29 de diciembre de 2020

La oración de todas las cosas 9. Como de un viento fuerte

 

IX Tanquam spiritus vehementis 

Como de un viento fuerte

 Pierre Charles S.J.

Caigo a menudo en las soluciones cómodas y mi pendiente me conduce sin darme cuenta a las conclusiones perezosas. El esfuerzo continuado me fatiga. A la primera ocasión lo relajo y, aun cuando no tengo el aire de dormir, mi espíritu raramente está despierto. Soy como estos turistas hastiados, que echan una mirada melancólica a las colecciones de maravillas y que pasan, bostezando, en medio de los más auténticos esplendores. El murmullo solemne y simple de tu creación no penetra hasta mis espesos embotamientos y, como los ídolos vanos de que hablan los Salmos, tengo orejas, pero no oigo. El diminuto cuadrante del barómetro habla de “viento y tempestad”; los observatorios oficiales anuncian, con esa perfecta indiferencia que es la cortesía de la ciencia, el itinerario de las depresiones atmosféricas y de los ciclones. Desde que navegamos a vapor, no nos ocupamos casi de atender a los “vientos favorables”; las arboladuras y los mástiles con todas sus velas hinchadas son arcaicos, y en nuestras campiñas del norte van desapareciendo los viejos molinos con sus grandes alas volteantes. Pero ya que todo debe hablarnos de Ti, Señor, haz que tu gracia estimule mi alma somnolienta y me haga comprender el misterio del viento. No permitas que lo considere solamente como una cosa neutra y cualquiera, con la cual no tiene que ver nada mi piedad y que no merece entrar en mis oraciones. Antes que un fenómeno meteorológico, estudiado y clasificado por los sabios, es el hijo obediente de tu Voluntad creadora. En cristiano quiero yo observarlo hoy desde mi ventana; mientras todas las hojas de un árbol de jardín se estremecen allá, dulcemente, a su paso[1].

Tú conociste la brusca cólera del viento en el lago de Genesaret, cuando echaba el agua en oleadas sobre la barca donde dormías. Tú le mandaste callar y tranquilizarse; y los Apóstoles, estupefactos de tal obediencia, te miraron sin comprender.

El viento fresco de la noche de Oriente murmuraba en el follaje cuando dijiste a Nicodemo que nadie podía conocer su pista vagabunda, de la misma manera que no se puede señalar el camino trazado de antemano a los nacidos del Espíritu[2]. Este mismo Espíritu sacudió como una formidable borrasca los cuatro ángulos del Cenáculo, la mañana de Pentecostés, de la misma manera que había alentado sobre las aguas primordiales antes que la tierra emergiera de los océanos caóticos. Y oigo en las páginas del Libro Santo el ruego de la Esposa pidiendo a los vientos tibios del sur pasar por la tarde por su jardín y mezclar toda la embriaguez de sus perfumes.

Todo esto, Señor, no son todavía más que recuerdos; tengo miedo, si voy más adelante, de encontrarte demasiado cerca. Bien decimos que queremos vivir contigo, pero, como un tiempo a tus discípulos, tu presencia inmediata nos intimida y espanta. Y si yo ya no pudiera oír el canto del viento por los agujeros de las cerraduras sin reconocer y adorar en él tu voz, ¿no correría el riesgo de confundir al Creador con la criatura y de tomar tu obra por Ti? Que tu sabiduría divina me guarde de todo error. Yo sé que todo lo creado no es más que un camino y que pararse en la ruta es condenarse a no llegar a ninguna parte; no cometeré la locura de aquellos que toman la exaltación poética por la verdadera oración en espíritu y verdad; pero tampoco quiero renegar de tu obra y rehusar encontrar en ella tu presencia y tu acción. Entre Tú y yo, Señor, no hay distancia; entre el Creador y su Obra no hay abismo que colmar. No me engaño encontrando tu poder en el soplo del viento, y cuando la brisa o la tempestad pasan sobre mi cara; cuando las borrascas de otoño barren las hojas difuntas de todos los ramajes, sé bien que tu Providencia opera en este mundo que has creado, y te adoro en silencio. No es el viento lo que adoro –¡cuál no sería esta demencia sacrílega!–, sino a Ti, a Ti que te manifiestas y te das a entender a los corazones atentos en el huracán impetuoso y en la brisa acariciante.

Si le interrogara como conviene, el viento me contaría algo de tu misterio eterno. El viento de las cimas nevadas y de los callejones al pie de las catedrales, el de los cometas y el de las tempestades marinas; el de las regiones boreales y el de los desiertos abrasados; el de los tifones destructores y el de los pétalos de primavera. Es universal; no se para en fronteras políticas; nadie le ha podido confiscar y captar la fuente. Es de todos, es para todos; no olvida una sola cabecita de anémona en el bosque, ni un villano en la llanura. Es como tu gracia, que utiliza en su marcha invisible todas las fisuras y se aprovecha de todas las entradas. Los paganos habían hecho de él un dios; los sabios no ven en él más que una agitación, una “corriente” anónima, una “cosa” que no merece siquiera este nombre. Yo no estoy obligado a escoger entre estas dos sabidurías bancarias, y no dejaré arrebatarme por tales manos profanas el tesoro de tus obras. Los hombres están ciegos y sordos; guarda en mí, Señor las santas vigilancias y no me permitas zozobrar en la triste atonía de los que, habiendo vuelto la espalda y cerrado los oídos a tus esplendores, ignoran las fuentes de alegría que tu bondad ha preparado para tus fieles. ¿No reconoció el viejo Elías, el profeta, tu presencia soberana en un soplo de brisa –sibilus aurae tenuis?



[1] Transcribo dos poesías que creo que vienen a cuento:

Desde la ventana de la habitación de mi hijo Íñigo, en arduo intento de oración.

Veo a través de la ventana

al castaño, al ciprés y al abedul mecerse.

El ciprés, parsimonioso y grave,

se cimbrea batiendo con su tronco el tiempo,

bajo continuo marcando ritmos poderosos.

Cada rama del abedul posee un movimiento propio

de batuta diestramente dirigida.

Horizontales compases se mezclan con otros verticales

en aparente caos asíncrono nunca repetido,

señalando entradas, tuttis, pianos,

síncopas extrañas que se unen y confunden

sin resolverse nunca entre ellas mismas.

El castaño, mientras tanto, hace temblar sus hojas

en un trémolo de cuerdas anhelantes

que anuncian sucesos ineludibles, inmediatos.

Un pájaro vuela de una rama a otra

con un batir de alas certero, preciso, acompasado,

como si supiera exactamente lo que hace.

Yo, absorto Beethoven sordo en el silencio,

oigo la muda sinfonía en mi cabeza.

Sé que el viento la produce y la sustenta

y sé que cada átomo del aire

obedece al Director Supremo.

Algo como un éxtasis me envuelve

y arranca de mí la oración como un fluido.

“Director de átomos de aire

que sostienen pájaros seguros,

que mueven céfiros pensantes,

que mecen ramas de árboles que suenan en silencio

–el castaño, el ciprés, el abedul sonoros–,

que crean música cósmica e inexpresable.

