30 de octubre de 2020

Con motivo del día de difuntos

 Todos tenemos personas queridas que nos han dejado y que nos gustaría que ya estuvieran gozando de la presencia de Dios. Que lo estén o no, es algo que no sabemos. Creo con toda mi alma que la misericordia de Dios no privará del cielo a ninguna persona con un mínimo de buena voluntad y es casi absolutamente seguro que nuestros seres queridos que se han ido la tenían.

Pero no conviene menospreciar el purgatorio. El purgatorio no es en modo alguno un castigo. En él, las almas tienen que purificarse para ser capaces de soportar la visión directa de la santidad de Dios, cuya contemplación sería insoportable sin la mayor pureza. Lo mismo que no se puede meter en un microondas un líquido lleno de virutas de hierro, así no se puede entrar en la presencia de la santidad de Dios sin ser totalmente limpios de corazón. Como hay que filtrar el líquido para poderlo meter en el microondas, así debe el alma ser “filtrada” antes de subir hacia Dios. Y es esa espera, ese ya, pero todavía no, ese ansia, del alma que ya sabe qué es esa contemplación pero que todavía no puede acceder a ella, la que hace que en el purgatorio se sufra de impaciencia y de anhelo. Conseguir para un alma que está en ese vivir sin vivir que pueda pasar de una forma inmediata a la presencia de Dios, es una imponente obra de caridad si se ve con los ojos de la fe. Y que Dios haya puesto en nuestras manos el conseguir esto es otra cosa inaudita.

No creo que pueda haber una obra de caridad más importante que conseguir que un alma del purgatorio pase a unirse con su Creador. Primero por el sufrimiento del purgatorio, en el que casi nunca se piensa. Saber que Dios está al alcance de la mano pero no poder presentarse ante él todavía. Y segundo, porque un alma en el cielo es valedora para toda esta humanidad, tan doliente y tan necesitada. No es una obra de caridad que podamos ver con los ojos de la carne, pero sí con los de la fe.

Por eso hoy, víspera del día de difuntos, quiero hablar de las indulgencias. Sé que su mala práctica –por ellas empezó el cisma de Lutero–, unida a la tibieza espiritual en que vivimos, les han dado mala prensa. Pero yo quiero reivindicarlas hoy. La Iglesia puede conceder indulgencias, no por sí misma, sino como depositaria de la inmensa riqueza de salvación ganada por Jesucristo con su vida, pasión, muerte y resurrección. Y, así, la Iglesia concede gracias especiales que permiten, con medios muy sencillos, obtener para un alma del purgatorio una indulgencia plenaria. A veces, la Iglesia, para hacernos más conscientes a los cristianos olvidadizos sobre la importancia de obtener indulgencias plenarias, convoca acontecimientos extraordinarios que les movilizan y les hacen ver la importancia de las indulgencias como muestra de la Misericordia de Dios. Son los Jubileos. Pero esos momentos extraordinarios no son más válidos que los caminos corrientes que están cotidianamente a nuestro alcance. Siempre he creído que esos medios eran más complicados de lo que son, pero algo tan sencillo como leer media hora la Biblia –cosa ya buena y provechosa en sí misma–, puede obtener una indulgencia plenaria. Cierto que hay que rezar también Padrenuestro, Ave María y Gloria por el Papa, un Credo en comunión con la fe de la Iglesia, comulgar en el día y confesar en la semana anterior o posterior y hacer una obra de caridad. También estas cosas son buenas en sí mismas y, desde luego, no se pueden considerar difíciles. Sin embargo, a estos requisitos les falta el más importante, sin el cual no hay indulgencia que valga y cuyo olvido histórico es el que hace que tanta gente vea lo de las indulgencias como una práctica vacía de contenido o incluso como simonía. Este requisito es un acto de perfecta contrición. Este es, de lejos, el más importante. Ganar una indulgencia no es, por tanto, una especie de concurso en el que, si se da tres vueltas a la pata coja hacia la derecha seguidas de una voltereta lateral, ¡hop! se obtiene la indulgencia. Es necesario un acto de contrición, de dolor por las ofensas, aún pequeñas, a un Dios que sufre con nuestro pecado, porque va contra nuestra felicidad, y que nos quiere hasta la muerte, y muerte de cruz. Un acto de perfecta contrición no es algo que esté a nuestro alcance. Nuestra mente es incapaz de hacerse cargo del sufrimiento que nuestro pecado causa a un Dios que nos ama con locura. Es una gracia. Una gracia que hay que intentar conseguir, sobre todo, pidiéndola. Y una gracia renovadora, liberadora, iluminadora, para quien la busca, es decir, para quien intenta ganar una indulgencia.

Como he dicho al principio, todos tenemos personas queridas que nos han dejado y que nos gustaría que ya estuvieran gozando de la presencia de Dios. Pero si ya lo están, la indulgencia se redirige sola hacia otra persona que la necesite. Puede que se aplique para el alma más olvidada del purgatorio. Ese ser humano que murió poco después de la indulgencia plenaria general que fue la resurrección de Cristo, cargado de pecados de los que se arrepintió en el último minuto y al que la Misericordia de Dios le dio la salvación, pero que tal vez tenga que estar en el purgatorio hasta el fin de los tiempos. Ese ser humano, olvidado y preterido, por el que nadie ha dicho una oración desde el día de su muerte. A ese ser humano, nuestra misericordia, a imagen de la de Dios, le puede abrir el camino inmediato a la Gloria para que desde allí se apiade de la humanidad que milita en la tierra y pida al Padre por ella. Y si la indulgencia es ofrecida por alguien que está ya en el cielo, ese santo, que ya no la necesita, la derivará a otro y derramará sobre el mundo inmensas gracias que obtendrá directamente de Jesucristo. Tantas más gracias cuanto más cerca de Él esté en el cielo.

¿No es grandioso que por los méritos de Jesucristo y a través de la Iglesia podamos lograr eso? ¿No es grandioso que, además, el acto de contrición nos acerque más al Amor de Dios? ¿Es esto ñoñería, meapilez o simonía? De ninguna manera, es caridad en estado puro. Desde luego, yo estaré infinitamente agradecido, si la Misericordia de Dios me lleva al cielo –me temo que pasando por el purgatorio–, a quien haga eso por mí. Y, por aquello de hacer por los demás lo que a uno le gustaría que hiciesen por uno, procuro ganar de cuando en cuando alguna indulgencia para algún ser querido o para un desconocido. Por eso propongo que, al menos el día de difuntos, venzamos esa especie de rubor que nos gana cuando pensamos en las indulgencias y ganemos una para la persona que más hayamos querido cuando estaba con nosotros. ¿Y por qué sólo el día de difuntos? Por eso, creo que no es algo superfluo dedicar de cuando en cuando media hora a leer la Biblia. Aunque se hayan leído de seguido los Evangelios, las epístolas y el Apocalipsis alguna vez, nunca está de más hacerlo repetidamente porque la Sabiduría de Dios actúa como la lluvia que cae una y otra vez sobre el campo para fertilizarlo. Por lo tanto, además de a través del acto de contrición, quien gana una indulgencia para otro, sale beneficiado con la Sabiduría que se derrama sobre él por la lectura de la letra viva de las Escrituras. Por último, contribuye a revivir un acto de piedad olvidado, menospreciado y tan mal interpretado históricamente que ha supuesto un doloroso cisma en la Iglesia. Por lo tanto, contribuye, de una forma misteriosa, a restablecer su unidad. Y, lo más importante, varias almas llegarán a la presencia de Dios gracias él para interceder desde allí por toda la humanidad.

Y me voy a permitir una imagen cargada de locura. Imaginemos al primero que entra en el estadio olímpico a punto de ganar la maratón. Todo el estadio se pone en pie para aplaudirle, para darle ánimo en la última vuelta que le queda, para que no desfallezca en el último minuto. Y cuando llega la ceremonia de la entrega de medallas y sube al podio, el estadio se viene abajo de la ovación. Pues ese corredor de la maratón de la vida somos nosotros y los espectadores del estadio pueden ser aquellos para los que, durante nuestra maratón, hayamos ganado una indulgencia plenaria y estén esperando nuestra entrada en el estadio o situados a un lado del recorrido para darnos aliento en el momento de desfallecimiento.

27 de octubre de 2020

La oración de todas las cosas. Prólogo y 1ª

 

El 28 de Octubre de 2020 empecé a publicar las oraciones de un libro que encontré hace años por casualidad, del jesuita Pierre Charles.  Si título es “La oración de todas las cosas” y publicaré una cada martes, hasta completar las 33 más el prólogo que la componen. Hoy publico el prólogo y la primera, porque, de alguna manera es también parte del prólogo:

 

Pierre Charles S.J.

