30 de enero de 2022

Sobre la evolución y el Diseño Inteligente

 Hace poco he encontrado en internet un artículo de Stephen C. Meredith, PhD por la Universidad de Chicago, investigador en bioquímica y profesor de la Divinity School de la Universidad de Harvard, con el provocador título de “Looking God in all de wrong places” (Buscando a Dios en todos los sitios equivocados). Su interesantísima lectura me ha suscitado una respuesta que desarrollo más abajo. El que quiera leer el artículo, puede hacerlo en inglés en el link que pongo a continuación. Pero se puede leer mi respuesta sin necesidad de leer antes el artículo, porque la respuesta descubre claramente cuál es la tesis del artículo.

https://www.firstthings.com/article/2014/02/looking-for-god-in-all-the-wrong-places

Me ha costado mucho leerlo por su profundidad, erudición y, también, porque mi inglés deja mucho que desear. Pero el esfuerzo ha merecido la pena con creces porque me ha asombrado por su clarividencia y agudeza. Puedo decir que estoy de acuerdo con casi todo. Pero debo expresar tanto este acuerdo general como las puntualizaciones encerradas en ese casi.

El Diseño Inteligente (DI) se remonta, si no me equivoco, al libro del Reverendo anglicano William Paley, publicado en 1802, sesenta y siete años antes de que Darwin publicara “El origen de las especies”. Paley era, como casi todo cristiano de aquel momento histórico, creacionista fuerte. Es decir, creía que Dios había creado el mundo en siete días de los nuestros, acabando el domingo 23 de Octubre del año 2004 a. de C. Y creía que lo había creado tal como nosotros lo vemos ahora, con todas las especies que hoy existen. Esto último lo creían también los ateos de la época, aunque, para ellos, el universo era eterno y era así desde siempre. Pero, para Paley, el maravilloso orden y belleza que se percibía en el conjunto de los seres vivos era una prueba inequívoca de la existencia de una inteligencia creadora que él identificaba con Dios.

Cuando Darwin y Wallace, cada uno por su parte, descubrieron y describieron los mecanismos de la evolución de las especies, la mayoría de los científicos los rechazaron. No rechazaron la evolución, en la que para entonces creía mucha gente, cristianos incluidos, sino los mecanismos evolutivos propuestos por Darwin y Wallace. Entendían que, como ocurría con el modelo evolutivo propuesto anteriormente por  Lamarck, era necesaria una fuerza interna, más allá de las mutaciones y de la selección natural, que dirigiese y orientase el proceso evolutivo. En el campo religioso, la mayoría de los cristianos –aunque no todos–, se aferraron al creacionismo y a la supuesta demostración de Paley, se opusieron frontalmente a cualquiera de las teorías evolucionistas –pero en especial a las de Darwin y Wallace– y crearon un enfrentamiento, a mi modo de ver innecesario, entre un recto concepto del DI y la evolución.

Los creacionistas atacaron virulentamente los mecanismos evolutivos descritos por Darwin. Negaban que causas puramente materiales pudieran dar lugar a esa maravilla que asombraba al propio Darwin según se desprende de la frase de Darwin, citada por Meredith en su artículo, que es el final de “El origen de las especies”, en su primera edición en 1859:

“De esta manera, el objeto más impresionante que somos capaces de concebir, o sea, la producción de animales superiores, es resultado directo de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Existe grandeza en esta concepción de que la vida, con sus distintas facultades, fue originalmente alentada por el Creador en una o varias formas, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan simple, infinidad de formas cada vez más hermosas e impresionantes”.

Si se compara el texto inglés citado por Meredith en su artículo y el transcrito más arriba por mí, se ve que hay una importante diferencia. En el de Meredith no se menciona la palabra Creador que sí aparece en el de más arriba. Efectivamente, en la primera edición del Origen, no aparece la palabra Creador, pero sí está escrita con mayúscula inicial en la sexta edición, que es la que yo he leído. No sé en qué edición se incorporó esta palabra ni las causas que llevaron a Darwin a añadirla. Podríamos especular sobre esas razones, pero me parece un tema ajeno a estas páginas. Con o sin la palabra Creador, la frase, aunque no introduce ningún sentido finalista, parece que puede suponerlo.

Poco a poco, la teoría de la evolución darwinista se vio apoyada por evidencias cada vez más poderosas, como el redescubrimiento de las leyes de Mendel, publicadas en 1865 e ignoradas hasta 1900, o el enriquecimiento del registro fósil que paulatinamente permitió descubrir la senda que llevaba de una especie a otra, reconstruyendo así partes cada vez mayores del árbol evolutivo, o, mucho más tarde, en 1953, el descubrimiento del ADN y el código genético por Watson y Crick. Ante semejantes evidencias, el DI, salvo raras excepciones, fue abandonando la tesis del creacionismo fuerte para tomar posturas más razonables, que limitaban esa fuerza interna o inteligencia de la evolución a determinados momentos del proceso.

En paralelo a ese retroceso del creacionismo y de la reorientación del DI, ganaba fuerza la llamada “nueva síntesis” de los neodarwinistas, que integraba con el darwinismo todos los avances citados anteriormente. Esta “nueva síntesis”, fue, poco a poco cayendo en un dogmatismo impropio de la ciencia, llegando a acuñar el dogma de fe de que TODAS las mutaciones que generaban la evolución se producían al azar. Sin embargo, Darwin jamás dijo eso. Mucho más humilde que los neodarwinistas, reconoció las muchas cosas que ignoraba, como puede verse en la siguiente frase de El Origen de las especies:

“Hasta aquí he hablado como si las variaciones (mutaciones) tan comunes en los seres orgánicos en domesticidad, y en grado más pequeño en los que viven en estado natural, fuesen debidas a la casualidad. Es sin duda una expresión totalmente incorrecta, pero se utiliza para confesar francamente nuestra ignorancia de la causa de cada variación particular. [...] una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo[1].

Así pues, podría decirse que los neodarwinistas son más darwinistas que el propio Darwin. Podría aducirse que los mismos avances científicos que respaldaron la aparición de la “nueva síntesis”, podrían respaldar este dogma de fe del puro azar de los neodarwinistas, pero no es así. Nada, ningún dato, ninguna observación, nunca, ha aportado nada que pueda apoyar semejante dogma de fe que, por otra parte, es imposible de demostrar mediante ninguna observación, siempre que la vulneración del azar sea muy excepcional. Efectivamente, supongamos que obtenemos de un ordenador un número aleatorio de 1.000 billones de dígitos. Supongamos ahora que alguien incluye en esa lista, una vez cada millón de dígitos, un número intencionado que significa una letra del abecedario, con mayúsculas y minúsculas, incluyendo puntuaciones y espacios en blanco. Tras el primer millón escribe una “e”, un millón de dígitos después escribe una “n”, un millón más tarde, un “espacio” y así sucesivamente: “u”, “n”, “espacio”, “l”, “u”, “g”, “a”, “r”, “espacio”, “d”, “e”, “espacio”, “l”, “a”, “espacio”, “M”, “a”, “n”, “c”, “h”, “a”, etc., etc., etc. De esta forma, mucho antes de terminar los 1.000 billones de dígitos, podría estar escrito “El Quijote” y todo lo que se ha escrito en toda la historia de la humanidad. Y, jamás, nunca, nadie, podría darse cuenta de que la lista de números no es 100% aleatoria. Y si esto ocurre con una ristra de números cuya enumeración es transparente y completa, ¡cuánto menos podrá demostrarse de las mutaciones evolutivas, de las que no tenemos ningún censo completo y en orden cronológico[2]! Así que los de la “nueva síntesis” toman el nombre de la ciencia –y de Darwin– en vano cuando afirman categóricamente que TODAS las mutaciones se producen al azar. Como tantas veces, tratan de revestir falsamente una opinión absolutamente respetable, pero personal, con el ropaje del prestigio de la ciencia.

Pero volvamos al DI renovado. Según el artículo de Meredith, los partidarios actuales del DI han cometido dos errores: Primero, no atreverse a llamar Dios a esa inteligencia que dicen que hay detrás de la evolución y, segundo, pretender que están haciendo ciencia. No puedo estar más de acuerdo con que esos son dos graves errores. Y estos dos graves errores van de la mano, puesto que Dios no es empíricamente tratable y, por tanto, si se pretende estar haciendo ciencia, hay que camuflar su nombre. En este sentido, Meredith señala una cita de Stephen Meyer, uno de los más activos defensores del DI pseudocientífico en la que afirma que “aunque muchos biólogos reconocen hoy serias deficiencias en las actuales teorías de la evolución, estrictamente materialistas, se resisten a considerar alternativas que suponen una guía, dirección o diseño  inteligente”. Meredith da una especial importancia al uso de la palabra alternativas, en vez de utilizar expresiones como añadir o armonizar la visión religiosa con la visión científica. Desde luego, esta pretensión de estar haciendo ciencia alternativa, es un craso error de esta corriente del DI que, a mi entender, como al de Meredith, la descalifica.

Ciertamente, científicos de primerísima línea como Stephen Jay Gould, critican la teoría darwinista dura mantenida por la nueva síntesis. Pero no lo hacen desde un antidarwinismo alternativo, sino desde lo que podríamos llamar un transdarwinismo estrictamente científico que reconstruye determinados aspectos de la teoría darwinista pura, respetando el conjunto. Y estas reformas son enormemente  respetadas por toda la comunidad científica, aunque no todos estén de acuerdo con ellas. No es éste el lugar para describir en qué consiste esta crítica transdarwinista, pero tengo escrita una amplia síntesis de la opera magna de Stephen Jay Gould “The structure of the evolutionary theory”, por si a alguien le interesa. Esta obra de Jay Gould puede considerarse la biblia de la crítica científica transdarwinista.

Creo que es importante reseñar que esta pretensión de esa corriente del DI, de estar haciendo ciencia alternativa no es, de ningún modo, inherente a un DI adecuadamente planteado, en los términos de añadir o armonizar la visión religiosa con la visión científica, sin pretender estar haciendo ciencia. Esta adición o armonización puede hacerse y cabe dentro de una visión diferente del DI, como expongo a continuación.