Sé Tú, Director sabio y bondadoso

quien dirija los acordes de mi vida.

Dame las entradas y salidas,

los ritmos, los timbres, las alturas.

Para mí, para mi orquesta, para siempre.

Fuiste tú, Cortázar, Julio, lo recuerdo,

entre famas, cronopios, manueles y rayuelas,

el que me hiciste ver la música en el viento.

En un texto tuyo, escondido donde no recuerdo,

el viento movía hojas de armonías silenciosas.

Estoy ante el mismo cristal de una ventana

donde hace meses, cuando el otoño se moría de cansancio,

me extasié en oración contemplativa

con pájaros, ramas, árboles, sonidos mudos.

Ha pasado el invierno, aquí está la primavera.

El ciprés ha aguantado inexpugnable

fríos, heladas, vendavales turbulentos.

Sigue igualmente serio, no ha cambiado.

Del abedul no sabría que decirte

pero el castaño estalla en solemnes pirámides floridas.

Y las ramas, troncos y pájaros de todos

hoy también, como entonces ocurriera,

se mueven en céfiros pensantes misteriosos.

No me enseñaste tú, Julio Cortázar,

a rezar al que crea la música que tú también oíste.

No me enseñaste tú, Él fue mi solícito maestro.

Pero tú me pusiste en el camino y yo, te lo agradezco.

 

[2] Y otra de Conrad Ferdinand Meyer.

En una noche de tormenta.

 

Un viento poderoso muge a través de la noche,

el vendaval silba con sus estridentes aullidos,

en el cielo se libra una profética batalla

que cubre con su estruendo los gemidos de los muertos.

 

Lo que atraviesa demoniacamente el aire

se cumplirá antes de que acabe el tiempo –

bajo la armadura tempestuosa

se escucha un himno de paz

de una lejana felicidad.

 

Colgada de finas cadenas, la lámpara

ilumina la profunda penumbra de mi cuarto.

Y cuando el techo tiembla y cruje el suelo,

esboza sin ruido un suave balanceo.

 

Su llama me habla de la magia

de una linterna agitada por el viento

que ardía antaño para una pareja en medio de la noche,

rostro de anciano y un divino rostro.

 

El que trae la paz habló, tú sabes quién,

en medio de una noche violenta como esta:

“¿No oyes, Nicodemo, al espíritu creador

que sopla con fuerza renovando el universo?”

 

28 de diciembre de 2020

Los santos inocentes y los niños abortados

 A punto de expirar el día de los santos Inocentes, quiero elevar mi oración al Dios bueno para que acoja en su seno a todos los niños víctimas del holocausto del aborto. Para que muestre su amor y su misericordia a todas las mujeres, tal vez inmigrantes, que hayan podido abortar por encontrarse solas, desamparadas, perdidas en un mundo hostil, para que puedan llegar a amar y a encomendarse a ese niño al que pudieron haber tenido si hubiesen tenido un punto de apoyo. Para que las mujeres que puedan verse en el futuro en esta situación encuentren el apoyo de personas y fundaciones pro vida que las enseñen que hay otros caminos y las acompañen en él. Para que el Dios bueno conceda el don del arrepentimiento a las mujeres que hayan podido abortar simplemente porque en el momento vital en el que se encontraban no les venía bien, o a los padres, maridos, parejas que han empujado a sus hijas o mujeres al aborto. Que ese Dios bueno pueda lograr que incluso los desalmados que explotan o trabajan en clínicas abortistas, que hacen negocio y viven de picar carne humana, se arrepientan profundamente de su horrible pecado y puedan volver a Él. Que abra la mente y el corazón de los políticos, creadores de pensamiento y divulgadores para que dejen de desarrollar la idea de que hay un derecho a matar en vez de un derecho inalienable a la vida. Elevo mi oración por ello, ahora, a punto de expirar el día de los santos Inocentes. Amén

23 de diciembre de 2020

La oración de todas las cosas 8. Sazonó el vino

 

VIII Miscuit vinum

 Sazonó el vino 

Pierre Charles S.J.

 Para nosotros la sabiduría es una cosa fría, como toda exactitud. Está reglada. Excluye la fantasía. Sólo bromea por condescendencia. Hasta sus inspiraciones son controladas. Todo en ella es mesura. Y con todo, Señor, tu Espíritu la ha comparado a una mujer que saca el vino, lo pone sobre la mesa y lanza a todo el universo esta sorprendente invitación: “Venid y bebed del vino que os he preparado”. ¿Podría haber en la sabiduría algo tónico y excitante como el vino? ¿Una especie de santa embriaguez? ¿Por qué la Iglesia sólo da el vino como bebida, reservando el agua para las purificaciones? ¿Por qué cambiaste, Señor, en Caná, para aquellas bodas hoy tan lejanas, el agua de las ánforas en vino espirituoso? ¿Y por qué, después de haber instituido la Eucaristía, tomando una copa de vino, nos prometiste que el Padre celestial nos daría a beber del suyo, en tu mesa eterna?[1] El vino, Señor, no tiene muchos amigos entre los ascetas. Es mal consejero. Ha turbado muchas cabezas y ha hecho titubear a mucha gente. Es peligroso; y yo no quiero los peligros. Bien sé que el buen samaritano lo derramó en las heridas de un pobre hombre, camino de Jericó; pero era un remedio, pensamos, y nuestros médicos distan hoy mucho de este parecer. Y sé también que te lo hicieron beber, mezclado con mirra, antes de clavarte en la cruz, pero Tú lo rehusaste después de haberlo probado. ¿No sería algo vulgar meditar sobre el vino? Después de todo, creyeron los curiosos de Jerusalén, el día de Pentecostés, que los Apóstoles estaban repletos de vino, y no parecían estar muy edificados. ¿No valdría más dejar aparte las copas llenas, y los toneles, y los pámpanos y todo cuanto recuerde a Baco y sus delirios?

Yo titubeo, Señor, ante estas resoluciones altivas. No hubieras hablado tan a menudo, en tu Escritura, del lagar, de la vendimia, del viñedo y de los viñadores, si todo esto sólo mereciera el desdén de nuestros ojos cerrados y de nuestro corazón sellado. Existe sin duda, el vino turbio de las embriagueces tumultuosas; pero existe también el de la mesa familiar, el vino que bebemos juntos a la salud de los presentes y de los ausentes, y hasta en nuestros banquetes católicos, la copa que se vacía con devoción por Nuestro Santo Padre el Papa. ¿No nos dice Santo Tomás en la Suma que el vino de la Misa aporta consigo la gracia que representa?: es decir, la alegría espiritual Me pregunto si no lo hemos despedido en demasía, si no nos ha parecido demasiado sospechosa esta santa alegría cristiana, para reemplazarla por la desnudez estoica y concreta del deber cumplido. Servirte no es solamente obedecerte; es rendirte servicios; adivinar tus deseos, adelantarse a ellos como se va al encuentro de los invitados de nota; es compartir contigo; colaborar en tu obra; y en este don total hay una fuente de gozo exultante, una especie de buen humor siempre renovado. El alimento me sacia; el agua me quita la sed; pero el vino cambia mi óptica mental; transforma mi visión de las cosas y de mi mismo; y sin duda por esto tu sabiduría, modificando nuestros pequeños puntos de vista mezquinos, se da como en bebida espirituosa.

