24 de noviembre de 2018

Míster Ed, Wilbur, la venganza de Don Mendo y un corolario teológico


Por esos recovecos que tiene la memoria, hoy me ha venido a la cabeza el recuerdo de una serie de televisión de los años 60´s que a mis 14 o 15 años veía sin perderme un solo episodio.

Se trataba de la serie Mister Ed. Un día, un ejecutivo agresivo americano, por nombre Wilbur al que le van más las cosas en los negocios, en su matrimonio y en su familia, tiene que vender su loft en Manhattan y comprar una casa vieja en el campo, relativamente lejos de Nueva York. El que le vende la casa le hace una rebaja para que se quede con un viejo penco inútil que se llama Mister Ed con el que no sabe qué hacer. Wilbur, tras regatear la rebaja, acepta. El primer día que va a vivir a la casa, huyendo de su mujer, que le da la brasa por haberse tenido que ir a vivir al quinto infierno, va a la cuadra y le empieza a contar sus penas familiares y profesionales al viejo caballo. En un momento dado, el animal le habla y le da tres buenos consejos, uno para su trabajo, otro para su matrimonio y otro para sus hijos. Por supuesto, Wilbur cree haberse vuelto loco y sale corriendo. Pero, al cabo de un rato, intrigado, vuelve y Mister Ed le vuelve a dar los consejos. Él no está convencido de no estar majara, pero, los consejos le parecen sensatos y –por probar no pasa nada– decide ponerlos en práctica. Efectivamente, en su trabajo le empieza a ir bien y también empiezan a mejorar las relaciones con su mujer y sus hijos. Como mera curiosidad, pongo un link a la cabecera de la serie. (San Google lo encuentra todo).

A partir de ese momento, gracias a los consejos de Mister Ed, a Wilbur le empiezan a ir las cosas de bien en mejor. En su trabajo le suben el sueldo y le ascienden, con su mujer y sus hijos va teniendo un ascendiente y un cariño cada vez mayor, sus amigos, que antes le tenían por un pringao le empiezan a admirar por su sensatez y buen juicio. Gracias al entrenamiento que Mister Ed supervisa y a su autoconfianza su juego de golf mejora espectacularmente. Los que antes no querían ni oír hablar de jugar al golf con él ahora se lo rifan… y así en muchas cosas.

Pero él no da ninguna importancia a nada de eso. Lo único que le importa es demostrar al mundo que tiene un caballo que habla, con el fin de venderlo por un pastón y forrarse. Intenta tender a Mister Ed todo tipo de trampas, cada vez más sofisticadas para que alguien le vea y le oiga hablar. Pero, el caballo no quiere que nadie lo sepa y, naturalmente, es mucho más astuto que el idiota de Wilbur que, sin la ayuda de Mister Ed la caga una y otra vez. Naturalmente, para su frustración nunca consigue que nadie oiga hablar a su caballo y se desespera. Al final de cada episodio, cuando a Wilbur le fallan estrepitosamente sus estrategias para desenmascarar a Mister Ed, siempre acaba con que el caballo mira a su dueño con cara socarrona mientras le dice con voz de cachondeo: ¡Wilbuuuuuuur! En el matrimonio de Wilbur hay, sin embargo, un punto negro. Su mujer le da continuamente la tabarra para que se deshaga del caballo, “ese viejo penco”. Y el pobre Wilbur se las ve y se las desea para no complacer a su mujer que intenta vender a Mister Ed de mil formas distintas. Sin embargo, al caballo no le importa el empeño de su dueño por deshacerse de él por dinero cuando consiga demostrar que habla. Sigue ayudando a Wilbur cada vez con más tino y sensatez y el matrimonio, la familia, el sueldo y el prestigio de Wilbur crecen como la espuma.

Bueno –estaréis pensando–, ¿a qué demonios viene que Tomás nos cuente esta historia de un caballo que habla y de un tío un tanto gilipollas? O, puesto en palabras de Don Mendo en una escena de su famosa venganza:

“¿Y a qué viene, ¡vive el cielo!
cuando tan grande es mi duelo
esta conseja endiablada
del cencerro y de la espada
y del farol y del celo?”

