27 de julio de 2012

¿Son los especuladores unos parásitos chupasangre o cumplen alguna función útil en los mercados?


Tomás Alfaro Drake


Sé que responder de la segunda forma a la pregunta que da título a estas líneas es polémico, provocador, escandaloso y políticamente incorrecto, pero creo que tiene a su favor una cosa: que es verdad. Procuraré en las siguientes líneas ser capaz de convencer de lo que digo a quien las lea.

En el ideario popular, el especulador es un ser sin escrúpulos que, con tal de ganar él dinero es capaz de recurrir a los métodos más bajos, aunque eso conlleve la ruina de miles de personas. Por eso, en este artículo opondré a la palabra especulador, únicamente a efectos de etiquetado, la de inversor honesto. El inversor honesto podría ser, a modo de ejemplo, un dentista que, durante toda una vida de trabajo duro ha ido invirtiendo sus ahorros en acciones, bonos, obligaciones, letras o cualquier otro tipo de activo financiero para tener, lícitamente, la mayor cantidad de dinero el día que se jubile. No creo que nadie ponga en cuestión que este inversor es honesto. Pues bien, intentaré mostrar como el llamado especulador presta un gran servicio a este honrado inversor.

Vamos a olvidarnos de momento del especulador para centrarnos en algunos aspectos que interesan al inversor honesto.

Al inversor honesto le aterra que los valores en los que invierte sufran grandes fluctuaciones, aunque la tendencia de conjunto sea creciente. Preferiría que ese crecimiento fuese paulatino y equilibrado, como una línea recta ascendente, en vez de cómo una sierra con picos y valles. La razón es tan obvia que casi no perece ser explicada pero, a pesar de todo lo haré, y de ello sacaré algunas conclusiones tal vez no tan obvias. Nuestro inversor honesto piensa que la tendencia de ciertos valores puede ser ascendente, pero si tiene la mala suerte de comprarlos en un momento del pico de la sierra y tiene que venderlos en un valle de la misma, la tendencia creciente se verá amortiguada o, incluso, invertida y hasta puede que tenga pérdidas donde esperaba obtener ganancias. Como no sabe leer la coyuntura del mercado y tal vez no pueda elegir el momento en que los tenga que vender, teme que si hay fluctuaciones le pase eso. Evidentemente, cuanto más a largo plazo invierta, esas fluctuaciones tendrán menor importancia. Supongamos un valor cuyas fluctuaciones supongan, por ejemplo, un ±30% (estas fluctuaciones reciben el nombre de volatilidad) y se espere que crezca, como tendencia, un 10% anual. Si el inversor honesto compra el valor hoy, lo vende dentro de un año y se encuentra en la situación descrita más arriba, habrá perdido un 50%[1]. Mientras que si mantiene su inversión durante 10 años, aún en esa situación totalmente adversa, habrá ganado un 40% en esos 10 años, es decir, un 4% anual[2]. Ciertamente, si la situación es favorable en vez de desfavorable, en su inversión a un año podría ganar un 70% y en su inversión a 10 años un 160% en los 10 años, o sea, un 16% anual[3]. Esto nos lleva a una primera conclusión importante. Invertir a corto plazo en un valor tiene más riesgo que invertir a largo. Efectivamente, invirtiendo a un año, la horquilla de rentabilidades entre el peor y el mejor resultado sería de -50% a 70%, mientras que si se invierte a 10 años, la horquilla se mueve entre 4% y 16% anual[4].

Pensemos ahora en otra disyuntiva en la que se puede encontrar el inversor honesto. Podría invertir en un valor A (de Arriesgado), con una expectativa de crecimiento del 10% anual y una volatilidad del 30% o en otro M (de Moderado), con una crecimiento del 5% y una volatilidad del 10%  o en un tercero S (de Seguro), con una rentabilidad del 2% y una volatilidad del 1%.

Veamos ahora, haciendo cálculos parecidos a los anteriores que horquilla podría esperar invirtiendo en uno u otro valor a uno, 5 o 10 años.

Valor
1 año
5 años
10 años
Arriesgado
-50%/70% Prom. 10%
-2%/22% Prom. 10%
4%/16% Prom. 10%
Moderado
-15%/25% Prom. 5%
1%/9% Prom. 5%
3%/7% Prom. 5%
Seguro
0%/4% Prom. 2%
1,6%/2,4% Prom. 2%
1,8%/2,2% Prom. 2%

Alguien podría pensar que los ejemplos anteriores los he puesto así a huevo, para que el cuadro me saliese bonito. Y es así, pero es que el mercado hace que esto ocurra. Si alguna empresa o Estado intentase atraer a inversores con un activo financiero que diese la rentabilidad de M con la volatilidad de A, no conseguiría colocar esos activos entre los inversores honestos. A sensu contrario, si una empresa o Estado con una volatilidad de M ofreciese una rentabilidad de A, estaría haciendo el tonto y el mercado acaba eliminando a los tontos. Si una empresa tuviera una volatilidad de A, no tendía más remedio que dar una alta rentabilidad para conseguir vender esos activos financieros. Así pues, el mercado estructura la realidad para que ocurra algo similar a lo que se ve en el cuadro anterior.

Entra dentro de lo factible que nuestro inversor honesto tenga dudas al elegir entre invertir en uno u otro valor, porque, si bien el S le da menor rentabilidad, tiene “asegurado”[5] no perder dinero a cualquier plazo, lo que no ocurre con el valor M o el A. Por otro lado, si nuestro inversor honesto invierte en el valor M, obtiene una rentabilidad intermedia y, si es capaz de mantenerlo en cartera durante 5 años, también se “asegura” no perder dinero. Por último, con el valor A, puede obtener una máxima rentabilidad, pero para “asegurarse” de no perder dinero tiene que ser capaz de mantener su inversión durante 10 años.

Una decisión razonable podría ser invertir en S el dinero que pueda necesitar en cualquier momento, en M el que pueda necesitar en un plazo de 5 años y en A, el que no vaya a necesitar antes de los diez años. Por tanto, nuestro inversor honesto obtendría una estrategia muy razonable de inversión si invirtiese de acuerdo con las respuestas que se diese a las siguientes preguntas. ¿Cuanto dinero puedo necesitar de forma inmediata en caso de una urgencia o en el de que me vayan mal las cosas (paro, bajada de ingresos, etc.) durante un tiempo? Ese dinero debería invertirlo en S. En las mismas condiciones, ¿cuanto dinero podría necesitar en el plazo de 5 años? Ese dinero debería invertirlo en M. De la misma forma, ¿cuánto dinero es previsible que no necesite antes de los 10 años? Ese dinero, y sólo ese, es el que debería invertir en A.

Lamentablemente, en épocas de bonanza, esta elemental regla de inversión ha sido ignorada por todo el mundo. Nadie quería conformarse con que una parte más o menos importante de su patrimonio le diese una baja rentabilidad, cuando era vox populi que sólo los idiotas se conformaban con ello y cuando casi todo el mundo jugaba a ser un gran financiero. O cuando las agencias de rating concedían una calificación AAA a inversiones que daban una alta rentabilidad. Pero hay una lección que convendría que todo inversor honesto se grabase a fuego en sus neuronas. Lo diga quien lo diga, toda inversión que promete una alta rentabilidad, con liquidez y sin riesgo a cualquier plazo, es un timo. Aunque tenga la AAA de todas las agencias de rating del mundo.

Pero dejemos aparte los sistemas sensatos de inversión, que no son el objeto de estas líneas y hagámonos una pregunta: ¿Sería una buena cosa algo hiciese que un activo financiero mantuviese su rentabilidad pero aplanase su volatilidad? Si se ha entendido lo anterior, la respuesta es un rotundo SÍ. Pues exactamente eso es lo que hacen los especuladores. Veamos cómo.

Los especuladores no crean el precio de mercado, ya que son una parte muy minoritaria de él. Analizan el mismo y juzgan, con o sin razón, si los precios van a subir o bajar. Cuanta más información tengan, con mayor inteligencia la interpreten y con mayor sangre fría ejecuten lo que decidan, mayor será la probabilidad de que tengan éxito. Keynes, que era un magnífico especulador, decía algo parecido a esto: “Si tienes la información de un primer ministro, la vista de un águila y la sangre fría de un pez, entonces tienes la sombra de una posibilidad”. Naturalmente, el especulador busca ganar dinero y, para ello, procura comprar hoy los valores que cree que van a subir y, si acierta, venderlos poco después a un mayor precio. O si es un especulador bajista procura vender hoy valores que cree que van a bajar y que previamente ha tomado prestados, para, si acierta, recomprarlos más baratos por un precio menor, devolver los valores que tomó prestados y ganar la diferencia (esto es lo que se llama tomar una posición corta). Ahora bien, si no acierta, pierde dinero. Ahora fijémonos en una operación especulativa a un plazo de, digamos tres meses (vale exactamente igual para un plazo de tres días o tres años). El “perverso” especulador echa el ojo a un valor que vale, digamos, 10€. Cree que su volatilidad puede hacer que dentro de tres meses valga, pongamos, 8€. Pide prestados, pagando por ellos un alquiler, diez millones de títulos de ese valor y los vende. Pero, al venderlos, está influyendo en la oferta y la demanda, por lo que, no consigue venderlos por 10€, sino por, digamos 9,5€. Considérese que cuantos más títulos venda y compre, más baratos los podrá vender y más caros los tendrá que comprar. Efectivamente, pasados tres meses, el valor llega a 8€ (los 0,5€ que bajó hace tres meses cuando los vendió, son agua pasada, que no mueve molino). Pero al comprarlos, hace que suban, por lo que sólo puede comprarlos a 8,5€. Evidentemente, ha ganado dinero, pero no 2€ por título, como pensaba, sino tan sólo 1€ (menos lo que haya tenido que pagar por el alquiler de los títulos que tomó prestados). Pero, debido a su especulación, la volatilidad del valor en esos meses se ha reducido a la mitad. Es decir, ha alisado esta volatilidad, lo que, como hemos visto, es una cosa buena. Es evidente que de la misma manera puede razonarse para un valor que va a subir. Es decir, que cuando el especulador acierta, gana dinero y, además, hace algo que beneficia al inversor honrado[6].