Laeti bibamus sobriam

profusionem spiritus. 

Y por esto, sin duda, aún tu Pasión misma y tu Cruz pueden inspirar como una embriaguez.

Fac me cruce inebriari...

No buscamos alucinaciones. No queremos engañarnos sobre las proporciones de las cosas. Deseamos la verdad; pero se equivocan los que nos repiten: In vino veritas?  Cuando, detrás de la tiesura de las leyes uniformes y de los mandamientos, los mismos para todos; detrás de las convenciones, las timideces, los protocolos y todas las etiquetas, la óptica del vino generoso revela y nos despierta el gusto por la aventura, hace hablar a los viejos y a los jóvenes; hasta enternece los corazones desecados; nos hace entrar en una verdad más profunda que la habitual en que vivimos. Pone el futuro y el pasado, los proyectos y los recuerdos, en el momento presente; y gracias a él, el tiempo toma sus tres dimensiones.

Es bien fría, Señor, toda mi sabiduría; y mis prudencias son muy timoratas. Mi virtud no camina al paso embriagador de las grandes aventuras; y casi nunca le coge el deseo de cantar[2], como a Francisco de Asís a lo largo de las rutas de Umbría. Presiento a veces como unas bienaventuranzas algo locas que me han hecho señas como de invitación y que, demasiado absorbido por el cuidado de la etiqueta, he desatendido. Porque hay una manera triste y sombría de ser sobrio; como hay una manera cicatera y mezquina de ser pobre. Tu Iglesia, Señor, es como la Amada del Cantar, que ofrece la copa del vino aromático –vinum conditum– que nadie va a beber. ¿No bastaría dejar de estar distraído para estar maravillado? ¿No hay una santa embriaguez en esta afirmación inaudita que Dios se ocupa de todos los detalles de mi vida y que yo tengo un inmenso valor a sus ojos? ¿Cómo así? Una simple declaración de amor sacude de gozo a los prometidos, y yo, ¿me contentaría con registrar sin emoción, como una cosa probada y de necesaria aceptación, el hecho de la Creación, el hecho de la Encarnación, el hecho de la Eucaristía, el hecho de la Iglesia..., todos estos hechos, bien catalogados, bien etiquetados, en fila, uno tras otro, como los teoremas de Euclides? La vida se parece siempre a una embriaguez, lo cual no significa una locura. Es conquista y desafío y riesgo y triunfo, y todo esto es lirismo como el lirismo de los huertos en primavera, como el tumulto loco de la vegetación en la selva virgen; como el de los enjambres de abejas o el de los pájaros emigrantes.

Con la certeza de mi fe, quiero, Señor, cantar también el esplendor de mi esperanza. El vino es enemigo de los cálculos: no quiero ya contar ni pesar nada. El vino es social: no quiero, desde luego, pensar solamente en mis intereses ni concentrar toda mi atención en mi persona, mis ideas, mis trabajos y mis méritos. El vino es generoso, desata las lenguas y hasta las bolsas. Aceptaré sus lecciones simbólicas, y peor para quien encuentre que es vulgar este maestro. ¿No Te llamaron también a Ti, la sabiduría eterna, un bebedor de vino: potator vini? Tengo mucho miedo a esas pequeñas religiones muy arregladitas, demasiado decentes, al gusto pobre de los que las hicieron a su imagen. Prefiero estos misterios formidables que nadie ha acabado de abarcar; estas verdades que me conmueven y me zarandean, como el oleaje recio del océano hace a los nadadores. Amo a un Dios que me agita y me desconcierta. Si fuera sólo el eco de mis preferencias, sería otro yo; ya me cuesta mucho trabajo entenderme conmigo tal como soy. Seamos dos.


[1] Poco sabemos de lo que nos espera en el Paraíso. Ciertamente la contemplación de Dios. Pero yo no puedo dejar de creer en un Paraíso que sea, además, más antropomorfo, donde los amores, gustos y placeres sanos de este mundo puedan seguir siendo disfrutados. Si no, ¿para qué Dios nos ha permitido que se forjasen en este mundo de carne y hueso? ¿Por qué la resurrección de esta carne? “Ni ojo humano vio, ni oído humano oyó, ni mente humana pudo jamás imaginar lo que Dios tiene preparado en el cielo para los que le aman”, nos dice san Pablo. Debe ser impresionante, pero tal vez demasiado distante de lo que podemos conocer en este mundo. Cristo fue más prosaico. En la última cena dijo: “No volveré a beber del fruto de la vid hasta que lo tome, nuevo, en el Reino de los Cielos”. Es decir, que si algo sabemos del Paraíso, es que habrá vino. Lo cortés no quita lo valiente, dice un refrán castellano. La contemplación de la Trinidad desde dentro debe ser impresionante. Pero, ¿por qué no, además, algo más parecido a lo que hemos vivido bien en este mundo? ¿Soy demasiado prosaico? ¿Tal vez un poco herético? No lo creo, pero… (La nota es mía)

[2] Hay un viejo adagio que dice que el que canta reza dos veces. Recuerdo que en una de las visitas a España de Juan Pablo II, estando durmiendo en Zaragoza, un grupo folkclorico le fue a dar la serenata con unas jotas al pie del balcón de su habitación. El Papa salió al balcón y les dijo: “Dicen que el que canta reza dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que baila? Los lunes, a las 20,30h, cuando mi tiempo me lo permite, voy al grupo de oración de la Renovación Carismática Católica que se reúne en la cripta de la iglesia de santa María de Caná. Se encuentra uno allí con mucha gente que, además del deseo de cantar, sienten el de bailar, en una alegre oración de alabanza a Dios con todo el cuerpo, bailan y contagian ese deseo. ¿Cuántas veces rezan? No lo sé, pero yo, cada vez que voy, salgo renovado. Os lo recomiendo (La nota es mía).

18 de diciembre de 2020

Genealogía de Cristo

 

El evangelio de ayer, jueves 17 de Diciembre, era la genealogía de Cristo del Evangelio de san Mateo (1-1, 17). Dice:

 “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán: Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos; Judá engendró de Tamar a Fares y a Zará, Fares a Esrón, Esrón a Arán, Arán a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rajab, a Booz, Booz engendró de Rut a Obed, Obed a Jesé, y Jesé al Rey David.

David engendró de la mujer de Urías, a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abiá, Abiá a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Jorán, Jorán a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías a Manasés, Manasés a Amón, Amón a Josías, Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, durante el destierro en Babilonia.

Después del destierro en Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel,
Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquín, Aquín a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo”.

