28 de noviembre de 2009

Desterrado de la realidad

Tomás Alfaro Drake

Publico hoy dos cosas que escribí en tres momentos del tiempo ya un poco lejanos. Una de las cosas que más me gustan de tener este blog, es que me ayuda a resucitar cosas que escribí hace años y que de otra forma caerían tal vez para siempre en el olvido. Y no sólo rescatarlas para í sino, mucho más importante, lanzarlas como una botella con un mensaje al océano para que tal vez, otro náufrago como yo las lea y reavive en él la esperanza, como hacen en mí. La primera parte la empecé el 30 de Junio del 2004 la abandoné a medio acabar y la terminé el 10 de Abril del 2005.

Si hay algo que haya sido negativo para el desarrollo de la civilización occidental, eso ha sido el idealismo. No me refiero, evidentemente, al hecho de que alguien tenga ideales elevados. Me refiero a la corriente filosófica iniciada por el racionalismo de Descartes, continuada por el idealismo de Kant y rematada por Hegel y otros filósofos del siglo XIX.

No es objeto de estas líneas describir esta corriente filosófica ni su génesis, pero sí que considero necesario dar dos pinceladas al respecto. Primero Descartes llegó a la conclusión de que la única vía de adquisición de conocimiento era la razón. Los datos de los sentidos debían ser rechazados por engañosos. Toda la filosofía anterior se había basado en que la vía primera de conocimiento eran los sentidos. Nada hay en la mente humana que no haya pasado antes por los sentidos, afirmaba Aristóteles. Naturalmente, la razón puede elaborar nuevos conocimientos a partir de los datos de la realidad aportados por los sentidos, pero la puerta de entrada del conocimiento a la mente son los sentidos. El otro extremo es el empirismo. Los empiristas sólo admitían los datos de los sentidos como fuente de conocimiento. No creían que la razón pudiese elaborar nada fiable a partir de esos datos. Del racionalismo al idealismo sólo hay un paso. Si sólo la razón puede conocer la realidad y no los sentidos, la realidad externa revelada por los sentidos, podía existir o no existir. El siguiente paso lo dio Kant. En primer lugar negó la existencia real del espacio y el tiempo. No eran realidades externas, sino categorías apriorísticas de nuestra mente que nos ayudaban a organizar la sensibilidad externa –espacio– y la interna –tiempo. Abierta la puerta, sólo había que caminar a través de ella para negar la realidad en sí misma. De ello se encargaron los seguidores de Kant. La realidad no tenía en sí misma existencia o, por lo menos, no existencia cognoscible. La “realidad” era, simplemente un constructo de nuestra mente, sin paralelo en un mundo externo.

He empezado afirmando que el idealismo era una lacra de la civilización occidental porque de aquí se deriva todo tipo de relativismo. Si no hay una realidad fuera de mi mente –o si esta no es cognoscible, tanto da– no puede hablarse de la verdad, sino de mi verdad, de la tuya, de la suya, de la de cada ser humano. Por tanto, tampoco es posible hablar del mal o el bien. Naturalmente, Kant no creía en esta consecuencia lógica de su razonamiento. En su “Crítica de la razón práctica”, elabora, basándose en la necesidad, no en la metafísica –con la que había creído acabar en su “Crítica de la razón pura”– la idea de imperativo categórico como norma moral. Piensa como sería el mundo –viene a decirnos– si todo el mudo actuase como tú lo haces; si crees que si todo el mundo hiciese lo que tú haces, éste sería mejor, tu conducta es moralmente buena, si crees que sería peor, mala. Pero, por muy categórico y bondadoso que sea el imperativo moral kantiano, al no estar basado en ninguna razón de fondo sino en la conveniencia práctica, no hay ninguna razón racional –perdóneseme la redundancia– para aceptarlo. Lo bueno y lo malo serían, en definitiva, meros constructos personales de cada uno. En pura lógica final de este razonamiento, decir que Hitler fue un monstruo de la humanidad, no pasa de ser una ingenuidad. Lo sería para más o menos gente, pero no para él. La bondad sería, como mucho una cuestión de números. Si más gente opina que Hitler era perverso, es que lo era. Pero si hubiese una mayoría que pensase que era bondadoso, lo sería. Si estas ideas se sazonan con un poco de tolerancia mal entendida, ya tenemos un cóctel explosivo. Es cierto que la creencia de estar en posesión de la verdad ha dado lugar a fanatismos a veces terribles. Pero el problema no estriba en la existencia de la verdad, sino en el uso que se hace de ella. La tolerancia basada en que nada es verdad ni mentira y que nada vale más que nada, no es tolerancia, es indiferencia. Lleva a un mundo en el que las personas se toleran como pueden, en el que “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”, al aislamiento del otro, al individualismo extremo y estéril. La convivencia basada en que existe una verdad que hay que descubrir y respetar puede ser, como hemos dicho, víctima del fanatismo, pero si sabe sazonarse de humildad y caridad, da frutos de armonía. Humildad para reconocer que, si bien hay una verdad que hay que buscar, yo no puedo poseerla enteramente y el otro también la posee en algún grado. Caridad para intentar transmitir la verdad que yo pueda poseer como un inapreciable tesoro que si el otro acepta voluntariamente en todo o en parte, nos enriquece tanto a él como a mí. En un mundo así, mi libertad no limita con la libertad de los demás. Mi libertad, y la de los demás, se enriquecen con la verdad, que nos hace libres. Salimos así del miserable plano horizontal de las fronteras de cada uno para elevarnos mutuamente en una nueva dimensión vertical. En palabras de Arnold J. Toynbee, “la tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Pero cambiemos, sólo aparentemente, de tema. Determinados experimentos psicológicos con voluntarios, han demostrado que el aislamiento sensorial lleva, ineludiblemente, a la locura. Si a una persona se le sitúa en una cámara oscura y acústicamente aislada, pronto empieza a dar signos de enajenación. Las imágenes absurdas, los miedos imaginarios, empiezan a convertirse en fantasmas que le acorralan. Creo que todo el mundo ha tenido la experiencia de una noche de insomnio, dando vueltas en la cama mientras imagina situaciones y escenarios catastróficos. Cuando uno se levanta y establece contacto con la realidad, los fantasmas se disipan.

Uno puede darse cuenta con la inteligencia del peligro del idealismo y, a pesar de todo, ser un idealista vital. A veces, bien despiertos, nos encerramos en un aislamiento interior de pensamientos circulares que siempre empiezan y acaban en nosotros mismos desconectándonos de la realidad. En esa situación puede crearse una espiral morbosa del “yo, me, mi, conmigo”. No hay que confundir este solipsismo vital con una sana introspección. Conócete a ti mismo es una buena máxima que requiere de introspección. Pero la sana introspección se diferencia de la morbosa porque la primera hace que uno se analice a sí mismo de acuerdo con la realidad exterior. Si mi conducta crea rechazo generalizado, la sana instrospección me dice que seguramente estoy haciendo algo mal y tengo que buscar la causa. La introspección morbosa echa inmediatamente la culpa a los demás y sigue deleitándose en el laberinto de los círculos concéntricos del solipsismo. En este idealismo vital y reflejo se encuentra la fuente de muchas depresiones. Y sólo hay una forma de salir de la espiral, difícil cuando ya se está en mitad de su remolino, pero muy fácil cuando se sienten las primeras corrientes del mismo.

La terapia consiste en algo tan simple como ver, oír, tocar, oler y degustar con consciencia. Un paseo solipsista por el campo nos deja insensibles. Pero si salimos de nosotros mismos, de nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos y nos fijamos en los mil tonos del otoño, nos deleitamos oyendo la conversación de trinos de los pájaros mientras pasamos nuestras manos por la rugosa superficie del tronco de los árboles, aspiramos el olor a tierra mojada y comemos un fruto ácido que acabamos de coger de un madroño, todo cobra un nuevo sentido. Nuestra mente, estimulada por esa avalancha sensorial, sale de sí misma para encontrarse con la estimulante realidad, la hace suya, la medita, la vive, la reelabora sin dejar de someterse a ella. La creatividad expresiva de Beethoven –el mismo nos lo dice– no tiene otra fuente de inspiración que esa. Los pintores también lo saben. Miran a la realidad con ojos atentos, acarician su cuadro mientras se preguntan qué les está pidiendo. Y los poetas. Incluso las realidades feas, vistas con ojos nuevos, pueden transmutarse. La belleza está en los ojos del que mira, dice un viejo aforismo.

Pero, naturalmente, esto necesita entrenamiento. Un amigo mío me invitó un día al rececho de un jabalí en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en uno de los puntos más altos de la provincia de Ávila. Yo estaba quieto, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, todos llenos de armonía, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Y, realmente, no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Este entrenamiento en percibir la realidad –no me refiero, naturalmente, al jabalí, o no sólo a él– nos hace poetas. De la música, de la pintura, de la poesía propiamente dicha, de cualquier arte. Hace unos meses llegó a mis manos, como guiado por el “azar” un pequeño opúsculo con el contenido de una conferencia de Jean Guitton en la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid en 1995. Leí un texto breve pero luminoso de un hombre de 94 años que desnudaba su alma ante un auditorio de jóvenes. Ante la pregunta de cómo lograba hacer algo bello de la vida cotidiana, decía entre otras cosas:“[...] ¿Qué es la poesía? La poesía es tomar un vaso de agua, que no es nada, y dotar a ese vaso de agua de una especie de valor supremo que es el valor poético. [...] Es tomar una nada y hacer de ella un todo. Es tomar un ser banal y llevarlo al infinito a través de los versos. Eso es lo que hacen en todo momento los grandes poetas. En mi opinión, lo que hacen los poetas es la imagen de lo que deberíamos de hacer cada uno de nosotros cada día con esa vida banal que es la nuestra. [...] ...pido a todo el mundo que despierte la facultad suprema que lleva en sí, y en mi opinión esa facultad es la facultad poética”. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad, debidamente entrenados pueden despertar nuestra facultad poética para ver lo infinito a través de las cosas banales e, incluso, trasmutar la fealdad en belleza.

Hay una criatura banal, una nada, que nos es especialmente próxima y que solemos olvidar con frecuencia, llevados de nuestro idealismo vital. Esa criatura es una parte de nosotros mismos. Es nuestro cuerpo. En realidad, nuestro cuerpo no es una parte de nosotros mismos. Es nosotros mismos. Es cierto que somos cuerpo y alma, pero, a veces esta manera de hablar nos hace creer que cuerpo y alma son dos cosas distintas que están accidentalmente unidas. Y no es verdad. Somos una sola cosa, inextricablemente unida, que es cuerpo-alma. No es accidental que la religión católica crea en la resurrección de la carne al final de los tiempos para volverse a unir al alma y seamos, también en la eternidad, lo que somos en el tiempo. Se habla en nuestros días de una cultura del cuerpo. Y esta cultura puede ser de dos tipos, ambos incorrectos.

El primero supone que somos sólo cuerpo o, en el mejor de los casos, que el cuerpo es lo más importante de nosotros y un vehículo para el éxito personal. Quienes así piensan lo cuidan, a veces torturándolo con ejercicios y con hambre, para mantenerlo en buena forma y que sea un buen instrumento de éxito.

El segundo supone al cuerpo como un tirano al que hay que dar todas las satisfacciones y caprichos que nos pida. El cuerpo me pide fumar, comer, estar siempre en reposo; ¡hágase su voluntad! Ambos procesos pueden fácilmente acabar en la destrucción de la salud.

