30 de marzo de 2008

El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 5

Tomás Alfaro Drake

Introducción

El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.

Auguste Comte (1789-1857) y el positivismo

La dialéctica hegeliana, unida al importante avance de la ciencia histórica en los siglos anteriores cuajó en el siglo XIX en la figura de Comte, padre del positivismo. El positivismo tiene dos vertientes. Una sobre el juicio de la realidad y otra sobre la Historia. Para Comte, la esencia de la realidad es incognoscible. Lo que sean las cosas en sí, si es que son algo, no se puede conocer por la mente humana, ni –por otro lado– importa. Lo único interesante es formular leyes que permitan hacer previsiones sobre cómo de unos fenómenos se siguen otros. Y esto se logra sólo mediante la observación. Todo intento de conocer la esencia de las cosas es inútil y estéril. Lo único que podemos saber es cómo funciona el mundo que, por otra parte, es lo único interesante para dominarlo. Toda otra fuente de conocimiento –la metafísica en particular– es irrelevante. Históricamente, Comte formula la ley de los tres estados. La historia ha pasado por tres estados preparatorios de la situación actual. El primero era el estado teológico, que debiera llamarse, con más propiedad mítico. En él, el hombre busca explicaciones míticas a las cosas y a los fenómenos. El segundo estado es el metafísico, en el que el hombre, ingenua e inútilmente, busca conocer la esencia de las cosas. Pero, por fin, se ha dado cuenta que lo único que puede hacer es observar los fenómenos y, sin preguntarse lo que éstos sean, deducir de esa observación sus reglas de funcionamiento y dominar, de esta forma, el mundo. La humanidad ha entrado en el estado definitivo, el positivo. El que la realidad sea incognoscible es una afirmación empobrecedora que hunde sus raíces en el idealismo kantiano. La idea de que sólo importa conocer la relación entre los fenómenos y las leyes que los rigen nace del deslumbramiento ante los logros prácticos de la ciencia y de una mala comprensión de los mismos. De esta concepción de la historia se desprende el mito del progreso continuo. La ciencia, unida al espíritu positivista, generará cada vez una mayor riqueza, bienestar y conocimiento práctico que se traducirá, automáticamente, en un continuo progreso de la humanidad hacia cotas siempre mejores. “Hoy se puede asegurar –decía Comte– que la doctrina que haya explicado suficientemente el pasado obtendrá inexorablemente, por consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del porvenir”. El pasado es, por definición, siempre peor que el futuro porque el progreso es una ley inmutable. Comte, persona bastante desequilibrada en su vida personal, está seguro de no hablar en su propio nombre, sino que es la voz de la Historia la que habla a través de él. Llega a instaurar la religión de la Humanidad, con su Iglesia, sus sacramentos, sacerdotes, calendario de fiestas y santos de la Humanidad. Lo único que le falta es Dios. O, más bien, instaura un dios inventado en el que hace un acto de fe gratuito; el dios Progreso.

Ciencia y cientifismo

A partir del siglo XVII en un complejo proceso lleno de zig-zags y tanteos, empieza a nacer la idea de ciencia empírica. Se suele tomar como punto de arranque de la misma al empirismo inglés –y más concretamente a Francis Bacon–, por el peso que se da en ella a la comprobación empírica de los resultados de la inducción, único modo de conocimiento admitido por Bacon. Pero se suele olvidar que la importancia del método experimental en la búsqueda de la verdad, arranca de varios siglos atrás, en el XIII, con otro inglés, también de apellido Bacon, el franciscano Roger Bacon (c.1212-c.1293). En el siglo XVII, personas como Brahe, Galileo, Kepler o Newton, empiezan a desarrollar la llamada filosofía de la naturaleza. Es difícil darles el nombre de filósofos. Ellos mismos no se consideraban como tales. No buscaban el conocimiento de las verdades abstractas, sino comprender por qué los fenómenos físicos ocurrían de determinada manera y no de otra. Poco a poco fueron definiendo un método que, andando el tiempo, dio en llamarse método científico. Es un método que parte de la observación y medición de los fenómenos de la naturaleza. En base a ellos, por el método inductivo, se establecen leyes que, remontándose hacia atrás en el proceso de causalidad, explican las causas de los efectos observados. Estas leyes, cuantificadas, se someten a tratamiento matemático y de esta forma se pueden hacer predicciones precisas en el sentido directo, de la causa hacia el efecto, de lo que tendría que ocurrir como consecuencia de determinados acontecimientos. No deja de ser paradójico que la matemática sea el máximo exponente del método deductivo, no aceptado por Bacon. Por lo tanto, Bacon debería escandalizarse de esta supuesta hija suya, la ciencia, híbrida de experimentación, inducción, deducción e intuición. El método, que empieza con la observación acaba con la observación. Se comprueba, si es posible experimentalmente, que siempre, de las causas definidas se siguen los efectos predichos por las leyes establecidas. He puesto en negrita la palabra experimentalmente y siempre. Efectivamente, si es posible, el método científico debe procurar que el conjunto causas-efectos objeto de determinada ley se pueda reproducir mediante el diseño de experimentos que puedan repetirse por cualquier científico en cualquier parte del mundo para comprobar la veracidad de la relación causa efecto de los fenómenos. Desde luego, esto no es siempre posible. Jamás se podrá diseñar un experimento repetible para reproducir el tránsito de Marte por delante de Júpiter o la explosión de una supernova, por citar dos ejemplos. La otra palabra en negrita es siempre. Efectivamente, basta que una sola vez, en un experimento diseñado o en la realidad espontánea, no se cumpla la relación causa efecto esperada por la ley, para que ésta deba ser desechada. Se dice que todas las leyes científicas deben ser falsables, es decir, se deben poder establecer a priori observaciones que, de producirse, harían falsa la ley definida. Es decir, toda ley científica tiene una validez provisional, en tanto en cuanto no se produzcan observaciones que la hagan falsa. Evidentemente, cuanto más tiempo pase, cuantos más experimentos se realicen en diferentes circunstancias, cuantas más observaciones espontáneas corroboren la ley, más certidumbre irá adquiriendo, aunque sin perder nunca su carácter de provisionalidad. Tuvieron que observarse a finales del siglo XIX pequeñas variaciones en la órbita de Mercurio para que se declarase incompleta la ley de la gravitación universal de Newton enunciada en el siglo XVII. Esto abrió la puerta a la teoría de la relatividad, que explicaba este fenómeno con mayor precisión. Usando el método científico de forma reiterada, la ciencia va construyendo un edificio de leyes y teorías que explican la realidad con precisión matemática.

Esta exactitud contrastaba con el variado abanico de opiniones contradictorias en las que parecía enfangarse la filosofía a partir de Descartes. Naturalmente, la ciencia, tenía una gran precisión porque únicamente hablaba de aquello que podía tocarse, medirse, traducirse a números y tratarse matemáticamente. Pero ello era a costa de dejar fuera de su ámbito una inmensa cantidad de cuestiones que eran, además, las más importantes. ¿Cuál es la esencia de las cosas? ¿Qué es el ser humano? ¿Cuál es la finalidad del hombre y de la realidad en la que está inmerso? ¿Cuáles son los límites de esa realidad? ¿Qué es la felicidad y cómo se llega a ella? ¿Cuál es el sentido de la vida? Sobre todo esto, la ciencia y su precisión sólo podían callar.

Pero fue la filosofía la que se dio la puntilla a sí misma en este tema. En efecto, el árbol genealógico de filósofos que empiezan en Descartes y Bacon y culminan, de momento en Comte, acaba por decir que las preguntas anteriores, las preguntas filosóficas por antonomasia, las verdaderamente importantes, las que caen fuera de las fronteras de la ciencia, ni siquiera tienen sentido. Las cosas, el hombre entre ellas no tienen ninguna finalidad. La pregunta de para qué existe el universo o el hombre no tiene el menor sentido. Tampoco tienen esencia o, si la tienen, es incognoscible, como toda la realidad externa. La única verdad es la que responde a cuestiones medibles, cuantificables y matematizables. Lo demás cae fuera del área de conocimiento posible e incluso deseable y el mero hecho de preguntárselo es un absurdo. La ciencia, que en un principio no era sino un método para conocer una parte pequeña de la realidad, se convierte así, como un dogma de fe promulgado no se sabe por quién, en la única fuente de conocimiento de la envoltura de una realidad cercenada hasta dejarla reducida lo estrictamente material. Y aún de esa realidad, sólo importa el “disfraz”, no su esencia. Pero eso ya no es ciencia, es cientifismo. Así, la ciencia, un magnífico método para conocer una parte de la realidad, al excluir la metafísica –otra vez el principio de Chesterton, otra vez la esquizofrenia del conocimiento–, se convierte en cientifismo. El dogma cientifista afirma que virtudes como el amor, la abnegación, la generosidad, etc, si merecen ser explicadas, lo serán en términos de química, electrones o fuerzas electromagnéticas. Y un día –afirman categóricamente– todo se explicará así. Naturalmente, no se aporta la menor prueba que apoye semejante reduccionismo simplista y estúpido. Simplemente, tiene que ser así. Urge volver a encontrar el diálogo entre la ciencia y la metafísica, dos formas de conocimiento de la verdad que, de la mano, pueden enriquecer enormemente nuestro conocimiento de la Realidad, con mayúsculas. Un científico inteligente dijo que ciencia y metafísica “se oponen en el mismo sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se oponen entre sí. Una oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente muchas cosas”. Pero si nos amputamos el pulgar...

26 de marzo de 2008

El sueño de Jean Paul Richter

Tomás Alfaro Drake
Jean Paul Richter escribió en 1796, con 33 años, la edad de Cristo al morir, un pequeño opúsculo con un terrible nombre:

Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios.