Existe un DI paracientífico –que no científico alternativo ni anticientífico–. Este DI se caracteriza por dos aspectos, precisamente lo contrario a los errores de el DI pseudocientífico: No pretende hacer ciencia y, desde esa óptica, postula a Dios como esa fuerza finalista, no intentando demostrarla, sino mostrarla como un añadido, puntual y excepcional, que armoniza magníficamente con la visión material –que no materialista– y científica y hace a ésta más coherente consigo misma. Pero esto nos lleva de cabeza a lo que Meredith llama “ocasionalismo”, que no es otra cosa que la pretensión de que Dios, ocasionalmente, vulnera las leyes de la física. En el siglo XIX, Laplace formuló su famosa sentencia:

“... hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”.

Ciertamente, esa inteligencia –que de ninguna manera Laplace identificaba con Dios–, o se limitaba a observar impotente, aun conociendo lo que iba a pasar, o tendría que vulnerar las leyes de la física si quería cambiar el rumbo inexorablemente determinista de los acontecimientos. Lo primero es impotencia, lo segundo ocasionalismo o, si se quiere decirlo de una manera más fuerte, trampas en el solitario de Dios a sí mismo y a las leyes de la naturaleza creadas por Él. Y, desde pequeñito, en el catecismo, estudié que Dios era Omnipotente, pero que no podía ni engañare ni engañarnos. Así que esto podría ser un argumento contra ese Dios.

Si no hubiese tenido lugar, a principios del siglo XX la revolución cuántica, no habría forma de evitar caer en este dilema. Pero la revolución cuántica se produjo y, con ella, se abre una puerta a la posible intervención de Dios para cambiar el curso de las cosas, sin vulnerar sus propias leyes, sino usando una de ellas, creada por él, que existe desde el principio del tiempo, aunque los seres humanos no la hayamos descubierto hasta el siglo XX. Citando una frase cuyo autor desconozco: “Las leyes de la naturaleza son bastante sutiles para que la intervención de Dios pueda insertarse en ellas sin desbaratarlas y lo suficientemente estrictas para que esta intervención pueda inscribirse en ellas de una manera clara”[3] y –añado yo– para quien quiera y sepa verla. O dicho de otra manera, esta vez por Albet Eistein: El Señor Dios es refinado, pero de ninguna forma malicioso”. Ciertamente, Einstein, al referirse a “El Señor Dios”, lo hace de forma simbólica, pero no vacua, porque otra frase suya dice: Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes”.

Porque lo que vino a descubrir la física cuántica es que todas las leyes de la física son probabilísticas. No hay una sola de ellas, ni una, que sea determinista. Si en la superficie de la tierra las cosas caen con una aceleración de 9,8 m/seg2, esto es tan sólo algo que tiene una altísima probabilidad de ocurrir, pero NO ES ASÍ NECESARIAMENTE. Tras la física cuántica, la visión científica del mundo ha dejado de ser determinista y, en principio, es el puro azar el que lo rige, matizado, claro, por una función de probabilidad para cada fenómeno. Pero aquí nos encontramos con dos cuestiones, una metafísica y la otra de explicación de una evidencia. La metafísica es que nadie sabe lo que es el azar, la explicación de una evidencia es la explicación de la libertad.

Hasta la aparición de la física cuántica, la palabra azar tenía un sentido meramente de incapacidad de conocimiento de lo que fuese a pasar. Para la inteligencia de Laplace, no había azar. Cuando se tira un dado bien equilibrado se dice que el número que salga se debe al azar. No es así. Llamamos azar, como hacía Darwin, a las causas desconocidas por muy complicadas. Pero la inteligencia de Laplace sabía perfectamente lo que iba a ocurrir, qué número del dado iba a salir. El azar de la física cuántica es esencialmente distinto a este. Ni siquiera esa inteligencia de Laplace –que, repito, no es identificable con Dios– puede saber, en física cuántica, el curso que van a seguir los acontecimientos.

Pero ahora nos encontramos de manos a boca con la libertad. La libertad es una evidencia. Nos consta que somos libres. Yo puedo decidir si pongo o quito una coma en este texto o si me voy a casa hoy a las 7 o a las 7,30 de la tarde. Pero en la cosmovisión de Laplace, la libertad no podía existir, ya que el mundo era totalmente determinista y, por lo tanto, todo estaba ya “escrito”. Esto creó no pocos quebraderos de cabeza a muchos pensadores que pretendían explicar la evidencia de la libertad. Y sus explicaciones les llevaron a callejones sin salida. Algunos, contra toda evidencia, al no encontrar una explicación plausible, lisa y llanamente, negaron la evidencia de la libertad. Percibieron al hombre como un pequeño geniecillo ignorante, cuyo complicado mecanismo le impedía conocer lo que estaba predeterminado que iba a hacer. Y, ¡el pooooobre!, llamaba libertad a esa ignorancia. Tampoco el advenimiento de la física cuántica resolvía eso, porque sustituía la ignorancia por el azar. Pero yo que si me levanto por la mañana a las 8h para ir a trabajar no es por azar, ni por ignorancia. No. Es, sencillamente, porque quiero. Y negar eso es decir una solemne estupidez que, de persistir en ella, nos llevaría a otras estupideces mayores y muy peligrosas. Porque admitir que el hombre es un estúpido, impotente y patético geniecillo, niega toda posibilidad de progreso, toda responsabilidad personal y no puede llevar a ningún sitio bueno. A no ser… a no ser… a no ser que haya algo en mí que me permita, para algunos fenómenos, condicionar el azar cuántico, forzar, en uno u otro sentido la distribución de probabilidades de un fenómeno volitivo, de forma tal que sea yo el que haga que se inicie una cascada de acontecimientos que acaben haciendo que pegue un salto y me levante de la cama o que decida dar otra cabezadita y llegar tarde al trabajo por mi culpa, no por determinismo ni por azar. Y ese forzamiento soy capaz de hacerlo tan inconscientemente como segregar ácido clorhídrico para hacer la digestión o crear impulsos eléctricos en mis neuronas. Por supuesto esto es indemostrable, como lo es la negación de su posibilidad. Por lo tanto, ninguna de las dos posturas, azar o voluntad, son científicas, pero la de la voluntariedad libre está más acorde con la evidencia de la realidad. Lo que no puede sostenerse, tras la física cuántica, es el determinismo.

Así pues, yo abogo por un DI que no niega en ningún aspecto básico el sustrato material de la evolución darwinista, que no acepta la afirmación indemostrada de los neodarwinistas de que TODAS las mutaciones se producen al azar, que postula, sin pretender demostrarlo un añadido que armoniza con ese sustrato material de la evolución y la hace más coherente consigo misma, dotándola de una finalidad que, a la vista del universo en el que habitamos, parece también una evidencia, y llamando, lisa y llanamente Dios –sin complejos, ya que no estoy intentando hacer ciencia, pero tampoco soy anticientífico– a ese agente armonizador. En palabras de Meredith, creo que “Dios no es realmente un dato empírico. Es más bien una inferencia que se puede extraer de los datos empíricos” (God is not really an empirical datum. He is, rather, an inference that one might draw from empirical data). Abogo, paracientíficamente, pero no anticientíficamente, por el postulado de que una de cada, digamos, millón de mutaciones, en vez de producirse al azar, lo hace porque Dios, utilizando una de sus leyes de la física, la física cuántica, sin violar ni una sola de sus otras leyes, desea esa mutación y hace que se produzca para que la evolución acabe por desarrollar el cuerpo humano. Podría aportar muy diversas razones para mostrar, que no demostrar, que este postulado mío tiene más probabilidades de ser cierto que de no serlo, pero alargaría demasiado estas páginas. Hablo de la evolución del cuerpo, porque el alma, como algo inmaterial que es, no puede brotar de la innegable base material de la evolución. Ese es otro tema con el que también podría alargarme, pero saliéndome de la cuestión.

Esta es mi versión del DI qué, además, no arranca en la evolución biológica. Ese DI empieza mucho antes. Comienza en la despreciable probabilidad que el azar haya producido un universo viable como éste en el que vivimos[4]. Continúa con la no menos despreciable probabilidad de que la química se organice espontáneamente para generar la vida. Ciertamente, la vida no es más que química organizada, pero esa organización es altísimamente improbable que se haya producido por azar. Se prolonga con el implausible desarrollo de un cerebro anormalmente grande y costoso –en términos evolutivos– como el humano. Es disparatadamente improbable que esas casualidades se den sin una causa final a la que se le puede llamar como se quiera, pero a la que yo llamo Dios, el Diseñador, autor de esta versión del DI.



[1] El origen de las especies, Capítulo V, Leyes de la variación. Efectos del cambio de condiciones.

[2] De hecho, no es que no tengamos ningún registro completo de las mutaciones, es que no tenemos ningún registro, ni siquiera parcial. Porque, aunque sabemos que las mutaciones son alteraciones en el código genético, no se ha identificado más que un pequeñísimo puñado de alteraciones genéticas que puedan identificarse con una mutación.

[3] Texto leído en “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Möeller, en una nota a pie de página en el capítulo dedicado a Simona Weil. No se aclara a quién pertenece la cita.

[4] Roger Penrose ha realizado laboriosos cálculos que pueden encontrarse en su libro “La nueva mente del emperador” y que concluyen que la probabilidad de que un universo viable –uno en el que se puedan formar estrellas, galaxias y condiciones para que aparezca la vida y evolucione– se produzca por azar es un 1/1010^128, número inimaginable al lado del cual el número de gotas del océano o el número de estrellas del universo serían insignificantes.

29 de enero de 2022

Sobre los bienes de la Iglesia

Quiero comentar un acontecimiento de esta semana. No me voy a referir, tal vez lo haga en otra ocasión al tema de la llamada “guerra híbrida” de Rusia y Ucrania (e indirectamente de Europa y EEUU). No, me voy a referir al tema, tratado en muchas tertulias televisivas demagógicas, de la devolución por parte de la Iglesia de propiedades que no son suyas. Para ello, adjunto foto de un magnífico artículo publicado por El Mundoayer, Viernes 28 de Enero, sobre ese tema. Yo no podría expresarlo mejor.