 

Prologo

 

La tierra es el único camino que puede conducirnos al cielo. No hay otro. Y la tierra no es una idea, un razonamiento, una abstracción o un concepto. Ni siquiera una ley. Es una cosa, una cosa enorme, una masa de cosas, las unas dentro de las otras, las unas sobre las otras, trabadas y ruidosas; es un universo.

 

Porque las cosas deben llevarnos a Dios, poseen todo lo necesario para acomodarse divinamente a esta tarea. A decir verdad, es su papel esencial, y dudar de su capacidad para cumplirlo es algo así como preguntar si una fuente termal debe ser caliente o un lago húmedo.

 

¿Y si intentáramos buenamente ir a Dios por la senda de las cosas o, mejor aún, si intentáramos encontrarle en las cosas, que son no nuestra obra, sino la suya y que sólo nos hablan de El?

 

Discípulos tal vez inconscientes, pero seguramente demasiado dóciles, de los viejos filósofos del paganismo, separamos con demasiada facilidad el mundo de las ideas del de las cosas, y nos inclinamos a creer que las ideas son nobles y grandes, y que las cosas son comunes y vulgares. Al orar damos paso a bellas abstracciones, que nos escoltan hacia las alturas; pero no nos atrevemos a confesar que estas marchas áridas nos fatigan. Y con todo, la Providencia ha multiplicado en torno nuestro los mensajeros discretos, que, sin ahogarnos, pueden conducirnos por caminos de ternura a las fuentes santas de la paz. Los viejos salmos de la oración, en su inspirado realismo, bien que nos hablan de las ranas y de los mosquitos, de la lengua de los perros, del mochuelo y de los asnos salvajes, del queso, de la manzana, del aceite y de la cerveza y de las vacas que paren –abundantes in egresibus suis–, y de las vainas que se dan de comer a los cerdos. Todo esto no es muy académico, pero el Espíritu Santo no se entorpece con los escrúpulos de nuestros estetas; y el decurso de la oración cristiana, serpenteando a través de toda la obra divina, no está sometido a las reglas artificiales de los academicistas.

 

Debe de haber una manera honesta y pura de contemplar las cosas; estas cosas que el Creador formó para cantar su gloria y que el Redentor santificó con su Encarnación. No son despreciables. Conviene no desplegar entre ellas y nosotros, como una pantalla, el espesor de nuestros prejuicios. No es necesario fingir que no existen, ni creer que no valen una larga mirada. Los iconoclastas vaciaron antaño las iglesias, echando al fuego las imágenes y las flores, so pretexto de que en el santuario estas cosas eran unas intrusas, y que la presencia de Dios sólo se avenía al vacío. No habían entendido. Pero, aún nosotros mismos, cuando rechazamos como inútiles o inoportunas las realidades materiales de que Dios ha llenado el universo; cuando las tratamos como el paseante trata las gotas de lluvia, preservándonos cuidadosamente de su acercamiento, ¿estamos enteramente seguros de nuestra sensatez y en perfecto acuerdo con el Espíritu Santo?

 

¿No podría el agua inspirar nuestra oración? ¿Y la madera? ¿Y el gallo que canta en la mañana? El vestido y las flores; los perfumes y las perlas; el viento que murmura al pasar; el pan sobre la mesa; la cántara; la silla y el techo..., todo ha sido santificado, todo ha sido cargado de bendiciones y de inspiración divina por el Verbo; todo habla, pero hacen falta corazones atentos; “omnia innuut, sed intellectorem requirunt”. “Todo insinúa, pero hace falta entendedor”.

 

Rezar no es siempre abstraerse sin cesar de todo lo que nos rodea; no es tampoco, desde luego, distraerse y loquear con todo lo que nos circunda. Rezar siempre es coincidir con el pensamiento del escritor, tal como se manifiesta en las palabras.

 

No somos maniqueos; no podemos dividir el mundo en dos partes y condenar, como mala, toda la creación material. No tenemos el derecho de renovar ni de perpetuar antiguas herejías, solemnemente condenadas, ni de disgustarnos de que Dios haya tomado un cuerpo como el nuestro ni de que el Verbo se haya hecho carne.

 

Para ir en busca de Dios no debemos, no podemos siquiera, dejar la tierra. Es ella su templo y su morada, y cada uno de sus detalles cuenta una gloria eterna.

 

Señor, ayúdanos a encontrarte. Dame este sentido delicado que, haciéndome amar santamente las cosas, me permita comprenderlas y aceptar sus dulces y fuertes lecciones. Enséñame a mirarlas sin desdén, cuidadoso de descubrir su significación divina y el misterio de amor de que las has cargado. Tal vez porque nunca he hecho oración sobre ellas ni por ellas, se han hecho peligrosas para mí, como seducciones profanas; y porque no las contemplo contigo, vienen a distraerme y a turbar las laboriosas simetrías que mis meditaciones se obstinan en armar.

 

Ya que, Verbo de Dios, has querido hacerte hombre, yo no me asemejaré a Ti, no siendo cada día menos hombre, sino siéndolo cada vez más y más divinamente. A la buena manera cristiana, yo quisiera, Señor, pasear contigo mi oración a través de las cosas de este mundo que es tuyo. Yo Te encontraré en ellas; porque si no es demasiado difícil saber dónde estás, es imposible saber dónde no estás.

 

 

 

 

I. GRAVI CORDE

 

Con el alma abrumada

 

Pierre Charles S.J.

 

La fatiga de vivir es a veces tan grande, Señor, que mi espíritu sueña la evasión y quisiera huir muy lejos a un país cualquiera de descanso eterno. Una irresistible nostalgia de olvido me penetra y me domina. No condenes, Dios mío, mi cansancio como si fuera una flojedad. Tú has perdonado a la caña cascada y te has compadecido del pábilo, demasiado débil para brillar, pero humeante todavía, endeble, en el hueco de la lucerna de tierra cocida.

 

Yo quisiera decirte, sin frases, con la monotonía de las quejas anónimas, qué duro es nuestro vivir y de qué angustias has sembrado todos nuestros caminos.

 

Es cómodo repetir que el mundo es obra tuya y que Tú lo has desplegado ante nosotros para que pudiéramos reconocer en él tus perfecciones. Con un poco de literatura común se llega a cantar tu creación como un poema. Se ponen flores y pájaros, fuentes y estrellas, tiernos claros de luna y dulzura de tarde de otoño, jardines perfumados y torcaces en las frondas. Pero todas estas églogas son un poco pueriles. Si bastara mirar la tierra para reconocerte, ¿por qué son tan numerosos los que declaran no haberte visto en los caminos que han seguido y no haberte encontrado jamás en el hilo, muy largo por cierto, de sus itinerarios? ¿El mundo es verdaderamente para nosotros los mortales el cercado suave del que habla la amada en el Cantar de los Cantares?

 

¿Cómo puedo descubrir la obra de tu Bondad en este universo que ignora la compasión y que, en su indiferencia ciega y sorda,  jamás escuchó el grito de nuestra angustia? La marea no se parará un minuto para perdonar a ese niño perdido en la playa. El cierzo del invierno no será menos glacial para el huérfano que tose o para la viejecita que tirita. El suelo no dará una mies de añadidura para salvar del hambre a toda una población de honestos trabajadores. Las tempestades no tuercen su curso por miramientos a los marinos, y las avalanchas, lo mismo que los volcanes, no se preocupan de los pueblos que entierran. Este mundo sin compasión, sin educación, sin moral, que no ha distinguido jamás al justo del impío ni al inocente del culpable, ¿podré yo tomarlo por objeto de mi oración y contiene verdaderamente el reflejo de tus atributos?

 

Sé que un tiempo, en los primeros siglos cristianos, este mundo obtuso y cruel pareció  tan indigno de tu bondad, que hasta se llegaba a imaginar que se te daba gloria diciendo que no venía de Ti, que venía de un demiurgo malo, y que la virtud de los fieles consistía en blasfemar de él. Tales viejas herejías gnósticas han sido muy acertadamente fulminadas por pesados anatemas conciliares; pero indican al menos el lugar del escándalo. Nos muestran lo difícil que es a nuestro espíritu ver, en el mundo, la marca de una ternura divina y algo como la caricia del Padre que está en los Cielos.

 

Señor, no me prohibas decir estas cosas y llevar a plena luz, delante de Ti, todas estas objeciones dolorosas, que me envenenan cuando intento rechazarlas ingeniosamente. Porque, por haber desgranado este extraño rosario, empiezo a ver mejor en un rayo de verdad y mis quejas van, tal vez, a disiparse.

 

El mundo no tiene corazón, decía yo, y, por lo tanto, no se parece a Ti. Pero el mundo es yo también, yo formo parte de él y soy yo y son los hombres, los que debemos hacerlo clemente y misericordioso. Nosotros somos el corazón del universo.