Es el típico evangelio que, cuando lo oímos en Misa, nos invita a desconectar ante la avalancha de nombres que, para la gente en general, son desconocidos y no tienen ningún significado. Nada más lejos de la realidad. Este evangelio está lleno de un profundo significado que intentaré desentrañar en las siguientes líneas.

En primer lugar, diré que hay otra genealogía de Jesús, la que nos cuenta san Lucas en su Evangelio. Ambas genealogías son distintas, porque la de san Mateo es la de José, mientras que la de san Lucas es la de María. Es muy significativa esta diferencia. Mateo pretende demostrar que Jesús, a través de su padre putativo, José, es el descendiente directo, por vía de primogenitura, del rey David. Efectivamente, aparecen en esa genealogía todos los reyes de Judá hasta la caída de la dinastía davídica y, después, continua hasta José. Es decir, si esa dinastía no se hubiese interrumpido, Jesús sería legalmente el rey legítimo de Judá. Los judíos eran muy celosos de su genealogía que se registraba meticulosamente para poder sacarla a relucir cuando se quisiese. Era algo así como lo que hoy es el registro de la propiedad, en el que todo el mundo puede ver por qué manos ha pasado la propiedad de una casa. Por eso José tuvo que ir a empadronarse a Belén, el pueblo de su antepasado David. Por eso Herodes se alarmó tanto ante la visita de los Sabios Magos. Ese rey al que venían a visitar no era un pelagatos cualquiera, no. Era el legítimo rey de Judá. Por eso ese empeño en matarle a costa de la mayor crueldad imaginable: la matanza de los inocentes. La genealogía de María que cuenta san Lucas es también importante, ya que, además de ser la genealogía de sangre, nos dice que María también descendía, aunque no por línea directa, del rey David. Es decir, en Jesús coincidían el origen de sangre de David y sus derechos reales.

Pero esto no es más que la punta del iceberg. En la genealogía legal de san Mateo aparecen cuatro mujeres, aparte de María. Y no son cuatro mujeres puestas al azar. Son cuatro mujeres con un enorme significado en la Biblia. Son Tamar, Rajab, Rut y Betsabé. Hagamos un breve repaso de las cuatro y de su significado.

Tamar, la primera mujer que aparece en la genealogía, era la nuera de Judá, uno de los doce hijos de Jacob, de cuya línea los profetas habían anunciado que nacería el Mesías. En el libro del Génesis, Jacob, en su lecho de muerte, bendice a sus hijos, y de Judá dice:

“A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, someterás a tus enemigos, los hijos de tu padre se inclinarán ante ti. […] No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus muslos hasta que venga aquél a quien pertenece y a quien los pueblos obedecerán. Él ata a la vid su pollino y las crías de su asna a la cepa. Él lava en vino su vestido, en sangre de uvas su manto. […]”

No es difícil ver en este breve párrafo alusiones a la redención por la sangre, a la Eucaristía y reminiscencias de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el Domingo de ramos, “montado en un pollino, hijo de asna”, anunciado también por el profeta Zacarías:

“Alégrate sobremanera, hija de Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén: he aquí que tu Rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”.

Mesías es la palabra hebrea para Ungido en español o Christo en griego. Era a los reyes de Judá a los que, desde el rey David, se ungía para coronarlos. Costumbre que, por cierto, sigue ocurriendo en la actualidad en la monarquía británica. Tamar se casó con el hijo mayor de Judá, Er. Pero éste, al poco tiempo de la boda, murió. La ley del levirato, establecida por Moisés, prescribía que, para que un hombre no quedase sin descendencia si moría sin hijos, su hermano debía casarse con la viuda y engendrar en ella un hijo que sería legalmente del hermano muerto. Por tanto, Judá hizo que su segundo hijo, Onán, se casara con Tamar. Pero Onán no quería dar descendencia a su hermano, así que, al acostarse con Tamar, practicaba el coitus interruptus cada vez que tenía contacto con ella. Ese comportamiento para con su hermano desagradó a Dios y Onán murió. A Judá le quedaba otro hijo, Selá. Pero, temeroso de que también Selá muriese si lo casaba con Tamar, no quiso arreglar este tercer matrimonio y mandó a Tamar a casa de su padre. Esto, aparte de hacer que su hijo mayor no tuviese descendencia legal, era un oprobio para Tamar. De forma que ésta, ni corta ni perezosa, se disfrazó de prostituta, se puso en el camino por el que sabía que iba a pasar su suegro, le sedujo y se acostó con él, velada, teniendo buen cuidado de estar en sus días fértiles. Judá le prometió a Tamar que le pagaría con un cabrito de su rebaño. Pero Tamar le dijo que le dejase en prenda su bastón y el ceñidor de su túnica, dos cosas muy importantes para la dignidad de un hombre. Así lo hizo Judá y cuando, al día siguiente fue a buscar a la prostituta al sitio en el que habían quedado para darle el cabrito, Tamar no apareció. Para Judá esto era una tragedia. Había una meretriz por ahí jactándose de tener su bastón y su ceñidor. ¡Qué horror! Buscó desesperadamente a la prostituta sin éxito. Pasado un tiempo, los conocidos de Judá le fueron a decir que su nuera Tamar había sido adúltera y estaba embarazada. Judá, ni corto ni perezoso, dijo que la lapidaran. Pero entonces Tamar se presentó ante su suegro con el bastón, el ceñidor y la tripa. Entonces Judá reconoció que Tamar era inocente y él culpable. No se sabe si al final Tamar se casó con Selá o no, pero sí que de ese incesto nació Farés o Perés, que está en la línea genealógica de Jesús.

La segunda mujer que aparece en la genealogía de Jesús es Rajab. Rajab era una prostituta de Jericó, ésta auténtica, no disfrazada. Cuando los israelitas salieron de Egipto, tras los cuarenta años de éxodo, planearon, bajo el mando de Josué, cruzar el Jordán y conquistar la inexpugnable ciudad de Jericó. Yavé les había dicho que el Jordán se pararía para que pudiesen pasar por su cauce seco y que las murallas de Jericó se derrumbarían al son de las trompetas de Israel. Pero para preparar el golpe, los israelitas mandaron a unos espías para reconocer el terreno. Uno de ellos se llamaba Salmón. Fueron descubiertos y, cuando estaban a punto de ser capturados, Rajab les acogió en su casa, les ocultó y, en un momento dado, les descolgó con una soga desde su ventana, que daba a las murallas de la ciudad. No sin antes hacerles jurar que cuando conquistasen la ciudad, de lo que estaba segura puesto que creía firmemente que su poderoso Dios estaba con ellos, respetarían su vida y la de su familia. Así se lo juraron los espías indicando a Rajab qué señal tendría que poner para que no la matasen a ella y a su familia. Y, efectivamente, cuando la ciudad cayó en poder de los israelitas, éstos respetaron la vida de Rajab y su familia. Más aún, uno de los espías, Salmón, se casó con ella, y ella y su descendencia está en los orígenes de Jesús.

