30 de diciembre de 2012

Genealogías de Cristo


Hace unos días, en el Adviento, se leyó el principio del Evangelio de san Mateo, que empieza con una genealogía de Cristo en la que se suceden una larga lista de 40 nombres de ascendientes de Jesús, empezando por Abraham. Entre esos nombres, aparecen quince de los reyes de Judá. Aparece también la referencia a cinco mujeres de las que se dice explícitamente el nombre de cuatro de ellas pero del que se puede saber el de la que falta. La lectura de ese Evangelio se hace tediosa, con tanto nombre extraño. Sin embargo, para quien conoce un poco las Escrituras, es un mensaje cifrado con tres claves y tres conclusiones.

La primera clave está en el hecho de que la Escritura nos dice que Jesús no era un ser extraño y ajeno a la historia de la humanidad, una especie de “extraterrestre”. No, conocemos su filiación. Los judíos tenían que saber a ciencia cierta su genealogía, si querían ser capaces de demostrar su pertenencia al pueblo elegido. Jesús era, pues, un hombre de carne y hueso que asumía en su persona una historia. Y esa es también la primera conclusión. Jesús es verdadero hombre. Jesús es parte de la historia humana.

La segunda clave está en los quince nombres de reyes de Judá. La lista no coincide con la que se ve en el libro de los Reyes y en el de las Crónicas. Hay algunos que han sido borrados de ella. Pero los borrados no son los peores. Entre los reyes de Judá los hubo idólatras. Hubo algunos que, asumiendo las costumbres de los cananeos que habitaban Palestina antes que los judíos, sacrificaban sus hijos, quemándolos vivos, al terrible dios Moloch. Pues bien, esos reyes no son borrados de la lista. Cualquiera que hubiese querido hacer de Jesús un ser mítico, hubiese intentado borrar esos horrores de la genealogía de Jesús, sin embargo ahí están. Pero, esta lista de reyes nos da la segunda conclusión: Cristo era, realmente, el heredero de la estirpe de reyes, descendientes por línea directa de David, era, realmente, el rey de los judíos, el Ungido, que en hebreo es el Mesías y en griego el Cristo. Cosa que no era Herodes que no era ni siquiera judío, sino un Idumeo, descendiente de Esaú, el hermano gemelo de Jacob, cuya descendencia siempre había odiado a la de Jacob, de la que descienden los judíos.

La tercera clave está en las cinco mujeres que aparecen en la genealogía.

Por orden cronológico, la primera es Tamar. Tamar era la nuera de Judá, el cuarto hijo de Jacob, del que descienden los judíos. Estaba casada con su hijo mayor. Judá, contraviniendo una ley que sus antepasados habían cumplido, la de casarse con hebreas, se casó con una mujer cananea. Tuvo de ella tres hijos, Er, Onán y Selá. Tamar, también cananea, casó con Er, que murió sin hijos. Para un judío, morir sin hijos era como no entrar en el paraíso, ya que cuando viniese el fin de los tiempos, no tendría nadie que le llevase a él. Para suavizar este destino, la ley judía estipulaba una ficción jurídica. Un hermano del judío muerto tomaba por esposa a la del finado y el primer hijo que tuviesen era considerado como descendiente del primer marido. De esta forma éste podría entrar en el paraíso. Ésta era la llamada ley del levirato. Así pues, el segundo hijo de Judá, Onán, se vio en la obligación de casarse con Tamar. Pero, por la causa que sea, Onán detestaba dar descendencia a su hermano, por lo que practicaba el coitus interruptus con Tamar. Esta conducta ofendió a Dios, que hizo morir a Onán. Hoy en día, la palabra onanismo se refiere al vicio de la masturbación, pero en realidad lo que practicaba Onán era el coitus interruptus. Sea como fuere, Judá decidió no seguir la ley del levirato y no dar a su tercer hijo, Selá, en matrimonio a Tamar, sino mandar a ésta a casa de sus padres. Esto era una afrenta tanto para Tamar como para su familia. Por eso, Tamar, aprovechando una ocasión propicia, se hizo pasar por prostituta y consiguió que Judá se acostase con ella y, con engaño, que la dejase embarazada. Ella le pidió como pago de sus servicios su sello, el cordón con el que se ceñía la túnica y el cayado. Cuando se vio que Tamar, una viuda, se había quedado embarazada, Judá, siguiendo la ley, sentenció que la quemasen. Pero cuando la sentencia se iba a cumplir, Tamar dijo que el padre de su hijo era el dueño del sello, del cordón y del cayado. Todo el mundo sabía a quién pertenecían estos y por eso Judá tuvo que perdonarle la vida y reconocer a ese hijo como suyo. Y Tamar, junto con Judá, están en la genealogía de Jesús, el Cristo, que asume ese pecado. Ahora se entiende mejor, la llamada trampa saducea tendida por éstos a Jesús para presionarle a que negase la resurrección de la carne.

La segunda mujer citada es Rajab. Rajab era, realmente, una prostituta cananea. Ejercía la prostitución en Jericó. Cuando, tras los cuarenta años de vagar por el desierto durante el éxodo de Egipto por su desconfianza en Dios, los Israelitas recibieron el permiso del Señor para entrar en la Tierra prometida al mando de Josué, el primer obstáculo era la imponentemente amurallada ciudad de Jericó. Para ver cómo tomarla, los israelitas mandaron a dos espías. Los espías se fueron directamente a la casa de la prostituta Rajab. El servicio de contraespionaje de Jericó, supo de la venida de los espías israelitas y peinó la ciudad para encontrarlos. Supieron que estaban en casa de Rajab, pero ésta, a riesgo de su vida, los escondió, engañó al contraespionaje de Jericó y los ayudó a evadirse descolgándolos con una soga por la muralla. Lo hizo porque sabía, antes de que lo supieran los propios judíos, que su Dios les iba a entregar Jericó. Pidió que cuando conquistasen la ciudad, le respetasen la vida a ella, a sus padres y a sus hermanos. Sabemos que Jericó no cayó por ninguna estrategia militar que pudiera haberse urdido con la información de los espías, sino por la acción milagrosa de Yavé que hizo que las altivas murallas se derrumbasen al son de las trompetas. Los israelitas cumplieron su promesa y, como no se sabe el nombre de los espías, no sabemos si la prostituta Rajab engendró a su hijo de uno de los espías o de otro israelita. Sabemos, eso sí, por la genealogía, que el que engendró un hijo en ella se llamaba, Salmón. Y la prostituta Rajab es asumida por Jesús entre su ascendencia. Ahora puede entenderse mejor el pasaje en el que Cristo evita la lapidación de la mujer adúltera. La prostitución, y con mayor razón el adulterio, están asumidos por Jesús, el Cristo.

La tercera mujer es Rut. La historia de Rut está narrada en un breve y tierno libro de la Biblia que lleva su nombre. Poco después de la conquista de la Tierra Prometida, un hombre llamado Elimélec, tuvo que irse de Belén, donde vivía, con su mujer, Noemí, y sus dos hijos, huyendo de una de las hambrunas que asolaban la zona periódicamente. Se fueron a Moab. Los moabitas eran un pueblo maldito. Los judíos remontaban su origen a un acto incestuoso de Lot con sus dos hijas. De una de ellas tuvo a Amón, padre de los Amonitas y de la otra a Moab, iniciador del pueblo que lleva su nombre. Ambos pueblos son considerados por los judíos como despreciables hijos del pecado. Pues bien, a poco de llegar este israelita a Moab, murió. Sus hijos se casaron con dos mujeres moabitas, Ofrá y Rut, y también murieron. Noemí dijo a sus nueras que volviesen a casa de sus padres. La vida de una viuda sin familia estaba abocada a la muerte de hambre y, si sus nueras se quedaban con ella, esa sería, casi con seguridad, la suerte de las tres. Ofrá dio un beso de despedida a Noemí y se fue a su casa. Pero Rut le dijo a su suegra: “No insistas más en que me separe de ti. Donde tú vayas, yo iré; donde tu vivas, viviré; tu pueblo es mi pueblo y tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, moriré y ahí me enterrarán. Juro hoy solemnemente ante Dios que sólo la muerte nos ha de separar”. Y la muerte era la hipótesis más plausible a muy corto plazo, lo que da un tinte de fidelidad heroica al juramento de Rut. Noemí decide que, si ha de morir, mejor que sea en su tierra, y vuelve a Belén. Pero Noemí sabía que un hombre rico de Belén, Booz, el hijo de Salmón y Rajab, era el segundo pariente más próximo de su marido. Ambas mujeres montan una estrategia para que Booz, que es ya viejo, se encariñe con Rut. Booz, agradecido del cariño puro de Rut le dice que si el pariente más próximo no quiere ejercer el levirato, él lo hará. Así se hace y ese pariente rechaza casarse con Rut, por lo que Booz ejerce el levirato y se casa con ella y, aunque es viejo, engendra en ella un hijo. Así, en el árbol genealógico de Jesús, el Cristo, queda injertado el pueblo de Moab, maldito fruto del incesto. Y empieza a tomar forma la profecía mesiánica que pronunciará el profeta Miqueas cuatrocientos años más tarde: “En cuanto a ti, Belén de Efratá, la más pequeña entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser soberano de Israel: Sus orígenes se remontan a los tiempos antiguos, a los días de antaño. Por eso el Señor abandonará a los suyos hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces, los que aún queden, volverán a reunirse con sus hermanos israelitas. Se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor, y con la majestad del nombre del Señor, su Dios. Ellos vivirán seguros, porque extenderá su poder hasta los confines de la tierra. Él mismo será la paz”. Miqueas escribe esto hacia el año 700 a. de C., más de trescientos años después de que el Rey David naciera en Belén, por lo que no se puede referir a él. ¿A quién se refiere? Creo que al que nació en Belén hace hoy poco más de dos mil años, a Jesús, el Cristo.

