29 de abril de 2011

Ante la beatificación de Juan Pablo II

Tomás Alfaro Drake

Hoy anticipo al viernes mi entrada del domingo, porque quiero hacer una entrada in memoriam Juan Pablo II, antes de su beatificación este domingo. Hago un post uniendo dos cosas que escribí poco despues de su muerte y una oración que escribió él cuando cumplió 65 años, que parece profética y que es enormemente consoladora ante la enfermedad incapacitante.

4-IV-2005

Me parece absurdo y pretencioso decir nada sobre Juan Pablo II, cuando tantas plumas y tantas personalidades han dicho tantas cosas de él. Lo que sí quiero expresar es la evolución de mi ánimo durante las horas siguientes a su muerte, porque me gustaría que eso permaneciese incluso después de que mi frágil memoria lo haya olvidado. Me permito, además, haceros partícipes de mis pensamientos porque la fe es algo público y todos nos podemos iluminar a todos con la pequeña luz de cada uno. Esta es la mía.

Estaba delante de la televisión cuando se dio la noticia. Llamé a mi familia y rezamos un Padrenuestro. Después me cayó como una losa encima. Guardo un recuerdo lejano del día en que murió mi padre cuando yo tenía 14 años. Guardo, en cambio, un nítido recuerdo de mi padre vivo, dos años antes de su muerte, llorando con lágrimas viendo en la televisión el entierro de Juan XXIII. En el momento de la muerte de Juan Pablo II se me vino esa imagen a la mente y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contener las lágrimas y el llanto abierto. Un absurdo pudor me impidió dar rienda suelta a mis sentimientos y tuve el dudoso éxito de ser capaz de contenerme. Pero puedo decir que, hasta donde pueda fiarme de mi recuerdo, me sentí más triste este sábado que el día de la muerte de mi padre, al que quería enormemente. Este sábado me he sentido invadido por un inmenso sentimiento de orfandad.

Blanca había recibido numerosos mensajes por el móvil diciendo que cuando muriese el Papa, fuéramos a rendirle un homenaje póstumo allí donde nos habíamos despedido de él, en la plaza de Colón. Efectivamente, allí estuve en la Misa que celebró por las canonizaciones en su última visita. Con el ánimo por los suelos fui a rendirle ese último homenaje y a rezar por él con los que allí se congregasen. Fui pronto, a eso de las 11 de la noche.

La espontaneidad se traduce a veces en desorganización. Allí, en Colón, había muchas personas, reunidas en pequeños corros, cada uno centrado en su oración. Las oraciones se mezclaban a veces entre ellas y con gritos de ¡Viva el Papa! o ¡Juan Pablo II te quiere todo el mundo! A decir verdad, yo no me encontraba con ánimos de gritar, ni siquiera vivas al Papa. Hasta me molestaron un poco los gritos. Me acerqué a un grupo de chicos muy jóvenes –debían ser todavía colegiales– que estaban rezando el Rosario, de rodillas, en círculo alrededor de una cruz que habían hecho en el suelo con cirios. Estaban terminando de rezarlo. Cuando acabaron, uno de ellos, un poco mayor que los demás, siempre de rodillas, tomo la palabra y, con un entusiasmo contagioso les dijo algo así como:

“Acordaros de lo que nos decía: ‘¡No tengáis miedo!’ ‘¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!’ En este momento nos lo sigue diciendo desde el cielo. Ofrecedle vuestros estudios. Él quería que los cristianos fuésemos gente muy preparada para poder dar un testimonio mejor. Y, al próximo Papa vamos a quererle tanto como a este. Es el Espíritu Santo el que lo va a elegir”.

Toma del frasco... Primer aldabonazo. Cuando se levantaron, les pregunté si pertenecían a algún grupo, movimiento, colegio, parroquia o algo. El que les había dicho la frase me contestó:

“No. Somos un grupo de amigos, católicos, comprometidos con nuestra fe, que nos hemos hecho más amigos y hemos crecido en número gracias a Juan Pablo II. Somos la semilla de Juan Pablo II”.

Más del frasco... Segundo aldabonazo. En ese momento fue cuando empecé a sentir que algo como un viento del Espíritu se movía por Colón. A medida que pasaba el tiempo entre oraciones, gente que traía megáfonos y gritos de vivas al Papa que cada vez me molestaban menos, la plaza se iba llenando. En un momento, me decidí a dar una vuelta por entre la gente. Por todas partes había distintos grupos con distintas iniciativas. Rosarios, meditaciones improvisadas, cantos de diversa índole, todos religiosos. De repente, me encontré con un grupo de Kikos. Algunos de ellos, con guitarras y percusión en el centro cantaban y marcaban un ritmo entre hebreo y africano a otros que bailaban en círculos concéntricos que giraban cada uno en dirección contraria a los adyacentes. Se respiraba alegría en su danza y su canto. Tengo que reconocer que me produjo un cierto escándalo verlos aparentemente ajenos a la muerte del Papa. Mientras los miraba con escepticismo, se acercó una cámara de televisión con su foco y Almudena Ariza micrófono en mano. Enfocaron a una chica de unos 25 años que estaba bailando y Almudena Ariza le dijo:

No entendemos nada, se supone que deberíais estar tristes. Se ha muerto el Papa.

Con enorme naturalidad, la chica le contestó:

¿Por qué? Cristo ha resucitado. Por eso sabemos que el Papa está con Él en el cielo. Desde allí cuida de nosotros y de toda la Iglesia más aún de lo que lo hacía cuando estaba entre nosotros. Además, el Papa hubiese querido que estuviésemos alegres. Y nosotros estamos dando gloria a Dios por el regalo que nos ha hecho con este Papa.

Tercer aldabonazo. La tristeza se me fue como por ensalmo. ¡Qué tres lecciones! A partir de ese momento, me puse a recorrer toda la plaza. Bailé con los neocatecumenales, recé en los círculos de oración que me encontraba, canté donde se cantaba. Parecía como si todo el mundo estuviese esperando a que Juan Pablo II apareciese de un momento a otro en la plaza de Colón. Me acordé de la anécdota que se cuenta sobre el Papa cuando estuvo en Zaragoza. Dicen que en la plaza de debajo de la ventana donde él estaba durmiendo se congregaron varios grupos de bailadores de jotas. Era tarde y había quien pensaba que estaban molestando al Papa. Entonces apareció Juan Pablo II en la ventana y les dijo: “Dicen que el que canta reza dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que baila? En todo momento tuve la vívida impresión de que el Espíritu Santo volaba por la plaza de Colón, dando a cada uno su carisma. Esta es la Iglesia a la que pertenezco. Llena de dones, de carismas y de diversidad, alegre en la tristeza y plena en la alegría, todos alrededor de una única Verdad; Cristo Resucitado. Entonces vi que todo este humus que ha estado formándose y alimentando semillas en la oscuridad durante los últimos 27 años de la vida de Juan Pablo II, germinará. No puede hacer otra cosa que germinar, después de que el grano de trigo ha muerto. Romperá la costra de aparente indiferencia, apatía y rechazo. André Malraux dijo que el siglo XXI será el siglo de la espiritualidad o no será nada en absoluto. Pues bien; será el siglo de la espiritualidad, porque la humanidad está, en lo más profundo de sí misma, harta de la nada. Pero este florecer de la estepa, no ocurrirá ante la pasividad del Mal. Pío XII, antes de ser Papa, dijo: “Doy gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues, derecho a ser mediocre”.