Pero sí quiero remontarme históricamente a acontecimientos anteriores. Me estoy refiriendo a las llamadas “desamortizaciones” realizadas a la Iglesia en el siglo XIX. Eufemismo, esto de “desamortizaciones”, que oculta la realidad: Expropiación injustificada y sin justiprecio, o sea, robo. La excusa de esas “desamortizaciones” se basaban en un término demagógico acuñado en la época (como tantos acuñados hoy por los medios de comunicación) de “manos muertas”. Se acusaba a la Iglesia de mantener improductivas sus posesiones. Y eso era algo absolutamente falso. Hace poco, en uno de mis recientes envíos, explicaba cómo la primera revolución industrial se había producido en la Edad Media y cómo, el motor de la misma, habían sido los monasterios católicos. Y desde entonces, la Iglesia seguía manteniendo productivas sus propiedades, bien directamente o bien a través de arrendamientos, justos y razonables, a pequeños agricultores o ganaderos. 

La realidad fue mucho más cruda. El estado, que ya entonces era un monstruo de gastar el dinero ajeno en guerras y otras cosas, expolió a la Iglesia y subastó sus bienes para hacer cash para alimentar su voracidad (siempre, la voracidad del estado, sea cual sea). Y fue tras esas subastas, en las que la nobleza y la burguesía compraron esos bienes a precio de saldo, cuando vino el empobrecimiento cultural y económico. Inmensas riquezas culturales desaparecieron, bien porque simplemente fueron destruidas por incuria o bien porque pasaron a a ser propiedad de esa nobleza y burguesía. Y las tierras, compradas por cuatro perras, dejaron de arrendarse, los bosques se talaron y deforestaron de forma terrible, y la consecuencia fue la hambruna. Lo mismo había ocurrido siglos antes cuando los príncipes alemanes, en nombre de la reforma protestante, o la corona inglesa en el suyo propio, expoliaron los bienes de la Iglesia en su propio benedficio. El resultado fue hambre y miseria.

Tal vez lo que digo en estas líneas pueda ser complemento a lo que dice el artículo, que recomiendo leer.

22 de enero de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 14. Capítulo XI. Un secreto parcialmente desvelado

- La fiesta siguió hasta el amanecer –dijo Pedro retomando el hilo del relato–, hasta que se consumió la última gota del vino. Después de la salida del sol, Jesús se despidió de su madre y me dijo: 

- Volvamos a Cafarnaum, Noemí nos necesita.

Ya nos íbamos a poner en camino cuando sus ojos se fijaron en Judas y Tomás.

-Tadeo, Baruc, seguidme –les dijo.

Echamos a andar hacia Cafarnaum con nuestros dos nuevos compañeros. Deshicimos el camino de hace un par de días. Íbamos de prisa y casi todo el tiempo cuesta abajo. Yo me preguntaba cómo sabía Jesús que Noemí nos necesitaba y por qué. Pero él se pasó todo el camino hablando con su hermano Tadeo y no me atreví a interrumpirles. Le explicaba cómo una llamada interior le había hecho abandonar precipitadamente Nazareth al oír hablar del bautismo de Juan.

- Efectivamente  –terció Tadeo–, Jesús me fue contando en el trayecto hacia Cafarnaum muchas de las cosas que Miriam le había dicho la noche antes de su partida. La larga conversación que tuvo con ella en la que le desveló un secreto familiar que había guardado para sí durante casi treinta años. Miriam estaba en casa de Isabel, la madre de Juan, cuando éste nació. Fue la noche de la primera luna llena del verano, a mediados del mes de Tammuz. Al tenerlo en sus brazos, Zacarías que estaba mudo desde el día en que el Arcángel Gabriel le anunció en el santuario la concepción de su hijo, tras aceptar que Juan sería el nombre del niño, recuperó la voz. Entró en éxtasis y, sin más testigos que Isabel y Miriam, prorrumpió en un cántico en el que, entre otras cosas dijo:

“Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante de Elohim para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación por medio del perdón de los pecados por la misericordia entrañable de nuestro Dios...”

- Yo me mostré muy extrañado –continuó Tadeo–, porque siempre había creído que Zacarías era mudo de nacimiento y no sabía que el Arcángel Gabriel hubiese anunciado el nacimiento de Juan. De hecho, Juan no era pariente mío, porque era primo de Jesús por parte de Miriam, y apenas había oído hablar de él. Zacarías era sacerdote del turno del Templo. Tenía el privilegio de dedicar una semana de cada siete al servicio del santuario, y un día de esa semana podía incensar el velo que cubría la entrada al Sancta Sanctorum, donde sólo el Sumo Sacerdote entraba una vez al año, el día del Yom Kippur, el Gran Perdón. Los sacerdotes del turno del Templo tenían este privilegio porque eran de la tribu de Leví y descendientes directos de Aarón, el hermano de Moisés y, más aún, de Sadoc, el primer Sumo Sacerdote del Templo de Salomón. Después de profetizar sobre su hijo, Zacarías volvió a quedarse mudo. Así que recuperó momentáneamente el habla, sólo para proferir esa bendición. Esta segunda mudez fue interpretada en la familia como una orden de guardar silencio absoluto sobre lo que había pasado hasta que Juan empezase la misión a la que estaba destinado. De ahí que todo el asunto se hubiese llevado con un misterio absoluto. Sólo cuando Juan se manifestó, en esa noche, Miriam, liberada del silencio, le contó a Jesús todos esos secretos que no había desvelado ni siquiera a José.

Luego recordamos la muerte de Zacarías sólo unas lunas más tarde del nacimiento de Juan. Afortunadamente, Isabel, como esposa que era de un sacerdote del turno del Templo, tenía derecho de manutención, lo que la libró del hambre, la miseria y, tal vez, una muerte prematura. Murió a los sesenta y cinco años, cuando su hijo tenía quince. Juan podría haberse quedado hasta los dieciocho bajo la custodia del turno del Templo al que pertenecía Zacarías. Pero no podía acceder al sacerdocio, que hubiese sido su camino natural, porque su madre, Isabel, aunque era del linaje de Aarón, no descendía del hermano de Moisés a través de Eleazar, sino de Itamar. Además, la madre de Isabel, aunque tenía el honor de descender del gran rey David, no era de familia levítica. Zacarías, haciendo algo apenas permitido por la Ley, se había casado con una mujer que, además de no ser de la estirpe de Eleazar, tampoco era ni siquiera de origen levítico por parte de madre. Fue un matrimonio de auténtico amor que desafió todos los convencionalismos. De forma, que a duras penas pudo Zacarías convencer al Sumo Sacerdote de que le permitiese seguir como sacerdote del turno del Templo a pesar de ese matrimonio. Tuvo que remontarse, haciendo gala de su exhaustivo conocimiento de las genealogías antiguas, a ejemplos de lejanos ancestros que, en la época de los reyes, habían hecho algo similar. Pero, aunque los dos eran de ilustre linaje, ambas familias habían venido económicamente a menos y vivían, sino con apreturas, sí muy justamente.

Sin embargo –el relato de Tadeo nos tenía a todos ensimismados–, y a pesar del visto bueno final del Sumo Sacerdote, los compañeros de sacerdocio de Zacarías, celosos e intransigentes, profetizaron que YeHoVaH negaría descendencia a la pareja debido la doble mezcla de linajes, la de Zacarías con Isabel y la del padre de ésta, con su madre. Pasaban los años y parecía que la profecía de los sacerdotes se cumplía, pues Isabel no se quedaba esperando. Zacarías e Isabel rezaban a Elohim todos los días durante varias horas, tumbados boca abajo en el suelo, para que Él se dignase darles un hijo. Cuando Isabel cumplió los cuarenta y cinco años, Zacarías dejó de rezar y se resignó, no sin cierto resentimiento hacia YeHoVaH. No así Isabel, que siguió elevando sus oraciones al Altísimo. Pero Miriam le contó a Jesús, también en esa noche en la que todo se precipitó, que el día en que Isabel cumplió los cincuenta se le apareció a Zacarías un ángel de Elohim mientras incensaba el velo del Sancta Sactorum. Le anunció que Isabel, a pesar de su esterilidad y de su vejez, iba a concebir un hijo. También le dijo que ese hijo iría delante de Elohim para prepararle un pueblo bien dispuesto. Al expresar Zacarías sus dudas y pedir una señal, el ángel le dijo:

Yo soy Gabriel –nada menos que el Arcángel Gabriel–, que estoy delante de Dios y he sido enviado a hablarte y darte esta buena noticia. Pero por tu incredulidad, te quedarás mudo y no podrás hablar hasta que, cumplido el tiempo, suceda todo esto”.

- Fue entonces cuando Zacarías se quedó mudo por primera vez –continuó Tadeo–. Al llegar a su casa, en Caren, un pequeño pueblo cerca de Ierushalom, todos quedaron consternados por la mudez de Zacarías. Le preguntaban qué había pasado y le daban tablillas para que escribiese, pero él no contestó. Esa noche tuvo relaciones con Isabel y ella supo, sin lugar a dudas, que se había quedado embarazada.

Luego, Zacarías le contó por escrito la aparición. Isabel se llenó de alegría, a pesar de la mudez de Zacarías, porque Elohim había oído su plegaria. “Al hacer esto conmigo, el Señor ha borrado mi vergüenza ante los hombres” –exclamó entre risas, lágrimas y cantares Isabel–. Y, ¿te ha dicho el Mensajero del Altísimo –le preguntó luego a su marido– cómo se debe llamar el niño?

- Juan –escribió Zacarías–. Como si no hubiese otros nombres en la familia –volvió a escribir con rabia en la tablilla–. Y me ha dicho también que debe ser nazir desde el vientre materno.