Aún a riesgo de que muchos de vosotros conozcáis de sobra la obra de Don Pedro Muñoz Seca, no puedo dejaros en la incógnita del porqué de la indignación de Don Mendo. Por una serie de motivos, Don Mendo está en una lóbrega mazmorra y un amigo suyo, el marqués de la Moncada, le va a ver para proponerle un plan de fuga. Están acosados por el tiempo que tarde en volver el siniestro carcelero. Pero, a pesar de ese agobio, Moncada le suelta a Don Mendo el siguiente rollo:

Moncada:

Ha de antiguo la costumbre
mi padre, el Barón de Mies,
de descender de su cumbre
y cazar aves con lumbre,
ya sabéis vos cómo es.

Don Mendo:

No.

Moncada:

En la noche más cerrada,
se toma un farol de hierro
que tenga la luz tapada,
se coge una vieja espada
y una esquila o un cencerro
a fin de que al avanzar
el cazador importuno
las aves oigan sonar
la esquila y puedan pensar
que es un animal vacuno.
Y en medio de la penumbra,
cuando al cabo se columbra
que está cerca el verderol,
se alumbra, se le deslumbra
con la lumbre del farol.
Queda el ave temblorosa,
recelosa, cautelosa,
y entonces, sin embarazo,
se le atiza un estacazo,
se la mata, y a otra cosa.

Don Mendo:

No es torpe, no la invención
mas un cazador de ley
no debe hacer tal acción,
pues oyendo el esquilón
toman las aves por buey
a vuestro padre, el Barón.

Moncada:

Es verdad, no había caído,
vuestra advertencia es muy justa
y os agradezco el cumplido.
¡El Barón por buey tenido!
No me gusta… no me gusta.

Es entonces cuando a Don Mendo le sobreviene el ataque de cólera, al ver que se esfuma el tiempo para planear su fuga.

Seguiréis diciéndoos: ¿Y por qué Tomás nos transcribe un párrafo tan largo de “La venganza de Don Mendo”? Hay varias buenas razones para ello. La primera, que este año se cumple el centenario del estreno de dicha obra y, para celebrarlo, el grupo de teatro del Colegio del Recuerdo de los jesuitas, va a representar esta obra varias veces los dos próximos fines de semana. Os añado un link con el cartel donde se dan días y horas de las funciones.


La segunda, porque estoy seguro de que si vais, pasaréis un rato muy divertido de humor inteligente y saldréis con una sonrisa, cosa que, dados los tiempos que corren, siempre es de agradecer. Si no podéis ir, os recomiendo la lectura. No es lo mismo, pero… Por supuesto, podéis encontrarlo en Amazon. Yo iré este domingo 25, así que si os veo, nos reiremos juntos.

Don Pedro era muy capaz de despertar la carcajada con las cosas que escribía. Como muestra un botón, ahí va algo verdaderamente genial:

“Don Pedro vivía, desde sus tiempos de estudiante, en una casa de Madrid donde atendía la portería un encantador matrimonio al que profesaba auténtico afecto[1]. Falleció la mujer y, a los pocos días el marido, más de pena que de enfermedad, pues era un matrimonio profundamente enamorado. El hijo de los porteros se dirigió a don Pedro, muy afectado por la muerte de sus padres, y le pidió que redactara un epitafio para honrar su memoria. Del corazón de Muñoz Seca salieron estos versos:

FUE TAN GRANDE SU BONDAD,
TAL SU GENEROSIDAD
Y LA VIRTUD DE LOS DOS
QUE ESTÁN CON SEGURIDAD
EN EL CIELO, JUNTO A DIOS.

Corría mil novecientos veintitantos y, en la época, era preceptivo que la Curia diocesana aprobara el texto de los epitafios que habían de adornar los enterramientos. Así que don Pedro recibió una carta del Obispado de Madrid reconviniéndole a modificar el verso, puesto que nadie, ni siquiera el propio Obispo de la diócesis, o el Santo Padre, incluso, podían afirmar de un modo tan categórico que unos fieles hubieran ascendido al cielo sin más. Don Pedro rehízo el verso y lo remitió a la Curia del modo siguiente:

FUERON MUY JUNTOS LOS DOS,
EL UNO DEL OTRO EN POS,
DONDE VA SIEMPRE EL QUE MUERE
PERO NO ESTÁN JUNTO A DIOS
PORQUE EL OBISPO NO QUIERE.

