30 de noviembre de 2011

Frases 30-XI-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La teología es la fe que busca comprender. (fides quaerens intellectum).

San Anselmo de Canterbury

27 de noviembre de 2011

Mi Cristo roto 1

Tomás Alfaro Drake

A raíz de una frase de la lección del Papa sobre santa Teresa de Ávila que dice. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida, he querido empezar a enviar por partes cuatro historias recopiladas en un librito llamado “Mi Cristo roto”.

En Buenos Aires, en la parroquia del Pilar, encontré un brevísimo libro editado por Caritas bajo el nombre de “Mi Cristo roto”. En la portada aparecía la foto de un Cristo crucificado al que le faltaba la cruz, la pierna y el brazo derechos y tenía la cara cortada, como si se le hubiese dado un tajo desde encima de las cejas hasta debajo de la barbilla. El autor es un sacerdote jesuita, Ramón Cué. Por el texto, desprende que tuvo, en algún momento que no recuerdo, un programa religioso en TVE. Lo compré inmediatamente y dediqué la siguiente media hora a leerlo en un banco de la plaza de la recoleta. Me emocionó muchísimo y decidí copiarlo. Aquí está la primera de las cuatro historias que lo forman.

MI CRISTO ROTO

1º Compra-venta de Cristos

A mi Cristo roto lo encontré en Sevilla, en el jueves. Ese pintoresco doble sevillano del rastro madrileño. Y se dice: “ir al jueves”.

Pues yo fui al jueves y en el jueves encontré mi Cristo y lo compré en jueves. Judas, también lo vendió en jueves. Pero antes de deciros cómo, permitidme dos confidencias. Una, que me encanta ir al rastro; otra, que dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Que se llevan mis preferencias los Cristos barrocos españoles. Y, si me urgís más, los andaluces.

Todo esto para explicaros que soy asiduo visitante del jueves en Sevilla. Siempre pienso: si yo encontrara en el jueves un Cristo sevillano, pequeño, de buena talla, barato...

La última vez que fui, fue en mes pasado, en compañía de un amigo mío: Pepe Zarazar, que anda también en su vida, detrás de un Cristo, mejor dicho, detrás de Cristo.

Fuimos al jueves porque a Cristo –que lección– se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos y libros, muñecos rotos o litografías románticas. La cosa es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la vida.

Pero aquella mañana no lo encontramos en el jueves y nos aventuramos por su prolongación: la casa del artista. Más fácil encontrar ahí un Cristo, pero mucho más caro. Es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuestos de lujo. El Cristo que han encarecido los dólares del turista americano. Porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo está más caro.

Visitamos inútilmente dos o trastiendas. Andábamos por la tercera o cuarta.

-¿Quiere algo, Padre?

-Dar una vuelta, nada más, por la tienda, mirar, ver...

De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa con incrustaciones, vi un Cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero, frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo. Me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba. Era un Cristo todo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó a él, no sé por qué.

Fingí interesarme primero por los objetos que lo rodeaban, hasta que mis dos manos se apoderaron del Cristo. Dominé mis deseos para no acariciarlo. No me habían engañado mis ojos, no .Debió ser un Cristo muy bello. Era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero y, aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.

Yo seguí pensando. ¿Será muy caro? Había que decidirse.

Pregunté, primero, el precio de un camafeo. Luego en de un marfil. Fingí disgusto.

-Lástima, es todo muy caro. ¿Y eso?

No me atrevía a llamarlo Cristo. Estaba tan mutilado. Era casi más una cosa que un hombre. ¿Y eso? Tal vez preguntando así lograría un precio más económico. Pero me equivoqué. Se acercó el anticuario. Tomó al Cristo roto en sus manos.

-¡Oh...! ¡Es una magnífica pieza! Se ve que usted tiene buen gusto, Padre. Fíjese que espléndida talla, que buena factura...

-Sí, pero está tan roto... tan mutilado...

-No tiene importancia, Padre. Aquí, al lado, hay un magnífico restaurador amigo mío. Se lo deja a usted nuevo.

-Bueno. ¿Y en qué precio me lo deja?

Volvió a ponderarlo, a alabarlo. Lo acariciaba entre sus manos. Pero no acariciaba a Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero. Insistí:

-¿En cuánto me lo vende?

Dudó, Hizo una pausa. Miró por última vez al Cristo. Fingió que le costaba separarse de él. Y me lo alargó en un arranque de generosidad diciéndome resignado y dolorido:

-Tenga, Padre. Lléveselo. No es dinero. Lléveselo. Por ser para usted –y conste que no gano nada– tres mil pesetas, nada más. Se lleva usted una joya.

Me quedé con las manos en el aire.