El bisnieto de Booz y Rut es el rey David. Y con David entra la cuarta mujer que aparece en la genealogía de Jesús, el Cristo. Y entra de la mano de un pecado abominable. San Mateo no cita el nombre de esa mujer. La llama la mujer de Urías. Por el libro de Samuel sabemos que su nombre era Betsabé. Betsabé era la mujer de Urías, el hitita, un extranjero, pero uno de los más valientes capitanes del ejército de David. Es más que probable que Betsabé fuese también hitita. Urías estaba guerreando para su rey cuando David, desde la terraza de su palacio, situado en el antiguo monte de Sión, vio bañarse desnuda a Betsabé. Le pareció bellísima, la hizo llamar y se acostó con ella, dejándola esperando. Cuando Betsabé se dio cuenta de su embarazo, se lo dijo a David, que ordenó a Joab, su general en jefe del ejército, que diese permiso a Urías para ir unos días a su casa. David esperaba que Urías, al llegar a su casa, se acostase con Betsabé, eliminando así la huella de su infidelidad. Pero Urías dijo que, mientras sus hombres morían en combate, él no podía acostarse con su mujer y, durante todo su permiso, pasó las noches durmiendo en el suelo en la puerta de las habitaciones del rey. Y cuando el permiso terminó, se fue sin haber estado con su mujer. Entonces el rey David tomó, no se sabe si con el beneplácito de Betsabé o sin él, una terrible decisión. Mandó una orden a Joab en la que decía: “Poned a Urías en primera línea, en el punto más duro de la batalla, y dejadlo solo para que lo hieran y muera”. Es difícil imaginar mayor felonía. Y esto desagradó al Señor. Sin embargo, cuando el profeta Natán hizo ver a David el horror de su pecado, éste se arrepintió de corazón. El niño así concebido murió, pero otro hijo de Betsabé con David fue el rey Salomón, y tanto David como Betsabé, están asumidos en la genealogía de Jesús, el Cristo.

La quinta mujer es, por supuesto, María. Concebida sin pecado, completamente pura e inocente, fue la madre de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios y es, por tanto, madre de Dios. Pero Cristo nos la dio como madre en la cruz y, desde entonces, es también nuestra madre. En María se purifica toda la genealogía de Jesús.

Y he aquí la tercera conclusión: El poder de la misericordia de Dios para con el hombre y la fuerza irresistible de su salvación porque “para Dios nada hay imposible”. Isaías lo anunció en el cuarto poema del misterioso siervo de Yavé, más de quinientos años antes del nacimiento de Cristo: “… eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados. Andábamos todos errantes, como ovejas, cada cual por su camino y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor.  […] Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. […] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”. El que Jesús asuma en su carne los pecados de la humanidad, no quiere decir, ni remotamente, que haga bueno el pecado o que lo ame. Asume el pecado y ama al pecador, se arrepienta o no. Lo sitia con su gracia para que se arrepienta, pero no puede obligarle. Ahora bien, si un sólo pecador se arrepiente, parafraseando el Evangelio, hay más alegría en Cristo, que es Dios y es el cielo, que por noventa y nueve que se creen justos y que creen que no tienen necesidad de convertirse.

La genealogía que nos presenta san Mateo es la de José, ya que acaba diciendo: “Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Mesías”. Es, por decirlo así, su genealogía legal. Pero san Lucas nos da otra genealogía. Mientras la de san Mateo arranca desde Abraham y llega hasta José, La de san Lucas va en sentido inverso. Empieza con Jesús y va ascendiendo, de una forma mítica a partir de un momento, hasta Adán. Pero no empieza por José, ni por María, sino por Helí. De ahí va alejándose de Jesús, hasta que llega a David. Este tramo es totalmente distinto del de san Mateo, porque en el de san Lucas, el que figura como hijo de David, no es Salomón, sino Natán. Parece pues que la genealogía de san Lucas, viniendo también de David, no pasa por la lista de reyes de Israel. Es pues otra genealogía distinta. Y, ¿de quién puede ser sino de María? La tradición nos dice que el padre de la María se llamaba Joaquín. Pero es que Helí es equivalente a Eliaquín, que es Joaquín. También la tradición nos dice que san Lucas vivió durante años con María en Éfeso. Parece lógico que nos diese la genealogía de María. Este Natán que se nombra como hijo de David en la genealogía de María aparece en el segundo libro de los Reyes (5,14) y en el primero de las Crónicas (3,5). En esta segunda cita, aparece como uno de los cuatro hijos, Salomón entre ellos, que David tuvo con Betsabé. Así que las mismas cuatro mujeres que están en la genealogía paterna de Cristo, se encuentran en la materna. Es decir, Jesús descendía del rey David por las dos ramas. Por una, la legal, la paterna, era descendiente, por línea directa de todos los reyes de Judá. Eso le hacía el heredero de la corona de Judá, el Rey de los judíos, el Ungido, el Mesías, el Cristo. En cambio la de María no viene por línea real, sino que es más humana, más escondida, más humilde, más acorde con la sencillez de María. De David hacia atrás en el tiempo, coinciden ambas genealogías si bien la de María, que se remonta hasta Dios, citado como padre de Adán, tiene veintiún eslabones más, contando a Dios, anteriores a Abraham. Evidentemente, estos veintiún eslabones son míticos. Pero todo judío que se preciase, conocía su árbol genealógico y tenía que ser capaz de dar fe de él ante cualquier eventualidad pero, sobre todo, ante sí mismo, para demostrar y demostrarse que era miembro del pueblo elegido. Y la parte anterior a Abraham era común para todos, pues todos tenían como un motivo de orgullo ser hijos de Abraham. Esta costumbre judía de llevar bien las genealogías tenía también una raíz económica. Cuando los israelitas entraron en la Tierra Prometida, Josué la repartió de forma que a cada clan o familia le correspondiese una parte de la misma. Después se promulgó una ley que estipulaba que cada cincuenta años la tierra volvería a sus dueños iniciales, con independencia de las compras y ventas realizadas entre medias. Por eso era muy importante saber a qué familia se pertenecía si se quería recuperar la tierra que vendieron los padres o abuelos. Los escribas se dedicaban a dar fe de la familia a la que pertenecía cada uno y llevar un registro. Eran, más o menos, como los notarios y registradores de la propiedad de nuestros días. Así pues, ambas genealogías tienen muchas papeletas para ser auténticas. Jesús, realmente era el Rey de los judíos, el Ungido, el Mesías, el Cristo. Por eso José y María fueron a Belén en el censo de Augusto y por eso Jesús nació en una cueva de ese pueblo. Por eso Herodes, que mató a su mujer y a casi todos sus hijos por miedo a que lo destronasen, se tomó tan en serio la amenaza de que Jesús fuese el Rey de los judíos y perpetró la matanza de los inocentes. Por eso los judíos le quisieron coronar rey tras la multiplicación de los panes y los peces. Por eso los sumos sacerdotes de Israel, treinta y tres años más tarde, veían en Jesús, además de un blasfemo, un peligro político, aunque siempre se hubiese negado a asumir el poder temporal.

