30 de julio de 2008

En la novena de santa Edith Stein

Otras víctimas de Auschwitz
Tomás Alfaro Drake
Escribí este artículo en el 2005, unos días después de la celebración del 60º aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, bajo la impresión de un reportaje de TV sobre esa atrocidad histórica. Por suouesto, en el reportaje, ni una sola palabra sobre Edith Stein. Ahora, en la novena (un poco anticipada) del 66º aniversario de su muerte, siguiendo lo que empecé la semana pasada, lo publico en el blog. La semana que viene, el día 9 de Agosto, publicaré la homilía de Juan Pablo II el día que la canonizó. Servirá como despedida del blog hasta Septiembre.

***

Holanda, 1942. Empiezan las deportaciones de judíos. Luteranos, calvinistas y católicos acuerdan leer, el mismo día, en sus servicios religiosos, un texto conjunto de protesta contra esa barbarie. La Gestapo está alerta. Recuerda la lectura, el día de Pascua de 1939, en todos los púlpitos de Alemania, de la encíclica de Pío XI “Con profunda preocupación”. La más dura condena del nazismo, proclamada en cada rincón de Alemania, cuando todavía Francia e Inglaterra coqueteaban con Hitler. Muchos sacerdotes y católicos comprometidos pagaron muy cara la osadía. Para evitar que eso se repita la Gestapo avisa a todas las autoridades cristianas de Holanda. Si hacen algún movimiento, la orden de deportación se extenderá a los judíos conversos a sus credos. Calvinistas y luteranos dan marcha atrás, pero Pío XII se mantiene firme y el texto de condena se lee en todas las iglesias católicas de Holanda. Unos días más tarde, las SS entran en el convento del Carmelo de Echt y se llevan a dos hermanas Stein, Edith y Rosa, judías conversas. Edith se ha hecho carmelita hace unos años, en el carmelo de Colonia tomando el nombre de Benedicta de la Cruz. Al iniciarse la persecución de los judíos en Alemania, las carmelitas deciden trasladar a sor Benedicta de la Cruz al convento de Echt, en Holanda, donde piensan que estará más segura. Su hermana Rosa se va con ella y se refugia en el mismo convento. Las últimas palabras que sor Benedicta de la Cruz dice a su hermana en presencia de todas sus otras hermanas de religión son: “Ven, vamos a sacrificarnos por nuestro pueblo”. En 1933, nueve años antes, recién ingresada en el Carmelo, dejó escrito: “Me dirigí al Redentor y le dije que sabía muy bien qué clase de Cruz pesaba sobre el pueblo judío. [...] quienes tenían la gracia de entenderlo, deberían aceptar esa Cruz con plenitud, en nombre de todos. Me daba cuenta de que estaba dispuesta y pedía al Señor que me hiciera ver cómo debía realizarlo. [...] tuve la íntima certeza de haber sido escuchada, aunque no supiera en qué consistía aquella Cruz que me imponía”. Una semana más tarde de la detención, el domingo 9 de Agosto de 1942, sor Benedicta de la Cruz y su hermana Rosa morían gaseadas en Auschwitz. Sólo en Holanda, en ese día y en la misma ruta seguida por Edith, fueron trescientos los católicos judíos llevados a la muerte. La mayoría religiosos.

Los escasos testimonios de quienes compartieron esos días son coincidentes. Sor Benedicta de la Cruz fue fuente de alegría y serenidad para todos los que estaban con ella. En una escala entre tren y tren en Amerstorf, todavía en Holanda, un agente holandés, enviado por sus hermanas carmelitas se ofreció a gestionar su liberación. Ella se negó diciendo: “¿Por qué voy a ser yo la excepción. Si no puedo compartir la suerte de los demás consideraría inútil mi vida”. La siguiente estación fue Auschwitz.

He querido dejar pasar unos días de respetuoso silencio desde el recuerdo de la liberación de Auschwitz. En estos días, mi oración se ha elevado por todos los que fueron llevados al sacrificio por una maldad innombrable. Pero en el anuncio del escalofriante documental realizado por TVE, siempre aparecía el mismo flash. Dios no estaba en Auschwitz. Entiendo perfectamente que un prisionero sintiera eso. No entiendo que ése sea el reclamo sistemáticamente utilizado para conseguir audiencia. Dios sí estaba en Auschwitz. Estaba en sor Benedicta de la Cruz. Estaba en todos los hombres mujeres y niños que hacían cola para ser gaseados. Y estaba llorando. ¿Por qué no hacía nada? Porque Él mismo ha sacrificado su omnipotencia por el más maravilloso, terrible y misterioso don que ha hecho al hombre: la libertad. ¿Debería revocarlo? Al misterio insondable del sufrimiento y la maldad Dios responde con la entrega voluntaria de su Hijo, Jesucristo, en la cruz.

Termino con una oración de la propia Edith Stein, Benedicta de la Cruz, escrita pocos años antes de morir, cuando sufría por los horrores de la guerra que s acababa de desencadenar:

“Los brazos del crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la suya.

El mundo está en llamas. Pero en lo alto, por encima de todas las llamas se eleva la Cruz para extender la Resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor. Ella apaga las llamas de todo infierno.

Deja libre tu corazón a Dios; en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los rincones de la tierra.

Oyes el gemir de los heridos, oyes la llamada agónica de los moribundos... oyes el gemir de cada hombre en el corazón de Cristo. Te conmueve el dolor de la humanidad y deseas aliviar, abrazar y curar sus heridas más hondas.

Abraza al Crucificado. Si estás esponsalmente unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás omnipresente como Él.

En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su amor misericordioso, en todas partes derramas su preciosísima Sangre que alivia, redime, santifica y salva.

¿Quieres sellar para siempre esta alianza con Él?

¿Cuál es tu respuesta?

Señor, ¿a quién vamos a seguir? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”
.

El 11 de Octubre 1998, Juan Pablo II canonizó a santa Edith, Benedicta de la Cruz, Stein. Posteriormente fue proclamada co-patrona de Europa. Que ella ilumine el camino de este desencantado continente.

28 de julio de 2008

El linaje prehumano

Tomás Alfaro Drake

Este es el 23º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?” y “Definamos la inteligencia”.