Ayer Domingo fui por la noche a la Almudena y, muy por encima de la pésima organización del acto, probablemente desbordados –los organizadores– por una respuesta popular mayor de la que esperaban, seguí percibiendo lo mismo.

Pero hoy lunes ha regresado el sentimiento de orfandad. Hoy empieza lo heroico, la lucha contra la mediocridad. Hacer que cada día sea un renacer. Que cada día sintamos que Cristo vive y que el Espíritu vivifica a su Cuerpo Místico, nosotros, la Iglesia. Y que suya será la victoria.

Tomás Alfaro Drake


10-IV-2005

Si se me perdona el símil taurino, Juan Pablo II ha muerto como un toro bravo. Puede parecer irreverente, pero no lo es. Para una persona que le gusten los toros, no hay nada más emocionante que la muerte de un toro bravo. Herido de muerte, en el centro del ruedo, sin buscar el arrimo de las tablas de toriles, donde van a morir los toros mansos, lucha tambaleante por tenerse en pie, con la cabeza erguida, la frente alta, desafiante. Está casi muerto, pero el matador se acerca a él con respeto. Al borde de la muerte, sigue siendo un animal terrible que puede asestarle una cornada mortal que le haga correr la misma suerte que el astado. Más de un matador ha atestiguado esto con su vida.

Naturalmente, las armas de Juan Pablo II, no eran la violencia de una embestida o una mortífera cornada. No. Las armas del Papa eran la caridad y la verdad. Y el fruto de su posible ataque, la conversión del pecador. Pero ahí ha estado hasta el final, erguido, desafiante. Los malos taurinos le pedían que se recostase en tablas, que los cabestros saliesen para llevárselo del ruedo a morir donde nadie le viera. Pero él no. Él, armado con la fiereza de la caridad fiera nos decía cómo había que morir. En días en que se llama muerte digna a una muerte miserable, él nos daba lecciones de dignidad y grandeza a las puertas de la muerte. Se apoyaba en la cruz de Cristo y elevaba la mano bendiciendo con la misma cruz. Con la bravura y la mansedumbre pasa una cosa curiosa. Un toro bravo es un toro fiero, pero con nobleza. Un toro manso es un toro taimado y traicionero que recula para llevarte a su terreno y allí cornearte. La mansedumbre que nos pide Cristo es bravura. La bravura de los mártires y de los santos. La fiereza de la caridad fiera, el estandarte de la verdad izado, pero la nobleza de ser uno mismo, íntegro, sin dobleces. Y el mundo reconoce la bravura en la auténtica mansedumbre cristiana. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, nos dijo Cristo. ¡Qué humildad la de Juan Pablo II viendo estadios enormes llenos de gente aclamándole y sabiendo que ni uno solo de esos aplausos eran para él! Sabía que todos eran para Cristo del que él tanto aprendió en la oración.

Cuando el toro bravo cae, no dobla las manos y las patas tranquilamente. No. Se derrumba con estrépito y rueda. Y el público, como movido por un resorte se pone de pie y brinda un homenaje a la fiera con una cerrada, larga y emocionada ovación. Y en el arrastre, se repite la escena.

Así ha ocurrido con Juan Pablo II y el ejemplo de su fiera caridad, de su lucha por la verdad, de su condena a la cultura de la muerte apoyándose en el ejemplo. La ovación ha sido apoteósica, unánime. Sus detractores han tenido que agachar la cabeza y callarse o, si han expresado sus críticas, se han encontrado con la conmiseración derivada del contraste entre su mezquindad y la grandeza del Santo Padre. Pero cuando el tiempo pase, cuando el recuerdo se enfríe, volverán a la carga. Entonces, cuando eso ocurra, no nos dejemos engañar. La memoria histórica es muy débil. Apenas se habían apagado los ecos de los elogios a Pío XII, tras su muerte, como defensor de la paz y salvador de cientos de miles de judíos , cuando nos empezaron a robar su memoria con calumnias, que todavía hoy arrecian, haciéndole poco menos que corresponsable con Hitler del holocausto[1]. Que nuestra memoria no nos falle entonces. Juan Pablo II ha sido uno de los seres humanos más grandes que Dios ha dado como regalo a la humanidad.

No me resisto a terminar con unos versos del poema “Vientos del Pueblo” de Miguel Hernández.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
.........................................
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal valiente
toda la creación ensancha.

Espero que nadie se sienta molesto con el símil taurino que he elegido. Desde luego no los que admiramos la bravura del toro de lidia.

Gracias, Juan Pablo II, por esta última lección ejemplar de cómo termina una vida digna con una muerte digna.

Tomás Alfaro Drake

[1]“Durante el decenio del terror nazi, cuando nuestro pueblo sufría un terrible martirio, la voz del papa se elevó para condenar a los perseguidores y apiadarse de sus víctimas”. Golda Meir. “La Conferencia Central de los Rabinos Americanos se une con profunda conmoción a los millones de miembros de la Iglesia católica romana por la muerte del papa Pío XII. Su amplia simpatía por todos, su sabia visión social y su comprensión lo hicieron una voz profética para la justicia en todas partes. Que su recuerdo sea una bendición para la Iglesia católica romana y para el mundo”. Jacob Phillip Rudin, presidente de la conferencia de rabinos americanos. “Nosotros, miembros de la comunidad judía, tenemos razones particulares para dolernos de la muerte de una personalidad que, en cualquier circunstancia, ha demostrado valiente y concreta preocupación por las víctimas de los sufrimientos y de la persecución”. Doctor Brodie, rabino jefe de Londres. “La voz de Pío XII es una voz solitaria en el silencio y en la oscuridad en la que ha caído Europa en esta Navidad. Él es el único soberano del continente que tiene la valentía de levantar su voz... Sólo el papa ha pedido respeto por los tratados, el fin de las agresiones, un trato igual para las minorías y el cese de la persecución religiosa. Nadie más que el papa es capaz de hablar a favor de la paz”. New York Times, 25 de Diciembre de 1941. “Es necesario un serio análisis sobre la actuación de Pío XII... Será misión de Juan Pablo II y sus sucesores dar los pasos necesarios para reconocer el fallo de la Iglesia frente a la maldad que dominó Europa”. New York Times, 18 de Marzo de 1998. (Chocante e inexplicable el cambio de opinión del New York Times). Pinchas E. Lapide, historiador judío, para recobrar la memoria histórica y hacer justicia, escribió en 1967 el libro “Three Popes and the Jews” en el que cifra en 850.000 los judíos salvados gracias a Pío XII.