 

El mundo es ignorante. Ni siquiera sabe que existe. Esta es la verdad. Pero yo formo parte de este mundo, y en mí encuentra él su conciencia y toma significación. Este mundo es un instrumento; soy yo el obrero; y precisamente porque él no tiene pensamiento propio, puede dejarse invadir y modelar por el mío. Porque es indiferente, puede ser tan maravillosamente dócil. Su vacío moral me permite llenarlo todo entero de mi adoración o de mi blasfemia. El violín más bello del mundo es perfectamente estúpido. Ignora las notas y el solfeo, y mientras está solo queda tan mudo como una piedra. Es el músico quien le hará cantar su pasión, su locura, su desesperación o sus rabias. Todos los colores de un cuadro están en algunos pequeños tubos o en algunos vasitos que no tienen absolutamente nada de estético: es el artista quien les dará el poder de expresar alguna cosa: algo grotesco o sublime, torpe o elegante. Las palabras, alineadas alfabéticamente en los diccionarios, son incapaces de hacer una frase, de expresar un juicio; hasta son incapaces de mentir. No son más que la materia de la prosa o de la poesía; es el escritor quien las hará vivir, poniendo la forma de su pensamiento, noble o vulgar, verdadero o falso, claro o confuso.

 

Cuando blasfemo del mundo porque carece de compasión y moral, me considero tontamente como un espectador en una butaca. Pero yo soy actor en la escena. No se convertirá la arcilla en casa protectora, sino porque en esa arcilla he modelado y cocido los ladrillos y porque los he colocado debidamente. La oración del mundo no se encontrará más que en mis labios o en los de mis hermanos; su bondad no estará más que en mi gesto, y cuando el universo adore, tal adoración sólo existe en el fondo del corazón de los hombres. Como la leña, que puede en el hogar calentar en invierno toda la casa con tal de que se la encienda y una llama la transforme. Para existir tengo necesidad de este universo físico; yo estoy verdaderamente hecho del barro de la tierra y todo lleva en mí la marca de este origen, pero para tener un sentido y un valor, para ser bueno o malo, pecador o fiel, el universo tiene necesidad de mí; de mi acción tiene él la marca, como la efigie acuñada en el metal de las monedas. Las lágrimas no saben qué es la tristeza. Las lágrimas sólo son tristes por mi pena; y mis labios son alegres por mi alegría.

 

Se me ha repetido que el hombre era el rey del universo, como los pedantes dicen que la filosofía es la reina de las ciencias; pero no me gusta mucho desempeñar un papel real. Por otro lado, esto parece ligeramente caducado. ¡Rey del universo!; dejemos estas palabras, Señor, a los viejos paganos. Eres Tú el obrero que trabaja en la inmensa cantera del mundo para hacerlo en mí semejante a Ti.

23 de octubre de 2020

La "doctrina" de las dos redes

 Empiezo por pedir disculpas por aplicar la palabra doctrina a lo que no pasa de ser una opinión personal o, más aún, tal vez tan sólo una elucubración. No obstante, uso esa palabra, aunque entrecomillada, por alusión a la, esa sí, doctrina de las dos espadas, con la que, en mi opinión, tiene un cierto paralelismo.

 La doctrina de las dos espadas se refiere a la separación de los dos poderes, el espiritual y el temporal, encarnándose respectivamente en el Papa y en el Emperador o, si hablamos en términos actuales, en la Iglesia y el Estado. Esta doctrina queda magníficamente expresada, a mi modo de ver en las palabras del Papa san Gelasio I (492-496) en una carta dirigida al Emperador Anastasio I.

 “Tú sabes que es tu deber, en lo que pertenece a la recepción y reverente administración de los sacramentos, obedecer a la autoridad eclesiástica en vez de dominarla. Por tanto, en esas cuestiones debes depender del juicio eclesiástico en vez de tratar de doblegarlo a tu propia voluntad. Pues si en asuntos que tocan a la administración de la disciplina pública, los obispos de la iglesia, sabiendo que el imperio se te ha otorgado por la disposición divina, obedecen tus leyes para que no parezca que hay opiniones contrarias en cuestiones puramente materiales, ¿con qué diligencia, pregunto yo, debes obedecer a los que han recibido el cargo de administrar los divinos misterios? Completado con este otro texto: “El único poder reside en Cristo pero Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios (civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”.

 Esta formulación de la doctrina se ha malinterpretado, a mi entender, a lo largo de la historia, leyéndose en el sentido de la supremacía del poder espiritual sobre el temporal. Pero, según yo lo veo, mantiene un exquisito equilibrio entre las dos esferas de autoridad, la espiritual y la temporal. Me parece que está en total consonancia con lo que nos dice Cristo en el Evangelio: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” o con lo que dice san Pedro, el primer vicario de Cristo, en su primera epístola (1 Pedro 2, 13-17): “En atención al Señor, obedeced respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...] Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe del Estado”. Conviene recordar que el jefe del Estado era Nerón.

 El nombre de las dos espadas que se da a esta doctrina proviene de dos pasajes del Evangelio. Uno narrado únicamente por san Lucas en la última cena: (Lucas 22, 35-38) y el otro narrado por los cuatro evangelistas en el prendimiento de Jesús: (Mateo 26, 51-54, Marcos 14, 47, Lucas 22, 49-51 y Juan 18, 10-11). El de la última cena dice:

 “A continuación les dijo: ‘Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo?’ Ellos contestaron: ‘Nada’. Jesús añadió: ‘Pues ahora, el que tenga bolsa, que la tome, y lo mismo el que tenga alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y se la compre’. […] Ellos le dijeron: ‘Señor, aquí hay dos espadas’. Jesús les dijo: ‘¡Es suficiente!’” (Lucas 22, 35-38).

 En el pasaje del prendimiento, los cuatro evangelistas narran cómo un discípulo desenvaina la espada y corta la oreja de uno de los que van a prender a Jesús. Pero cada uno resalta algún detalle particular. Mateo no da el nombre del discípulo, pero nos dice que Jesús le ordena guardar la espada porque el que empuña la espada morirá a espada y luego le dice: “¿O crees que no puedo acudir a mi Padre, que pondría a mi disposición en seguida más de doce legiones de Ángeles? Pero, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales tiene que suceder así?” Marcos, siempre escueto, tampoco desvela el nombre del violento discípulo ni nos dice nada de la reacción de Jesús. Lucas tampoco nos dice quién fue el agresor, pero pone en boca de Jesús una orden tajante: “¡Dejadlo!”, y después nos cuenta cómo Cristo curó al herido. Por último, Juan nos revela tanto la identidad del atacante, Simón Pedro, como la del herido, Malco, y ordena a Pedro que envaine la espada preguntándole: “¿Es que no debo beber esta copa de amargura que el Padre me tiene preparada?”

 La Tradición ha querido ver en estos pasajes (me parece que trayéndolos un poco por los pelos) la base de la doctrina de la relación entre las esferas del poder espiritual y temporal. Primero, en el hecho de que Jesús recomiende la posesión de dos espadas y que sea suficiente con dos, se ve la necesidad de esos dos poderes y no más. Segundo, basándose en los pasajes del prendimiento –especialmente en el de san Juan–, que Pedro no puede usar su espada sin la autorización de Jesús. Cuando, en el siglo XI estalló la disputa de las investiduras entre el Imperio y la Iglesia, ésta usó la espada de la excomunión para ganar la primera batalla. Pero tras varios siglos de su uso, cada vez menos efectivo, cuando Bonifacio VIII, en el siglo XIV, la quiso usar para intimidar al rey de Francia, Felipe el Hermoso, los efectos fueron los contrarios. El rey secuestró al Papa tras afrentarle ignominiosamente en Anagni, adonde fue a buscarle. ¿Por qué se me viene a la cabeza al ver el giro de la historia lo de que el que empuña la espada morirá a espada?

 Por supuesto, que la pretensión de los Emperadores primero y de otros reyes después, fue entrometerse en los asuntos de la Iglesia para nombrar obispos e influir en cuestiones dogmáticas. Pero, ¿dio Cristo autorización a la Iglesia para usar esa espada? ¿No será que la Iglesia tendría que haber sido capaz de beber la copa de amargura que Cristo tuvo que beber sin usar la espada del antema y de la excomunión? No lo sé. Arnold J. Toynbee en su “Estudio de la historia”, dedica un apartado bajo el nombre de “El riesgo de militar en la tierra” a ilustrar magníficamente cómo medios espirituales que pueden parecer razonables y hasta buenos, pueden tener consecuencias indeseadas y negativas. Creo que en el espíritu de la doctrina de las dos espadas está la cooperación entre ambas para el bien del pueblo de Dios, y no su confrontación. Hace años escribí unas líneas en las que exponía por qué me parecía que esta tensión entre los dos poderes –que ha sido única en la historia entre la civilización occidental y la Iglesia católica ya que en las demás civilizaciones y religiones siempre ha habido una casi total sumisión de un poder a otro–, si se entiende bien, ha sido fuente de progreso[1]. Es como una cuerda tensa que, si no llega a romperse, se pueden sacar de ella notas que no se pueden sacar de una cuerda fofa.