Antes de analizar si la inteligencia humana salió de la evolución o no, debemos conocer la cadena de especies que llevan hasta el Homo Sapiens, que es la nuestra. Cuando se habla de la evolución, hay quien dice que el hombre desciende del mono. Es una solemne tontería, los monos más evolucionados –chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes– no son nuestros ancestros evolutivos, sino una rama múltiple que se separó de la nuestra, a partir de alguna especie anterior de primates, hace varios millones de años. La rama evolutiva del ser humano dista mucho de estar completamente aclarada por el registro fósil, pero una cosa llama la atención nada más ver el aspecto de la parte del arbusto a la que pertenecemos: Mientras la rama de la que nos separamos se ha vuelto a ramificar en varias especies –chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes que aún hoy subsisten, como se ha dicho antes– nuestra rama sólo tiene una especie viva hoy día: Homo Sapiens. No es que no se haya ramificado desde hace tres millones de años, pero todas las ramas que han ido saliéndole han desaparecido apenas brotadas, dejándonos como única especie viva de los llamados homínidos. Los primeros homínidos formaron un único género que ha dado en llamarse Australopitecos. Hubo varias especies de australopitecos. Los científicos discuten acerca de su parentesco y derivación entre ellas. Todas tienen en común que aparecieron, vivieron y se extinguieron en África. Las dos que parecen ser antecesoras nuestras son los Australopitecos Africanus y los Afarensis. Con los Australopitecos, ya empezó a ocurrir que sólo una especie de las ramificadas sobreviviese para seguir avanzando hacia el Homo Sapiens. La rama superviviente siempre representaba un paso adicional en dos procesos evolutivos paralelos. Una tendencia incipiente hacia la postura erecta y un tamaño creciente del cerebro. En un momento dado, el género Australopiteco, con sus distintas especies sucesivas, dio lugar al género Homo. Dentro del género Homo continuó la tendencia hacia la postura erecta y hacia el mayor tamaño del cerebro. El Homo Erectus ya tenía prácticamente esa postura. Posteriormente apareció una tercera tendencia; la modificación de la laringe para hacer posible la emisión de sonidos articulados que permitiesen el lenguaje. Por primera vez, especies del género Homo, antes de extinguirse, se expandieron geográficamente a otras zonas del planeta. Tal es el caso del llamado hombre de Pekín, que no era un Homo Sapiens sino una especie anterior del género Homo. Posteriormente, otra especie de ese género Homo, el Habilis, adquirió la capacidad para la elaboración de instrumentos de piedra. Sin embargo, esta habilidad, no era producto de la inteligencia, sino puramente instintiva, basada en los genes, como puede ser la capacidad de determinadas aves a utilizar ramas para obtener alimento o la de las abejas para construir panales con celdas de forma hexagonal. Una habilidad instintiva se distingue de una de la inteligencia por su velocidad de cambio. Las habilidades instintivas, no cambian más que cuando cambia la genética de la especie. Las de la inteligencia, en cambio, lo hacen a una velocidad enormemente mayor que la de la evolución de la especie, pues nacen del ingenio de cada individuo y se propagan por mimetismo de unos individuos a otros. En un momento, hace unos 300.000 años, de esa rama única, sin otras especies supervivientes, apareció un ser que era anatómicamente como nosotros. Era como nosotros, pero con una capacidad intelectual poco superior a la de un mono. No había traspasado la barrera cualitativa de la inteligencia simbólica, tal y como la describí en el artículo anterior. En artículos posteriores analizaremos ese largo proceso evolutivo desde un primate, hace unos tres millones de años, hasta nuestro cuerpo de Homo Sapiens y veremos cómo en él han ocurrido cosas muy extrañas y excepcionales.

23 de julio de 2008

In memoriam: Edih Stein, santa Benedicta de la Cruz

Tomás Alfaro Drake

En la última entrega de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, rendía un homenaje a Edith Stein. Dentro de dos semanas, el 8 de Agosto, será el 66º aniversario de su muerte, gaseada en Auschwitz. Hoy quiero dejar en el blog algunas reflexiones que dejó en mí la lectura de sus memorias: “Estrellas amarillas”. Lamentablemente, no he encontrado publicada la segunda parte de las mismas, en la que cuenta su conversión, pero la primera es también muy ilustrativa de su carácter y personalidad. Ahí van mis reflexiones. Dentro de una semana haré un post de un breve artículo que escribí hace unos años sobre su muerte. El día 8 de Agosto, en su aniversario, publicaré la homilía de Juan Pablo II el día de su canonización, e1 de Mayo de 1987. Esta será la única entrada que deje en Agosto, mes en el que me daré vacaciones también del blog.

En 1913, con 22 años, llega Edith Stein a la Universidad de Göttingen, después de dos años de estudios de filosofía en Breslau, atraída por Husserl y su fenomenología. Educada en el judaísmo, ha perdido la fe a lo largo de su adolescencia y primera juventud. Su autobiografía, en el libro “Estrellas amarillas”, está escrita poco antes de entrar en el Camelo, es decir, después de haber experimentado una profunda conversión.

Antes de llegar a las citas textuales de su conversión, me gustaría dar algunas notas de su carácter que se desprenden de su biografía.

“La persona de Edith Stein es una realidad clara y luminosa desde su juventud. Tenía una sensibilidad extraordinaria para acoger y registrar todo lo bueno y bello, aunque también desde muy pronto conoció su razón las sombras que la luz terrena tiene en sí misma, es decir, su limitación.

Tenía un corazón sensible, ‘simpatético’, antes que el tema de la ‘Einfühlung’ se convirtiese, como tema de tesis, en el centro apasionado de su afán filosófico
[1].

Fue persona con una insobornable exigencia de conocer el profundo sentido de las cosas en toda su claridad. Así es como le fue dado a Edith Stein captar el sentido profundo de todo devenir y de toda fugacidad, descubriendo el sentido del ser en el ‘logos’ eterno que está presente como resplandor en el alma del hombre individual”.

Este encendido elogio del P. Romaeus Leuven se respira en todas las memorias, sin que haya en ellas el más mínimo atisbo de autocomplacencia. El retrato que Edith Stein pinta de sí misma, a través de los hechos sencillos que narra transidos de sinceridad, es, en la vertiente intelectual, el de una mujer de inteligencia privilegiada y de una inquietud por forjarse su propia visión del mundo apoyándose en las ideas de las personas que le inspiraban credibilidad intelectual y personal. En el aspecto humano se percibe una actitud de servicio al mundo basado en un profundo sentido del deber un tanto kantiano, pero también basado en su capacidad de sentir el dolor ajeno en sí misma. Al estallar la 1ª Guerra Mundial, escribe en sus memorias: “Ahora mi vida no me pertenece. Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales[2]”. Efectivamente, se alista como enfermera voluntaria en un hospital de infecciosos y allí, llevada de su perfeccionismo y espíritu de entrega demuestra un celo que le hace ganarse el respeto de todos. Pero ella misma cuenta lo que le hacía sufrir ese perfeccionismo, ese ansia de llegar hasta el fondo de las cosas sin darse tregua hasta llegar a quitarle el afán de vivir, el hambre, el sueño y llegar a hacerle adelgazar hasta casi perder la salud. También nos deja entrever en la primera parte de sus memorias que su aceptación de la fe católica supuso para ella un gran alivio de esta tensión.

“... mi esfuerzo atormentado se dirigía a alcanzar una visión unitaria y firme para poder, desde ella, entender globalmente todas sus aplicaciones. Por vez primera encontré aquí lo que habría de experimentar siempre en mis posteriores trabajos: los libros no me sirven de nada hasta que yo no me he clarificado la cuestión en una elaboración personal. Esta lucha por la claridad se cumplía ahora en mí a través de grandes sufrimientos y no me dejaba descansar ni de noche ni de día. En aquella época perdí el sueño, lo que me ha durado muchos años, hasta volver a tener noches tranquilas.
Seguía trabajando en una constante desesperación. Por vez primera en mi vida me encontraba ante algo que no podía domeñar con mi fuerza de voluntad. Sin yo saberlo tenía profundamente grabadas en mi interior las máximas de mi madre que solía repetir: ‘Querer es poder’, ‘Lo que uno se propone, Dios lo ayuda’. Frecuentemente me había vanagloriado de que mi cabeza era más dura que las más gruesas paredes, y ahora me sangraba la frente y el inflexible muro no quería ceder. Esto me llevó tan lejos que la vida me parecía insoportable. Me decía frecuentemente a mí misma que esto era absurdo. Si no terminaba el trabajo de doctorado tenía más que suficiente para el examen de estado. Si no podía llegar a ser una gran filósofa, podía ser una pasable profesora. Pero los argumentos racionales no ayudaban nada. Yo no podía ir por las calles sin desear que un coche me atropellara. Si hacía una excursión, tenía la esperanza de despeñarme y no volver con vida.
Nadie podía sospechar lo que estaba pasando dentro de mí
[3]”.