Acto de abandono en la misericordia de Dios

Oración pronunciada por Juan Pablo II a sus 65 años, en 1985


Señor, hace ya sesenta y cinco años que me diste el don inestimable de la vida y, después de mi nacimiento, no has cesado de llenarme de tu gracia y de tu amor infinito. A lo largo de estos años se han entretejido grandes alegrías, pruebas, éxitos, fracasos, enfermedades, duelos… como le ocurre a todo el mundo. Ayudado por tu gracia y tu auxilio, he podido triunfar de estos obstáculos y avanzar hacia ti. Hoy me siento rico en mi experiencia y en el gran consuelo de haber sido colmado de tu amor. Mi alma te canta su reconocimiento.

Pero cada día veo a mi alrededor ancianos a los que envías fuertes pruebas: sufren parálisis, incapacitación, senilidad, y a menudo no tienen fuerza para rezarte. Otros han perdido el uso de sus facultades mentales y no pueden alcanzarte a través de su mundo irreal. Veo la vida de esas personas y me digo: «¿y si fuese yo?» Entonces, Señor, hoy mismo, mientras estoy todavía en posesión de todas mis facultades motrices y mentales, te ofrezco por anticipado mi aceptación de tu santa voluntad, y desde ahora quiero que si una u otra de esas pruebas me llegan, pueda servir para tu gloria y para la salvación de las almas. También desde ahora te pido que sostengas con tu gracia a las personas que tengan la ingrata tarea de prestarme su ayuda.

Si un día, la enfermedad invadiese mi cerebro y aniquilase su lucidez, desde ahora, Señor, mi sumisión está delante de ti y se seguirá de una silenciosa adoración. Si un día, un estado de inconsciencia prolongada tuviera que destruirme, yo quisiera que cada una de esas horas que tenga que vivir sea una serie ininterrumpida de acciones de gracias y que mi último suspiro sea también un suspiro de amor. Mi alma, guiada en ese instante por la mano de María, se presentará ante ti para cantar eternamente tus alabanzas. Amen.

27 de abril de 2011

Frases 27-IV-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010

Vosotros sabéis que yo insisto mucho en la relación entre fe y razón, en que la fe, y la fe cristiana, sólo encuentra su identidad en la apertura a la razón, y que la razón se realiza si trasciende hacia la fe. Pero del mismo modo es importante la relación entre fe y arte, porque la verdad, fin y vida de la razón, se expresa en la belleza y se autorrealiza en la belleza, se encuentra como verdad. Y donde está la verdad debe nacer la belleza. Donde el ser humano se realiza de modo correcto se expresa en la belleza. La relación entre verdad y belleza es inseparable y por eso tenemos necesidad de la belleza.

Benedicto XVI en su visita a Santiago y Barcelona en Noviembre del 2010

17 de abril de 2011

Sobre religiones, violencia y guerras

Tomás Alfaro Drake

No suelo ser un navegante activo que vaya de blog en blog. Vivo muy atareado y bastante tengo con mantener activo mi blog. Sin embargo, el otro día, mi amigo Jaime Chicheri me mandó un mail con el enlace a un vídeo en el que la doctora Wafa Sultán habla sobre el Islam. Su testimonio es tan impresionante como veraz. Incluso en algunas cosas se queda corto. Pero después ver el vídeo, me fije en algunos comentarios y vi el siguiente:

  • Con todos mis respetos hacia esta persona y su sufrimiento, pienso que está equivocada en algo: el problema no es el Islam. El problema son las religiones y sus seguidores fanatizados. TODAS las religiones. Y sus normas absurdas, arcaicas y contrarias a la racionalidad humana.

solserpiente hace 2 días

Esto del anonimato en internet hace que cualquier indocumentado pueda poner lo primero que se le ocurre o lo que ha oído de cualquier papanatas de turno. Y esa de que TODAS (en mayúscula en el texto del comentario de solserpiente) las religiones son fanatismos engendradores de violencia es una de esas idioteces sin sentido repetida innumerables veces. Dejaré el Islam de lado para hablar de la religión que mejor conozco: el cristianismo. Aportaré datos de la historia y comparé la violencia, en forma de guerras (Sobre el tema de la Inquisición ya hablé en un post del 24 de Enero del 2008) traída por el cristianismo (y por las religiones en general) con la violencia creada por la errada racionalidad humana. A la luz de esto, contestaré a solserpiente (por cierto, hay pseudónimos que merecerían la atención especial de Freud).

Ciertamente, existen las llamadas guerras de religión provocadas por el mundo cristiano, ya se hayan desarrollado entre cristianos o entre cristianos y otras religiones. Permítaseme citar cuatro. Posiblemente haya más, pero son de una envergadura muy limitada. Las voy a citar por orden cronológico. Son las cruzadas, las guerras de Carlos V, las guerras de religión de Francia, en la que se enmarca la matanza de hugonotes de la noche de san Bartolomé y la guerra de los 30 años. Hablaré Primero de la guerra de los 30 años, luego de las de Carlos V, después de las guerras de religión francesas y la matanza de san Bartolomé. Por último, abordaré las cruzadas.

La guerra de los 30 años fue una guerra muy sangrienta que asoló y empobreció a Europa durante 30 años a partir de 1618. Pero no fue una guerra de religión. O, al menos, no fue más que muy secundariamente una guerra de religión. Ciertamente, la elección de Fernando II –hombre de vehemente catolicismo, pero sobre todo, partidario de la unión religiosa como forma de unidad política– como emperador de Austria-Hungría, no fue lo más conveniente para la paz. Cuando el emperador mandó unos embajadores para hablar con los nobles checos secesionistas, en su mayoría calvinistas, éstos defenestraron en Praga a los enviados imperiales y nombraron príncipe de Bohemia a Federico V del Palatinado, calvinista como ellos. Casi inmediatamente hicieron del calvinismo una especie de bandera diferenciadora entre un bando, el imperial, católico, y el independentista, calvinista. Empezó, por tanto, como una guerra local y nacionalista de secesión. Pero en el equilibrio político de la época, el conflicto se generalizó y la mayoría de los príncipes alemanes se alinearon con los independentistas, ya que su enemigo común era el hegemónico imperio Austro-húngaro. Como gran parte de los príncipes alemanes habían abrazado el protestantismo, parecía que había un bando protestante y otro católico. Pero había no pocos príncipes protestantes en el lado llamado católico y viceversa, debido a sus intereses políticos. La católica España, regida por la dinastía Habsburgo, aliados de sus primos austriacos, tomó partido por el imperio. Pero la no menos católica Francia, cuyos intereses políticos eran contrarios a España y al imperio, entró del lado supuestamente protestante. ¿Guerra de religión? Desde luego, no principalmente. No más de lo que lo haya podido ser la “guerra” del Ulster entre “católicos” y “protestantes”.