 Bueno, hasta aquí con la doctrina de las dos espadas. Vamos ahora a la “doctrina” –ésta entre comillas– de las dos redes. De ninguna manera pretendo un paralelismo punto por punto entre la doctrina de las dos espadas y la “doctrina” de las dos redes, pero sí una analogía de conjunto.

 La idea de las dos redes se me vino a la cabeza al recordar una respuesta del Papa Benedicto XVI a un periodista en su viaje a Alemania, durante el vuelo a Berlín. El periodista le preguntó sobre lo que les diría a los que quieren abandonar la Iglesia por los abusos cometidos por el clero contra menores. El Papa respondió comparando a la Iglesia con la red del Señor que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para llevarlos a las tierras de la vida. En esta red se pueden encontrar peces malvados[2].

 Me pareció una magnífica respuesta. Mucho después, se me vino a la cabeza que, salvando las distancias de lo espiritual a lo temporal, como la doctrina de las dos espadas hace, el capitalismo podría verse también como una red, también querida por el Señor, como intentaré mostrar más adelante, que pesca también peces buenos y malos para llevarlos del mar de la miseria a la tierra del bienestar. En la red del capitalismo hay peces malvados, tiburones depredadores. Pero también en la Iglesia hay tiburones depredadores, en un sentido diferente de los que hay en la red del capitalismo. Y sé qué tipo de depredadores me repugna más. Pero lo mismo que eso no debe ser motivo para rechazar a la Iglesia, tampoco lo debe ser para abominar del capitalismo. Más allá de la respuesta del Papa Benedicto XVI al periodista, elaborando a partir de ella, veo que la Iglesia no ha sido capaz todavía, en veinte siglos, de sacar del mar de la muerte a todos los peces y probablemente no los sacará a todos hasta el fin de los tiempos, pero está en ello. En estos momentos, prácticamente toda la humanidad ha oído hablar de Cristo y más o menos un tercio de ella le considera como Dios, como la segunda persona de la Trinidad, aunque no todo ese tercio esté lo crea fervientemente. Algo parecido ocurre con el capitalismo: sigue habiendo muchos seres humanos que todavía están en el mar de la miseria, pero también una enorme cantidad de ellos han salido de la pobreza en los últimos doscientos años. Y no ha habido nunca en la historia de la humanidad ninguna otra red material que haya sacado más peces de la pobreza que lo que ha logrado el capitalismo. Sí que ha habido experimentos de redes que han creado pobreza, tiranía y aberraciones sociales. Y circulan muchas utopías que, afortunadamente nunca se han puesto en práctica y que espero que no se intenten llevar nunca a la realidad[3].

 Naturalmente, si por los depredadores que hay en la Iglesia destruimos esta red, la muerte espiritual de la que nos salva esa red se regodeará. De la misma manera, si por los tiburones del capitalismo destruimos la red, la miseria, el hambre y la tiranía se apoderarán del mundo. Un buen cristiano, como dice Benedicto XVI en esa respuesta, debe “aprender así a soportar también los escándalos y trabajar contra los escándalos, formando parte precisamente de esta gran red del Señor”. Lo mismo debemos hacer las personas que creemos de buena voluntad en la bondad esencial del capitalismo a pesar de los tiburones que hay en él: soportar los escándalos y trabajar contra ellos formando parte de la red del capitalismo.

 A un buen cristiano, le consume el celo apostólico. Le gustaría que todo el mundo entrase YA en la red de la Iglesia. Pero no puede ser. Se tiene que conformar con ser un apóstol para, poco a poco, conseguir que, uno a uno, vayan entrando en esa red cada vez más peces. A un partidario de buena voluntad de la red del capitalismo, también le gustaría que toda la humanidad estuviese YA en la tierra del bienestar, pero no es posible de la noche a la mañana. Sin embargo, si miramos el mundo en tranchas de tiempo de cincuenta en cincuenta años, no cabe dudar de que, sobre todo desde hace unos doscientos años, la pobreza no ha hecho más que retroceder en todo el mundo, aunque este proceso se haya producido con numerosos traumas y situaciones terribles. Sólo los países en los que se da una combinación mortal de corrupción, inseguridad jurídica y populismo, no mejoran económicamente. Unidos a los países dominados por el Islam. Dicho esto, y desgraciadamente, la erradicación total de la pobreza no ocurrirá tampoco hasta el fin de los tiempos. “A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, nos ha dicho Cristo (Mateo 26,11; Marcos 14, 7; Juan 12, 8), “y podréis socorrerlos cuando queráis”, completa Marcos. Pero es un hecho incontrovertible que se va avanzando hacia ello.

 ¿Por qué digo que la red del capitalismo es también una red querida por el Señor? Porque está basada en el don más precioso que Dios ha dado al hombre: la libertad. También se basa en la laboriosidad, en el afán de superación y en otros muchos valores humanos positivos. Valores que son, también, cristianos. Así lo pensó también el Papa Juan Pablo II cuando en su encíclica Centesimus annus se pregunta y se responde a sí mismo: Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil? La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva […][4]. Claro que los peces de esta red están acechados por la codicia y muchos otros vicios que convierten a buenos peces en depredadores. Ni más ni menos que como le ocurre a la red de la Iglesia.

Con esta intuición, me puse a buscar textos evangélicos que apoyasen esta “doctrina”. Inmediatamente se me vinieron a la cabeza, como no, los dos textos de la pesca milagrosa que aparecen en los Evangelios. El primero, en el Evangelio de Lucas (Lucas 5, 1-10), al principio de la vida pública de Jesús. Los otros dos sinópticos, sin contar la pesca milagrosa, ponen en los labios de Jesús, como lo hace también Lucas, la promesa de que se convertirán en pescadores de hombres. Juan cuenta su pesca milagrosa al final de su Evangelio, tras la resurrección, como una forma de Jesús de darse a conocer a algunos apóstoles desanimados. Podría pensarse que esto se refiere sólo a la red espiritual, pero los peces eran y son fuente de riqueza y, de hecho, Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, parece que era un próspero empresario, con pesquerías que abastecían de pescado a Jerusalén. Comentaristas autorizados del Evangelio afirman, basándose en el de Juan, que si Pedro pudo entrar en la casa de Caifás tras el prendimiento de Jesús, fue porque Juan, que conocía a Caifás, consiguió que entrase[5]. Y, ¿de qué podía conocer Juan al sumo sacerdote como para poder entrar al patio interior de su casa al mismo tiempo que Jesús? Muy posiblemente porque en muchas ocasiones habría llevado pescado a su casa. Sea como fuere, Zebedeo siguió siendo pescador de peces durante toda su vida. Los pescadores de hombres son imprescindibles para la primera red, pero los de peces no pueden dejar de manejar sus redes para alimentar materialmente a la humanidad. Mateo y Marcos nos dicen, narrándonos la llamada de Jesús a Pedro y Andrés primero y a Santiago y Juan después, que estos últimos estaban reparando las redes. Las dos redes, la de la Iglesia y la del capitalismo necesitan siempre ser reparadas, pero nunca desechadas.

Pero, tras la referencia evidente de las redes de la pesca milagrosa, me acordé de la multiplicación de los panes y los peces. Los cuatro evangelistas cuentan la multiplicación de panes y peces, pero Mateo y Marcos narran dos multiplicaciones. En las multiplicaciones de los tres sinópticos, tras la pregunta de los apóstoles acerca de cómo obtener comida para esa multitud, Jesús les dice: “Dadles vosotros de comer”. Tras recolectar cinco panes y dos peces, Jesús procede al milagro de la multiplicación. En la narración de Juan, el escepticismo de los discípulos es manifiesto. Jesús, retóricamente, les pregunta: “¿Dónde podríamos comprar pan para dar de comer a todos éstos?”. A lo que responde escépticamente Felipe: “Con doscientos denarios no compraríamos bastante para que a cada uno de ellos le alcanzase un poco”. Y, casi irónico, Simón Pedro dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tanta gente?”. En la segunda multiplicación, contada sólo por Mateo y Marcos, Jesús se muestra tiernamente compasivo con los que le han seguido: “Me da lástima esta gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. No quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan por el camino”. Y, nuevamente, a pesar de haber visto ya antes una multiplicación, la impotencia de los discípulos. “¿De dónde vamos a sacar en un despoblado pan para dar de comer a tanta gente, [con sólo] […] siete panes y unos pocos pececillos?”