Sin embargo, no es malo, en la justa medida, cuidar el cuerpo, ni darle ciertas satisfacciones. Ambas cosas son necesarias. Lo importante es sentir ese equilibrio cuerpo y alma. Además de sentir el pálpito de Dios en las cosas, podemos y debemos sentirlo en nuestro propio cuerpo, siendo tan conscientes de él como de nuestros sentidos en un paseo por un bosque de otoño. Y hay un tipo de meditación corporal como la hay espiritual. Podemos, a solas con nosotros mismos, concentrarnos en sentir la relajación de cada parte de nuestro cuerpo, de su absoluto abandono. Lo mismo que el alma manda señales al cuerpo a través del cerebro y las neuronas, hay neuronas que van del cuerpo al cerebro y a la mente, para desde allí, mandar señales al alma. No hay nada nuevo en ello. Si alguien me lee un magnífico poema, comunicándome con su palabra un cálido sentimiento de paz y abandono, las neuronas llevan el sonido de su voz a mi cerebro y allí, misteriosamente, mis neuronas se comunican con mi alma inundándola de paz. Sin embargo hay algo muy especial, que no sabría definir, distinto a la percepción sensorial, en este hacerse consciente del propio cuerpo y escucharle en el silencio. Es como una recuperación de la unidad. Como el encuentro entre dos seres complementarios que se ignoran el uno al otro demasiado a menudo. Hay poesía en hacer de esta criatura banal un todo. Hay oración en ofrecerle a Dios conscientemente ese cuerpo que sentimos como regalo suyo.

Había dicho que era necesario el entrenamiento para encontrarse con la estimulante realidad, hacerla propia, meditarla, vivirla y reelaborarla. Este entrenamiento consiste, únicamente, en ponernos cada día en presencia de la Realidad, de la Belleza radical y absoluta de Dios. Hace poco, leí un libro de Michael O’Brien llamado “Father Elijah –no está traducido al español (Cuando escribí estas líneas no lo estaba, ahora sí lo está, publicado por la editorial Libros Libres, y recomiendo encarecidamente su lectura). En él vi una frase luminosa. “Si dejase de meditar cada día ante mi Dios, olvidaría el gran corazón que palpita a través de todas las cosas, en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de moverme hacia Él. Amaría más a las criaturas que al creador y, al final, dejaría de amar a las criaturas también. No amaría nada ni a nadie”. Sólo el entrenamiento en saber escuchar ese pálpito en las cosas nos permite amarlas de verdad y sacar a la luz la belleza que las habita.

Pero a veces la realidad no es amable, sino hiriente. Sin embargo, lo cierto es que lo que nos hace daño no es tanto la realidad en sí, sino nuestra actitud ante la realidad. En esta vida, lo importante no es lo que nos pasa, sino como vivimos en nuestra mente y en nuestra alma lo que nos pasa. Nadie está blindado contra las desgracias, pero la oración, la contemplación de Dios, el contacto con la realidad, sea ésta como sea, a través de Cristo, nos ayuda a superar sus efectos negativos. Librémonos del idealismo vital. Volvamos a realismo vital. Volvamos a la patria de la realidad de la Creación, de la que nos hemos desterrado nosotros mismos.



En Julio del 2005, tres meses después de escribir lo anterior, me encontré con una cita de la obra “El personalismo” de Emmanuel Mournier, que me vino como anillo al dedo. Dice así:

“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu”.

Este pensamiento rondó por mi cabeza durante unos meses y, por fin acabó plasmándose en lo que que sentí en la oración y escribí el 26 de Noviembre del 2005.



Cada día miro sin ver, escucho sin oír, toco sin sentir, paladeo sin saborear y respiro sin oler. Y no sé lo que me pierdo. Toco con los dedos la página de un libro para pasarla, sin darme cuenta de la maravilla de la textura del papel. Miro por la ventana de mi casa sin fijarme en la magnificencia de los colores. Participo en una conversación, sin fijarme en la sutileza de los sonidos. Doy un sorbo a una copa de vino sin notar la exquisita mezcla de aromas y sabores.

Pero hoy he descubierto un entrenamiento para que esto me ocurra cada vez menos. He descubierto el silencio de los sentidos. Eran las once de la noche. No había nadie en mi casa. Mis hijos habían salido y mi mujer estaba de viaje. Estaba intentando rezar con los ojos cerrados. El silencio era total. ¿Total? De ninguna manera. Levemente, a través de las persianas cerradas y del doble cristal, llegaba a mis oídos el ronroneo lejano de la M-40 que pasa a 500 metros de mi casa. También la nevera, a través de alguna puerta cerrada, bordoneaba lejanamente en otra tonalidad. Me he puesto a escuchar el silencio y lo he encontrado denso y rico. Armonioso. Casi musical. Y me he extasiado en él.

He pensado entonces en hacer lo mismo con los otros sentidos. Y he seguido con el silencio de la vista. Mis ojos cerrados me comunicaban con la negrura. Pero, ¿era realmente negra la negrura? ¡De ninguna manera! Había negros profunda y oscurísimamente azulados, bermellones y verdes. Los separaban líneas de una costa movediza y serpenteante en la que morían olas misteriosas. De vez en cuando, una supernova negra explotaba entre líneas de costa y horizonte, reconfigurando súbitamente el paisaje. Y todo mi yo se ha fundido en eso.

Después, he sentido los pliegues de la camisa tocar mis hombros y mi espalda en distintas partes. Estaba totalmente quieto. No se producía ni el más mínimo rozamiento, pero allí estaba. Un punto de mi espalda notaba el contacto de la camisa y el de al lado no. Pero se contaban entre ellos sus impresiones de presión o libertad. Y yo oía los ecos de su conversación. Y me he sentido agradecido, sin saber a quién o a qué.

Entonces he apretado la lengua contra el paladar. Inmediatamente, mis glándulas salivares han cumplido su función inundándome la boca. He tragado la saliva que resbalaba entre mi lengua y mi paladar y he chasqueado la una contra el otro. Así, he sentido el sabor que envuelve todos los sabores que podemos paladear. Y me han entrado ganas de llorar de alegría.

Luego he inspirado larga y repetidamente por la nariz. Al principio no olía nada. Pero a cada inspiración he empezado a percibir nítidamente el olor del aire. Dicen que es inodoro, pero no es verdad. Sólo es inodoro para el que no sabe olerlo. Tiene un olor tenue y suave que no puede compararse con ningún otro, pero que a todos presta su soporte. Y he creído llegar a la esencia de mí mismo.

Todas esas sensaciones son las que, sin darnos cuenta, nuestro cerebro resta del conjunto, las descuenta, las anula. Y nos las perdemos para siempre. Nos acostumbramos a no tenerlas y nos parece que no las necesitamos. Yo las he recogido hoy todas y he hecho con ellas una mezcla exquisita. Casi una sinfonía múltiple. Y he dado gracias a Dios por ella. A fin de cuentas, estaba rezando.

Entonces he pensado que, a veces, en nuestra vida, nos pasa lo mismo con Dios. Él nos regala la esencia de las cosas, las envuelve y nos las ofrece. Y nosotros las tomamos olvidándonos de la mano que nos las da. Y creemos que no le necesitamos. Y nos lo perdemos. Nos perdemos lo más bello de la vida sin darnos cuenta. Porque la belleza de las cosas procede de la Belleza de quien nos las ofrece. Y creemos que no le necesitamos. Concédeme, Señor, apreciar siempre el silencio de los sentidos al fondo de todas mis percepciones y tu silencio pleno, rico, profundo, al fondo de todas las cosas. Y que no pueda vivir sin él. Y que la sed de él me lleve a buscarlo. Y que él me lleve a ti.

22 de noviembre de 2009

La Revolución Francesa, ¿gloria de la humanidad?

Tomás Alfaro Drake

Nunca ha dejado de asombrarme el prestigio del que goza la revolución francesa en el mundo moderno. Creo que se debe a una mezcla de propaganda chauvinista francesa y de ignorancia de la gente. Tal vez, convenga empezar por dar algunas cifras. En la apoteosis de esa revolución, en los años llamados de “El terror”, entre el 5 de Noviembre de 1993 y el 27 de Julio de 1794, en tan sólo 325 días fueron guillotinadas entre 20.000 y 40.000 personas juzgadas por los así llamados tribunales revolucionarios, que eran, en realidad, tribunales de represión y venganza política sin la más mínima seguridad jurídica ni la menor garantía procesal. Parlamentarios girondinos y de cualquier oposición a los jacobinos –como Danton, uno de los santones de la Revolución–, campesinos que escondían sus bienes para evitar la requisa gubernamental que les condenaba a la hambruna, jóvenes que intentaban evitar la leva obligatoria para ir a la guerra, soldados que no demostraban ante sus jefes el deseado coraje, desertores, ciudadanos sospechosos de actividades antirrevolucionarias, fuese eso lo que fuese, denunciados anónimamente, todos eran carne para los tribunales revolucionarios que veían decenas de casos al día y sentían una morbosa sensación de patriotismo en cada condena a muerte. Nadie estaba a salvo. Esos tribunales eran, a su vez, estrechamente vigilados por el llamado Comité de Salvación Pública, –el nombre no deja de parecer una macabra ironía-, dirigido por Robespierre, que supervisaba su pureza revolucionaria medida por su número de condenas. La cifra de guillotinados es así de vaga, entre 20.000 y 40.000 porque no se llevaban actas de los juicios sumarísimos que se realizaban. ¿Para qué perder el tiempo? Tal vez este número no impresione a algunos, pero si dividimos el número de muertos por el de días de “el terror”, la cifra resultante es de 92 al día que, si suponemos que las guillotinas funcionaban 12 horas diarias, supone una ejecución cada ocho minutos. Si no se guillotinó a más gente fue porque no dio tiempo.

Pero lo que no daba tiempo a hacer con la guillotina, si se logró con la represión. Efectivamente, una feroz represión militar se desencadenó sobre ciudades y regiones enteras que se rebelaron contra el atropello y la barbarie de la revolución. En la La Vendée, cerca de Bretaña la represión militar acabó con más de 100.000 personas, hombres mujeres y niños, muchos de ellos ahogados en masa en el Loira. En diciembre de 1793, el general jacobino Westermann –que había mandado las doce heroicas columnas de la fraternal república que se conocen con el nombre de “los infernales”– se jactaba de esta forma ante la Convención de su hazaña represiva en esta región: “La Vendée ha dejado de existir. Ha muerto bajo nuestros sables, con sus mujeres y sus niños. He aplastado a las mujeres con los cascos de mis caballos, he masacrado a las mujeres, que no podrán engendrar más bandidos. No tengo nada que reprocharme por no haber hecho prisioneros. Los he exterminado a todos. Los caminos están diseminados de cadáveres. Hay tantos que en muchos lugares forman una pirámide”.

Burdeos, Lyon, Marsella, Caen y otras ciudades girondinas que se revelaron contra la tiranía, sufrieron en sus propias carnes una brutal y sangrienta represión. No se sabe a ciencia cierta cuantos muertos hubo en ella, pero esta frase de Robespierre nos puede dar una idea aproximada: “Lyon se ha rebelado contra la libertad, Lyon ya no existe”. Argumento de una lógica implacable.

Cerca de 750.000 soldados fueron reclutados forzosamente para llevar esa maravillosa libertad al resto del mundo. Naturalmente había que liberar a los pueblos de las tiranías opresoras. Y si, de paso, se los saqueaba para financiar la bancarrota de la revolución, pues no hay mal que por bien no venga. La eficacia militar de los ejércitos revolucionarios se basaba también en el terror. El soldado que no demostraba suficiente coraje en el combate, a juicio de sus jefes revolucionarios, era guillotinado. Se inventó así una práctica que sería usada también con gran éxito en el ejército soviético: el comisariado político. La guerra había sido durante el siglo XVIII, tras la terrible Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, una especie de sangriento juego de ajedrez de familia. Los distintos soberanos de Europa, casi todos emparentados, se enfrentaban con sus ejércitos procurando que las inevitables bajas fueran las menos posibles. Con la revolución francesa volvió a convertirse en una carnicería. Al fin y al cabo, en el catecismo laico de Robespierre –del que hablaré más adelante– se decía en sus primeros artículos que el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia –hay justicias y justicias– eran algunos de los deberes para con el Ser Supremo. Robespierre no era, pues, más que un fiel servidor de ese dios que se había inventado.