Nueva carta de la Curia. El Obispo, tras recriminar al autor lo que cree –con toda la razón del mundo– una burla y un choteo de Muñoz Seca, le exige una rectificación, ya que no es el Obispo el que no quiere, pues ni siquiera es voluntad de Dios. Él no decide nuestro futuro, sino que es nuestro libre albedrío el que nos lleva o no al cielo. Así que don Pedro remata la faena escribiendo un verso que jamás se colocó en enterramiento alguno porque la Curia ni siquiera contestó:

VAGANDO SUS ALMAS VAN
POR EL ÉTER, DÉBILMENTE,
SIN SABER QUÉ ES LO QUE HARÁN
PORQUE, DESGRACIADAMENTE,
NI DIOS SABE DÓNDE ESTÁN.

No es de esto de lo que quiero sacar, aunque tal vez podría, ningún corolario teológico ni eclesial.

El final de la vida de don Pedro fue, sin embargo, trágico.

“Fue condenado a muerte, el 26 de noviembre, por un tribunal popular: Por fascista, monárquico y enemigo de la República. Antes de morir escribió esta carta a su mujer[2]:

‘Queridísima Asunción: sigo muy bien. Cuando recibas esta carta, estaré fuera de Madrid. Voy resignado y contento. Dios sobre todos. Llevo una muda de repuesto. Voy muy tranquilo sabiendo que todos estarán bien y que tú seguirás siendo el ángel bueno de todos. El mío lo has sido siempre y, si Dios tiene dispuesto que no volvamos a vernos, mi último pensamiento será siempre para ti. No te olvides de mi madre (…) Siento proporcionarte el disgusto de esta separación pero, si todos debemos sufrir por la salvación de España y ésta es la parte que me ha correspondido, benditos sean estos sufrimientos. Te escribo muy deprisa porque me ha cogido la noticia un poco de sorpresa. Adiós, vida mía. Muchos besos a los niños, cariños para todos y, para ti, que siempre fuiste mi felicidad, todo el cariño de tu Pedro.

Postdata. Como comprenderás, voy muy bien preparado y limpio de culpas’.

Le quitaron la maleta, el abrigo, la cartera, el reloj, los recuerdos que llevaba en los bolsillos y le dejaron un pañuelo, como único equipaje. Un miliciano le cortó los bigotes: ‘Para donde vas, no te van a hacer falta’.

Le ataron las manos con un alambre. Como un Cyrano de Bergerac gaditano, conservaba la entereza y el humor. Les dijo a los que iban a fusilarlo: ‘Me lo habéis quitado todo, la familia, la libertad, pero hay algo que no me podéis quitar: el miedo’.

Tiró el cigarrillo y dijo: ‘Cuanto antes’. Todavía gritó: ‘¡Viva España y viva el Rey!’. Cuentan que agarró la mano del Padre Llop, que estaba perdonando a sus asesinos, y se despidió: ‘Hasta el cielo, Padre’.

Es uno de los miles de cuerpos sin identificar que reposan en la fosa común de Paracuellos”.

Actualmente, don Pedro Muñoz Seca está en proceso de beatificación junto con otros 43 posibles mártires.

Y la tercera razón para colocaros este texto es que mi mayor deseo en la vida ha sido, desde hace muchos años, representar “La venganza de Don Mendo”: Naturalmente, haciendo yo el papel de Don Mendo que me sé de memoria. Mucho me temo que este profundo deseo de mi alma se verá frustrado. O tal vez, si al final no me paso la eternidad vagando por el éter, débilmente, como los pobres porteros de don Pedro, pueda representarlo en el cielo. Veremos en qué acaba esto.

Pero volvamos con Mister Ed y Wilbur. Seguiréis preguntándoos: ¿Para qué demonios nos cuenta Tomás todo esto de Mister Ed, Wilbur, su mujer, su trabajo y todo lo demás? Y aquí viene el corolario teológico.

¡Ah!, es que me parece que muy a menudo nosotros, los seres humanos hacemos con Dios lo que Wilbur con Mister Ed.

Muchos ni siquiera le hacen caso. Escuchan los consejos de Dios, pero los achacan a su locura y se los quitan de la cabeza. Puede que se den cuenta de que los consejos tienen mucho sentido, pero su orgullo les impide ver qué pasaría si los siguiesen. Los oyen como un indistinguible murmullo de fondo al que no hay que prestar la menor atención y, al final, dejan de oírlos.

Otros los siguen y hasta les va bien, pero al poco tiempo se acostumbran a tener a Dios a mano y los ven tan contrarios a los consejos que da el mundo, que poco a poco van despreciándolos hasta que dejan de hacerles ni pito caso. También, al final, dejan de oírlos.