Un ejemplo, la prima de riesgo actual.

Conviene, antes de nada, decir unas palabras sobre cómo se forma la prima de riesgo. Todos sabemos lo que es la prima de riesgo. Es la diferencia entre la rentabilidad que da el bono español y la que da el bono alemán, que es el que se toma de referencia por ser el más estable. Pero tal vez para algunos no sea tan evidente por qué se produce esto. En este momento, en el mercado, hay millones de bonos emitidos por el Estado español con vencimientos a lo largo de los próximos 10 años. Cada bono tiene lo que se llama un cupón, es decir un tipo de interés fijo que es el que pagará el emisor del bono, en este caso el Estado, al que lo tenga. Pongamos que un inversor honesto tiene un bono que vence dentro de 4 años y que fue emitido hace 6 años con un cupón del 4%. Cuando compró ese bono por un precio de, digamos, 100€, hace 6 años, le parecía que esto era una inversión razonable. Pero de entonces aquí, la fiabilidad del Estado español para pagar sus deudas se ha deteriorado. Es decir, ha aumentado su riesgo. Ahora, su bono español al 4%, dado el mayor riesgo de impago, no le gusta nada. Naturalmente, si quiere vender a alguien ese bono, ningún otro inversor honesto se lo comprará por los 100€ que él pagó, para sacarle sólo un 4%, con el riesgo que ahora tiene. Además, habrá otros muchos inversores honestos que quieran venderlo. Por tanto, si quiere que alguien le compre su bono, tendrá que venderlo a un precio más barato de 100€. Pongamos que el mercado (es decir, el resto de los inversores honestos, pero no tontos, y de los especuladores) decide que su precio es de 52€. Y nuestro inversor honesto lo vende perdiendo 48€. El que lo compra a 52€ seguirá recibiendo un 4% sobre su valor de emisión, es decir, aquél por el que lo vendió el Estado español. Pero un 4% de 100 es un 7,69% de 52[7], que es lo que le ha costado al nuevo inversor honesto, que no lo es menos que el primero. Si el bono del Estado alemán está comprándose y vendiéndose a un precio que da una rentabilidad del 1,2%, la prima de riesgo será de 6,49%. Pero, para quitar decimales se ha decidido expresarla en puntos básicos, es decir en unidades del 0,01% es decir, 649 puntos básicos. Pero, entonces, ¿quién tiene la culpa de que el primer inversor honesto haya perdido dinero? ¿El segundo inversor honesto? ¿Algún especulador desalmado? De ninguna manera. La culpa la tienen los administradores del Estado español que se las han apañado para que la gente perciba más riesgo en prestarle su dinero. Tal vez esto se pueda deber a que en esos 6 años, los administradores del Estado español se han dedicado a gastar más de lo que ingresaban y a pedir, para poder hacer esta proeza, más dinero prestado. Algo que a ninguna sensata ama de casa se le ocurriría hacer, pero que ellos han hecho orgullosamente durante años cacareando el nombre de un tal Keynes, diciendo que ellos eran keynesianos, lo que quedaba muy bien. Además, decían que lo hacían para que los españoles viviésemos mejor, cosa que era verdad, pero sólo a medias, porque se olvidan dos cosas. La primera que es para que los españoles vivamos mejor… por encima de lo que podemos. La segunda, que una parte importante de ese dinero se va en prebendas y despilfarros de todo tipo. Por cierto, que hace 6 años lo vendieron con una campañita de publicidad en la que se afirmaba categóricamente con una cancioncilla pegadiza que nada más seguro que las obligaciones del Tesoro de España. Así, la deuda del Estado se va acumulando a medida que año tras año sus administradores hacen que gaste más de lo que gana, generando déficit. Mientras la deuda se mantiene en niveles razonables las cosas no pasan a mayores. Sin embargo, una vez que los administradores del Estado han lanzado el bólido del déficit, en el sacrosanto nombre del Estado del Bienestar, ese bólido es muy difícil de parar. Rebajar el déficit supone aumentar impuestos o reducir gastos o ambas cosas a la vez, lo cual es enormemente molesto para los ciudadanos.

Conviene saber que los mercados son un poco esquizofrénicos. Tienen una doble personalidad. Una analítica, fría, calculadora, ¿perversa? Lo veremos. Otra histérica, asustadiza, pronta a entrar en pánico. Porque al inversor honesto, la mera posibilidad de que los ahorros de toda su vida se puedan esfumar, le produce pánico. Y es totalmente lógico que se lo produzca. Veamos cómo se produce este pánico, porque es importante ver que éste se produce con retraso de los acontecimientos, pero cuando empieza es prácticamente imparable.

A medida que el bólido del déficit se va tragando los kilómetros, la deuda aumenta y aumenta y, poco a poco, empieza a tomar proporciones preocupantes. Empieza a verse que en otros países, como Grecia, Portugal o Irlanda, el bólido choca con estrépito. Entonces se empieza a aplicar lo de “cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”. Hace dos años, casi nadie hablaba de Grecia, pero de repente, se empieza a poner de moda. La calle empieza entonces a saber qué es eso del déficit, la deuda soberana, la prima de riesgo y estos nuevos actores empiezan a ocupar las primeras planas de los periódicos. La gente, que se había acostumbrado a vivir en la ciudad alegre y confiada del Estado del Bienestar, se da cuenta, de repente, de que esa vaca sagrada, tiene sus problemas. Pero le ha cogido cariño al animalito y se resiste a afrontar esos problemas. Al contrario, le da al problema la patada a seguir. Y esto anima a los administradores del Estado a seguir apretando el acelerador del bólido, mirando hacia otro lado. Hasta que un día, se dan de bruces con la realidad. Hay que disminuir el déficit y hay que hacerlo con una frenada que nos da de narices con el parabrisas. Pero, por un lado, eso es más fácil de decir que de hacer y, por otro, disminuir el déficit no es disminuir la deuda, sino tan sólo disminuir el ritmo de su crecimiento. Pero ésta sigue aumentando. Y los esfuerzos de frenar el déficit, que siempre tienen efectos desagradables, empiezan a producir malestar callejero, que se traslada a las portadas de los periódicos. Y los inversores honestos alemanes, suecos, franceses, y hasta americanos, se hacen conscientes de que en España hay unas cosas que se llaman comunidades autónomas que no hacen ni pito de caso al gobierno y que gastan a lo loco para ser simpáticos y ganar votos. El alemán, el sueco, el francés y el americano no entienden nada y deciden que lo mejor es vender los bonos que tienen de ese país. Y la prima sigue creciendo. El inversor honesto español también se asusta y... empieza el pánico. De repente nos convencemos de que España y Grecia son lo mismo, aunque no tengan nada que ver, y de que vamos a acabar como los griegos. No hay razonamiento que valga. Los administradores del Estado intentan atajar el déficit, los gobiernos del resto de los países del euro no se creen que lo puedan hacer nos ponen condiciones que, cuando se cumplen tampoco son suficientes para parar el pánico desencadenado. Además, desatan todavía más las iras populares que salen en las portadas de los periódicos y la prima... sigue subiendo o, lo que es lo mismo, el bono español sigue bajando. Todo el espectáculo se convierte en mediático y si alguien dice que es posible que no sea necesario el rescate, le miran como a un pobre e ingenuo gilipollas. Y los inversores honestos de todos los países, España incluida, por supuesto, venden más bonos españoles cada vez más baratos. En fin, ni más ni menos que lo que estamos viendo cada día. Y cada vez caemos más en la profecía autocumplida. Se ve cómo el pánico viene con bastante retraso respecto a la causa que lo produce. Pero hay que buscar en algún sitio chivos expiatorios que desvíen la mirada del despilfarro de las últimas décadas. Y en los periódicos y la calle empiezan a hablar de los pérfidos mercados.