Este benefactor de la humanidad, inventor del benéfico Comité de Salvación Pública, fue, a su vez, guillotinado el 27 de Julio de 1794. No lo fue como un acto de justicia, sino por el miedo de todos los políticos franceses de cualquier ideología a ser inmolados a su Ser Supremo y por el odio acumulado contra él. Para los anales de la historia, este periodo de 325 días ha quedado marcado con el nombre de “El Terror”, por antonomasia. Pero aunque estos 325 días de “El Terror” marcan un hito de crueldad y de vesania en la historia de la humanidad, la terrible cadena de muertes de la revolución es anterior y posterior a este macabro periodo.

Después de Robespierre, bajo el Directorio, se puso de moda una nueva forma de matar: la deportación a la Guayana francesa. Los deportados esperaban durante meses su turno de embarcar, en las condiciones más terribles que se pueda imaginar. Morían como chinches. Cuando por fin embarcaban, era para morir en el viaje. Era casi imposible sobrevivir a la travesía. Había barcos en los que morían más del 90% de los deportados.

Conviene tal vez retroceder un poco en la historia y ver cómo fue gracias a la Iglesia por lo que fue posible el inicio de una revolución que, en sus primeros compases, pretendía tan sólo ser un medio para conseguir una mejora de las condiciones de vida para el pueblo. Efectivamente, para eso, en 1789, Luis XVI convocó los Estados Generales. En ellos había tres tercios, el de la nobleza, el del alto clero y el de la burguesía. Lo primero que se hizo fue votar si las decisiones se debían tomar, como siempre se había hecho, por estamentos –es decir, que cada tercio representase un voto–, o, por el contrario, por voto personal –que cada miembro de los Estados Generales tuviese un voto. En el tercio de la nobleza, aunque había nobles contrarios, la mayoría se decantaba por el sistema tradicional –un estamento, un voto. En el tercio del alto clero, parecía que ocurría lo mismo, mientras que en el tercio de la burguesía, en el que había también una buena parte del bajo clero, la mayoría se decantaba por el sistema de voto personal. Como esa primera votación se hacía por estamentos, parecía que el resultado iba a ser el de siempre, un dominio de los dos tercios de la nobleza y del alto clero. Pero he aquí que, contra todo pronóstico, el tercio del alto clero, se decantó por el voto personal, abriendo de esta forma la puerta a las ansiadas reformas.

Uno de los primeros actos heroicos de la recién estrenada revolución fue la gloriosa toma de la Bastilla. La realidad es que no fue sino un episodio tan grotesco como terrible. Allí había sólo tres presos: un sádico, encerrado por su propia familia, y dos falsificadores. Los falsificadores se esfumaron en cuanto les liberaron, pero el sádico se convirtió en un héroe de la libertad que era exhibido por toda Francia como tal. La guarnición que custodiaba a esta enorme y atroz cantidad de presos, estaba formada por unos cuantos ancianos e inválidos que abrieron las puertas a los libertadores tan pronto como llegaron. Pero éstos los masacraron valientemente y pasearon por las calles de París la cabeza del oficial al mando clavada en una pica como muestra de su hazaña. Todavía hoy se celebra el 14 de Julio, aniversario de la heroica toma de la Bastilla, la terrible fortaleza de la represión, llena de presos políticos, como el día de la gran fiesta nacional francesa que conmemora la gloriosa revolución.

Tras estos inicios, la moderación duró muy poco. Y el primer chivo expiatorio que se eligió fue, naturalmente, la Iglesia, que había abierto la puerta a esas reformas. Se obligó a los obispos y sacerdotes a abjurar de su pertenencia a la Iglesia Católica y a doblegarse completamente al Estado, en desobediencia al Papa. Los obispos y sacerdotes que así lo hicieron se llamaban constitucionales o juramentados. Los que, manteniéndose fieles a la Iglesia, no lo hicieron, eran los refractarios. Esta lección fue aprendida y practicada unos siglos más tarde por el partido comunista chino al crear la iglesia patriótica china. Los sacerdotes refractarios franceses tuvieron que huir de su país o fueron perseguidos y asesinados como perros rabiosos. Algunos se quedaron en Francia, ejerciendo heroica y secretamente su ministerio sacerdotal auténtico, a riesgo de sus vidas. Pero unos años más tarde la revolución dio otra vuelta a la tuerca que afectó a los curas juramentados a los que de nada valió su lealtad a la revolución. Prefiero citar las palabras de un gran historiador francés, Pierre Gaxote, que, libre de chauvinismo, ve la revolución francesa bajo la óptica de los hechos. Quizá sea una cita un poco extensa, pero creo que merece la pena, porque no tiene desperdicio.

“La iglesia refractaria había desaparecido, pero subsistía la iglesia constitucional. Mientras se consideró al clero ortodoxo como peligroso, el clero constitucional se vio colmado de favores por parte del Gobierno; pero en cuanto se dispersó aquél, le tocó la vez al otro de representar al fanatismo y la reacción. ¿Tan grande es la diferencia –se decían– entre los curas antiguos y los nuevos? Cierto que estos son elegidos y prestan un juramento, pero, a fin de cuentas, ¿no enseñan los mismos dogmas que sus predecesores [...]. Iba ya siendo hora de abatir esta ‘orgullosa casta’ estos ‘cultos supersticiosos e hipócritas’, estos ‘druidas rebeldes’, dedicados a una vida que era un ‘ultraje a la naturaleza’. [...] ha ordenado a los curas casarse, ha prohibido que vistan el hábito religioso fuera de las iglesias, ha presidido la destrucción de las cruces, estatuas y otros signos exteriores que se encontraban en los caminos, en las plazas y en los sitios públicos, y ha hecho, por último, grabar sobre las puertas de todos los cementerios la célebre inscripción: ‘La muerte es un sueño eterno’, lo que equivale a cerrar el paraíso, el purgatorio y el infierno por disposición gubernativa. [...] ha sometido a una policía especial a todo ‘sacerdote, suizo, sacristán o cosa análoga’, ha encerrado a los sacerdotes de edad en una prisión y ha reservado la catedral de Amiens para las fiestas cívicas. El procurador-síndico de la Commune parisiense, Chaumette, era tan hostil a cuanto conservase una huella de religión, que había cambiado sus nombres de pila, Pedro Gaspar, por el de Anaxágoras [...] prohibió, el 16 de octubre de 1793, todo ejercicio exterior del culto; el 23 ordenó a la desaparición de todas las cruces e imágenes religiosas; el 6 de noviembre conminó al arzobispo (juramentado) Gobel a que se presentase en el Ayuntamiento para hacer allí solemne abjuración de la religión católica. Gobel se resistió. ‘Haz lo que quieras –le replico Hébert, que, a su vez, también acabaría en la guillotina–, pero si mañana no has abjurado, seréis sacrificados tú y tus compañeros’. Acabaron por llegar a un acuerdo. La Commune admitió que Gobel no renegase explícitamente de sus creencias y, por su parte, Gobel consintió en abdicar de sus funciones episcopales. El día señalado se presentó en el Ayuntamiento [...]. Chaumette recibió a la comitiva con un discurso filosófico, y todos juntos se pusieron luego en marcha hacia el Louvre [...]. A la altura del puente Nuevo, la procesión fue acogida con gritos de: ‘¡Abajo el solideo!’ Chaumette se interpuso: ‘No, amigos míos –dijo dirigiéndose a los transeúntes–; estos son unos eclesiásticos virtuosos que van a desacerdotarse a la Convención’. Se produjo entonces un concierto de gritos, aplausos y bromas ordinarias que ya no cesó hasta la entrada en las Tullerías. Aún allí, tuvo Gobel que oír dos o tres discursos dirigidos a la gloria del culto del porvenir: el culto de la razón; luego fue invitado a leer la fórmula de sumisión y a dejar sobre la mesa su cruz pectoral y su anillo. Hecho esto, los eclesiásticos que le habían acompañado lo imitaron y lo mismo los que tomaban asiento como diputados en los bancos de la Asamblea: entre otros Lindet, obispo de l’Eure y Gay-Vernon, obispo de Alta Saboya, sin contar con un ministro protestante, Julien, (de Touluse), que renegó del evangelio como los otros del catolicismo. Sólo uno se resistió, Gregoire, obispo de Loir et Cher”.

“La cosa parecía bien encarrilada: Chaumette se apresuró a organizar una nueva manifestación. Tres días bastaron para prepararlo todo y el 10 de noviembre la Razón hizo su entrada en Nôtre Dame. [...] A la cabeza, las autoridades del departamento y de la Commune; detrás, los músicos y cantores, y para cerrar la marcha, muchachas vestidas de blanco y ceñidas con bandas tricolores. En el interior de la catedral se había levantado una montaña de cartón, coronada por un templo griego [...]. En torno, antorchas y bustos: Voltaire, Rousseau, Franklin. Hubo discursos, cantos, música. Las muchachas se encaramaron a la montaña y del templo griego salió una artista de la Ópera que representaba a la Razón. [...] Chaumette anunció que el fanatismo no había podido soportar el brillo de la verdadera luz. El presidente Laloy anatematizó fieramente a la hidra de la superstición. [...] la antorcha de la verdad iluminó las tinieblas, las trompetas resonaron bajo las bóvedas, las muchachas vestidas de blanco escalaron [...] la montaña de cartón [...]; Chaumette cantó a la Naturaleza, la Justicia y la Verdad con un nuevo discurso; y todos se separaron un poco cansados”
.

Unos días antes, la Convención había votado la adopción de un nuevo calendario “que señalaba como punto de partida de la era de los franceses el 22 de septiembre de 1792. [...] Cada año había de dividirse en doce meses [por supuesto, los nombres de los meses se cambiaron para que no recordasen en nada al pasado], cada mes de tres décadas, cada década en diez días. Los cinco o seis días que dejaban de computarse con este cálculo se agrupaban al final de año, bajo el nombre de días complementarios o sansculottides. ‘¿Para qué sirve vuestro calendario?’, había preguntado Gregoire al ponente Romme. Y éste había contestado: ‘Para suprimir el domingo’. Suprimir el domingo, los santos, las iglesias, la religión, el Clero, Dios; este fue el nuevo programa hebertista”.

No había transcurrido ni nueve meses de esta grotesca deificación de una cantante de Ópera como la diosa Razón, cuando “Robespierre dio en pensar que había llegado el momento de construir la religión republicana sobre las ruinas de las supersticiones antiguas”.

“El 7 de Junio de 1794, pronunciaba en la Convención un discurso muy estudiado sobre las relaciones entre las ideas morales y los principios republicanos. El fundamento de la sociedad, decía, es sustancialmente la moral. La moral es vana si no está acompañada de sanción, y no hay sanción más eficaz que la de una divinidad capaz de suplir los errores e insuficiencias de la autoridad humana; pero, ¿y si no hay divinidad? Poco importa. Todo lo que es útil al mundo y es bueno en la práctica, es verdad. En consecuencia de lo cual, la Convención, ni corta ni perezosa, adoptó un catecismo en quince artículos”.