Jean Paul era un profundo creyente y escribió esta pequeña obra para mostrar lo terrible que sería el mundo si Dios no existiese. Le dio forma de un sueño, un mal sueño en el que se veía sumido. Al despertar de la terrible pesadilla se congratula de poder adorar a un Dios que rige con bondad este mundo. Esta obra es conocida con el nombre de “El sueño”. Su publicación no tuvo ninguna repercusión en Alemania. Pero en 1814, en la segunda edición de la obra “L´Allemagne” de Madame Germaine Staël –la primera edición fue íntegramente secuestrada por Napoleón– aparece una traducción francesa de la obra. Mme Staël no es la autora de la traducción al francés, pero ésta es parcial y está burdamente manipulada[1]. Y no sólo la traducción, la propia obra aparece cercenada en el principio y el final, de forma que ya no es un mal sueño, sino un manifiesto del ateísmo. Bajo esta forma puede seguirse su rastro en la literatura francesa de los siglos XIX y XX franceses. Nerval, Vigny, Musset, Baudelaire y Gide son un claro exponente de estos ecos[2]. Debemos a Olegario González de Cardedal la publicación de la primera traducción fiel y directa al español –realizada por Andrés Sánchez Pascual– de la totalidad de este breve escrito de Jean Paul.

A continuación se transcribe esta traducción completa, indicando en letra cursiva los textos amputados en la traducción que aparece en la obra de Mme Staël.


JEAN PAUL
PRIMERA PIEZA FLORAL:
DISCURSO DE CRISTO MUERTO DESDE LO ALTO
DEL COSMOS, DICIENDO QUE NO HAY DIOS[3]

Nota previa

La osadía de esta ficción queda disculpada por el objetivo que pretende. Los negadores de la existencia de Dios la rechazan con el mismo escaso sentimiento con que la admiten la mayoría de sus defensores. Igual que avaros coleccionistas de monedas, así lo único que reunimos en nuestros sistemas, aun en los verdaderos, son siempre meros vocablos, fichas de juego, medallas; y solo más tarde cambiamos los vocablos por los sentimientos, las monedas por goces. Veinte años puede pasarse una persona creyendo en la inmortalidad del alma y solo en el año vigésimo primero, en un gran minuto, se queda asombrada de la inmensa riqueza de esta fe, del calor que se esconde en tal fuente de nafta.

Así es también como yo me he quedado aterrorizado al ver el calor ponzoñoso que emana del sistema del ateísmo y que, envolviendo el corazón de quien penetra en él por primera vez, se lo asfixia. Menos dolores me preocupará a mí negar la inmortalidad que la divinidad, pues en el primer caso pierdo solamente un mundo cubierto de nieblas, mientras que lo que en el segundo caso lo que pierdo es este mundo actual, es decir, su Sol. La mano del ateísmo hace añicos el universo espiritual entero, lo rompe en innumerables puntos de Yoes, que, como si fueran bolitas de mercurio, centellean, se escurren, van de un lado al otro, se juntan y separan, ya que carecen de unidad y consistencia. En el universo nadie está tan solo como el hombre que niega a Dios; su corazón, que ha perdido al más grande de los padres, se halla huérfano; y ese hombre está de duelo junto al cadáver inmenso de la Naturaleza, al que ningún espíritu universal otorga movilidad ni cohesión y que va creciendo dentro de su tumba. Y está de duelo hasta que se desprende a si mismo, parecido a una miga de pan, de aquella masa muerta. Ante él se halla quieto el mundo entero como la gran esfinge egipcia, hecha de piedra y asentada en la arena; y el universo es la fría mascara de hierro de la eternidad informe.

Es mi intención además meter el miedo en el cuerpo con esta ficción mía algunos leídos profesorcillos, pues en verdad esos hombres, desde que han sido tomados a sueldo para ejecutar, cual si fueran presos condenados a trabajos forzados, las tareas de la obra hidráulica y el apeo de mina de la filosofía crítica, andan inquiriendo ahora sobre la existencia de Dios con igual sangre fría e igual corazón helado que si se tratara de la existencia del unicornio o de la de ese animal marino fabuloso de que hablan los noruegos.

Para otras personas, para las que no han ido tan lejos como los susodichos profesorzuelos, quisiera señalar que cabe unir sin contradicción la creencia en el ateísmo y la creencia en la inmortalidad, pues la necesidad que en esta vida arroja dentro del cáliz de una flor y bajo un sol la brillante gota de rocío que es mi Yo, esa misma Necesidad puede sin duda repetir tal cosa en la segunda vida; y hasta le resultará más fácil que en la primera ocasión hacer que yo me encarne por segunda vez.

* * *

Cuando en nuestra infancia oímos contar que la hora de la medianoche, en el momento en que nuestro dormir llega muy cerca de nuestra alma y nos entenebrece incluso los sueños, los muertos se desvelan y ejecutan en las iglesias un remedo de la misa de los vivos, cuando oímos contar eso, sentimos horror de la muerte a causa de los muertos. Y en nuestra soledad nocturna desviamos los ojos de los alargados ventanales de la iglesia silenciosa y nos da miedo investigar si las fluorescencias que en ellos brillan se deben a la luz que cae de la Luna.

La infancia, y más todavía sus espantos que sus éxtasis, recobran alas y brillo en nuestros sueños y, cual si fueran pequeñas luciérnagas, se entregan a sus juegos en la pequeña noche de nuestra alma. ¡No nos aplastéis esas centellas que ahí revolotean! ¡Dejadnos incluso nuestros sueños oscuros y desagradables, que son como penumbras de la realidad, pero que nos impulsan hacia arriba! ¿Con qué va nadie a reemplazarnos esos sueños, los que nos alejan de los estruendos inferiores de la catarata y nos conducen hasta la callada cumbre de la infancia, allí donde el río de la vida, aún silencioso en su pequeña planicie, y parecido a un espejo del cielo, se encaminaba hacia sus abismos?

Un atardecer de verano me hallaba yo tendido en un monte de cara al Sol y me quedé dormido. Entonces me soñé que me despertaba en un camposanto. Lo que me desvelaba era la maquinaria siempre en movimiento del reloj de la torre, que estaba dando las once en aquel momento. En el cielo nocturno, que se hallaba completamente vacío, yo buscaba el Sol, pues creía que un eclipse lo ocultaba con la luna. Todas las tumbas estaban abiertas; y las puertas de hierro del osario, como si unas manos invisibles las moviesen, se abrían y se cerraban. Sombras rápidas, sombras que nadie proyectaba, se deslizaban por los muros, y había otras que se elevaban por los aires. Los únicos que seguían dormidos en sus abiertos ataúdes eran los niños. Del cielo colgaba formando grandes pliegues, sólo una niebla grisácea y pesada, que una sombra gigantesca iba acercando; aquella niebla se parecía a una red y a cada momento se volvía más estrecha y ardiente. Yo oía por encima de mí la lejana caída de los aludes, y por debajo las primeras pisadas de un inmenso temblor de tierra. Dos inacabables notas disonantes, que dentro de la iglesia luchaban entre sí e inútilmente procuraban confluir en un sonido armonioso, hacían que la iglesia oscilase arriba y abajo. De vez en cuando un resplandor grisáceo se aproximaba convulso hacia los ventanales y a su luz podía verse como se deslizaban por ellos el plomo y el hierro derretidos. La red de aquella niebla y el suelo oscilante me empujaban dentro del templo; dos basiliscos que desprendían chispas hallábanse apostados en dos setos de plantas venenosas delante de sus puertas. Yo iba avanzando a través de sombras desconocidas en las que estaba impresa la huella de varios siglos.

Todas ellas se hallaban congregadas en torno al altar y a todas les temblaba y palpitaba, no el corazón, sino el pecho. El único muerto al que no le temblaba el pecho era uno que, enterrado recientemente en la iglesia, aún reposaba sobre sus almohadones; en su rostro, cruzado por una sonrisa, quedaba la huella de un sueño feliz. Pero como entraba un viviente, también aquel muerto se desvelaba; y de su rostro desaparecía la sonrisa. Haciendo un gran esfuerzo levantaba sus pesados párpados, pero allí dentro no había ojos, y no era un corazón, sino una herida, lo que había en su pecho palpitante. Alzaba sus manos y las juntaba para rezar, pero sus brazos se alargaban y se desprendían, y las manos aún juntas, iban a caer lejos. Arriba, en lo alto de la cúpula de la iglesia, se hallaba la esfera del reloj de la Eternidad. No aparecían en ellas números que indicasen las horas, la esfera misma era su propia aguja; solo un dedo negro apuntaba hacia allí. Y los muertos querían ver el Tiempo en aquel reloj.

De lo alto descendía hasta el altar en aquel momento una noble figura en la que se advertía un dolor inextinguible. Y todos los muertos gritaban:

- Cristo, ¿es que no hay Dios?

Y él respondía:

- No lo hay

La sombra entera de cada uno de los muertos, y no solo su pecho, se estremecía
entonces violentamente; y aquel temblor iba dispersándolos uno tras otro.

Y Cristo continuaba:

- He cruzado los mundos, he penetrado en los soles, he volado en compañía de las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no hay Dios. Hasta donde llega la sombra del ser, hasta allí he bajado, y he mirado en aquel abismo, y he llamado: “Padre ¿Dónde estás?”, pero lo único que hasta mis oídos ha llegado ha sido el estruendo de la tempestad que nadie gobierna. Y encima del abismo estaba el brillante arco iris formado por los seres, sin ningún sol que lo hubiese creado; y de aquel arco iris se desprendían gotas. Y cuando he alzado la vista hacia el inmenso mundo, buscando el ojo de Dios, el mundo me ha mirado con sus cuencas; estaban vacías y no tenían fondo. Y la eternidad yacía sobre el Caos, y lo roía, y se rumiaba a sí misma. Seguid chillando, notas disonantes, dispersar con vuestros chillidos las sombras. ¡Pues Él no existe!

