9 de agosto de 2018

Aborto y pena de muerte


En el escaso margen de unos días se han producido dos noticias que quiero tratar aquí juntas. La primera, la modificación del Catecismo de la Iglesia Católica acerca de la pena de muerte, calificándola de inadmisible bajo cualquier circunstancia. La segunda, el rechazo, por parte del Senado argentino del aborto libre. Me parece una e incongruencia flagrante que se pueda estar al mismo tiempo en contra de la pena de muerte y a favor del aborto libre. Trataré de razonarlo en las siguientes líneas.

Hoy en día, no es científicamente sostenible decir que el feto no es un ser humano distinto de la mujer. Ni en esta afirmación, ni en nada que diga a continuación, hay una sola consideración religiosa. En el mismo momento de la concepción, aparece una nueva vida, con una carga genética única, irrepetible y, desde luego, distinta de la de la mujer que ha concebido al niño. Es, por tanto, vida, y es humana –porque esa carga genética es, sin lugar a dudas, humana, con sus 23 pares de cromosomas que caracterizan a la vida humana. Lo que desde luego no es, es parte del cuerpo de la mujer, aunque esté alojada en él. Me parece completamente irrelevante la estéril discusión de cuándo esa vida, que es indudablemente humana, constituye un ser humano. Si utilizase argumentos religiosos, cosa que no haré, diría que el alma está presente desde el momento de la concepción. Pero rechazo, metodológicamente, ese argumento y me quedo con tesis puramente humanas para defender por qué debe considerarse, a efectos prácticos, que hay un ser humano desde el momento de su concepción. Esas tesis se basan en tres premisas. 1) la defensa del débil 2) un paralelismo con la presunción de inocencia y el aforismo de “in dubio, pro reo” y 3) un principio de continuidad. Por un sanísimo principio civilizador, los más débiles deben ser protegidos y, en caso duda sobre cuando existe un ser humano, debemos decantarnos por la máxima protección a quien no puede tener otra defensa que la que le brinden las leyes. Aducir que por no poder sobrevivir por sí mismo es menos ser humano me parece una falacia mayúscula. Aducir que por no ser capaz de pensar o de sentir no es un ser humano, dejaría fuera de esa categoría a muchos seres humanos que nadie duda que lo son. Además, a partir del momento de la concepción, en el que se produce un salto cualitativo, no hay ningún otro momento en la vida de un ser humano, hasta su muerte, en el que un salto así se produzca. Todos los cambios posteriores son paulatinos, acumulativos y circunstanciales. La prueba de esto es que en las legislaciones de plazos se producen, dentro de un mismo cuerpo legislativo, diferencias sobre la permisión o no del aborto según la causa que se aduzca para él. Si hubiese otro momento clave para decir que hay un ser humano, ese debería ser el que se adoptase, fuese cual fuese la razón que se aduzca para abortar. Pero al no haberlo, se producen las incongruencias antedichas.

Evidentemente, en muchos casos de abortos se dan situaciones muy complejas que deben ser consideradas. Pero siempre desde el principio de que el no nato es, desde su concepción, una ser humano, débil e inocente, que debe ser protegido.

Siempre que se produce una muerte no natural ni puramente accidental, hay alguien sobre el que recae la responsabilidad moral. La cuestión es: ¿sobre quién? Analicemos algunas de esas causas de muerte.

Defensa propia. La culpa moral de la muerte recae sobre el agresor que intenta arrebatar la vida a su víctima. El hecho de que la víctima acabe matando al agresor no la hace culpable.

Guerra. Un soldado que va a la guerra no puede ser el culpable moral de la muere de sus enemigos. Lo será la autoridad que haya desencadenado la guerra injusta. Puede haber, desde luego, una guerra que sea injusta por ambos bandos. La mayoría de las guerras caen en este caso. Pero también puede haber guerras en las que un bando sea, al menos en principio, inocente. Me caben pocas dudas de que en la Segunda Guerra Mundial, el bando nazi fue culpable de la guerra, mientras que el bando aliado no lo fue[1]. Por tanto, las muertes de la Segunda Guerra Mundial deben cargarse, en general, a la culpa moral de los dirigentes nazis.