Hace bien, por tanto, la Iglesia al poner la genealogía de Jesús, el Cristo y de Jesús, el hijo de María en la liturgia de Adviento. Y lo hace poco antes del nacimiento, de la encarnación de Dios en el Niño que será más tarde el siervo sufriente de Yavé. En esa larga serie de nombres, que se prolonga después de Cristo hasta nosotros, estamos nosotros, hijos adoptivos de María y descendencia de Jesús, de la que hablaba Isaías en el fragmento del poema del siervo de Yavé citado hace unas líneas. En esa descendencia estamos injertados, con nuestros pecados, grandes y pequeños, con nuestras mezquindades y nuestras miserias. Y de ellas hemos sido salvados por el poder de la salvación del Niño. Ese Niño que nace hoy en Belén ha tomado todas nuestras culpas, para llevarlas, a lo largo de su vida, hasta la cruz y, después, hasta la Resurrección, curándonos, de esta forma, en sus llagas transfiguradas. Hoy empieza, un año más, ese ciclo. Nada hay imposible para Dios. Bendito sea su santo nombre. “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos y que toda lengua proclame; Jesucristo es Señor, por la gloria de Dios Padre”, nos dice un himno de los primeros cristianos citado por san Pablo en su carta a los filipenses. Podemos empezar a hacerlo hoy, ante el portal de Belén.

26 de diciembre de 2012

Frases 26-XII-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tenemos que morir. La pasarela de nuestras ternuras se derrumbará en el abismo [...] Sólo la esperanza pasará el abismo con nosotros; gracias a ella podremos dar el salto con confianza en Aquél que nos lo pide todo. Basta un segundo, pero decisivo, para encontrarnos en la otra orilla. Entonces veremos, con ojos asombrados, que todo nos es devuelto, como a Abraham el hijo de la Promesa, después de que hubo aceptado sacrificarlo al Eterno.

Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, la esperanza en Dios, nuestro padre, en el capítulo dedicado a Charles du Bos.


24 de diciembre de 2012

Genaealogías de Cristo


Hace unos días, en el Adviento, se leyó el principio del Evangelio de san Mateo, que empieza con una genealogía de Cristo en la que se suceden una larga lista de 40 nombres de ascendientes de Jesús, empezando por Abraham. Entre esos nombres, aparecen quince de los reyes de Judá. Aparece también la referencia a cinco mujeres de las que se dice explícitamente el nombre de cuatro de ellas pero del que se puede saber el de la que falta. La lectura de ese Evangelio se hace tediosa, con tanto nombre extraño. Sin embargo, para quien conoce un poco las Escrituras, es un mensaje cifrado con tres claves y tres conclusiones.

La primera clave está en el hecho de que la Escritura nos dice que Jesús no era un ser extraño y ajeno a la historia de la humanidad, una especie de “extraterrestre”. No, conocemos su filiación. Los judíos tenían que saber a ciencia cierta su genealogía, si querían ser capaces de demostrar su pertenencia al pueblo elegido. Jesús era, pues, un hombre de carne y hueso que asumía en su persona una historia. Y esa es también la primera conclusión. Jesús es verdadero hombre. Jesús es parte de la historia humana.

La segunda clave está en los quince nombres de reyes de Judá. La lista no coincide con la que se ve en el libro de los Reyes y en el de las Crónicas. Hay algunos que han sido borrados de ella. Pero los borrados no son los peores. Entre los reyes de Judá los hubo idólatras. Hubo algunos que, asumiendo las costumbres de los cananeos que habitaban Palestina antes que los judíos, sacrificaban sus hijos, quemándolos vivos, al terrible dios Moloch. Pues bien, esos reyes no son borrados de la lista. Cualquiera que hubiese querido hacer de Jesús un ser mítico, hubiese intentado borrar esos horrores de la genealogía de Jesús, sin embargo ahí están. Pero, esta lista de reyes nos da la segunda conclusión: Cristo era, realmente, el heredero de la estirpe de reyes, descendientes por línea directa de David, era, realmente, el rey de los judíos, el Ungido, que en hebreo es el Mesías y en griego el Cristo. Cosa que no era Herodes que no era ni siquiera judío, sino un Idumeo, descendiente de Esaú, el hermano gemelo de Jacob, cuya descendencia siempre había odiado a la de Jacob, de la que descienden los judíos.

La tercera clave está en las cinco mujeres que aparecen en la genealogía.

Por orden cronológico, la primera es Tamar. Tamar era la nuera de Judá, el cuarto hijo de Jacob, del que descienden los judíos. Estaba casada con su hijo mayor. Judá, contraviniendo una ley que sus antepasados habían cumplido, la de casarse con hebreas, se casó con una mujer cananea. Tuvo de ella tres hijos, Er, Onán y Selá. Tamar, también cananea, casó con Er, que murió sin hijos. Para un judío, morir sin hijos era como no entrar en el paraíso, ya que cuando viniese el fin de los tiempos, no tendría nadie que le llevase a él. Para suavizar este destino, la ley judía estipulaba una ficción jurídica. Un hermano del judío muerto tomaba por esposa a la del finado y el primer hijo que tuviesen era considerado como descendiente del primer marido. De esta forma éste podría entrar en el paraíso. Ésta era la llamada ley del levirato. Así pues, el segundo hijo de Judá, Onán, se vio en la obligación de casarse con Tamar. Pero, por la causa que sea, Onán detestaba dar descendencia a su hermano, por lo que practicaba el coitus interruptus con Tamar. Esta conducta ofendió a Dios, que hizo morir a Onán. Hoy en día, la palabra onanismo se refiere al vicio de la masturbación, pero en realidad lo que practicaba Onán era el coitus interruptus. Sea como fuere, Judá decidió no seguir la ley del levirato y no dar a su tercer hijo, Selá, en matrimonio a Tamar, sino mandar a ésta a casa de sus padres. Esto era una afrenta tanto para Tamar como para su familia. Por eso, Tamar, aprovechando una ocasión propicia, se hizo pasar por prostituta y consiguió que Judá se acostase con ella y, con engaño, que la dejase embarazada. Ella le pidió como pago de sus servicios su sello, el cordón con el que se ceñía la túnica y el cayado. Cuando se vio que Tamar, una viuda, se había quedado embarazada, Judá, siguiendo la ley, sentenció que la quemasen. Pero cuando la sentencia se iba a cumplir, Tamar dijo que el padre de su hijo era el dueño del sello, del cordón y del cayado. Todo el mundo sabía a quién pertenecían estos y por eso Judá tuvo que perdonarle la vida y reconocer a ese hijo como suyo. Y Tamar, junto con Judá, están en la genealogía de Jesús, el Cristo, que asume ese pecado. Ahora se entiende mejor, la llamada trampa saducea tendida por éstos a Jesús para presionarle a que negase la resurrección de la carne.

La segunda mujer citada es Rajab. Rajab era, realmente, una prostituta cananea. Ejercía la prostitución en Jericó. Cuando, tras los cuarenta años de vagar por el desierto durante el éxodo de Egipto por su desconfianza en Dios, los Israelitas recibieron el permiso del Señor para entrar en la Tierra prometida al mando de Josué, el primer obstáculo era la imponentemente amurallada ciudad de Jericó. Para ver cómo tomarla, los israelitas mandaron a dos espías. Los espías se fueron directamente a la casa de la prostituta Rajab. El servicio de contraespionaje de Jericó, supo de la venida de los espías israelitas y peinó la ciudad para encontrarlos. Supieron que estaban en casa de Rajab, pero ésta, a riesgo de su vida, los escondió, engañó al contraespionaje de Jericó y los ayudó a evadirse descolgándolos con una soga por la muralla. Lo hizo porque sabía, antes de que lo supieran los propios judíos, que su Dios les iba a entregar Jericó. Pidió que cuando conquistasen la ciudad, le respetasen la vida a ella, a sus padres y a sus hermanos. Sabemos que Jericó no cayó por ninguna estrategia militar que pudiera haberse urdido con la información de los espías, sino por la acción milagrosa de Yavé que hizo que las altivas murallas se derrumbasen al son de las trompetas. Los israelitas cumplieron su promesa y, como no se sabe el nombre de los espías, no sabemos si la prostituta Rajab engendró a su hijo de uno de los espías o de otro israelita. Sabemos, eso sí, por la genealogía, que el que engendró un hijo en ella se llamaba, Salmón. Y la prostituta Rajab es asumida por Jesús entre su ascendencia. Ahora puede entenderse mejor el pasaje en el que Cristo evita la lapidación de la mujer adúltera. La prostitución, y con mayor razón el adulterio, están asumidos por Jesús, el Cristo.