Un tercer grupo, mientras oyen sus consejos, viven obsesionados con quitarse de en medio a Dios, tal y como Wilbur quería hacer con Mister Ed y, al final lo consiguen. O mejor dicho, acaban perdiendo con Dios, la casa, el trabajo, los hijos, los amigos y otras muchas cosas más.

Por último, algunos se acercan continuamente a la oración –la cuadra de Mister Ed– para ver qué tiene que decirles. No es necesario contarle muchas cosas a Dios. El nos conoce hasta nuestras entretelas. Basta con sentarse al lado de la puerta de la cuadra por la que Mister Ed saca la cabeza, darle palmaditas en las carrilleras cuando saca la cabeza y dejarse lamer la mano por él. Enseguida nos vendrán sus consejos. Pero, a diferencia de Wilbur, no debemos esperar de los consejos de Dios el éxito de nuestros planes humanos. Los caminos de Dios no son nuestros caminos y los buenos son los suyos. Porque Él ve la eternidad y toda la trama y urdimbre de las vidas y la historia, mientras que nosotros sólo vemos una minúscula fracción. Los consejos de Dios nos pondrán en el camino de lo mejor para nosotros mismos, pero desde su visión, no la nuestra.


[1] Aunque en el sitio de internet, donde he leído esta anécdota, no especifica quien es el autor de los textos que enmarcan los epitafios, pondría la mano en el fuego de que su autor es Alfonso Ussía, nieto de don Pedro, del que ha heredado su ingenio.
[2] Tampoco este texto es mío, lo he visto en internet, sin que se citase el autor, pero debe ser de alguien de su familia, posiblemente también Alfonso Ussía.

8 de noviembre de 2018

Mi puente de Todos los Santos


Debo, tal vez, empezar por justificarme por escribir lo que viene a continuación. Necesito esta justificación porque siento bastante pudor al escribirlo. Las causas de este pudor no nacen sobre todo, aunque también, de la revelación de cosas de la intimidad. Provienen fundamentalmente de una sensación de malestar –y hasta de cierta culpabilidad– que me produce el sentimiento de ser un privilegiado, como se desprende de lo que voy a contar. Dicho en palabras coloquiales pudiera parecer que me presento en estas líneas como un poco “la mamá de Tarzán” y a mi familia también un poco como la “familia cebolleta”. Es, por tanto, totalmente aplicable a este caso lo de “excusatio non petita, accusatio manifesta”. Así es. Que cada uno, después de leerlo, piense de qué me puedo acusar. ¿Por qué lo escribo entonces? ¿Qué me justifica? Me justifica una frase de Jean Guitton que cité en el envío del 26 de Octubre. Decía Guitton:

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

No voy a hablar de nada esencial en la vida nacional ni internacional, pero sí de algo esencial en la vida personal y familiar.

Este largo (para mí) puente de Todos los Santos, he ido, con casi toda mi familia a Sanary sur mer, un pequeño pueblo francés próximo a Toulon, en la costa mediterránea francesa. La razón del viaje ha sido doble: Por un lado, mi hijo Rodrigo, que es sacerdote y está como tal en la Diócesis de Toulon, en la parroquia de Sanary, celebraba el décimo aniversario de su ordenación sacerdotal. Realmente su décimo aniversario será el próximo 22 de Diciembre de 2008, pero dado que ese día no íbamos a poder estar con él, pasamos la celebración a el día de Todos los Santos. Pero es que, además, se daba la circunstancia de que el lunes 5 de Noviembre se cumplían el 45º aniversario de mi boda con Blanca, mi mujer. Así que decidimos matar dos pájaros de un tiro. Desde hace meses, cada uno de la familia nos las hemos apañado para sacar billetes baratos y buscar días de vacaciones extras para poder ajustarlo. Lo hicimos cada familia por su lado y así, unos se fueron a Sanary el martes y volvieron el sábado, otros fuimos el miércoles y volvimos el lunes y, entre estas fechas, hubo diferentes combinaciones. Pero entre el miércoles y el sábado, nos juntamos 25 de la familia. 14 adultos, 9 niños y 2 no natos. Únicamente no pudieron venir una nieta que sus padres juzgaron que era demasiado pequeña para venir, un nieto casi recién nacido y su madre, mi nuera, que se tuvo que quedar a cuidar a su hijo. Y, claro, tampoco vino mi hija Marta, monja de clausura del Instituto Iesu Communio. Pero ambas estuvieron muy presentes tanto emocional como espiritualmente. Mi hijo Rodrigo organizó que todos pudiésemos vivir, invitados por sus feligreses, en casas de alquiler que, por ser temporada baja, pusieron a nuestra disposición gratis et amore. Además, se “picaban” para ver cuáles de ellos nos invitaban a comer o a tomar una copa a sus casas. Amore a mi hijo Rodrigo que es su vicario (el párroco es un sacerdote chileno excepcional). Ya de por sí, sólo eso, indica el cariño que le tienen a Rodrigo sus feligreses que, además de dejar sus casas para la familia de su vicario, le ayudan de mil maneras diferentes. Una parroquia viva, con una feligresía impresionante. En Francia, los católicos son una muy pequeña minoría, pero los que lo son, se vuelcan en ayudar de mil maneras en sus parroquias, diócesis y otras instituciones de la Iglesia. Han pasado históricamente por la prueba de fuego de una revolución francesa y un laicismo agresivo –aunque no el de hoy día. Tanto Macron como en su día Sarkozy han pronunciado discursos en los que señalaban la importancia de la religión católica y los católicos para la vida civil de la República Francesa. Tampoco nos vendrían mal unos políticos así–. Por tanto, el que ha seguido fiel a su catolicismo lo ha hecho consciente y aguerridamente. Ni que decir tiene que tanto a Blanca como a mí, más a Blanca que a mí, por ser madre, eso –que sus feligreses le quieran tanto y le cuidan– nos da una satisfacción impresionante.