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“Reinach [...] me insistió en que debía comenzar la redacción. Faltaban todavía tres semanas para terminar el semestre. Entonces debía volver a verle e informarle de lo que había hecho. Esto fue una gran decisión y empecé sin pérdida de tiempo a realizarla. Me costó un esfuerzo espiritual como nada de lo que había hecho hasta aquel momento. Creo que nadie que no haya hecho un trabajo filosófico creador puede hacerse idea de esto.
No recuerdo haber tenido entonces aquel profundo placer que más tarde habría de sentir en los trabajos, cuando tras dolorosos esfuerzos se alcanza la superación. No había logrado todavía ese grado de claridad en el que el espíritu puede descansar en una comprensión conquistada, desde la que se abren nuevos caminos y se puede seguir avanzando con seguridad. Marchaba como el que tantea en la niebla.
Lo que redactaba me parecía extravagante y, si algún otro lo hubiese calificado sin sentido, lo hubiese creído a pies juntillas. Ante una dificultad me quedaba detenida. Apenas necesitaba buscar las palabras. Los pensamientos se formaban como por sí mismos fáciles y seguros para la expresión verbal y quedaban luego firmes y seguros en el papel, de tal modo que el lector no encontraba ni rastro de los dolores de este alumbramiento espiritual. Cada hora que tenía disponible para el trabajo la pasaba ante mi pequeño escritorio. En el curso de las tres semanas había escrito unos treinta folios
[4]”.

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“Tanto para mí, como para otros muchos, la influencia de Scheler en aquellos años fue algo que rebasaba los límites del campo estricto de la filosofía. Yo no sé en que año volvió a la Iglesia católica. No debió ser mucho más tarde de por aquel entonces. En todo caso era la época en que se hallaba saturado de ideas católicas y hacía propaganda de ellas con toda la brillantez de su espíritu y la fuerza de su palabra.
Éste fue mi primer contacto con ese mundo hasta entonces para mí completamente desconocido. No me condujo todavía a la fe. Pero me abrió a una esfera de ‘fenómenos’ ante los cuales ya nunca podía pasar ciega. No en vano nos habían inculcado que debíamos tener todas las cosas ante los ojos sin prejuicios y despojarnos de toda ‘anteojera’. Las limitaciones de los prejuicios racionalistas en los que me había educado, sin saberlo, cayeron, y el mundo de la fe apareció súbitamente ante mí. Personas con las que trataba diariamente y a las que admiraba, vivían en él. Tenían que ser, por lo menos, dignos de ser considerados en serio. Por el momento no pasé a una dedicación sistemática sobre las cuestiones de la fe. Estaba demasiado saturada de otras cosas para hacerlo. Me conformé con recoger sin resistencia las incitaciones de mi entorno y casi sin notarlo fui transformada poco a poco
[5]”.

Edith acaba de aprobar el examen de licenciatura en plena 1ª Guerra Mundial. De Göttingen va a Hamburgo a casa de su hermana mayor.

“Aquí recibí también la felicitación de Breslau. La carta de mi madre contenía aquellos pasajes que ya más arriba recordé: ella se alegraría mucho si yo quisiera pensar en aquél a quien debía este éxito. Pero [yo] todavía no había ido tan lejos.
Yo había aprendido en Göttingen a tener respeto hacia las preguntas de la fe y por las personas creyentes. Hasta iba ahora con mis amigas alguna vez a una iglesia protestante, pero todavía no había encontrado el camino hacia Dios. (La mezcla de política y religión que caracterizaba los sermones no me podía llevar al conocimiento de la fe pura y me repelía frecuentemente)
[6]”.

Edith está durante la guerra como enfermera en Austria en un hospital de campaña de enfermos de tifus. Todavía es atea.

“A veces venía un sacerdote del frente, de uniforme, a la sala y recorría las camas. Tengo que decir que parecía despertar poca confianza. Tampoco le vi nunca detenerse un rato con nadie. Nunca presencié que a un enfermo se le trajese la sagrada comunión o los santos óleos. Por desgracia era yo entonces tan ignorante de esas cosas que no se me ocurría el preguntar ni preocuparme de ello[7]”.

En la primera parte de sus memorias, “Estrellas amarillas” la conversión no ha empezado más que de forma muy tímida. Espero poder leer pronto la segunda parte.


"Mi nostalgia por la verdad era mi única oración".

Edith Stein, de la época en que no tenía ninguna fe.

[1] Le “Einfühlung” es un concepto que llamó la atención de Edith Stein cuando oyó a Husserl decir en un curso sobre la naturaleza y el espíritu que el mundo objetivo exterior sólo puede ser experimentado intersubjetivamente, esto es, por una pluralidad de individuos cognoscentes Que estuviesen situados en intercambio cognoscitivo. Según esto, se presupone la experiencia de los otros. El concepto era original de otro filósofo alemán, Theodor Lipp y suponía un reto integrarlo en la filosofía fenomenológica. Edith Stein abordó este reto en su tesis doctoral. Quizá la traducción más correcta sea “empatía”, aunque, desde luego, sin el significado coloquial del término en español.
[2] Edith Stein, Estrellas amarillas. Editorial de espiritualidad, Madrid 1992, pag. 276.
[3] Ibid, pag. 257, 258.
[4] Ibid, pag 261, 262.
[5] Ibid, pag. 241.
[6] Ibid, pag. 293
[7] Ibid, pag. 310

20 de julio de 2008

El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 13 y último

Tomás Alfaro Drake

Introducción

El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Hoy acabo el intento iniciado el 20 de Enero. Los que lo hayan leído sabrán mejor que yo el interés del mismo. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.

¿Dónde nos perdimos?

Cuando algo sale mal, es siempre muy fácil echar la culpa de ello a otros. Pero suele ser más sano y más fructífero preguntarse qué hemos hecho mal nosotros. Es fácil demonizar a Descartes y atribuirle toda la culpa del camino errado que está recorriendo la humanidad. Pero Descartes era un hijo de su tiempo, además de un creyente sincero. Si buscó nuevas vías y se extravío en ellas fue porque la filosofía realista imperante ya le había situado en una vía de desencanto. ¿Cuál puede haber sido el “error” de la filosofía realista? Lo que viene a continuación no pasa de ser una elucubración personal que no tiene, por lo tanto, mucha validez. Pero me atrevo a opinar, como he dicho anteriormente, desde la frescura o la osadía de la ignorancia.