“El artículo primero reconocía la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma. Los artículos 2 y 3 enumeraban los deberes para con el Ser Supremo, a saber: el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia. Los artículos 4 al 10 instituían fiestas que habían de recordar al hombre ‘el pensamiento de la divinidad y la dignidad de su ser’. Estas fiestas eran, el 14 de julio, el 10 de agosto, el 21 de enero y el 31 de mayo; más treinta y seis fiestas, una cada diez días, a la Gloria del Ser Supremo, de la República, de la Justicia, del Pudor, de la Frugalidad, del Estoicismo, de la Fe conyugal, etcétera. Los otros artículos mantenían la libertad de cultos, pero castigaban rigurosamente las “reuniones aristocráticas” y las “predicaciones fanáticas”. La primera fiesta quedó fijada para el 20 de prairial, que resultaba ser el domingo de Pentecostés (8 de Junio de 1794)”.

“Fue una cosa bastante ridícula. Ante el pabellón central de las Tullerías, que coronaba un colosal gorro frigio, se elevaba hasta la altura del primer piso un anfiteatro de follaje sobrecargado de flores, de jarrones, de banderas y de estatuas. En la parte baja, una estatua del Ateísmo, de estopa, en cuyo interior se encontraba una pequeña Sabiduría incombustible. En el Campo de Marte, la inevitable y simbólica montaña, provista de todos sus accesorios: una columna de cincuenta pies, una gruta, senderos abruptos, cuatro tumbas etruscas, una pirámide, candelabros, un templo griego y un altar”.

“[...] los programas del espectáculo se habían repartido por millares. A las cinco de la mañana, concentración. [...] A las ocho, salida para las Tullerías, en fila y marcando el paso. Las ciudadanas, de blanco; los ciudadanos, llevando ramos de laurel y los niños, con cestas de flores. A las diez, salva de artillería, música, llegada de la Convención. Robespierre, [...], se instaló en un sillón aislado y leyó un corto sermón que le preparó un antiguo cura. Los coros de la Ópera, acompañados por los individuos de las secciones, entonaron el himno: ‘Padre del universo, suprema inteligencia...’. Robespierre descendió del trono, prendió fuego al Ateísmo de estopa y la Sabiduría incombustible apareció embadurnada de hollín. Salida para el Campo de Marte en procesión: las secciones por orden alfabético, tres músicas militares, cien tambores, un carro de la Libertad arrastrado por dieciocho bueyes, los diputados con un ramo de flores en la mano y Robespierre, vistiendo frac azul, bien destacado veinte pasos delante de todos los demás. Dan todos la vuelta a la montaña; los diputados y los coros trepan por los senderos escarpados y cantan: ‘Padre del universo, suprema inteligencia’. Al terminar la última estrofa, truenan horrísonamente los cañones, los niños arrojan flores y los ‘sans culottes’ de ambos sexos se besan. Y aquí termina todo. La Convención vuelve corporativamente a las Tullerías y los ciudadanos que aún tienen asignados se dispersan por las tabernas”.

“La fiesta del Ser Supremo había sido la apoteosis de Robespierre. El portaestandarte de la revolución se había hecho el amo. Todos los días le llegaban cartas de adoración... ‘Admirable Robespierre, antorcha, columna, piedra angular de la República...’ ‘Quiero saciar mis ojos y mi corazón de los rasgos de tu rostro...’ ‘Protector de los patriotas, genio incorruptible, montañés despierto, que ves todo, prevés todo, conjuras todo...’ ‘Tú eres mi suprema divinidad, te miro como a un ángel tutelar...’
. ¿Qué hubiese pensado de todo esto el bueno de Robespierre si supiera que quedaban pocos días para que le guillotinasen?

Como decía Cherteston; “cuando el hombre deja de creer en Dios es capaz de creer en cualquier cosa”. Todo esto no pasaría de ser una mascarada chusca y grotesca si no fuese porque justo en esas fechas, tenían lugar las terroríficas masacres a que me he referido antes.

En 1795 se volvió a permitir la libertad de culto. A partir de ese momento, empezó a producirse un renacimiento católico. Las iglesias se empezaron a llenar de nuevo. Pero el nuevo rebrotar del catolicismo produjo una nueva reacción. Se intentó por todos los medios que el pueblo abandone sus costumbres cristianas. “Para impedir a los católicos practicar la abstención de carne, se prohibe la venta de pescado los días de ayuno; en cada década (el día de descanso de cada diez días), destacamentos de policía recorren los campos para obligar al descanso a los trabajadores. [..] hacen fuego sobre los aldeanos ocupados en la tierra; [...] imponen una multa a una anciana de ochenta y dos años por hilar con su rueca a la vista de la calle. Las tiendas no pueden abrirse en las décadas ni cerrarse los domingos. [...] son procesados 350 hortelanos por no haber concurrido al mercado un ex domingo. Se volvió a obligar a los sacerdotes a juramentarse. En un año fueron enviados la Guayana francesa, 1448 sacerdotes franceses y 8234 belgas”. Pero no olvidemos que los belgas habían sido liberados por la gloriosa revolución francesa.

La pregunta del millón de dólares es: ¿Hay alguna relación causa-efecto entre la apostasía del auténtico Dios y las masacres que tuvieron lugar? La respuesta es, a mi modo de ver, un rotundo sí. A fin de cuentas éste es el único denominador común entre las purgas de Stalin, el holocausto nazi y la Revolución francesa, los tres horrores sin parangón en la historia de Occidente. No me cabe duda de que la democracia hubiese llegado igual, si no antes, sin semejante barbarie. De hecho, Occidente no aprendió la democracia de Francia, sino de Inglaterra, en la que allá por el siglo XIV, el rey, Juan sin Tierra, muy a su pesar, tuvo que otorgar la Carta Magna a la baja nobleza, para lograr su apoyo. De ahí arranca un lento proceso que acaba en la democracia, principalmente en los Estados Unidos. Poco o nada tuvo que ver Francia y su revolución en este proceso. La maravillosa revolución francesa acabó, en cambio, en un tirano, que se autoproclamó emperador y asoló y saqueó Europa, sumiéndola en un baño de sangre –para liberarla, naturalmente. Esta maravilla se prolongó durante un convulso siglo XIX en una restauración borbónica, en otras revoluciones y en un segundo imperio, si no tan sangrientos, sí tan inútiles como el primero. Lo verdaderamente sorprendente es que la propaganda ideológica y chauvinista haya hecho de la revolución francesa algo así como la gran salvadora de la humanidad. Creo que tiene razón Pierre Gaxote cuando afirma: "No tengo por qué disimularlo: la historia de la revolución francesa es una historia mediocre, tanto por sus ideas como por sus hombres. No es grande más que por la majestad presente de la muerte ”.

15 de noviembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (y VIII)

Tomás Alfaro Drake

Esta es la octava y última entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I realizada el 6 de Septiembre.

¿Cuál es la situación de la civilización Cristiana Occidental? ¿Cuál puede ser su futuro?

Siempre que he leído “El estudio de la historia” me he hecho la pregunta de la situación en la que se encuentra la civilización Cristiana Occidental. ¿Ha sufrido ya el colapso o está todavía en su fase de desarrollo? Toynbee también se hace esa pregunta y opina que nuestra civilización, aunque está en los tiempos revueltos, no ha sufrido todavía el colapso. Pero las incitaciones a la que se ve enfrentada son tales y de tal calibre que no es muy optimista sobre su capacidad para encontrar respuestas. “El estudio de la historia” termina en 1951. Sería muy largo resumir aquí todo el análisis de Toynbee que, además dejaría fuera algunas cosas que, en el momento histórico en el que escribió su magnífica obra, ni siquiera se planteaban. Voy a hacer por tanto un extractadísimo resumen al que añadiré algunas de esas cosas inexistentes en su tiempo. Por supuesto, tal y como dije en la introducción de esta serie, es parte de su objetivo inquietar a sus lectores, despertar su consciencia para que ellos mismos se hagan la pregunta, se la respondan a su manera y actúen en consecuencia.

Lo primero que debo decir es que, para Toynbee, todas las civilizaciones existentes hoy día, a excepción de la Cristiana Occidental y, tal vez, la Islámica –es decir, la Cristiana Ortodoxa Rusa, las dos del Lejano Oriente y la Hindú, han sufrido ya colapso y están siendo absorbidas por la Cristiana Occidental. De la Islámica tiene sus dudas.

Históricamente, ve cómo nuestra civilización ha ido soslayando una y otra vez episodios que podrían haber supuesto el golpe de gracia militar de uno de los estados parroquiales sobre los demás. En el siglo XIII los franceses estuvieron a punto de conquistar Inglaterra bajo el reinado de Juan sin Tierra, en lo que hubiese sido un “remake” de la guerra del Peloponeso. Llegaron incluso a tomar Londres en 1216. Esto forzó al rey Juan a conceder a la baja nobleza inglesa la Carta Magna, primer paso hacia la democracia occidental, para que le ayudasen a repeler la invasión y expulsar a los franceses de Inglaterra. Dos siglos más tarde, en la guerra de los Cien Años, fue Inglaterra quien podría haber asestado el golpe sobre Francia. Llegó también a tomar París, pero la aparición de Juana de Arco supuso un revulsivo que movilizó las energías francesas hacia la victoria hasta que expulsaron a los ingleses. Más tarde le llegó el turno a España, bajo Carlos V, pero las guerras de religión por un lado y la separación sucesoria de la corona de España y el Imperio por otro, lo evitaron. La derrota de la Armada Invencible, en un intento de Felipe II por conquistar Inglaterra, supuso el final de las aspiraciones españolas. Los siglos XVII, XVIII y XIX, fueron un tira y afloja de las potencias europeas en busca de un equilibrio de fuerzas, con alianzas siempre cambiantes, para evitar el triunfo de cualquiera de ellas sobre las demás. Así se conjuró el peligro de que Napoleón Bonaparte lograse dar el golpe de gracia. Ese equilibrio inestable estuvo otra vez a punto de romperse en el siglo XX con el doble intento de hegemonía total de Alemania que provocó las dos guerras mundiales. Es cierto que hay quien compara la actual hegemonía americana sobre Occidente con el imperio Romano. Pero ni los orígenes ni las formas de esas hegemonías son comparables. Los Estados Unidos jamás han intentado el asalto militar a Europa, salvo para sacar las castañas del fuego a ingleses y franceses en las dos guerras mundiales. Su hegemonía dista mucho de ser la de un Estado Universal impuesto por la fuerza de las armas sobre Occidente, como el que supuso Roma para la civilización Helénica.

Por otro lado, la civilización Cristiana Occidental ha dado respuesta a grandes incitaciones. Ha sido capaz de evitar la aparición de un proletariado interno gracias a la democracia y a un desarrollo económico sin precedentes que ha mejorado de forma impresionante el nivel de vida de toda su población. Todos los augurios de hundimiento del capitalismo occidental alimentados por el régimen comunista soviético –que es una etapa del Estado Universal de la colapsada civilización Cristiana Ortodoxa Rusa– han fallado estrepitosamente. Al contrario, la civilización Cristiana Occidental ha sabido soslayar la falsa respuesta futurista dada por la minoría creadora marxista fracasada. Ha sido, en cambio, el régimen soviético el que se ha hundido. De la misma forma, también ha sabido rechazar la respuesta arcaizante de las fracasadas minorías creativas nazi y fascista. El peligro de la creación de un proletariado interno importado, el de los esclavos negros traídos de África, ha sido soslayado con la abolición de la esclavitud. Con una mezcla de amor y odio, es cierto, pero el proletariado externo de la civilización Cristiana Occidental, que ya no son pueblos bárbaros, sino miembros de otras civilizaciones colapsadas, en desintegración o muertas, anhela en mayor o menor medida integrarse en ella. Estos son algunos de los hitos que han supuesto respuestas a las durísimas incitaciones que se le han presentado a la civilización Cristiana Occidental.