Rodrigo organiza el día 31 de Octubre, desde los seis años que hace que está en esa parroquia, lo que llama a Cité des Saints. Los niños de la parroquia se disfrazan del santo que quieran y tienen que explicar muy brevemente la vida de su santo al resto de los niños y a los adultos que asisten. Cada año hay más niños que se disfrazan y muchos de ellos prefieren vestirse de santos que de las brujas o demonios de Haloween que están tan de moda. Y los niños arrastran a los padres. La representación tiene lugar en pleno paseo del puerto de Sanary y cuenta con la entusiasta colaboración del Alcalde que, aunque no es creyente, apoya estas y otras actividades de la parroquia. Cada vez que ha habido en Francia un atentado terrorista, le ha pedido a la parroquia que haga un funeral por las víctimas, al que él asiste, como lo hace a la misa del día de Todos los Santos y otras grandes festividades. Es un republicano laico francés, inmensamente respetuoso y activo promotor del culto católico. Ya lo he dicho antes, ¡ojalá tuviéramos en España unos cuantos políticos así! Por supuesto, mis nietos fueron disfrazados y explicaron, en español y en francés –los que por ir al Liceo Frances hablan con cierta soltura esta lengua– la vida de sus santos.

Podría seguir contando cosas de este fin de semana, pero podría ser tan aburrido para vosotros como cuando los recién casados, de vuelta del viaje de novios, te intentan dar una sesión de fotos de la boda y del viaje. Y os juro que no es ese mi propósito. No puedo, sin embargo, dejar de recordar un par de párrafos de una novela que publiqué en 2001, con el título de “La victoria del sol”. Es una historia, muy inspirada en mi familia –en esa fecha todavía no tenía ningún hijo casado–. Es un relato escrito en flash back por un español que va a recibir el premio nobel de física y recuerda cómo, cuando era un chico más bien tirando a vago, le preguntó a su padre, un ser un tanto peculiar, cómo llegó a saberse que el sol estaba en el centro y no la Tierra. El padre va contando a los miembros de la familia que quieren oírle, a salto de mata y con todo tipo de comentarios, la historia de la astronomía, que se mezcla con las vivencias familiares. No puedo dejar de recordar el pasaje en el que se cuenta el momento de la comida familiar, porque en este viaje lo he recordado, aunque lo vivo casi todos los fines de semana multiplicando por tres el tumulto del libro.

“Por fin, nos sentamos a la mesa. La situación de cada uno en la mesa de comedor era un indicio inequívoco de la estructura jerárquica doméstica. Mi madre presidiendo. A su derecha, mi padre, que hacía mucho que sabía quién mandaba en casa. Su autoridad se había mantenido únicamente en salvaguardar el principio de que no hubiera perro en casa. Ya hay suficientes seres vivos bajo mi responsabilidad – decía. Después, hacia la derecha, cada uno de los hermanos por orden riguroso de edad. Carlos, Luisa, Pepe, yo, Pablo y Lucía. La rigurosidad del orden no residía en ningún protocolo ni código. Era simplemente el orden en que nos íbamos sirviendo.