En la teoría aristotélica del conocimiento, no existe una división tajante del mundo en sujeto y objeto, sino que dicha división se supera con el acto del conocimiento. Mientras el conocimiento del objeto por el sujeto está solamente en potencia, se da esta dualidad. Pero cuando el conocimiento se hace acto, desaparece y se produce la unidad sujeto-objeto. Nos dice Aristóteles: “El alma es, de algún modo, todas las cosas que son”[1]. Según Eudaldo Forment, refiriéndose a la teoría del conocimiento de Aristóteles, “el conocimiento le es útil al hombre para reparar su deficiencia en cuanto a parte del todo, parte de toda la realidad creada”[2]. Posteriormente esta manera de ver la unidad entre sujeto y objeto es adoptada por santo Tomás de Aquino(1225-1274). Así pues, el germen de la filosofía del encuentro, tal y como se ha desarrollado en el siglo XX, se encuentra ya en Aristóteles y santo Tomás. Por otro lado, la deuda de la humanidad con santo Tomás es inmensa. Aplicó la razón al pensamiento teológico, basándose en el pensamiento aristotélico. Y la teología resistió la prueba de fuego. No puede decirse lo mismo de la teología del Islam –si se puede llamar teología al estancamiento del Islam en la literalidad coránica. De hecho, el Islam, después de un breve coqueteo con la lógica aristotélica en tiempos de Averroes (1126-1198), tuvo que desecharla por llevarle a conclusiones incompatibles con el Corán. No todo el mundo sabe que las obras de Averroes fueron quemadas en Córdoba, él mismo fue desterrado y Aristóteles prohibido por la ortodoxia islámica. Santo Tomás tuvo la valentía de aceptar el reto de la lógica en la teología cristiana y de que ésta se enriqueciera con aquélla y viceversa. Llegados a este punto creo que merece la pena un breve circunloquio sobre el aristotelismo de Averroes y el de Santo Tomás.

Aristóteles en Averroes y santo Tomás

La filosofía de Aristóteles, partía de la realidad física y acababa en una necesidad de trascendencia. La causa primera, el motor inmóvil eran consecuencias de esa filosofía que partía de la naturaleza. Pero ese motor inmóvil era completamente impersonal, frío. No respondía de ninguna manera al deseo de trascendencia del hombre. Era un Logos impersonal. De ahí que generase en el pensamiento griego un profundo vacío. Pero la filosofía de Aristóteles no estaba recluida en sí misma, sino que mantenía una apertura a una trascendencia que no conseguía llenar de contenido. Santo Tomás nos dice, apenándose por este callejón sin salida de la filosofía griega: “Qué angustias no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios”[3]. La gran pregunta del sistema aristotélico era el por qué ese motor inmóvil, esa causa primera, cerrada en sí misma, creó algo. La razón humana no puede llegar por sí sola a la fe trinitaria. Esta es un dato de revelación. Pero una vez con ese dato revelado, la razón por la que ese motor inmóvil creó el mundo se hace evidente. Por aquello que representa su esencia comunitaria de Personas en Unidad. Por amor.

En contra de lo que a veces se piensa, Averroes no sólo tradujo al árabe a Aristóteles, sino que lo interpretó. Y lo interpretó cerrándolo a la trascendencia. No lo pudo abrir, porque para dar respuesta a esa apertura es necesaria la Trinidad de Personas en la Unidad de Dios, que para el Islam es puro politeísmo. Y al cerrarlo lo hizo incompatible con cualquier fe en un Dios trascendente, llámese Yavé, Dios o Alá. De ahí que fuese rechazado por el Islam. De ahí también que las facultades de Teología de principios del siglo XIII, que habían recibido a Aristóteles a través de Averroes, hubiese una enorme desconfianza, cuando no abierta condena, hacia Aristóteles. Contra esta desconfianza tuvo que luchar santo Tomás tras redescubrir al auténtico Aristóteles. Basándose en él, estableció una fructífera y valiente relación de mutuo apoyo entre filosofía y cristianismo. Puede decirse que el cristianismo entró en la filosofía de Aristóteles por donde éste intentaba inútilmente salir hacia la trascendencia. Y el mismo amor que explicaba la creación, explicaba la Encarnación. De esta forma, con el cristianismo, el Logos griego, la razón de ser del universo, entraba en él. Esta síntesis es la gran deuda de la humanidad con santo Tomás.

La escolástica después de santo Tomás

Ciertamente, santo Tomás usó hasta donde pudo la razón natural para adentrarse en el conocimiento de Dios, sin caer en ningún momento en un racionalismo excluyente que, por otro lado, estaba totalmente fuera de las categorías de su época. Pero la escolástica posterior olvidó el aspecto unitario entre sujeto y objeto de Aristóteles y santo Tomás, adentrándose así en una vía muerta. También se fue “arrinconando” la teoría del conocimiento de san Agustín (354-430), más platónica y más cálida, abierta a una iluminación interior, más receptiva al misterio, no como algo contrario a la razón, sino como algo que cae fuera del alcance de la razón, que está más allá de su limitado alcance[4]. "El ordo amoris" (orden del amor) agustiniano como base de entendimiento de la realidad, fue siendo poco a poco preterido. De ninguna manera san Agustín había quedado excluido del pensamiento de santo Tomás, pero el misticismo personal del santo de Aquino fue cada vez moneda menos corriente en la escolástica tardía. Poco a poco se fue abriendo paso una escolástica esclerotizada y empobrecida que merodeaba alrededor de temas y argumentos repetidos hasta la saciedad de forma mecánica y cuyas discusiones se parecían cada vez más a las famosas discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles. No es extraño que este ambiente enrarecido y estéril, en el que la razón hablaba sin el calor y la guía la iluminación interior, hiciese descarriarse a una mente inquieta como la de Descartes. De hecho, hay autores que ven en el pensamiento de uno de los últimos escolásticos, el P. Francisco Suárez (1548-1617), jesuita español, algunas de las raíces del pensamiento de Descartes[5]. Desde luego, hablamos de un autor 350 años posterior a santo Tomás. A mi modestísimo entender, sería necesario, para el nuevo renacimiento del pensamiento filosófico, repensar la filosofía a partir de san Agustín y del auténtico tomismo, en donde, como se ha visto anteriormente, ya está el germen de la filosofía del encuentro.

Tal vez, el pecado de la filosofía realista que empujó a Descartes a extraviarse por vías más muertas aún que las de la escolástica tardía, sea el de haber considerado la razón como sujeto externo a la realidad y a la realidad, incluido el tú e incluido también el Tú de Dios, como simple objeto. Tal vez el rodeo que ha tenido que dar la humanidad haya sido demasiado largo y penoso. Pero debemos agradecer al Señor de la Historia, que la ha dejado en manos de nuestra libertad, que, después de una tan larga travesía del desierto, hayamos llegado a tocar algo que parece ser el fondo. Y algunas mentes privilegiadas han tomado impulso en ese fondo para volver a alumbrar un nuevo renacimiento hacia la luz y hacia la vida.