Mayores tintes religiosos tuvieron las guerras de Carlos V. Pero, aún así, estimo que sus raíces hay que buscarlas en cuestiones políticas. El triunfo del protestantismo en Alemania tuvo un componente no despreciable de rechazo de los príncipes alemanes al papado, mucho antes de que apareciese en escena Lutero, no en cuanto a institución religiosa, sino en cuanto a actor político de los Estados Pontificios, como un Estado más, en la Europa de la edad media. Las guerras entre güelfos –partidarios del papado– y gibelinos –partidarios del emperador–, son muy anteriores a la reforma luterana. Ésta encontró el caldo de cultivo en el sentimiento de rechazo político de los alemanes contra el papado. Y ese odio político fue el que atizó el fuego de la reforma luterana contra el papa y el emperador, en este caso, el católico y españolizado Carlos V. La codicia se unió a este rechazo político para el éxito de la reforma luterana. Efectivamente, los príncipes alemanes que abrazaban la reforma, se adueñaban de los bienes de la Iglesia. La pólvora estaba cebada y era política y económica. La religión fue instrumentalizada para atizar esos intereses preexistentes. Se puede decir que la riqueza de la Iglesia y la existencia de los Estados Pontificios eran elementos muy negativos. Básicamente, aunque con muchas puntualizaciones, podría estar de acuerdo con esto, pero lo cierto es que esto poco o nada tiene que ver con la religión.

Las llamadas guerras de religión francesas, que fueron hasta ocho, son en realidad guerras entre distintos elementos de la nobleza francesa, con sus aspiraciones de poder por medio y que, al final, acabaron siendo una guerra de sucesión ante la evidencia de que el rey de Francia, Enrique III, moriría sin descendencia. Su origen hay que buscarlo en el rey de Francia Francisco I, contemporáneo de Carlos V y al que se opuso siempre porque por su culpa, el rey de Francia vio frustradas sus aspiraciones a ser emperador de Alemania. Para ello, apoyó todo lo que pudo a los príncipes alemanes, en su mayoría protestantes, que se oponían al emperador Carlos. Pero también veía en sus súbditos protestantes, calvinistas en su mayoría, una amenaza contra su poder real, por lo que les hacía la vida todo lo imposible que podía. El típico concepto francés de la política le llevaba a apoyar a los príncipes protestantes alemanes con una mano y a reprimir a sus súbditos protestantes con la otra, amén de a aliarse con los turcos otomanos con tal de meter palos en los radios de la bicicleta de Carlos V. Esa represión que, insisto, era más política que religiosa, se fue agudizando ante un progresivo debilitamiento del poder de la corona de Francia. Tras Enrique II, hijo de Francisco I, reinaron sucesivamente sus tres hijos, Francisco II, Carlos IX y Enrique III, enzarzados en una política sin escrúpulos por su intrigante madre Catalina de Medicis. Ante la evidencia de que no habría sucesión en la dinastía Valois, dos grandes familias se disputaban el poder. Los Borbón, reyes de Navarra con aspiraciones al trono francés, calvinistas formaban un bando. La familia Guisa, apoyaba el bando católico. Esas guerras culminaron en la llamada octava guerra de religión francesa, también conocida como guerra de los tres Enriques, Enrique III, Enrique de Borbón y Enrique de Guisa, los dos segundos aspirantes al trono de Francia cuando muriese Enrique III. Es decir, una auténtica guerra sucesoria. Alrededor de estos tres bandos tomaron partido los distintos reinos Europeos, evidentemente, para conseguir la mayor ganancia de pescadores en este río revuelto de Europa. Y como la seta venenosa, que envenena todo el guiso, se encontraba de por medio la intrigante Catalina de Medicis. Si alguien puede llamar a esto seriamente guerra de religión, que me lo diga. En medio de todos estos episodios de guerras políticas en Francia que instrumentalizan la religión, tuvo lugar el sangriento episodio de la matanza de los hugonotes en la noche del 23 al 24 de Agosto de 1572. Pero, aunque fue una masacre de protestantes llevada a cabo por católicos, lo que fue en realidad fue una matanza llevada a cabo por un bando político sobre otro, enmarcado en una guerra política gestionada por una monarquía débil que daba carrete a uno y otro bando aplicando burdamente lo de “divide y vencerás”. Nuevamente, decir que fue una matanza por la religión es como decir que los atentados del IRA en Irlanda del norte son por motivos religiosos.

Llegamos a las cruzadas, las más antiguas de las “guerras de religión” que traigo aquí. Lo primero que hay que hacer es encuadrar estas guerras en un marco histórico más amplio. Desde que en el año 634 Omar se convierte en el segundo califa, el Islam empieza una serie de guerras de conquista que llevan en el 711 a los árabes a conquistar, por el Oeste, toda España y el sur de Francia en Europa y, por el Este, grandes territorios en el Imperio Bizantino. Tanto el Imperio como la Cristiandad occidental reaccionan contra esas invasiones. El móvil musulmán para estas conquistas era, fundamentalmente, religioso. No así el de occidente y el Imperio, que era puramente defensivo. En esta óptica hay que entender el largo conflicto entre cristianos y musulmanes. Pero, aún en este marco, desde que en el siglo VII los musulmanes conquistaron Jerusalén, hasta el año 1076 en que esta ciudad cae en manos de los turcos selyúcidas, los peregrinos cristianos podían ir a Jerusalén con una relativa tranquilidad. En el año 1009, el califa Fatimí de Egipto, Al Hakem, conocido por la historia como el Nerón egipcio, destruye la basílica del Santo Sepulcro construida por la emperatriz Elena, madre de Constantino, en el siglo IV y la propia roca del sepulcro. Pero ni siquiera esto provoca una guerra de religión. Sin embargo, a partir de la conquista de Jerusalén por los selyúcidas, éstos someten a esclavitud o muerte a los peregrinos cristianos.

Paralelamente, tras la derrota bizantina en Mantzikert a manos de los selyúcidas en 1071, tras la que todo el Imperio está a punto de derrumbarse, los papas reciben reiteradas peticiones de auxilio por parte de los emperadores bizantinos. Miguel VII pide ayuda al Papa Gregorio VII en 1074 y, en 1095, Alejo I se la pide a Urbano II. El motivo de estas peticiones de ayuda no era religioso, sino militar, podríamos decir que hasta geopolítico, ya que si los tapones occidental y oriental a la expansión musulmana se derrumbaban, nada hubiera podido impedir la islamización de toda Europa. La razón para que esa ayuda se le pida al Papa reside en que éste era el único que podía aunar las fuerzas de la cristiandad occidental. Si no hubiera sido por estas ayudas, es más que probable que toda Europa fuese hoy día musulmana.

En medio de este ambiente, es en el que se produce la 1ª cruzada, que se inicia en el 1096. El ejército cruzado toma Jerusalén, pero los musulmanes, perpetuamente enredados en reyertas entre distintos reinos e intestinas dentro de cada uno de ellos, no ven a ese ejército como un ejército cristiano, sino como un contendiente más en esas guerras. De hecho, jamás la 1ª cruzada hubiese tomado Jerusalén si no hubiese sido por el juego de alianzas con unos y otros de los bandos musulmanes. Es bastante ilustrativo leer el libro de “Las cruzadas vistas por los árabes” de Amin Maalouf. Las cruzadas se prolongan hasta la octava, en 1270 y acaban con la expulsión definitiva de los francos de San Juan de Acre en 1291. Como todas las guerras, fue terriblemente sangrienta, y en muchas de sus fases tuvo aspectos lamentables por ambos bandos, pero no fue una guerra de religión.