-¿Tres mil pesetas? ¡Qué disparate! ¡Es carísimo!

-¿Caro?

-Naturalmente.

Y empezamos el anticuario y yo a regatear sobre un Cristo. Él, en vendedor, exaltaba las cualidades del Cristo para mantener la cifra. Yo, sacerdote, le mermaba méritos al Cristo, como si fuese una simple mercancía.

Y me acordé, claro, de Judas. ¿No era aquello también una compraventa de Cristo? Pero, ¿cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en Él y en nuestros prójimos?

Nuestra vida es muchas veces una compraventa de Cristo. Indudablemente, Judas pedía más y los sacerdotes ofrecían menos. Como yo entonces. Y Judas fingía irse, como yo, para volver de nuevo al regateo. Y los sacerdotes simulaban, como yo, no interesarles tanto el comprar a Cristo, como yo, para volver otra vez a insistir en el precio.

Total, lo de siempre. Cedimos los dos. Nos avenimos los dos, como Judas y los sacerdotes judíos. Y el que perdió, como en Judas, como siempre, fue Cristo. Resultó despreciado, porque de las tres mil iniciales en las que me había sido valorado, me lo rebajaron a ochocientas pesetas.

Antes de despedirme le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En su información vaga e inconcreta me dijo que creía proceder de un pueblo –no recordaba el nombre– de las sierras de Aracena, en Huelva, y que las mutilaciones se debían a una profanación allá por el año treinta y seis, cuando lo de la guerra española. Me lo había imaginado desde el principio. Apreté a mi Cristo con cariño y salí con él a la calle.

Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara, con mi Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! ¡Pobre Cristo! Un poco más y dejaba de ser Cristo. Viéndolo así me decidí a preguntarle:

-Cristo, ¿quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaban sus manos cuando te astilló las tuyas arrancándote brutalmente de la cruz? ¿Qué cara puso cuando te partió tu cara? Oye, ¿qué ha sido de él? ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿En la sierra de Aracena? ¿Qué se haría hoy si te viera en mis manos?

-Cállate –me cortó una voz invisible y tajante–. Cállate. Preguntas demasiado. ¡Cómo sois los hombres! Cuando se tratan de los pecados ajenos no se os agotan ni las preguntas ni la curiosidad. Pero, sobre todo, cómo os cuesta a los hombres a aprender a olvidar. ¡Cómo sois! Creéis que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el vuestro. ¡Cállate! No me preguntes no pienses más en el que me mutiló. ¡Déjalo! ¡Respétalo! Yo ya lo perdoné. Yo me olvido instantáneamente y para siempre de sus pecados, cuando un hombre se arrepiente. Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate!

-Sí, Señor, enséñame a olvidar y perdonar.

Pero mi Cristo seguía urgiéndome:

-Oye. ¿Por qué ante mis miembros rotos evocas el recuerdo de los que en la guerra del treinta y seis mutilaron mis imágenes y no se te ocurre recordar a tantos que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos, los hombres, en la posguerra? ¿Qué es mayor pecado, mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito yo por la gracia del bautismo? ¡Hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los Cristos vivos que son sus hermanos.

Yo estaba confuso, sin habla. Su voz me acorralaba. Por salir de ese cerco angustioso, por quedar bien con mi Cristo, se me ocurrió decirle:

-Oye, te voy a mandar restaurar. No quiero, no puedo verte así, destrozado. Ya verás qué bien vas a quedar. Aunque el restaurador me cobre lo que quiera. Tú te lo mereces todo. Me duele verte así. Mañana mismo te llevo al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta...?

-¡No! No me gusta –contestó el Cristo seca y duramente–. Eres igual que todos los demás, hablas demasiado.

Hubo una pausa. Una orden tajante como un rayo vino a decapitar el silencio angustiosos:

-No me restaures. Te lo prohibo, ¿lo oyes?

-Sí, Señor, te lo prometo, no te restauraré.

-Gracias –me contestó el Cristo mansísimamente.

Su tono volvió a darme confianza.

-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.

-Ya lo veo.

-¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me dueles?

-Eso es lo que quiero. Que al verme a mí roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo, rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han bloqueado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duelen. A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás.

La voz de mi Cristo seguía sonando como el eco de una viejísima queja eterna.

-Mira, hay muchos, muchísimos cristianos que se vuelcan en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello y se olvidan de sus hermanos, los hombres, Cristos feos, rotos y sufrientes. Y eso yo no lo acepto.

Ahora mismo, en estos días últimos de Cuaresma y en los próximos de Semana Santa, en todas las ciudades españolas se extreman las manifestaciones de cariño para todos los bellos Cristos crucificados, Pero eso no basta. Eso no vale si falta el amor al prójimo sufriente.

Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando a un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan. Me dan asco. Los tolero y los aguanto forzado, en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. Tenéis demasiados Cristos bellos. Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte.

Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huída del dolor ajeno, tranquilizando, al mismo tiempo, la conciencia en un falso cristianismo. Por eso deberíais tener más Cristos rotos. Uno en la entrada de cada iglesia. Uno en cada Semana Santa procesional, que os gritaran siempre, con sus miembros partidos y sus caras sin formas, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos, los hombres.

Por eso, te lo suplico, no me restaures. ¡Déjame roto! Aguántame roto junto a ti –aunque amargue un poco tu vida. ¡Bésame roto!

-Sí, Señor, te lo prometo. No habrá fuerza que me arranque de ti.

Y un beso sobre su único pie astillado fue la firma de mi promesa.

Desde hoy viviré con un Cristo roto.

23 de noviembre de 2011

Frases 23-XI-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La fe es la chispa que salta entre los tres polos conjuntos de su libertad, de su origen sobrenatural y de su carácter razonable. La fe es certeza y penumbra, libertad e invasión amororsa; es riesgo, seguridad, alegría, salida incesante de las tinieblas e inmersión en la nube luminosa. No es, por tanto, ni “posesión confortante” ni paradójica tensión de la esperanza, que llegaría a ser el signo mayor de su autenticidad. Muy lejos de este “gesto” un poco romántico, la fe es diligencia nacida del amor, que la hace partícipe de su confianza en la entrega, de su encanto irresistible en la llamada y de su luz discreta que ilumina la vida de todos los días.

Charles Möeller. Literatura del siglo XX y cristianismo.

13 de noviembre de 2011

El amor NO es solamente una serie de reacciones químicas cerebrales

Tomás Alfaro Drake


Una lectora anónima de mi blog, me escribe por mail lo que a continuación transcribo textualmente.

Buenas tardes:

Me permito escribirle porque fue muy amable conmigo en otra ocasión en el que nos cruzamos correos tras un comentario mío a una entrada de su blog Tadurraca.

Sigo leyendo todas sus entradas a través de Google Reader, y realmente creo que el suyo es uno de los mejores blogs ( si no el mejor) de los que leo con cierta frecuencia. Muchas de sus entradas (además de los amables correos que me escribió- y los doc adjuntos) me han ayudado mucho en la crisis de fe que atravieso desde 2005 y de la que, afortunadamente, creo estar saliendo.

Soy médico y también leo con cierta frecuencia otro blog relacionado con mi profesión. Su autor, posiblemente un magnífico médico de Atención Primaria y también buena persona, parece por algunas de sus entradas que es un ateo convencido, y eso lo deja entrever en su blog.

Me apena que haga esto porque a los que, como yo, estamos cogidos "con alfileres" en lo que respecta a la fe, alimenta nuestras dolorosas dudas.

Es un blog interesante para ir viendo qué se "cuece" en Atención Primaria (yo trabajo en Atención Hospitalaria); cómo funciona la Sanidad en otra Comunidad Autónoma diferente a la mía (y poder comparar)....

Pero, al leer entradas como la que copio abajo, me arrepiento de haberles recomendado el blog a mis residentes...

Bueno, creo que a estas alturas del mensaje, se estará preguntando que para qué le cuento todo esto a usted. No lo sé muy bien ni yo. Quizás porque es la persona que conozco (aunque sólo sea "virtualmente") que mejor sabe expresar que fe y razón, fe y ciencia, no son incompatibles. Que puede zambullirse en la teoría de la relatividad, hablar de neutrinos, explicar las teorías evolucionistas... y a pesar de todo ello ( o gracias a todo ello) ... gritar que Dios no sólo existe y nos ama... sino que creerlo así, es también lo más razonable.

Me gustaría saber si cree que hay que contestar a este tipo de entradas o simplemente dejarlas pasar. Si cree que puede servir para algo, le dejo el enlace de la entrada... Si cree que no merece la pena, el título de mi mensaje (que es la frase clave de la entrada del blog que ha motivado mi correo) quizás le sirva para una entrada futura en el suyo...añadiendo un "NO" tras el verbo.

Muchas gracias por su atención, y por el deleite y ayuda que nos proporciona a todos sus lectores de Tadurraca.

Saludos cordiales,

XXX

***

Del Blog El supositorio de Vicente Baos:

Tengo buenos recuerdos de muy pocos profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid. Fueron años duros, muy competitivos, en una facultad con clases de 250 alumnos donde había que aprobar todo el curso o lo repetías completo. Donde el acceso personalizado al profesorado era casi inexistente, donde se podía fumar en las aulas, y a veces, ni se veía el estrado.