La educación es otro de los campos en los que Toynbee ve un avance de la civilización Cristiana Occidental, que puede, sin embargo, convertirse en un peligro. Le cito textualmente en este punto. “También había obtenido cierto éxito [La Civilización Cristiana Occidental] al verse frente al impacto de la democracia sobre la educación. Al abrir a todos una casa de tesoros intelectuales, que desde los albores de la civilización había sido un privilegio celosamente guardado y opresivamente explotado por una pequeña minoría, el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la humanidad una nueva esperanza[1], aunque al precio de exponerse a un nuevo peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran ‘condicionar’ a sus víctimas hasta el punto de impedirles que continuaran su educación de modo que llegaran a hacerse inmunes a tal explotación”. Hoy en día parece que la educación está derivando hacia cuestiones puramente técnicas y utilitaristas, obviando la búsqueda de la verdad sobre el hombre y su situación en el mundo. Si este proceso no se invierte, aumentará el público semieducado, carne de cañón para la manipulación por parte de “grupos de presión, partidos políticos y gobiernos”, totalitarios o democráticos.

A pesar de estos éxitos, el panorama de nuestra civilización dista mucho de ser idílico. Por un lado, se observan en ella prácticamente todas las actitudes descritas por Toynbee como el cisma en el alma de una civilización en desintegración.

Abandono, deserción, sentido de estar a la deriva, sentido de pecado, en el sentido de Toynbee –al menos en algunas personas con una, quizá, demasiado rígida religiosidad formalista que ven los males que aquejan a la sociedad como un castigo divino–, sentido de promiscuidad –en su doble vertiente de vulgarización y barbarización–, arcaísmo –como el nazismo, añorando el mundo mitificado de los superhombres y los dioses germánicos–, futurismo –como el comunismo, dispuesto a sacrificar el presente de las personas a la dictadura del proletariado por el supuesto paraíso futuro de la sociedad socialista– y desapego. Sólo me he atrevido a quitar de la lista la actitud de autocontrol, martirio y la de sentido de unidad. También aparece, y en este caso como un rayo de luz y de esperanza, en una minoría, la actitud de transfiguración y, la de evangelismo, ésta última en el sentido de Toynbee y en el literal.

Por otro lado, como dije al principio de este resumen, toda respuesta de éxito a una incitación da lugar a nuevas incitaciones más exigentes que las anteriores.

Una de las grandes incitaciones de nuestra civilización, es integrar a las civilizaciones muertas o en desintegración, sin que se conviertan en proletariados internos. No es fácil. Hoy, el crecimiento de las economías occidentales, unido a su bajo índice de natalidad, hace necesaria la importación de grandes masas de mano de obra de otras civilizaciones o de civilizaciones absorbidas hace siglos por la nuestra. Pero esa importación no se produce desde la libertad, sino que los que vienen lo hacen porque “más cornadas da el hambre” en sus países de origen. Tienen que elegir entre ser proletariado interno allí o aquí. Y esto no es una respuesta. La respuesta sería que esas masas de emigración pudiesen ganarse la vida dignamente, si así lo quisieran, en sus países de origen. Pero si esta incitación se responde con éxito, ¿quién sacaría adelante a un occidente envejecido por la falta de natalidad?

Una de las civilizaciones que más difícil parece de integrar es la Islámica. Frente a este reto hay quien propugna una alianza de civilizaciones. Pero, en general, esta propuesta se hace desde una perspectiva de renuncia a las identidades religiosas de ambas civilizaciones. Esto es, por un lado, imposible para la Islámica y, por otro, perjudicial para la Cristiana Occidental. Es evidente que este entendimiento entre civilizaciones sólo se puede lograr con un decidido apoyo –económico, político y social– desde todo Occidente a la mayoría de los musulmanes moderados, secuestrados por minorías dominantes radicales, para que puedan hacer en el Islam una reforma religiosa, como la que supuso el cristianismo para el judaísmo, en la que aparezca alguien, un genio o una minoría creadora, que sea capaz de un equivalente al sermón de la montaña de Cristo que diga: “Habéis oído decir ‘ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’; pero yo os digo: ‘Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen’[2]. ¿Está capacitado Occidente para promover y defender algo así?

Terminar con el hambre y la pobreza extrema en el mundo es otra de las grandes incitaciones a las que se ve enfrentada la civilización Cristiana Occidental. Indudablemente, tiene los medios para hacerlo pero, ¿está dispuesta, más allá de gestos, encomiables, sí, pero que buscan más acallar la conciencia que solucionar el problema? ¿Tenemos el convencimiento ético de que es nuestra obligación moral hacerlo?

Junto a las incitaciones anteriores aparece, terrible y ominosa, la del medio ambiente. No voy a entrar aquí en la polémica del cambio climático(ver entrada en el blog; Sobre el cambio climático, publicada el 7 de Febrero del 2008, pero es indudable que si todos los habitantes del planeta consiguiesen su lícita aspiración de vivir como vivimos en Occidente, los retos medioambientales de todo tipo serían formidables. Desde luego, la superación de esta incitación, como la de la anterior, pasa por un drástico cambio hacia una cultura de la generosidad y de la austeridad, muy lejana de la de nuestra civilización. La tecnología, fruto precioso de la inteligencia humana, puesta al servicio de estos fines, puede ser un medio de inmenso valor. Es la tecnología la que ha hecho estériles todas las profecías malthusianas sobre el colapso de la humanidad. Pero, ¿está la cultura Occidental orientada a hacer de la tecnología un medio para responder a este tipo de incitaciones o estamos endiosando la riqueza que permite crear poniéndola al servicio del egoísmo humano?(Ver entrada al blog; Tecnología, desarrollo material y espiritualidad, publicado el 13 de Septiembre del 2008)

Seguro que son muchas más las incitaciones a las que se enfrenta la civilización Cristiana Occidental para salir airosa de la prueba. Y si encuentra las respuestas, aparecerán nuevas incitaciones como consecuencia de esas respuestas. No es difícil ver que todas las respuestas que se puedan encontrar tienden hacia una eterealización sin la cual parecen imposibles. Y también es fácil constatar que la cultura occidental camina en la dirección contraria a la eterealización. ¿Entonces?

Si estas batallas han de ganarse, se ganarán, sobre todo, en el terreno espiritual. El mundo del siglo XX, que alguien ha dado en llamar el siglo de las ideologías, ha demostrado hasta la saciedad que los intentos de distintos signos de establecer un paraíso puramente material en la tierra, han acabado en un sangriento fracaso. A pesar de estas lecciones de la historia reciente, creo que se está perdiendo la batalla por recuperar lo que un día fue el alma de nuestra civilización. Lo que un día fue la fuerza creadora de su estilo se ha convertido hoy en una sombra. Los principios cristianos que dieron vida a nuestra civilización van, poco a poco, secularizándose. De su secularización a su negación hay sólo un pequeñísimo paso, como puede constatarse con el avance del aborto, la eutanasia y otros crímenes contra la vida y la dignidad humanas. Es un proceso que empezando con Descartes y el racionalismo y pasando por Kant, Hegel y el idealismo absoluto, ha acabado en el más craso relativismo y el escepticismo total respecto a la verdad (Este proceso está descrito con detalle en una larga serie de 13 entradas en este blog bajo el título de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” publicadas entre el 21 de Enero del 2008 y el 20 de Julio del 2008). Y ese relativismo escéptico y cínico ha degenerado en tristeza, frustración, falta de valores, falta de sentido y, en última instancia, odio a la propia civilización y a lo que un día fue su estilo. Escribe Paul Valéry[4], ya en 1919: “Y, ¿en qué consiste ese desorden de nuestro Occidente[5] mental? En la libre coexistencia, dentro de los espíritus cultivados, de las ideas más dispares, de los más opuestos principios de vida y conocimiento. Esto es lo que caracteriza a una época moderna... Occidente de 1914 ha llegado, quizá, al límite de este modernismo. Cada cerebro de cierto rango es una encrucijada para todas las razas de opinión; cada pensador, una exposición universal de pensamientos... [...] El Hamlet europeo contempla millones de espectros. Pero es un Hamlet intelectual, un Hamlet que medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Tiene por fantasma todos los objetos de nuestras controversias; tiene por remordimientos los títulos de nuestra gloria". ¡Si Valéry levantase la cabeza! Occidente vive hoy día, junto con el mayor progreso material de la historia de la humanidad, el mayor desencanto. Generaciones enteras que no encuentran el sentido de la vida y que se mueren de hambre espiritual en medio de un océano de opulencia, dan lugar a una apatía generalizada, aunque con brillantes excepciones. ¿Podrán las generaciones de la abundancia dar respuesta a las grandes incitaciones que se presentan? ¿Tendrán el nervio y la capacidad de sacrificio para ello? Porque son ellas las que tienen que buscar respuesta a esas grandes incitaciones. Y esta falta de sentido que acosa a las actuales generaciones ha dado paso, como se ha dicho antes, a una revuelta contra el estilo de nuestra civilización, que viene marcado por el cristianismo. En toda esta serie, llamo –como lo hace Toynbee– a nuestra civilización, Cristiana Occidental. Pero, ¿es cristiana? ¿Puede encontrar nuestra civilización su esencia, su sentido, negando sus raíces? Y si la luz que hay en nosotros no es sino oscuridad, ¿cómo serán nuestras tinieblas?, ¿cómo vamos a irradiar luz hacia fuera?

Toynbee ha suscitado en mí una cuestión vital. Si la Civilización Cristiana Occidental entra en desintegración, ¡ay de mí!, ¡ay de todos! Somos simples títeres en la cuerda floja de una Historia muerta. De una Historia que tiene que volver a empezar desde el principio. Me impresiona la imagen que propone Toynbee, y que comenté en la primera entrega de esta serie, de las Civilizaciones como trepadores que suben por un escarpado acantilado en varias cordadas, dándose el relevo de madres a hijas en cada una. Algunas de ellas, las Civilizaciones en desintegración, se caen del risco. Ahora sólo queda una, la que termina en la Civilización Cristiana Occidental. Pero resulta que por mor de la globalización, todas las cordadas están unidas en una superior. Y todas dependen de la suerte de la Civilización Cristiana Occidental. Las colapsadas que aún no se han desintegrado –la Islámica, la Hindú, las del Lejano Oriente y la Cristiana Ortodoxa Rusa–, dependen del dudoso agarre de la nuestra al risco. Si todavía no hemos llegado a colapsar, si todavía hay esperanza –siempre la hay, la libertad humana supera todo determinismo–, entonces la supervivencia depende de nosotros, los hijos de esta civilización. Entonces, el peso de una pluma puede decantar a nuestro automóvil, balanceándose al borde del abismo, a caer o a poder dar marcha atrás y salvarnos a nosotros y a las otras Civilizaciones. Creo que la respuesta a estas incitaciones tendrá que tener un grado de eterealización inmensamente mayor que todas las que ha sabido dar hasta ahora la humanidad. Un grado de eterealización superior incluso al que dio lugar a la aparición de religiones superiores en el seno de las civilizaciones de 2ª generación en desintegración. Una eterealización que vaya unida a un evangelismo –en la terminología de Toynbee y en sentido literal– que haga capaz a nuestra civilización de extender su religión y su Iglesia a todas las demás, por la convicción y el amor, no, desde luego, por la fuerza. Tal vez de forma similar a como lo hizo el cristianismo primitivo en el Imperio Romano. Esta combinación de eterealización y evangelismo debería dar lugar, si la respuesta tiene éxito, a una nueva civilización, la de la Justicia y el Amor. Debo decir, para respetar el pensamiento de Toynbee, que él, como agnóstico espiritual que era, veía la materialización de este reino espiritual como realizado por una especie de sincretismo entre todas las religiones superiores.

