemán. El anglicanismo, derrotado por Thomas de Canterbury, pasará factura con Enrique VIII que creyendo destruir un símbolo, mezcla con pólvora las cenizas del santo y las dispara en una salva de cañón. El empirismo inglés es la vertiente ideológica de esta batalla política. El racionalismo, la ilustración y la revolución francesa son los subsiguientes capítulos del galicanismo. Y sin embargo, mezcladas con esta marea descendente están san Francisco de Asís, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, las Universidades, las catedrales góticas, y la evangelización de todo un continente, por citar algunas corrientes de ascenso en plena bajada de la marea.

Casi en el punto más bajo, la Iglesia pierde, en el proceso de la unificación de Italia, su poder temporal, los últimos vestigios de los Estados Pontificios, si exceptuamos la ciudad del Vaticano. Lo que ahora es difícil no ver como una bendición fue entonces la causa de la construcción de la más interior de las murallas. La Iglesia se encierra en una condena a ultranza de todo lo que se parezca a modernidad. Por eso decía antes que me hubiese costado mucho ser católico en el siglo XIX o principios del XX. Tal vez por estas fechas la marea, si no empezó a subir, dejó al menos de bajar. Los descubrimientos científicos de la relatividad y la física cuántica hacen que la ciencia parezca aproximarse a los principios de la fe. La primera guerra mundial y sus secuelas suponen una quiebra de la creencia en la capacidad de la humanidad para construir un paraíso en la tierra sólo con el dominio de la tecnología. Pero la Iglesia seguía encerrada en su castillo. Sin embargo, de tan estrecho que era, muchos católicos se sentían cada vez más incómodos en la seguridad de su recinto, hasta el punto de abandonarlo. Con pena y dolor en el corazón, pero abandonarlo. Y muchos de los que seguían dentro, dispuestos a morir de asfixia en la obediencia y la humildad si era necesario, pero sin resignarse pasivamente a ello, pedían a gritos aire fresco.

Pío XII, y antes incluso, Pío XI, pensaron en la posibilidad de convocar un Concilio. Pero los tiempos no estaban para ello. Además, su capacidad de análisis, que les hacía ver todos los riesgos de esta convocatoria, les frenaba. Tuvo que ser un Papa “insensato”, lleno de frescura él mismo, pero con una clara visión de Eternidad, el que se decidiese a romper las murallas. Y lo hizo, aunque no vivió para verlo. Había que renunciar a un Concilio que condenase y anatemizase. Ni al comunismo, ni a los cristianos separados, ni a los herejes, ni a los ateos. A nadie. Al contrario. Había que hacer un Concilio que abriese la Iglesia al mundo. No para admitir todas sus premisas. No se trataba, ni mucho menos, de identificarse con el comunismo ni el liberalismo. Ni con el idealismo, ni con el racionalismo, ni mucho menos con el “todo vale” del relativismo moral de la postmodernidad. Se trataba de llevar el “campo de batalla”, si se me perdona la expresión, al exterior en vez de soportar el asedio. Se trataba de tomar la iniciativa, pero una iniciativa de amor y comprensión. Defendiendo la Eternidad en la Historia, no contra la Historia. Guiando a la Historia desde dentro, llevando la Eternidad hasta lo más íntimo de su esencia. Atrayendo, no excluyendo. Anunciando a gritos, desde el campo abierto del mundo, la Buena Noticia; la salvación general en Cristo para todo hombre que lo acepte. ¡Qué importaba renunciar en Metz a la condena del comunismo, si Juan XXIII ya había renunciado a toda condena en su corazón! No se renunciaba a esta condena para que pudieran venir los obispos del Este o el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Moscú, se renunciaba a toda condena para atraer a todos. Para llegar a ser todo en todos. Por supuesto que cuando se derriba una muralla protectora se produce un gran desconcierto. Desde luego que era inevitable que hubiera malas interpretaciones del Concilio. Cuando un dique se rompe, el agua no va desde el principio por donde uno quiere, hace falta tiempo para reconducirla. Juan XXIII no era tan “insensato” como para no preverlo, pero lo era en grado suficiente como para tener fe en que el Espíritu Santo sería la nueva Muralla Invisible y el Nuevo Cauce que lleve el agua a los campos agostados a través de otros Papas santos. Supongo que también previó que, en el río revuelto de después del Concilio, muchos tomarían su nombre en vano, haciéndole paladín de una interpretación “progre” de la doctrina de la Iglesia que, de ninguna manera, era la suya. Si lo previó, no le importó. Ni tampoco a Juan Pablo II, que lo ha beatificado.

Pero la Eternidad necesita tiempo para penetrar el corazón de la Historia. Yo, que me he hecho adulto en un mundo postconciliar, he tenido que tener una casi revelación para darme cuenta de lo que Juan XXIII pretendía. Desde que acabó la segunda guerra mundial ha vuelto a haber multitud de guerras, justas e injustas, y por desgracia, las seguirá habiendo. La Historia seguirá dando hombres extraordinarios como Wiston Churchill y Juan XXIII. Pero, después de un segundo milenio regresivo, el tercer milenio, inaugurado antes de tiempo por el Concilio Vaticano II, será el milenio del progreso de la Eternidad, de la armonía entre la ésta y la Historia. Simplemente, demos tiempo a la Eternidad. Luchemos por ella desde la Historia armados con las armas de la caridad. Un profeta llamado Juan XXIII, guiado por el Espíritu Santo, lo vio y lo hizo. Por estas razones este Concilio y este Papa, han sido para mí el hecho y la persona más relevantes del siglo XX y el punto de arranque del milenio de la Eternidad.

4 comentarios:

  1. Hola, Tomás,
    Leí el libro Transformación del mundo, y me dio muchas pistas para entender la historia de la Iglesia. Un abrazo. Juan GM

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  2. Gracias Juan. Me gustaría la referencia de ese libro.

    Un abrazo.

    Tomás

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  3. Hola, Tomás,
    Aquí está:
    TRANSFORMACION DEL MUNDO: LA ACTUALIDAD DEL OPUS DEI,
    MARTIN RHONHEIMER, RIALP, 2006
    ISBN 9788432136092.
    Yo no pertenezco al Opus Dei, pero mi padre sí. En cualquier caso, me pareció revelador en muchos aspectos.
    Un abrazo, y enhorabuena por el nuevo nieto

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  4. Gracias Juan. Un abrazo.

    tomás

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