Las cruzadas fueron, probablemente, la guerra geopolítica más larga que ha existido que, con distintas variantes, llega hasta nuestros días. Me atrevo a decir que, afortunadamente, parece que occidente ha mantenido su hegemonía, y espero que la siga manteniendo. Pero no ha sido fácil. Tuvo que haber un Carlos Martel y una España que los contuviera por occidente y, tras las cruzadas y la caída de Constantinopla en 1453, hubo que levantar en dos ocasiones el sitio turco sobre Viena, en 1529 y en 1683. Sin esta resistencia, Europa sería ahora, a buen seguro, musulmana. Las cruzadas me recuerdan, más que una guerra de religión, a la guerra entre Roma y Cartago, en la que lo que estaba en juego era qué visión del mundo iba a prevalecer, si la del derecho romano o la de la tiranía cartaginesa. Con las diferencias notables que puedan establecerse, las cruzadas se parecen más a la guerra que Escipión llevó a África contra Cartago que a una guerra de religión. O a la segunda guerra mundial, en la que el nazismo y la democracia enfrentaron sus diversas maneras de entender el mundo. O a la guerra fría entre el comunismo y la democracia, sólo que caliente.

Jugar a los futuribles es siempre ocioso, pero me atrevo a decir que si el reino latino de los francos hubiese subsistido en Palestina, la actual situación de oriente medio sería muy otra. Permítaseme citar un pasaje revelador. Ibn Yubayr, historiador andalusí, gran viajero, nacido en Valencia en 1145, viaja a Siria en época de los reinos cruzados poco después de la reconquista de Jerusalén por Saladino. En su cuaderno de viaje escribe:

“Al salir de Tibnin (Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de casa de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany -¡Alá nos libre de las tentaciones!–. Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad”.

No parece descabellado decir que si esa seguridad jurídica, que es uno de los pilares de occidente, se hubiese mantenido durante los siguientes ocho siglos y se hubiese extendido al mundo musulmán, éste no sería hoy lo que es.

Cambiemos, aparentemene, de tema. ¿Cuántos muertos se han producido por causa de las guerras en la historia de la humanidad? Es esta una pregunta difícil, si no imposible de contestar. Sin embargo, no falta quien lo ha intentado. La verdad es que los resultados no pueden ser más dispares. Cito a continuación los dos extremos, el más sensacionalista y el más moderado.

En el extremo sensacionalista, están muy extendidas unas cifras, cuyo origen han investigado recientemente los profesores Jongman y van der Dennen de la universidad de Groningen, en Holanda. Han llegado a la conclusión de que su origen se remonta a una fuente periodística sensacionalista sin ningún valor analítico. No obstante, ahí van. Esta fuente afirma que desde el año 3600 a. de C. hasta nuestros días han tenido lugar 14500 guerras con un total de 3600 millones de muertos. Esto da lugar a unas 4 guerras por año con un promedio de 248 mil muertos por guerra. El primer promedio no me parece excesivo, pero el primero es disparatado.

En el extremo moderado, las cifras más conservadoras provienen de la “Enciclopedia de la Historia militar” de Dupuy&Dupuy (1986). En esta enciclopedia se dice que, entre el año 3500 a. de C. y nuestros días, se han librado 4345 batallas, lo que, si asignamos arbitrariamente 5 batallas por guerra, darían 867 guerras, es decir, una guerra cada 6 años, lo que parece extremadamente bajo. No se aventura en esta enciclopedia una cifra de muertos.

Quizá el estudio más serio nunca hecho sobre la cuantificación de las guerras es el realizado por Lewis Fry Ricardson, y publicado póstumamente en 1960 bajo el título “Statistics of deadly quarrels”. La pena es que sólo abarca desde 1820 hasta 1950. En este periodo Richardson identifica 315 conflictos con más de 300 muertos y con un total de unos 60 millones de muertos, lo que da una media de 190.000 muertos por guerra.. Pero esta media es engañosa porque sólo las dos guerras mundiales arrojan, ellas solas 36 millones de muertes. Por lo tanto, la media de muertos del resto de las guerras es de 76.000. Por tanto, el promedio de las guerras más antiguas, con menos medios de destrucción debería ser bastante menor que este. Si extrapolamos las 315 guerras en 130 años a los 5500 años que van desde hoy hasta el año 3500 a. de C., nos dan 13.000 guerras. Cabe pensar que la frecuencia de guerras era menor cuando menor era la población del planeta.

Entre los dos extremos, y teniendo en cuenta los datos de Richardson me decanto por acercarme a unas 10.000 guerras, que me parece un número redondo bastante razonable. Me siento tentado a dividir por 10 el disparate de 248 mil muertos por guerra, dejándolo por tanto en 25 mil, que, además, resulta ser la tercera parte de muertos por guerra de Richardson, excluidas las dos mundiales. Con estas estimaciones a dedo, saldrían un número de muertos de 250 millones.

Pero sigamos con el ejercicio de plausibilidad. Según estimaciones procedentes del ajuste de una curva de crecimiento exponencial a la población de 7.000 millones de habitantes en el mundo de hoy, se ha llegado a cifrar el número de personas que han vivido sobre la faz de la tierra entre 16.000 y 20.000 millones de habitantes. De estos, si hay 7.000 millones vivos, han muerto unos 11.000 millones. 3600 millones de muertos en guerra supondría que el 33% de los muertos de la humanidad han sido en conflictos bélicos. Me parece totalmente falto de realismo. Sin embargo, según el cálculo que he hecho más arriba, de 250 millones de muertos en guerra, esta cifra representaría el 2,3% de los seres muertos de la humanidad. Esta cifra se me antoja más plausible.

Retomando los datos de Richardson, los siete conflictos mayores catalogados por él, después de las dos mundiales, son las siguientes, por orden cronológico: La rebelión de Taiping, en China (1851-1864); la guerra civil norteamericana (1861-1865); La gran guerra de la Triple Alianza ente Paraguay por un lado y Argentina, Brasil y Uruguay por otro (1865-1870); las secuelas de la revolución bolchevique (1918-1920); la primera guerra comunista en China (1927-1936); la guerra civil española (1936-1939) y las revueltas comunales en la India y Pakistán (1946-1948). La que menos muertes provocó de estas guerras alcanzó medio millón de muertos y la que más, 2 millones. Si Richardson hubiese vivido un poco más hubiera añadido a esa lista de guerras entre 500.000 y 2 millones de muertos algunas más entre la que se me viene a la cabeza la represión de Pol Pot en Camboya. De estas ocho terribles guerras, más las dos mundiales, ninguna, absolutamente ninguna puede considerarse una guerra de religión en sentido estricto. Si bien es cierto que las guerras de India y Pakistán enfrentaron a musulmanes y hinduistas, no lo es menos que su causa fue, en mucha mayor medida, étnica y nacionalista que religiosa.

No me puedo resistir a hablar del enorme caudal de muertos producido por la ilustrada revolución francesa, que, si no recuerdo mal, entronizó a la diosa razón. Remito al que esté interesado en esta muestra del fruto de la razón errada del hombre al post del 22 de Noviembre del 2009 en este blog.