La tercera mujer que aparece en la genealogía de Jesús es Rut. La historia de Rut es una de las más enternecedoras de la Biblia, pero antes de señalarla debo decir que Rut era una moabita. El pueblo de Moab asqueaba a los israelitas. La razón se remonta a mucho tiempo atrás, a la época en la que Lot, el sobrino de Abraham, huyó de Sodoma antes de que Yavé destruyera esa ciudad. Lot escapó de Sodoma con su mujer y sus dos hijas. Su mujer, añorando la depravación que dejaba atrás, en la huida, volvió la vista atrás y quedó convertida en estatua de sal. Pero sus hijas, al verse en el monte sin sus novios, que habían muerto en Sodoma, emborracharon a su padre y se acostaron con él. Cada una de ellas tuvo un hijo, que llevaron por nombre Moab y Amón. De esos hijos salieron dos pueblos, los moabitas y los amonitas, que eran repugnantes para los israelitas.

Pues bien, siglos más tarde, durante una hambruna que hubo en Israel, un israelita de Belén, llamado Elimélec, con su mujer Noemí y sus dos hijos, Kilión y Majlón, no tuvo más remedio que emigrar a Moab. Allí, sus hijos crecieron y se casaron con dos moabitas llamadas Orfá y Rut. Murieron Elimélec y sus dos hijos y Noemí, viuda, sola y extranjera en Moab, que respondía a Israel con un sentimiento recíproco, supo que no tenía más remedio que volver a Israel. Les dijo a sus dos nueras que se quedasen en su tierra y que rehiciesen ahí su vida. Todos sabían que tenía pocas probabilidades de no morir de hambre. Orfá, efectivamente, se quedó en Moab, como le decía su suegra. Entonces tuvo lugar entre las otras dos mujeres, Noemí y Rut, este breve y emotivo diálogo.


-       Mira –le dijo Noemí a Rut–, tu cuñada se vuelve a su pueblo y a su dios. Ve tú también con ella.

 A lo que Rut respondió:

 -       No insistas más en que me separe de ti. Donde tú vayas yo iré; donde tú vivas, viviré; tu pueblo es mi pueblo y tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, moriré y allí me enterrarán. Juro hoy solemnemente que sólo la muerte nos ha de separar.

 Y, juntas, volvieron a Belén, el pueblo de Noemí. Allí, Rut se fue al campo de un hombre muy rico llamado Booz, pariente del marido de Noemí y que, como tal, tenía derecho de rescate. Según la ley judía, el familiar más próximo a una mujer tenía derecho a casarse con ella, si quería, con preferencia a cualquier otro pretendiente. Fue a su campo con la intención de recoger para ella los granos de trigo que se cayesen de las espigas. Al enterarse de que era la nuera de Noemí, de la que sabía su historia, Booz le dijo a su capataz que se lo permitieran sin molestarla. Recogió cuarenta y cinco kilos. Así lo hizo durante varios días. Un día, Noemí, que sabía latín, le dijo a Rut que se pusiera sus mejores vestidos y que después de comer, cuando, un poco bebido, Booz se tumbase a echar la siesta, ella se acostase a su lado e hiciese lo que le dijese. Así lo hizo Rut y el caso es que el bueno de Booz estuvo durmiendo hasta la noche junto a Rut. Cuando se despertó, se sobresaltó de ver una mujer a su lado, pero Rut, aleccionada por Noemí, le dijo:

 -       Soy Rut, tu sierva; cúbreme con tu manto, porque tienes derecho de rescate.

 Y Booz volvió a dormirse, teniendo a Rut bajo su manto, hasta la mañana siguiente. Al poco tiempo, Booz se casó con Rut. Tuvieron un hijo, Obed, que fue el abuelo del rey David.

 La cuarta mujer que aparece en la genealogía de Jesús es Betsabé. Betsabé era la mujer de Urías, un hitita y uno de los soldados más fieles al rey David. Una tarde, David, desde su palacio, divisó a una mujer que se estaba bañando desnuda en un patio de una casa que estaba a los pies del palacio. El corazón le dio un vuelco y la hizo llamar. Urías estaba en la guerra contra los amonitas y David se acostó con Betsabé, quedándose ésta embarazada. Como David no quería que se enterase Urías, le hizo llamar del frente para que pasase unos días en su casa, tuviese relaciones con su mujer y creyese que el hijo era suyo. Urías vino, pero cuando se presentó al rey y éste le dijo que fuese a su casa a lavarse y a ver a su mujer, Urías le respondió:

 -       El arca del Señor, Israel y Judá viven en tiendas y mi señor Joab y los oficiales de mi señor acampan al aire libre, ¿cómo iba yo a entrar en mi casa para comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por el Señor y por tu vida, que nunca haré tal cosa!

 David invitó a comer a Urías, le emborrachó, pero ni aun así Urías accedió a bajar a su casa, sino que se fue a dormir al cuerpo de guardia de palacio junto con la guardia personal del rey. Al día siguiente volvió al frente. David, al ver sus planes frustrados tomó la decisión de matar fríamente a Urías. No él mismo con sus manos, pero mandó una nota a su general Joab en la que le decía:

 -       Poned a Urías en primera línea, en el punto más duro de la batalla y dejadlo solo para que lo hieran y muera.

 Y así murió Urías. David, entonces, tomo a Betsabé por esposa, aunque ya tenía siete. Pero el profeta Natán fue a ver a David y le contó una historia, como si fuera real, en la que un hombre poderoso que tenía muchas ovejas se encaprichó de la corderilla de un pobre que sólo tenía una y, como éste no se la quiso vender, le mató para quedarse con ella. Cuando acabó la historia, David se enfureció y dijo:

 -       Vive el Señor que el que ha hecho tal cosa merece la muerte y pagará cuatro veces el valor de la corderilla por haber hecho esto y haber obrado sin piedad.

-       Ese hombre eres tú –le dijo valerosamente el profeta Natán, pues David, en su furia, podría hacerle matar.

 Pero David se arrepintió diciendo:

 -       He pecado contra el Señor.

e hizo penitencia y el Señor le perdonó. La Biblia no dice nada del grado de conocimiento y responsabilidad que le cupo a Betsabé en todo este terriblemente cruel y sucio asunto, pero caben pocas dudas de que, si no los detalles, sí que sabía los aspectos generales del tema. Pues bien, de esta mujer nació el rey Salomón y ella está en la genealogía de Jesús.

No es casualidad que san Mateo nos hable de estas cuatro mujeres. Tamar fue una mujer pecaminosamente astuta. Rajab era una prostituta. Betsabé era una interesada sanguinaria que con tal de obtener poder no dudó en hacerse la vista gorda ante el asesinato de su marido. Y Rut, que era una mujer maravillosa, era moabita, lacra terrible para un judío debido al incesto de Lot con sus hijas. Sin duda alguna, san Mateo nos cuenta esto para indicarnos que Jesús toma sobre sí todo pecado y toda bajeza humanos. Es un hombre de carne y hueso, que tiene detrás una genealogía de pecado que asume y santifica si nos unimos a él. Porque si esa es la historia de las cuatro mujeres, ¿qué no se podría decir de la historia que la Biblia nos cuenta sobre los reyes de Judá descendientes de David? Entre ellos hubo asesinos, traidores, cobardes, idólatras que sacrificaban a sus hijos quemándolos en la Gehena[1] en honor del dios Moloch, etc., etc., etc. En la lista de reyes de Judá se puede descubrir casi cualquier bajeza humana.