La tercera mujer es Rut. La historia de Rut está narrada en un breve y tierno libro de la Biblia que lleva su nombre. Poco después de la conquista de la Tierra Prometida, un hombre llamado Elimélec, tuvo que irse de Belén, donde vivía, con su mujer, Noemí, y sus dos hijos, huyendo de una de las hambrunas que asolaban la zona periódicamente. Se fueron a Moab. Los moabitas eran un pueblo maldito. Los judíos remontaban su origen a un acto incestuoso de Lot con sus dos hijas. De una de ellas tuvo a Amón, padre de los Amonitas y de la otra a Moab, iniciador del pueblo que lleva su nombre. Ambos pueblos son considerados por los judíos como despreciables hijos del pecado. Pues bien, a poco de llegar este israelita a Moab, murió. Sus hijos se casaron con dos mujeres moabitas, Ofrá y Rut, y también murieron. Noemí dijo a sus nueras que volviesen a casa de sus padres. La vida de una viuda sin familia estaba abocada a la muerte de hambre y, si sus nueras se quedaban con ella, esa sería, casi con seguridad, la suerte de las tres. Ofrá dio un beso de despedida a Noemí y se fue a su casa. Pero Rut le dijo a su suegra: “No insistas más en que me separe de ti. Donde tú vayas, yo iré; donde tu vivas, viviré; tu pueblo es mi pueblo y tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, moriré y ahí me enterrarán. Juro hoy solemnemente ante Dios que sólo la muerte nos ha de separar”. Y la muerte era la hipótesis más plausible a muy corto plazo, lo que da un tinte de fidelidad heroica al juramento de Rut. Noemí decide que, si ha de morir, mejor que sea en su tierra, y vuelve a Belén. Pero Noemí sabía que un hombre rico de Belén, Booz, el hijo de Salmón y Rajab, era el segundo pariente más próximo de su marido. Ambas mujeres montan una estrategia para que Booz, que es ya viejo, se encariñe con Rut. Booz, agradecido del cariño puro de Rut le dice que si el pariente más próximo no quiere ejercer el levirato, él lo hará. Así se hace y ese pariente rechaza casarse con Rut, por lo que Booz ejerce el levirato y se casa con ella y, aunque es viejo, engendra en ella un hijo. Así, en el árbol genealógico de Jesús, el Cristo, queda injertado el pueblo de Moab, maldito fruto del incesto. Y empieza a tomar forma la profecía mesiánica que pronunciará el profeta Miqueas cuatrocientos años más tarde: “En cuanto a ti, Belén de Efratá, la más pequeña entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser soberano de Israel: Sus orígenes se remontan a los tiempos antiguos, a los días de antaño. Por eso el Señor abandonará a los suyos hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces, los que aún queden, volverán a reunirse con sus hermanos israelitas. Se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor, y con la majestad del nombre del Señor, su Dios. Ellos vivirán seguros, porque extenderá su poder hasta los confines de la tierra. Él mismo será la paz”. Miqueas escribe esto hacia el año 700 a. de C., más de trescientos años después de que el Rey David naciera en Belén, por lo que no se puede referir a él. ¿A quién se refiere? Creo que al que nació en Belén hace hoy poco más de dos mil años, a Jesús, el Cristo.

El bisnieto de Booz y Rut es el rey David. Y con David entra la cuarta mujer que aparece en la genealogía de Jesús, el Cristo. Y entra de la mano de un pecado abominable. San Mateo no cita el nombre de esa mujer. La llama la mujer de Urías. Por el libro de Samuel sabemos que su nombre era Betsabé. Betsabé era la mujer de Urías, el hitita, un extranjero, pero uno de los más valientes capitanes del ejército de David. Es más que probable que Betsabé fuese también hitita. Urías estaba guerreando para su rey cuando David, desde la terraza de su palacio, situado en el antiguo monte de Sión, vio bañarse desnuda a Betsabé. Le pareció bellísima, la hizo llamar y se acostó con ella, dejándola esperando. Cuando Betsabé se dio cuenta de su embarazo, se lo dijo a David, que ordenó a Joab, su general en jefe del ejército, que diese permiso a Urías para ir unos días a su casa. David esperaba que Urías, al llegar a su casa, se acostase con Betsabé, eliminando así la huella de su infidelidad. Pero Urías dijo que, mientras sus hombres morían en combate, él no podía acostarse con su mujer y, durante todo su permiso, pasó las noches durmiendo en el suelo en la puerta de las habitaciones del rey. Y cuando el permiso terminó, se fue sin haber estado con su mujer. Entonces el rey David tomó, no se sabe si con el beneplácito de Betsabé o sin él, una terrible decisión. Mandó una orden a Joab en la que decía: “Poned a Urías en primera línea, en el punto más duro de la batalla, y dejadlo solo para que lo hieran y muera”. Es difícil imaginar mayor felonía. Y esto desagradó al Señor. Sin embargo, cuando el profeta Natán hizo ver a David el horror de su pecado, éste se arrepintió de corazón. El niño así concebido murió, pero otro hijo de Betsabé con David fue el rey Salomón, y tanto David como Betsabé, están asumidos en la genealogía de Jesús, el Cristo.

La quinta mujer es, por supuesto, María. Concebida sin pecado, completamente pura e inocente, fue la madre de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios y es, por tanto, madre de Dios. Pero Cristo nos la dio como madre en la cruz y, desde entonces, es también nuestra madre. En María se purifica toda la genealogía de Jesús.

Y he aquí la tercera conclusión: El poder de la misericordia de Dios para con el hombre y la fuerza irresistible de su salvación porque “para Dios nada hay imposible”. Isaías lo anunció en el cuarto poema del misterioso siervo de Yavé, más de quinientos años antes del nacimiento de Cristo: “… eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados. Andábamos todos errantes, como ovejas, cada cual por su camino y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor.  […] Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. […] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”. El que Jesús asuma en su carne los pecados de la humanidad, no quiere decir, ni remotamente, que haga bueno el pecado o que lo ame. Asume el pecado y ama al pecador, se arrepienta o no. Lo sitia con su gracia para que se arrepienta, pero no puede obligarle. Ahora bien, si un sólo pecador se arrepiente, parafraseando el Evangelio, hay más alegría en Cristo, que es Dios y es el cielo, que por noventa y nueve que se creen justos y que creen que no tienen necesidad de convertirse.

La genealogía que nos presenta san Mateo es la de José, ya que acaba diciendo: “Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Mesías”. Es, por decirlo así, su genealogía legal. Pero san Lucas nos da otra genealogía. Mientras la de san Mateo arranca desde Abraham y llega hasta José, La de san Lucas va en sentido inverso. Empieza con Jesús y va ascendiendo, de una forma mítica a partir de un momento, hasta Adán. Pero no empieza por José, ni por María, sino por Helí. De ahí va alejándose de Jesús, hasta que llega a David. Este tramo es totalmente distinto del de san Mateo, porque en el de san Lucas, el que figura como hijo de David, no es Salomón, sino Natán. Parece pues que la genealogía de san Lucas, viniendo también de David, no pasa por la lista de reyes de Israel. Es pues otra genealogía distinta. Y, ¿de quién puede ser sino de María? La tradición nos dice que el padre de la María se llamaba Joaquín. Pero es que Helí es equivalente a Eliaquín, que es Joaquín. También la tradición nos dice que san Lucas vivió durante años con María en Éfeso. Parece lógico que nos diese la genealogía de María. Este Natán que se nombra como hijo de David en la genealogía de María aparece en el segundo libro de los Reyes (5,14) y en el primero de las Crónicas (3,5). En esta segunda cita, aparece como uno de los cuatro hijos, Salomón entre ellos, que David tuvo con Betsabé. Así que las mismas cuatro mujeres que están en la genealogía paterna de Cristo, se encuentran en la materna. Es decir, Jesús descendía del rey David por las dos ramas. Por una, la legal, la paterna, era descendiente, por línea directa de todos los reyes de Judá. Eso le hacía el heredero de la corona de Judá, el Rey de los judíos, el Ungido, el Mesías, el Cristo. En cambio la de María no viene por línea real, sino que es más humana, más escondida, más humilde, más acorde con la sencillez de María. De David hacia atrás en el tiempo, coinciden ambas genealogías si bien la de María, que se remonta hasta Dios, citado como padre de Adán, tiene veintiún eslabones más, contando a Dios, anteriores a Abraham. Evidentemente, estos veintiún eslabones son míticos. Pero todo judío que se preciase, conocía su árbol genealógico y tenía que ser capaz de dar fe de él ante cualquier eventualidad pero, sobre todo, ante sí mismo, para demostrar y demostrarse que era miembro del pueblo elegido. Y la parte anterior a Abraham era común para todos, pues todos tenían como un motivo de orgullo ser hijos de Abraham. Esta costumbre judía de llevar bien las genealogías tenía también una raíz económica. Cuando los israelitas entraron en la Tierra Prometida, Josué la repartió de forma que a cada clan o familia le correspondiese una parte de la misma. Después se promulgó una ley que estipulaba que cada cincuenta años la tierra volvería a sus dueños iniciales, con independencia de las compras y ventas realizadas entre medias. Por eso era muy importante saber a qué familia se pertenecía si se quería recuperar la tierra que vendieron los padres o abuelos. Los escribas se dedicaban a dar fe de la familia a la que pertenecía cada uno y llevar un registro. Eran, más o menos, como los notarios y registradores de la propiedad de nuestros días. Así pues, ambas genealogías tienen muchas papeletas para ser auténticas. Jesús, realmente era el Rey de los judíos, el Ungido, el Mesías, el Cristo. Por eso José y María fueron a Belén en el censo de Augusto y por eso Jesús nació en una cueva de ese pueblo. Por eso Herodes, que mató a su mujer y a casi todos sus hijos por miedo a que lo destronasen, se tomó tan en serio la amenaza de que Jesús fuese el Rey de los judíos y perpetró la matanza de los inocentes. Por eso los judíos le quisieron coronar rey tras la multiplicación de los panes y los peces. Por eso los sumos sacerdotes de Israel, treinta y tres años más tarde, veían en Jesús, además de un blasfemo, un peligro político, aunque siempre se hubiese negado a asumir el poder temporal.