Llevado tal vez de mi optimismo, creo que esta respuesta sobreeterealizada es posible. Siento la primavera bajo el hielo de este invierno espiritual. Percibo la germinación de nuevas fuerzas de pensamiento y espirituales. En el mundo de la filosofía, en el siglo XX han aparecido corrientes, como la fenomenología y el personalismo, que pretenden regenerar el camino mal recorrido hacia el vacío desde la Ilustración[6]. En el mundo religioso, dentro de la Iglesia católica se está produciendo un renacimiento de movimientos y corrientes religiosas, suscitadas por el Espíritu Santo, que la están renovando desde dentro. Creo que éstas son las nuevas minorías creadoras que, tras decenios de retiro en una vida latente previa la aparición de toda minoría creadora, empiezan una fase de retorno en la que tal vez puedan encontrar las necesarias respuestas a las incitaciones planteadas. Pero también pueden ser convertidas en chivos expiatorios por el resto de la civilización. Es un riesgo que tienen que estar dispuestas a correr. Estas minorías creadoras pueden ser el peso de la pluma que tal vez decante el balanceo del automóvil hacia tierra firme en vez de hacia el abismo. Si hay un proceso claro en la historia, éste es el de la aceleración del tiempo. Los procesos históricos que antes duraban siglos, se suceden ahora con increíble rapidez. Por eso, me parece posible que lo que fueron los largos siglos entre las civilizaciones de 2ª y 3ª generación se transformen en un solapamiento entre la civilización Cristiana Occidental y la nueva civilización de la Justicia y el Amor que englobe a todas las demás. Que antes de que esta civilización de tiempos revueltos colapse o muera, pueda haber nacido la otra, de forma que la madre vea y reciba a la hija y sea salvada por ésta. Pero me parece imposible que esto ocurra únicamente con nuestras pobres fuerzas humanas. Ya hemos visto en qué han acabado los paraísos que se han intentado construir con sólo esas fuerzas. También Toynbee lo cree así, aunque no apele de forma directa al Dios cristiano. Yo creo que necesitamos la ayuda de nuestro Dios. No de cualquier dios. Del Señor de la Historia. De un Dios que ha entrado en la Historia encarnándose en Jesucristo para traer el Reino de los Cielos a esta tierra. De un Jesucristo que nos ha dicho: “Sin mí no podéis nada” pero “no tengáis miedo”, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. De un Dios que ha querido que el Reino de los Cielos sea la culminación de un largo proceso histórico llevado por el hombre, con su ayuda y su presencia, a través de su Iglesia. Una Iglesia iluminada por el Espíritu Santo, eterealizada, pero regida por hombres, asumiendo el riesgo de militar en la tierra, pero evitando toda exclusión. Antes bien respetando todo lo que de positivo tengan otras religiones, para construir esta nueva civilización sobre el cimiento de Cristo, Dios encarnado en la Historia. Como cristiano, pienso –a diferencia de Toynbee– que si Dios ha entrado en la Historia encarnándose en Jesucristo, Él tiene que ser el cimiento de esta respuesta. Naturalmente, como he dicho hace unas líneas, por la convicción y el amor. Cimentar todo en Cristo no es anular las otras religiones, sino penetrarlas de Él, justificarlas a través de Él. ¿Es la visión de esta civilización de la Justicia y el Amor un sueño? ¿Ingenuidad? Puede, pero sólo así la Historia tiene sentido. Siempre las minorías creadoras han sido tachadas de visionarias por la masa de los que se resistían a su respuesta, pero “nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. Como dijo André Malraux, “el siglo XXI será el siglo de la espiritualidad o no será nada en absoluto”.

Me gustaría ser uno de los hilos de la pluma. Me gustaría ser parte de esa minoría creadora.

[1] Conviene recordar aquí que el primer paso hacia la democratización del saber vino con la fundación de las Universidades, llevada a cabo por la Iglesia allá por el siglo XIII.
[2] Mateo 5, 43-44. Cfr. todo el sermón de la montaña, Mateo 5,1 – 7, 29.
[4] Paul Valéry, Variedad.
[5] Valéry habla de Europa. Yo me he permitido sustituir Europa por occidente. Tal vez tenga él razón. Tal vez sea en otras zonas más jóvenes de Occidente que no son Europa donde más fácilmente pueda surgir la minoría creadora que necesitamos.
[6] Vuelvo a hacer referencia a la serie de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” citada en una nota anterior para explicar en que consiste este renacimiento filosófico.

7 de noviembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (VII)

Tomás Alfaro Drake

Esta es la séptima entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.

9. El encuentro de civilizaciones en el espacio y en el tiempo.

Las civilizaciones de 1ª generación nacen en zonas geográficas aisladas y, al menos durante las primeras partes de sus vidas, no establecen contacto directo entre ellas. Pero indefectiblemente, ellas o sus hijas, en el proceso de expansión geográfica que suele acompañar sus vidas, acaban estableciendo contacto con alguna civilización próxima.

Ya hemos visto que uno de los resultados de este contacto es la transmisión de religiones superiores de una civilización a otra. Pero Toynbee se preocupa aquí, usando el mismo método científico de siempre, en buscar hechos históricos que permitan elaborar “leyes” generales. La primera ley que descubre es que siempre que una civilización conquista a otra, la conquistada ya ha sufrido el colapso. Cuando una civilización ya colapsada ha intentado asaltar a una en desarrollo, el éxito ha acompañado siempre a la segunda, a pesar incluso del aparente desequilibrio de fuerzas entre ambas a favor de la primera. Es frecuente, aunque no generalizable, que la civilización conquistadora se encuentre en su fase de tiempos revueltos o también haya sufrido el colapso y esté ya en desintegración. Cuando esto ocurre, esta conquista no hace sino acelerar el proceso de desintegración si la conquistadora ya ha sufrido el colapso o llevarla al colapso si está en sus tiempos revueltos. Cuando una civilización en desarrollo se ve asaltada por otra que está en fase de desintegración, aún rechazando la conquista, se ve sometida a una fuertísima incitación a la que, en muchas ocasiones no es capaz de dar respuesta, produciéndose también el colapso de ésta. Tal es el caso del intento de asalto del Estado Universal de la civilización Siríaca –el Imperio Persa– sobre la civilización Helénica en crecimiento. El intento de Darío y de Jerjes de conquistar Grecia en el siglo V a. de C. acabó con la derrota del Imperio persa. Nadie, a principios de ese siglo hubiese dado un duro por la victoria griega. Sin embargo, la incitación que esa guerra supuso para la civilización Helénica fue excesiva para su capacidad de respuesta. En principio fomentó la formación de la Liga Panhelénica que pudo ser la base de la unión de toda Grecia en una unión política espontánea. Pero ya vimos anteriormente cómo esto no fue posible y el proceso desembocó en la guerra del Peloponeso que supuso el primer colapso de la civilización Helénica.

Sin embargo, cuando una civilización, colapsada o no, asalta a otra, se producen reacciones tanto en el cuerpo social como en el alma de los habitantes de ambas civilizaciones. Toynbee analiza ambas, pero aquí sólo vamos a centrarnos en las reacciones en el alma de los individuos de las civilizaciones.

Respuestas del alma a los asaltos entre civilizaciones.

Según Toynbee hay tres respuestas de baja eterealización que pueden darse en el alma de los miembros de la civilización conquistadora y de la conquistada. Son, la deshumanización de los conquistados en el alma de los conquistadores y, el zelotismo y/o herodianismo en la de los conquistados. Pero también puede darse en ambos una respuesta eterealizada que Toynbee llama evangelismo.

a) Deshumanización.

Esta es una reacción que afecta a la visión del alma de los conquistadores sobre los individuos de la civilización conquistada. Es corriente que los conquistadores vean a los conquistados como seres inferiores, deshumanizándolos. Ahora bien, hay distintos grados en esta deshumanización. El conquistador los puede considerar paganos, bárbaros[1] o nativos. (Como siempre en Toynbee, estos términos no tienen en sentido estricto el mismo significado que el que le damos coloquialmente).

Paganos.

En el primer caso, el individuo conquistado es considerado como un ser humano equivocado que debe ser convertido (Toynbee no toma este término en el sentido religioso). Un acto de conversión le restituye sus derechos y lo convierte en un miembro de la civilización conquistadora. Si esta ha sufrido colapso, se convertirá en un miembro del proletariado interno. Si no, será un individuo más que, si tiene capacidad para ello, podrá pertenecer en algún momento a una minoría creadora que de respuestas a nuevas incitaciones.

Bárbaros.

En el segundo caso, el individuo de la civilización conquistada es considerado como un extranjero inadecuadamente preparado para integrarse a la civilización conquistadora en ningún estamento de la misma. Pero esto no supone una condición insalvable. Eventualmente, si el bárbaro adquiere las costumbres y la cultura de la civilización invasora, si “pasa un examen”, será admitido a la civilización invasora. Como en el caso anterior, su ingreso se realizará en las filas del proletariado interno si esta civilización ya ha sufrido colapso o en las de los individuos corrientes con acceso, si son capaces, a la minoría creadora, si la civilización conquistadora está en crecimiento. Es de notar que los papeles se pueden invertir en determinados casos. En los siglos IX y X de la era cristiana, en la naciente Civilización Cristiana Occidental, los normandos asolaron las costas y el interior de Europa y pusieron contra las cuerdas a los reyes carolingios que tuvieron que cederles una buena parte del norte de Francia que todavía hoy se conoce con el nombre de Normandía. Posteriormente estos mismos normandos conquistaron Inglaterra y el sur de Italia junto con Sicilia, instaurando importantes reinos normandos. Eran, pues, los conquistadores. Sin embargo no fue la creciente civilización Cristiana Occidental la que fue considerada como pagana o bárbara. Ellos siguieron siendo los bárbaros hasta que se convirtieron y “aprobaron el examen” de la civilización que habían conquistado en parte. A partir de ahí jugaron un importantísimo papel en el desarrollo de la cultura occidental, formando parte de su minoría creadora en diferentes ocasiones y de diversas formas.

Nativos.

Esta es la más dura forma de deshumanización de los conquistados por parte de los conquistadores. La condición de pagano se puede eliminar con la conversión, la de bárbaro, “aprobando un examen”, pero la de nativo es inherente a la condición del conquistado. Sólo el paso de varias generaciones puede eliminar ese estigma y, si los individuos de la civilización conquistada tienen algún rasgo físico que los diferencie de los conquistadores, ese estigma puede durar siglos.

Aunque en el caso del asalto de una civilización por otra se dan entremezcladas esas tres actitudes de deshumanzación en las almas de los conquistadores, estas diferencias quedan patentes en las conquistas española y británica de América del Sur y del Norte. Los españoles consideraban a los indios paganos a los que había que convertir, a ser posible sin causarles daño[2]. Naturalmente que la codicia de los conquistadores y los colonizadores llevó a la semiesclavización de los indios mediante la creación de encomiendas, pero esos son excesos de conquista, tan inexcusables como inevitables. Pero se produjo un considerable mestizaje, los indios no fueron exterminados sistemáticamente y hoy día el mestizaje forma parte del panorama de toda Hispanoamérica incluso en el caso de los esclavos negros importados, que lo fueron en la misma proporción en el Norte que en el Sur. Por el contrario, en América del Norte, donde sus habitantes eran considerados solamente como nativos por los conquistadores ingleses, quedan muy pocos “pieles rojas” y menos aún fuera de las reservas. También el problema racial con los afroamericanos fue mucho más difícil de paliar en el norte anglosajón que en el sur de herencia española. Es muy cierto, sin embargo, que los españoles encontraron, cuando llegaron a Mexico y Perú civilizaciones, mientras que los anglosajones, en América del Norte encontraron sociedades primitivas, en el sentido Toynbeeano. Tal vez sea más comparable la colonización española en América con la inglesa en la India, donde no hubo genocidios masivos. A pesar de todo, la actitud de los españoles hacia los indios era más bien la de considerarlos paganos, mientras que los ingleses en la India degradaron a los hindúes hasta el rango inferior de nativos. Buena prueba de ello es el amplio mestizaje entre indios y españoles frente al prácticamente inexistente entre ingleses e hindúes.

b) Zelotismo y herodianismo.