Igual que un vaho blanco al que el frío helado ha dotado de forma, se deshace ante un soplo cálido, así se desvanecían aleteando aquellas sombras descoloridas; y todo quedaba vacío. En el templo penetraban entonces, cosa terrible para el corazón, los niños muertos, que se habían desvelado en el camposanto; se prosternaban ante la elevada figura que estaba en el altar y decían:

- ¡Jesús!, ¿es que no tenemos padre?

Y llorando a lágrima viva, Jesús respondía:

- Todos nosotros somos huérfanos, ni yo ni vosotros tenemos padre.

En aquel momento el chirrido de las notas disonantes se hacía cada vez más fuerte y las temblorosas paredes del templo se alejaban unas de otras. Y el templo y los niños se hundían, y a continuación se hundía la tierra, y se hundía el sol, y se hundía con toda su inmensidad el cosmos entero. Y, a medida que se hundían, todas esas cosas iban pasando a nuestro lado.

Y allá arriba, en las cúspide de la inmensa Naturaleza, estaba erguido Cristo y bajaba sus ojos hacia el cosmos, atravesados por mil soles; lo que Cristo contemplaba era, por así decir, la mina excavada en la noche eterna, mina por la que caminaban los soles como lámparas de mineros y las vías lácteas como venas de plata.

Y mientras Cristo estaba mirando la rechinante aglomeración de los mundos y la danza de antorchas de los fuegos fatuos del cielo y los bancos de coral de los corazones palpitantes, mientras veía cómo, a las bolas de agua que derraman luces flotantes sobre las olas, así las bolas de los mundos iban una tras otra sus fosforescentes luces en el mar de lo muerto, mientras veía aquello, Cristo el más grande de los seres finitos, alzaba sus ojos hacia la Nada y hacia la vacía inmensidad y decía:

- ¡Oh, Nada rígida y muda! ¡Oh, necesidad fría y eterna! ¡Oh, Azar loco! ¿Conocéis estas cosas que quedan debajo de vosotros? ¿Cuándo romperéis a golpes este cosmos y a mí con él? ¡Oh, Azar! ¿Tienes tu conocimiento de estas cosas cuando recorres con tus huracanes la tempestad de nieve de las estrellas y vas apartando uno tras otro con tu soplo los soles y a tu paso va dando destellos el luciente rocío de los astros? ¡Qué solo se encuentra cada uno de nosotros en esta vasta cripta del universo! Lo único que está a mi lado soy yo. ¡Oh, Padre!, ¿dónde está tu infinito pecho para que pueda descansar en él? Ay, ya que cada uno es su propio padre y su propio creador, ¿por qué no puede ser también su propio ángel exterminador...? Eso que está ahí, junto a mí, ¿continúa siendo un ser humano? ¡Eh, tú, pobre hombre! Vuestra pequeña vida es un suspiro de la Naturaleza, o sólo el eco de ese suspiro. Un espejo cóncavo lanza sus rayos en las nubes de polvo hechas de ceniza muerta, los deja caer sobre vuestra Tierra y entonces surgís vosotros, imágenes oscilantes y cubiertas de nubes. Baja tu mirada, hombre, bájala hacia el abismo, sobre el que se desplazan nubes de polvo. Desde el mar de lo muerto ascienden nieblas llenas de mundos; una niebla que sube es el futuro, y el presente, la niebla que cae. ¿Reconoces esa Tierra tuya?

En aquel momento miraba Cristo hacia abajo y sus ojos se llenaban de lágrimas y decía:

- Ay, yo estuve también en la tierra; pero en aquel tiempo yo aun era feliz, aun tenía a mi padre infinito, aun miraba alegre desde los montes hacia el inmenso cielo y apretaba mi taladrado pecho contra su imagen aliviadora, y hasta en la acerba muerte decía: “¡Oh, Padre, saca a tu hijo de esta sangrienta envoltura y llévalo hasta tu corazón!”... Ay, vosotros afortunadísimos habitantes de la Tierra, vosotros seguís creyendo en Él. Tal vez en este preciso instante esté poniéndose vuestro Sol, y entre flores, resplandor y lágrimas de alegría: “También a mí me conoces tú, ¡oh, Infinito!, y conoces asimismo todas mis heridas, y después de la muerte me acogerás y me las cerrarás todas...”. Oh, desventurados, no serán cerradas vuestras heridas después de la muerte. Cuando, cubiertas de ellas su espalda, ese ser lastimoso que es el hombre se eche en tierra para encaminarse adormilado hacia su hermosa mañana llena de verdad, llena de virtud y de alegría, cuando eso ocurra, el hombre se despertará en el tempestuoso caos, en la medianoche eterna. ¡Y no llegará ninguna mañana, no llegará ninguna mano que cure, no llegará ningún padre infinito! Oh, tú, mortal que te hallas ahí a mi lado, si aún estás vivo, ¡adóralo! Pues de lo contrario lo habrás perdido para siempre.

Y mientras yo iba descendiendo y mirando el resplandeciente cosmos, lo que veía eran los levantados anillos de la gigantesca serpiente de la Eternidad, que estaba tumbada alrededor del universo de los mundos. Y los anillos descendían y la serpiente rodeaba con un doble cerco el universo: luego se enroscaba de mil maneras en torno a la Naturaleza, y aplastando los mundos los dispersaba, y machacando el templo infinito lo reducía a las dimensiones de una iglesia de camposanto. Y todo se volvía angosto, sombrío y medroso. Y el badajo desmesuradamente largo de una campana iba a dar la última hora del Tiempo y a hacer pedazos el cosmos... Y fue en ese instante cuando me desperté.

Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración. Y cuando me puse en pie el Sol brillaba a baja altura en el horizonte, detrás de las purpúreas espigas henchidas de grano, y lanzaba apaciblemente el resplandor de su luz crepuscular hacia la pequeña Luna que, sin Aurora
[4], iba descendiendo en la mañana. Y entre el Cielo y la Tierra desplegaba sus cortas alas un mundo perecedero, pero alegre, que, igual que yo, vivía en presencia del Padre infinito. Y de la entera Naturaleza que me rodeaba brotaban unos sonidos apacibles; parecía que tocasen al atardecer.


Hasta aquí el texto de Jean Paul.

Pero alegrémonos, ¡Cristo ha resucitado! Esa es la Buena Noticia que nos libera de este atroz y falso sueño.

Y ahora mi pregunta. Una pregunta que me hago constantemente y que realmente, no sé responder. ¿Por qué las obras destructivas tienen sistemáticamente más difusión que las constructivas? Creo que es un hecho evidente, del que podría contar varios casos personales y otros históricos –el de Jean Paul es uno– pero difícilmente explicable. ¿Por qué el mundo que hemos hecho da una credibilidad gratuita a la nada frente al Ser? Vagamente intuyo que el pensamiento débil dominante, que se sabe débil e incapaz de soportar una confrontación seria con el pensamiento racional –no digo racionalista– y serio, aprovecha su dominio para imponer una férrea censura. Cómo llegó a ser dominante este pensamiento débil es algo que intento explicar en la serie que estoy publicando en este blog “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”. Disto mucho de tener claro todo este proceso de censura blanda en las formas y durísima en el pasa-no pasa. Pero sí tengo la firme convicción de que debemos luchar con uñas y dientes para romperla, porque “la gran misión que tenemos en la vida es abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad”[5].

Otra vez más ¡Aleluya! En verdad, ¡Cristo vive! No lo busquéis entre los muertos, ¡ha resucitado!
[1] C. Pichois en su obra “l´image de Jean Paul” cita las declaraciones de su traductor en la que éste afirma haberla retocado notablemente.
[2] Véase el libro “Cuatro poetas desde la otra ladera” de Olegario González de Cardedal. Ed Trotta, 1996.
[3] Si alguna vez mi corazón hubiera de ser tan desventurado y hallarse tan muerto que en su interior estuvieran destruidos todos los sentimientos que afirman la existencia de Dios, con este texto mío me provocaría una gran conmoción; él me curaría y me devolvería mis sentimientos (Esta nota al pie del título es del propio Jean Paul).
[4] Aurora es el planeta Venus, pero también puede ser Luzbel o Lucifer.
[5] Leída en “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás, parafraseada de Romano Guardini y parafraseada a mi vez por mí.

22 de marzo de 2008

Una experiencia personal en la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén

Tomás Alfaro Drake

Hoy, al rayar el alba me ha despertado el estruendo de la buena noticia. La luz del día lo proclamaba y los pájaros lo anunciaban en mi ventana. Me he levantado y se lo he oído gritar a la naturaleza. No puedo por menos que comunicárosla lleno de alegría. Y lo hago con un breve texto que escribí hace poco más de un año. Es una parte de la narración de mis experiencias en mi primera peregrinación a Tierra Santa en Diciembre del 2006. Lo publico en el blog hoy, día Pascua, porque tiene mucho que ver con la pasión y resurrección de Cristo.