Hace bien, por tanto, la Iglesia al poner la genealogía de Jesús, el Cristo y de Jesús, el hijo de María en la liturgia de Adviento. Y lo hace poco antes del nacimiento, de la encarnación de Dios en el Niño que será más tarde el siervo sufriente de Yavé. En esa larga serie de nombres, que se prolonga después de Cristo hasta nosotros, estamos nosotros, hijos adoptivos de María y descendencia de Jesús, de la que hablaba Isaías en el fragmento del poema del siervo de Yavé citado hace unas líneas. En esa descendencia estamos injertados, con nuestros pecados, grandes y pequeños, con nuestras mezquindades y nuestras miserias. Y de ellas hemos sido salvados por el poder de la salvación del Niño. Ese Niño que nace hoy en Belén ha tomado todas nuestras culpas, para llevarlas, a lo largo de su vida, hasta la cruz y, después, hasta la Resurrección, curándonos, de esta forma, en sus llagas transfiguradas. Hoy empieza, un año más, ese ciclo. Nada hay imposible para Dios. Bendito sea su santo nombre. “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos y que toda lengua proclame; Jesucristo es Señor, por la gloria de Dios Padre”, nos dice un himno de los primeros cristianos citado por san Pablo en su carta a los filipenses. Podemos empezar a hacerlo hoy, ante el portal de Belén.

16 de diciembre de 2012

Diálogo de Mitterrand y Jean Guitton sobre el infierno y el amor de Dios


El filósofo católico francés Jean Guitton escribió, ya casi con noventa años, un curioso libro bajo el título “Mi testamento filosófico”[1]. No es en absoluto un libro de filosofía. Es un libro en el que con una fina ironía, ve lo que pasará después de su muerte. Imagina su funeral y pone en el libro, sin ningún recato lo que piensa que dirían de él personas reales de su tiempo. Después ve con aprensión cómo es citado al juicio personal tras la muerte. Nos cuenta lo que cree que será su juicio. En un momento dado, su abogado defensor llama a declarar al, ya fallecido en la realidad, ex Presidente de la República Francesa François Mitterrand. Jean Guitton tuvo una serie de conversaciones con François Mitterrand poco antes de la muerte del primero, cuando su enfermedad estaba muy avanzada. Guitton cuenta en este libro cómo fue la conversión de Mitterrand en sus últimos días, en la que sus conversaciones parece que tuvieron influencia. Por una serie de circunstancias conozco de primera mano a una persona que fue testigo de esas conversaciones y que ratifica su autenticidad. La conversación, larga y sin desperdicio, puede leerse en ese libro. Si algún lector del blog quiere que le mande la transcripción de la conversación completa, no tiene más que pedírmelo en un comentario en el que me mande su mail. Para que su mail no sea público, no publicaré el comentario. Ahora transcribo una parte de la conversación que trata sobre el infierno y el amor de Dios. Me he permitido hacer alguna pequeña interpolación que pondré entre corchetes:

Mitterrand: Si Dios es un Dios bueno, ¿por qué existe el infierno?

Guitton: Porque ama al hombre.

Mitterrand: No lo entiendo. ¿Existen las penas eternas del infierno porque nos ama? Perdóneme, pero no lo entiendo. Estoy dispuesto a escucharle con mi mejor voluntad, pero no creo que logre entender eso.

Guitton: ¿Conoce a alguien que rechace enérgicamente a Dios?

Mitterrand: Sí, conozco a gente que te tiene fobia. La historia está llena de gente con fobia a Dios. [Hace poco, sin ir más lejos, se ha estrenado en Madrid, lo he visto desde aquí, una obra de teatro con el bonito título de “me cago en Dios”].

Guitton: ¿Querría una de esas personas ir al Paraíso?

Mitterrand: No, creo que muchos no querrían.

Guitton: Dígame entonces qué puede hacer Dios con ellos después de su muerte. ¿Tal vez meterlos en el Paraíso a la fuerza?

Mitterrand: Ese paraíso sería infernal para ellos.

Guitton: Estoy de acuerdo.

Mitterrand: Sí, pero existe el purgatorio.

Guitton: Uno no se queda allí, es la antesala del Paraíso. Dígame, ¿cuánto tiempo tendría que pasarse una de esas personas en el purgatorio para que quiera ir al Paraíso? ¿Tal vez cincuenta años? ¿Cien? ¿Mil? ¿Al cabo de cuántos años dirían: ¡Oh, mi Dios, llévame al cielo contigo!? ¿O, tal vez, su fobia por mí aumentaría?

Mitterrand: Tal vez si Dios les explicase bien por qué están allí…

Guitton: ¿Cree usted que querrían entenderlo? ¿Por qué habrían de querer si no han querido hacerlo en la tierra? ¿Tal vez porque en el purgatorio se sufre más que en la tierra? Respóndame, ¿cuántos años de purgatorio serían necesarios?

Mitterrand: La verdad es que creo que nunca dirían; ¡mi Dios, llévame contigo! Pero, ¿por qué los que van al purgatorio sí quieren ir al cielo?

Guitton: Porque ya querían antes de ir al purgatorio. Porque ya querían en su vida. Porque ya amaban a Dios en su vida. Tal vez sólo un poco, tal vez inadecuadamente, tal vez mal, pero le querían. Y para el amor de Dios por nosotros eso es más que suficiente. De hecho en el purgatorio se sufre de amor, se sufre de ganas de ir con Dios. Sólo que los ojos cargados de hollín tienen que lavarse y acostumbrarse poco a poco a la luz antes de poder entrar en ella. Pero, volvamos a los que odian a Dios. Si no quieren ir al Paraíso ni les sirve el purgatorio, dígame, ¿qué puede hacer Dios con ellos?

Mitterrand: Podría aniquilarlos.

Guitton: Sería contradecirse. Los ha hecho eternos. Dios no puede ir contra sí mismo. Es algo que ni su omnipotencia puede hacer.

Mitterrand: Sin embargo, en algún sitio tendrá que meterlos.

Guitton: ¿Pero, dónde?

Mitterrand: En otro lugar distinto del Paraíso.

Guitton: Evidentemente, dicho de otra manera, en el infierno.

Mitterrand: Entonces el infierno es: otro lugar distinto del Paraíso.

Guitton: Exactamente. [Los hombres hemos imaginado que el infierno es una especie de prisión perpetua. ¿Qué espíritu bondadoso, que corazón aceptaría sin asco semejante imagen? Cuando esa imagen nos molesta, nos resulta fácil eliminarla[2]. Pero el infierno no es eso. Es otro lugar distinto del Paraíso].

Mitterrand: Pero, en el infierno se sufre.

Guitton: Claro, pero, ¿de qué se sufre?

Mitterrand: ¿De qué?

Guitton: Pues, de no estar en el Paraíso.

Mitterrand: Pero acabamos de decir que sufrirían si estuviesen en el paraíso y también si no están. Es absurdo.