Dicen que todos tenemos un sexto sentido que nos alerta si alguien nos está mirando fijamente, aunque se encuentre a nuestra espalda. No sé si esto será cierto para el resto de los mortales, pero es una realidad indiscutible en la familia Atienza. Cada uno sentía clavados sobre él los ojos de los que iban detrás en el turno de servirse. Sobre todo cuando lo que circulaba era la fuente de las patatas fritas. Estaba terminantemente prohibido expresar en voz alta ningún tipo de disconformidad sobre la cantidad que se servía cada uno. Sin embargo, ningún poder de este mundo hubiese podido evitar el tumulto de carraspeos incontenibles que se producía si, a juicio de “la mesa”, alguno se extralimitaba en lo que se servía. “La mesa” era una inteligencia independiente de los comensales, especialmente dotada para calcular a velocidades vertiginosas la ración justa que le correspondía a cada uno. Ni mi padre se libraba del implacable control de “la mesa”. La conversación, generalmente animada y, a veces, hasta divertida, quedaba bruscamente interrumpida al hacer su aparición Julius, el marido de Violeta, con la fuente. La tensión podía palparse en el ambiente. Era como ese silencio tenso que siempre precede al ataque de los indios en los “westerns”. A veces, mi madre, que era extremadamente parca en lo que se servía, cometía el horrible crimen de servir a Lucía, que por ser la pequeña y, por tanto, la última, estaba situada a su izquierda. El estrépito era entonces ensordecedor y solía terminar con el llanto desconsolado de Lucía que por aquel entonces tenía siete años y era especialista en llorar ruidosamente con razón o sin ella. No me gustaría que se me entendiese mal. No era que las cantidades fueran escasas. No. Podía haber comida para un regimiento. Sin embargo, nunca en mi recuerdo ha existido el día en que sobrase algo.

Otra batalla librada implacablemente era la del pan. El hecho más deshonroso que podía ocurrirte durante la comida era que alguien que se había terminado el suyo, se adueñase del tuyo. Era un asunto absurdo, porque el pan no estaba tasado. Si se te acababa, en seguida Julius te traía más. Pero quitárselo al de al lado era como si fuese una aventura cinegética. A ningún cazador le haría gracia que una empresa especializada en conseguir cuernas de venado le trajese un medalla de oro para colgar encima de la chimenea. La gracia estaba en cazarlo. Lo mismo ocurría con el pan. Lo suyo era cogérselo al de al lado y que fuera éste el que tuviera que pedirlo. Todos desarrollamos técnicas depuradísimas para evitar semejante oprobio. Mi hermano Carlos, que tenía unas manos enormes era capaz de usar con enorme destreza los cubiertos para sacar un suculento bocado de, digamos una perdiz, mientras con el dedo meñique de la mano izquierda sujetaba firmemente el pan. Esto llegó a ser en él un reflejo condicionado. Recuerdo, muchos años más tarde, una comida importante del Círculo de Empresarios del que él era miembro activo. Estaba invitado el Presidente de la Comisión Europea y la televisión dedicó unos minutos a informar de ese almuerzo. No pude reprimir una sonrisa al ver en las noticias de la noche como, durante tan importante comida, Carlos usaba el dedo meñique para la función en la que lo había entrenado durante tantos años. Si Paulov levantara la cabeza se sentiría satisfecho.

Pero fuera del crítico momento de servirse, y de la lucha por la propiedad del pan, la hora de la comida era un momento agradable. No sólo por los guisos de Violeta, que era una excelente cocinera, sino por el ambiente. El tema era lo de menos. Podía hablarse del programa del concierto del viernes o de la broma que le habían gastado a un profesor en el colegio, del estilo del pórtico de la catedral de Santiago o de la tajada que se agarró un amigo la noche anterior, de la mar y de sus peces, de lo humano y lo divino. Podía ser una conversación profunda o frívola, humorística o didáctica, pero siempre era acalorada y casi siempre entretenida. Ya se hablase de la muda del caparazón del cangrejo del ártico o del cultivo de la zanahoria en la Patagonia occidental, cada uno expresaba su opinión como si la vida le fuese en el hecho de que sus puntos de vista prevaleciesen. Rara vez, sin embargo, la discusión llegaba a la virulencia. Mi madre solía participar más activamente en las discusiones. Mi padre se mantenía un poco más al margen. Visto ahora, con la perspectiva de los años, me parece que disfrutaba del espectáculo. Creo que se veía un poco como un patriarca. Apostaría a que en ese momento le invadía un sentimiento de satisfacción que compensaba los momentos de desasosiego que frecuentemente le producía la responsabilidad de la familia. Sin ser pesimista, sentía una cierta angustia, compensada por el optimismo desbordante de mi madre. El recuerdo de aquellas comidas de los sábados me produce siempre una cálida y grata nostalgia. Una buena parte de las pilas que he necesitado para funcionar por la vida se han cargado en momentos como esos”.