Yo he querido aportar mi minúsculo grano de arena a este proceso, aunque sólo sea sintetizando a mi manera este recorrido de declive y ascensión, porque “la gran misión que tenemos en la vida es abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad”[6].
[1] De anima, II, c 8, 431b 2.
[2] “Santo Tomás de Aquino. El orden del ser. Antología filosófica”, Eudaldo Forment, Editorial Tecnos, 2003, p. 108.
[3] Suma contra gentiles, III, c. 48.
[4] El profesor Antuñano, en su estudio sobre “La Ciudad de Dios” de san Agustín (Editorial Tecnos, 2007) dice: “Entendida de esta forma, la filosofía de Agustín tendrá –como toda la filosofía posterior– que plantearse la relación entre la razón y la fe y el progreso o evolución de la filosofía en teología filosófica. En ocasiones se ha pensado que tal relación y tal progreso podía ser “extraño” y aún “indigno” de una actitud racional. Lo sería en un entendimiento de lo “racional” como “racionalista”, como sólo referido a la mera capacidad lógico-discursiva. Pero este modelo de racionalidad –la moderno-ilustrada– ha mostrado ya hace tiempo sus graves carencias para explicar el conjunto de la realidad humana, sustancialmente más compleja que una deducción matemática o física. En cambio, si referimos el término “racional” a una razón abierta y ampliada, nos acercamos a una comprensión más completa dela realidad. La relación entre la fe y la razón que Agustín propone va en esta línea –y su recuperación como renovación filosófica para nuestro tiempo ha sido propuesta por autores en la tradición agustiniana. (Cf. PLATINGA A., Agustinian Christian philosophy. En: MATTHEWS, G.B. (ed.), The agustinian tradition. California University Press, 1999, p. 22.).
Esta relación la resuelve Agustín en una interacción mutua que puede quedar sintetizada en la expresión “ab inteligere ad credere, ab credere ad inteligere”.(Desde la inteligencia hacia la creencia, desde la creencia hacia la inteligencia). (“Pues a nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa ya cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más poderosa. En los temas que exigen arduos razonamientos –pues tal es mi condición que impacientemente estoy deseando conocer la verdad, no sólo por fe, sino por comprensión de la inteligencia– confío entretanto en hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con nuestra revelación”. Contra Academicos III, 20, 43). De este modo, el entendimiento –que en Agustín no es moderno, no se circunscribe nunca a la mera razón lógico-discursiva, sino a una inteligencia ampliada también al ámbito de la memoria y la voluntad– pone al hombre en la búsqueda de Dios y le capacita para abrirse al misterio. La base para esta solución se encuentra en la teoría agustiniana del conocimiento, la iluminación interior, que es una transformación de la teoría platónica de las ideas: el hombre conoce, en el orden natural, porque hay una iluminación de la Verdad sobre el entendimiento –un poco al modo de la anámnesis platónica.

Los paréntesis en negrita son notas a pie de página en el texto del Prof. Antuñano. Los de letra normal son míos.
[5] “Neotomismo e suarezismo”. Cornelio Fabro.
[6] Leída en “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás, parafraseada de Romano Guardini y parafraseada a mi vez por mí.

19 de julio de 2008

Respuesta a varios comentarios de Davidorias

Tomás Alfaro Drake

Davidorias hace un comentario a dos de mis últimas entradas sobre el Bien y el mal.

Dice así:

Hola, Tomás,Leí el otro día la respuesta al anónimo sobre el demonio, y tuve que leerla varias veces para enterarme bien, porque el asunto me interesa mucho y no es fácil. Hoy he vuelto a Tadurraca, y he visto la nueva entrada, y realmente me ha gustado muchísimo. He vuelto a leer la del otro día. Respecto a ella, entiendo que el desequilibrio cósmico del que hablas ha sido lo que Dios ha tenido que crear, o mejor "aceptar", para que seamos libres. Es decir, no podía crearnos para que le amáramos únicamente: debíamos tener la capacidad de rechazarle. Tal es su generosidad, que no puede hacer que le amemos por obligación. Por eso supongo que está deseando que nos decantemos por Él, y no por lo que no es Él, que es, como dices, el mal. Ayer leí un poco de un libro, "Una pena en observación", de C.S. Lewis, y recordando algo que le pasó a su mujer, decía: (..) recuerdo que H. estuvo obsesionada toda una mañana durante su trabajo con la oscura sensación de que tenía a Dios "pisándole los talones", por así decirlo, y reclamando su atención. Y claro, no siendo una santa como no lo era, tuvo la impresión de que se trataba, como suele tratarse, de una cuestión de pecado impenitente o de tedioso deber. Hasta que por fin se entregó -y yo sé hasta qué punto se aplazan estas cosas - y miró a Dios a la cara. Y como el mensaje era: "quiero darte algo", inmediatamente ella se adentró en la alegría."Aunque no es fácil, Dios lo que quiere es que nos entreguemos a Él.Gracias, Tomás

Le respondo:

No, el desequilibrio cósmico no es lo que Dios ha tenido que aceptar para hacernos libres. Dios nos hizo libres porque quiso, gratuitamente, por puro amor, como condición necesaria de que pudiéramos participar de su naturaleza. El desequilibrio cósmico surge cuando nosotros hicimos un uso inadecuado de esa libertad y del poder que llevaba aparejado. No es que no quiera que le amemos por obligación, es que no es posible amar por obligación. Y no es posible ser feliz sin amarle. Por eso nos hizo libres. Pudo no habernos creado, pudo no haber querido que hubiese unos seres como nosotros con capacidad de amarle. Pero, con soberana, total y absoluta libertad, quiso y nos creo. Y como una vez que ha tomado una decisión, no puede contradecirse, no es un tirano, ni siquiera un tirano del Bien, como mucha gente le pide.

Muy interesante el texto de C. S. Lewis. Dios quiere nuestro bien y siempre que nos pide algo, no es algo que a Él le venga bien, ya que Él no nos necesita. Es algo que Él sabe que es un bien para nosotros y nos pide que confiemos en Él por amor, como confiamos en un amigo que nos da un regalo que requiere ciertas molestias para conseguirlo. A veces Dios nos pide o nos envía cosas que, en nuestra miopía de las relaciones causa efecto más allá de nuestras narices, nos parecen molestas, incluso dolorosas. Pero no es así, si nos fiamos de Él y seguimos con confianza sus peticiones o aceptamos alegremente sus envíos, podemos tener la absoluta seguridad de que el bien que se derivará es inmensamente mayor. Pero, para eso hay que ser, como dice Lewis, santo y casi todos los hombres estamos lejos de serlo. No nos fiamos, seguimos nuestros propios caminos y nos encerramos en sendas mucho más dolorosas y abruptas que las que nos indicaba Dios y que al principio parecían incómodas. Pero, no por eso, Dios sigue llamándonos, indicándonos nuevos caminos. Pero cuanto más lejos estemos de la ruta esas señales serán más incómodas y la tentación de no hacerles caso, mayores. Hay personas a las que Dios quiere llevar al mayor Bien de la manera más rápida posible y les lleva por atajos durísimos. Se puede ser santo de las dos maneras, por caminos corrientes o por atajos, siguiendo siempre el camino de Dios o habiéndonos desviado de él, pero habiendo vuelto a él en cualquier momento. Todos estamos llamados a la santidad, con independencia de la forma de su camino. Pero lo importante es la certeza confiada en que su amor nos llevará siempre a lo mejor.

Dos frases de san Pablo me parecen adecuadas a este respecto:

"Sostengo que los padecimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que un día se nos descubrirá".

"En los que aman a Dios, todo coopera para el Bien".

Gracias por el comentario.

Tomás

13 de julio de 2008

Definamos la inteligencia

Este es el 22º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida” y “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”.