Así pues, para Jesús, la red que permita dar de comer a la humanidad es importante. Evidentemente, aunque en esas situaciones Jesús obra el milagro, no podemos esperar que todos los días haga el milagro de multiplicar los panes y los peces, como no podemos esperar que todos los días cure con un milagro a todos los enfermos[6]. El milagro ya lo ha hecho. Lo hizo cuando creó al hombre a su imagen y semejanza, libre, con inteligencia y voluntad, con imaginación y creatividad, con afán de superación. Y tras crearlo le dio la orden de someter la tierra para que ésta diese su alimento a su descendencia. Es decir, le hace copartícipe de la creación. Cierto que si no hubiese habido pecado original todo hubiera sido más fácil, pero lo hubo y vino el sudor de la frente y el trabajo doloroso. Y la avaricia y el afán de dominio y de poder. Pero el milagro de la inteligencia y de los demás dones para que el hombre hiciese la segunda red, la material, la del capitalismo, ya estaba hecho. Y así, el ingenio del hombre, ha ido creando, poco a poco, evolutivamente, la red del capitalismo que hace tiempo llamé también “la increíble máquina de hacer pan”.

Así pues, como los dos poderes, las dos espadas, no están hechas para luchar entre ellas, sino para colaborar. Si la “doctrina” de las dos redes tiene sentido, éstas deberían cooperar también y no enfrentarse. La Iglesia ha tenido buen cuidado de no condenar jamás la esencia del capitalismo –hasta el Papa Francisco, me temo–. Pero cuando un Papa habla de economía, sus palabras no forman parte del magisterio petrino, aunque sí ejerce ese magisterio cuando señala severamente el egoísmo, la avaricia, el afán de dominio que pervierten el capitalismo, como pervierten toda actividad humana. Sin embargo, quizá por miedo a perder a las masas obreras, tampoco ha defendido abiertamente a la esta red, sino que ha mantenido una postura más bien ambigua y de cierta desconfianza (y de abierta hostilidad en Francisco). Está bien una cierta tensión creativa, como la de las dos espadas, pero ojo con ir contra la armonía de ambas redes, no sea que se estropee “la increíble máquina de hacer pan”. Esta actitud de desconfianza de la Iglesia hacia el capitalismo ha creado muy a menudo desconcierto en muchos sanos empresarios capitalistas, una mirada de desconfianza, cuando no de abierta hostilidad por parte de muchos católicos de buena voluntad y, en algunos casos, el regocijo de los que quieren destruir el sistema para poder pescar en río revuelto. La experiencia de la teología de la liberación está demasiado cerca para olvidarla. ¿Será por casualidad que la mayoría de los que quisieran acabar con el capitalismo no les importaría o les gustaría acabar también con la Iglesia?[8]



[1] Hace años escribí unas páginas bajo el título: “Primera no casualidad: No es casualidad que la única civilización en la que se ha mantenido una tensión creativa entre el poder espiritual y el temporal sea la civilización cristiana. Son tres no-casualidades que están en este blog.

[2] P. Santo Padre, en los últimos años, se ha dado un aumento de los abandonos en la Iglesia, en parte a causa de los abusos cometidos contra menores por miembros del clero. ¿Cuál es su sentimiento sobre este fenómeno? ¿Qué les diría a quienes quieren abandonar la Iglesia?”

R. “[…] Yo diría que es importante reconocer que estar en la Iglesia no quiere decir formar parte de una asociación, sino estar en la red del Señor, que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para llevarlos a las tierras de la vida. Puede ser que en esta red esté junto a peces malvados y lo siento, pero es verdad que no estoy aquí por éste o por el otro, sino porque es la red del Señor, que es algo diferente a todas las asociaciones humanas, una red que toca el fundamento de mi ser. Hablando con estas personas creo que tenemos que ir hasta el fondo de la cuestión: ¿qué es la Iglesia? ¿Cuál es su diversidad? ¿Por qué estoy en la Iglesia, aunque se den escándalos terribles? Así se puede renovar la conciencia del carácter específico de ser Iglesia, pueblo de todos los pueblos, pueblo de Dios, y aprender así a soportar también los escándalos y trabajar contra los escándalos, formando parte precisamente de esta gran red del Señor”.

[3] Una de estas utopías, mirada con cariño por muchos católicos anticapitalistas es la del distributismo,. Esta utopía fue ideada por mi admirado Chesterton. Pocas personas habrán existido en el mundo con su aguda inteligencia. Pero de esta utopía suya, lo mejor que puede decirse es que jamás se ha intentado ensayar. Si se hubiese hecho hubiese llevado, como todas las utopías, a la miseria generalizada y el terror. Y es que el camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones.

[4] Juan pablo II, Centesimus annus, nº 42

[5] Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo, que era conocido del sumo sacerdote entró, al mismo tiempo que Jesús, en el patio interior de la casa del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que quedarse fuera, a la puerta, hasta que el otro discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, habló a la portera y consiguió que lo dejasen entrar. (Juan 18, 15-16)

[6] ¿Podría ser el desarrollo de la medicina la tercera red? Bien pudiera ser, pero también es cierto que la medicina, la cirugía y la farmacología se han desarrollado en gran medida gracias al capitalismo. A pesar de la “pérfida” industria farmacéutica, tan demagógicamente denostada. Tal vez se pudiese hablar de la “doctrina” de las tres redes. Pero se perdería la estética del paralelismo con la de las dos espadas.

[[8] La recíproca, en cambio, no es cierta. Muchos que odian a la Iglesia son también defensores del capitalismo. Por otro lado, hay católicos a los que les gustaría acabar con el capitalismo aunque si lo consiguiesen se iban a enterar de lo que vale un peine. Pero creo que los populo-comunistas que quieren acabar con el capitalismo son muchos más que los católicos que quieren hacerlo.

16 de octubre de 2020

Una mirada fragmentaria a la encíclica Fratelli Tutti del Papa Francisco

El 3 de Octubre ha visto la luz una nueva encíclica del Papa Francisco: “Fratelli tutti”. No la he leído todavía, pero sí que he leído algunos comentarios sobre ella de personas que me merecen respeto por su recta adhesión a los principios de la fe y la moral católicas.

He meditado mucho antes de dar luz a estas líneas sobre esa encíclica. Son la traducción al español, hecha por mí, de un texto editado por el Instituto Acton –trufado de notas a pie de página mías– y unas reflexiones personales mías. Este Instituto es una asociación creada por católicos que, como he dicho antes, tienen una recta adhesión a los principios de la fe y la moral católicas y qué, además, son firmes partidarios y defensores de la economía de libre mercado. No formo parte de ese Instituto Acton, pero sí de una pequeña asociación española, con los mismos principios, que lleva el nombre del escolástico español Diego de Covarrubias, integrante de la llamada Escuela de Salamanca. Y he tenido que meditar mucho antes de lanzarme a difundir esto, porque desde el principio de su pontificado he sido un entusiasta de Francisco con su insistencia en salir de misión a las periferias, con su énfasis en el perdón y en la vuelta a hacer que el amor de Dios sea la guía de nuestro proceder y de nuestro amor al prójimo. Quien bucee en mi blog tadurraca encontrará pruebas de ello. Pero al mismo tiempo, me ha exasperado su sesgo cognitivo hacia sectores claramente de izquierdas en lo que a temas económicos se refiere. Por supuesto, en un Papa, pesa mucho más lo primero que lo segundo. Porque lo primero forma parte de lo que se llama el magisterio petrino, mientras que lo segundo es dudoso que lo haga o, si lo hace, lo hace desde su borde más externo con el que un buen católico puede estar en abierto desacuerdo. Pero parece que Francisco una y otra vez, en sus documentos pontificios, mezcla ambas cosas. Y me hace preguntarme si ese popurrí que acaba haciendo de todos sus documentos no daña a ese magisterio. Y, con gran dolor, me respondo que sí, que creo sinceramente que sí lo daña. De ahí que, me anime, también con pena, a publicar esto. Lo hago con el sentimiento de amor y respeto filial con el que un hijo corrige a un padre que cree que se está equivocando y al que no puede hablar directamente, a pesar de haberlo intentado. Como padre, creo que esta corrección filial es buena y ma hace reflexionar. Creo que es incorrecto pero ilustrativo decir que en todas las encíclicas de Francisco se puede ver el magisterio petrino, representado por Francisco, sucesor de Pedro, mezclado con la ideología de Jorge Bergoglio, forjada en ambientes que jamás han sabido, más que a través de ejemplos incorrectos y prejuicios regionales, qué es la economía de libre mercado. En esta incorrecta pero ilustrativa separación, rezo por ambos, Francisco y Bergoglio. Creo que es Francisco el que, abrumado por el peso del pontificado dice a menudo: “Os pido que recéis y hagáis rezar por mí”. Pues bien, en obediencia filial rezo por él y os pido que vosotros también lo hagáis. En fin, ahí van el artículo y mis reflexiones.

 

El artículo.

Fratelli Tutti es una mezcla ya familiar de afirmaciones dudosas, argumentos desenfocados e introspecciones auténticas.