Pero, ¿dónde está la parte racional del mercado? Esta parte racional es el especulador. El perverso especulador. Éste lee el mercado y se da cuenta del pánico desencadenado y no le cabe duda de que los próximos tres meses (o tres días, o tres años) el pánico va a seguir haciendo que el bono baje y, por tanto, la prima suba. Por supuesto que él no ha creado ni la causa del pánico ni el pánico en sí mismo. Pero quiere sacar partido de ello y toma posiciones cortas contra el bono español. Es decir, vende hoy para recomprar más barato dentro de tres meses (o tres días o tres años). Pero, al hacer esto, si acierta, como se ha visto anteriormente, suaviza el ciclo. O sea, gana dinero cuando hace algo beneficioso. Pero, como la gente empieza a ver que el mercado no es tan perverso, sino un testigo fiel, aunque un poco histérico, de lo que se ha hecho mal, hay que buscar un nuevo villano. ¿Quiénes? Naturalmente, los especuladores. Y, para hacer un gesto inútil pero que puede ser aplaudido por la galería, se prohíben las posiciones cortas. Claro, que a estas alturas, la galería ya no aplaude nada de nada. Si no se hubiesen prohibido las posiciones cortas, ¿cuándo dejarín los especuladores de tomar esas posiciones? Cuando crean que las aguas del pánico se están encauzando y, por tanto, que el bono español puede empezar a subir. Entonces tomarán posiciones largas, es decir comprarán hoy para vender dentro de tres meses (o días o años), con lo que volverán a suavizar la volatilidad en sentido contrario. Y ¿cuándo ocurrirá esto? Ya vimos que el pánico llega con bastante retraso. Pues lo mismo pasa con la calma. No llegará porque se tomen medidas que intenten atajar el problema. Al contrario, esas medidas necesarias son las que lo desencadenaron. La calma llegará cuando esas medidas den claro fruto. Pero no un poco, no. Muy, muy, muy claro. No brotes verdes, de los que estamos curados de espanto, sino cosechas de espigas. Y eso lleva tiempo. Mientras tanto, tenemos que ver con indignación cómo habla en el Congreso el ex-gobernador del banco de España. El mismo que asistió impávido al deterioro de las Cajas de Ahorro, permitió la salida a bolsa de Bankia y hasta dijo, en fecha tan reciente como este 18 de Abril, que esta entidad estaba sanísima como para seguir en solitario sin ayudas. Y dice que antes de que llegara el PP, el rescate estaba más lejos. Efectivamente, hubo quien sembró vientos y otros recogen las tempestades.

Pero no quiero acabar sin hablar de otros dos villanos populares, injustamente tratados como tales. El BCE y Ángela Merkel. Claro está que si alguien, desinteresadamente, se lanzase a comprar bonos del Estado español en cantidades suficientes, estos podrían subir y, por tanto, bajar la prima. Y, ¿quién podría ser ese primo? Pues el BCE. Pero eso es dar otra patada a seguir al problema. Porque el BCE hace eso con dinero público. Además, no basta con que lo haga un día, no. Lo tiene que hacer continuamente. ¿Hasta cuándo? Hasta que el problema se arregle a base de atajar el déficit. Pero el ciudadano no quiere eso. Quiere que el BCE, a base de comprar, haga que la prima de riesgo baje sin tener que soportar las incómodas consecuencias de bajar el déficit. Pero esa no es la función para la que se creó en su día el BCE. Sin embargo, basta que hoy, 26 de Julio, el Presidente del BCE, Mario Deaghi, haya dicho una frase tan ambigua como que el BCE hará lo que sea necesario para salvar el Euro, para que la prima de riesgo haya bajado 50 puntos y el IBEX haya subido un 6%. Pero no conviene echar las campanas al vuelo. Ojalá me equivoque, pero me temo que la prima volverá a subir y el IBEX a bajar. Porque sólo nosotros podemos salvarnos a nosotros mismos. Por otro lado, si el BCE se lanza de verdad a la compra de bonos españoles a precios muy bajos, si un día el déficit y la deuda de España se arregla, ganará mucho dinero con eso. Si no, lo perderá. Es decir, el BCE es un especulador al alza y, como tal, si gana dinero, también alisará la volatilidad, porque lo mismo que al comprar hace subir el bono, cuando venda, lo hará bajar algo. Vayamos con Ángela Merkel. Las compras de bonos españoles, como se ha dicho antes, hay que hacerlas con dinero público. Y, cuando se habla de Europa, ¿de dónde viene principalmente el dinero público? Pues de Alemania. Pero claro, a los alemanes no les parece bien, egoístas ellos, pagar la fiesta de los españoles a base de los sacrificios que han hecho para mantener su déficit y su deuda en niveles razonables. ¿Es egoísta esta postura? Rotundamente no. Y Merkel, que representa a sus ciudadanos y tiene que defender sus intereses, es posible que diga que nones. Seguramente acabará diciendo que sí, pero no antes de que el niño consentido que es el Estado español y sus autonomías, hagan los deberes. Es decir, el adulto responsable, el Estado alemán, está educando al niño consentido, los administradores del Estado español y sus autonomías. Ya dice un refrán que no está muy de moda hoy día, pero que es la pura verdad: “quien bien te quiere, te hará llorar”. No digo que Merkel lo haga porque nos quiera. Pero me da igual, hace lo que es bueno para nosotros, que también es bueno para sus ciudadanos. Además, si el problema de la deuda española se resuelve, por el único camino posible, por que los administradores del Estado español disminuyan el déficit, ya hemos visto que el BCE ganará mucho dinero. Por lo que, si el BCE se embarca realmente en un programa de compra de bonos, Alemania tendrá renovado interés en que España haga sus deberes. Por lo tanto, si Merkel da el visto bueno, lo que está por ver, a un programa así, seguro que redoblará su vigilancia sobre nuestra economía. Todo esto no me parece una villanía, sino más bien lo contrario. Sólo gracias a Merkel tiene Rajoy la sombra de una posibilidad de ganar el pulso al que le ha retado hoy la Generalitat. Pulso que marcará la senda por la que pasen el resto de las autonomías despilfarradoras. Veremos.

Termino aquí el recorrido respondiendo a la pregunta inicial que da título a estas líneas. ¿Son los especuladores los causantes de lo que pasa? Me parece que no. Cuándo ganan dinero, ¿hacen algo útil? Sí, suavizar la volatilidad. ¿Son por tanto unos parásitos chupasangre? No me lo parece. Si he convencido a alguien de esto, estaré moderadamente satisfecho, pero si, además, en estas líneas he dado algunas ideas del más elemental sentido común para invertir, me alegraré enormemente.


[1] Al pasar del +30% al -30% perdería un 60% que, tras una revalorización del 10% se quedaría en una pérdida del 50%. Por motivos aritméticos esto no es exactamente así, pero como una aproximación es perfectamente válido.
[2] Esto es menos correcto que lo anteriormente dicho porque tanto el 10% de crecimiento anual como el reparto del 50% entre 10 años, deberían hacerse a interés compuesto y no a interés simple, como lo he hecho. Pero para ilustrar el principio es también perfectamente válido.
[3] Aplíquese lo dicho en la nota 2.
[4] Como siempre, y ya no lo repetiré más, aplíquese la nota 2.
[5] La palabra asegurado va entre comillas, porque los datos de partida de volatilidad y crecimiento son siempre estimados a priori y esas estimaciones pueden, como es lógico, estar equivicadas.
[6] Estas afirmaciones sobre la bondad de la acción de los especuladores especuladores es falsa cuando se dan cualquiera de los dos supuestos siguientes: 1º Que el especulador actúe con información privilegiada, lo que, además de ser éticamente reprobable, supone un delito, y; 2º cuando el especulador altera el precio del bien que compra creando escasez artificial, lo que también es éticamente reprobable, además de un delito que recibe el pomposo nombre de “conspiración para alterar el precio de las cosas”.
[7] Esto sólo será cierto si se trata de un bono perpetuo, es decir, sin vencimiento. Si, como ocurre, tiene un vencimiento, la rentabilidad del bono para quien lo compra no se calcula así y depende del tiempo que falte para su vencimiento, pero para los efectos de estas líneas, es válido.

22 de julio de 2012

Historias de otros mundos 11. El Árbol, el hombre y la selva del gran río

Tomás Alfaro Drake


Hoy despido este blog hasta primeros de Septiembre. Os deseo unas muy felices vacaciones a todos los seguidores y espero que retoméis el contacto a la vuelta. Si Dios quiere. Un abrazo. Tomás.

El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el decimo primero y último. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

El árbol, el hombre y la selva del Gran Río

Dicen que hubo, en un planeta lejano, hace muchos milenios, antes de que la vida desapareciese de él, una selva que lo recubría en gran parte. Estaba regada por un poderoso río. Podría decirse más bien que estaba anegada en el Gran Río de cauces imprecisos, a los que la tierra no sabía poner límites. El río era su recurso vital, su sangre. La selva se alimentaba de él. Por él pululaban todo tipo de animales, grandes y pequeños. También en él flotaban ricos líquenes y légamos. Todos se alimentaban de todos en un grandioso y equilibrado juego de vida y muerte, de caducidad y renovación, en una larguísima cadena trófica de alimentados y fuente de alimento, de presas y depredadores. Entre todas las criaturas de la selva, los árboles crecían majestuosos hacia el cielo, para alcanzar los rayos de sol que eran la fuente de todo ese magnífico espectáculo de la vida. Ellos nutrían al resto. Eran el punto de arranque y de llegada de la cadena trófica. El sol les daba energía para producir su alimento. Pero, al mismo tiempo, ellos eran alimento de gusanos y roedores, que servían de sustento a otras formas de vida animal, desde el mosquito hasta el jaguar. En su corteza crecían musgos de irisados colores. En el umbrío suelo, medraban hongos de todo tipo y especie. Las hojas caducas, muertas cada año para volver a crecer de nuevo, caían a tierra y se pudrían, junto con los cuerpos de los animales muertos. Alimentado por toda esa vida muerta, se iba formando un humus que, a su vez alimentaba a los árboles. La selva era tan frondosa, tan impenetrable, que la luz no llegaba nunca al suelo y la rueda de la vida giraba, lenta, inexorable, majestuosa, como las galaxias en el cosmos.

Cada día, más de un coloso que había tardado tal vez milenios en llegar a ser lo que era, se derrumbaba con estrépito. La humedad, las termitas, los gusanos y los roedores, el tiempo, en definitiva, habían minado su antes poderoso cuerpo, llenándolo de agujeros en los que podían llegar a anidar enormes pájaros de vistosos plumajes. Su tronco, cada vez más grande y corpulento, su copa, cada vez más alta y frondosa, la tupida tela de araña de lianas, gruesas como un brazo, que pendía de él, eran una carga demasiado pesada para sus socavadas raíces. Y se producía el hundimiento. En su caída, el coloso arrastraba a otros árboles menores, aplastando y enterrando a multitud de seres vivos. Pero su madera, al pudrirse, seguía aportando riqueza al humus fecundo y alimenticio.