Sin embargo, guardo en mi memoria con gran claridad, como un momento de descubrimiento intelectual de gran valor para mi pensamiento y mi formación, una de las clases del profesor Rodriguez Delgado. Tras una brillante carrera en EEUU, volvió a España, y aún siendo una eminencia, daba clases de Fisiología al alumnado de 2ª curso. Su tema: la Neurofisiología. Era una asignatura ardua y difícil, en un contexto de pésima formación previa.

Un día, creo recordar, ligeramente irritado por algún comentario de un alumno que se atrevió a cuestionar las afirmaciones neurofisiológicas de las emociones humanas, dijo algo así, o al menos, así ha quedado en mi recuerdo:

"..pero ¿qué se han creído? El amor es solamente una serie de reacciones químicas cerebrales " (En este tamaño de letra y negrita en el original del blog).

Gracias profesor. Descanse en paz.

Querida xxx:

Por fin puedo responderte.

Lo que dijo el prof. Rodriguez Delgado a sus alumnos no pasa de ser una opinión personal sin ninguna base científica, por mucho que él sea un gran científico, cosa que no dudo. Lo que me parece poco respetuoso con la verdad es presentar como científica una opinión que no es sino una opinión sin esa base científica, sin aclararlo. Se llama sacar los pies del plato. Es algo que suelen hacer los científicos, posiblemente sin mala voluntad, pero lo hacen a menudo. Sobre todo, los empeñados en negar a Dios. El reduccionismo (así se llama la tendencia a buscar las causas de los fenómenos en el nivel más simple posible) es una cuestión que metodológicamente es impecable, pero que ontológicamente es rechazada por gran parte de los propios científicos. Una cosa es que se intenten buscar explicaciones al nivel más simple posible y otra es que se encuentren o que puedan estar ahí. Confundir el método de búsqueda, con la realidad de lo que se busca es como confundir una radiografía para buscar un tumor, con una persona. Cuando no se pueden encontrar estas explicaciones en un nivel más simple, habrá que subir el nivel para encontrar la explicación. Hasta ahora, nadie ha podido demostrar científicamente que el amor sea solamente una serie de reacciones químicas cerebrales. Por supuesto que existen en el amor reacciones químicas cerebrales, pero tomar la parte por el todo ha sido siempre una de las principales fuentes de error de los seres humanos. Más bien hay indicios de que hay en el amor otras cosas no explicables por la química.

Si sólo fuese química, habría que buscar su aparición en la evolución. Pero no hay ninguna explicación evolutiva para el amor humano. Sí la hay para el amor animal. Luego explicaré la diferencia entre el amor humano y el amor animal.

Se cita a menudo, el comportamiento de determinados animales que, por salvar a su prole, se sacrifican ellos mismos. Los lobos machos, por ejemplo, cuando ven que un depredador se acerca al cubil donde está la hembra amamantando a los cachorros, se cruzan delante del depredador para que éste les siga a ellos y, a menudo, mueren por salvar a su prole. Pero esto sí admite una explicación genético-evolutiva. La evolución prima las conductas que hacen que se perpetúen los genes de un individuo. Si un lobo tiene una camada de 6 lobeznos y cada lobezno tiene un 50% de los genes de su padre, salvando a su prole se salvan 6 por 0,5, es decir 3 copias de los genes del padre, que pierde 1 copia al morir. Si el padre se desentendiese de la prole, salvaría una copia de sus genes pero perdería 3. Por tanto, la evolución hace que haya más genes supervivientes de las estirpes con ese comportamiento “altruista”. Y por eso existe ese comportamiento. Evidentemente, el lobo no calcula lo que está haciendo, lo hace movido por el instinto, instinto desarrollado por la evolución, que le empuja a ello.

Pero el amor humano es (no siempre y no al 100%, pero lo es) gratuito. ¿Qué explicación evolutiva puede tener que una persona se lance a salvar a un desconocido que se está ahogando, a la que no le une ningún parentesco, es decir, que no lleva sus genes, sabiendo perfectamente que está arriesgando gravemente su vida? Ninguna. Y ejemplos de heroísmo así se podrían poner a cientos. Y reducir el heroísmo a química me parece una bajeza.

Me da un poco de vergüenza acudir a ejemplos matemáticos para explicar esto, porque, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que es una evidencia que el amor humano es esencialmente distinto del amor animal. Por supuesto que una parte del amor humano es también amor animal, pero, otra vez lo de siempre, identificar una parte del amor humano con todo lo que es el amor humano, es tomar la parte por el todo.