Lo que me lleva a una frase del párrafo de internet que me hace escribir estas líneas. Nuestro inefable solserpiente asegura que “el problema son las religiones y sus seguidores fanatizados. TODAS las religiones. Y sus normas absurdas, arcaicas y contrarias a la racionalidad humana”. Me parece que es la errada racionalidad humana la causa de los nacionalismos, las ideologías totalitarias, la apetencia de conquista territorial o de recursos naturales, y un largo etc. de formas de error de la racionalidad humana –entre ellas la instrumentalización de las religiones, que no las religiones en sí– la que ha causado la inmensa mayor parte de los terroríficos 250 millones de muertes por guerras. El ser humano es capaz de los más magníficos heroísmos y de las más abyectas bajezas, debido a los errores de su razón, oscurecida por tantas cosas.

Precisamente los códigos morales de las religiones lo que intentan es corregir esos terribles errores en los que cae la razón humana. Por supuesto, hay códigos éticos buenos, regulares y malos. Hay religiones que tiran del hombre hacia arriba y otras que ensalzan lo peor de su naturaleza. El Islam estaría entre las segundas y el cristianismo entre las primeras. Cualquiera que haya leído el Evangelio y conozca la vida y enseñanzas de Jesucristo sabe que esto es cierto. No pretendo ser exhaustivo, pero ni en la vida ni en las enseñanzas de Jesucristo hay ni un solo acto ni una sola palabra que incite a la violencia y sí cientos que llaman a la paz, al perdón, a soportar con paciencia las injurias, todo ello en niveles que podríamos llamar sobrehumanos. Precísamente esta semana celebramos el supremo acto de perdón y de paz. Cristo en la cruz reconcilia al mundo con Dios y perdona a todo el género humano. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿Es posible un código moral menos violento y más elevado? Rotundamente, NO Ciertamente, la mayoría los cristianos no hemos estado ni estamos a la altura del código moral de Cristo. Pero también es cierto que hay cristianos ejemplares que han transformado el mundo con su forma de vida y sus enseñanzas, en imitación de su Maestro. Por tanto, si muchos cristianos, a lo largo de la historia no hemos tenido una conducta a la altura de lo que nuestra religión nos pide, la culpa no es, evidentemente, de nuestra religión, sino de nosotros mismos. Tal vez de esa razón oscurecida y errada que nos hace actuar mal a pesar de nuestra religión. Pero creo que no exagero si digo que cuando uno ve quienes son las personas que más se ocupan de aliviar los dolores de los que sufren, de los oprimidos, de los desheredados del mundo, los que más destacan, con mucho, aún sin ser los únicos, son los cristianos más entregados a su religión.

Así es que, a solserpiente y todos los que, sin pensarlo racionalmente, sacan esas conclusiones, les digo, ¡basta ya de idioteces! Si se consideran tan racionales, que usen esa razón para pensar y no para decir sandeces. Qué aprendan un poquito de historia. Qué se enteren un poquito de lo que dice realmente cada religión. Que aprendan a hacer, al menos, tres silogismos seguidos correctos. ¿Han leído, al menos una sola vez el Evangelio? No, ni lo harán. Porque no lo necesitan. Son del tipo de gente que dice: “¿Leer el Evangelio? Para qué. Sabemos lo que nos gusta y nos gusta lo que sabemos, y el Evangelio no entra ni en lo que sabemos ni en lo que nos gusta, ¿para qué lo vamos a leer y, mucho menos, pensar sobre lo que nos dice?” Desgraciadamente, ya dijeron los romanos que numerus stoltorum infinitus est. ¡Qué le vamos a hacer!, habrá que seguir aguantando a los idiotas que piensan que diciendo ciertas idioteces parecen más intelectuales.

13 de abril de 2011

Frases 13-IV-2011

Tomás Alfaro Drake Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010. El arte surge, por una parte de nuestros deseos de belleza y verdad y, por otra, de nuestro conocimiento de que ambas cosas no son iguales. Wystan Hugh Auden. Conocimiento erróneo, añado yo, porque estoy más de acuerdo con la siguientes frases del cardenal Joseph Ratzinger, que anticipo de la semana que viene, en la que no pondré frase. La que sigue es, además, muy adecuada para Semana Santa. El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor “hasta el final”, sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente aprende que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo. Cardenal Josep Ratzinger Mensaje para el encuentro de Rímini, 2002.

10 de abril de 2011

Conocer a Dios por analogía, por la música y por el amor

Tomás Alfaro Drake

Los griegos, “inventores” de la filosofía, llegaron, por la sola razón, a postular la necesidad de una Causa Primera, de un Motor Primero, del que sólo pudieron decir que era un Motor Inmóvil. No sé si a esa causa primera la llamaron Dios, pero, la llamasen como la llamasen era algo incognoscible, porque era absolutamente trascendente, totalmente Otro. Sin embargo, a pesar de ser totalmente Otro y absolutamente trascendente, sí se atrevieron a decir algo de Él (o sería mejor decir de Ello, porque en ningún momento le atribuyeron un carácter personal). Se atrevieron a hablar de Ello por analogía. Si el mundo existente tenía su causa en esa Causa Primera, todo lo que de bueno hubiese en este mundo existente, tenía que tener un origen en Ello. No pasaba lo mismo con todo lo malo, puesto que se habían dado cuenta de que el mal no tiene una existencia en sí misma, no tiene Ser, sino que es una ausencia de bien, bien que sí tiene ser. Dicho en román paladino. Yo puedo decir que la muerte es mala, porque existe la vida, que es buena. La muerte es un sinsentido, un no-ser sin la vida, que es Ser. Por este camino, ya Aristóteles –y es posible que otros filósofos griegos antes que él, no lo sé– llagaron a definir –inaugurando una rama de la filosofía que se conoce hoy con el extraño nombre de ontología– los trascendentes del Ser, de los que los más intuitivos son el Bien, la Verdad, la Belleza y la Unidad. Es decir, el Ser tiene que ser bueno, verdadero, bello y único. Si nosotros percibimos maldad, es porque hay en este mundo ausencias de Bien, si percibimos falsedad, es porque hay ausencias de Verdad, si percibimos fealdad, es por ausencias de Belleza y si vemos una realidad multiforme y mutable, es porque no somos capaces de captar la Unidad intrínseca del Ser.