Habitaba en la selva un hombre solitario que conocía sus más íntimos secretos. Era muy viejo, de una raza inmortal. Vagaba sin rumbo por la selva, llegando a veces hasta los confines de la misma. Pero de tanto viajar y verlo todo, había llegado a hastiarse de su larga vida y esperaba algo que no sabía definir, que no había visto nunca, pero que le llamaba con gemidos profundos desde lo más recóndito de su alma. Hablaba el lenguaje de todos los gusanos, roedores, pájaros, líquenes, hongos, lianas y demás seres vivos de la selva. Sólo ignoraba, si lo tenían, el lenguaje de los gigantes, de los árboles. Nunca, nadie, les había oído pronunciar una palabra, pero se decía que se comunicaban sin ruido y que tenían leyendas que provenían del principio de los tiempos. Pero un día, pudo entenderse con un joven árbol. Lo había cuidado durante años, cuando era tan sólo un pequeño tallo verde y tierno, antes de que su piel adquiriese tacto leñoso. Le hablaba en todos los lenguajes que sabía, le daba consejos, le instruía, le consolaba de los daños que otros seres de la selva le pudieran causar. Y, aunque no obtenía de él ninguna señal de comprensión, seguía, imperturbable, en su aparente monólogo. Le hablaba de muchas cosas, pero con frecuencia le contaba cómo, muy lejos, allí donde la selva terminaba, más allá del límite que ni los árboles ni ningún otro ser de la selva se atrevía a franquear, existía algo esplendoroso, imposible de expresar con palabras, que te bañaba con su calor y su resplandor. Se llamaba luz. El hombre se pasaba largos años intentando, en todos los lenguajes de la selva, explicarle al árbol cómo era la luz. Ningún otro ser vivo de la selva podía entender el poema que iba tejiendo el hombre al intentar explicar, un verso en cada lenguaje, la inefable maravilla de la luz.

Un día, un gigante imponente que vivía en las proximidades del joven árbol, se desplomó con estrépito. Poco faltó para que le aplastase y con él, al hombre, que en ese momento estaba allí, hablándole, como siempre, de la luz. A través el inmenso hueco dejado en el dosel de la selva por el coloso desplomado, entró un poderoso torrente de luz. Era como un rompimiento de gloria entre nubes después de la tormenta, como esos dedos de luz que atraviesan las nubes para secar con su tibieza la tierra empapada. Llegaba ligeramente velada por la humedad del ambiente, impregnada de cobre por el sol del atardecer, con sus bordes temblorosos tamizados en mil verdes, misteriosa y poderosa a la vez.  Entonces, pasada la conmoción, el joven árbol habló en un lenguaje que el hombre entendió. No era ninguno de los que él le había estado hablando durante siglos. Era una extraña mezcla de todos ellos. Una extravagante jerga pero, a pesar de todo, perfectamente inteligible para el hombre. “La luz –dijo el joven árbol–, quiero alcanzar la luz. Nunca la había visto. Nunca pude imaginar que fuese así. ¡Qué bella es!”. El resto de los seres de la selva parecían huir de ella, como si les hiciese daño. Los hongos preferían la oscuridad del humus y se enterraron en él. Los roedores parecían no poder soportarla en su piel blanca y delicada. Los jaguares, con la vista aclimatada a la oscuridad, quedaban cegados por ella y la rehuían. Los otros árboles  inmaduros que crecían junto al amigo del hombre, parecían indiferentes. Pero, en ese mismo momento, el joven árbol decidió, con toda la fuerza de su savia, que alcanzaría la luz. A partir de ese momento, dedicó todas sus energías a crecer hacia la ella. “Juro –dijo– que viviré para ella, para alcanzarla”. Los que habían sido sus compañeros se burlaban de él. “¿Para qué tanto esfuerzo inútil? –se reían–, ¿de qué sirve tanta devoción?” Por las noches, cuando la luz desaparecía, pasaba a veces sobre el hueco de la selva un disco de plata extraño, con formas sinuosas dibujadas en él formando algo que vagamente recordaba a un rostro. Su luz, más misteriosa, más tenue que la del día, no era por ello menos bella.

Pasaron los siglos, parsimoniosos, largos, lentos, y el hombre y el árbol, cimentaron una sólida amistad. El árbol crecía fuerte y vigoroso, más rápido que todos los demás árboles jóvenes, indiferentes a la luz. Ni por un momento disminuyó su determinación de subir hacia ella, a la que aprendió a conocer y a amar cada vez más. Siendo siempre la misma, nunca era igual. Los matices cambiaban con las estaciones. Los oblicuos amaneceres de oro daban paso a los mediodías meridianos  que, a su vez, abrían paso a los declinantes atardeceres de rojo cobre. El viento, con su intensidad, modulaba los temblores de sus bordes, que cambiaban, al son del movimiento de las hojas, de una suave melodía cadenciosa a un climax tumultuoso, pasando por un trémolo vibrante. El hombre, le seguía hablando de la luz a cielo abierto que podía contemplarse desde fuera de la selva. Pero la idea de “fuera de la selva” era incomprensible para el árbol que se lamentaba de no poder aprehenderla. El lamento del árbol daba pie para que el hombre le abriese su alma y le hablase de su nostalgia, de su vacío, de su anhelo por algo distinto que ese continuo transcurrir del tiempo. A su vez, el árbol contaba al hombre las misteriosas leyendas de los árboles, que hablaban de mundos de fuego, de la primera formación del humus, de la simbiosis de éste con la vida naciente, de la formación de la selva. Y estas leyendas despertaban en el alma del hombre ecos de su nostalgia y de su anhelo infinito. A veces lloraban juntos su añoranza. Uno por esa luz a cielo abierto, el otro por algo que no conocía ni podía expresar.

El hombre cuidaba con amor de su árbol. Le construía acequias para que el agua llegase a sus raíces en abundancia. Y el árbol crecía rápidamente. Y a medida que ascendía en su carrera hacia la luz, su perspectiva del cielo cambiaba. Se hacía más y más abierta cada siglo, pero seguía siendo una visión de túnel, un hueco abierto, un agujero en el techo de hojas. Sin esos horizontes de los que le hablaba el hombre. Sin embargo, la esperanza mantenía su ilusión. “Más alto –se decía cada día–. Arriba está el horizonte. Llegaré. Ya falta poco”.

Pero un día de tormenta, oscuro y sin luz, cegado por negros nubarrones ominosos, un terrible rayo descargó su furia sobre el árbol, dejándole medio tullido. Se acabó el crecimiento y, poco a poco, empezó un doloroso declive. Le dolía el cuerpo, pero más aún le dolía el alma. Intentó el hombre, con toda su sabiduría, restañar las heridas con lianas que apretasen los dos lados del tronco resquebrajado, con bálsamos y ungüentos que soldasen lo roto. Todo inútil. Primero se cayeron las hojas para siempre. Luego empezaron a aparecer largas grietas verticales a lo largo del tronco. Las ramas empezaron a desgajarse y a venirse abajo. Al final, después de casi un siglo de agonía, el árbol murió. Pero no cayó. Un tronco erguido, seco y pelado, quedó plantado en el sitio que antes había ocupado. El hombre hizo un túmulo alrededor del enhiesto tronco seco. Podaba cada día los brotes de otros árboles que salían en la zona para que la luz no dejase nunca de caer sobre él. Cultivó allí, a la luz perpetua que bajaba del cielo, un jardín de las más variadas especies. Los pájaros, los roedores, los gusanos, las lianas, los árboles circundantes y todos los demás seres vivos de la selva se extasiaban ante él. Hasta el salvaje jaguar, parecía firmar una tregua con sus víctimas para asomarse de cuando en cuando al jardín. El hombre lo regaba con sus lágrimas y le pedía a su amigo desaparecido que lo llevase con él.

Un día su llanto alcanzó una tristeza más honda que nunca. Cayó la noche y apareció, en el claro de la selva, un disco de plata grande y brillante. Jamás había sido visto así. El cansancio le venció y se durmió entre las plantas de su jardín. Fue un sueño extrañamente profundo. Soñó que caía, por un agujero sin fondo, hacia lo desconocido. Apareció al otro lado del mundo, en un paraje exactamente igual a aquél del que venía. Entonces se vio a sí mismo dormido sobre el túmulo, hecho un ovillo alrededor del tronco, y vio cómo su árbol, renacido, empezaba a crecer otra vez. Una rama recién brotada lo recogió del suelo y comenzó a alzarlo. Rápido, intrépido, impetuoso, el nuevo árbol dejaba atrás a todos los que le rodeaban y se acercaba veloz al hueco del techo de la selva. Y él cabalgaba dormido en su rama, que ya era la más alta de la copa. El hueco de entre los árboles se acercaba velozmente. Justo en el momento en el que atravesó el agujero, se despertó. Su consciencia externa volvió a entrar en el cuerpo dormido y se puso de pie sobre la frondosa copa. En ese momento explotó la luz, como nunca antes la había visto, dibujando, sin disgregarse, cuatro arcos y tres círculos, cada uno de siete colores desconocidos. Explotó el horizonte, circular, anchuroso, ilimitado, infinito. Explotó el tiempo, que dejó de transcurrir para quedarse quieto en un presente indescriptible, innombrable. Oyó, en ese presente sin tiempo, el canto de su árbol, que se unía al de una muchedumbre incontable de árboles que se extendía hasta el horizonte, perdiéndose en él. Se puso él también a cantar y sintió que en ese canto comunicaba a su árbol y recibía de él todos los más bellos poemas que nunca supo expresar en el suelo. Tenían un extraño parecido con las leyendas ancestrales de los árboles. Él era su árbol y su árbol era él. Supo que nunca volvería a sentir la añoranza que le angustiaba. Su anhelo estaba colmado y el tiempo ya no existía. Puso a esa nueva noción de la duración del presente el nombre de eternidad. Supo que había entrado en la eternidad. Supo que había alcanzado la plenitud.