Es evidente que hay una diferencia cualitativa entre el ser humano y el resto de los seres vivos que hay en la tierra. Negar esto es rebajar al ser humano por motivos ideológicos que, al final, lo que pretenden es negar a Dios. Y creer que el ser humano es único sobre la Tierra, no es soberbia humana, son hechos. El hombre es un ser ínfimo en el universo, una mota de polvo en una mota de polvo, en una mota de polvo… Pero dicho esto, es el único capaz de conocer qué es ese universo (es la consciencia de universo), es el único capaz de heroísmo consciente y desinteresado, es el único capaz de un grado de amor que no es puro instinto y es el único capaz de tantas cosas más que la lista sería inacabable. Y estas unicidades, a diferencia de su cuerpo (que soy el primero en creer que viene por evolución), no es razonable pensar que vengan por evolución y, desde luego, nadie ha demostrado científicamente semejante cosa. Me parece que cada uno puede tener al respecto su opinión, pero 1º/ la opinión del prof. Rodriguez Delgado es eso, una opinión y no un dato científico y, 2º/ me parece una opinión más gratuita que la mía y, si uno quiere ser serio, tiene que fundar sus opiniones en razonamientos, porque no todas las opiniones valen lo mismo. Aquellas más razonadas, valen más porque, probablemente, estén más cerca de la verdad. Así es que, por favor, ya basta de abusar de la no ciencia haciéndola pasar por ciencia y queriéndonos dar gato por liebre.

Espero, xxx que esto te ayude.

Un abrazo.

Tomás.

9 de noviembre de 2011

Frases 9-XI-2011

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La fe es una serie de contrarios unidos por la gracia.

Jean Duvergier de Hauranne, jansenista del siglo XVII, abad de Saint-Cyran. Leído en el libro del Cardenal Joseph Ratzinger, “Introducción al cristianismo”

6 de noviembre de 2011

Una tumba bajo la colina vaticana 2

Tomás Alfaro Drake


En una visita a Roma que hice hace años, teníamos una invitación especial para visitar las excavaciones que se están llevando a cabo bajo la basílica de san Pedro en las que había aparecido la que, con grandes posibilidades, podía ser la tumba de san Pedro. Lo que cuento a continuación son mis recuerdos de lo que ahí oí y viví, enriquecido con algunas investigaciones posteriores. Lo publico en dos partes de la que esta es la segunda.

Volvamos a la historia de las excavaciones. No sólo se encontró la necrópolis en las excavaciones. Un poco más hacia el sur del actual ábside de la basílica, debajo, más o menos, donde ahora está la piaza Santa Marta, detrás de la sacristía actual, se encontraron los restos de un circo romano, el circo de Calígula y Nerón, donde se llevaban a cabo ejecuciones de cristianos. En medio del circo estaba el obelisco que hoy está en el centro de la columnata de Bernini. Este obelisco, que había decorado el foro Julio de Alejandría, fue traído a Roma por Calígula en el año 37. En las excavaciones se encontró la base en la que éste estaba encajado. ¡Cuántos cristianos habrán salpicado con su sangre ese obelisco, san Ignacio de Antioquia entre otros, despedazados por las fieras a sus pies! Parece pues que Pedro, después de su crucifixión cabeza abajo en el circo de Narón1, fue enterrado muy cerca del lugar de su muerte, directamente en un hueco excavado en la tierra, junto al muro rojo, cubierto simplemente por la tierra y seis tejas planas. ¡Humilde enterramiento para el primer vicario de Cristo en la tierra!

¿Por qué, entonces, no se encontraron los restos de san Pedro bajo el trofeo? También hay una respuesta para ello. El Papa san Dámaso (366-384) cuenta que en el siglo III, por miedo a una profanación durante las persecuciones, los restos del apóstol fueron trasladadas a las catacumbas de San Sebastián, en la vía Appia. Pero su narración parece dar a entender que eso fue cosa superada y que los restos volvieron a reposar en su emplazamiento original. En efecto, entre los años 258 y 262, bajo el emperador Valeriano, se desencadenó una sangrienta persecución de los cristianos. Entra dentro de lo plausible que los restos de san Pedro, piadosa y secretamente venerados por los perseguidos cristianos, fuesen trasladados a un lugar más seguro.

Cuando las recientes excavaciones se acercaron al lugar donde se esperaba encontrar la tumba de san Pedro, las prisas hicieron que el muro lateral del trofeo, se demoliese precipitadamente a golpe de martinete. Tras la decepción de que no apareciesen los huesos del apóstol los escombros de la parte del muro destruida se guardaron en una caja y quedaron relegados al olvido durante diez años. Pero en ese muro, destruido en parte, se encontraron grafismos de los siglos II y III –por eso se le conoce hoy como el muro G–. Estos grafismos fueron estudiados a fondo por la arqueóloga Margherita Guarducci. Los primeros cristianos eran muy aficionados a estos grafismos hechos en las paredes con punzones o pintura. Gracias a ellos se conoce el emplazamiento exacto del Santo Sepulcro o de la casa de Pedro en Cafarnaúm. No era pues sorprendente su existencia.