 

Dr. Samuel Gregg es Director de Investigación del Instituto Acton. Ha escrito y hablado extensamente sobre cuestiones de política económica, historia económica, ética en las finanzas y teoría de la ley natural. Es autor de 15 libros, incluyendo  Becoming Europe: Economic Decline, Culture, and How America Can Avoid a European Future (2013) y Reason, Faith, and the Struggle for Western Civilization (2019).

 

https://www.catholicworldreport.com/2020/10/05/fratelli-tutti-is-a-mixture-of-dubious-claims-strawmen-genuine-insights/ Este es el link en el que se puede ver el artículo original en inglés.

 

La encíclica del Papa Francisco refleja el amplio espectro de los comentarios que han caracterizado su pontificado.

 

Una de las primeras cosas que llamarán la atención de Fratelli Tutti, la nueva encíclica social de Papa Francisco es su enorme extensión. Aproximadamente 43.000 palabras en inglés (incluidas notas a pie de página), es decir, más que el libro del Génesis (32.046) y tres veces el tamaño del Evangelio de san Juan (15.630).

 

A pesar de su extensión, hay pocas cosas que no hayamos oído decir a Francisco con anterioridad de una u otra forma. Pero, tanto si trata del asunto del castigo eterno o su tema del encuentro, esta encíclica condensa en un solo documento los énfasis particulares, las preocupaciones específicas y la esperanza general de Francisco sobre la Iglesia y el mundo. Esto incluye lo mejor de Francisco, pero también lo que yo veo como ciertos puntos ciegos persistentes.

 

Como la mayoría de las encíclicas sociales, Fratelli Tutti aborda un popurrí de temas que van desde el análisis detallado del populismo contemporáneo hasta la exploración de los significados de la bondad, reciprocidad y gratuidad. Discutiendo estos y otros asuntos, Fratelli Tutti insiste en la necesidad, para cristianos y no cristianos, de estar abiertos para aprender de los demás. De hecho, la palabra “abierto” se usa no menos de 76 veces y va codo con codo con la enfatización de la necesidad de diálogo. (repetida 49 veces).

 

Es en este espíritu en el que quisiera ofrecer respuesta a dos asuntos de la encíclica que, sugiero, requieran una atención más detallada.

 

San Francisco y el Sultán

 

La figura de san Francisco de Asís ha aparecido mucho a lo largo de este pontificado, y no es la menor de las causas de ello el hecho de que Jorge Bergoglio, supuestamente, ha tomado ese nombre como Papa en referencia a este santo cuando fue elegido en 2013. Fratelli Tutti empieza invocando el famoso encuentro de san Francisco con el Sultán Malik-el Kamil en Egipto en plena Quinta Cruzada. Afirma que el santo dijo a sus seguidores: “Cuando estéis entre sarracenos y otros infieles, sin negar vuestra identidad, no promováis disputas ni controversias, sino estad sometidos a toda humana criatura por amor a Dios”[1]. Y añade el Papa Francisco: “Nos impresiona que ochocientos años atrás Francisco invitara a evitar toda forma de agresión o contienda y también a vivir un humilde y fraterno ‘sometimiento’, incluso ante quienes no compartían su fe”.

 

Este texto, tomado de forma literal, sugiere que san Francisco fue timorato o suave cuando se encontró con uno de los más poderosos dirigentes musulmanes de su tiempo. Sin embargo, no fue ese el caso. La historia completa está mejor contada por Agustine Thompson, O. P. en su libro “Francisco de Asís, una nueva biografía” (2013). Una de las muchas fortalezas de este libro es que derriba, mediante una atención meticulosa y un acercamiento a fuentes primarias, varios mitos que se han creado sobre Francisco de Asís.


Thomson nos cuenta que cuando el Sultán preguntó a Francisco y sus compañeros el propósito de su visita, el santo “fue inmediatamente al meollo de la cuestión. Era el embajador del Señor Jesús y había venido para la salvación del alma del sultán. Francisco expresó su voluntad de explicar y defender el Cristianismo”.

 

A esto se siguió un cambio de proposiciones entre Francisco y los consejeros religiosos del Sultán (que le dijeron que ejecutase a Francisco por “predicar contra Mahoma y el Islam”) en la que las dos partes expusieron respectivamente las verdaderas pretensiones del Cristianismo y el Islam. Tras esto, Francisco se lanzó a una “larga conversación” con el Sultán en la que “continuó expresando su fe cristiana en el Señor Crucificado y su promesa de salvación”. Thompson deja claro que en ningún momento el santo habló mal del Profeta Mahoma. Pero Francisco no estaba allí para un intercambio de cumplidos diplomáticos. Quería convertir al Sultán al cristianismo mediante la palabra y la acción.

 

Si señalo estos hechos acerca del encuentro de San Francisco con el Sultán es por la importancia de saber que, dentro del hecho de que fue un diálogo, el santo estaba convencido de la necesidad de dirigir la cuestión hacia la verdad religiosa. No es así como Fratelli Tutti retrata la reunión. Esto es un problema porque a no ser que conozcamos la verdad completa sobre un acontecimiento o una persona, es fácil animar el pensamiento basado en buenos deseos o, incluso, malinterpretar lo que alguien está tratando de decir o de hacer en un momento dado. Bajo este punto de vista, la representación que hace Fratelli Tutti de san Francisco es defectuosa.

 

Desenfoque de la economía

 

También es insuficiente –y, ¡ay!, esto caracteriza el pontificado de Francisco desde su mismo comienzo– el tratamiento que Fratelli Tutti da a las cuestiones económicas. Parece que, con independencia de cuanta gente (de los que no todos se caracterizan por ser fiscalmente conservadores) redacten las caricaturas económicas que aparecen por todas partes en los documentos pontificios de Francisco, un pontificado que se enorgullece de su compromiso con el diálogo, sencillamente, no está interesado en una conversación seria sobre asuntos económicos más allá de un círculo muy limitado.

 

La encíclica habla, por ejemplo, de que “algunos pretendían hacernos creer que bastaba la libertad de mercado para que todo estuviera asegurado” (33). ¿Quiénes, debo preguntar, son esos? ¿Y dónde proclaman eso? Si tal visión existe, sugeriría que habría que buscarla entre minorías de libertarianos [2] [3] radicales que caben en una caja de zapatos y que tienen una influencia entre muy pequeña y nula en la formación de la política económica de ningún país.

 

En el párrafo 168, Francisco afirma que El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal”. Otra vez, respetuosamente pregunto: ¿Quiénes son esos neoliberales que creen que el mercado puede resolver todos los problemas? Si uno hace semejante declaración, debería presentar alguna evidencia que lo respalde. El caso es que muchos de los más eminentes liberales del mundo han estado diciendo durante décadas que si los mercados han de crear valor y proveer a la gente de los bienes y servicios que necesitan, es necesario que existan muchos tipos de hábitos morales, no comerciales, y de prerrequisitos institucionales y culturales[4]. Este hecho parece haber sido ignorado por quienes han elaborado en borrador de la encíclica.

 

Si no, consideremos esta línea: La especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos” (168). Quienquiera que haya escrito esta frase, sencillamente, no entiende el papel jugado por la especulación en la estabilización de los precios la lo largo del tiempo y en el incremento de la predictibilidad de los probables costes en el futuro. Por supuesto, la especulación puede utilizarse de forma perversa (esto puede ser predicado para cualquier actividad humana, incluso para la oración. El paréntesis es mío). Pero donde se hace correctamente, la especulación financiera, diseñada, ciertamente, para generar beneficios, ayuda a crear eficiencias en la inversión y en el aporte de capital por individuos y empresas que promuevan una mejor asignación de los recursos disponibles que podrían, de otra manera, ser desperdiciados[5] [6].

 

En otra frase, Francisco dice (citándose a sí mimo) que “sin formas internas de solidaridad y confianza mutua, el mercado no puede llevar a cabo completamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha dejado de existir” (168).

 

Esta es una afirmación no cualificada y me lleva a preguntar: ¿Realmente la confianza “ha dejado de existir”? Incluso en nuestro mundo del COVID, altamente fragmentado, millones de personas, a lo largo y ancho del mismo, continúa entrando en intercambios de mercado cada día, con personas a las que no ha visto nunca, y lo hace en base a promesas. Toda esta gente confía. Si no existiese esta confianza la economía global, nacional y local, hace mucho que hubiese dejado de existir.

 

Ciertamente hay sociedades –especialmente en Latinoamérica, gran parte de Asia y muchos países en desarrollo– en los que es difícil encontrar altos niveles de confianza fuera del círculo de la familia, en un sentido amplio. Esto daña el funcionamiento del intercambio económico. Pero estas circunstancias tienen poco que ver con los mercados per se y mucho más con patrones culturales, que existen desde hace siglos, profundamente establecidos y difíciles de cambiar.