Mantuvieron el embarazo en secreto –prosiguió Tadeo–, hasta que los signos fueron imposibles de disimular. Entonces, Isabel llamó a su lado a su prima Miriam. Era hija del hermano mayor de su madre, Joaquín, y se quedó huérfana de padre y madre desde muy joven. Había nacido también, tal y como Juan iba a nacer, de un embarazo imposible de Ana, la mujer de Joaquín, también estéril y también entrada en años. Cuando Ana y Joaquín murieron, Isabel adoptó a su prima como si fuera la hija que ella no podía tener. Y Miriam la adoptó como madre. Isabel la tenía un gran cariño porque el padre de Miriam fue de los pocos que apoyó cariñosamente el matrimonio de su hermana, la madre de Isabel, con un hombre de otra tribu, por muy descendiente de Sadoc que fuese. Ese apoyo se transmitió a la siguiente generación y cuando por fin, ¡gracias sean dadas al Todopoderoso! Joaquín y Ana, bastantes años más tarde, tuvieron a Miriam, Isabel la cuidaba como si fuera su propia hija. Miriam, una niña con profundos sentimientos religiosos, compartió con ella, cuando alcanzó los doce años, su decisión de consagrarse por completo a Elohim, conservándose virgen durante toda la vida. Juntas elevaron su promesa al Altísimo. Pero dos años más tarde, Zacarías, que era ajeno a esta promesa, decidió desposar a Miriam con un hombre llamado José, de la tribu de Judá. Era también, como Isabel y Miriam, descendiente del gran rey David. Zacarías había estudiado su genealogía y daba por cierto que era el descendiente de David por línea de primogenitura. Es decir, si la dinastía davídica se hubiese mantenido, José sería el heredero a la corona, aunque en los siglos transcurridos desde el último rey, esa pista se hubiese perdido, a excepción de los eruditos que tuviesen acceso a las genealogías, como era el caso de Zacarías. Parecía ser un buen hombre que se ganaba bastante bien la vida como carpintero, oficio que había ejercido su familia durante generaciones. Había emigrado hacía años con su padre y sus hermanos a Nazareth, un pueblo perdido de Galilea. Muchos romanos tenían villas junto al lago de Generaret, por lo que había bastante trabajo y menos competencia que en Ierushalom y le pareció un buen sitio para ejercer el oficio. Pero lo que más le importaba a Zacarías era que José no quería ninguna dote. Buscaba simplemente una mujer bondadosa que pudiese ser la madre de sus hijos. Vino, conoció a Miriam, se desposaron y se la llevó a Galilea para casarse definitivamente con ella cuando pasase la pubertad. Miriam desahogaba con Isabel su angustia. Aunque José le pareció un hombre de Dios, ella estaba atada a Elohim por su promesa de dedicarle su vida por completo, en virginidad perpetua. Isabel contó a Zacarías el voto de Miriam. Zacarías tenía el derecho, según la Ley, de desligarla del mismo y así lo hizo. Pero Miriam seguía creyendo que era voluntad del Altísimo que cumpliese su promesa. Sin embargo, para una niña como ella, era imposible desobedecer a su tío, nada menos que un sacerdote del turno del Templo. Cuando se despidieron, Isabel le dijo, con palabras tomadas de Isaías:

- “Ten valor, se fuerte, confía en Elohim’. Nada hay imposible para Él. Él sabe buscar caminos donde los seres humanos no vemos más que espinos y riscos.

Ahora, esas palabras de despedida le parecían a Isabel proféticas, aunque referidas a ella misma, y pensó que era un buen momento para llamar a su niña pidiendo su ayuda. Habían pasado varios años desde que se fue y ya tenía edad para casarse con José. Es posible incluso que ya lo hubiese hecho, puesto que los esponsales ya habían tenido lugar y la ceremonia de la boda, cuando había habido esponsales antes, era algo privado. Ella había rezado con enorme devoción para que el Elohim encontrase esos caminos para Miriam. Los había encontrado para ella, pero ansiaba saber qué había pasado con su prima. Le mandó un mensaje y se preguntó si Miriam podría y querría venir y si José la dejaría. Quiso, pudo y José se lo permitió. A los pocos días, se presentó en Caren. Miriam le contó a Isabel que ya había tenido lugar la boda definitiva con José y que ella también estaba esperando. A ambas se las veía felices, como una madre y una hija unidas por una misma ilusión. Parecía como si Miriam hubiese olvidado su voto de consagración a Elohim, como si hubiese sido una veleidad de niña pequeña.

“Hoy, viendo cerca mi probable martirio, no quiero que mis recuerdos se mezclen caóticamente en mi cabeza, pero tampoco quiero dejar de recordar todo lo verdaderamente importante. En el relato que Tadeo me hizo de su conversación con Jesús a la vuelta de Caná, nada se decía de todo lo que supimos años más tarde, dosificado por el propio Jesús o conocido a través de Lucas, el médico pintor. No nos dijo –porque Jesús no se lo contó a él en el trayecto– cómo Isabel, al saber que Miriam estaba cerca de Caren, subió a la montaña para salir a su encuentro. Cómo nada más ver a su niña, notó que Juan, de seis lunas, saltaba de alegría en su seno. Cómo el Espíritu de Dios se apoderó de ella y le hizo saber que las milenarias promesas que esperaba el pueblo de Israel se estaban fraguando en el vientre de Miriam. Cómo Miriam prorrumpió en un cántico gozoso en el que se mezclaban la alegría, el agradecimiento y el asombro por el prodigio que estaba preparando el Altísimo a través de ella, una pequeña e insignificante hija de Israel, casi una niña. Después Miriam le contó la visita del Arcángel Gabriel la noche antes de que llegase el mensaje de Isabel. El Enviado le preguntó si quería ser la madre del Esperado, del Ungido de Elohim, Rey perpetuo, del Hijo de Dios y, supo ella, del siervo sufriente de YeHoVaH, anunciado por Isaías. No supo explicarle cómo era posible que no tuviese miedo. Sí le habló de la respuesta del ángel cuando le contó su intención de no tener relaciones con ningún hombre, y de sus miedos a que José no entendiese; “El Espíritu de Dios te cubrirá con su sombra” –le había contestado el ángel–. Y luego añadió: “¿Hay algo difícil para Dios?”. El mismo ángel había dado a Abraham esa segunda respuesta, mil ochocientos años antes, cuando éste le preguntó cómo Sara podía concebir en su vejez. Miriam le contó a Isabel su; “he aquí la esclava de Elohim. Hágase en mí según su palabra”. Le habló de su aprensión, más tarde, a primera hora de la mañana siguiente, por tener que contarle todo a José. Miedo a su incredulidad y, al mismo tiempo, confianza, porque en los años que llevaba desposada con él, había llegado a conocer su extrema bondad, su abandono total en la voluntad del Altísimo y su confianza en su misericordia. Miriam contó a José que la noche antes se había quedado esperando por obra del Espíritu Santo. Le habló de la aparición del ángel, de su virginidad, del embarazo de Isabel, que ella sabía por el Mensajero del Altísimo. Le dijo, tal y como Isabel le había dicho a ella: ‘Confía en Elohim. Nada hay imposible para él. Él sabe buscar caminos donde los seres humanos no vemos más que espinos y riscos’. No se atrevió a repetir textualmente la profecía de Isaías de la cita de Isabel, que empezaba por; “ten valor, se fuerte”. Cómo iba a decirle eso ella, casi una niña, a su marido. Sí se atrevió, en cambio, casi sin voz, con la vista baja, en un suave susurro, a citarle otra profecía de Isaías: ‘Pues Elohim os dará una señal. La virgen ha concebido y dará a luz un hijo a quien pondrá por nombre Emmanuel’. Le contó a Isabel la inconmensurable tristeza que leyó en el rostro de José, que había llegado a adorarla y que no entendió al principio lo que ella le decía. José, confuso, decidió no denunciarla, sino repudiarla en secreto. Pero esa misma mañana, al ir José a rezar a su habitación para que Dios le iluminase, cayó en un sopor y, en un sueño brillante como la luz del sol, nítido como la más atenta vigilia, se le apareció también a él un ángel de Elohim, que le dijo: ‘José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a Miriam como mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará al pueblo de sus pecados. Así se cumplirá lo que Isaías anunció: ‘la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’.’ Al salir de su duermevela, sin dudarlo un instante, José anunció su intención de casarse, ese mismo día, con Miriam. Por la tarde celebraron una ceremonia muy sencilla y durante la misma llegó el mensajero de Isabel. Miriam y José fueron los únicos que no se sorprendieron por la noticia del embarazo de Isabel. Esa noche y las tres siguientes, en la mayor discreción, ambos durmieron en los mismos aposentos. Esos días José supo hasta qué punto la mujer a la que había aprendido a amar en silencio en los últimos dos años estaba ya del lado de Dios. Supo que Dios había explotado como una bomba en su intimidad con Miriam y que ambos estarían para siempre separados, y unidos al mismo tiempo, por ese incendio de claridad. Y supo, también, que toda su vida sería aprender a aceptar[1]. Al tercer día, Miriam partió para Caren. Todas estas cosas se las contó también Miriam a Jesús el día en que éste se fue. Hasta entonces, las había tenido guardadas en el corazón. Fue entonces cuando Jesús comprendió el auténtico y profundo sentido de las palabras de Miriam a José en su lecho de muerte: “Gracias José, gracias por todo”, dichas el día antes, mientras su marido agonizaba en brazos de Jesús. También entendió las miradas de José a Miriam, esas miradas que parecían como si estuviese mirando a Judit o a Débora, las grandes heroínas de la historia de Israel. Pero nadie supimos nada de esto hasta mucho más adelante en nuestro camino de aprender a entender y aceptar. Lo consigno ahora porque, como he dicho antes, quiero que mis recuerdos sean completos en todo lo esencial”.

- Jesús me dijo –siguió hablando Tadeo– que fue al conocer esa sorprendente historia de Juan cuando sintió la llamada interior de volver a ver a su primo y partió, con el cuerpo de su padre aún sin enterrar.

Al oír estas palabras de boca de Tadeo me acordé de la escena de hacía un rato en la habitación contigua, cuando me dijo, más exigente que el propio Elías: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Él no había enterrado a su padre muerto. Su misión era más importante y más urgente que cualquier asunto humano, aunque fuese el entierro de un padre. Lo había tenido entre sus brazos dándole consuelo en sus últimos minutos, como yo había consolado al mío con mi perdón, aunque fuese en la distancia. Pero su misión, fuese cual fuese, no era para ocuparse de los muertos, sino de los vivos. Y la mía, por tanto, también.