Entre los individuos de las civilizaciones asaltadas, pueden darse dos actitudes del alma. El zelotismo recibe su nombre de la secta de fanáticos que en el Israel ocupado por los romanos se oponían a ellos con un nacionalismo violento. El herodianismo toma su nombre de Herodes el Grande, que fue rey títere de Israel en tiempos de los romanos, en las fechas del nacimiento de Cristo. Era un colaboracionista que esperaba que aceptando en parte las costumbres y leyes de los invasores, podría preservar lo esencial del judaísmo. No siempre el herodianismo es una táctica que persigue que algo cambie para que todo siga igual. Ya hemos visto el caso de los normandos en los albores de la civilización Cristiana Occidental, cuyo herodianismo era el de convencidos que quieren adoptar completamente las costumbres de la civilización dominante, incluso aunque ellos fueran los vencedores por las armas. La adopción del zelotismo o el herodianismo por el pueblo sometido está condicionada, en gran parte, por la conducta del invasor. Siempre es posible que existan zelotes irracionales, pero una actitud opresiva por parte de la civilización dominante engendrará muchos más zelotes que herodianos. Los romanos sabían bien esto y procuraban no provocar a los pueblos sometidos. Incluían a sus dioses en su panteón y respetaban sus costumbres. Pero eran una civilización colapsada, gobernada por una minoría dominante no creadora, por lo que en general los habitantes de los pueblos conquistados se veían precipitados al proletariado interno. Las guerras judías de los zelotes contra el Imperio Seléucida primero y contra el Romano después, fueron iniciadas por estúpidos, innecesarios y arrogantes actos de provocación. Sin esos actos los zelotes no hubiesen encontrado el caldo de cultivo necesario para forzar la guerra.

c) Evangelismo.

Toynbee pone a san Pablo como uno de los ejemplos de esta respuesta del alma producida por el contacto entre civilizaciones. Ciudadano romano por su nacimiento en la ciudad de Tarso y de alma siríaca, primero como miembro de la secta de los fariseos de la religión judía y luego como apóstol del cristianismo, supo encontrar la vía de predicar la eliminación de diferencias entre griegos y judíos en base a una superación de estas categorías en un nivel más eterealizado: el cristianismo. No muy diferente a este caso podrían ser los de san Francisco de Javier en relación con la civilización del Lejano Oriente, el intento de san Francisco de Asís con la Islámica, Teresa de Calcuta con la Hindú, santo Toribio de Mogrovejo con la Andina, fray Junípero Serra con la Centroamericana, san Pedro Claver, esclavo de los esclavos negros que entraban en el Nuevo Mundo por Cartagena de Indias o fray Antonio de Montesinos en la isla La Española. Esta actitud de evangelismo es consecuencia, sin duda de la vocación universal en el sentido amplio, no estrictamente Toynbeeano de término. El adjetivo “católica” –que significa universal– que califica a la Iglesia Universal de la civilización Cristiana Occidental, no se limita sólo a su propio ámbito, sino que ésta nace desde sus orígenes con la pretensión de llevar la salvación de Cristo a toda la humanidad. En el plano civil, no religioso, de la conquista española de América, el clamor de un fray Bartolomé de las Casas –que no debemos olvidar que era, además de dominico, un supervisor enviado por la Corona– o un Francisco de Vitoria –también dominico, de la escuela de Salamanca–, cada uno a su modo, fue un precedente de un acontecimiento único en la historia. La de un conquistador que legisla contra su derecho de conquista. Tal es el caso de las Nuevas Leyes de Indias de 1542 promulgadas por Carlos V.

Otro ejemplo de evangelismo, en estricto sentido Toynbeeano, sería la predicación comunista llevada a cabo por Lenin en la civilización Cristiana Ortodoxa Rusa con ideas marxistas tomadas de una minoría creativa fracasada en la Cristiana Occidental. La respuesta comunista, que no fue buena para una civilización en desarrollo, sirvió, no obstante, para sustituir una minoría dominante, la zarista, por otra en el Estado Universal de una civilización ya colapsada, sin que el proletariado interno sacase mucha ventaja de ello. Este evangelismo de ida se tradujo, de vuelta, en un intento de asalto de aquella civilización sobre ésta, para imponer esas mismas ideas. Intento fracasado como todo el de una civilización colapsada que intenta conquistar una en posible desarrollo. Asalto que obtuvo más éxito ideológico cuando se realizó desde la Ortodoxa Rusa sobre la del Lejano Oriente China, También colapsada. Un último ejemplo podría ser el evangelismo llevado a cabo por la civilización Cristiana Occidental, con bastante éxito, al exportar las ideas de democracia y capitalismo al resto de las civilizaciones colapsadas y con éxito muy escaso al intentarlo con la Islámica.
[1] Obsérvese que en principio, el término bárbaro se aplica a los pueblos exteriores a una civilización que no pertenecen a ninguna otra. Aquí se aplica a miembros de una civilización conquistada.
[2] El testamento de Isabel la Católica y diversas bulas papales sobre el trato de los indios acreditan estas buenas intenciones que, sin embargo, pocas veces fueron cumplidas.

1 de noviembre de 2009

Amar a la Iglesia en el día de Todos los Santos y en todos los demás

Tomás Alfaro Drake

Todos los años, la liturgia de la fiesta de Todos los Santos me sorprende. Especialmente, me maravilla y llena de alegría la lectura del libro del Apocalipsis: los ciento cuarenta y cuatro mil de las doce tribus de Israel, doce veces doce mil, número mágico; la muchedumbre vestida de blanco que viene de la gran tribulación tras lavar sus vestiduras en la sangre del Cordero; sus aclamaciones: “Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén”; el coro de los ángeles cantando con voz poderosa: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justo y fiel tu proceder, rey de las naciones. ¿Cómo no respetarte, Señor? ¿Cómo no glorificarte? Sólo Tú eres Santo y todas las naciones vendrán a postrarse ante ti, porque se han hecho patentes tus designios de salvación” [...] “¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios”; el regalo del ángel: “ ‘¡Ven! Te mostraré la novia, la esposa del Cordero’. Me llevó en espíritu aun monte grande y alto y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo enviada por Dios, resplandeciente de gloria. Su esplendor era como el de una piedra preciosa deslumbrante, como una piedra de jaspe cristalino”. Y qué decir de las oraciones intercaladas, como la de antes de la consagración: “En verdad es justo y necesario [...] Porque hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los Santos, nuestros hermanos, Hacia ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia. En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad. Por eso, unidos a estos Santos y a los coros de los ángeles, te glorificamos y cantamos diciendo: Santo...”. Y cada año la liturgia me hace ver con los ojos de la fe y escuchar con esos mismos oídos a esos coros de ángeles y santos, a esa Nueva Jerusalén ataviada como una novia. Y distingo entre la muchedumbre a todos mis seres queridos y las alas de la esperanza me llevan con ellos y ellos rezan por mí, para que sea pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, limpio de corazón; bienaventurado. Y veo lo que durante el resto del año se me ha ido difuminando: A la Iglesia, la bellísima Esposa de Cristo, sin mancha ni arruga. Tan distinta, siendo la misma, de ésta que lucha en la tierra entre la bondad y el error, entre el amor, la debilidad y el pecado. Y amo a las dos, porque son la misma.

Por eso hoy, que es la fiesta de Todos los Santos, transcribo algunos textos y poesías que presentan una visión de la Iglesia muy distinta de la que el mundo en que vivimos pretende que veamos. Una visión sobrenatural, que me mueve a la admiración y al amor.

“Cuando yo no entendía casi nada de todo esto y vivía desde mi razón y criterios personales, critiqué muchas veces a la Iglesia con amargura, aún siendo su sacerdote. Tal vez fuera por amor, deseándole el bien, buscando que fuera una madre bella y limpia, sin mancha ni arruga de ninguna clase. Pero lo hacía desde mi mismo, desde mi visión puramente humana. No sé si he sido un perfeccionista; sin embargo, he actuado desde el perfeccionismo. Quería una Iglesia que, seguro, no era otra cosa sino la proyección de mis propias carencias.

La realidad, sin embargo, es tozuda, y no se deja moldear. La Iglesia sigue siendo pobre y criticable, pero inconmovible. En alguna ocasión me acometía la tentación de dejarlo todo y abandonar. Doy gracias al Señor porque se apiadó de mí y no me dejó marchar tras mis errados caminos. Me ha ido revelando el sentido de la pobreza de su Iglesia; cómo, gracias a ella, yo también tengo un puesto en su seno. Es pobre, pero es mi madre. Antes quería abandonarla despechado y soberbio; ahora rezo compungido: “Señor, que tu Iglesia no me abandone a mí”. He comprendido lo que tiene de don. Es más, he comprendido que la comunidad no es un club de perfectos sino de necesitados. Si no fuera así, el pertenecer a la Iglesia sería el mayor acto de soberbia y de fariseísmo jamás imaginado.

Su seno es gestante y matricio. En él, el Espíritu Santo nos revela nuestro pecado, que, fundamentalmente, es el de haber juzgado a Jesucristo y a los hermanos, habiendo pedido su muerte al Pilatos de turno. Ahí, la Palabra nos denuncia nuestras actitudes falsarias, y sentimos que Dios no piensa como nosotros; ahí es donde podemos arrepentirnos y preguntar qué salida nos queda. Ahí es donde podemos asumir nuestras pobrezas y las de los demás, encontrando en ello una fuente de fraternidad y comunión, descubriendo a Jesucristo que busca resucitar en lo que sin Él sería desunión irremediable.

Hoy en día, el Señor me ha revelado abundantemente que el mayor pecado es juzgar a su Iglesia. En ese juicio, el corazón se endurece más que con cualquier otra actitud, porque la Iglesia es el Jesucristo pobre que habita en medio de nosotros. Son nuestros pecados y nuestra necesidad de oscuridad, para que no se vean nuestras obras, las que la juzgan. Junto con la Iglesia, también los sacerdotes son juzgados duramente en sus pobrezas. Tampoco en este caso se entiende la encarnación de Dios en unos sujetos tan pobres y tan sometidos a tentación y miseria. Este hecho, racionalmente lo entiende todo el mundo y, sin embargo, arrecian los juicios como un vendaval. Nadie se da cuenta de que la pureza consiste en la capacidad de convivir con la mancha. No es extraño que se pueda decir en el evangelio que el que juzga a uno de estos pequeños, a mí me juzga. Es evidente que cuando se endurece el corazón, se juzga a Jesucristo”
.

Del libro “Vivencias de gratuidad”. Chus Villaroel O. P.

Pero la Iglesia sólo es imperfecta en este mundo caído y terrible en el que tiene que militar usando a pobres seres humanos de barro también caído como combatientes. “Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará ‘sin mancha ni arruga’, y se esfuerza para que llegue a serlo”. (C. S. Lewis. Los cuatro amores). Un día la veremos gloriosa, como la ve Gertrud von LeFort, conversa desde el luteranismo.