Aborto. Desde luego, bajo ningún concepto el no nato puede considerarse responsable moral de su propia muerte. Es total, absoluta e indudablemente inocente. Tan inocente como indefenso. ¿Quién puede ser entonces el culpable? Es muy difícil decir quién, porque según las circunstancias será uno u otro pero, desde luego y, sin lugar a dudas, no el no nato. Probablemente, en muchos casos tampoco lo sea la mujer que aborta. Puede haber casos en que los sea la familia de una joven o la pareja de una mujer empujadas a abortar. A menudo pueden ser co-culpables las clínicas abortivas que, en muchos casos podrían calificarse  como picadoras de carne humana. Recuérdese si no, las clínicas del siniestro Dr. Morín en España. No importa la casuística. Lo evidente es que el que no puede cargar con la culpa, y pagar por ello con su vida, es el no nato. Es cierto que un embarazo que acabe en nacimiento puede causar daños de diversa índole a la mujer. Es cierto que el miedo a una sanción legal puede llevar a mujeres a abortar en condiciones insalubres que acaben con su vida. Esas cosas y otras más que se esgrimen son ciertas y hay que buscar con uñas y dientes la forma de paliarlas o evitarlas, tanto desde la legislación como desde otros medios. Pero nunca por el camino directo de la muerte del inocente, del no nato. No puede haber nada más injusto que el hecho de que el único que ni es ni puede ser el culpable moral sea el que pague, además con su vida, los platos rotos. Los poderes públicos, que deben instar las medidas para el bien común, están obligadas a buscar estos caminos legales y a apoyar todas las iniciativas orientadas a paliar los efectos no deseables que pueda tener respetar la vida del inocente. Existen decenas de organizaciones que lo intentan de diversas maneras y que, en general, no reciben ningún tipo de ayuda pública, ni económica ni de ningún otro tipo. Y estoy seguro de que puede haber muchas más. Dediquemos a ello las energías y el dinero. Pero no a acabar con la vida del inocente.

Es sobre estos efectos no deseados sobre los que se intentan apoyar los partidarios del aborto para hacer que sus demandas suenen a respetables y hasta humanitarias. Pero nunca se debe olvidar que están viciadas en su raíz. Además, esas pretensiones de humanitarismo, no son más que una tapadera de palabrería. La razón de fondo de la inmensa mayoría de los movimientos activistas pro aborto es una razón puramente ideológica. Por detrás –y también por delante y por arriba y por debajo de ese pretendido humanitarismo– aparecen reivindicaciones del más puro feminismo radical. Todavía se oye el argumento, absolutamente insostenible, del derecho de la mujer a su propio cuerpo. Jamás están interesados en escuchar ningún tipo de medida legal o social para paliar esos efectos no deseados. En realidad, no les interesan lo más mínimo. Únicamente quieren el aborto libre. Sólo les basta que el que pague los platos rotos sea el no nato. Punto. Además, deforman sus supuestas consideraciones humanitarias de dos maneras. La primera, haciendo ver que esos efectos indeseables no se producen con el recurso al aborto. El aborto, llevado a cabo bajo cualquier circunstancia, incluso las más asépticas, es una intervención de riesgo. Jamás se oirá decir eso. El aborto se presenta, falazmente, como de riesgo 0. La segunda consiste en silenciar los efectos terriblemente negativos que produce el aborto en la mujer. Son incontables los casos de mujeres que viven bajo síndromes terribles tras abortar. Pero quien diga algo sobre estas dos cosas, es inmediatamente tachado de retrógrado y, al final, le llega el anatema terrible que cierra toda discusión: fascista. Eso se considera progresismo. ¡Qué ceguera! Un día, no sé dentro de cuantos años, la humanidad despertará de la pesadilla y los seres humanos de dentro de esos años se preguntarán cómo la humanidad pudo haberse dejado llevar por semejante barbarie. Algo parecido a lo que ahora nos pasa cuando consideramos la esclavitud. Por supuesto, creo que la mayor parte de la gente que hoy en día apoya el aborto no es consciente de estas cosas y lo apoya por ignorancia, o por seguir la corriente, o por apuntarse a unos puntos de vista con visos falsos de ser más modernos, progresistas o intelectualmente superiores o… vaya usted a saber por qué. Los ideólogos del aborto me parecen perversos. Los otros... Y todavía me afirmo más en este juicio de valor cuando analizo la yuxtaposición del aborto con la pena de muerte.

Pena de muerte. Si una persona es víctima de un acto que acaba con su vida en determinadas circunstancias, que puedan hacer que ese acto se considere un asesinato, es evidente que el culpable moral de esa muerte es el asesino. De eso no cabe la menor duda. De lo que sí cabe duda, y enorme, es sobre si el castigo a esa culpa –o a la de los culpables de guerra injusta o genocidio– deba ser la muerte. Y la respuesta es no. Y en eso, la Iglesia no ha cambiado. La formulación del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte anterior al cambio que acaba de instar el Papa Francisco, dice así en los tres párrafos del nº 2667:

“La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la prueba de comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.

“Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana”.

Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos».

Me he permitido poner en negrita las frases que son claves en esta declaración y que parece que los que ahora dicen que, por fin, ahora, la Iglesia toma una postura clara contra la pena de muerte, no han leído, o no han entendido, o no han querido entender, porque son claros y meridianos. En primer lugar, es evidente que esta declaración no dice en ningún momento que el asesino haya perdido su dignidad inherente a todo ser humano. Al contrario, la tiene muy en cuenta al hablar de los medios válidos. Pero debo decir que sí, que hoy en día, por desgracia, se pueden dar algunos de esos casos que la Iglesia reconoce que se dan muy raramente. No, evidentemente, en EEUU, ni en ningún país desarrollado, ni siquiera en la mayoría de los que están en vías de desarrollo, pero si pueden darse en ciertos países. ¿O no puede ocurrir, sin que sea muy extraño, que un terrorista del ISIS detenido en un país como Irak o Paquistán y que sea condenado a muerte, sea liberado y vuelva a actividades terroristas? ¿Sería éste un caso al que sería válido aplicar la pena de muerte? Para mí la respuesta es claramente un . Y no por un deseo de venganza, ni por la aplicación de la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, sino porque las vidas de los inocentes deben ser defendidas con prioridad a la de los culpables de estos crímenes y, puede no haber otra manera de defenderlas. Por supuesto, en todas las ocasiones en que se ha aplicado la pena de muerte sin darse esas condiciones, en todas sin excepción, la Iglesia ha pedido medidas de gracia y ha mediado para la no aplicación de la pena capital.

La nueva formulación del Catecismo, tras la modificación introducida a instancias del Papa francisco, dice:

“Por mucho tiempo el recurso de la pena de muerte por parte de la legítima autoridad, después de un proceso regular, fue considerado una respuesta adecuada a la gravedad de algunos delitos y un medio aceptable, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está siempre más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no está perdida ni después de haber cometido crímenes gravísimos. Además, se difundió una nueva comprensión del sentido de las sanciones penales de parte del Estado. En fin, fueron puestos a punto sistemas de detención más eficaces, que garantizan la defensa de los ciudadanos, pero al mismo tiempo no quitan al reo en modo significativo la posibilidad de redimirse. Por tanto, la Iglesia enseña, a la luz de Evangelio, que la «pena de muerte es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y dignidad de la persona» y se compromete «con determinación por su abolición en todo el mundo».

No puedo por menos que ver en este texto una confusión entre lo que a todos nos gustaría que fuese la realidad y la realidad real, si se me permite la redundancia. Este texto da por sentado que ya, hoy, en este mundo real en el que vivimos, ni se da ni puede darse una situación en la que la única defensa de las vidas inocentes sea la aplicación de la pena capital. Eso se llama confundir los buenos deseos con la realidad. En una palabra, buenismo, detrás del cual suele haber la búsqueda de un aplauso fácil. Por tanto, me parece mucho más realista, sin ir contra la dignidad de la persona y sin caer en ningún rigorismo vengativo o del talión, la primera formulación. Como católico, aceptaré la segunda, pero no puedo dejar de preguntarme si, en conciencia, debería considerar culpable a un dirigente, digamos pakistaní, que apruebe la aplicación de la pena de muerte a un terrorista del ISIS juzgado con garantías y condenado. Y la respuesta es que no, que no le condenaría de ninguna manera. Y creo que haría bien no condenándole.

Por tanto, el mismo respeto para la vida humana debe aplicarse al aborto y a la pena de muerte. Más aún, en el caso del aborto la vida que se trunca es, sin el más mínimo lugar a dudas, de un ser humano inocente e indefenso. Por tanto, si la pena de muerte en EEUU me parece totalmente condenable, con unas razones infinitamente de más peso me lo parece el aborto, sean cuales sean los efectos indeseados que el mantenimiento de la vida del no nato traiga. Efectos que, como he dicho más arriba, habrá que intentar paliar por todos los medios posibles. Por todos, menos por el sacrificio cruento del inocente. Y la postura de estar incondicionalmente contra la pena de muerte e igual de incondicionalmente a favor del aborto me parece una de dos, o perversa o ...



[1] Esto no excluye que en determinados momentos y ante determinados medios, no pudiera haber culpabilidad en ciertas acciones de guerra por el lado del bando en principio inocente. De la misma manera que un soldado de cualquier bando puede ser culpable por su conducta personal frente a un enemigo concreto, independientemente de que pueda estar en el bando “justo”.