La inteligencia, al igual que la vida, es algo difícil de definir. ¡Qué inteligente es mi perro –se oye decir–; en cuanto me oye por la escalera ya está en la puerta, preparado para que le saque a pasear! Unas gallinas debidamente adiestradas picarán en el botón adecuado para conseguir comida. ¿Es eso inteligencia? Cuando se habla de la inteligencia humana, se le suele aplicar el apellido de inteligencia simbólica. Cuando vemos la bandera de nuestra patria, algo se inflama en nosotros. No vemos un trapo teñido de varios colores más o menos bonitos. Vemos un símbolo. En él vemos una historia, con hazañas y bajezas, pero que consideramos nuestra. En él vemos unos valores, una idiosincrasia que a buen seguro creemos mejorable, pero que es la nuestra. Podemos pensar en cómo es el mundo y descubrir las causas de que sea como es, aunque no hayamos salido de nuestro pueblo. Los aventureros conquistadores de nuevos horizontes tenían una imagen de cómo era el mundo. Si oímos la palabra justicia, somos capaces de imaginar, aunque sea vagamente, un mundo en el que impere esa justicia, aunque jamás hallamos tenido esa experiencia. Más aún, podemos combinar esas dos visiones simbólicas. Podemos imaginar un mundo en el que reine la verdad, el bien y la belleza. Aunque viviésemos en un perdido suburbio industrial del siglo XIX lleno de demagogia, explotación y mugre, tendríamos pequeñas experiencias de cómo es el gran mundo, de afirmaciones que nos parecen verdaderas en medio de tanta mentira, de actos de bondad allí donde la injusticia campa por sus respetos, de retazos de belleza en medio de la mayor fealdad. Seríamos capaces de soñar con un mundo en el que todo eso fuese la norma en vez de la excepción. Aún más; pensaríamos qué estrategias a largo plazo, qué cadenas de causas y efectos diseñadas por nosotros, se podrían idear para que ese mundo horrible de nuestra experiencia se pareciese cada vez más a lo que considerásemos su estado ideal. Podríamos evaluar las consecuencias de la implantación de esas estrategias y sus probabilidades de éxito, su equilibrio coste-beneficio y determinar, en consecuencia, hasta dónde querríamos involucrarnos en ese cambio y qué estaríamos dispuestos a sacrificar de nuestro bienestar particular. Cada minuto de nuestra vida hacemos este tipo de juicios de valor. Pues bien; eso es la inteligencia.
Ninguna gallina o simio es capaz de una proeza semejante. O como dice Adam Smith en su obra, “La riqueza de las naciones”: “Nadie vio jamás a un perro intercambiar con otro perro, deliberada y equitativamente, un hueso por otro”[1]. No es una cuestión de grado. Es una diferencia cualitativa. Los animales no pueden imaginar una experiencia que no hayan tenido. Cuando aprenden, sólo anticipan una relación causa-efecto que han vivido antes en muchas ocasiones. No soy capaz de imaginarme a los chimpancés de un circo urdiendo un plan para hacerse con el poder. Sin embargo, la historia de la humanidad es la historia de la concatenación de planes para conseguir objetivos que, equivocada o acertadamente, consideramos que harán el mundo mejor. Eso es lo que hizo Espartaco al rebelarse contra Roma en vez de elegir la esclavitud, o Einstein al dedicar su vida a descubrir los secretos del universo en vez de ser un funcionario de una oficina de patentes suiza, o Mendelssohn al decidir ser compositor en vez de banquero, como su padre y su abuelo. O Hitler, al fundar el partido nazi en vez de ser un probo ciudadano austriaco. O lo que hacemos todos nosotros cuando decidimos levantarnos cada mañana o quedarnos en la cama una hora más, hacer bien o mal nuestro trabajo, aguantar a nuestro jefe o cambiarnos de empresa, educar a nuestros hijos o hacernos la vista gorda ante sus faltas. Es esta capacidad la que nos hace libres y, por eso mismo, responsables. Afirmo que eso es la inteligencia. Afirmo que eso es privativo del ser humano, que ningún otro ser en este mundo tiene esa capacidad en absoluto. Mantengo, y lo mostraré en próximos artículos, que esta inteligencia no ha salido del sombrero de la evolución de la que, estoy convencido, ha salido nuestro cuerpo.
[1] La riqueza de las naciones, Libro I, capítulo 2.

9 de julio de 2008

Más sobre el Bien, el mal, Dios y el demonio. La victoria del Bien

Hace dos semanas, el 27 de Junio, incitado por un comentario de un lector del blog, escribí una reflexión sobre la libertad, la creación, Dios, el mal y el demonio. Una vez puesta en marcha la maquinaria mental, siguió dando vueltas y, de resultas de esas lluvias, vienen estos lodos, a añadir algo a lo dicho entonces, aunque espero que no a enturbiarlo.

Hable del mal y de su inexistencia, comparándolo con el frío. Hablé de los malvados, comparándolos con neveras que desalojan el calor bajando la temperatura dentro de ellas y de la mayor nevera, el demonio. Hoy quiero llevar la analogía un poco más lejos, espero que sin pasarme de la raya, para ilustrar por qué creo que, a pesar de todas las apariencias, el Bien triunfará sobre el mal.

Hace tiempo leí dos frases al respecto del triunfo del Bien sobre el mal a pesar del aparente avance inexorable de éste. La primera era de J.R.R. Tolkien, en una carta del 30 de Abril de 1944 a su hijo Christopher, movilizado en Sudáfrica. Es una respuesta a otra de su hijo en la que le cuenta su desánimo ante la maldad de la guerra. Le dice el padre al hijo:

“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (en el plano de la eternidad)[1]. Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”.

La segunda el del Papa Juan Pablo II en su libro “Memoria e identidad”:

“Dios ha puesto un límite al mal que no puede traspasar. Su misericordia”.

Sin embargo, para mí, si no soy capaz de entenderlo, estas frases no pasan de ser bonitas palabras. Música celestial. Por eso vuelvo a las neveras.

Las neveras, para echar el calor fuera de ellas tienen que gastar energía. Si ésta se les acaba, el calor vuelve a entrar otra vez en ella. Del mismo modo, la maldad necesita un consumo continuo de energía útil para desalojar al bien, mientras que éste, tiende a volver a ocupar el sitio del que ha sido desalojado tan pronto como se acaba esa energía. Y el cupo de energía útil es limitado, o sea, se acaba siempre, tanto en el universo físico, por la ley de la entropía, como en el sobrenatural. Además, cualquier nevera, al echar al calor fuera de sí y bajar la temperatura en su interior, hace subir la temperatura en otro lugar, fuera de sí, porque el calor sólo cambia de sitio. Ocurre que la subida de temperatura en el vasto exterior de la nevera es mucho menor que la bajada en el pequeño interior y por eso se nota menos. Del mismo modo, la maldad, cuando desaloja al bien de su entorno, hace que la densidad de bien aumente en otro lugar y, sin saberlo, crea su propio asedio. Pero este asedio se nos escapa por su ubicuidad.