Tampoco puedo dejar de transcribir el párrafo final del libro, cuando el que recuerda está a punto de salir de su habitación del hotel de Estocolmo para ir a recoger el premio Nobel de física. Mientras se arreglaba, pensaba que, aunque ese debería ser el día más feliz de su vida, no tenía la sensación de que lo fuese.

“En ese momento tocaron a la puerta de la habitación del hotel. Una barahunda de personas entró como una tromba. Eran mis hijos con todos mis hermanos, sus mujeres o maridos y algunos de sus hijos. Me quité la pajarita, me eché un abrigo por encima del frac y decidí que no iba a recoger el premio Nobel. No resultaría nuevo. Una larga lista de excéntricos escritores o científicos lo había hecho antes. ¿Por qué no lo iba a hacer yo? Salimos todos de la habitación. Tras dudarlo un instante, Ana nos siguió. Un enorme autobús con conductor nos estaba esperando en la puerta del hotel. Diluviaba. Dentro del autobús, como si de un arca de Noé se tratara estaba el resto de los hijos de mis hermanos. Una vez todos dentro zarpamos con rumbo al mejor restaurante de Estocolmo que habían cerrado para nosotros. Tuvimos una cena familiar para más de sesenta personas y tres generaciones. En un momento me sentí como parte de un frondoso árbol que extendía sus ramas protectoras hacia el cielo. Yo era una de esas ramas. Había muchas más, grandes y pequeñas. Y muchas hojas. Hacia abajo, las raíces, enterradas, pero no muertas, sorbían la savia del suelo y la bombeaban hacia arriba. Paralelamente era también tronco de otro árbol, hojas de otros muchos y percibí, fuera del espacio y el tiempo, que sería raíz enterrada de otros. Un entramado inextricable de árboles, de los que yo era en cada uno algo distinto, rama, tronco, hojas o raíz se tejió ante mí. Todos tendían sus ramas hacia la inmortalidad. Entonces sí que noté que ese era el día más feliz de mi vida”.

Sí, algo parecido a estas cosas he sentido este fin de semana. Y, sí, me he sentido como un privilegiado, como un patriarca. No como un patriarca autoritario. De los textos anteriores se desprende que mi familia es más un matriarcado que un patriarcado y que, en cualquier caso, los matri-patriarcas no son respetuosamente venerados como figuras hieráticas, sino partícipes de la vorágine familiar. Así hemos educado a nuestros hijos, en la libertad de criterio y de expresión del mismo de forma desinhibida. Y, a pesar de que a veces me exaspera esta falta de “respeto patriarcal”, me compensa con creces el respeto de la libertad y la confianza.

Al principio de estas líneas decía: “Que cada uno, después de leerlo, piense de qué me puedo acusar”. Tal vez la palabra acusar sea demasiado fuerte, pero me siento un poco “culpable”. Pongo “culpable” entre comillas porque sé que no soy culpable de nada, pero no puedo evitar cierto sentimiento de “culpa” de tanto privilegio inmerecido. Como creo en Dios, le pregunto: ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Por qué tanta gente mucho mejor que yo no tiene ese privilegio que me has concedido? ¿Por qué tantos matrimonios, mejores que nosotros, ven su vida conyugal destruida por cuestiones de las que no tienen la culpa? ¿Por qué tantos padres mejores que nosotros ven como algunos de sus hijos se pierden en el laberinto de la vida? Y no encuentro respuesta. No tengo demasiado pudor en expresar este sentimiento en mi círculo de amigos. Les digo que el artífice de ese privilegio no soy yo. Qué incluso ha sido a pesar de mí. Que sigo siendo, a mis 67 años ese joven, un poco idealista, pero que no se fija mucho en la vida que le rodea y, por tanto, un tanto egoísta. Un buen chico egoistón, aunque sin pasarse. Y me dicen, “algo habrás hecho bien”. Y sí, no he matado nunca a nadie y hasta he hecho algunas cosas que merecen la pena. Pero muchos que tampoco han matado a nadie y han hecho muchas cosas que merecen mucho más la pena que las que yo he hecho, no tienen ese privilegio. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Qué pasa con tantos y tantos? Y sigo sin encontrar respuesta. Pero entonces surgen de mí dos sentimientos.