Yo no me atrevía a interrumpir esta conversación de la que me sentía un poco intruso. Me hubiese alejado si Jesús no me hubiese mirado varias veces, aprobando con su mirada mi presencia. Después de estos portentosos relatos, la conversación de Jesús y Tadeo giró sobre los recuerdos de dos niños que se habían hecho hombres juntos y habían compartido juegos, diversiones, miedos, aventuras y pesares. Hablaron de sus escasos recuerdos de Egipto.

Un día, sin saber por qué –continuó Tadeo–, José y Miriam desaparecieron de Nazareth. Tiempo más tarde nos enteramos que, había nacido Jesús y que, por un motivo desconocido, los tres tuvieron que ir precipitadamente a Egipto, sin pasar por Nazareth, con Jesús recién nacido. Y no se fueron a Alejandría o a cualquier otra gran ciudad de ese país, donde podían haber iniciado una nueva vida fácilmente. No, se fueron a Zawty, un pequeño pueblo, no más grande que Nazareth, en el alto Nylós, más cerca de Luxor que de Alejandría, en mitad de ningún sitio, cerca de la ciudad que los griegos llaman Licópolis. Era como si hubiesen querido que se los tragase la tierra. La familia no se enteró de dónde estaban hasta pasado un año. Fue un año de angustia familiar en Nazareth, donde todos creían que los habían perdido para siempre sin saber cómo. Pero un día, recibieron un mensaje de José. El mensaje no explicaba el porqué de su huida, ni tampoco dónde estaban, pero les animaba a ir a Alejandría, donde José les iría a buscar. Les decía, sin darles detalles, que había encontrado una fuente de ingresos caudalosa e inagotable para su oficio de carpinteros. En efecto, en Zawty, José había encontrado una mina de trabajo que no podía abordar él solo. El secreto, que no dijo por carta era que, en el corazón de África se obtenía la mejor madera del mundo, a juicio de José. Era una madera negra a la que llamaban ébano. Era blanda y dúctil cuando el árbol llevaba poco tiempo cortado, pero se volvía dura como la piedra al cabo de una semana. Los ricos de Egipto se morían por tener muebles y objetos de esa madera y pagaban por ellos precios de escándalo. Los troncos se transportaban en leños Nylós abajo, pero cuando llegaban a Alejandría o a los grandes núcleos urbanos, era casi imposible trabajar con ellos. Sin embargo, al pasar por Zawty la madera era todavía maleable y fácil de tallar. Pero en ese villorrio no había ni un carpintero que supiese elaborar muebles, por lo que si la familia se trasladaba allí, podrían tener mucho trabajo muy bien remunerado. En Galilea había demasiados carpinteros y, además, sin José, el negocio familiar iba de mal en peor, por lo que todos se alegraron de las noticias. A pesar de que no sabían en qué consistía el maravilloso trabajo de que les hablaba José, la familia entera emigró a Zawty. Allí –continuó Tadeo–, efectivamente, mi padre y mis tíos empezaron un negocio muy próspero. Compraban la madera en bruto y la convertían en muebles y objetos que vendían a muy buen precio. Es cierto que la mayor parte del margen se lo llevaban los comerciantes que controlaban el mercado final, pero aún así, el trabajo era mucho más rentable que todo lo que habían hecho en Nazareth.

Los escasos recuerdos de Jesús y Tadeo en los siete u ocho años que vivieron allí estaban teñidos de exotismo. Hablaban de cocodrilos e hipopótamos, unos extrañísimos animales. El leviatán del libro de Job, decían, debía ser un híbrido de ambos. También hablaban de aves de plumajes con brillantes colores y largas patas y picos, que volaban en formación, de selvas misteriosas en las que la luz apenas llegaba al suelo, de cataratas tumultuosas que hacían un ruido tal que no había manera de entenderse cuando se acercaban a menos de un estadio, del Nylós, que más allá de la última catarata se convertía en un río que transcurría entre dos acantilados cuyo fondo no se podía alcanzar a ver. A pesar de su corta edad, habían vivido allí venturas impresionantes o, por lo menos, ellos las recordaban así en su memoria de niños.

- Pero no pasaba un día –continió Tadeo– sin que José y Miriam nos recordasen a toda la familia que estábamos allí de paso, que ese no era nuestro sitio, que un día, tal vez no muy lejano, deberíamos volver a la Tierra Prometida, porque ahí es donde la voluntad del Altísimo quería que estuvieran. Un día, Elohim nos llamaría de vuelta. El resto de la familia no lo entendíamos. ¿Por qué el Altísimo quería que nosotros, precisamente nosotros, tuviéramos que vivir en la Tierra Prometida? ¿Es que no había millones de judíos que vivían en Egipto y en otras partes del mundo? ¿Era la voluntad del Altísimo que todos esos hermanos de raza dispersos viviesen en Palestina? ¿No había en Egipto escuelas donde sus hijos aprendían la Torah, aunque fuese en griego? ¿Es que la palabra de Dios no lo era igual en griego que en esa lengua desaparecida, el hebreo, que ya no se hablaba ni en Palestina y que sólo se encontraba en los textos sagrados? ¿Por qué, de repente, un día, debería pedirnos Elohim que volviésemos a la estrechez de Nazareth después de habernos llevado a un paraíso en el que la naturaleza era una bendición y el trabajo y el dinero llovían a raudales, como lo hacía el agua, reverdeciéndolo todo? ¿Cómo distinguiríamos el momento de la llamada? José, que no era el mayor de sus hermanos pero que era, indiscutiblemente el jefe de la familia, callaba cuando sus hermanos le asaltaban con estas y otras muchas preguntas. Miriam sonreía para sí misma, como si tuviese en su corazón la respuesta indiscutible a todas ellas. A modo de respuesta misteriosa, todos los días, José, al acabar las oraciones de la puesta del sol, como una propina personal suya, recitaba la parte del salmo 136 que dice:

Que se me seque la mano derecha si me olvido de ti, Ierushalom. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Ierushalom en la cumbre de mi alegría.

Pero este salmo no hacía sino despertar nuevas preguntas. ¿No bastaría, para mantener vivo el recuerdo de Ierushalom? ¿con que, de vez en cuando, fuesemos allí de peregrinación por Pésaj, Shavuot o la fiesta de Sucot? Y, sin embargo, José y Miriam se negaban obstinadamente, no sólo a ir ellos, sino a que fuese ningún otro miembro de nuestra familia. Nadie entendíamos nada y todos esperábamos que ese día de la vuelta no llegase nunca.

Pero una mañana, sin previo aviso, al levantarse, José nos dijo:

- Volvemos a Nazareth.

 En su voz se adivinaba una determinación que no admitía réplica. Fue inútil preguntarle qué era lo que había desencadenado esa súbita decisión. Sólo salió de su boca, a modo de aclaración, una frase que lo hacía todo más confuso todavía:

- “De Egipto llamé a mi hijo”.

Por supuesto, todos sabíamos que eso era un texto del profeta Oseas. Pero eso hacía todavía más opaca la cuestión. De forma que, resignados a no entender la razón de la súbita decisión de José, preparamos todo con prisa y una semana más tarde embarcamos Nylós abajo, camino de Alejandría. La barcaza que nos iba a llevar de vuelta río abajo, trajo la noticia de la muerte de Herodes. El viaje quedó grabado para siempre en la mente de los dos niños de siete años como éramos Jesús y yo. La bajada por el Nylós, la inmensa y cosmopolita ciudad de Alejandría, la travesía en barco hasta Jaifa. El inmenso mar en el que eran como un cascarón de nuez y que, en un momento dado, agitó el barco de una forma que nos pareció alarmante, a pesar de las risas de los marineros. Todos nos mareamos terriblemente, memos Jesús y Jacob, el mayor de los hermanos. Nos maravillaron las inmensas velas hinchadas de viento. Un día permitieron a Jesús y a Jacob subir al puesto del vigía, en la punta del mástil. Desde allí divisamos otros barcos que se cruzaban casi en el horizonte.

- Mira Jacob –le dijo Jesús a su hermano mayor– así debe ver las cosas el Altísimo.

Otro día una ballena emergió de las profundidades a menos de diez brazadas de la borda, soltando por la cabeza un inmenso chorro de agua viscosa y caliente mezclada con vapor, que nos cayó encima. En otra ocasión un grupo de delfines rodearon el navío y lo escoltaron durante buena parte del día sacando sus lomos de plata del agua, adelantando al barco, cruzándose con él, como si jugasen a un juego con unas reglas sólo por ellos conocidas, mientras hacían que el mar pareciese un cuenco de plata derretida hirviendo. Una noche cuajada de estrellas, el piloto, del que nos hicimos amigos desde el principio de la travesía, nos explicó cuál era cada una de ellas y que función cumplían para guiar el barco. Vimos cómo todas ellas giraban alrededor de una muy tenue que siempre estaba quieta en el norte. Las estrellas formaban dibujos increíbles en los que podíamos ver leones, serpientes, pájaros, héroes con armaduras y espadas y toda clase de formas concebibles. Noche tras noche observamos cómo algunas estrellas especialmente brillantes se movían entre las que formaban la bóveda giratoria, como si fuesen vagabundos. Así las llamaban los griegos en su idioma, vagabundos, “planetes”. Sentimos que todo –el mar inmenso, las ballenas, los delfines, el cielo en su movimiento–, absolutamente todo, parecía cantar alabanzas a la sabiduría del Altísimo. El piloto, que era un gentil, creía que los planetas, el mar y el viento eran sus dioses y que los dibujos de las estrellas representaban las hazañas de sus héroes. Pero nosotros sabíamos que no era así. En la escuela de Zawty habíamos aprendido de memoria el libro de la Sabiduría. Jesús y yo recitamos al unísono al piloto el pasaje de ese libro que dice:

Totalmente insensatos son todos los hombres que no han conocido a Dios, los que por los bienes visibles no han descubierto al que es, ni por la consideración de sus obras han conocido al artífice. En cambio tomaron por dioses, rectores del mundo, al fuego, al viento y al aire sutil; a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo. Pues, si embelesados por su hermosura los tuvieron por dioses, comprendan cuanto más hermoso es Elohim que todo eso, pues fue el mismo autor de la belleza el que lo creó. Y si tal poder y energía los llenó de admiración, entiendan cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador. Estos, con todo, merecen más ligero reproche, porque quizá se extravían buscando a Dios y queriendo hallarlo. Se mueven entre sus obras y las investigan, y quedan seducidos al contemplarlas, ¡tan hermosas son las cosas que contemplamos! De todas formas, ni siquiera éstos son excusables porque, si fueron capaces de escudriñar el universo, ¿cómo no hallaron primero al que es su Elohim?