Guitton: Tan absurdo como el pecado. No queremos cometerlo y lo cometemos. Lo sufrimos, pero lo gozamos. Querríamos no sufrirlo, pero bien que nos abstenemos de evitarlo. [San Pablo decía: “No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. [...]  En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco”[3].]

Mitterrand: Es verdad. Así es la experiencia de la falta.

Guitton: Y así es también la del infierno. El pecado es el infierno en la temporalidad. El infierno es el pecado en la eternidad.

Mitterrand: Pero, ¿por qué en el infierno se sufre más?

Guitton: Se sufre más, pero sobre todo se sufre de otra manera. Se sufre definitivamente, eso es todo.

Mitterrand: Pero si se sufre más, deberían poder ponerse en movimiento, reflexionar y querer salir de allí.

Guitton: No es así. El que tiene fobia a Dios en el tiempo, le tiene más fobia en la eternidad. Y su fobia en la eternidad aumenta más de lo que aumenta el sufrimiento. Pero aunque no fuese así, el movimiento y la reflexión suponen tiempo. Ahora bien, en la eternidad uno ya no está en el tiempo y ya no es tiempo. Dios podría crear más tiempo, ciertamente, pero entonces volveríamos a la situación en la que estaba el que rechaza a Dios en el tiempo. [Esto es lo que dijo Cristo, el Hijo de Dios, con dolor cuando nos contó la parábola de Epulón y Lázaro: “Si no escuchan a Moisés y los profetas, aunque un muerto resucitase, tampoco le escucharían”[4].]

Mitterrand: Entonces, ¿el que está en el infierno está atrapado?

Guitton: No artrapado, pero sí realizado. Mal realizado, pero realizado.

Mitterrand: ¿Y nuestra libertad?

Guitton: Consumada ella también.

Mitterrand: Entonces, ¿el que esté en el infierno tendrá libertad para estar allí?

Guitton: Sí.

Mitterrand: Pero no es libre de no estar.

Guitton: No quiere estar en el otro sitio y no hay más que dos sitios donde estar. [Lo dice bastante bien Dante hablando por boca de lo que diría el infierno de sí mismo si hablase:

“Hiciéronme divinas potestades
el saber sumo y el amor primero.
No fue cosa creada de mí antes,
sino lo eterno, y yo eterno perduro:
¡Dejad toda esperanza los que entráis!”[5]]

Si no existiese la felicidad infinita, no existiría el infierno. Pero no puede haber felicidad infinita sin infierno.

Mitterrand: Pero ellos querrían la felicidad absoluta en el infierno.

Guitton: Seguramente, pero es que la felicidad absoluta está en la contemplación de Dios, porque Dios es la felicidad absoluta.

Mitterrand: Sí, pero no. ¿Por qué quiere Dios  hacer sufrir a esos hombres?

Guitton: ¡Pero si no quiere! Al contrario, quiere su felicidad absoluta. Sólo que ellos no la quieren. Él es la felicidad. Pero ellos dicen que no le han pedido nada. Creen que Dios ha violado su libertad al crearlos sin su autorización, que es un dictador por haber creado el mundo sin haber obtenido previamente una resolución favorable de la ONU. Pero ningún padre tiene que pedir autorización a sus hijos para darles el magnífico don de la vida. Entre otras cosas porque, obviamente, antes de existir no existían y porque si existiesen no tendrían ningún elemento de juicio para decidir. O, ¿tal vez querrían que les hubiese creado absolutamente condicionados para tener que llegar necesariamente a Dios? ¿Sería Dios entonces menos dictador?

Mitterrand: Eso es precisamente lo que les escandaliza, que una vez creados sin su permiso, Dios respete su libertad, ¿no? Les saca de sus casillas. ¿Son absurdos?

Guitton: Más bien no. Todo se vuelve lógico si admitimos que ellos querrían ser Dios.

Mitterrand: Pero eso no es posible.

Guitton: Exacto. Pero ellos no admiten que exista ese imposible.

Mitterrand: En definitiva, querrían ser todopoderosos.

Guitton: Usted lo dice.

Mitterrand: ¡Así pues, querrían ser Dios!

Guitton: Eso es.

Mitterrand: Entonces el infierno es el panteón real de todos los dioses imaginarios.

Guitton: Exactamente.

Mitterrand: Pero ellos no paran de hablar de la libertad. Entonces cuando dicen: “quiero ser libre...”

Guitton: ... piensan: “Quiero ser Dios”.

Mitterrand: Nunca había visto las cosas así. Se les oye decir que no quieren que Dios sea su felicidad absoluta.

Guitton: Pero Dios no puede dejar de ser la felicidad absoluta. Sería como si dejase de ser Dios.

Mitterrand: Pero eso es lo que piden. Querrían que Dios no fuese Dios, y hasta que Dios no fuese.

Guitton: Y, ¿quién sería Dios entonces?

Mitterrand: Nadie. O ellos, quizás. Digamos, el hombre.

El que quiera la continuación y el antecedente, ya sabe lo que tiene que hacer. Comprarse el libro o pedirme la transcripción completa de la conversación.


[1] “Mi testamento filosófico”, Jean Guitton. Ediciones Encuentro, Madrid 1998, pags. 174 – 177.
[2] Georges Bernanos. Diario de un cura rural, Ediciones Encuentro, Madrid 1998, pag, 158.
[3] Romanos 7, 15-20.
[4] Lucas 16, 31.
[5] Dante, Divina comedia, Infierno, Canto III, versos 5-9

12 de diciembre de 2012

Frases 12-XII-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

[...] sí, ciertamente, pues la esperanza es en nosotros una respuesta a una llamada venida de otra parte. No es el envaramiento estoico, ni el espejismo de una ilusión penosamente alimentada, temerosamente protegida contra las rachas del viento, como una llama en la noche; es el despertar, en nuestras profundidades, de ese pueblo de muertos que están vivos y que “tiran de nosotros”, que nos llaman, que son los mensajeros de Dios mismo. La libertad se articula sobre la gracia. No es crispación sobre el deseo, sino que es acogimiento.

Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, la esperanza en Dios, nuestro padre, en el capítulo dedicado a Gabriel Marcel.

10 de diciembre de 2012

Frases 10-XII-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.




La esperanza teologal revela que ésta “es para el alma lo que la respiración para un ser vivo”. Como virtud, la esperanza se afirma en el rehusamiento de desesperar ante la prueba y la cautividad; su cumbre es la paciencia creadora. Como profecía, es una perforación del tiempo; afirma con ingenua intrepidez que “así será”. Como amor, se funda en la comunión y en el encuentro, al mismo tiempo que se halla inmersa en la afirmación del Tú absoluto, Dios.

“Propiamente hablando, sólo puede haber esperanza donde interviene la tentación de desesperar”. Porque la esperanza “es el acto por el que esta tentación es activamente o victoriosamente superada en la lucha activa contra la desesperación”. Su punto de partida es la prueba y la experiencia de la cautividad. “Por una paradoja que sólo es sorprendente para un pensamiento muy superficial, cuanto menos se experimente la vida como cautividad, menos capaz será el alma de ver brillar la luz velada, misteriosa, que –lo sentimos antes de todo análisis– está en el foco mismo de la esperanza”.

“El que espera el advenimiento de un reino en el que reinará la justicia, no se limita a afirmar que un mundo así es infinitamente preferible a un mundo injusto, sino que proclama que este mundo existirá, y es aquí donde la esperanza se torna profética”.

“Espero en Ti para nosotros” o “espero en Dios para ti”: esta expresión traza el segundo camino hacia la esperanza, el que tiene como punto de partida la caridad. Si la esperanza como respuesta activa a una situación de cautividad se fundaba en la fe oscura, su abertura al mundo de la comunión de los espíritus –por lo demás inseparable del primer aspecto, aunque se distinga de él– la convierte en la irradiación del amor. La esperanza es vida que renace sin cesar de las relaciones con el prójimo.

Charles Moeller. Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo IV, La esperanza en Dios, nuestro Padre. Capítulo dedicado a Gabriel Marcel, del que son los textos entrecomillados.