[...] Así llegamos al Gólgota y el Santo Sepulcro. Por una serie de coincidencias puede quedarme, junto con un pequeño número de personas, “encerrado” dentro de la iglesia del Santo Sepulcro desde las 7 de la tarde en que la cerraron hasta las 11 de la noche en que la volvieron a abrir. Cuatro largas horas para meditar en el mismísimo sitio en que hace poco menos de 2000 años Cristo, Nuestro Señor, murió y fue sepultado para resucitar. Cuatro horas con el Evangelio como único compañero. Sabía, por las explicaciones arqueológicas que nos había dado Tony que Cristo había muerto exactamente allí, en el Gólgota. Tony era enormemente cauto al explicar qué era cierto y qué sólo conjetura de los sitios venerados en Tierra Santa. El monte de las Bienaventuranzas, pudo ser allí o en otra colina de las muchas que hay cerca del lago, La transfiguración debió ser en el Tabor porque es el único monte muy alto que hay en los contornos, pero no hay más constancia que esa. Pero fue muy explícito al decir que el Gólgota y el Sepulcro estaban, exactamente, ahí.

Quizá merezca la pena hacer un breve recorrido histórico para explicar algo que me parece importante. ¿Por qué se sabe que el Gólgota y el Santo Sepulcro estuvieron, exactamente donde hoy se veneran? En el año 313, el emperador Constantino proclama el edicto de tolerancia hacia los cristianos. Su madre, Elena –más tarde santa Elena–, llena de celo religioso, va a Tierra Santa. Allí, hace restituir a Jerusalén su nombre, que el emperador Adriano intentó borrar de la historia construyendo encima de la arrasada ciudad otra romana con el nombre de Elia Capitolina. Como es lógico, lo primero que pregunta es dónde fue crucificado y sepultado el Señor. Inmediatamente, los cristianos que habían resistido allí todas las persecuciones, le llevan sin un titubeo a un lugar preciso. Era una antigua cantera, situada a las afueras de Jerusalén, a occidente, junto a la puerta del camino que llevaba hacia la costa. La cantera estaba fuera de uso desde unos siglos antes de Cristo. Se podía seguir su frente, retrocediendo a medida que se extraía de ella la piedra para construir. En la cantera, cuando estaba en uso, se había encontrado una gran roca de calidad inadecuada para la construcción, tal vez demasiado dura, y se la había dejado atrás, aislada, avanzando alrededor suyo. Tiempo después, tras dejar unos veinte metros atrás la roca, la cantera se abandonó. Los romanos aprovecharon esa roca aislada, a las afueras de la ciudad, junto a una puerta muy transitada, para llevar en ella a cabo, pública y exhibicionistamente, para que sirviesen de escarmiento, las crucifixiones de los reos. Los judíos le dieron el macabro nómbre de Gólgota, Calavera. El frente de la cantera se aprovechó para excavar en ella sepulcros para los judíos ricos. Una antecámara donde apenas cabían varias personas de pie y uno o varios nichos en los que se introducía el cadáver, la cabeza al fondo, los pies cerca de la abertura. Los nichos eran lo suficientemente anchos como para que hubiese una repisa donde se depositaba el cuerpo muerto y un pequeño pasillo al lado para poder proceder al embalsamamiento in situ. José de Arimatea había comprado uno de esos sepulcros para su propia sepultura y se lo había cedido a Jesús. Pues bien, a ese sepulcro llevan sin la menor duda los cristianos del lugar a santa Elena. Tanto en el Gólgota como en la entrada de ese sepulcro hay, grabados en la piedra, innumerables graffities con peces –el pez en griego es el acrónimo de Jesús Nazareno, Rey de los Judíos y el primer signo distintivo usado por los cristianos– señalados con la fecha en la que fueron grabados. Las fechas más antiguas datan de mediados del siglo I. Es decir, los primeros cristianos, a pesar de todas las persecuciones, jugándose la vida, no dejaron ni un momento de venerar esos lugares. Por una vez, benditos sean los graffities. Después, Elena hizo construir allí una basílica. Para ello, desgraciadamente, destruyó la cantera, dejando únicamente el trozo de roca necesario para albergar el Santo Sepulcro. Dejó el Gólgota al aire libre, en un atrio, y construyó un mausoleo alrededor del Sepulcro. Cuando en el año 636 los musulmanes conquistan Tierra Santa, respetan la basílica, cambiándole el culto, pues para ellos Jesús es un importante profeta, aunque no crean en su divinidad, ni en su muerte en cruz y resurrección. Sin embargo, en el 1009, Al Hakem, un sultán de Egipto, fanático chiíta de la secta de los fatimíes, conquista Jerusalén y arrasa la basílica del Santo Sepulcro destruyendo también la roca que albergaba el Sepulcro original. La historia le conoce como el Nerón egipcio. Pero ya la arqueología puede dar cuenta del lugar exacto en el que el sepulcro se encontraba y su huella es imborrable. No puede, sin embargo destruir el Gólgota. Una nueva invasión de Tierra Santa por los turcos selyucidas, poseídos del furor del nuevo converso a la fe musulmana, hace que la peregrinación cristiana a Tierra Santa sea sinónimo de muerte con tortura. Esto da lugar a la primera cruzada que conquista Jerusalén en 1099. Los cruzados construyen la actual iglesia del Santo Sepulcro, dando en ella un lugar de preferencia al Gólgota y al Sepulcro, que reconstruyen de la forma más parecida posible a como era antes de que Al Hakem lo destruyera. Sobre el Calvario construyeron una plataforma y un altar justo encima. El Gólgota no se ve, pero debajo del altar, si uno entra a gatas, hay un agujero por el que se puede meter el brazo y tocar el hueco cuadrado en donde se encajaba la cruz del ajusticiado.

Estábamos en las cuatro horas que pasé “encerrado” en la iglesia del Santo Sepulcro. Las dos primeras horas las pasé en el Gólgota. Conseguí concentrarme en una oración bastante profunda. Leí, meditándola, la pasión en los cuatro evangelios. Los cuatro hablan de cómo condujeron a Jesús a un lugar llamado Gólgota. He leído muchas veces esos pasajes pero ese día una idea nítida me asaltó al leerlos. No le llevaron a un lugar llamado Gólgota, le trajeron a este lugar. Exactamente aquí, hace casi 2000 años, Dios fue crucificado para mi salvación. Si me agachaba y metía el brazo por el agujero, podía tocar el sitio exacto en el que estuvo encajada la cruz de mi Salvador. Con seguridad esa misma roca que tocaba, había estado algún día bañada con su sangre. Luego, cuando los evangelios hablan de cómo se repartieron sus vestiduras mi atención fue atraída por el pasaje de san Juan en el que se habla de esto. Dice:

“Los soldados, después de crucificar a Jesús, se apropiaron de sus vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Dejaron aparte la túnica. Era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Los soldados llegaron a este acuerdo:

-No debemos dividirla; vamos a sortearla para ver a quién le toca
[1]”.

Cuando leía esto levanté la vista y, justo enfrente de mí, vi la imagen de un mosaico que representaba a María, en pie, mientras clavaban en la cruz, todavía en el suelo, a su hijo. María Magdalena, tirada en el suelo, besaba las rodillas de Cristo, mientras la túnica sin costura yacía en tierra, detrás de la Virgen. La tradición cristiana ha visto siempre en esa túnica inconsútil a la Iglesia de Cristo. Me asaltó una punzada de dolor al pensar cómo los cristianos habíamos rasgado la túnica que los soldados no se atrevieron a repartirse. Quizá Tierra Santa sea un sitio donde se siente ese desgarro más escandalosamente. No están allí apenas representados los protestantes, porque su escisión se produjo tardíamente, en el siglo XVI, pero católicos, ortodoxos griegos, monofisitas armenios, y otras confesiones cristianas escindidas antes de la primera cruzada, se reparten la posesión de altares, lugares sagrados y derechos rituales, a veces sin demasiada caridad, como si cada uno fuese propietario de su trozo de túnica. Pero, aunque no estuviesen allí, también me representé la túnica rasgada una vez más por el cisma protestante. No sólo eso. Vi los bordes de la túnica deshilachándose, como si alguien estuviese tirando de hebras sueltas y desprendiéndolas del tejido. Vi millones de hilos sueltos, que nunca habían formado parte de ninguna túnica, mezclados con los arrancados, arrastrados por el viento hacia ningún sitio y otras túnicas que no eran de Cristo, que no le consideran Dios. Y vi, detrás de María, a la humanidad entera deshecha en túnicas, jirones deshilachados y hebras desamparadas. Y se me vino a la cabeza una invocación para la Virgen: María tejedora. Le supliqué por la humanidad doliente y perdida que seguía sin querer acogerse a las alas protectoras de Cristo, representadas por su Iglesia. Le pedí que tejiese la túnica de esa humanidad.

Después medité las Siete Palabras de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34). “Te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43) –gran don que llevó a Eneas Silvius Piccolomini, poeta del siglo XV y más tarde Pío II, Papa no especialmente piadoso, a escribir, viendo cercana su muerte: “No te pido que me concedas la gracia que le concediste a san Pablo; Tampoco te pido el arrepentimiento que hiciste sentir a Pedro; Sólo te pido fervientemente el perdón; El perdón que concediste al buen ladrón en la cruz”. “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre” (Juan 19, 26-27). “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15, 34). “Tengo sed” (Juan 19, 28). “Todo está cumplido” (Juan 19, 30). “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Me parecía como si se estuviesen pronunciando en ese momento, justo encima de mi cabeza.