En efecto, nada podía causarnos más asombro –le contamos al piloto– que el hecho de que en todo el Imperio Romano, sólo los judíos adorasen al Todopoderoso como el Creador de todo y de todos. El piloto se quedó sorprendido de que unos niños de siete años le dijesen estas cosas y enmudeció. Jesús elevó una oración para que Elohim se revelase pronto a todas las naciones. En esa travesía aprendió, hablando con el piloto, todas las constelaciones del cielo.

La llegada a Nazareth fue muy decepcionante –continuó Tadeo–. Acostumbrados a la exuberante naturaleza de Zawty, las ralas colinas de Nazareth nos parecieron miserables. Pero nos adaptamos rápidamente a los cambios y al poco tiempo nos habíamos aclimatado y aprendimos a disfrutar también de la suavidad del paisaje de Galilea. Unos años más tarde murió Isabel. José, Miriam, Jesús y yo fuimos a Caren. El resto de la familia no fue, porque Isabel era sólo pariente de Miriam. A mí me dejaron ir porque Jesús insistió en que le acompañase. Allí vimos a Juan por primera vez. Jesús no lo volvió a ver hasta el bautismo del Jordán, hace unos días. Yo nunca más he vuelto a verle. Nos impresionó mucho. Sus padres le habían consagrado como nazir desde el día de su nacimiento y él, a medida que cumplía años, asumía ese voto como algo natural. Como consecuencia no podía beber vino ni mosto, ni siquiera comer uvas. Tampoco podía cortarse el pelo, ni de la cabeza ni de la barba. Por aquel entonces tenía quince años y era todavía barbilampiño, pero el pelo, negro e hirsuto, le llegaba casi hasta el suelo, a pesar de la enorme trenza en que se lo recogía. Tenía ya la mirada de fuego que tanto ha impresionado a los que le han visto y, aunque todavía tenía un cuerpo de muchacho, ya medía casi seis codos. Apenas habló en los tres días de las exequias por su madre, pero miraba a todos con una intensidad que les hacía bajar la vista.

Entonces Jesús tomó la palabra por primera vez como narrador en la conversación en la que me contaban los primeros pasos del grupo.

- Recuerdo intensamente –dijo– cuando la mirada de Juan y la mía se cruzaron en un momento en el que nos quedamos solos. Leímos cada uno en la del otro que nos volveríamos a encontrar sólo una vez más en esta vida. Me dijo:

- Soy mayor que tú, pero como ocurrió con Jacob y Esaú, el mayor servirá al menor.

Después de esa intensa mirada, Juan apartó la vista, se acercó a mí y me abrazó larga y fuertemente. Mi madre me ha asegurado en Caná que, salvo que Isabel se lo hubiese contado en su lecho de muerte, Juan no sabía nada del misterio de su nacimiento, ni de su misión. Y esto no era probable, puesto que en la última carta que recibió de su tía, ya muy enferma, ésta le aseguró que se llevaría con ella el secreto a la tumba, y le autorizaba a desvelármelo cuando Juan empezase su misión. Y me autorizaba a mí para usar el secreto como me pareciese.

En ese momento –me refiero al momento en que Jesús nos contó eso a todos– Tadeo le miró con los ojos muy abiertos. Por primera vez se dio cuenta de que las palabras del ángel a Zacarías y las de la profecía del propio Zacarías en día del nacimiento de su hijo, proclamaban que la misión de Juan era anunciar, precisamente, a Jesús.

- O sea –preguntó–, ¿que el anunciado eras tú?

Jesús nos miró fijamente a todos, pero ni asintió ni negó. Si nos hubiese dicho que sí, tal vez le hubiésemos tomado por un megalómano. Más adelante, pudimos darnos cuenta cómo dosificaba la forma de darse a conocer para que sus hechos se anticipasen a sus palabras. Actuando así, daba pie a que le siguiesen los que querían tener fe, pero los que no querían aceptarlo, le abandonasen.

Al día siguiente del entierro de Isabel –volvió a tomar la palabra Tadeo, pero su tono era distinto–, Juan se acercó a Jesús, le abrazó con fuerza durante un rato muy largo, dio media vuelta y, sin decir palabra, se fue. Se supo que vivió en el desierto, en absoluta soledad, alimentándose de saltamontes y miel silvestre durante siete años. Pasado ese tiempo, pidió ser admitido en Qumrán por los esenios y pasó allí los siguientes siete.

- La vuelta a la orilla del lago –siguió Pedro– fue mucho más rápida que la ida y, a primera hora de la tarde ya habíamos llegado. Cuando estábamos llegando Jesús le dijo a Tadeo:

- Tal vez algún día puedas hacer que el resto de nuestros hermanos entiendan mi actitud. Porque conociendo a mi madre, no creo que les cuente una palabra.

- Así lo haré –respondió Tadeo–, y se quedó absorto en la meditación de lo que acababa de oír.

Entonces, me atreví a dirigirme a Jesús y le pregunté:

- Rabbí, ¿qué le pasa a Noemí, por qué nos necesita?

- Pedro –me contestó sin darme una respuesta–, hay mucha gente que daría la vida por ver lo que tú vas a ver hoy, pero no lo verá. Tú vas a verlo para que tu fe se fortalezca.


[1] Estas palabras están tomadas, casi textualmente de la obra de teatro Barioná, de Jean Paul Sartre.

14 de enero de 2022

Sobre el PIB oculto y la riqueza que no se ve

 Para llegar al fondo de lo que quiero transmitir en estas páginas, es necesario que me extienda un poco en decir algunas cosas sobre el PIB, lo que me llevará a tener que dar unas pinceladas de macroeconomía que espero me sepan perdonar los que sepan algo de esta ciencia, pero que creo que pueden hasta ser interesantes para quien no sepa nada de ella.

Prácticamente todo el mundo sabe que el PIB es la cantidad de productos y servicios que una economía (a partir de ahora hablare de España) es capaz de producir en un año. Estamos demasiado acostumbrados a ver el PIB como una cifra. Por ejemplo, el PIB de España en el 2020 fue de 1,122 Billones de €. Pero esto no es sino una simplificación tan necesaria como burda. En realidad, el PIB debería expresarse con una lista de esos productos y servicios producidos en España y sus cantidades y su precio. Por ejemplo:

          2.398.174   lapiceros

          9.347.356   latas de tomate frito

229.223.927.649   horas de clase-alumno a alumnos de colegios

                41.328   horas de alquiler de coche

                        …………………………

Etc., etc., etc.

Por supuesto una lista así sería absolutamente inmanejable. Por eso se valoran cada una de esos productos o servicios al precio promedio al que se han prestado, y esto conduce a una única cifra: 1.122 Billones de €, que es sencilla y nos da una idea. Por eso he dicho más arriba que la simplificación era necesaria. Pero al simplificar, perdemos de vista la esencia de lo que estamos hablando. No estamos hablando de dinero sino de productos y servicios que España ha sido capaz de producir para uso y disfrute de quienes los hayan comprado, sean éstos quienes sean, españoles o extranjeros.

La estructura productiva de un país puede producir dos tipos de productos o servicios. Unos son productos para ser consumidos o utilizados por la gente de forma inmediata o a lo largo de unos años, como cervezas, viajes, neveras o pólizas de seguros a cinco años. Otros son productos y servicios que no se fabrican para ser consumidos ni utilizados por la gente, sino para que sirvan para producir otros productos o servicios. Por ejemplo, brazos robóticos, chips de micro conductores, máquinas herramientas o servicios de auditoría de cuentas. La compra de los primeros por la gente se llama consumo, mientras que la de los segundos, comprados por las empresas, se llama inversión.

Ahora, si suponemos un país completamente cerrado a todo tipo de comercio con otros países, no cabe casi duda de que es cierto que:

PIB = Consumo + Inversión = C + I

Digo que no cabe casi duda porque sí que cabe una que voy a expresar y a despejar inmediatamente. Una empresa puede producir neveras o brazos robóticos y que estos productos no sean consumidos. En ese caso, parecería que la ecuación anterior sería falsa. Pero no es así, porque los bienes producidos y no consumidos estarán en el stock de las empresas que lo han fabricado y es, por lo tanto, una inversión de esa empresa. No es una inversión para producir otros bienes y puede que no sea deseable, pero esta variación de existencias al alza, es una inversión. Así que la ecuación de arriba parece fuera de toda duda razonable.

Una puntualización sobre C e I: Si yo, con mi dinero, en vez de gastármelo, decido ahorrarlo, invirtiéndolo en cualquier inversión, como, por ejemplo, acciones nuevas de una empresa (si compro acciones que ya están en circulación, es porque otro me las vende y se gastará ese dnero, con lo cual, el consumo queda igual), depósitos o cuentas corrientes bancarias, letras, bonos u otros instrumentos financieros nuevos, ese dinero va “siempre” a parar a empresas que lo que hacen es, a su vez, invertirlo, con lo que lo que se produce un traspaso libre, que me interesa a mí y a la empresa –ganar-ganar–, entre consumo e inversión, por lo que la ecuación sigue siendo válida. Unas líneas más arriba, la palabra “siempre” la he puesto entre comillas. Si decido tener debajo del colchón, en billetes, el dinero que no me gasto, ese dinero no vuelve al sistema productivo y se queda estéril, no aumenta el PIB por el lado de la inversión. Esto, además de una estupidez, es una conducta auténticamente antisocial. Sería como el dragón de “El hobbit” instalado sobre un tesoro absolutamente inútil para todos. Eso es la auténtica avaricia. No lo es, en cambio, querer ganar dinero y ahorrar lo que me sobra reinyectándolo, a mi vez, al sistema productivo.