¿Qué ocurre para que la maldad, al arrojar fuera el bien, aumente su densidad en otro sitio? Creo que ante la maldad y, sobre todo, ante el sufrimiento que ésta causa, todos buscamos en nuestro interior una respuesta, un sentido. Es cierto que hay quien acaba por tirar la toalla, renegando del Bien, renunciando a Dios y echándole la culpa del mal y del sufrimiento. Pero después de hacer eso, sigue buscando un sentido, porque el ser humano no puede vivir sin sentido. Y el único sentido que se le puede encontrar a la maldad y el sufrimiento, está en Dios encarnado, en Jesucristo. No recuerdo dónde leí la siguiente frase: “Al misterio terrible del mal, responde Dios con el misterio de amor de la entrega voluntaria del Hijo encarnado en Cristo”. Por eso, la misericordia de Dios, encarnada en Cristo es el límite que el mal no puede traspasar. Y cada persona que se encuentra con Cristo crea nuevas cantidades de Bien. Así como el calor ni se crea ni se destruye, el Bien sí se crea. Aparece nuevo Bien cada vez que un hombre encuentra sentido al mal y al sufrimiento en Cristo. ¿Dónde se almacena ese Bien excedentario? No lo sé. Pero sé que el mal no puede anular el bien. Cuanto más Bien crea la maldad en su inexorable proceso de preparación del terreno para que el Bien brote de él, más aumenta la presión en su contra. Un día, no sé cuando ni como, sólo Dios lo sabe, estallará el inmenso globo de luz que se está gestando, reventará el dique que mantiene el Bien alejado en su embalse, cada vez con más agua. Y ese día el mal habrá sido vencido en el Bien, ahogado en él. Y entonces, la historia tendrá también un sentido: la preparación de ese día. Pero mientras ese día llega, sólo nos queda hacer resplandecer el Bien allí donde podamos. Sin preguntarnos de qué sirve. Aunque no veamos ningún resultado. Sin dejar que el desaliento se apodere de nosotros. Con la confianza puesta en Aquél que ha fijado un límite de resistencia al mal. En Aquél que nos capacita para hacer el Bien. En Aquél que almacena el Bien en espera de redimir al hombre y a la historia. En Aquél que alimenta la esperanza.

Simone Weil, nos dijo: “La extrema grandeza del cristianismo viene de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”. Así lo creo yo.


[1] La traducción es mía y más o menos aproximada. Desde luego, no aparece en el original. Tanto Tolkien como su hijo Christopher tenían la cultura clásica necesaria como para entenderlo con naturalidad, sin traducción.

6 de julio de 2008

El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 12

Introducción

El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.

La idea de historia, civilización, cultura y religión en la filosofía del encuentro.

El entreveramiento comunitario, a lo largo del tiempo, va creando la historia y la cultura. La historia no es una mera sucesión de hechos, ni la cultura una mera acumulación de ideas entre las personas de una comunidad. Ambas nacen de múltiples formas de entreveramientos de acciones y de ideas entre personas de una comunidad. De entreveramientos de vidas, en definitiva. Es importante la distinción entre civilización y cultura. La civilización nace del conocimiento sujeto-objeto. La civilización implica dominio. Se basa en la ciencia y, sobre todo, en la tecnología que de ella se deriva. Crea complejos aparatos, organizaciones e instituciones que permiten vivir a más personas en el mismo espacio. La cultura, por el contrario, nace del conocimiento y entreveramiento ambital entre personas y comunidades de personas. Crea relaciones libres de amor entre las comunidades de personas que la forman y entre estas y su historia y su cultura. Me parece clarividente la forma de expresar esto de Emmanuel Mournier: “La relación del yo al es el amor por el cual mi persona se descentra y vive en el otro, aún poseyéndose y poseyendo su amor. El amor es la unidad de la comunidad, como la vocación es la unidad de la persona” [1]. La civilización se puede imponer. No así la cultura. Para que dos culturas se asimilen, tiene que haber un entreveramiento entre las personas que han desarrollado cada una de ellas. Y el entreveramiento exige siempre libertad. No hay oposición entre cultura y civilización, sino que ambas se complementan. Lo ideal es que haya una buena simbiosis entre civilización y cultura. Una cultura necesita el sustrato de una civilización. Pero la cultura es, por así decirlo, el alma de la civilización. Si la civilización intenta negar la cultura desarrollada por las personas que han desarrollado ambas, a buen seguro está cavando su propia fosa.

Usando la razón, uno no puede dejar de preguntarse de dónde viene esa realidad ambital que poseen los seres y la capacidad de entreveramiento que poseen las personas. Y, racionalmente, uno tiene que admitir que debe haber un ser ambital del que procedan todos los ámbitos. Ese ser es Dios. Y si los ámbitos personales son los únicos que tienen capacidad de entreveramiento, ese Dios tiene que ser personal. Y como tal, tiene que entreverarse con alguien, con otras personas. En primer lugar, consigo mismo. El Dios único se hace así, Trinidad. Al hablar del amor humano a uno mismo, he dicho algo sobre el entreveramiento entre partes de uno mismo que dan lugar a distancias de perspectiva enriquecedoras. Pudiera parecer que se está aplicando esto mismo al caso de Dios. Y sería un grave error. Para empezar, Dios no tiene partes. Pero, además, nosotros, seres limitados, conocemos la realidad y, a través de ella, llegamos a Dios. Nuestra mente hace analogías en la dirección realidad sensible à Dios. Pero las cosas son exactamente al revés. Es Dios el que nos ha creado a su imagen y semejanza. Por lo tanto hay que tener un enorme cuidado en estas semejanzas invertidas que aplicamos a Dios a partir del hombre y que, además, cuantitativamente “llegarán tan arriba como un dedo índice estirado entre el cielo y la tierra”, en palabras del cardenal Joseph Ratzinger antes de ser Benedicto XVI[2]. Con esta salvedad en la cabeza, las distancias de perpectiva generadas en Dios al entreverarse consigo mismo y engendrar la Trinidad, tienen tal energía creadora, que crean el mundo visible e invisible. Lo objetivable y lo no objetivable, lo ambital. Naturalmente, entre Dios Trinidad y la realidad creada por él hay una distancia de perspectiva que hace que no se confundan. Dios es Dios, distinto y trascendente a las realidades creadas por Él. Inmediatamente, Dios se entrevera con todas las realidades ámbitales creadas por él, en especial con las que, a su vez, tienen capacidad de entreveramiento, es decir, con las personas. Este entreveramiento entre Dios y el mundo resuelve la aparente contradicción entre un Dios trascendente y un Dios que interviene en el mundo. El dilema se transforma en contraste. “Uno de los signos cardinales de la mediocridad de espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes”, dijo Thibon[3].

Este entreveramiento, iniciado por Dios y al que responde el hombre, es la religión. Religión viene de religare. Dios es el creador de la realidad, tanto de la objetivable como de la ambital. Lo ha creado todo mediante la Palabra, Verbo o Logos. Crea el cosmos material y se entrevera con él. Pero al crear el ámbito humano, ha dado un tono especial a la Palabra. La Palabra es, en este caso, Llamada. Una llamada implica libertad del que ha sido llamado para responder. Implica responsabilidad. Dios ha dado al hombre capacidad de responder a su llamada y libertad para hacerlo o no. Inicia de esta manera el entreveramiento con él. Dios nos amó primero. El ser humano empieza entonces, si quiere, como respuesta a la Llamada a entreverar su ámbito individual con el de Dios. Dios tiene un plan de entreveramiento con cada realidad ambital. Pero ha querido que el hombre sea, en ciertos casos, su intermediario para entreverarse con los otros ámbitos, creadores o no, personas o cosas. A través de esta intermediación, cada hombre puede elevar las cosas y las personas hacia Dios. Cada hombre puede responder o no a cada oferta de Dios en cuanto a la forma de entreveramiento con Él. Es un diálogo entre las propuestas de Dios y nuestra libertad, en la que Dios siempre lleva la iniciativa y nos propone, tras cada respuesta de nuestra libertad, la siguiente Llamada, el siguiente paso de entreveramiento con Él. Podría decirse que esta serie de Llamada-respuesta-Llamada a lo largo de toda la vida de un ser humano es su Vocación. La Vocación es lo que le da continuidad, lo que le hace ser una unidad y no una simple sucesión de estados existenciales, lo que dota al hombre de sentido.