Y todas esas bajezas, sin excepción, están asumidas por Jesús y redimidas. No puedo por menos, para acabar estas páginas, citar el cuarto poema del Siervo de Yavé del profeta Isaías, escalofriante retrato del juicio y la muerte de Jesús, escrito ochocientos años antes. Dice:

“Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos. Los reyes se quedarán sin palabras al ver algo que no les habían contado y comprender algo que no habían oído.

¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Sobre quién se ha manifestado el brazo de Yavé?

Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, pero sin ningún atractivo para que le deseemos.

Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y tuvimos en nada.

Sin embargo, el llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos.

Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados.

Andábamos todos errantes, como ovejas sin pastor, cada cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas.

Cuando era maltratado, se sometía y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Sin defensa ni justicia se lo llevaron y nadie se preocupó de su suerte. Lo arrancaron de la tierra de los vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados. Aunque no cometió crimen alguno, ni hubo engaño en su boca, el Señor lo quebrantó con sufrimientos.

Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá decendencia, prolongará sus días, y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor.

Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. Por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores, le daré un puesto de honor, un lugar entre los elegidos. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”. Isaías 52, 13-15, 53.

Espero que la próxima vez que se lea este evangelio en Misa, no os deje indiferentes a los que hayáis leído esta historia.



[1] La Gehena es un valle que se encuentra al sudoeste de Jerusalén en la que los reyes de Judá, según cuenta la Biblia, sacrificaban a sus hijos. Por eso ese valle se convirtió en maldito y Jesús habla de él como del infierno. En tiempos de Jesús era el basurero de Jerusalén, en donde se quemaba la basura de la ciudad. Era un lugar hediondo. Allí, los romanos, quemaban también los cadáveres de los crucificados. Allí hubiese acabado, quemado entre las basuras, el cuerpo de Jesús si José de Arimatea, a riesgo de su vida, no le hubiese pedido a Pilato su cuerpo para enterrarlo en un sepulcro de su propiedad. Si alguno está interesado en esta historia, la tengo escrita y se la mandaré a quien me la pida.

16 de diciembre de 2020

La oración de todas las cosas 7. Cálzate tus sandalias

 

VII Calceate caligas tuas

 Cálzate tus sandalias

Pierre Charles S.J.

 Existen los zapatitos de Navidad, que se cantaban antaño en romances enternecidos, y que los niños alguna vez aún dejan en la chimenea de invierno;  pero los zapatos, Señor, me parecen a pesar de todo, muy prosaicos, y no me siento tentado de ir a buscar la inspiración de mi plegaria en las zapaterías. No quisiera decir nada descortés para los zapateros. Su oficio es honorable; les miro con simpatía cuando paso por delante de sus pequeñas tiendas. Pero ¿no habría una especie de irreverencia, o al menos una falta de gusto, en tomar en mis manos esta tarde mi bota terrosa y pedirle una lección de grandeza cristiana y de nobleza espiritual? Mis zapatos si no están en mis pies, descansan, ordenados, bajo mi cama. ¿Por qué quieres, Señor, que vaya a buscarlos y me esfuerce en encontrarles altas significaciones y alientos para la virtud? No se habla de zapatos en las conversaciones distinguidas. Es descortés; hasta grosero; es una falta de educación, como suele decirse. Y no quiero que mi oración esté falta de tacto; deseo mantenerme “como conviene”, principalmente y sobre todo cuando hago oración.

 ¿Por qué, con todo, me ha fascinado este humilde zapato? ¿Tu gracia me lleva a él como hacia un viejo compañero que, en mi soberbia inconsciente, hubiera desdeñado demasiado tiempo y que jamás pudo decirme su secreto? Señor, ya que nadie nos ve y que estamos juntos, quiero probar la experiencia, y voy a meditar, voy a hacer oración acerca de mi zapato.

 No me contará cosas extraordinarias. No tiene ninguna revelación sensacional que hacerme. Pero, al mirarlo, parece que unas verdades muy sencillas toman para mí el aspecto de reminiscencias largo tiempo olvidadas. Juan Bautista, al anunciarte a las  multitudes como el Salvador, hablaba de tu calzado, Señor, sí, del tuyo, del que no se creía digno de desatar las correas; y era el Espíritu Santo quien le inspiraba tales frases proféticas. Desatar el lazo del calzado; yo hago esto cada día, Dios mío, sin pensar que en este humilde gesto hay reflejos del evangelio y el recuerdo de tu venida.

 ¡Los zapatos! Pero cuando Moisés guardaba, en el Sinaí, los rebaños de su suegro y quiso acercarse a aquella extraña zarza que ardía sin consumirse, el Señor, nos dice la Escritura, le mandó descalzarse: solve calceamentum de pedibus tuis, porque el suelo que pisaba era tierra sagrada. Dios se ocupa del calzado; ¡y mis desdenes de mal poeta me prohibían tomarlo como tema de mi oración!

Cuando en la cárcel de Herodes, en Jerusalén, tu apóstol Pedro, atado  por dos cadenas –catenis duabus– fue despertado bruscamente por aquel ángel que le dio un golpe en el costado –percusso latere Petri– debió quedar algo extrañado sin duda al oír que el mensajero celeste le mandaba, en nombre de Dios, ponerse, así, buenamente, el calzado; calcea te caligas tuas. Y cuando enviaste a los discípulos por todos los caminos de Palestina reglaste su equipo y hablaste del calzado.

¿Por qué le tendré yo apartado de mis oraciones? Todos los temas abstractos que esgrimo, ¿tienen acaso la simple elocuencia de un zapato que ha viajado conmigo, que se ha gastado conmigo y por mí, y que me ha sido dado por tu Providencia? Ya que viene de Ti, puede serte ofrecido. Yo te lo ofrezco, Señor, pensando en los millares de hermanos míos que en todos los caminos de la tierra, sobre la arena, las rocas, los prados, en los pantanos o en los arrozales, marchan a pie desnudo; pensando en estos millares de peregrinos que antaño, para obtener el perdón, hacían voto de ir descalzos y bordón en mano hasta los lejanos santuarios. ¿Profanos? ¿Vulgares? Si hasta hay una oración especial en el gran Pontifical Romano para el calzado que se pone el Obispo. Un clérigo sostiene de rodillas el libro abierto, mientras el prelado está sentado en el trono, en el coro, y se le calza trabajosamente. Y el Viernes Santo, en la adoración de la cruz, los oficiantes se quitan los zapatos antes de prosternarse para besar las heridas del Redentor. Me acuerdo de aquel himno medieval en el que se habla de la madre del Verbo Encarnado, como de la escala por la que Dios mismo ha bajado “después de haberse puesto el calzado”: tan dura y tan ruda se anunciaba la ruta que debía recorrer sobre la tierra.