Guarducci había leído en uno de los informes de los que habían llevado a cabo la excavación, que había un escombro que tenía un grafismo que decía “Petros en---i”, que bien podría ser “Petros enesti”; “Pedro está dentro”. Pero desgraciadamente, ese escombro no apareció porque, al parecer, uno de los excavadores se lo había llevado. Guarducci trabajó en los grafismos desde 1952 hasta 1965 y descifró otras inscripciones. Ella misma dice:

“Comencé a estudiar el muro de las inscripciones, que estaba dentro del monumento constantiniano. Ahora, este muro era una selva salvaje, y yo desesperaba de la empresa pero con paciencia, empecé a tratar de descifrarlo.

Esta tarea duró meses. Fue una de las más difíciles que había hecho. Después, en un determinado momento, aferré el hilo de la madeja y llegué a comprender. Se había usado una criptografía mística, es decir, se jugaba, en cierto sentido, con las letras del alfabeto. Allí sobreabundaba el nombre de Pedro, expresado con las letras P, PE, PET, vinculado normalmente al nombre de Cristo, con el símbolo de Cristo, con la sigla de Cristo y con el nombre de María, y sobre todo dominaban, en este muro, las aclamaciones a la victoria de Cristo, Pedro y María. También se recordaba a la Trinidad, a Cristo, segunda persona de la Trinidad y así sucesivamente. En fin, toda la teología del momento estaba allí, exhibida en este muro”.

Naturalmente, ante tales hallazgos se rescató del olvido la caja con el resto de los escombros del muro G y, entonces, se vio que, mezclados con los escombros había un esqueleto humano casi completo, aunque los huesos estaban todos rotos a excepción de la rótula izquierda, dos huesos del carpo izquierdo y tres falanges de la misma mano. Tenían adherida tierra, la misma que la de debajo del trofeo Los huesos pertenecían a un solo individuo que el Prof. Venerando Correnti, catedrático de antropología de la universidad de Palermo, encargado por el Vaticano de dirigir el análisis de los restos, identificó como “casi con certeza varón; de edad senil, si bien no muy avanzada (posiblemente entre 60 y 70 años) de complexión claramente robusta, con una estatura hipotética entre 1,64 y 1,68”. Habían estado envueltos en un tejido de púrpura y oro. Quedaban algunos restos del tejido y los hilos de oro. No es difícil imaginar que alguien –probablemente el propio emperador Constantino– había envuelto esos restos en un tejido de gran lujo y, los había puesto en un nicho recubierto de mármol incrustado en el muro G. Que proviniesen directamente del hoyo del enterramiento primitivo o hubiesen pasado por las catacumbas de San Sebastián, me parece que carece de importancia. Entre los escombros había también, en pequeña cantidad, huesos de algunos animales; cerdo, cabra, pollo y medio topo. Salvo los del topo, parece que los de los otros animales provienen de restos de comida. Ninguno de estos huesos tenía pegada tierra de debajo del trofeo. Con toda seguridad, en el transcurso de los primeros siglos, alguien comió cerdo, pollo o cabra por allí y dejó desperdigados los restos de su festín. Sin embargo, parece poco dudoso, aunque no incuestionable, que los huesos humanos sean los de san Pedro. Por esto, Pablo VI, en 1967 anunció que, con gran probabilidad, se habían encontrado los restos del primer Papa.

Naturalmente, el descubrimiento levantó todo tipo de polémicas. Las reacciones de los incrédulos iban desde el insulto zafio y la burla cargada de un odio que los descalifica –algunos comentarios comparaban a san Pedro con un cerdo por los huesos de ese animal que se encontraron–, hasta el escepticismo, basado en una única premisa. La premisa racionalista, que podría resumirse con la famosa frase de Rafael Gallo: “Lo que no pué sé, no pué sé y ademá eh himposible”. Ese dogma de fe dice: “San Pedro no pudo existir, no pudo ir a Roma, no pudo ser martirizado allí, no pudo ser enterrado allí, su tumba no pudo ser venerada y todo es un montaje, sólo porque yo no puedo entenderlo. Por tanto, si se aportan pruebas de que las cosas fueron así, las pruebas tienen que ser falsas y los que científicos que las encuentran, tienen que ser mentirosos o incompetentes”.

Hasta aquí los datos. Pero más allá de ellos, cuando al final del recorrido llegamos a la tumba, la guía nos dijo:

“Ahora, para los que quieran, sugiero que recemos un Padre Nuestro”.

Lo rezamos todos con una emoción difícil de describir.

“Padre nuestro, que estás en los cielos...”