 

Hay muchísimo espacio para el debate constructivo entre católicos acerca del papel en la economía de gobiernos, leyes, bancos centrales y otras instituciones estatales. De hecho, nunca ha sido mi impresión que Francisco esté empecinado en un masivo incremento de la intervención estatal para abordar cualquier cuestión económica (Desgraciadamente, no comparto esta graciosa concesión que el autor hace al Papa Francisco. El paréntesis es mío) Pero con las incesantes llamadas a desenfoques económicos en documentos papales y por parte de prominentes figuras asociadas al pontificado de Francisco, no es fácil tener ninguna confianza en que la mayoría de los que han guiado sus reflexiones pontificias en materias económicas tengan un genuino interés en ningún tipo real de diálogo con nadie que no encaje en el espectro que va desde el populismo de extrema izquierda hasta el común y corriente neo keynesianismo[7].

 

En contra de lo que muchos opinan, la izquierda no tiene el monopolio de la preocupación por los pobres o de las buenas ideas sobre cómo ayudarles. Pase lo que pase en este pontificado o en el siguiente, el papado y otros líderes católicos de la Iglesia tienen una desesperada necesidad de ampliar dramáticamente los círculos de opinión que consultan en asuntos económicos como la riqueza o la pobreza. Si no lo hacen, me temo que seguiremos viéndoles haciendo ampulosas y desorientadas declaraciones ciegas acerca de esas materias que reflejan una carencia esencial de la apertura a dialogar en la que Fratelli Tutti insiste que debemos priorizar en todas partes.

 

Un cajón de sastre misceláneo

 

Las dos preocupaciones que señalo aquí no deben ser vistas como indicadoras de que considero Fratelli Tutti como un documento desenfocado en su conjunto. Hay en ella muchas partes en las que creo que la encíclica pone el dedo en la llaga.

 

Entre otras cosas, éstas incluyen su énfasis en el papel destructivo creado por el relativismo moral en las sociedades contemporáneas (206), la importancia perenne del perdón en un mundo en el que es parte de la condición humana (236-249), y su referencia conclusiva a uno de mis santos favoritos, el Bienaventurado Charles de Foucauld –un aristócrata disoluto, oficial del ejército, agnóstico que se convirtió en sacerdote y ermitaño el norte de África francés– como ejemplo de la fraternidad cristiana.

 

Dicho esto, la encíclica refleja el amplio espectro de los comentarios que han caracterizado desde el principio el pontificado de Francisco. Reflexiones genuinas que brotan directamente del Evangelio y, a menudo, profundas meditaciones sobre las Escrituras hebreas y cristianas van codo con codo con historias dudosas, afirmaciones generalizadas no soportadas por la evidencia sobre asuntos que requieren la máxima prudencia y una buena cantidad de lo que sólo podría describir como adhesión a utopías.

 

Sin embargo, cuanto más profundizo en Fratelli Tutti más tengo la sensación de que esta encíclica no es sólo una larga recopilación y elaboración del pensamiento del Papa. También me crea la impresión de que es un tipo de discurso de despedida de su papado –uno en el que bien podría haber dicho todo lo que tenía que decir. Esto no significa que el pontificado de Francisco se está deslizando hacia su final. Pero Fratelli Tutti presenta todos los signos de ser un documento de recapitulación. Y deja la viva impresión de que la Iglesia Católica es lo que cualquiera imagine que sea.

 

 

 

                                                                   ***               

 

 

No puedo por menos que complementar lo escrito por el Dr. Samuel Gregg con unas líneas que completen los comentarios que el autor hace sobre el párrafo 168 de la encíclica. Para ello, empiezo por transcribir íntegramente dicho párrafo:

 

168. El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales. Se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Por una parte, es imperiosa una política económica activa orientada a «promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial»[140], para que sea posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. La especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos. Por otra parte, «sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha dejado de existir»[141]. El fin de la historia no fue tal, y las recetas dogmáticas de la teoría económica imperante mostraron no ser infalibles. La fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una sana política que no esté sometida al dictado de las finanzas, «tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos»

 

Se tacha al pensamiento liberal de pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente”. Me parece que esta afirmación va contra la más elemental experiencia histórica. Si hay algo que ha hecho el pensamiento liberal es adaptar sus principios básicos que, efectivamente, no cambian, al signo de los tiempos en cada momento histórico, oponiéndose siempre de forma diferente a toda corriente intervencionista o estatalista de cualquier tiempo. Tachar a los principios de recetas repetitivas es algo que no debería hacer una encíclica, pues pasa lo mismo con los principios cristianos. No cambian en su sustancia, aunque se apliquen de manera distinta en cada circunstancia histórica.

 

El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales. Con los términos “goteo” o “derrame” habituales en las encíclicas anteriores de este Papa, pero que jamás había oído anteriormente, el Papa debe referirse al hecho de que la creación de riqueza que ha generado de forma ininterrumpida la economía de libre mercado cuando, a partir de hace tres siglos, se ha podido llevar a la práctica de forma más o menos completa, tras el fin paulatino de los estados absolutistas generadores de monopolios injustos y arbitrarios, va derramándose o goteando a todas las capas de la sociedad. Esto es algo de una evidencia histórica tan incontestable, que casi no merece ser comentado. Ciertamente, no resuelve la inequidad, pero sí hace retroceder de manera acelerada la pobreza. Ésta ha retrocedido de forma espectacular en los últimos tres siglos, pasando de ser el estado de la inmensa mayoría de los habitantes del mundo a que la pobreza extrema suponga hoy en día, a nivel mundial menos de un 10%[8]. Y si la pobreza se resiste a desaparecer en muchas partes del mundo, no es porque la economía de libre mercado lo impida sino, al contrario, porque los tiranos y/o señores de la guerra de los países de pobreza crónica no crean las condiciones de seguridad jurídica necesarias para el desarrollo del libre mercado y la libre iniciativa, única manera de crear riqueza. Por otra parte, ningún liberal dice que la creación y desarrollo empresarial sea el único camino para resolver los problemas sociales. Dentro del sistema de libre mercado y posibilitado por él, caben, y han aparecido, una inmensa cantidad, sin parangón en la historia, de organizaciones humanitarias, ONG’s, fundaciones, etc. que existen actualmente y que tanto bien social hacen en todo el mundo. Es difícil negar que estas organizaciones libres hacen llegar a los más necesitados el dinero que mucha gente da de forma inmensamente más eficaz que cualquier mecanismo de ayuda que pueda instituir el estado.

 

Se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Esta afirmación es, para empezar, ambigua y un tanto demagógica por varios motivos.

 

Para empezar, las inequidades entre distintas regiones del planeta están disminuyendo. La diferencia entre determinados países de Latinoamérica (No Cuba, Venezuela o Bolivia, desde luego) o de Asia y el mundo desarrollado ha disminuido considerablemente. Otra cosa diferente son la mayoría de los países de África, anclados en la pobreza por culpa, no de la economía de mercado, sino de sus tiranos que, como se ha dicho en el párrafo anterior, impiden que ésta se desarrolle. No he visto ni una sola palabra de condena para éstos tiranos ni para las mafias que, generalmente en connivencia con los tiranos, trafican con seres humanos en ninguna encíclica social de Francisco. En el interior de cada país es difícil generalizar si la desigualdad está disminuyendo o aumentando. Ocurren cosas diferentes en diferentes países sin que sea fácil una generalización. Pero no puedo dejar de señalar la trampa de la llamada “pobreza relativa”. Este concepto califica como pobres a aquellos que ganan menos de un determinado porcentaje de la mediana de renta. Esto conduce a la imposibilidad matemática de erradicar este tipo de pobreza, ya que siempre habrá personas que estén por debajo de ese umbral, por mucho que se desarrolle su país. Esto produce la paradoja de etiquetar de “pobres” a personas que viven en medio de comodidades impensables hace unos decenios para la mayoría de las personas. Está también el falso mantra que dice que “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. No cabe duda de que la primera parte del mantra es cierta: Los ricos son cada vez más ricos. Pero la segunda parte es radicalmente falsa. Los pobres no son cada vez más pobres, son cada vez menos pobres o, lo que es lo mismo, más ricos. Este falso mantra lleva a una creencia, también falsa, de que la economía es un juego suma 0 en el que, si alguien gana más, es a costa de que otro gane menos. Ojalá hubiese en el mundo cada vez más ricos como Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Elon Musk o, a nivel de España, Amancio Ortega o Juan Roig. Porque estos ricos, lo que hacen es crear riqueza, no sólo para las personas que trabajan, directa o indirectamente, para ellos sino, sobre todo, para los cientos de millones de usuarios de sus productos que resuelven muchas necesidades y crean riqueza y crean bienestar para ellos. Lo que hagan con su riqueza, justamente ganada, estos ricos riquísimos es algo que compete a su conciencia. Creo que es aplicable para ellos, en grado superlativo, lo que dice Pío XI en su encíclica “Quadragessimo Anno” y que puede leerse en la nota a pie de página nº 6 de este escrito.