Pero, la verdad, ese tipo de países sobre los que estamos pensando, completamente aislados comercialmente del resto del mundo, no existen. Los españoles compramos cosas que se han producido en Taiwan o en USA y los daneses o franceses vienen de vacaciones a España y consumen servicios y productos de hospedaje y hostelería. De la misma forma una fábrica de azulejos de Castellón, compra máquinas fabricadas en Alemania, y una empresa que fabrica placas solares en España, puede vendérselas a una compañía eléctrica italiana. Es decir, si los de la ecuación de más arriba, son el consumo que hacemos los españoles de productos de cualquier parte del mundo y las inversiones son las que hacen las empresas españolas, compradas, también, en cualquier otro país, la ecuación de arriba es falsa, ya que el PIB de España es, por definición, lo que producen las empresas españolas. Por tanto, a mi consumo o a la inversión que hacemos los ciudadanos y empresas españoles, habrá que sumarle lo que se produce en España pero no lo consumimos o invertimos los ciudadanos o empresas españolas, es decir, la exportación. Y, al revés, a lo que consumimos o invertimos los españoles, habrá que restarles la parte de ello que no se ha producido en España, es decir, las importaciones. Así pues, la ecuación de más arriba debe completarse y quedaría:

PIB = C + I + Exportaciones – Importaciones = C + I + XN

Siendo XN el saldo neto de Exportaciones menos Importaciones españolas de productos y servicios. Esta ecuación sería completamente cierta si no existiese el estado. Pero no hay país sin estado y el estado se gasta dinero en comprar productos y servicios. Por lo tanto, habrá que sumar a la ecuación anterior el gasto público efectuado por el estado, tanto si se lo gasta en productos o servicios producidos en España como si lo hace en productos producidos en otros países. En este último caso, ese gasto que se ha sumado forma parte de las importaciones que son un restando. Por tanto, lo que se ha sumado indebidamente por un lado, se corrige inmediatamente por otro. Con esto, llegamos a lo que se conoce como la ecuación macroeconómica:

PIB = C + I + XN + G

Siendo G el gasto público realizado por el estado. Esta ecuación merece una pequeña reflexión.

Por un lado, parecería que si el estado aumenta su gasto, G, el PIB aumentaría en la parte de esa G que sean compras a empresas radicadas en España –ya se ha visto que si son compras a empresas que operan en otros países (importaciones), lo que se suma por el lado de G, se resta por el lado de XN–. Pero esta aumento es sólo aparente. Porque si el estado se gasta más dinero, tiene que obtenerlo a través de los impuestos con los que grava a los ciudadanos o empresas y si el estado se lleva parte del dinero de aquéllos y éstas, es evidente que ni los unos ni las otras podrán consumir o invertir lo que el estado se ha llevado. Con esto podría parecer que para el PIB da igual que se lo gaste el estado o lo inviertan las empresas o lo consuman los ciudadanos. Pero esto tampoco es verdad, porque lo que los ciudadanos españoles consumen y lo que las empresas invierten libremente, es lo que a ellos les viene mejor y, si se lo gastasen iría a parar a empresas competitivas y eficientes que satisfacen necesidades que la gente tiene y que con ese dinero podrían invertir y crear puestos de trabajo que, a su vez, permitirían aumentar el consumo. En cambio, el dinero que se gasta el estado con lo que ha sacado del bolsillo de ciudadanos y empresas, se lo gasta en lo que a él –el estado– o a los políticos que lo dirigen les parece mejor por motivos políticos, electoralistas, inconfesables o, simplemente, por ignorancia o estupidez. El estado no lo administran seres angélicos dotados de omnisciencia y rectitud de espíritu. Lo dirigen, muy a menudo, ignorantes, incompetentes y buscadores de votos o de ganancias de pescadores en río revuelto. Así que, de cara al PIB, presente y, sobre todo, futuro, no es lo mismo C o I que G, aunque la suma sea igual a corto plazo. Sin embargo, desde que un tal Keynes, de infausta memoria, empezó a enredar, se empezó a pensar que el estado podía gastar más sin sacar dinero a la fuerza del bolsillo de los ciudadanos o las empresas. ¿Cómo? Endeudándose. Pero ese dinero que le se le presta al estado para que se lo gaste, deja de estar disponible para el consumo, con lo que nos encontramos exactamente en la misma situación que antes. Y, también como antes, desaparece un dinero que se gastaría en cosas que merecen la pena ser producidas por empresas eficientes, para que se lo gaste el estado en lo que Dios –o el diablo– sabe qué. Además, como dice el refrán español, en el comer y en el rascar, todo es empezar y nada le gusta más a un político que tener dinero de otros para hacer con él lo que quiera. Así que una vez que se ha probado la deuda, cada vez se quiere más y más, hasta llegar a la espeluznante situación de endeudamiento actual. Pero, pensaba Keynes, ¿y si las empresas no quieren invertir y los ciudadanos no quieren consumir? ¿No es bueno entonces que ese gasto lo haga el estado, aunque saque el dinero del bolsillo de los ciudadanos, ya sea con impuestos o pidiéndoles prestado? La razón más importante por la que los ciudadanos no quieran consumir ni las empresas invertir, es la desconfianza. Y nada crea más desconfianza que el estado haciendo lo que le sale de las pistolas, que no suelen ser cosas útiles, con el dinero que obtiene vía impuestos o deuda disparatada. ¿No sería mejor tomar medidas que inspiren confianza o incentivar el consumo o la inversión disminuyendo los impuestos? Por supuesto que sería mejor. Pero, lo de tirar con pólvora del rey es una tentación que difícilmente pueden resistir los políticos en general y los socialdemócratas en particular. En definitiva, esa ecuación macroeconómica que parece de una límpida sencillez es en realidad complejísima, porque todos los elementos de la segunda parte de la ecuación (C, I, XN y G), están interrelacionados entre sí de forma sumamente compleja en la que entran, además, factores psicológicos y sociológicos que hacen que esas relaciones no sean expresables matemáticamente. Por si estas dificultades no fuesen suficientes, entran también en juego las manipulaciones estatales sobre los tipos de interés y los tipos de cambio de divisas, que terminan de hacer el problema intratable. Sin embargo, y a pesar de esa complejidad, hay una cosa clara. Cuanto menos enrede el estado para aumentar su gasto a costa de otros sumandos y cuanto menos juegue e aprendiz de brujo con la política monetaria y su intervención en el precio de la divisa, tanto mejor.

Para terminar con está breve “lección” sobre el PIB para quien no sabe, tengo que decir una última cosa. Hay otra manera, absolutamente equivalente, de estimar el PIB que enuncio sin entrar en detalles. El PIB es también la cantidad de sueldos, rentas de todo tipo (pago de intereses, dividendos, etc.) que ha pagado el sistema productivo de España. No creo que sea necesario demostrar esto. Si la gente puede comprar o invertir es porque ha tenido ingresos para poder hacerlo. Nadie da lo que no tiene.

Una vez hechas estas básicas consideraciones macroeconómicas, puedo entrar en lo que quería transmitir con estas líneas: La riqueza oculta y lo que no sale en el PIB.

Empiezo por preguntarme qué es riqueza anual (no acumulada). Mi riqueza no es el sueldo que gano. Es, en una primera aproximación que luego completaré, las cosas que he podido comprar con el sueldo que gano. Llamemos a esto riqueza comprada. También es riqueza comprada la parte del dinero que he ganado que, en vez de gastármelo he decidido, libremente, que prefiero tenerlo invertido. Sería también riqueza, a diferencia de lo que he dicho más arriba, el dinero que yo decidiese tener en forma de billetes debajo del colchón. Sería una riqueza estéril y antisocial que, como se ha visto más arriba no se incorporaría al PIB, pero que, para mí, si tuviese 10 millones de sería riqueza.

Así que, para mí –y si lo extrapolamos a todos los españoles, para los ciudadanos de España, la riqueza será:

Riqueza: Consumo (medido en precio de compra) + Ahorro = C + A

(Esto es lo que formalmente los economistas llaman Renta Disponible)

Pero es importante notar que en este consumo, como en el de la ecuación macroeconómica vista más arriba, está tanto el consumo que hago de cosas producidas en España, como el que hago de cosas producidas en cualquier otro país del mundo. Para llegar a la ecuación macroeconómica que nos lleva al PIB, ese consumo se corrige con el sumando XN para dejarlo reducido únicamente al consumo de productos y servicios producidos en España. Aquí no hay tal corrección. Si me compro un iPhone fabricado en Taiwan o Corea del Sur, es para mí tan riqueza como la mesa de comedor que me acabo de comprar, producida íntegramente en España con madera de España. Esto da un giro radical a la visión de las exportaciones y las importaciones.

Tradicionalmente se ha considerado bueno que un país exporte y malo que importe mercancías. Pero lo anterior nos muestra que para la riqueza de los españoles, las importaciones aumentan nuestra riqueza, ya que disfrutamos de un buen producto, se haya producido donde se haya producido. En cambio, las exportaciones son malas para nuestra riqueza, porque nos privan de un producto, aunque lo hayamos producido en España.