Así pasaron dos horas de oración. Me encontraba mentalmente exhausto y me quedaban otras dos. Me empecé a agobiar. Bajé del Gólgota. Antes de bajar me fijé una vez más en una monja que estaba cerca de mí, justo delante, de rodillas, con las dos rodillas directamente en el suelo, sin nada que amortiguase el duro contacto, y la espalda erguida. Llevaba así, sin un movimiento, las dos horas en las que yo había estado sentado, levantándome de cuando en cuando para estirar las piernas y aliviarme del frío y la dureza del asiento o tocar el Gólgota. Bajé y pasé ante la losa del embalsamamiento. Es una losa rectangular y rosácea del siglo XIX. La pusieron ahí como pudieron haberla puesto un poco más allá o más acá. No se sabe en que lugar entre la cima del Gólgota y el Sepulcro dejaron por un momento el cuerpo de Cristo en el suelo para embalsamarle rápidamente. Las tinieblas que sobrevinieron tras la muerte de Jesús se habrían disipado ya, pero las de la noche empezaban a caer. Estaba a punto de empezar el Sabbath y no podían embalsamarle a conciencia. Sólo una pequeña preparación, una somera unción. Pasado el Sabbath, las mujeres irían para hacer a conciencia su trabajo con el resto del perfume que les había dado Nicodemo. La tradición dice que en ese momento, en el lugar que fuese, pero sólo un poco más allá o más acá, María tomó en sus brazos a su hijo destrozado. Yo recordé otro momento fuerte, en el jubileo del 2000, en Roma, ante la Pietá de Miguel Ángel. Otro momento de conversión. Entonces, en Roma, vi a la pobre Iglesia, a toda la pobre humanidad, herida, sucia y ensangrentada en los brazos de la Virgen. Pero en ese momento, en Jerusalén, no podía ver nada. Era como esos niños que en mitad de un viaje largo en coche, ya cansados, sólo saben decir: “¿falta muchoooo?” cada minuto. Vagamente recordé un soneto que ahora transcribo literalmente:

Todavía caliente entre tus brazos
el cuerpo muerto de tu Hijo amado,
te deshaces en llanto inconsolado.
Tus lágrimas, rodando, dejan trazos

que cruzan tumefactos latigazos
marcados en el cuerpo magullado
de un Dios que por amor fue en ti encarnado.
Pero siguen en ti vivos los lazos

que mantienen intacta la esperanza
en promesas remotas y lejanas
que anuncian que jamás ninguna lanza

concederá a la muerte la victoria.
Tus ojos, libres de ilusiones vanas,
ven, más allá de las llagas, sólo Gloria.

Pero el recuerdo vago de estos versos me dejó tan frío como antes.

Me fui al Sepulcro, que estaba vacío de gente. Entré con la esperanza de sentir algo. Nada. La misma sequedad del agotamiento psíquico que hacía un momento. Pero la conexión de ideas hizo que, con la misma vaguedad que antes, me acordase de otro soneto:

Ya estás, Señor, amortajado. Yerto
te dejan en el sepulcro tenebroso.
Mis ojos anhelantes, sin reposo,
ven tu cuerpo irremediablemente muerto.

Sólo mi esperanza me mantiene cierto
de verte de la muerte victorioso.
Tu cuerpo, resurrecto y glorioso,
será la luz que me dirija al puerto

de salvación. Mientras, en la impaciencia

de ver aparecer el sol eterno
en el amanecer de la conciencia,

mi vida se hiela en el invierno.
Como un niño, espero en la inocencia,
más allá de la muerte, tu Amor tierno.

Nada. Sólo impaciencia y hastío. Estaba inquieto. salí del Sepulcro, pasee sin rumbo, con apatía. Intenté pensar en la resurrección. Inútil. Fue vano que intentase revivir uno de los pasajes del Evangelio que más me conmueven. Me refiero al momento en el que María Magdalena, deshecha en llanto, se encuentra con Cristo resucitado sin reconocerlo. Él le dice: “María”. Debió ser un “María” tan lleno de ternura que hizo que inmediatamente ella le reconociese y le dijese: “Rabboni”. No le dijo rabbí, no, le dijo Rabboni, y ahí radica, para mí, la emotividad del pasaje. En una nota a pie de página de una Biblia que tuve hace tiempo –no lo he vuelto a ver en ninguna, a veces pienso si lo habré soñado– decía que rabboni era lo que se llama un posesivo enfático, difícil de traducir del arameo. No debe traducirse el enfatismo por “mi maestro” sino por “maestro mío”. Ese cruce de dos palabras entre Cristo y María Magdalena que siempre me conmueve, no me produjo más que frialdad. Las galerías de la iglesia me parecían lóbregas, tenebrosas. Paseaba nervioso, entraba y salía del Sepulcro una y otra vez con impaciencia creciente, como una fiera enjaulada. En este estado pasé algo así como una hora. Entré por enésima vez en el Sepulcro, me arrodillé y recordé las palabras de Cristo a las mujeres que iban a embalsamarle. Las leí en mi Evangelio:

“¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado
[2].

Las mujeres iban en la mañana del domingo, al rayar el alba, a terminar la labor hecha mal y con prisas unas horas antes. El viernes habían visto la enorme piedra que habían rodado para cerrar el sepulcro y su preocupación era cómo iban a moverla. Pero Cristo se les adelantó y superó todas sus expectativas. No sólo había movido la piedra, sino que había resucitado[3]. Entonces el Señor, tras haber jugado conmigo al escondite, se dejó encontrar. Entonces lo oí.

No oí nada, no estoy loco. Era sólo una idea pero, no sabría decir por qué, supe que no era una idea mía. Era como una frase susurrada por otro directamente en mi cerebro, sin pasar por el oído. Decía: “No me busques aquí, búscame en la Eucaristía”. Entonces, como el discípulo, creí en la resurrección. Salí del Sepulcro y me paseé lleno de paz por toda la iglesia. Caminaba despacio, pausadamente, deleitándome en cada paso. Me sentía relajado, muelle. Notaba cómo una presencia viva y cierta caminaba a mi lado. Añoré un sagrario. Lo busqué, pero no lo encontré. Más tarde supe que en una capilla de los franciscanos que hay al lado del Sepulcro lo había. Pero debía estar tras una puerta cerrada y no me atreví a abrir ninguna. Creo que si hubiese encontrado uno, me hubiese pasado la casi una hora que faltaba de rodillas delante de él. Pero no lo encontré. Tampoco me importaba demasiado. La presencia me acompañaba en mis paseos por las casi completamente desiertas galerías del Santo Sepulcro que ya no me parecían tenebrosas sino cálidas a pesar del frío que hacía y de lo poco abrigado que iba, pues no contaba con pasar allí esas cuatro horas. Había como un foco de calor dentro de mí. Cuando empezaron a abrir la puerta, subí un momento al Gólgota. Allí seguía la monja, en la misma postura en que la había dejado dos horas antes, en la misma postura en la que había estado otras dos horas más, mientras yo estuve a su lado. Eso es rezar. Un alma que es capaz de rezar así debe estar muy cerca de Dios. Cuando se puso de pie me acerqué a ella y le dije en inglés, esperando que me entendiese. “¿Where are you from?” “Eslovenia” –me contestó como sí me hubiese entendido. “Quiero agradecerle –le dije en inglés como pude– su devoción en la oración. Si hubiese mucha gente que rezase como usted, el mundo sería un lugar maravilloso”. No me entendió. “Only eslovenian” –me dijo con las únicas palabras que debía saber en inglés, acompañadas de una amplia y tímida sonrisa. Me tendió sus manos y se las apreté, sonriéndole a mi vez. Me sentí muy unido a ella. Sentí una comunión especial. ¿Tal vez sea esa la comunión a través del Cuerpo Místico de Cristo? Seguramente.

Abrieron las puertas. Los del grupo de Nôtre Dame que me habían invitado a quedarme, me preguntaron si me volvía con ellos. En ese momento no podía romper el silencio y equilibrio anteriores. Les dije que fuesen por delante, que yo los alcanzaría. Me di unos minutos de aclimatación y después los alcancé.

[...]

Hoy, Pascua de resurrección, quiero compartir esta buena noticia con todo aquél que lea mi blog. ¡Cristo vive! Yo lo sentí vivo a mi lado ese día a mi lado en el Santo Sepulcro y muchos días más en la Eucaristía. Y, creedme los que no me conocéis, no estoy loco, soy una persona equilibrada.
[1] Juan 19, 23-24
[2] Lucas 24, 5
[3] Cfr. Marcos 15, 46 – 16, 7

20 de marzo de 2008

Carta a Mathis Grünewald

Del libro "Al sueño de la muerte hablo despierto". Tomás Alfaro Drake; Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)

Madrid, 17 de Noviembre del 2002

Carta para entregar a Mathis Grünewald, pintor alemán del siglo XV y XVI

Cristo ha muerto hace unos minutos. La terrible lanzada acaba de traspasar su corazón y una violenta convulsión ha recorrido todo su cuerpo hasta hacer temblar toda la tierra. La noche espantosa, negra, espesa, a las tres de la tarde, se ha cernido sobre Jerusalén. La parálisis y el rigor mortis prematuro han crispado los dedos de Jesús en un rictus espantoso. Sus labios, tumefactos y entreabiertos, dejan ver una lengua amoratada por la asfixia. La enorme corona de espinas sobre la cabeza caída, le hiere también los hombros. La terrible herida del costado todavía está sangrando. Además de la flagelación oficial, todo el cuerpo aparece lleno de espinas de una segunda flagelación, ésta infligida por la soldadesca, probablemente con las ramas de los espinos que utilizaron para hacer la corona. Las heridas de esta segunda flagelación, sobre todo en las piernas, aparecen medio gangrenadas. La carne a su alrededor, de color verdoso, parece ya podrida. Los pies, horriblemente descoyuntados sobre el clavo diagonal que los atraviesa, no llegan a apoyarse en el escabel de la cruz, pero su sangre, ya coagulada, forma grumos con forma de estalactitas que cuelgan como carámbanos.