Sabíamos que estábamos casi en el principio de todo. Que estábamos tocando el sitio donde estuvieron los restos del primer vicario de Cristo en la tierra, del primer eslabón de la cadena que llega ininterrumpidamente hasta Benedicto XVI, de la Roca sobre la que Cristo quiso edificar su Iglesia que, a pesar de todos los avatares históricos, a pesar de todas sus imperfecciones y pecados, no ha dejado ni un momento de estar presente entre los hombres para hacerle presente a Él.

“... y líbranos del mal. Amén”.

1 de noviembre de 2011

Una tumba bajo la colina vaticana I

Tomás Alfaro Drake


En una visita a Roma que hice hace años, teníamos una invitación especial para visitar las excavaciones que se están llevando a cabo bajo la basílica de san Pedro en las que había aparecido la que, con grandes posibilidades, podía ser la tumba de san Pedro. Lo que cuento a continuación son mis recuerdos de lo que ahí oí y viví, enriquecido con algunas investigaciones posteriores. Lo publico en dos partes de la que esta es la primera.

Una arqueóloga del Vaticano, nos tomó bajo su guía. Lo primero que nos dijo es que las excavaciones habían empezado porque el Papa Pío XI había pedido ser enterrado debajo de una de las capillas de la basílica de san Pedro, junto a unos restos de la primera basílica, mandada construir por Constantino y sobre la que está construida la actual.

Cuando en el mismo año de la muerte de Pío XI, 1939, se iniciaron unas pequeñas excavaciones para cumplir la voluntad del Santo Padre, poco se sospechaban las sorpresas que esto iba a deparar.

Efectivamente, a poco de empezar, se dieron cuenta de que en el terreno de debajo de la basílica de Constantino, era una antigua necrópolis romana. Parecía ser una necrópolis de gente de clase baja, por las pobres ofrendas que acompañaban a los enterramientos. Las tumbas estaban desordenadas, no estaban alineadas en paralelo, formando calles, como ocurre, por ejemplo en la necrópolis de Pompeya, que acababa de visitar unos días antes de lo que estoy contando. Los enterramientos eran caóticos, tanto en su distribución como en su orientación.

Pío XII dio la orden de hacer todo lo necesario para, con el máximo cuidado y usando toda la capacidad técnica y todos los conocimientos científicos disponibles, llevar a cabo una investigación que aportase un conocimiento profundo de qué era esa necrópolis y quienes eran los enterrados en ella. Muchas de las personas sepultadas allí habían sido incineradas y sus cenizas se guardaban en urnas, otras habían sido enterradas sin quemar. En muchas de ellas había inscripciones enternecedoras. Recuerdo vagamente una en la que un marido se lamentaba por la pérdida de su querida esposa con un dolor que traspasaba los siglos. Pero había algunas, pocas en porcentaje, en las que ponía simplemente: “En depósito”. Tertuliano, un apologista cristiano entre el siglo II y III, escribe en su obra titulada “La resurrección de los muertos”: “La carne resucitará, toda la carne, precisamente la carne. Allí donde se encuentre, se encuentra en depósito ante Dios, en virtud del fidelísimo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá Dios al hombre y el hombre a Dios”. Esas tumbas eran, sin lugar a dudas, tumbas cristianas. Y, a medida que iban identificando tumbas con esa inscripción, los arqueólogos se dieron cuenta de una cosa extraña. Las cabezas de todos esos enterrados apuntaban hacia un mismo punto. Naturalmente, se tomó la decisión de excavar hacia ese punto.

Pero, antes de llegar a ese punto, voy a dar un rodeo por la tradición. A partir del siglo III consta por escrito la tradición de que Pedro fue martirizado en Roma en la persecución de Nerón. Pero todas las tradiciones escritas de la antigüedad, son hijas de una tradición oral anterior. Pues bien, la tradición escrita constata, no sólo el martirio de Pedro, sino el hecho de que su cuerpo, recogido por cristianos piadosos, fue enterrado en la colina vaticana, no lejos de donde había sido martirizado, bajo seis grandes tejas planas, colocadas a dos aguas y junto a un muro puntado con una pintura roja. También afirma esa tradición que, más tarde, hacia finales del siglo II, otros cristianos habían construido sobre su tumba un pequeño monumento al que se le da el nombre de “trofeo de Gaio”. Nada aparatoso, un pequeño frontón triangular, como el de los templos clásicos, sobre dos pequeñas columnas. El conjunto no mediría más de un metro y medio de altura. Más tarde, en el siglo III a un lado del trofeo, como protegiéndolo por uno de sus flancos, se construyó un pequeño muro lateral, quedando el trofeo como encajonado por dos de sus lados. Por un lado, el muro rojo existente antes del enterramiento y, en ángulo recto, por este muro nuevo.