Y, en última instancia, de forma similar a cómo el hombre renuncia a su condición de sujeto absoluto, sin renunciar a su categoría de ámbito creador, para entreverarse con la realidad, humana y no humana, Dios nos ofrece el entreveramiento más sublime, haciéndose hombre, sin dejar de ser Dios. Y asume el riesgo que eso conlleva. Como lo expresa Gabriel Marcel, “Dios es esencialmente persona. Es un ‘Tú’. Yo no soy frente a él ‘como una cosa frente a otra cosa más potente y grandiosa, sino como una persona en presencia de otra persona’. [...]. La persona no es una cualidad del ser que aparece al término de una larga evolución, como un complemento de substancias que constituirían la esencia sólida de lo real. Dios es persona creadora de otras personas y mantiene con ellas, a través del mundo que lo revela y que Él ha creado para ellas, relaciones personales. He aquí la última palabra que lo explica todo” [4]. Y para que Dios persona, no sea únicamente una persona infinitamente más potente y grandiosa frente a nosotros, se ha encarnado para que podamos entender mejor la relación personal que quiere mantener con nosotros, sus pequeñas criaturas.

Pero Dios nos llama también, de forma igualmente libre y creativa, a entreverar con Él toda nuestra red cultural de ámbitos. Y ese entreveramiento del Ser Supermo, a través de su Llamada divina, con el hombre y su ámbito personal-comunitario-cultural, es la religión en su aspecto comunitario. La forma creativa que toma la religión comunitaria es la liturgia. En ella se mezclan la Llamada de Dios a través de su Palabra y nuestra respuesta a entreverarnos comunitariamente con Él, a través de palabras, signos, rituales, gestos, etc, desarrollados creativamente por la cultura a través de la historia y realizados también comunitariamente. Así vista, la liturgia es el nexo de unión entre Dios y la cultura humana.

Lo mismo que la civilización puede revolverse contra la cultura, los hombres que la han creado pueden negarse a la Llamada o volverse contra ella. Por supuesto, cada ser humano es individualmente libre de responder o no, y su responsabilidad es, por tanto personal. Pero si la cultura de los hombres rechaza responder a la Llamada, se está suicidando como cultura y se aboca a la muerte, tanto como si la civilización se rebelase contra ella. De hecho, cuando la civilización se rebela contra la cultura, lo que hace es empezar a diseccionar los ámbitos desarrollados por la historia, empezando por los más sutiles y ricos. El carácter de dominadora de objetos de la civilización, no entiende los entreveramientos. Tanto menos cuanto más ricos sean éstos y cuanto menos tengan de contenido de objeto. Y tras esta disección, pueden quedar las formas, pero se van vaciando de contenido. Es como un proceso de osteoporosis, que aparentemente mantiene el hueso igual, hasta que repentinamente, sin causa aparente, éste se rompe. La Llamada de Dios a cada hombre para crear un entreveramiento con él es anterior a ninguna civilización o cultura y es la fuente de energía que informa el conjunto de entreveramientos culturales y el conocimiento sujeto-objeto de la civilización. Olvidar eso es el peligro mortal de una cultura y de una civilización. Por eso, todo atentado de una parte más baja de la pirámide civilización-cultura-religión contra otra superior, acaba en desastre, porque la civilización recibe su forma de la cultura, aunque aquella sea su sustrato y ésta lo hace de la religión, que ha nacido antes que ella.

Lo mismo que no tiene por qué haber oposición entre civilización y cultura, sino que es perfectamente posible que estén en simbiosis, esta relación simbiótica puede y debe extenderse a la tríada civilización, cultura, religión. Si tomamos la ciencia como la forma paradigmática de conocimiento sujeto-objeto en que se basa la civilización, esta simbiosis se podría expresar con la frase de sir William Bragg, premio Nobel de física en 1915:

“De la religión procede el objetivo del hombre; de la ciencia su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo. A veces la gente se pregunta si la religión y la ciencia no se oponen la una a la otra. Así es: en el mismo sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se oponen entre sí. Una oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente muchas cosas”.

Si la ciencia es la forma más paradigmática del conocimiento sujeto-objeto, el arte es la expresión más característica de una cultura. Quizá el síntoma más significativo de la pérdida de la simbiosis entre civilización, cultura y religión sea la pérdida de valores estéticos del arte. Y estos valores tienen que ser valores litúrgicos en el sentido de la palabra expresado más arriba. No, evidentemente, que el arte represente la liturgia, sino que sea, en sí mismo, una liturgia de acercamiento entre el hombre y la Belleza. Una liturgia que incorpore, respetándola sin esclavizarse a ella, la tradición de siglos de una cultura y una civilización nacidas al amparo de una religión.

De alguna manera, la filosofía del encuentro, con su rico concepto de entreveramiento de ámbitos supone una superación entre los dos contrarios que han sido el motor del pensamiento filosófico desde Heráclito y Parménides. La antítesis entre lo Uno y lo múltiple. El hombre aspira, en lo más profundo de su ser a la unidad. De ahí su necesidad de descubrir las leyes que rigen la disparidad aparentemente caótica de los fenómenos que nos rodean. La ciencia intenta eso desde la relación sujeto-objeto. Pero, además de encontrarse con los límites de que nos hablaban los científicos de primera línea que he citado antes, es incapaz, por su propio método de conocimiento de superar la dicotomía sujeto-objeto. Con la filosofía del encuentro, la contradicción se reduce a contraste.

No quiero dejar de dedicar unas líneas a una discípula de Husserl, activa impulsora de la nueva fenomenología. Me refiero a Edith Stein (1881-1942). Judía de nacimiento, Edith Stein era el prototipo de intelectual incrédulo. Pero su honestidad intelectual le fue acercando, primero a Dios, luego a la Iglesia católica y, por último a la vida consagrada como Carmelita descalza. Si no hubiera cambiado su carrera filosófica por la consagración total a Dios, a buen seguro sería hoy una figura señera de la filosofía. Su tesis doctoral sobre la “Einfühlung”[5], fue un hito en el pensamiento fenomenológico que abrió el camino a fases posteriores de la filosofía del encuentro. Pero con los ojos de la fe podemos creer que su peso en el nuevo renacimiento filosófico del siglo XX fue mayor a través de su oración de lo que hubiera sido como filósofa. Murió gaseada en el campo de concentración de Auschwitz. Hoy en día la veneramos como santa Benedicta de la Cruz.
[1] Emmanuel Mournier, La revolución personalista y comunitaria.
[2] Dios y el mundo, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2005 pag. 255.
[3] Gustave Thibon. Esta frase la he leído atribuida a él en el libro “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás.
[4] Citado por Juan Manuel Burgos en su obra “El personalismo”.
[5] Le “Einfühlung” es un concepto que llamó la atención de Edith Stein cuando oyó a Husserl decir en un curso sobre la naturaleza y el espíritu que el mundo objetivo exterior sólo puede ser experimentado intersubjetivamente, esto es, por una pluralidad de individuos cognoscentes que estuviesen situados en intercambio cognoscitivo. Según esto, se presupone la experiencia de los otros. El concepto era original de otro filósofo alemán, Theodor Lipp y suponía un reto integrarlo en la filosofía fenomenológica. Edith Stein abordó este reto en su tesis doctoral. Quizá la traducción más correcta sea “empatía”, aunque, desde luego, sin el significado coloquial del término en español.