16 de julio de 2012

¡Cómo saldremos de esta crisis?


Tomás Alfaro Drake

¿Qué cómo saldremos de esta crisis? Como de todas, sin darnos cuenta y el día menos pensado (pero que nadie me pregunte cuándo será ese día, porque no lo sé). Seguramente alguien podrá decir que estoy chiflado, o que soy un simple que me dejo llevar por un optimismo estúpido. Ninguna de las dos cosas es cierta.

Empiezo por el optimismo estúpido. No veo esta crisis con optimismo. Como toda crisis, pagan justos por pecadores y deja mucho dolor, mucha angustia y mucho pesimismo. Pero, también como toda crisis, y sin minimizar ni un ápice lo dicho anteriormente, si se ve con perspectiva, se da uno cuenta de que no es sino una bajada en una senda de crecimiento y, a menudo, una oportunidad para rectificar errores que sólo en esas circunstancias pueden rectificarse. Por tanto, mi optimismo no es tal, es visión amplia y sin orejeras. Aun a riesgo de ser pesado, quiero insistir en que esto, que es ciertamente así, no es consuelo para las personas que sufren las consecuencias de la crisis.

Tampoco estoy chiflado. Ahora, cuando diga cómo veo la salida de la crisis, tampoco voy a decir nada que no haya ocurrido en el pasado y de lo que hay que sacar lecciones.

¿Cómo saldremos de esta crisis? Como hemos salido de la de los años 90’s o de la de los 70’s. Pero antes de ver cómo salimos de ellas, quisiera ver cómo entramos. Porque tampoco en sus inicios las crisis son originales. Más bien son todas bastante parecidas. Parece que en esto de entrar y salir de las crisis, la humanidad, como en tantas otras cosas, no es original. Quizá lo original fuese no entrar en ellas, para no tener que salir. También procuraré dar alguna receta, que imagino que nunca se cocinará, para alcanzar este tipo de originalidad.

Las entradas en las crisis son todas iguales. Un largo periodo de crecimiento y bienestar hace que se pierda conciencia de la realidad. En esos periodos ocurre a menudo que los tipos de interés están muy bajos, por lo que las familias, las empresas y los gobiernos se acostumbran a gastar con mucha alegría, a veces más de lo que ganan, pueden y deben. Esto estimula el consumo y hace que las empresas vayan muy bien, con lo que el ciclo se realimenta y, si se ve superficialmente, hasta puede parecer que es una espiral virtuosa. Pero no. Es una espiral que, en su propio ascenso tiene la semilla de su desplome. Me gustaría llamarle una espiral de Ícaro, el hijo del constructor del laberinto de Creta, Dédalo. Ambos, padre e hijo, Dédalo e Ícaro, para escapar de su propio laberinto, se hicieron unas alas de cera y plumas con las que salieron volando. Pero Ícaro, llevado de su inconsciencia, voló demasiado alto, acercándose al sol, se le derritió la cera de las alas y se precipito hacia el suelo, con fatales consecuencias.

Un día, tras años de alegre locura, alguien empieza a tener problemas para pagar su endeudamiento excesivo. Los bancos, frecuentemente se han dedicado a dar créditos con excesiva alegría, empiezan a no poder cobrar algunos de ellos. Como consecuencia, no tienen liquidez para seguir concediéndolos al mismo ritmo, lo que ralentiza el consumo. Esto hace que las empresas empiecen a ir peor. Entonces los bancos no sólo no aumentan el crédito, sino que empiezan a exigir que los préstamos se vayan amortizando. Con la bajada del consumo, las empresas empiezan a ir mal y tienen que despedir a gente. Las familias tienen que dedicar una parte de su renta a devolver los préstamos en vez de a consumir. Incluso las familias poco endeudadas y que tienen ingresos, que podrían seguir consumiendo, se ven invadidas por el miedo y empiezan a ahorrar, por si su futuro se ennegrece. Esto disminuye aún más el consumo e Ícaro se precipita al vacío en medio de la desolación, el pesimismo generalizado y el incremento meteórico del paro. Todo son nubarrones. Nadie ve salida posible y la profecía se autocumple para desgracia de todos. Este es el momento en el que estamos ahora.

Pero un día, tras largos y negros años, ocurre lo que tiene que ocurrir. Generalmente, en las crisis se cuentan las familias que están en paro, pero no las que tienen trabajo. Éstas, que han estado devolviendo poco a poco sus deudas y apretándose el cinturón, en medio del pesimismo, empiezan a verse aliviadas de ese peso. Otras familias, menos endeudadas o no endeudadas en absoluto al empezar la crisis, también habían reducido su consumo para hacerse un colchoncito de seguridad y, un día, ese colchoncito les hace sentirse un poco más seguras. Pero el pesimismo y el apretarse en cinturón, son cosas que agotan psicológicamente. Por eso, poco a poco, las familias que podían haber consumido durante toda la crisis, pero que se han abstenido para hacerse su colchoncito, junto con las que han ido aligerando trabajosamente su deuda, empiezan a pensar que ya está bien, que ha llegado el momento, si no de un homenaje, sí de una pequeña autoindulgencia, después de tantos esfuerzos, y empiezan a consumir responsablemente con más liberalidad. De repente, estas familias pasan de ser unas pocas a ser millones. Y empieza a aumentar el consumo, un consumo razonable, no insensato. Tímidamente al principio, pero cada vez con paso más firme. Y, poco a poco, como una locomotora de gran inercia que echa a andar después de una parada en la estación, las empresas empiezan a notar esa relajación del pensamiento negativo en un aumento de sus ventas y, por tanto de sus beneficios. Y piensan que va siendo el momento de contratar, porque empiezan a no dar abasto. Como consecuencia, el paro empieza a bajar. Ícaro, empieza a fabricarse nuevas alas para salir del laberinto. Y, un día, ¡hop! Se da cuenta de que está volando. ¡La crisis ha terminado!

Si alguien piensa que esto son simplezas, le diré que si lo son, están basadas en experiencias empíricas. He pasado por tres crisis en mi vida. La de 1973, la de 1992 y la del 2007. De las dos primeras hemos salido de la misma manera. Pero, además, puedo contar una experiencia personal de esto. Me referiré a la crisis del 92. Poco antes de esa fecha, mi familia política decidió hacer una promoción inmobiliaria en una villa costera del norte de España, ya muy saturada turísticamente. Un abuelo de mi mujer tenía, desde principios del siglo XX un terreno con una casa en lo que entonces era el más allá de la localidad, pero que con el tiempo se había quedado en el cogollito. Un día, decidimos hacer, en una parte del terreno, una promoción de cerca de cien viviendas y otros tantos trasteros y garajes. En el periodo previo a esa crisis se vendieron suficientes pisos como para pagar la construcción. Llegó la crisis del 92. Afortunadamente, no teníamos deudas, por lo que podíamos aguantar sin asfixia financiera. Nos pasamos más de siete años sin vender absolutamente nada. NADA. No era cuestión de precio. No había ni siquiera oportunidad de bajar precios porque nadie los preguntaba. Un día, de repente, empezamos a vender y en menos de un año habíamos vendido todo. ¿Qué había pasado? Lo que he explicado más arriba.

Así pues, ¿cómo saldremos de esta crisis? Pues así. ¿Quiere esto decir que las medidas que pueda tomar el gobierno no sirvan para nada? Ni mucho menos.

La primera medida útil es la lucha contra el déficit y la deuda públicos. Desde luego, de nada sirvió el malhadado plan Ẽ, sino para aumentar el déficit haciendo chorradas inútiles, cuando lo que había que hacer era exactamente lo contrario. Sí es necesario, en cambio, rebajarlo y, no sólo eso, sino repagar la deuda (para lo que hay que llegar a tener superávit). El déficit y la deuda públicos son malos, básicamente por dos motivos. El primero, porque el dinero que el Estado obtiene a través de impuestos es dinero que el ciudadano deja de gastar en cosas producidas por las empresas que dan trabajo. No estoy, ni de lejos, en contra de cierto nivel de redistribución de la renta por parte del Estado. Ni de un sensato estado del bienestar. Pero si esas dos funciones se extralimitan, las ineficiencias que se producen superan con creces a los beneficios y la redistribución de la renta se convierte en la redistribución de la pobreza y el estado del bienestar en el estado del maná, es decir del fomento de la picaresca y la vaguería y de la pérdida de competitividad internacional. Eso, incluso cuando el gasto público se produce en cosas útiles. Ni que decir tiene que cuando el gasto del Estado es para actividades improductivas de clientelismo, electoralismo, despilfarro u obras tan faraónicas como inútiles, la gravedad de la ineficiencia crece al infinito. Por tanto, austeridad del Estado. Un Estado delgado, nervudo y en forma, no uno fofo y elefanteásico. De huesos y músculo, no hinchado de moco y blandiblup[1]. Tal vez esta crisis pueda ser una oportunidad de oro para acabar –cosa que se me antoja imposible –o, cuanto menos darle una buena sesión de quimioterapia, a los cánceres de las Comunidades Autónomas y de la banca pública –léase Cajas de Ahorros. Ambos cánceres responden a las siglas CCAA, ¿será casualidad? Pero esos equilibrios presupuestario y de deuda deben conseguirse a base de cura de adelgazamiento, porque conseguirlos a base de subir los impuestos, aunque a veces no quede más remedio que hacerlo para subsanar abusos pasados, va contra el motor de la recuperación; el consumo. ¿Medidas de estímulo? La única medida de estímulo posible es el consumo razonable de los ciudadanos. Y una medida para ello, quizá no suficientemente apreciada por no ser “científica”, es la libertad de horarios comerciales. El segundo motivo por el que la deuda pública es mala es porque el dinero que toma prestado el Estado no está disponible para prestárselo a la economía productiva, que es la que crea puestos de trabajo. Ciertamente, para llegar a estas conclusiones no hace falta saber economía. Cualquier ama de casa sabe que nadie puede gastar indefinidamente más de lo que gana, y que quien lo hace, aunque sea un Estado soberano, lo paga caro. Tal vez tendríamos que poner a un ama de casa como ministro de economía en épocas de bonanza.