Haec este sacala qua descendit

Calceata deitas

Casi sin darme cuanta, Dios mío, mi vida interior se me ha vuelto como laica. En vez de mezclar tu pensamiento, tu recuerdo, tu presencia a todas las cosas que me rodean y que forman la trama de mi existencia, me he habituado a considerarlas como realidades profanas; y pretendo pasar por encima de ellas, ignorarlas, para ir a encontrarte en alguna parte lejana, en mis ideas. Yo falto una a una a todas las citas que tu Providencia me da a lo largo de mis caminos y al hilo de mis horas. Si yo fuera más humilde, más verdadero, menos convencional y menos pretencioso, mi oración no sería solamente cerebral y filosófica; invadiría espontáneamente hasta mis mismos sentidos, captando todas mis potencias de emoción, todas las cosas que me atraen, todo lo que me encanta, y ritmando mi vida con la armonía de tus obras.

En la antigua Iglesia, personajes muy religiosos disputaron abundantemente a propósito del calzado y órdenes venerables se dividieron porque algunos querían permanecer calzados y otros querían ser descalzos. Fueron largas querellas por cosas bien humildes. Mi calzado no me inspirará esta tarde, Señor, más que reconocimiento, y dulcemente, de todo corazón, en recuerdo tuyo, lo besaré como una reliquia.

                                                            *** 

No puedo dejar de aportar mi granito de arena a esta oración. Yo trabajo con los pies. Sí, así como suena, con los pies. Doy, desde hace muchos años, muchas horas de clase a la semana. Y soy incapaz de darlas sentado. Tengo que estar de pie, moviéndome por la clase como un tigre enjaulado. Y, muy a menudo, me duelen los pies. Pero tu Providencia, Señor, me ha hecho encontrar, aparentemente por casualidad, el calzado apropiado en el momento adecuado. Sí, hace ya muchos años, busqué desesperado un calzado cómodo para mi trabajo pedestre. Tras haber intentado, incluso, inútilmente, hacerme zapatos a medida, encontré por “casualidad” (La palabra casualidad es una blasfemia, nada bajo el sol ocurre por casualidad, dijo Gotthold E. Lessing), unos zapatos, marca Callaghan, que por fuera eran indistinguibles de unos Sebago y por dentro eran acolchados y muy confortables. Tú me diste, Señor, esos zapatos sin decirme que eras Tú quien me los daba. Benditos sean, les debo agradecimoiento. Y hace un mes, cuando me dio el coágulo en la pierna y se me hinchó el pie como una bota, me pusiste delante otros Callaghan de cordones, no tan clásicos, pero bastante aceptables estéticamente y una bendición tuya para mi pobre pie. ¿Deberé poner, tal vez, en mi oración a la empresa Callaghan? En ambos casos, la “casualidad” me ocurrió en el Corte Inglés. ¿Deberé también poner al Corte Inglés en mi oración? ¿Y al capitalismo que hace posible estas empresas y estas “casualidades”? Sí, creo que debo poner las tres cosas ante tí, Señor, puesto que las tres me acercan a Ti.

13 de diciembre de 2020

¿Por qué creo que el Papa Francisco es uno de los mejores de la historia?

Como quien me haya leído sabe, estoy en franco desacuerdo con el Papa Francisco cuando habla de economía. Pero como también sabe quien me haya leído, siempre me ha maravillado este Papa en sus aspectos doctrinales –aunque a veces me haya exasperado su innegable incontinencia verbal– y le he defendido ante muchas acusaciones en el campo doctrinal. Concretamente, hace dos semanas escribí indignado contra la llamada “Economía de Francisco”, pero también dije que le consideraba entre los mejores Papas de la historia. He recibido algunas respuestas en las que el que me contestaba coincidía con mi indignación en lo que a economía se refiere, al tiempo que me pedía explicaciones por considerarle un gran Papa. Otros me decían abiertamente que consideraban a este Papa poco menos que hereje. Alguno me contestó diciéndome que todos los días rezaba por él, para que Dios se lo llevase pronto a su Reino.

Estaba yo intentando pergeñar mi respuesta a mi consideración de Francisco como un gran Papa cuando ha aparecido el documento pontificio en el que Francisco convoca un año santo en memoria de san José. Es un documento maravilloso y, tal vez, con sólo la lectura del mismo bastase para responder a lo que se me pedía. Todos los que ven en Francisco a un mal Papa deberían leerlo. No lo voy a transcribir aquí, pero pongo a continuación el link al mismo para que el que quiera seguir mi consejo pueda hacerlo con facilidad.

http://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco-lettera-ap_20201208_patris-corde.html

En lo que queda de este escrito voy a hacer dos cosas.

La primera, sumar mi voz al homenaje a san José. Bueno, más que sumar mi voz, citar dos textos que se pueden añadir a la voz del Papa. El primero es, sorprendentemente, de Jean Paul Sartre en su apenas conocida obra de teatro Barioná, auto de navidad escrito por Sartre en 1940, en el stalag 12D del campo de prisioneros de guerra de Tréveris en el que Sartre estaba cautivo como soldado del vencido ejército francés. En ese auto de Navidad, tras hacer la más bella descripción que yo nunca haya leído de la Virgen y el Niño, describe a la figura de san José. No puedo resistirme a citar el texto completo, incluida la descripción de la María y Jesús. Dice:

“Voy a aprovechar este respiro para enseñaros al Cristo en el establo, porque no le veréis en  la obra: No aparece en la pieza, como tampoco lo hacen José ni la Virgen María. Pero como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe el pesebre. Helo aquí.

He aquí a la Virgen, y he aquí a José y, he aquí al niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Ved, los personajes tienen bonitos vestidos, pero están completamente rígidos: se diría que son marionetas. Seguramente no eran así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, bueno: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré como los veo dentro de mí.

La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado  tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.

Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.

Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.      

Y ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con  que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.

Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María.

¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.

Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”.

A aceptar activa, valiente y castamente –castamente en el sentido que utiliza el Papa en su documento sobre san José. Aceptar protectoramente. Aceptar respetuosamente. A aceptar cuidar desde la sombra para que Jesús y María crezcan mientras el se difumina.

El segundo es un texto anónimo –al menos para mí– que leí en francés hace unos años y que traduje. Es una paráfrasis del Ave María, aplicado a Jesús. Dice:

“Ave, José, tú, a quien la gracia divina ha colmado; tus brazos han acunado al Salvador, que ha crecido bajo tu mirada; eres bendito entre todos los hombres y bendito es el divino Niño de tu virginal Esposa, Jesús.

San José, dado por el Padre al Hijo de Dios, ruega por nosotros en nuestras preocupaciones familiares, de salud y de trabajo, hasta nuestros últimos días, y dígnate socorrernos en la hora de nuestra muerte. Amén”.