Esta fue, Mathis, mi primera alucinada impresión cuando me encontré, de repente, delante de tu enorme retablo de tres metros de altura. La historia de cómo llegué a estar delante de él está plagada de “casualidades”. Hace cuatro años ni siquiera sabía de tu existencia. Conocí un fragmento de tu crucifixión por un cartel que intentaba incitar a los jóvenes a ir de misiones. Era un primer plano de la cabeza de tu Cristo crucificado. Debajo un texto decía: “Practica un deporte de riesgo, anuncia el Evangelio”. No sé si los padres hiperprotectores se sentirían tranquilos con este cartel, pero a muchos jóvenes les hacía preguntarse si tenía más sentido ir de misiones o hacer “puenting”. Algunos, los más intrépidos, opinaban que lo primero. Yo no sabía quién había pintado la imagen del cartel ni en que siglo, pero me impresionó por su terrible expresionismo y hubiese jurado que era una pintura del siglo XX.

En esta ignorancia pasé casi cuatro años, hasta que este verano, en casa de un amigo, vi un libro magnífico que le acababan de regalar con ilustraciones de los grandes retablos del gótico tardío. Hojeándolo al azar, me encontré con tu crucifixión. Yo sólo conocía de ella el primer plano del rostro desfigurado de Cristo. Tal vez por eso, recibí un impacto de asombro al ver el cuadro completo. Entonces supe que tú, Mathis Grünewald, eras su autor. El resto de los personajes de la crucifixión se presentaron ante mí. Una María Magdalena arrodillada con el grito en la boca y las manos desesperadamente entrelazadas alzándose hacia Cristo, una María madre desmayándose con un gemido de dolor en brazos de san Juan y, sorprendentemente, un san Juan bautista con la cabeza unida al cuerpo, un Antiguo Testamento en la mano izquierda y un enorme índice de la derecha señalando al destrozado Cristo, mientras un texto escrito en rojo sobre él decía en latín: “Él debe crecer y yo menguar”, según palabras suyas que más tarde inmortalizaría el otro san Juan, el evangelista.

Después de un rato de asombrada admiración, pasé la página. Al otro lado de la imagen de la crucifixión, apareció la más gloriosa resurrección que nunca había visto, también pintada por ti. Era también noche, pero no una noche contra natura, tétrica y espesa, sino una cuajada de rutilantes estrellas y, en medio de ella, un enorme y brillantísimo halo de luz. El brillo del halo se iba tornando anaranjado y azul, hasta mezclarse con la noche estrellada. La fuente de esa luz no era otra que el rostro del Resucitado. El mismo rostro que el del Crucificado, pero transfigurado en brillo deslumbrante. Uno no sabría decir dónde estaba la frontera entre el rostro y la luz. La faz del Cristo es la luz. Ésta sale directamente de sus rasgos, transformándolos. Cabellos y barba son luz. Sólo los ojos castaños y los labios rojos contrastan con la brillantez del halo cegador. El resucitado va vestido con tres túnicas. Una roja con el reverso amarillo, otra azul y otra blanca. Las túnicas, se arremolinan intentando seguir el impulso de ascensión del cuerpo. En su revuelo dejan ver las piernas, la mitad derecha del pecho y los brazos. El cuerpo está limpio, blanco, sin una sola traza que recuerde a las horribles desgarraduras del Crucificado. Los pies, antes espantosamente descoyuntados, están ahora perfectamente conformados. Cristo nos enseña, las manos alzadas con las palmas hacia delante, sus cinco llagas. Limpias y rojas, del color de la sangre, emite cada una de ellas un brillo propio, pequeño pero intenso. El resto de la composición lo forman una enorme roca cuya terrible y pesada mole contrasta con la liviandad de Jesús liberándose de la muerte y tres soldados que sorprendidos por la fulminante resurrección, están en medio de su caída. Transmiten una sensación de inestabilidad que da una vívida impresión de movimiento. La resurrección tiene lugar en el tiempo, en la historia.

No pude ver más. En ese momento me tuve que ir. Más tarde pude saber por mi amigo, que el retablo del que formaban parte las dos obras podía verse en la ciudad francesa de Colmar. No tenía ni idea de en que parte de Francia estaba esa ciudad, pero me dije a mí mismo que a la primera oportunidad que tuviera debía ir a Colmar a ver tu retablo. Mi amigo me informó de que la obra era conocida como el retablo de Issenheim. En esa ciudad, unos cuantos kilómetros al sur de Colmar, se había pintado y había presidido durante siglos la capilla de una abadía. También me explicó que el retablo era como una puerta de la que se abren las dos hojas. En la portada, con el retablo cerrado, se veía la crucifixión, pero si se abren ambos batientes, aparece la resurrección y otras escenas del Evangelio que forman una nueva puerta de dos batientes. Una segunda apertura de estas hojas da paso a un grupo escultórico en altorrelieve y a otras dos tablas pintadas con escenas de la vida de san Antonio.

Mi débil determinación no me llevó, en los meses siguientes al verano, a enterarme dónde se encontraba la ciudad francesa de Colmar. Así, mi propósito, como tantos otros, podría haber caído en el olvido. Pero el “azar” iba a jugar sus cartas. Una hija mía, por motivos que no vienen a cuento, está todo este año en Friburgo y en el puente del 1º de Noviembre, mi mujer y yo fuimos a visitarla. Para ver cuál era la ciudad más cercana a la que podíamos ir en avión, cogí un atlas y, ¡oh sorpresa!, me encontré con que la ciudad francesa, exactamente al otro lado del Rhin de donde se encuentra Friburgo era, ni más ni menos, Colmar. Naturalmente la visita incluiría el paso por Colmar. Y allí fuimos el día 2 de Noviembre a preguntar, como quien busca una aguja en un pajar, por un museo en el que había un retablo que... ¡Oh ingenuidad e ignorancia! Cada año pasan más de 250.000 personas por el museo de Unterlinden de Colmar para ver tu retablo. El museo tiene muchos retablos de indudable valor artístico pero que, en mayor o menor medida le dejan a uno, al menos a mí, indiferente. Yo iba paseándome por el museo con parsimonia, haciéndome esperar, preparándome para el momento del encuentro con tu obra. Y de repente, al doblar una esquina, con los ojos y la cabeza acostumbrados a ver retablos de 60x40 cm, apareció, inmensa, terrible, grandiosa, la imponente crucifixión de unos tres metros de alto por otros tantos de ancho. No puedes imaginarte mi impresión. Lo que en una lámina de un libro de arte es sorprendente, es sobrecogedor en esas proporciones. Me asaltó una sensación de pequeñez, de insignificancia. El sufrimiento de Cristo recién muerto podía palparse. Casi se oía el eco de los gritos de la Magdalena y el sollozo ahogado de María llamaba a las lágrimas.

Después de un buen rato de oración contemplativa, me invadió la ansiedad por ver la resurrección. El retablo está desmontado, por lo que para ver los otros batientes hay que dar la vuelta y ver la crucifixión por el reverso. Y efectivamente, la resurrección es el reverso de la crucifixión. La luz del rostro de Cristo parece salir del retablo inundando la sala. Casi se puede sentir el viento producido por las túnicas al arremolinarse arrastradas hacia arriba por el cuerpo glorioso del Señor. Parece oírse el estrépito de las armaduras de los soldados al chocar violentamente con el suelo. Viendo el reverso de tu retablo entendí lo que tantas veces había leído en el Evangelio sobre el cuerpo glorioso del Resucitado. Entendí que ardiesen los corazones de los discípulos de Emaús. Comprendí por qué Tomás cayó de rodillas ante Cristo diciendo “Señor mío y Dios mío”. Podría seguirte escribiendo sobre lo que me hizo sentir tu resurrección, pero sería demasiado largo y mis palabras demasiado pobres.

Allí me enteré de que el retablo fue construido y pintado entre 1489 y 1515 en la abadía de Issenheim como parte de la terapia del mal de los ardientes. La orden de los Antoninos recibía cada año en Issenheim a miles de enfermos de ese terrible mal. Venían de toda Europa atraídos por sus éxitos terapéuticos. El cuerpo se les llenaba de horribles pústulas que les abrasaban. Muchos morían. A otros había que amputarles brazos y piernas. Todo peregrino que llegaba era atendido. Si moría, recibía cristiana sepultura. Si había que amputarle un miembro, se quedaba al cuidado de los monjes durante el resto de su vida. Pero muchos sanaban. Aún en la ignorancia de las causas de la enfermedad, los Antoninos habían desarrollado unas pócimas de hierbas, unas para beber, otras para aplicar como ungüentos, que en muchos casos podían hacer remitir la enfermedad. La terapia incluía pasar determinadas horas al día delante de tu terriblemente torturado Jesús. San Sebastián acribillado de flechas, a un lado del Cristo y san Antonio, atacado por un súcubo al otro, contemplan al crucificado con una serena y confiada mirada. Creo que al pintarlos tenías en mente la plegaria de Isaías sobre el siervo de Yavé: “Fue traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el precio de nuestra paz cayó sobre él y en sus llagas hemos sido curados”. Esto debía infundir paz de espíritu a los atormentados enfermos. Los días de la Anunciación, Navidad y Resurrección, se abrían los primeros batientes del retablo para que los enfermos pudiesen ver la gloria que esperaba detrás del sufrimiento, y esto infundía esperanza en sus corazones. El día de san Antonio se abrían los segundos batientes. El santo aparecía mordido, agarrado por los pelos, apaleado y pisoteado por unos repugnantes demonios. No me extrañaría que el director de la película “El señor de los anillos”, se hubiese inspirado en estos demonios tuyos para dar forma a los monstruos imaginados por Tolkien. A los pies del santo, a la derecha del cuadro, un papel dice: “¿Dónde estabas, buen Jesús, dónde estabas que no venías a curar mis heridas?”. Pero en el cielo, a lo lejos, en el otro extremo de la diagonal, sobre un trono y envuelto en una luz esplendorosa, llega Cristo tonante a espantar a la chusma de los demonios y rescatar al santo de su tortura. Los enfermos sabían que Jesús les rescataría pronto también a ellos, con la salud o con la piadosa muerte seguida de la gloriosa resurrección. En la esquina inferior izquierda aparece una patética criatura semihumana llena de repugnantes pústulas supurantes. Es a un hombre lo que el Gollum de “El señor de los Anillos” es a un hobbit. Los demonios la ignoran completamente, ya han terminado su trabajo con ella. Si uno se fija bien en el cuadro, al otro lado de esta diagonal, aparece esa misma criatura acuchillando a un demonio, mientras otro está a punto de asestarle un terrible golpe. Dos diagonales, dos actitudes. Una, la súplica a Jesús y su llegada al rescate. Otra, el hombre luchando con sus solas fuerzas y el fatal desenlace. Y, en medio, el santo. ¿Querías representar en ellas tu compasión por la pobre y doliente humanidad necesitada de la ayuda de Dios pero negándose a pedirla? Creo que sí. Hoy en día, querido Mathis, muchos postmodernos se reirán de esta idea, pero el mundo sería mejor si, después de ensayar todos los recursos humanos contra nuestras dolencias, aplicásemos también los remedios de la Fe, la Esperanza y la Caridad.