La segunda medida que puede tomar un gobierno, no sólo para salir de las crisis, sino para que cuando se entre en ella el paro no se dispare, es la liberalización del mercado de trabajo. El pleno empleo no se consigue protegiendo a ultranza el empleo que hay, sino haciendo que se creen más puestos de trabajo de los que se destruyen. Y esto se consigue con un mercado de trabajo libre y flexible, tanto en cantidad como en precio. Lo que ocurre es que las reformas necesarias para crear un mercado de trabajo libre y flexible conviene tomarlas cuando las cosas van bien. Pero, ¿quién es el político que se atreve a hacer eso en épocas de bonanza? En España hemos tenido que llegar a la situación a la que hemos llegado para hacerlo. Ningún gobierno con mayoría absoluta anterior, ni del PP ni del PSOE, ni de UCD si nos remontamos más en el pasado, ha tenido el valor para hacerlo. Sólo el ver las orejas al lobo nos ha hecho acometer esta reforma, completamente necesaria, en el peor momento, aunque tal vez en el único factible. Poco más puede hacer un gobierno para salir de la crisis. Y no es poco que haga esto. No sólo en tiempos de crisis, sino siempre.

Así saldremos de esta crisis y así caeremos en la siguiente si Ícaro no aprende a usar las alas como su padre, Dédalo. Es decir, sin remontarse tanto que la cera se derrita por el sol. Y, ¿cómo se hace eso? Muy fácil y muy difícil a la vez. Primero, con el consumo responsable, que no lleve al sobrecalentamiento artificial. Si los ciudadanos, como los Estados, consumiesen responsablemente, es decir gastando lo que razonablemente pueden sin endeudarse para consumir más allá de esos límites razonables y algo más para inversiones a largo plazo como la vivienda, nada de lo dicho ocurriría. Estaríamos ante un crecimiento sostenible, tal vez más bajo de los que presenciamos en los años de bonanza que siguen a una crisis y anteceden a la siguiente, pero sin los espasmos de las crisis que crean tanto sufrimiento e injusticia. Si las empresas se endeudasen también responsablemente, tampoco se encontrarían en la tesitura de suspender pagos cuando las cosas se torciesen un poco. Existen métodos, que no voy a exponer aquí, para ponerle cifras a lo que significa endeudamiento razonable en familias y empresas. Pero una vez más el sentido común nos da la receta. No hay que endeudarse más de los que uno puede devolver de esa deuda, en sus plazos establecidos, aún en el caso de que nos vaya mal.

Sin embargo, pedir esto a ciudadanos y empresas, tal vez sea demasiado pedir. Por eso decía que el usar las alas de Dédalo era muy fácil y muy difícil. Pero, líbrenos Dios de que el Estado vaya a decir por ley hasta dónde puede uno endeudarse. Primero porque se equivocaría y, segundo, porque nadie le haría caso. ¿Entonces? Entonces, hagamos que el dinero, en vez de ser un bien casi ilimitado y muy barato sea lo suficientemente escaso como para que tenga un precio que haga que la gente –particulares y empresas– se autoregule.

Cuando digo que el dinero es un bien casi ilimitado, debo aclarar qué quiero decir con ello, antes de que alguien se enfade conmigo. Todos sabemos que el dinero es escaso, sobre todo a fin de mes y, también, que es caro. Cuesta mucho trabajo ganarlo. No me refiero a eso. Me refiero a la cantidad de dinero del sistema monetario y al precio de los préstamos. La oferta de cualquier bien es limitada. Mientras no se invente la piedra filosofal, el oro será un recurso escaso. Y lo mismo podemos decir del petróleo, del acero o de la electricidad. Evidentemente, se puede sacar oro de las minas, petróleo de los pozos, fabricar más acero y generar más electricidad si hace falta. Pero hacerlo tiene un coste y no se sacará una sólo barril de petróleo que tenga un coste mayor que su precio.

Esto, que ocurre con todo, no pasa con el dinero. Las autoridades monetarias –que dependen, directa o indirectamente de los gobiernos y, siempre, de los políticos–  pueden crear, a coste cero, tanto dinero como quieran. No para metérnoslo en el bolsillo, evidentemente, sino para que esté en el sistema. Y la consecuencia de esto es que el precio del dinero, es decir, el interés a que se presta, puede acercarse a cero, si se crea demasiado. Por supuesto, las autoridades monetarias tienen todos los medios necesarios para definir exactamente cuánto dinero quieren que haya en el sistema. Y en la mayoría de los periodos de bonanza intercrisis, lo han creado en cantidades ingentes, entre otras motivaciones, para tener contento al ciudadano. Pero, como hemos visto, eso era exactamente lo que impulsaba a Ícaro a volar demasiado alto. Para que Ícaro use las alas como Dédalo, la cantidad de dinero tiene que estar restringida y, para eso, debe ser controlada por quien tiene poder para hacerlo. La lección sería: Las autoridades monetarias no pueden crear más dinero de lo que crezca la economía. De todas las crisis se sacan lecciones, aunque sean dolorosas, porque la humanidad sólo aprende cuando le ve las orejas al lobo. Sin embargo no soy de los que dicen que la humanidad no aprende. Aunque muy a menudo lo haga a palos, la humanidad no ha dejado de aprender desde que existe. De no ser así, estaríamos todavía en las cavernas. De esta crisis parece que van a salir dos lecciones importantes. La primera que los estados, como los particulares y las empresas no pueden gastar más de lo que ganan. La segunda, que si queremos realmente crear una Europa fuerte y unida, tenemos que superar una historia de enfrentamientos por la hegemonía, para realmente ceder soberanía cada uno de los Estados hacia una auténtica soberanía europea. No serían malas lecciones. Pero, a mi entender, falta, y es tan necesaria como el comer, la enunciada más arriba y que repito: Las autoridades monetarias no pueden crear más dinero de lo que crezca la economía. Con esta regla aplicada, Ícaro tendría muy complicado hacerse unas alas que le permitan volar demasiado alto.

Quiero expresar dos medidas adicionales. Ninguna de las dos se leerá jamás en ningún libro de economía, ni ningún gobierno la aplicará o pedirá que apliquen los ciudadanos. La primera porque no pasa de ser una boutade. La segunda porque es tan profunda que no cabe en los libros de economía ni es políticamente correcta para plantear a los ciudadanos.

Vamos con la primera. Sería poner un IVA del 2000% a los periódicos, de forma que su precio se multiplicase por 20 y no los comprase nadie. Nadie se engaña si dice que los periódicos están todos al borde de la quiebra. Y, ¡ay!, hay que vender como sea. Y por algún perverso mecanismo mental del ser humano, parece que el pesimismo, el alarmismo y el sensacionalismo venden más que el optimismo, la templanza y la veracidad. Por eso la prensa excita un pesimismo absolutamente nefasto para la recuperación económica. Y, en épocas de bonanza hace exactamente lo contrario. Es decir, colabora muy activamente a la creación de ciclos.

La segunda es la profunda. Rezar al Señor de la Historia, que es, con mayor motivo, el Señor de la economía. Rezar para que insufle sabiduría en el ánimo de quienes gobiernan y legislan, paciencia inteligente en la ciudadanía que tenga que soportar esa medidas y fortaleza y consuelo a los que sufren el paro. Dios, el Señor de la Historia y la economía actúa siempre a través de causas segundas, en este caso, los seres humanos, es decir, nosotros. Recemos pues para que nos ilumine a todos y cada uno de nosotros.

Para terminar, quiero puntualizar una cosa. Creo que de esta crisis saldremos así. Pero no soy ciego y sé que existen riesgos catastróficos. Es de una notable miopía pensar que porque las cosas hayan pasado de una determinada manera en el pasado, tienen que pasar necesariamente así en el futuro. Recientemente he leído un libro que lleva por título “El cisne negro” y cuyo autor es Nassim Nicholas Taleb. Me ha parecido un libro curioso e interesante. Un cisne negro es para Taleb un acontecimiento de muy baja probabilidad, impredecible mirando al pasado, pero que tiene unas consecuencias inmensas. Los cisnes negros pueden ser positivos o negativos. Según el autor, la historia progresa por cisnes negros más que por un avance lineal y pausado. La verdad es que me parece un razonamiento perspicaz y con una gran base empírica. Pero quiero contar una historia muy poco tranquilizadora que Taleb utiliza para ilustrar la dificultad de predecir el futuro por el análisis del pasado. Un pavo está siendo engordado para el día de acción de gracias (Taleb es libanés, pero está americanizado y, por tanto, si habla de pavos, habla del día de acción de gracias). Todos los días un simpático humano entra en el sitio donde está y le da de comer todo lo que quiere. El futuro es de color de rosa. Abundante comida garantizada. El pavo salta de alegría cada vez que el humano viene a traerle la pitanza cotidiana. Lo que no sabe el pavo es que el día de acción de gracias está cada día más cerca. Con esto quiero decir que existen riesgos catastróficos que pueden hacer que mi profecía no se cumpla. Pero, sinceramente, creo que tiene más probabilidades de cumplirse la mía que la de los agoreros marxistas que llevan diciendo desde 1848 que las contradicciones del sistema capitalista le llevarán a su ruina. De momento, son ellos los que se han ido a la catástrofe.