“Pero cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando se rompan los sólidos diques de la materia
y se abran todas las esclusas de lo invisible,
cuando los milenios vuelvan con rumor de águilas
y regresen a la eternidad
las escuadras de los eones,
cuando se rompan los recipientes de los idiomas
y se precipiten las aguas torrenciales de lo nunca dicho,
cuando las almas más solitarias salgan a la luz
y se manifieste lo que ninguna sabía de sí misma:
Entonces el Revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz glorificante
y los tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no recaerá sobre mi cabeza ningún velo
como el deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la gracia se llamará Infinitud...
y la Infinitud de llamará Bienaventuranza.
Amén”
.

Gertrud Von le Fort, “Himnos a la Iglesia”.

Este libro tiene en su introducción el siguiente comentario de D. Olegario González de Cardedal:

“El libro de Gertrud es una palabra dirigida a la Iglesia por alguien que está en camino hacia ella y la saluda de lejos, tras haberla descubierto. Es el canto alborozado de quien viene de una larga navegación, que ha avanzado muchas millas entre la niebla, emitiendo largos gemidos sonoros con la sirena para evitar choques y lanzando ráfagas de luz desde sus propios faros, para ver si divisa tierra. Por fin la tierra aparece en su figura, espesor y luminosidad. Es el saludo jubiloso de quien ya la ve real y se dispone a desembarcar en ella, aun cuando todavía esté a una distancia. Esta es la situación vital en que está escrito el libro. Saludo a la Iglesia católica de quien todavía no pertenece a ella”.

¡Qué diferencia con tantos católicos que hemos nacido en la tierra prometida de la Iglesia y, con la apatía del que tiene más de lo que necesita, sólo vemos en ella los defectos, en vez de gritar ¡tierra! cada día llenos de alegría. Sirvan de contraste estas palabras de André Frossard, converso desde las filas del comunismo francés:

“¿Cómo entrar después en una de esas iglesias, donde le tenido la fortuna de asistir a mi propio nacimiento, sin experimentar ese suave pellizco de la ternura liviana? Cuando salí de la capilla de la calle de Ulm era consciente de cuatro cosas. O, mejor dicho, fui consciente de cuatro aspectos que todavía me asombran: que existe otro mundo; que Dios es una persona; que estamos salvados aunque paradójicamente estemos por ganar la salvación, y que la Iglesia es una institución divina.

Lo que ahora voy a afirmar nada tiene que ver con la teoría. Es consecuencia de mi experiencia personal. A lo largo de mi vida jamás medité la cuestión de la Iglesia, como tampoco lo hice sobre mi abuela, que durante la noche cantaba canciones breves, en las que «Caballeros de la luna» danzaban valses, «cada cual con cada una». Nunca me planteé analizar a mi abuela ni criticar su canción. Lo que importaba no era la calidad del texto, sino estar sentado en su regazo y sentir que nada me movería de allí, ni siquiera el fin del mundo que llegaba cuando lograba conciliar el sueño.

La Iglesia también canta y en esta tierra a veces desentona; pero ¿es la Iglesia –propiamente hablando– este minúsculo segmento visible de un orbe prodigioso que nadie ha abarcado y que transcurre por la eternidad? ¿Quién puede decir dónde comienza y dónde termina la Iglesia, quiénes forman parte de ella y quiénes están excluidos o, mejor dicho, quiénes se excluyen de ella, porque no imagino que puedan ser expulsados de ella? Por lo general, sólo tenemos la visión de una ínfima parte de esta inmensa proa –compuesta de caras dirigidas hacia la luz, que va delante de una inmóvil salpicadura de sombra–, sumergida con nosotros en ese conjunto de cosas o ideas desordenadas o superfluas que conforman este mundo. Sólo es ese pedazo de la quilla del barco carcomida por la sal y ligeramente manchada a quien los críticos se agarran como lapas. Pero ¿y lo demás, lo que centellea por encima de las aguas?

La Iglesia es una institución divina porque es Dios quien le confía las almas, y no al contrario, como piensan ciertos burócratas de sacristía que seleccionan los niños para el bautismo. A este tipo de Iglesia no le he dado mi apoyo; [..]. Esta sensación de connivencia entre la Iglesia y lo divino ha sido tan intensa que siempre me ha dado `prudencia al evaluar los errores cometidos en cada siglo por la gente de Iglesia y para evitar tomar la parte por el todo: las pilas de agua bendita de San Pedro, por el lago de Tiberíades; la teoría de los canónigos capitulares de Notre-Dame, por la Iglesia. Sobre la Iglesia nunca he tenido la menor tentación de proferir el más pequeño de los juicios. Su santidad invisible me impresiona, sus debilidades e imperfecciones en la tierra me tranquilizan y me la hacen más próxima. Porque la realidad es que yo tampoco soy un ser perfecto.

Desde el primer día la Iglesia me ha parecido una institución hermosa. Los cristianos de cuna, como denominan los americanos al fiel que ha nacido en el seno de una familia cristiana, a menudo me han preguntado –con la cara del indígena que quiere conocer la opinión del turista sobre las últimas iniciativas municipales– si la Iglesia no ha decepcionado a ese joven converso que fui durante mi juventud. Cuando me planteaban esta cuestión no se daban cuenta del contraste absoluto que la Iglesia presentaba para mí en comparación con el bagaje ideológico recibido durante mi infancia. Durante este tiempo viví –y ahora soy plenamente consciente de ello– a expensas de algunas ideas cristianas desviadas de su fin, arrancadas de sus raíces naturales, colocadas en conserva, y que presionaban sobre la tapa que las cubría. Por esto perdono a mi padre y a los hombres de buena voluntad, a quienes su ejemplo me ha enseñado a respetar.

El cristianismo y su Iglesia poseían los colores de la vida; hasta su inocente y piadosa imaginería me parecía rebosante de salud, comparada con la uniformidad gris de las construcciones mentales que yo acababa de abandonar. Me parecía sugerente la idea de que los intelectuales, llegados al cielo [...] llorarían por ello de agradecimiento y de alivio.

Pero ¿cómo se puede aprender algo útil y verdadero sobre la Iglesia? Mis libros, mis Voltaire, mis Rousseau, mis exploraciones de la nada filosófica y mis hacedores de guerra civil solamente se referían a ella en términos difamatorios; se agarraban a sus pequeñeces y acentuaban sus faltas; olvidaban sus buenas obras e ignoraban sus grandezas y esplendores que, lamentablemente, desde hacía mucho tiempo no llegaban al interior de sus espíritus, porque estaban enteramente preocupados de sí mismos y trataban de evitar la admiración como una humillación.
[...]
Mis libros reconocían cuál había sido el poder que antiguamente ejercía la Iglesia, pero lo hacían con la finalidad de censurar el abuso que la Iglesia había hecho de él. Su historia era la de una gran y rentable empresa que dominaba la sociedad gracias a una máscara filantrópica. La Iglesia sólo predicaba la humildad para obtener resignación, y enseñaba la esperanza para evitar oír la palabra justicia. Esos libros citaban con profusión a los inquisidores, a los papas pendencieros, o a los «gatitos mitrados», en expresión de una dama de la Fronde. Pero nunca se referían a los mártires ni a los santos; exceptuando a Juana de Arco, víctima del poder pendenciero de los clérigos; o a Vicente de Paúl, cuya caritativa actividad evidenciaba las miserias y deficiencias sociales de su tiempo. Se mostraban con exceso esmerados en destacar la cabeza política de la Iglesia terrenal, pero silenciaban todo lo que tuviera relación con su corazón evangélico. Yo sabía todo acerca del comportamiento despótico de Julio II, pero lo ignoraba todo de los encendimientos poéticos de Francisco de Asís.

Nadie me había dicho que, si la Iglesia no siempre había arrostrado en este mundo el buen combate, por lo menos había conservado la fe, y que únicamente era la fe la que había conseguido en esta tierra que reinara la armonía. Nadie me dijo que la Iglesia nos había dado un rostro a quienes no sabemos con exactitud si somos dioses o gusanos cenagosos, si somos el adorno supremo del universo o un débil retortijón de moléculas en una parcela de barro perdido en un océano de silencio. La Iglesia sabía –y constatamos que era la única en saberlo en este siglo de terror– lo que implican la deportación y la muerte; sabía que el hombre es un ser que no cuenta finalmente más que para Dios.

No. Nadie se había ocupado de hacerme saber en esos libros que la Iglesia nos había salvado de todas las desmesuras a las que –indefensos– estamos entregados desde que no se la escucha, o cuando ella se calla. Nadie tuvo el valor de decirme que la Iglesia, por sus promesas de eternidad, había hecho de cada uno de nosotros una persona insustituible, antes de que nuestra renuncia al infinito hiciera de nosotros un átomo efímero, e indefinidamente sustituible, de baba o de espinazo del gran animal estático. Nadie fue capaz de decirme que sus cementerios no estaban llenos –en frase de no sé qué cínico– «de gentes que se creían indispensables», sino que allí conservaba como tesoros las sutiles y casi imperceptibles cenizas de donde un día surgirían los cuerpos resucitados.

En fin, que nadie me dijo en esos libros que los dogmas de la Iglesia eran las únicas ventanas horadadas en el muro de la noche que nos envuelve; y que el único camino abierto hacia la alegría era el pavimento de sus catedrales, desgastado por las lágrimas”.

André Frossard “No estamos solos”. Belacqua de Ediciones y publicaciones.

Acabo, por último con una poesía mía escrita el 5 de Enero del 2001 tras la ceremonia del cierre de la Puerta Santa de la Basílica de Santa María la Maggiore, en Roma. Fue una ceremonia próxima, íntima. Salimos todos de la Basílica para el cierre de la Puerta Santa. El templo quedó vacío. Acabada la ceremonia del cierre de la Puerta, llevada a cabo por un Cardenal cuyo nombre no recuerdo, volvimos a entrar todos para un Te Deum. Al entrar, percibí una corriente de gente que se desviaba hacia la izquierda de la puerta de entrada, hacia la Puerta Santa del Perdón que ahora estaba cerrada. Seguí la corriente y ví que algunas personas se arrodillaban junto a ella apoyando las palmas de las manos y la frente en sus hojas. Lo hice yo también. Me sentí invadido por una gozosa corriente de alegría. El Te Deum fue magnífico. Mi cabeza estaba llena de imágenes. Al terminar, allí mismo, en un banco, escribí:

“Impresiones de un peregrino, desde Santa María la Maggiore, el día del cierre de la Puerta Santa al final del Jubileo del año 2000”.

“Madre cuyo claustro siempre espera mi retorno.
Cansado, todavía casi viejo, con algo de nieve en la cabeza,
imploro el palpitante útero protector de tus entrañas.
Nave salvadora, flotante arca de Noé con rumbo,
en tu seno cabe la humanidad entera
rescatando a la naturaleza gemidora.
Dos veces milenaria, aún eres joven
y si alguna vez fuiste dura con tus hijos
el reciente perdón, pedido y ofrecido,
convierte en lágrimas los ácidos reproches.
Puente de suspiros de cárcel a palacio,
permites que cuantos a ti acuden te recorran.
Muchedumbres incontables, en la gran tribulación errantes,
como ovejas sin pastor a ti se acogen
para lavar sus ropas en la sangre del Cordero
que atesoras en insondables pozos de agua viva.
Brillante luna circular de plata,
reflejando la luz del Sol de soles
haces más clara esta larga noche,
que sería tenebrosa si tú no la alumbraras.
Jerusalén eterna con un pie aquí
y el otro en las celestes tierras prometidas.
Manchada y pura novia del Eterno,
ataviada para bodas de vinos generosos,
cuerpo amante y amado de un Dios enamorado,
a través de ti, también yo soy amado.
Hoy he visto cerrarse la puerta que hace un año abriste,
hoy he visto eternamente abierta
la puerta del Camino, de la Verdad y de la Vida”
.

Ojalá este año no se vaya difuminando la visión que hoy, día de Todos los Santos, tengo de la Iglesia.