Alguien que ha recreado como tú lo has hecho la Anunciación, el nacimiento de Cristo, su crucifixión y resurrección y la coronación de María, alguien que a través de san Antonio ha pedido ayuda al buen Jesús, alguien que ha tenido la misericordia por el género humano que se desprende de tu retablo, está, con toda seguridad, gozando de la contemplación de Cristo resucitado. Para mí, como para los enfermos de Issenheim y para tantos visitantes de tu retablo, también tu obra ha supuesto una oración, una vivificante terapia espiritual. Espero que algún día me cuentes toda tu trayectoria vital y espiritual. No estaremos entonces sujetos a la pobreza de las palabras. Y mientras conversamos sin palabras, miraremos juntos el auténtico rostro de Cristo resucitado, del que tu retablo es un pálido reflejo.

Un abrazo.

Tomás

19 de marzo de 2008

Carta a Paul Elie Ranson y Maurice Denis

Madrid, 24 de Diciembre de 2004.

Del libro "Al sueño de la muerte hablo despierto" Tomás Alfaro Drake. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)

Carta para entregar a Paul Elie Ranson y Maurice Denis, ambos pintores franceses a caballo entre los siglos XIX y XX.

Queridos Paul y Maurice:

Hace unos días nada sabía de vuestra existencia. Pero uno de los fines de semana pasados fui a ver la exposición sobre Gaugin que se exhibe en Madrid estos días. La pintura impresionista me impactó desde la primera vez que la vi. Entendí inmediatamente por que se llamó impresionista a esa manera de pintar. Sin embargo, de los pintores impresionistas y postimpresionistas, Gaugin fue de los que menos impacto me causó. Por eso, ante el anuncio de la exposición monográfica dedicada a él, no me entusiasmé demasiado y, probablemente, no hubiese ido. Pero una mañana de lunes de un largo puente, mi mujer me empujó a ir. Fuimos, y después de una larga cola, entramos.

Me llevé una grata sorpresa, porque la exposición, a pesar de llevar el nombre de Gaugin, no era monográfica de él. Más bien era un recorrido que arrancaba de Gaugin y mostraba el camino hacia el simbolismo. Cuando voy a un museo, no lo veo cuadro a cuadro. Me paseo por las salas, barriendo la pintura con la mirada. Si veo algo que me llama la atención de una forma especial, me acerco y lo contemplo, para luego seguir con mi paseo. Me veo a mí mismo representado en la música de los “cuadros de una exposición” de Mussorgsky. Casi lo que más me gusta es el paseo. Así lo hice en esta ocasión y me paré en los cuadros que me parecieron memorables. Descubrí, en primer lugar, al Gaugin anterior a su época tahitiana, y fue un agradable descubrimiento. Me impresionaron mucho unos olivos de Van Gogh. Parece que, harto de ver, según decía un texto en la pared, oraciones en el huerto de los olivos con árboles que no eran olivos, se decidió a pintar unos de verdad. El trazo atormentado de Van Gogh creaba unos olivos maravillosamente retorcidos que me recordaron a los versos de Miguel Hernández en “Andaluces de Jaén”.

“...
unidos al agua pura
y a los planetas unidos
juntos dieron la hermosura
de sus troncos retorcidos”.


¡Qué olivos! Parecía que Van Gogh hubiese inventado su forma de pintar expresamente para ellos.

Pero seguí con mi paseo.

Y de repente, por entre la multitud que atestaba la sala, atisbé, Paul, tu cuadro, el que me hace escribirte. Algo sonó dentro de mí que me hizo acercarme. Allí estaban, Cristo y Buda. Tu Cristo y tu Buda. Te acabo de decir, Paul, que antes de ese día ni siquiera había oído tu nombre. Después, lo he buscado en Internet y, debo decirte que hay muy poco sobre ti, casi nada. Así que lo que voy a decirte responde exclusivamente a la impresión que tu cuadro causó en mí, no a lo que tú quisieras expresar o no. Pero los artistas, cuando dais vuestro arte al mundo, dejáis de ser su dueño, porque lo que hace experimentar a quien lo contempla es lo que lo transforma en arte.

Vi tres cuartas partes del cuadro llenas de dos Budas que reflejaban la tristeza de la vida, su oscuridad azulada, su negación de la esperanza a través de un verde triste, su búsqueda del olvido, del nirvana, de la extinción. Vi unas flores de loto como las que comían los lotófagos de la Odisea para olvidar su patria y su destino. Budas de una belleza vacía, muerta, con ojos sin pupila ni expresión, que ofrecían la nada y la resignación sin esperanza. Sólo la cesación del dolor a través del desapego. Pero en el lado izquierdo, arriba, estaba Cristo crucificado. No era un cristo bello. Apenas una mancha blanquecina, sin rostro con los brazos extendidos sobre el madero. “No había en él belleza ni esplendor, su aspecto no era atractivo” [1]. Pero estaba en medio de una luz esplendorosa. Nubes como olas de luz, viajaban hacia la playa de su cuerpo, como atraídas por Él, llenas de esperanza en algo que trascendía a la muerte. Era la aceptación del dolor por algo, por alguien que le daba sentido, que lo transformaba en luz y alegría. Estuve un buen rato estupefacto. Cuando la impresión dejó paso a una mirada más detallada, me di cuenta de que las nubes de luz formaban como tres arcos de olas en la playa. Pero no eran nubes, eran rostros en oración. Rostros y manos con las palmas unidas, resplandeciendo con una luz misteriosa y brillante, henchida de esperanza, que habían recibido del crucificado y a Él la ofrecían. “Contempladle y quedaréis radiantes”[2]. Eran los rostros de los bienaventurados, en tres de los nueve círculos que el Dante describiría en la Gloria. En primera instancia no había notado la presencia de esos rostros y manos orantes. Pero una vez percibidos eran nítidos, reales. Era tan imposible que pasasen desapercibidos que me pregunté por qué no los había descifrado a primera vista. Pasé otro buen rato en la contemplación del contraste entre Cristo y Buda. Se me vino a la cabeza el texto que escribió mi padre en su cuaderno de notas la noche antes de morir, sus últimas palabras, escritas desde la salud y ajeno a la muerte que le esperaba en el siguiente amanecer: “Amo el nirvana pensante. El sueño sabiendo que se vive. La profundidad sapiente que une a Dios, que no hace nada, porque todo lo tiene hecho. ¡Bendito sea Dios!”. Me pregunté si mi padre, que era también pintor, habría visto tu cuadro y le habría inspirado lo del nirvana pensante, Cristo, sabiduría profunda que une a Dios y en el que todo se ha cumplido, frente al nirvana nihilista del olvido budista. Creo que sí, que estaba en comunión contigo cuando escribió eso.

Seguí paseándome absorto en mis pensamientos.

Tu cuadro, Paul, estaba junto a una puerta. Atravesé un río humano que pasaba de una sala a otra. Y justo al salir de la corriente, me encontré con tu cuadro, Maurice. Con una técnica de puntillismo elaborado, mostrabas un viñedo con las cepas cargadas de racimos maduros. Si no se recogían pronto, se pasarían, se pudrirían en las viñas. La mies es mucha y los obreros pocos, pensé. Pero en el mismo instante, en el mismo golpe de vista en el que vi el viñedo y los racimos, vi a los obreros. Mejor dicho, las obreras. Siete monjas, número que significa una incontable multitud, con sus hábitos negros y sus tocas blancas, se afanaban en recoger los racimos y llevarlos a tres cálices de oro con rojos rubís en su borde. Las copas rebosaban de uvas que se convertían en vino. Y al fondo del paisaje, también arriba a la izquierda, como en el cuadro de Paul, volvía a aparecer Cristo. También estaba crucificado, pero no había madero. Tenía los brazos en cruz, como para abrazar el viñedo entero y a las monjas y a los cálices llenos de racimos y al mundo. No se veía su cuerpo entero. Sólo la parte superior era visible emergiendo de la tierra entre las viñas. De la llaga de su costado salía sangre que se convertía en un racimo, Un sarmiento retorcido llegaba justamente hasta esa llaga para recoger el racimo. La simbología me golpeó sin tener que pensarla. Ahí estaba todo, la mies es mucha y los obreros pocos, las obreras enviadas a la mies, sin mí no podéis nada, yo soy la vid y vosotros los sarmientos, el que está unido a mí da mucho fruto, en sus llagas hemos sido curados. Cristo no hace nada. Está ahí, todo esta ya cumplido. Todo lo tiene hecho. A nosotros, los obreros, sarmientos unidos a su costado, nos toca dar al mundo su fruto, vendimiarlo, ponerlo en cálices y ofrecérselo a Él. El círculo se cerraba. Un detalle me distraía. Era un texto en latín, en el ángulo superior derecho que decía: “BOTRVS CYPRI DILECTUS MEUS MIHI IN VINEIS ENGADDI”. Totalmente críptico para mí. No le dediqué ni un pensamiento más. Miré el título del cuadro: “La vendimia mística”, decía el rótulo. No puede haber nombre mejor puesto a un cuadro. Me quedé mucho tiempo mirándolo, absorto. Mi mujer, que ve los museos con mucha mayor parsimonia que yo y a la que siempre tengo que esperar durante mucho tiempo, me tuvo que sacar de mi ensimismamiento.