[1] El blandiblup es una sustancia viscosa y gelatinosa que se vendía como juguete hará unos veinte años. Yo usaba esa expresión para educar a mis hijos. ¡Huesos y músculos, que parece que estas hecho de moco y blandiblup!, les decía a menudo cuando se quejaban o cuando se desparramaban en una butaca dejándose llevar por la apatía y la ociosidad. Parece que me ha dado resultado.

11 de julio de 2012

Frases 11-VII-2012

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


Como dijo santo Tomás, hay un vínculo entre la esperanza teologal y la esperanza humana: el deseo de felicidad es recogido, relevado, traspuesto, pero no destruido por la esperanza teologal; [...] ... lo cual revela una vez más hasta qué punto la naturaleza no es destruida por la gracia, sino perfeccionada por ella.


Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, La esperanza en Dios nuestro Padre, en el capítulo dedicado a Charles du Bos.


8 de julio de 2012

¿Es el bosón de Higgs la partícula de Dios?

Tomás Alfaro Drake



Por no mantener durante más tiempo del estrictamente necesario la intriga sobre la pregunta que da nombre a este artículo, diré que lo de llamar al bosón de Higgs la partícula de Dios no pasa de ser la típica frase sensacionalista. Esta se le ocurrió al editor del libro del premio Nobel Leon Lederman como título del mismo y, el científico, que además de premio Nobel, debe tener ideas claras de marketing, accedió. Pero esta partícula nada tiene que ver con Dios. El que crea en Dios podrá seguir haciéndolo con independencia de que exista o no el bosón de Higgs, y lo mismo le ocurrirá al que no crea. Pero dicho esto, tal vez sea interesante dar una idea lo más inteligible posible de qué es esta partícula y por qué su descubrimiento es tan importante para la ciencia.

Desde que el hombre es hombre, no ha parado de preguntarse qué son las cosas. Lo ha hecho con las estrellas, con la luna, con los eclipses o con las mareas, etc., etc., etc. Y por supuesto, se ha preguntado de qué están hechas las cosas. Los griegos quisieron reducir toda la inmensa variedad de sustancias que forman el mundo a cuatro. Aire, tierra, agua y fuego que, combinadas de distintas maneras, daban lugar a todas las sustancias conocidas. Pero tras esa primera aproximación sistematizadora las respuestas no han parado de sofisticarse, a medida que los aparatos de medida y la acumulación de saber lo hacían posible. En estos momentos, el estado de la cuestión acerca de cuales son los componentes básicos de la materia se resumen en lo que ha dado en llamarse el modelo estándar de partículas. Sería largo enumerar aquí cuales son estas partículas. Baste con decir que son seis tipos de cuarks, tres tipos de leptones y otros tres tipos de neutrinos. Es decir, doce en total. Lástima. De los cuatro componentes de los griegos hemos pasado a doce. Y cuanto más sencilla es una teoría, parece más elegante. Así pues, la teoría de los griegos era más elegante, pero tenía un problema. No era cierta. Así que debemos conformarnos con doce partículas. Pero, desgraciadamente para la supuesta elegancia, eso no es todo. Cada una de estas partículas tiene asociada una antipartícula, lo que eleva el número a veinticuatro, si bien doce de ellas son clónicas, por decirlo de alguna manera, de las doce originales. A estas partículas que componen la materia se les llama fermiones en honor al físico Enrico Fermi. Todas estas partículas han sido ya descubiertas empíricamente.

Pero, ¡ay!, tampoco con esto basta. Todas las cosas materiales están trabadas entre sí por cuatro tipos de fuerzas. A saber. La gravitatoria, la electromagnética, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. Con el advenimiento de la física cuántica se supo que esas cuatro fuerzas afectaban a la materia a través del intercambio de un tipo de partículas diferentes de los fermiones que reciben el nombre de bosones. Así, por ejemplo, el fotón es el bosón que transmite la fuerza electromagnética. El gravitón, postulado pero no descubierto, sería el bosón que transmitiría la fuerza de la gravedad. Estos dos bosones no tienen masa. Pero para explicar cómo se transmiten las otras dos fuerzas, las nucleares fuerte y débil, hacen falta nada menos que otros once bosones, tres de los cuales tienen masa y ocho no la tienen. Es decir, trece en total. Es un alivio para la elegancia del modelo estándar que estos once bosones no tengan antibosones. Pero, con todo, son 25, si no tenemos en cuenta las antipartículas o 37 si las tenemos en cuenta.

La gracia del modelo estándar es que explica maravillosamente bien el comportamiento de la materia, por lo que los físicos le han tomado cariño. Pero, ¿dónde está el bosón de Higgs? ¿Será uno de los once a los que no he dado nombre? No. ¿Entonces? Entonces aparece el problema de la masa, que va a hacer que tengamos que remontaros a Newton. Newton ha sido, con seguridad, el mayor genio de la historia de la ciencia. Descubrió dos leyes importantísimas para entender el mundo. La primera es la de la gravitación universal. Según esa ley, todos los cuerpos se atraen con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Cualquier estudiante de la ESO sabe esto. La otra ley de Newton de enorme importancia dice que todo cuerpo sometido a una fuerza experimenta una aceleración inversamente proporcional a su masa. También esto lo sabe cualquier estudiante de la ESO. Pero lo que sabe ningún estudiante de la ESO, ni ningún oto ser humano, que es eso de la masa de un cuerpo. Se postuló para explicar la gravitación y por qué costaba acelerar los cuerpos, pero no se sabe lo que es, ni porque existe. Podría definirse como aquello que hace que los cuerpos se atraigan o que cueste acelerarlos, pero sería una definición circular. Es más, el modelo estándar de la física de partículas, por sí sólo, lleva a la conclusión de que ninguna partícula puede tener masa, lo cual es totalmente contrario a la realidad, puesto que de las 25, 15 sí que la tienen. Las únicas partículas que no tienen masa son el fotón y el gravitón y ocho bosones llamados gluones.  Las otras 15 sí tienen masa. Salvo por ese “pequeño detalle”, el modelo estándar es muy bueno. Pero, ¡vaya detalle! Si no fuese por el “pequeño detalle” de que no tengo suficiente dinero, me podría comprar una isla griega, que ahora parece que se venden baratas. Pero, ¡pelillos a la mar!, dijeron los físicos de partículas. En los años 60’s, Sheldon Glashow, Steven Weinberg y Abdus Salam, basándose en unas vagas intuiciones de Robert Brout, François Eglert y –por fin–, Peter Higgs, desarrollaron un modelo en el que, si existiese un nuevo bosón, quedaría explicado el problema de la masa del resto de las partículas. Las injusticias de la vida han hecho que este bosón se conozca como el bosón de Higgs. Los otros cinco postulantes del bosón de marras, tres de los cuales tuvieron mucho más que ver con el desarrollo de la teoría que Peter Higgs, han quedado relegados al olvido.

No es la primera vez que una observación molesta lleva a postular la existencia de algo nunca visto que, luego, debidamente buscado, ha resultado que existía. Cuando los astrónomos descubrieron, a principios del siglo XX, ciertas irregularidades en la órbita de Neptuno, inexplicables con las leyes de Newton, pensaron que la explicación podía estar en la existencia de otro planeta exterior a Neptuno, más bien que en tirar a la basura las leyes de Newton que habían demostrado ser tan útiles y fiables. Aún antes de descubrirlo pusieron a ese planeta el nombre de Plutón, dios de los infiernos y de la oscuridad, quizá por estar sumido en la negrura, pero también porque los demás dioses del Olimpo ya tenían su planeta. Buscaron a Plutón con denuedo y, cuando los telescopios fueron suficientemente potentes, lo encontraron, porque sabían dónde y cómo mirar.