Pero mucho antes de que los griegos llegasen a estas conclusiones, Dios se había empezado a revelar a los hombres. Para cuando los griegos, mediante el uso de la sola razón, alcanzaban sus conclusiones, la Revelación de Dios a los hombres, a través del pueblo judío, ya estaba casi completa, a falta sólo de la piedra angular (este sólo, no tiene un carácter de marginalidad. Aunque la piedra angular de un arco es una piedra pequeña en comparación con la mole del arco, es lo que lo sujeta como tal y lo que hace que pueda ser arco. Sólo cuando esta piedra está colocada se pueden quitar los andamios que hasta ese momento sujetaban su estructura). Los profetas ya habían anunciado esa piedra angular. El pueblo la esperaba. Aunque no sabían muy bien del todo en qué iba a consistir, la llamaban Mesías. En esa Revelación la Causa Primera ya nos había dicho que Él es el que Es. Ya nos había dicho que Él es el creador del mundo. Ya nos había dicho que es Él, no Ello, es decir que es persona, que tiene intenciones. Ya nos había dicho, aunque la última palabra a este respecto no la había dicho todavía, que es Amor, que su última intención es el Amor. Ya nos había dicho que es algo que los griegos también habían definido como aquello que hace que la realidad sea coherente y tenga sentido, es decir, que es Logos. Y, sobre todo, ya nos había dicho que nos había hecho a su imagen y semejanza, es decir personas, como Él. Se lo había dicho a un pueblo, el pueblo judío, al que había elegido, no para que tuviese esos conocimientos en exclusiva, sino para hacérselos saber a todos los hombres, no contradiciendo la razón, en la que eran maestros los griegos, sino sancionándola y dándole una explicación más profunda. En ese hablar de Dios por analogía, que los griegos también practicaban, los judíos hablaban con un lenguaje antropomórfico que un griego no podía entender. Pero conviene puntualizar que los judíos podían hablar en un lenguaje antropomórfico porque ellos sabían que eran personas precisamente porque Dios es Persona, y no viceversa. Era el hombre el que había sido creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, cuando en su analogía hablaban antropomórficamente de Dios era porque el judío sabía que él era, de alguna manera, como todos los seres humanos, teomorfo. Por eso la Revelación, para el judío era, también, una especie de “permiso”. Un “permiso” para buscar. Un “permiso” para adentrarse, con una linterna, en un terreno oscuro e inalcanzable para la razón sola. En un terreno en el que se podían conocer, también con la ayuda de la razón, pero partiendo de puntos de apoyo inalcanzables para ella sola, más cosas sobre la realidad del Ser. Las podía saber a la luz de la linterna de la Revelación. Linterna de la que los griegos carecían. Un “permiso”, en definitiva, para hablar más y mejor de Dios.

Sin embargo la Revelación no acaba con el Antiguo Testamento. Precisamente, la piedra de clave de esa Revelación no es un texto, es una persona, Cristo. Aunque los textos del Nuevo Testamento nos hablen sobre esa persona, su vida, sus enseñanzas y los primeros pasos de su continuidad en la historia, su Iglesia, lo importante no son esos textos, sino el propio Cristo, vivo y resucitado, con el que cada ser humano puede tener un encuentro vital a través de los sacramentos de la Iglesia. Cristo es la definitiva respuesta de Dios sobre cómo es Él, cómo nosotros somos personas, cuál es el verdadero Logos y cuál era la misión de ese Mesías anunciado en el Antiguo Testamento.

Precisamente por eso, los filósofos del Medioevo, se sintieron autorizados a hablar aún más y mejor de Dios. Más que los griegos, que carecían de la linterna de la Revelación. Mejor que los judíos, porque la revelación del Dios encarnado, es una linterna más potente que la del Antiguo Testamento. Pero me parece que la costumbre ha hecho que los cristianos hablemos demasiado a la ligera de Dios. A fin de cuentas, Cristo mismo, su encarnación, su vida, su muerte y resurrección, son un misterio. Dios sigue siendo el completamente Otro, aunque para decirnos más de Sí mismo se haya encarnado. Quizá nos hayamos extralimitado en ese “permiso” y hayamos querido despojar al misterio de su veladura más allá de lo que es posible y conveniente. Más allá de lo que debiéramos. Por eso me atraen las palabras de Pierre Charles cuando dice: “Hay siempre un peligro latente que acecha al creyente cuando se pone a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema y el objeto de la fe como una doctrina. Porque el objeto de la fe es más que una doctrina: es una realidad, y el misterio es más que un problema: es un hechizo. Una doctrina sólo pide ser bien comprendida; un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad, una cosa, no ha dicho nunca su última palabra; y un misterio es estrictamente inagotable; una fuente de perpetua inspiración. Y para que el misterio no degenere en simple problema; para que Dios sea otra cosa que una esfinge que propone enigmas, es necesario que la inmensidad de la revelación no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes”.

El actual Papa, Benedicto XVI en la larga entrevista que da contenido al libro “Dios y el mundo”, expresa esto en una bella imagen. Refiriéndose al misterio de la relación Padre-Hijo entre Dios y Cristo, dice que la analogía “nos permite mirar a Dios desde lejos, a través de una especie de ventana –ciertamente sabiendo siempre que, como dice el cuarto concilio de Letrán, la desemejanza de Dios con nosotros es infinitamente mayor que cualquier semejanza”, y que cualquier intento de llevar más allá esta analogía “llegaría tan arriba como un dedo índice extendido entre el cielo y la tierra”.

Por tanto, debemos saber resignarnos a hablar de Dios, mientras estemos en este mundo, y a pesar de la admirable Revelación del Padre en el Hijo y de la encarnación de éste en Cristo, sólo desde la aceptación del misterio. ¿Resignarnos? Creo que la palabra está mal usada, porque como expresaba la frase anterior de Pierre Charles un misterio es “una fuente de perpetua inspiración”. Einstein afirmaba que “la función más importante del arte y la ciencia es despertar el sentido de religiosidad cósmica en quienes lo buscan. La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...] En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto. Ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”. Una vida inspirada por una búsqueda del misterio en la que se sabe que al final se encontrará lo que se busca, no es una vida resignada, sino una vida plena de sentido.

En este punto me encontraba el otro día cuando fui a la entrega de premios “fronteras del conocimiento” que otorga la fundación BBVA. El premio en el apartado de música le fue concedido al compositor Cristóbal Halfter. Me parece un acierto que en un premio dado a las fronteras del conocimiento, cuyos apartados son casi todos de carácter científico, al estilo de los Nobel, haya uno dedicado a la música. Oscuramente intuía que la música es una forma de conocimiento. El discurso de aceptación de Cristóbal Halfter vino a confirmármelo con claridad. La música, y el arte en general no aportan ciertamente un conocimiento racional, aunque tampoco irracional. No es un conocimiento basado en silogismos, que jamás pueden llegar ni siquiera a rozar el borde del misterio. No es como la filosofía y la ciencia, que nos acercan al borde del misterio a través de la búsqueda de la Verdad. No es como el amor, que nos aproxima a su corazón a través del Bien. No, la música, creo que más que cualquiera de las artes plásticas, por su carácter efímero y sutil, nos lleva a intuir el misterio a través de la Belleza. Es un dedo sobre otro dedo entre el cielo y la tierra. Y creo que es un dedo más largo que el de la razón, aunque más corto que el del amor. Por eso, una mezcla de filosofía, ciencia, amor y música, en proporciones áureas, nos llevan casi hasta el núcleo del misterio de Dios a través de la Unidad.

Algo de esto debía intuir Pablo Casals cuando afirmaba:

“La humanidad todavía no ha descubierto el verdadero valor de la música, el sentido que encierra el hecho de que exista en el mundo el fenómeno musical; cuando se dé cuenta de ello, algo importante sucederá en el espíritu de las gentes. Es perjudicial sobremanera acostumbrarse a tomar las realidades y acontecimientos como algo consabido, cotidiano, normal, carente de todo enigma. Deberíamos aprender a verlos en toda su misteriosidad”.