 

Pero, además, es evidente, por otra parte, que las nuevas formas de violencia social no están causadas por la economía de mercado. En los últimos 50 años, la violencia ha surgido de la pobreza, o del Islam –personajes como Bin Laden no eran precisamente pobres–, o de las ideologías totalitarias y totalizadoras de cualquier tipo, pero desde la segunda guerra mundial, exclusivamente de izquierdas –ni los militantes de ETA, las Brigadas Rojas o de Baader Meinhof eran tampoco pobres, sino más bien vástagos de clases medias acomodadas–, pero jamás de la desigualdad[9]. Por eso, en los últimos decenios, nadie que tenga ojos en la cara puede dejar de ver que, precisamente por el retroceso de la pobreza, la lucha de clases marxista ha perdido su virulencia y su violencia, hasta el punto de casi dejar de existir. Las nuevas formas de violencia social –escraches, manifestaciones vandálicas politizadas como los chaquetas amarillas en Francia, los disturbios de Chile, las manifestaciones separatistas de España etc.–, tras el fin del terrorismo ideológico occidental, tienen su origen en los movimientos populistas-comunistas que incitan a la envidia, al resentimiento y al odio y contra los que tampoco he leído una sola palabra de condena por parte de las encíclicas sociales de Francisco.

 

Por una parte, es imperiosa una política económica activa orientada a «promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial»[140], para que sea posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. Esta frase es, realmente, de traca. Si hay algún sistema que cuando se le ha dejado actuar a favorecido la diversidad productiva y la creatividad empresarial ese sistema ha sido el de libre mercado y es también este sistema el que históricamente ha hecho posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. Ciertamente, la tecnología hace que la misma cantidad de bienes se pueda hacer con menos mano de obra. Pero es pura miopía histórica no ver que eso queda sobradamente contrarrestado, como tendencia a largo plazo, por la creación de nuevos bienes y servicios. Esta llamada “destrucción creativa” no ha dejado de crear puestos de trabajo, aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores y su tiempo de ocio, desde hace tres siglos. Un logro que de ninguna manera puede apuntarse ningún régimen socialista ni socialdemócrata dispuesto a ahogar en impuestos a emprendedores y empresas para alimentar un estado gordo y despilfarrador que utiliza de forma ineficiente los recursos que quita a los ciudadanos, que los usarían eficientemente en lo que estimasen oportuno. La alternativa a esta “destrucción creativa” es la defensa a ultranza de industrias y sectores obsoletos y sus puestos de trabajo. Eso es lo que, al final, genera paro –la mayor desigualdad– y nos puede acercar a países como Venezuela.

 

La fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una sana política que no esté sometida al dictado de las finanzas. A raíz del COVID-19 parece que puedan ser convenientes determinadas actuaciones públicas. Pero si estas son posibles, lo son gracias a la riqueza previamente creada por la economía de libre mercado. Ocurre, sin embargo, que una de las razones que dificultan esa intervención pública es, precisamente, el engordamiento previo del estado que ha llevado al límite un sistema impositivo asfixiante y que, además, ha hecho que la mayoría de los gobiernos, llevados por el neo-keinesianismo, hayan llevado a sus países a unos niveles de deuda previos a la pandemia que difícilmente pueden aumentarse. Sin embargo, las políticas monetarias expansivas están creando la ficción de que esto es posible. Prefiero no pensar demasiado en qué pueden acabar todas estas intervenciones públicas construidas sobre una torre de impuestos y deuda pública ya tambaleante. El dictado de las finanzas es como la ley de la gravedad. Mientras se está en medio del camino de caída entre el piso 20 y el suelo, puedes creer que has vencido a la “tiranía” de la ley de la gravitación universal, pero pronto se dará cuenta el que está cayendo que no lo ha logrado. Y no cabe echarle la culpa a la ley de la gravedad de estar en esa situación. Las finanzas, públicas y privadas, no pueden liberarse de la necesidad de políticas financieras sanas y racionales, contrarias a populismos despilfarradores.

 

«tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos». No tengo la menor objeción que poner a esta frase, pero sí que me pregunto dónde está más en el centro la dignidad humana, si en países como Estados Unidos, Alemania, Francia o Canadá, con todas las deficiencias y lacras que estos países puedan tener, o Venezuela, Cuba, Somalia o República Centroafricana. Creo que no cabe duda sobre cuál es la respuesta ni sobre lo que tienen en común los países del primer grupo. Es únicamente en el primer grupo en el que existen políticas económicas para la ayuda a los más vulnerables. Y, una vez más, esto ha sido posible gracias a la riqueza previamente creada en estos países por la economía de libre mercado.

 

Termino aquí con gusto mis comentarios, porque la verdad es que tanto lenguaje lleno de tópicos y lugares comunes tan falsos como demagógicos, que seguramente serían suscritos en su mayoría por personas como Maduro o Pablo Iglesias, me estaba sacando de mis casillas. Siento mucho que el Papa Francisco no añada a su equipo de consejeros económicos a economistas que no vean la realidad con la deformación que introducen los que tiene. Pero no puedo acabar sin citar una frase de otra encíclica social de otro Papa; san Juan Pablo II. Es notable la evolución que tuvieron las encíclicas sociales de este Papa. Evolución que culmina en la encíclica “Centessimus Annus”, en la que puede leerse:

 

“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja.

Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva.

Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio integral del ser humano, cuyo centro es ético y la considere como una particular dimensión de la misma, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Juan Pablo II; Centessimus annus Nº 42.

Ciertamente, la definición de capitalismo es la primera y es una de las mejores definiciones que he leído nunca. Lo que los anglosajones llama “the rule of law” o seguridad jurídica en español, es una de las condiciones de necesidad para la existencia del libre mercado y el capitalismo. La segunda definición pueden ser las semillas de corrupción que, como toda institución humana, tenga el capitalismo o tan sólo la definición que hagan de él determinadas minorías marginales de libertarianos, de los que ya he hablado más arriba.

Creo que me he extendido demasiado en estas líneas. Sin embargo, me quedo muy lejos de las 43.000 palabras de la Fratelli Tutti. He utilizado algo más de 5.500 palabras. 5.837 para ser exactos. No obstante, pido perdón por mi verborrea incorregible.



[1]  En la referencia [3] de la encíclica señala el origen de esta cita. S. Francisco de Asís, Regla no bulada de los hermanos menores, 16, 3.6: FF 42-43; cf. ibíd., 120.

[2] El concepto de libertariano y libertarianismo, traducido literalmente del inglés libertarian o libertarianism, a falta de una palabra específica en español, se refiere a una corriente minoritaria de los liberales que creen que la libertad de mercado no debe estar sometida a ninguna regla ética o moral. La mayoría de los liberales clásicos rechazan semejante interpretación. No se ha usado la palabra libertario porque este término está más bien ligado a un anarquismo de izquierdas. (La nota es mía)

[3] No sólo no tienen influencia en la política económica de ningún país, sino que no forman parte de la corriente principal del pensamiento liberal. Más aún levantan la animadversión de muchos liberales. A este respecto, recomiendo encarecidamente la lectura del libro “Una defensa de un liberalismo conservador” de Francisco José Contreras, prologado por mí.

[6] No quiero dejar de citar aquí un párrafo de la encíclica “Quadragessimo anno” de Pío XI, que dice:

“50. Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino que, por el contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.

51. Ahora bien, partiendo de los principios del Doctor Angélico (cf. Sum. Theol. II-II q. 134), Nos colegimos que el empleo de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos”. Dos cosas importantes se desprenden de esta cita. 1ª que, si bien los seres humanos estamos obligados a atender las necesidades de los más necesitados con el dinero ganado lícitamente, esto es algo que atañe a la conciencia de cada uno, y 2º que si la inversión de esos capitales es “la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos”, parece importante que sean utilizados de la forma más eficiente posible. (La nota es mía)

[7] En mi modestia, he enviado varias cartas al Papa Francisco proponiéndole este diálogo. Sólo la primera vez obtuve una breve y cortés respuesta de uno de sus secretarios, en la que no había ninguna alusión a semejante diálogo. Entiendo perfectamente que así haya sido porque, al fin y al cabo, soy un perfecto desconocido anónimo. Pero no me cabe la menor duda de que otras personas, mucho más importantes y representativas de las ideas liberales de lo que yo pueda ser, habrán tenido contactos más directos que yo que no parece que hayan tenido respuesta efectiva. Y Francisco sólo tendría que hacer una leve señal para que cualquier economista liberal, católico o no católico, se pusiese a su disposición. (La nota es mía)

[8] Ese 10% se había rebajado hace unos años y seguía disminuyendo de forma espectacular. Es posible que por culpa del COVID-19 la pobreza haya vuelto a aumentar, pero no creo que se pueda achacar el COVID-19 y sus efectos a la economía de libre mercado.