El famoso bosón de Higgs, como Plutón, explicaría muchas cosas. Crearía un campo que llenaría todo y que haría que las partículas tuviesen masa. Sería como si ese campo fuese una especie de melaza que hiciese que a las partículas les resultase difícil acelerarse y, por oto lado, tendiesen a apelotonarse. Pero desear que exista el bosón de Higgs no quiere decir que exista. Había que buscarlo, como se buscó Plutón cuando se detectaron irregularidades en la órbita de Neptuno. Pero como entonces, los “telescopios” debían ser suficientemente potentes y había que saber dónde buscar para encontrar lo que se buscaba. ¿Cuáles son los “telescopios” que permiten buscar partículas? Esos “telescopios” se llaman aceleradores de partículas. Son ingenios que, como su nombre indica, aceleran partículas cargadas a velocidades increíbles, a través de campos electromagnéticos, y las hacen chocar frontalmente unas con otras. Al chocar se desintegran en otras muchas partículas y así se “crean” nuevas partículas. Estas partículas, a su vez, se desintegran en otras y, tras una cascada de desintegraciones, esas otras partículas de segunda, tercera o cuarta generación se detectan en detectores especiales que miden su velocidad, su dirección, su carga, su masa y, de esta manera, como un detective que analiza las pistas del lugar del crimen, averiguan la identidad de las partículas que se “crearon” en el choque. Estos “telescopios” son más potentes cuanta mayor es la velocidad de choque de las partículas aceleradas. Al principio, los aceleradores eran lineales. Pero la longitud de los mismos imponía un límite a la velocidad que podían alcanzar las partículas que se hacían colisionar. Por supuesto, a los físicos se les ocurrió inmediatamente hacerlos circulares, ya que un círculo se puede recorrer cuantas veces se quiera para acelerar las partículas, en principio, tanto como se quiera. Pero entonces aparecen nuevos límites. Cuando un coche corre por un circuito circular, aunque el coche pueda acelerar tanto como quiera, la velocidad que puede alcanzar viene limitada por la fuerza centrífuga. Si va demasiado deprisa, derrapará y se saldrá del circuito. Cuanto mayor sea el diámetro del circuito, más deprisa podrá ir el coche sin derrapar. Pues lo mismo pasa con los aceleradores de partículas circulares. Las partículas podrán alcanzar mayores velocidades cuanto mayor sea el diámetro del anillo del acelerador. Y cuanta mayor sean las velocidades que alcanzan, mayor será la masa de las partículas que se creen en la colisión.

Hasta hace poco, el mayor acelerador de partículas era el LEP (Large Electon-Positron) del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire), un anillo de 27 Km. de circunferencia enterrado 100 m. bajo tierra entre Suiza y Francia que hacía colisionar a grandes velocidades electrones y positrones. Con este acelerador se logró la hazaña de descubrir el último cuark que faltaba por encontrar y los bosones de la fuerza nuclear débil, con lo que el modelo estándar de partículas quedaba completo a excepción del gravitón y, por supuesto, del bosón de Higgs. Pero con él se pudo saber que el orden de masa de este bosón era tal que no podría detectarse en el propio LEP. Entonces el CERN se embarcó en el desarrollo del LHC (Large Hadron Collider). Usando el mismo anillo se logró, gracias a la tecnología de superconductores trabajando casi a la temperatura del 0 absoluto (menos 273º C) y otras tecnologías, multiplicar por 50 el límite de masa de las partículas que podían detectarse. Es como si en un circuito de automóviles se da un mayor peralte a las curvas. El 30 de marzo del 2010, tras superar diversos problemas de puesta en marcha, el LHC produjo las primeras colisiones.

Su primer objetivo fue tratar de descubrir el bosón de Higgs. Para ello dedicó dos de los cuatro detectores de desintegración de partículas, ATLAS y CMS, con sistemas y tecnologías distintas y separados más de 5 Km. Se trataba con ello de que las comprobaciones pudiesen provenir por dos sistemas distintos, para darles mayor fiabilidad. Pronto se pudo determinar, como en el caso de Plutón, dónde había que mirar. Si el bosón de Higgs existía se supo que su masa tenía que tener un valor muy próximo a 125 veces la masa del protón. Examinando las partículas de esa masa, el 13 de diciembre del 2011, ATLAS descubrió productos de desintegración que podía provenir de bosones de Higgs. La probabilidad de que esos productos se encuentren y no exista el bosón de Higgs se cifraron en un 7%. ATLAS detectó después otros productos que combinados con los anteriores rebajaban a un 1% la probabilidad de que el bosón de Higgs no existiese. Sin embargo, los resultados de CMS no concordaban con los de ATLAS, por lo que los científicos, siempre prudentes, no dieron rienda suelta a su alegría y siguieron buscando. Esto de las probabilidades merece la pena aclararlo un poco. El bosón de Higgs tiene una vida de 10-21 segundos. Es decir, un segundo dividido por una cifra que es un 1 seguido de veintiún ceros. Esto quiere decir que, si existe, se está formando y desintegrándose continuamente. Nada nuevo. La física cuántica predice que eso pasa con todas las partículas de vida muy corta.  Entonces, ¿para qué hace falta un aparato tan caro como el LHC para producirlo? Sencillamente, porque para detectarlo hace falta que se forme en grandes cantidades justo en el sitio adecuado, es decir, en el centro de los detectores ATLAS y CNS del LHC. Pero, incluso así, con esa vida tan corta, es imposible detectarlo directamente. Se detectan los productos de la desintegración de partículas que se han formado en su desintegración y así, varias generaciones de desintegraciones. Ahora bien, cada partícula tiene varios modos de desintegrarse, cada uno con una determinada probabilidad. Por tanto, cuando los detectores detectan unas partículas, es muy difícil asegurar de qué cadena de desintegración proceden y si en el origen estaba el bosón de Higgs u otra partícula. Para estar cada vez más seguros, sin jamás alcanzar la certeza absoluta, hay que acumular más y más datos y tratarlos con sofisticadísimos sistemas de análisis computacional para ir eliminando probabilidades de que lo que se detecta provenga de una combinación de partículas sin que exista el bosón de Higgs. Por eso, los prudentes científicos dicen que habrá que esperar hasta finales del 2012 para, con la acumulación de datos procedentes de muchas más colisiones se produzca, tal vez, el acuerdo entre ATLAS y CMS y para con toda esta información, debidamente tratada, se pueda afirmar que la partícula que origina estas observaciones es, realmente, el bosón de Higgs. Pero parece que los periodistas han decidido que la gente en verano quiere cambiar el tema de la prima de riesgo por otro menos agobiante y que este bosón de Higgs era el mejor candidato para el relevo.

Y, ¿qué vendrá después del bosón de Higgs? El siguiente reto del LHC será la llamada supersimetría. El universo está susurrando a nuestra inteligencia otra pregunta. ¿Qué es ese otro Plutón que desafía al conocimiento científico establecido y que los científicos llaman materia y energía oscuras? Para esto, se ha establecido otro marco conceptual. Para explicar la materia y la energía oscuras los científicos han ideado un marco teórico al que han llamado supersimetría. Según esta teoría, cada una de las partículas del modelo estándar debería tener una supercompañera supersimétrica. Esa supercompañera debería ser un bosón para cada fermión y un fermión para cada bosón. Es decir otras 25 partículas nuevas. Pero estas supercompañeras, al parecer, tendrían que tener mucha más masa que las compañeras que ahora conocemos. Tanta que muchas de ellas tendrán, a buen seguro más masa de la que se pueda descubrir con el LHC, lo que hará necesario un SLHC (Súper Large Hadrons Collider) para detectarlas. Tal vez un día la humanidad, para saber más de la materia tenga que construir LHC’s del tamaño del ecuador terrestre, o de la órbita de la tierra, o del perímetro de la galaxia o...

Y entonces surge, inevitablemente, la pregunta: ¿Merece la pena invertir la inmensidad de dinero que ha costado el LHC y que costarán los SLHC’s del futuro para ver si existen las partículas supersimétricas y otros Plutones que vayan vislumbrándose a medida que descubramos algo nuevo? ¿Qué nos importa para nuestra vida corriente que exista o no el bosón de Higgs o la supersimetría? Mi opinión al respecto es clara. Sí, merece la pena. Y no sólo, ni siquiera principalmente, por el argumento pragmático y cierto de que el desarrollo de las tecnologías necesarias para construir los SLHC serán de enorme utilidad para miles de aplicaciones que beneficiarán a la humanidad en el futuro. También podría argumentar –y creo que sería cierto– que estos macroproyectos galvanizarían las energías de la humanidad hacia esos retos. La humanidad ha salido de las cavernas gracias a ellos. Pero creo que, siendo esto importante, no es lo más importante. Creo que desde que el hombre recibió el don de la inteligencia –porque creo que le fue dado–, no puede dejar de preguntarse qué son las cosas, cómo es el universo en el que vivimos, en lo más inmenso y en lo más ínfimo, y, en última instancia para qué todo, para qué estamos aquí. Dije al principio que el bosón de Higgs no va a dar ni un argumento a favor o en contra de Dios. Yo creo en Dios. Y creeré lo mismo tanto si existe el bosón de Higgs como si no, tanto si existen las partículas supersimétricas o no, tanto si existen o no todos los Plutones que vayamos postulando. Pero, desde esa fe previa, con cada descubrimiento científico me maravillo de la finura, la precisión y la complejidad con que ese Dios en el que creo ha creado y ordenado el cosmos. Y me asombro de que ese cosmos haya podido fabricar una estructura física –nuestro cuerpo y nuestro cerebro– capaz de albergar el don de la inteligencia y de la consciencia, ausentes en todo el resto del universo. Por eso creo que la inteligencia y la consciencia nos ha sido dadas desde fuera, de forma que unas pequeñas criaturas, unas motas de polvo en medio de la inconmensurable danza de las galaxias, puedan ser la consciencia de ese universo inconsciente. ¿Cómo podría producirlas un universo material inconsciente? ¿Por azar? Me parece altamente dudoso. Y creo que ese universo, además de la fábrica diseñada para fabricar nuestro cuerpo, es el sparring que ese Dios que lo ha creado y nos ha dado el don de la inteligencia, ha puesto al servicio de ese don para que cada vez nos asombremos más y nos dejemos llenar de tanta belleza que no podamos dejar de ver su rostro en el fondo de la copa del conocimiento. Y sé que por ahí está la respuesta del “para qué todo” y del “para qué estamos aquí”. No sólo para la vida corriente, sino para buscar ese rostro. Y me siento apesadumbrado y entristecido por los  que en este orden maravilloso del cosmos ven sólo el fruto del azar. Y entonces, me maravillo del bosón de Higgs, de la supersimetría y de todos los Plutones, y adoro a ese Dios.