Volvamos ahora a las excavaciones del Vaticano. Cuando llegaron al punto señalado por la orientación de las tumbas cristianas, encontraron, exactamente como lo describía la tradición, el trofeo de Gaio con el gran muro rojo y el pequeño de protección. Se encontró el hueco excavado en la arena en el que debieron estar depositados los restos de san Pedro. Se encontraron restos de las tejas. Pero ningún resto humano.

En las excavaciones se encontraron también, como no podía ser de otra manera, las ruinas de la primera Basílica de san Pedro, empezada a construir por el emperador Constantino en el 323. Para su construcción había sido necesario rellenar con arena apelmazada el terreno, enterrando la necrópolis bajo varios metros de arena. Hay evidencia histórica de que el propio emperador participó físicamente en el transporte de arena y su apelmazamiento. ¡Extraña actividad para un emperador! No se sabe de ningún otro que haya aportado sus propias manos a sus obras. Hay, pues, tres niveles. El de la necrópolis, el de la basílica constantiniana y el de la actual.

Constantino había hecho construir su basílica en un lugar extraordinariamente problemático. Primero estaba el desnivel de la colina vaticana que obligó, por un lado a tapar con arena la necrópolis y por otro a realizar grandes desmontes de terreno para alisar una explanada en la que construir la basílica. Aparte de la dificultad arquitectónica, no es desdeñable el hecho de la impopularidad que debió tener, para una mayoría de población pagana de Roma el que el emperador cubriese la necrópolis donde muchos tenían enterrados a sus seres queridos, para construir encima una iglesia a ese Dios que había irrumpido desde el lumpen de los cristianos. ¿Por qué precisamente ahí? Porque el crucero, y en él el altar mayor de la basílica de Constantino, está justo en la vertical del trofeo. Empieza aquí la apertura, de dentro hacia fuera de un conjunto de cajas chinas. Alrededor del trofeo, Constantino hizo construir, antes de iniciar las obras de la basílica, un monumento. San Gregorio Magno (Papa 590-604) hizo construir un altar, ya dentro de la basílica, sobre el monumento de Constantino. Calixto II en 1123 hizo rodear este altar con otro monumento. Más tarde, en 1502, Julio II haría demoler la basílica constantiniana para construir la actual de san Pedro, y Clemente VIII, en 1594, construyó encima el actual altar, que se encuentra justo en la vertical del eje de la gran cúpula diseñada por Miguel Ángel. ¿Casualidades? Imposible de creer. Uno puede creer que el arquitecto de la actual basílica respetase el punto del crucero de la antigua, la de constantino, como punto clave de la suya. ¿Pero todo lo demás? Por este motivo, Pío XII, en la alocución radiofónica de Navidad de 1950 notificó al mundo que se había encontrado la tumba de san Pedro.

Voy a contar dos pequeñas anécdotas para ilustrar la fuerza de la tradición que hablaba del trofeo de Gaio.

La primera en Roma. Antes de que Julio II demoliese la basílica de Constantino, Los reyes Católicos encargaron a Bramante, en la colina del Gianicolo, propiedad hasta hace poco la corona española, un pequeño monumento, conocido como “il tempietto”, preludio del estilo renacentista italiano. En la planta semienterrada, hay, ni más ni menos, una reproducción del trofeo con una estatua de san Pedro enmarcada en él.

Pero más curiosa es la segunda. La provincia de Cantabria está llena de diminutas capillitas, apenas un cobertizo cerrado con una verja, que la gente del pueblo llama “santucos”. Suelen estar vacíos porque, con el tiempo, los “santucos” a los que estaban dedicados han desaparecido. Pero un verano, después de conocer la tumba de san Pedro, paseando por Mazcuerras, un pequeño pueblo de la provincia, mi mujer y yo vimos uno que aún tenía “santuco”. Tenía un pequeño monumento, torpe copia del trofeo de Gaio, con un santo debajo. Apostamos con los que nos acompañaban a que era san Pedro. Ellos decían que no podía ser san Pedro porque la iconografía siempre le representa con unas llaves. Pasó uno del pueblo que venía de trabajar el campo con el azadón y le preguntamos que santo era. “Quién va a ser –nos dijo como quien contesta a un niño ignorante que ha hecho una pregunta tonta– Pedruco”. ¿Cuándo y por qué medios llegó a Mazcuerras esa tradición de representar a san Pedro enmarcado por un trofeo? No lo sé, pero llegó. Tanto en la época de los reyes Católicos como cuando se construyese l santuco Pedruco de Mazcuerras, nadie había visto el trofeo de Gaio desde que quedase enterrado en el 312, bajo la basílica de Constantino.