Este último párrafo requiere una aclaración para relativizarlo, porque la realidad es más sutil. La cantidad producida en España en un año, es decir, el PIB, puede verse también (ya lo hemos hecho más arriba) como el dinero que hemos ganado los españoles con nuestro trabajo o con las rentas de nuestros ahorros. Y para calcular el PIB, las exportaciones suman y las importaciones restan. Esta manera de verlo invierte la forma de ver la “bondad” o “maldad” de exportaciones e importaciones. Así que exportaciones e importaciones son conceptos ambiguos en cuanto a su “bondad” o “maldad”. Las tienen mezcladas en un grado que puede variar con las circunstancias. Y hay dos maneras de regular la mezcla óptima de “bondad” y/o “maldad” de una y otra. La primera es dejarle esta regulación al mercado. El mercado es libre y expresa la voluntad de los ciudadanos mejor que las urnas de una democracia. La otra es dejar al estado que lo regule. Cuando se ha hecho así, los estados han caído siempre en el proteccionismo, prohibiendo o gravando las importaciones y gastándose dinero público en subvencionar las exportaciones. Es decir, cayendo en el proteccionismo, bajo la idea de proteger a la industria nacional. Este argumento es maligno, ya que, bajo el paraguas de esa protección, se fomenta una industria caduca y anticompetitiva que priva a los españoles de buenos productos baratos producidos allí donde se produzcan y haciendo que, para que estas industrias caducas subsistan como zombis, se les den subsidios que impiden que se creen otras que serían competitivas y que serían capaces de exportar sus productos. En definitiva, ese proteccionismo es un desastre. Es evidente que en esta situación, y en otras muchas, el mercado se puede equivocar, pero si el estado, o sea, los políticos, intentan “arreglar” los errores del mercado, con toda seguridad empeorarán la situación. Así que mucho mejor que le dejemos al mercado que regule, con nuestra libertad, el grado de “bondad/maldad” de exportaciones/importaciones.

Todo lo anterior se refiere a lo que he llamado riqueza comprada. Es decir, valorando las cosas que he comprado al precio al que lo he hecho. Pero esto es totalmente inadecuado porque, si yo compro lo mismo que otro, pero a mejor precio, ¿me hace eso más pobre? Los números anteriores así lo dirían, pero es obvio que no es así. Paso ahora a definir la riqueza disfrutada como alternativa a la comprada.

¿Qué es la riqueza disfrutada? La riqueza disfrutada por un país es la suma de las disfrutadas por todos sus habitantes. Mi riqueza disfrutada, no son las cosas que yo he comprado o usado valoradas a su precio de adquisición. Mi riqueza –la haya producido quien la haya producido– es la satisfacción que yo obtenga con lo que he comprado, usado, consumido o ahorrado. Es, por tanto, un concepto subjetivo. Lo que a mí me produce una satisfacción de 10, a otro le puede producir otra de 6, siendo lo mismo y habiéndolo comprado los dos al mismo precio de mercado de, digamos, 5. Aquél para el que la satisfacción con un producto o servicio es de 4, nunca lo compraría por 5. Lo que ocurre es que traducir a dinero la satisfacción que me produce un producto o servicio que he comprado, es imposible, aunque a diario hagamos cientos de veces la comparación subjetiva entre lo que me cuesta un producto y la satisfacción que me produce y tomemos nuestras decisiones de comprar o no haciendo inconscientemente esta comparación. Por si alguno no está convencido, o no ve claro esto de que la riqueza es la satisfacción obtenida, voy a poner un ejemplo archiconocido por muchos.

Imaginemos una clase de 20 niños de 10 años. Un día, la profesora entra con una bolsa llena de determinadas baratijas y reparte 4 a cada niño, diciéndoles que no las pueden cambiar, que cada uno se tiene que conformar con lo que le ha tocado. A algunos niños les habrán tocado 4 baratijas que les encantan. A otros ninguna de las 4 le hace mucha ilusión. Pero a la mayoría cada baratija le hará una ilusión que irá entre parecerle una maravilla o una birria. Cada uno siente un nivel de ilusión con cada una de las baratijas que le ha tocado. Entonces, la profesora les dice que valoren entre 0 y 10 lo contentos que están con cada regalo. Imaginemos que la suma de las 80 notas que ponen los 20 alumnos es de 257, es decir, una media de 3,21 de satisfacción por baratija. Seguro que todos están mirando de reojo y con deseo a alguna de las baratijas del niño de al lado pensando lo que le habría gustado que ese regalo le hubiese tocado a él. Pero como no se pueden cambiar…

Entonces la profesora dice que durante la siguiente media hora, todos vean lo que les ha tocado a cada uno y que, si dos niños quieren libremente, pueden intercambiar los regalos todos con todos cuantas veces quieran. Como los seres humanos somos, afortunadamente, distintos en nuestros gustos, habrá muchos niños que estarán encantados de cambiar alguna o muchas baratijas con otros niños que tienen unas que a ellos les gustan más. Después de esa media hora, los niños se vuelven a sentar en sus sitios y la profesora les pide que vuelvan a valorar de 1 a 10 las baratijas que tienen ahora. No sabría decir cuál sería la nueva puntuación, pero es absolutamente seguro que sería bastante mayor de 257 y los niños estarían bastante más contentos. Las baratijas son exactamente las mismas antes que después, pero la valoración de las baratijas habrá subido y, si la alegría que refleja esa valoración es riqueza, los niños se sentirán más ricos que antes, aunque jamás lo expresen así. Este sencillo e intuitivo ejemplo sirve también para ver cuán tiránico es poner trabas al libre comercio. ¿Qué diríamos de una profesora prohibiese bajo castigo a los niños intercambiar juguetes o les cobrase un euro por cada cambio? Dejo a cada uno que piense lo que quiera sobre una harpía así.

Poniendo un ejemplo más a nuestra altura de adultos, a mí, Jeff Bezos (el fundador de Amazon), aunque no me haya pagado un duro de sueldo jamás, me ha hecho más rico, porque Amazon me da un servicio que me produce una enorme comodidad y me libera de unas pesadas gestiones para comprar unos zapatos a buen precio, lo que significa satisfacción y, por lo tanto, riqueza. Y lo mismo podría decir de Larry Page –de cuantos apuros me ha salvado Google Maps–, Bill Gates –tengo un Surface que me va de maravilla–, Mark Zuckerberg –qué sería de mí sin WhatsApp– o, más a la española, Amancio Ortega –ropa buena a buen precio– o Juan Roig –me encanta el tomate frito de Mercadona (pero, sobre todo, que haya diseñado unas bolsas para la fruta y la verdura contra las que no hay que pelearse para abrirlas. Desde que existen esas bolsas me encanta ir a la compra, o sea, que soy más rico. Pero la que es, sin duda, más rica, es mi mujer, a la que alivio un poco más de ir a la compra gracias a esas bolsas. Mi nivel de escaqueo ha disminuido notablemente). Y también lo puedo decir del BBVA que, aunque me ha pagado un buen sueldo como consejero durante 14 años, me ha hecho más rico también, como a cualquier otro cliente, por darme una app y unos cajeros automáticos que me permitan, sin tener que gastar horas en ir a la oficina, hacer en unos minutos todo tipo de operaciones financieras y ponga a mi disposición, si quiero usarlas, oportunidades de inversión ajustadas al riesgo que quiero asumir, informándome de todo ello.  O, para no irnos a la estratosfera, mi amigo Juan Moreno, que fabrica en Castilleja de la Cuesta, Sevilla, las deliciosas tortas de aceite Inés Rosales que me alegran de cuando en cuando el desayuno o el postre, o tantos millones de personas más que hacen cosas que me encantan. O los nietos de Carmen Valero, una mujer de Novelda, en Alicante, que en 1923, hace casi 100 años, cuando el pueblo no llegaba a 15.000 habitantes (hoy tiene 25.000), fundó la empresa “Carmencita”, que hoy dirigen sus nietos, y que me permite moler directamente en la mesa, pimienta multicolor que realza magníficamente el sabor de una buena carne a la plancha. Si, sin tener ni idea del precio de esos productos y servicios, tras probarlos, me preguntasen cuánto estaría dispuesto a pagar por ellos, estoy seguro de que diría un precio superior. Por eso me los compro. Me atrevo a decir que esto es así, incluso con la electricidad, que ahora está por las nubes. Lo que pasa es que no hay mayor anestésico que la costumbre.

Pero, claro, cuando una cosa que valoro en 10, tiene en la tienda un precio de 7, no digo al tendero que me la venda por 10. La compro por 7 y me quedo encantado. Pero esos 3 de diferencia, que no son riqueza comprada, sí que son riqueza disfrutada, y no me cabe la menor duda de que la segunda refleja mejor la riqueza que la primera. En el fondo, soy como un niño.

Por supuesto, la diferencia entre la riqueza disfrutada y la comprada es imposible de cuantificar. Por eso, nada más lejos de mi intención que postular que se incorpore en la medición del PIB. Pero que no se pueda cuantificar no significa que no exista. Más aún, dentro de la riqueza disfrutada caben cosas que ni siquiera pueden aparecer en el PIB comprado, porque no tienen precio, por más que puedan ser lo más importante de nuestra vida. Como, por ejemplo, la riqueza ética, o la religiosa (¿cuánto vale para mí ir a Misa y comulgar cada día, que es totalmente gratis?), o la emocional, o la cívica, o la familiar o… Dicho esto, afirmo categóricamente que el PIB real y mi riqueza real, es decir, la disfrutada, es mucho mayor de lo que dice el PIB calculado con el precio al que he comprado las cosas. Lo cual me lleva a una exclamación: ¡¡¡¡¡VIVA EL CAPITALISMO!!!!!. Porque, si bien es cierto que el capitalismo no puede crear esas riquezas sin precio, sí que siembra el sustrato material para que muchas de ellas sean posibles o, al menos, más factibles de conseguir[1]. Y si es cierto que la codicia y el resto de los pecados capitales van contra esas riquezas (e, indirectamente, sobre la que tiene precio también), no es el capitalismo el causante de los pecados capitales, sino que están en la naturaleza humana desde que el hombre es hombre o, si lo vemos desde la óptica cristiana, desde el pecado original.



[1] Si no estamos convencidos de ello, basta con comparar la lista de los países en los que esas cosas están más desarrolladas con la de los países con mayor PIB per capita (que son todos capitalistas). Se verá que la correspondencia es enorme. ¿Es casualidad? No lo creo. Entonces, debe haber algo que haga que esas riquezas sean también un subproducto del capitalismo. Podría explicar esas causas, pero se escaparía al objeto de estas páginas. Quizá la única de esas riquezas sin precio que no cumple esta norma sea la religión, pero eso es otra cuestión que requiere explicaciones distintas.