Como traducir es casi siempre traicionar el texto, no puedo por menos, para los que sepan francés, que reproducir el original:

“Je vous salue Joseph, vous que la grâce a comblé; le Sauveir a reposé dans vos bras et grandi sous vos yeux; Vous étes beni entre tous les hommes et Jésus, l’Enfant divin de votre virginal Épouse, est beni.

Saint Joseph, donné pour père au Fils de Dieu, priez pour nous dans nos soucis de famille, de santé et de travail, jusqu’a nos derniers jours, et daignez nous secourir à l’heure de notre mort. Amén”.

Había dicho más arriba que nn lo que quedaba de este escrito iba a hacer dos cosas a hacer dos cosas. Ya está hecha la primera.

La segunda es profundizar en los motivos de aprecio a este Papa, más allá de la anécdota, aunque importante, de este documento a san José para instaurar un año bajo su protección. En una primera carta que le escribí –hubo otras–, expresándole mi desacuerdo con su perspectiva sobre la economía, le decía:

“Quiero decirle en esta carta que su llegada a la Sede de San Pedro ha sido para mí un motivo de profunda alegría. Antes de ser elegido Papa no le conocía. Pero justo después de su elección se hicieron públicas las notas que usted dio al Arzobispo de La Habana, Mons. Jaime Ortega. Fueron para mí motivo de alegría pues revelaban las líneas de lo que está siendo su pontificado. Posteriormente, muchas de sus afirmaciones y propuestas han sido criticadas por determinados sectores católicos. Pero a mí me parecían música celestial. La primacía del anuncio del amor de Cristo y el perdón sobre cierta manera de presentar la ética como si fuésemos guardianes de la Gracia me da una inmensa esperanza. Creo que el mundo está ansioso de oír de la Iglesia ese mensaje, que es el de Jesucristo, antes que el anatemizador que a tantas personas ha alejado de ella. La mayoría de sus palabras han despertado en mí un eco de añoranza del mensaje evangélico que tantas veces ha sido muy enterrado a lo largo de la historia. Creo que muchas personas de las marginalidades y del exterior de la fe se están acercando poco a poco a la Iglesia gracias a usted (perdóneme que no le trate de Su Santidad, pero creo que su talante me permite esta informalidad, sin que suponga ni un ápice de merma de respeto)”.

Copio las breves líneas que el Cardenal Bergoglio entregó al Cardenal de La Habana Mons. Jaime Ortega. El contexto de las mismas fue el siguiente. Parece que, antes de que los Cardenales se encierren en la Capilla Sixtina, en el silencio, la  oración y el secreto, para elegir al nuevo Papa, la mayoría de ellos, los que quieren, celebran una reunión informal en la que cada uno de ellos expone brevemente sus puntos de vista sobre lo que consideran las necesidades de la Iglessia. La mayoría de ellos llevan escritos eruditos documentos que leen. En esa reunión previa al cónclave en el que fue elegido, Bergoglio dijo unas palabras improvisadas. Al acabar la reunión, el Cardenal de La Habana le pidió que le dejase el texto. Bergoglio no lo llevaba escrito y allí mismo, sobre la marcha, se las escribió a mano en un papel. Las notas decían:

 

- Se hizo referencia a la evangelización[1]. Es la razón de ser de la Iglesia.

- "La dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI).

- Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.

 

1.- Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía[2] de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.

2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.

3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans (“La que escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con confianza”. Traducción del transcriptor, probablemente deficiente), o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.

4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora alegría de la evangelizar"[3].

 

Afortunadamente, esas hojas, en facsímil, son públicas y yo he podido encontrarlas y no puedo por menos que copiar aquí lo que considero un tesoro.




Estas palabras me hicieron ferviente partidario de este Papa, por encima de las cosas secundarias que, más tarde, me han disgustado de él. Y hoy todavía prima, con gran diferencia, lo primero sobre lo segundo. Releer estas líneas renueva mi amor por él. Y creo que Francisco ha seguido y está siguiendo fielmente el programa de acción expresado en las líneas anteriores. Hay algunas frases acuñadas por él que son paradigmáticas de ese programa. Algunas de ellas son: “Debemos de hacer de la Iglesia un hospital de campaña”. “Los cristianos debemos ser facilitadores de la Gracia en vez de ser sus aduaneros”. “Hay que bajar a las realidades y no verlas desde arriba. No se puede ‘balconear’ ”. Etc., etc., etc. Y, tal vez por adentrarse en este programa, ha aparecido una tensión con el Papa, en cuestiones doctrinales, no económicas, por parte de los sectores de la Iglesia que la quieren autorreferencial. Esta tensión alcanzó, creo, su punto álgido con la publicación de la exhortación apostólica Amoris Laetitia, que siguió a la clausura del sínodo de la familia. Muchos obispos y cardenales, así como muchos católicos, quieren ver en ella una vulneración de la sólida doctrina de la Iglesia sobre los sacramentos del matrimonio, la Eucaristía y la confesión. He leído y releído esta exhortación muchas veces intentando ver en ella esa vulneración. No la he encontrado por ninguna parte. Sí que hay en ella un acercamiento asintótico a ese límite. Acercamiento que nace de la necesidad de la Iglesia, expresada en las líneas programa que he citado más arriba, de acercarse a las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia[4] religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. Y eso da –a mí también me lo da– cierto vértigo. Pero si creemos en la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre el Papa, debemos hacer que nuestra confianza sea mayor, mucho mayor, que nuestros miedos y vértigos. Ha habido en la historia una enorme cantidad de Papas terribles y lamentables en sus conductas personales. Los hay que han robado, que han fornicado, que han matado, que han hecho cosas horribles. Pero ninguno ha ido, ni por asomo, contra el depósito evangélico mantenido en la Tradición sobre la doctrina de Cristo. Ni uno sólo. Francisco tampoco lo ha hecho hasta ahora y, fiado en el Espíritu Santo, no creo que lo haga. Pero determinados sectores creen que sí. Incluso que ya lo ha traspasado. He pedido a algunos que así lo creen que me señalen una frase de esa exhortación que traspase esos límites. Me han contestado vaguedades, pero nunca me la han señalado. Ha habido cardenales que le han pedido, casi exigido públicamente, al Papa que les aclare determinados puntos. El hecho de que el Papa les haya ignorado les ha enfurecido aún más. A mí me sorprende que no vean claras cosas que un pobre cristiano de a pie ve meridianamente con sólo leer el texto. Por eso este Papa ha recibido, recibe, y recibirá enormes críticas. Y me parece bien, porque la Iglesia ni es ni debe ser monolítica. Me parece bien siempre que esas críticas se mantengan los cauces que marca esa misma doctrina. 

Creo que con esto he contestado, o al menos así me lo parece, a por qué este Papa me parece que se sitúa entre los mejores de la historia.



[1] Todos los subrayados que aparecen aquí, lo están en el papel escrito a mano por el entonces cardenal Bergoglio.

[2] La palabra “Parresía” proviene del griego, y significa libertad para hablar, valentía, sinceridad, alegría, confianza.

[3] Los subrayados son de Bergoglio.

[4] Acción y efecto de prescindir.