El primero, el agradecimiento. No entiendo, Dios mío, pero sí puedo darte gracias. Y en esos momentos me acuerdo del salmo 115 cuando dice:

¿Cómo podré pagar al Señor
todo el bien que me ha hecho?

Y me respondo. No podré. Nunca podré. No existe nada en el mundo que yo pueda dar a Dios para pagar ese bien. Es impagable. Pero si puedo agradecer. ¿Cómo? El salmo sigue:

Alzaré la copa de la salvación
invocando su nombre.
Cumpliré mis votos
En presencia de todo el pueblo.

Alzar la copa de la salvación. La mejor manera de agradecer al Señor es alzando la copa de la salvación, que Él ha puesto gratis en mis manos, brindando por la salvación de toda la humanidad, de todo este mundo doliente. Y, luego, cumplir los votos. ¿Qué votos? No he hecho ninguno. Cumplir los votos es apurar hasta el fondo el licor de esa copa de la salvación. Algunos tragos serán dulces y aromáticos, llenarán nuestras papilas y su aroma se extenderá por nuestras fosas nasales, pasarán por nuestra garganta y bajarán por nuestro esófago para acabar dándonos una grata sensación de calor en nuestro estómago. Otros tragos puede que sean amargos, como lo fue el cáliz que Cristo bebió en el huerto de los olivos. Esa amargura fue la nuestra, la de cada uno de los seres humanos que han sido, son y serán en el mundo. Él la bebió y en esa amargura fuimos curados. Tal vez, si algún trago de mi copa de la salvación es amargo, sirva para aliviar la amargura de alguien que no tiene mi privilegio y debiera tenerlo. Tal vez.

Y acaba el salmo:

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
[…]
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

El segundo sentimiento no es tal. Es una acción. Es rezar, aunque mi copa sea dulce –o precisamente por serlo–, por los que tienen mucha amargura en la suya. Rezar. Estoy firmemente convencido de que rezar es lo único verdaderamente importante que puede hacer un ser humano. Establecer ese lazo de unión eterna con su Dios, estando todavía en el tiempo, y con toda la humanidad a través de Cristo. Pero me temo que los cistianos hemos perdido la fe en el valor y poder de la oración y la hemos relegado al baúl de las cosas inútiles.

Edith Stein, que en la primera guerra mundial, siendo atea, estuvo en un hospital de soldados con graves infecciones, cuenta en sus memorias, “estrellas amarillas”, cómo, a pesar de todo, su ayuda le dejaba una sensación de vacío por la inutilidad de su acción, como una gota de agua en un océano de sufrimiento. En la segunda guerra mundial, veinte años más tarde, siendo ya carmelita, antes de que la sacasen de su convento para llevarla a morir a Auschwitz, escribió:

“Los brazos del crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la suya.

El mundo está en llamas. Pero en lo alto, por encima de todas las llamas se eleva la Cruz para extender la Resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor. Ella apaga las llamas de todo infierno.

Deja libre tu corazón a Dios; en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los rincones de la tierra.

Oyes el gemir de los heridos, oyes la llamada agónica de los moribundos... oyes el gemir de cada hombre en el corazón de Cristo. Te conmueve el dolor de la humanidad y deseas aliviar, abrazar y curar sus heridas más hondas.

Abraza al Crucificado.  Si estás esponsalmente unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás omnipresente como Él.

En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su amor misericordioso, en todas partes derramas su preciosísima Sangre que alivia, redime, santifica y salva.

¿Quieres sellar para siempre esta alianza con Él?

¿Cuál es tu respuesta?

Señor, ¿a quién vamos a seguir? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”.

Acabo recordando la frase de Guitton que citaba al principio y que cité en un envío anterior:

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

Yo he procurado hablar de lo esencial de mi vida privada y familiar, no dejarlo escondido en mi corazón, no guardar silencio.