5 de diciembre de 2012

Frases 5-XI-2012

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La esperanza cristiana degradada, lo que muchos cristianos llaman “su” esperanza, para ellos solos, esa certeza reconfortante, ese pequeño cálculo de intereses compuestos, esa esperanza bufa que ha perdido su autenticidad y su potencia activa, esa esperanza, se ha aflojado como un nudo en el agua; ya no es una certeza, sino un seguro, ya no es un esfuerzo, sino una cobardía, ya no es un deseo, sino una coartada. Porque la esperanza cristiana es una certeza inquebrantable, pero no puede ser un cálculo mojigato. Es de un género especial. Es una experiencia “cumbre” en la esperanza, la experiencia de la desesperación. ¿Quién nos salvará de esta cobardía, de este egoísmo? Ninguna energía puramente humana será capaz de hacerlo. Será preciso que una fuerza distinta nos arrastre, a nosotros y al Occidente entero. ¿Una fuerza? “Quizá un amor”, decía el viejo Mauriac, cuando se sintió milagrosamente aliviado, limpio, desprendido de su avaricia de terrateniente, cuando adivinó que el “nido de víboras” que él creía idéntico a su corazón, había sido misteriosamente desatado, y sintió que volvía a respirar.

Charles Moeller; Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo III, la esperanza humana, conclusiones.

2 de diciembre de 2012

La próxima media hora

Tomás Alfaro Drake


Los seres humanos somos unos bichitos bastante torpes para prever el futuro. Unos meses antes de la crisis en la que ahora estamos, estábamos convencidos de que teníamos por delante años de bonanza. Pocos años antes de que cayese el muro de Berlín nos hubiésemos reído de quien nos dijese que semejante cosa pudiera ocurrir. Los gobernantes ingleses y franceses creyeron que habían asegurado una larga paz tras el pacto de Munich con Hitler en  Septiembre de 1938. El 17 de Octubre de 1929, nadie hubiese pensado que el siguiente jueves sería conocido como el Jueves Negro, que daría al traste con años de bonanza para iniciar la crisis más profunda de la historia. Pocas semanas antes del inicio de la primera guerra mundial todavía se creía que el siglo XX iba a ser el siglo de la paz. Y así, podríamos remontarnos hasta el principio de la historia. No damos una. Pero si alguien nos preguntase por nuestra próxima media hora, nos sentiríamos bastante seguros diciéndole lo que vamos a hacer en ella y es casi seguro que acertaríamos con bastante precisión. Quiero ahora dar un inmenso salto de escala temporal.

El universo en el que vivimos apareció hace unos 15.000 millones de años. Imaginemos que todo este lapso de tiempo se concentrase en un año y veamos en qué momento de ese año ocurrieron los principales acontecimientos cósmicos.

La Tierra y el sistema solar se habrían formado hacia el mediodía del 13 de Septiembre.

La vida habría aparecido hacia las 4 de la tarde del 25 de Septiembre.

La explosión del cámbrico, que fue el misterioso fenómeno que produjo la enorme variedad de especies y de planes corporales de los organismos ahora existentes, habría tenido lugar en las primeras horas de la madrugada del 19 de Diciembre.

El fenómeno de la gran extinción de especies del Pérmico-Triásico, en el que desaparecieron casi el 90% de las especies existentes, los dinosaurios entre ellas, habría ocurrido en la mañana del 30 de Diciembre.

Los primeros homínidos, los Australopitecus Africanus, el primer brote de lo que llegaría a ser el cuerpo del hombre, la primera ramificación del tronco que llegaría a producir gorilas y chimpancés, habrían empezado a existir hacia las 10 y cuarto del 31 de diciembre, mientras nos estuviésemos sentando a la mesa para la cena de fin de año.

El Homo Sapiens anatómicamente moderno, aunque sin inteligencia, hubiese dado sus primeros pasos poco después de las 11 y media de la noche, cuando ya empezásemos a prepararnos para las uvas, tras los primeros brindis con Champagne.

El insólito hecho de la aparición de la inteligencia en el cuerpo de ese Homo Sapiens que existía desde hacía media hora, se habría producido cuando faltase un minuto para el fin de año, todos mirando al reloj de la Puerta del Sol que estaría a punto de empezar a dar los cuartos.

La primera civilización humana, la sumérica, habría hecho su aparición a falta de unos 10 segundos para acabar el año, más o menos al empezar las campanadas.

La caída del Imperio Romano tuvo lugar a falta de tres segundos para acabar el año, poco después de que dejase de reverberar la novena campanada.

La civilización occidental, orgullo de la humanidad, habría empezado, tal vez con Carlomagno, a falta de unos dos segundos y medio para que acabase el año, sobre la décima campanada.

Las primeras naciones modernas, Francia, España, Inglaterra, se habrían formado un segundo y medio antes de terminar el año, al darse la campanada número once.

Y el pobre ser humano que está escribiendo estas líneas hubiese visto la luz apenas dos centésimas de segundo antes de que sonase la campanada número doce y terminase el año.

No está mal como ejercicio de humildad, relativizador de muchas cosas. Pero, al mismo tiempo, esta cosmovisión no deja de entrañar una inmensa grandeza. Siendo toda la prehistoria e historia humana sólo el último minuto del año, parece como si todo el año existiese para culminar en ese minuto. Sostengo, a partir de la observación de la evolución del cosmos, y lo explico en varias entradas de este blog (Son una serie de 36 entradas a las que desgraciadamente no puse un nombre común y que van desde el 6 de Agosto del 2007 con el título de “La ciencia ¿aleja o acerca a Dios?” hasta el 18 de Abril del 2009, con el título de “Más allá de la ciencia; asomándonos a los planes de Dios”), que el universo en el que vivimos es un universo con un claro designio y que ese designio es la aparición del ser humano. Es como si todo el resto del año hubiese sido la construcción de una inmensa fábrica para que apareciésemos los seres humanos. Más aún. Los seres humanos no somos como cualquier otra especie, una especie formada por simples organismos individuales sujetos a una forma casi clónica para el desarrollo de la especie. Un león no puede ser león de una manera diferente a como lo es cualquier otro león. Un ser humano sí. Cada uno de nosotros tenemos un designio para nuestra propia vida. Queremos realizar nuestra vida de una manera peculiar y específica, diferente a la de cualquier otro ser humano. Y si el macrodesignio del cosmos es que apareciésemos unos seres que tenemos nuestro propio designio, la gran pregunta es: ¿Tiene algo que ver el autodesignio de cada ser humano para sí mismo con el macrodesignio cósmico que era que apareciese él? A mi modo de ver hay tres cosas que me parecen razonables.

La primera, que la respuesta a la pregunta es un rotundo sí. Me parece altamente irrazonable pensar que si alguien se ha tomado la molestia de crear un cosmos con el designio de que aparezcan unos seres que puedan tener un autodesignio personal, no haya relación entre ambas cosas. Y me parece también que establecer esa relación debe ser importante. Tal vez la tarea más importante con la que cada ser humano nace. Porque esta es, efectivamente, la pregunta más acuciante de todo ser humano. ¿Qué quiero ser de mayor? Pregunta que nos hacemos hasta el minuto antes de nuestra muerte, aunque muramos a los 90 años.

La segunda es que no tengo ni idea de cuál pueda ser esa relación. Más aún, que no puedo llegar a tener ni idea. Porque dada la inmensa desproporción entre las escalas temporales de ambos designios, no me parece que ningún ser humano pueda llegar a ser capaz de dar respuesta a esto. La respuesta nos trasciende. Es por tanto trascendente. Lo cual podría llevarme a la depresión si no fuese porque creo que tal vez se le pueda preguntar a ese alguien que ha creado el universo con un designio cósmico que somos nosotros, qué espera de nosotros como especie y como personas individuales con nuestro autodesignio. Es más, me parece que si ese alguien ha llegado hasta aquí, y en el diseño de mi cuerpo me ha dado ojos para que pueda sobrevivir en el mundo material, sería lógico pensar que me ha debido dar instrumentos y sentidos para sobrevivir en este mundo que me trasciende.

La tercera, corolario ineludible de las dos anteriores, es que necesitamos ayuda. Por tanto, nadie puede decir que hay soberbia en creer que el ser humano, cada ser humano, yo entre ellos, somos el cosmodesignio del universo. Si lo somos, lo somos por un proceso en el que no hemos tenido ni arte ni parte y, además, somos unos pobres inválidos para cumplirlo y necesitamos perentoriamente la ayuda del autor del cosmodesignio. Si eso es soberbia, que alguien me diga cómo llamar a los que creen que se bastan y se sobran para definir las reglas del juego de una vida que no se han dado con una mente que también han recibido en una historia, secular y personal, que ha demostrado hasta la saciedad su inutilidad para dirigirla correctamente.