Pues aprendamos. Y enseñemos.

7 de abril de 2011

Frases 7-IV-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Objeto de la ciencia: lo bello (es decir, el orden, la proporción, la armonía) en tanto que suprasensible y necesario.

Objeto del arte: lo bello sensible y contingente, percibido a través del azar y del mal.

Simone Weil, La pesanteur et la grâce.

3 de abril de 2011

Encontrarás dragones

Hace más o menos una semana fui al preestreno de la película “Encontrarás dragones”. Iba, debo decirlo, con un cierto escepticismo. Me explico. Mis noticias eran que el tema de la película era la vida de san Josemaría Escrivá de Balaguer. San Josemaría es un santo canonizado por la Iglesia católica y, como tal, merece mi veneración y mi respeto. Además me parece magnífica su visión de la santificación por el trabajo cotidiano y el Opus Dei me parece una congregación (sé que canónicamente no es una congregación, pero lo digo así coloquialmente) admirable. Pero, ser humano que soy, tengo mis preferencias de santos y unos me mueven y atraen más que otros. Espero no molestar a nadie del Opus Dei que lea estas líneas si digo que san Josemaría no es de los que más me atraen. Esperaba, además, una película apologética sobre su persona. Debo decir que me equivoqué de medio a medio. La película se centra en un periodo de la vida de José María Escrivá, el de la guerra civil española. Es un flash back planteado como los recuerdos de un compañero suyo de colegio, en su Barbastro natal, con el que la vida hace que se produzcan penosos desencuentros. Es un personaje de ficción, ideado por el director y guionista Roland Joffé, el director de la película de “La misión”.

La película se desarrolla con el telón de fondo de la guerra civil española, presentada con realismo, mostrando claramente la situación de anarquía de Madrid, dominada por bandas de milicianos que campan por sus respetos sembrando el terror con una justicia popular terrible. Aparece también el asesinato de un sacerdote. Pero, a pesar de presentar estas cosas –que, por otro lado son verdades innegables– debo decir que no cae en el maniqueísmo de presentar al bando republicano como los “malos” y a los “nacionales” como los buenos. Y si cae algo en ese maniqueísmo, lo hace mucho menos de lo que lo hacen, en sentido contrario, las películas típicas del cine español sobre la guerra civil, ajenas a la realidad y con buenos buenísimos y malos malísimos.

En ese marco, se nos presenta a un José María Escrivá de Balaguer, primero como un niño sensible, después como un joven decidido y, más adelante, como un joven sacerdote valiente y muy avanzado espiritualmente para su época. A través de la figura de este joven sacerdote, y de otros personajes, la película rebosa de humanidad y de virtudes como el perdón y la misericordia en medio de la violencia. Un joven sacerdote que experimenta el terrible silencio de Dios ante las preguntas lacerantes que esa violencia sin sentido suscita en él. Pero un sacerdote que, en los momentos más duros de ese silencio sabe buscar a ese Dios silencioso, que parece sordo a los sufrimientos de los hombres, en la oración pobre, humilde y confiada. Y Dios siempre da signos elocuentes que hablan a través de su silencio a quien pregunta queriendo con toda su alma ser respondido y hace el silencio en esa alma anhelante para poder escuchar. Alguno de esos signos de respuesta es especialmente conmovedor.

Nos presenta, en definitiva, a un ser humano de carne y hueso, que duda en medio del claroscuro de la fe, sin que esa duda le haga dejar de confiar; que no sabe qué camino seguir en algunas ocasiones y que teme haberse equivocado; que busca esperando encontrar. Pero que también, en medio de esas dudas tiene profundas certezas que defiende con entusiasmo y de las que hace vida. En fin como cualquier ser humano con inteligencia y corazón. Un ser humano, eso sí, que busca la santidad por su camino, sabiendo que la ésta es una llamada universal para todo ser humano, cada uno por su vía hacia Dios, de quien viene toda Santidad.

En la película hay dos personajes femeninos, muy secundarios, que no diré por no desvelar nada, que son una verdadera lección de humanidad. Son como dos brillantes engastados en el mundo. Lo que Charles Moeller llama “ángeles de misericordia”.

En cuanto a la acción, la película no decae en ningún momento y siempre mantiene una tensión que, sin ser trepidante, hace que se te haga corta.

Quizá el personaje menos creíble sea el amigo inventado de Escrivá de Balaguer, que está un poco traído por los pelos, pero que es necesario, tanto para mantener la tensión de la historia como para dar pie a la reconciliación y el perdón. También hay alguna situación cuyo desenlace es muy inverosímil.

Hay un tipo de película, que a mí me gusta, que me mueve a la compasión por el patético género humano, capaz de las más grandes cosas, del más deslumbrante heroísmo, y de las más sórdidas maldades; empeñado, a veces, en negarse la felicidad a sí mismo y al mundo. Son los dragones que todos llevamos dentro los que nos hacen ser así. Cuando veo una película así, la oración por el hombre, por todos los hombres, por mí mismo, me brota del alma como un manantial y me hace mucho bien, porque me ayuda a enfrentarme con mis dragones internos. Yo les llamo a esos dragones, mis Gollums, por el personaje de “El señor de los anillos”. Todos tenemos dentro uno o varios Gollums que sólo necesitan que les pongan delante el anillo adecuado, y son muchos, para que le aparezca en el alma, aunque lo disimule, un semblante como el de Bilbo, cuando estando disfrutando de la paz de Rivendall, Frodo le enseña el anillo. ¿Recordáis esa escena? Conviene verla. Pero, también tenemos todos dentro un Sam. Un Sam inmune a los anillos y que sabe decirle a Frodo en los momentos de desaliento:

Frodo: No puedo hacer esto Sam.
Sam: Lo sé. Ha sido un error. No deberíamos no haber llegado hasta aquí. Pero henos aquí. Igual que en las grandes historias señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final porque, ¿cómo van a acabar bien?, ¿cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como sufrió? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón. Porque tienen mucho sentido. Aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo señor Frodo que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran. Pero no lo hacen. Siguen adelante porque todos luchan por algo.
Frodo: ¿Por que luchas tú Sam?
Sam: Para que el bien reine en este mundo señor Frodo, se puede luchar por eso.

La santidad estriba en pedirle a Dios que su gracia ate en nosotros a los Gollums y libere a nuestro pequeño Sam, que entiende esas historias que llenan el corazón, precisamente por ser pequeño. Esto queda patente en “Encontrarás dragones”.

En definitiva, salí del cine con un excelente sabor de boca y, creo, un poco mejor persona de lo que entré. Solo un poco. Pero eso es mucho. Y san Josemaría tuvo que ver con ello. Por lo tanto, le estoy muy agradecido y le subo muchos puestos en mi escalafón particular de santos.

Evidentemente, os recomiendo ir a verla, a ver si os pasa lo mismo que a mí.