Pero ese alguien, nos ha dado los instrumentos y los sentidos para obtener esa ayuda. No cabe duda para mí de que ese alguien es Dios. El instrumento es su Palabra, plasmada, primero, en una revelación y segundo en la entrada en la historia de esa Palabra encarnada, Cristo. Palabra del que ve el año cósmico completo, los próximos millones de años, los años paralelos y los transversales. Nosotros no podemos planificar ni siquiera las próximas una o dos centésimas de segundo del año cósmico, que es lo que nos queda de vida. Ni, mucho menos, pensar en el próximo minuto, que sería como lo que ha pasado desde que apareció la inteligencia hasta hoy. A nuestro Sol le quedan todavía más de dos meses cósmicos de vida. Raro sería que a la humanidad no le quede, tirando muy a la baja, media hora, es decir, sesenta veces lo que ha pasado desde que empezamos a pensar como especie. ¿Quién nos guiará en esa media hora? La Palabra.

Y esa Palabra nos ha dicho cual es nuestro designio como especie: Crear una historia en la que acabe apareciendo la civilización del amor y mantener la fe en que en esa historia nos ayudará nuestro Dios. Él vendrá al fin de los tiempos a hacer una tierra nueva y unos cielos nuevos en los que ya no habrá llanto ni luto ni dolor y en los que Él enjugará las lágrimas de todo rostro. Pero –nos pregunta Jesús– “cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” Y también nos ha dicho cual es nuestro designio personal. Colaborar modestamente, con las dos centésimas de segundo que nos puedan quedar de vida, en esas dos cosas: la construcción de la civilización del amor y el mantenimiento de la fe. ¿Cómo, en particular, cada uno de nosotros? Para eso necesitaremos un sentido especial del que hablaré dentro de unas líneas.

Ayer, leyendo esa Palabra, como hago cada día desde hace muchos años, me tocó leer el último capítulo del libro de Malaquías, que es el último libro profético de la Biblia. En un párrafo se decía: “Ponedme a prueba, dice el Señor todopoderoso, y veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida. Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo, dice el Señor todopoderoso” (Malaquías 13, 10-11). La frase me golpeó y me hizo reflexionar.

“Ponedme a prueba”. En numerosos pasajes de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios manifiesta que no le gusta cuando el hombre le pone a prueba exigiéndole signos cuando él quiere. Por tanto, esta frase, casi una orden, no puede querer decir: “Pedidme lo que queráis, cuando queráis, y si no os lo doy, he fallado”. Cuando el demonio pide a Cristo que las piedras se conviertan en panes o que se tire del pináculo del Templo para que los ángeles le protejan, Cristo responde airadamente a Satanás. Exigir cosas a Dios es tratarle como el chico de los recados. Y eso no le gusta nada. Creo que el “ponedme a prueba”, quiere decir “apostad vuestra vida por mí, entregadme vuestras próximas centésimas de segundo”. A Dios no le gusta que le exijamos cosas viendo los toros desde la barrera, como hace el tendido del 7 en la plaza de toros de Madrid. Nos dice, “bajad al ruedo conmigo, jugárosla confiando en mí. Toread a la limón conmigo. Os he dado sobradas pruebas para ello. Me he hecho uno de vosotros”. También me chocó la segunda parte, la de la recompensa si le ponemos a prueba de la manera que él nos dice: “Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo”. Dios jamás ha prometido que el premio a nada que podamos hacer sea el bienestar material, como parece indicar este párrafo. Los autores de la Biblia, aunque inspirados por Dios, también ponían cosas de su cosecha como hombres de su época. Y es labor de la interpretación bíblica separar el grano de la paja y dar el sentido adecuado a las afirmaciones simbólicas. Creo que el “veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida” es trigo. La forma de esa recompensa en frutos del suelo y uvas de las viñas, es simbólico[1]. Lo que nos promete Dios, creo, es que si le ponemos a prueba de esa forma, veremos cómo nuestro autodesignio armoniza con su cosmodesignio para nosotros. Y eso nos traerá las bendiciones sin medida que caerán de las esclusas del cielo, abiertas por Él, dándonos una vida llena de sentido, aunque en ella pueda haber tristezas y carencias de todo tipo. Pero ese sentido que viene de la mano de la armonía de los dos designios, es la música más maravillosa que jamás podamos oír. Se llama vocación. Y esa música se prolongará más allá de nuestras próximas centésimas de segundo, más allá del próximo minuto y más allá de la media hora que le pueda quedar a la humanidad en este mundo.

He dicho más arriba que creo que Dios nos ha dado instrumentos y sentidos para obtener la ayuda que nos permita armonizar nuestro autodesignio con su cosmodesignio. También he dicho que ese instrumento es la Palabra revelada y encarnada. Pero, ¿cuáles son esos sentidos que nos permiten oír esta armonía? La Palabra es un instrumento para ver el cosmodesignio de Dios para la humanidad en general, pero la oración es el sentido personal de cada hombre para definir y realizar un autodesignio que armonice con el cosmodesignio de Dios particularizado en él. Por la oración vamos, de una forma imperceptible pero cierta, acomodando ambos designios. Mediante la oración, Dios va trazando en el corazón de cada hombre, a través del desarrollo de la sensibilidad para interpretar los acontecimientos cotidianos, su camino particular para esa armonización, su vocación, aquello para lo que le llama. No me refiero a la oración de petición, sino a la de acallar el ruido de nuestro pensamiento, hacer un total silencio interior mientras estamos atentos a su voz inaudible pero clara que habla suave en el fondo de nosotros mismos. Es decir, ponerse en su presencia con actitud de disponibilidad. Y repetir esto sistemática y cotidianamente, entrenando ese sentido. No puedo resistirme a usar dos imágenes para ilustrar esto.

La primera es la del jabalí. Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, el jabalí echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando. Así es la sensibilidad para perfeccionar esa armonía de la que hablaba antes. Cuando uno está entrenado, sabe lo que necesita para alcanzarla, lo siente. Tiene el oído educado. No puede demostrar que la está oyendo, ni siquiera puede demostrárselo a uno mismo. No suena, pero ahí está. Simplemente, se sabe. Pero si uno no está entrenado y está sordo, no le es lícito decir que quien la oye está chiflado o que se engaña o, simplemente, que está equivocado.

La segunda imagen que quiero proponer es la del tom-tom. Una vez, en Roma, iba hacia el aeropuerto en taxi con el tiempo muy justo. Le transmití al taxista mi prisa. Había un tráfico caótico y tremendo en Roma y corría el riesgo de no llegar. El taxista tenía un tom-tom conectado y me dijo. “Confíe en mí. Relájese. No haga caso al tom-tom. Ese aparato no conoce el tráfico de Roma y yo sí. Vamos a llegar”. Yo le creí y me relajé. Iba mirando con curiosidad la pantalla del tom-tom. En ella se marcaba una ruta, a la que el taxista no hacía caso. Cada vez que no la seguía, la voz metálica del aparato se indignaba, pero en seguida volvía a recalcular una nueva ruta. Una y otra vez se repitió el proceso. Dimos rodeos que a mí, que conozco un poco Roma, me parecieron absurdos, pero confié en el taxista. Llegamos al aeropuerto con tiempo de sobra. Si el taxista hubiese hecho caso al tom-tom, a buen seguro hubiera perdido el avión. El tom-tom es un invento muy útil, y es bueno tenerlo. También son instrumentos útiles nuestra inteligencia y nuestra voluntad y debemos usarlos. Pero si no confiamos en un Taxista que conoce el tráfico, ni nuestra inteligencia ni nuestra voluntad nos llevarán a donde queremos si esa meta está a más de varios milisegundos del año cósmico. En cambio, si ponemos a prueba al Taxista, confiándole nuestro viaje, llegaremos a nuestro destino.

Por tanto, usemos nuestra inteligencia y voluntad a tope para nuestro próximo milisegundo de tiempo cósmico. Pero para la centésima o dos centésimas de segundo cósmico que nos quedan de vida y para la próxima media hora de la humanidad, confiemos en el sentido de la oración. Veremos entonces como se cumple lo de: “veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida. Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo, dice el Señor todopoderoso” durante toda la eternidad.


[1] La interpretación literal de las promesas de prosperidad material para los que hacen la voluntad de Dios ha hecho que, entre muchos judíos, la abundancia de bienes materiales se considere como señal de ser un elegido de Dios. En el siglo XVI, Calvino definió la doctrina herética de la predestinación, según la cual, cada ser humano nace ya predestinado de antemano a salvarse o a condenarse. Sus seguidores retomaron la creencia de que la abundancia de bienes materiales era señal de ser un elegido de Dios y, por tanto, de la predestinación a la salvación. Según Max Weber, esta creencia calvinista fue la que hizo que el capitalismo se desarrollase inicialmente más entre los protestantes calvinistas.