Después vino la ineludible intelectualización. Os busqué en una enciclopedia de casa. Supe de ti, Maurice, de tu catolicismo militante, que te llevó a fundar en 1919 un movimiento de arte sacro. Supe que ambos pertenecíais a un movimiento artístico que se puso a sí mismo, con toda consciencia, el nombre de los Nabís. Nabí quiere decir profeta, en hebreo. Quisisteis ser los profetas del arte del siglo XX. Profetas del arte puesto al servicio de la Belleza como símbolo de la trascendencia. Profetas de una forma de pintar consciente de que lo que se pintaba en el lienzo era reflejo de una Realidad mayor. Bella profecía que el arte del siglo XX se ha encargado, con honrosas excepciones, de no cumplir. Pero no hay que desanimarse. Los profetas no suelen ser escuchados más que cuando la sordera de quienes deben oírles les ha llevado al borde del abismo. Entonces resuena su voz amplificada. Entonces ha llegado el momento de la vendimia. Vuestra manera de ver la pintura no caerá en el olvido. Un día será recordada y el arte seguirá, con la necesaria evolución, la dirección de vuestra profecía.

Hay una cosa que querría preguntaros. Los dos cuadros vuestros que me hacen escribiros están pintados en el mismo año, 1890, tienen casi el mismo tamaño, unos 70x50 cm., y en los dos, Cristo está crucificado en el ángulo superior izquierdo ¿Hay un nexo de unión entre ambos? Estoy seguro de que sí. Estoy convencido de que vuestras discusiones de profetas sobre el arte, la pintura y la belleza no son ajenos a estas aparentes coincidencias. Os imagino estableciendo las reglas de un desafío para reflejar en vuestra pintura el influjo de Cristo en el arte, en la vida y en la historia. Momento de la vida de Cristo, composición, tiempo de ejecución, tamaño del cuadro, etc. Imagino el día de su presentación ante el jurado del resto de los Nabís. Yo no sabría a quién dar mi voto. Imagino a mi padre, años más tarde, viendo vuestros dos cuadros mientras una imagen se formaba en su memoria. Una imagen de nirvanas y de esperanza, de profecías cumplidas, de trabajos y días, de existencia eterna, profunda y consciente, de adoraciones. Una imagen que resurgiría muchos años después, la víspera de su muerte, tal vez sin recordar el momento en el que se formó. Y me veo a mí mismo, cuarenta años más tarde de su muerte, participando con los tres en la misma idea. Un arco de más de cien años que se prolongará y ramificara durante miles de años más, como un bosque de esperanza. ¡El poder profundo misterioso del arte y la poesía cuando están al servicio del bien! “La poesía comienza donde nace el misterio”, rezaba un rótulo atribuido a Gaugin en la pared de la exposición.

Desde esa mañana de lunes de puente me había propuesto escribiros esta carta a pesar de que ya había dado por concluido mi epistolario. Creo que hoy, víspera de Navidad, mientras me preparo para celebrar el nacimiento de Cristo, es un buen día para hacerlo. Para desear que el mismo Cristo que nacerá esta noche y al que vosotros pintasteis en el otro extremo de su vida terrenal, os tenga a su lado en el Paraíso, como una de esas luminosas figuras en oración. Y que un día pueda encontraros allí para brillar en el Amor con vosotros. Aunque sea el más pequeño del último círculo de orantes que, con las palmas de las manos juntas, brillan ante Cristo. Para contemplar, en comunión perfecta con la Vida, en éxtasis eterno ante la Belleza, la maduración del fruto de vuestra profecía sobre el arte, la Belleza, el Amor y la Vida.

Que así sea. Y mientras llega ese día, recibid un abrazo.

Tomás.

P.D. Tengo forzosamente que contaros algo que me acaba de ocurrir. Hoy, día de Navidad, terminada esta carta, ya la daba por cerrada, cuando me ha venido, con fuerza casi compulsiva, la necesidad de saber lo que quería decir la inscripción en “La vendimia mística” a la que he hecho alusión en la carta: “BOTRVS CYPRI DILECTUS MEUS MIHI IN VINEIS ENGADDI”. Nada en el catálogo de la exposición, nada en internet. Esto no puede quedar así –he pensado. Tendré que preguntarle a alguien que sepa latín. Pero, ¿a quién? ¿Tal vez sería mejor intentar traducirlo yo con un diccionario? Pero, ¿de dónde sacar el día de Navidad un diccionario de latín? He preguntado a mis hijos si tenían uno y no me han hecho caso. Necesitaba saber lo que quería decir y no podía. Paciencia –me he dicho– mañana será otro día. Un rato más tarde he empezando a leer en la Biblia el Cantar de los Cantares, el libro místico por excelencia. Llevaba meses queriendo leerlo. Pero la pereza, más que otra cosa, me había impedido hacerlo. Sin embargo, ¿qué mejor cosa podía hacer en esta tarde de Navidad para distraer mi impaciencia? Nada más empezar, en el capítulo 1, versículo 14, he leído: “Manojo de espliego es mi amado para mí en las viñas de Engadí”. Ahí estaba la traducción que buscaba. No hacía falta saber latín, ni tener un diccionario para darse cuenta. ¡Estaba ahí! Pero ¿qué era ese nombre propio, dónde está “Engadí”, qué tiene de particular para que sean sus viñas las que aparecen en el Cantar de los Cantares y en tu cuadro? Sorprendido y excitado, he buscado en el índice onomástico de la Biblia para ver si había algo más que saber de Engadí, si aparecía en otros pasajes de la Biblia y he descubierto que era un sitio muy especial. Era una ciudad de Judá, estéril y salobre, al borde del mar Muerto[3]. En una cueva de Engadí, David pudo matar a Saúl cuando este le perseguía como a un perro para darle muerte, pero respetó su vida[4]. El capítulo 47 de Ezequiel, nos habla de un río que, saliendo del Templo, llega a las salobres aguas del mar muerto y las vivifica. “Por donde quiera que pase ese río, todo ser viviente que en él se mueva, vivirá; los peces serán muy abundantes, porque donde llega esta agua todo queda saneado; la vida prosperará donde llegue ese río. A sus orillas vendrán numerosos pescadores; [...] Junto al río crecerán, a una y otra margen, toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyo fruto no se agotará nunca. Todos los meses darán sus frutos nuevos, porque sus aguas manan del santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de medicina”[5]. Y ese río maravilloso, viene a desembocar al mar Muerto, precisamente, en Engadí. Por último, en el Eclesiástico se nos dice de Engadí: “Crecí como palmera en Engadí, cual brote de rosa en Jericó; como magnífico olivo en la llanura, crecí como el plátano. Como el cinamomo y el espliego he dado mi aroma, como mirra escogida exhalé mi perfume; como gálbano, ónix y estacte, y como perfume de incienso en el tabernáculo. Yo extendí como terebinto mis ramas, y mis ramas están llenas de gracia y majestad. Como vid eché hermosos sarmientos, y mis flores dan frutos de gloria y riqueza. Venid a mí los que me deseáis y saciaos de mis frutos. Porque mi recuerdo es más dulce que la miel y poseerme más dulce que el panal. Los que me coman quedarán aún con hambre y los que me beban, quedarán de mí sedientos. Quien me obedece no será avergonzado y los que me sirven no pecarán”[6]. Engadí. El narciso floreciendo en el desierto, como dijo hace miles de años Isaías. Después, como un relámpago, mi memoria me ha dicho que al lado del mar Muerto están también las cuevas de Qumrán, lugar de recogimiento de los esenios, auténticos monjes precristianos. Sé que en Qumrán se ha encontrado el fragmento más antiguo del Evangelio de san Marcos. Este hallazgo prueba que este Evangelio fue escrito, como muy tarde, en los años cincuenta de nuestra era. Entré en Internet en búsqueda de documentos que tuviesen Qumrán y Engadi y descubrí que Engadi era un oasis, muy cercano a Qumrán, donde los esenios iban a buscar descanso corporal y espiritual. Los esenios conocían bien las escrituras y eligieron muy bien dónde instalarse. Por todo esto, “La vendimia mística” ha cobrado un sentido muy especial para mí. Una cadena de coincidencias me ha llevado, esta tarde de Navidad, a descubrir ese sentido. El arco del tiempo se acaba de extender más de tres mil años hacia el pasado, uniéndonos a Ezequiel, Isaías, David, Salomón, Josué, Josuah ben Sirá, los esenios, san Marcos y ¡quién sabe a cuantas personas más! ¿Ha sido todo lo de esta tarde una cadena de casualidades? Ni una sola causa que no sea natural, pero su encadenamiento en una hora es bastante misterioso. Para mí es como si tú, Maurice, Nabí, profeta, me hubieses dicho al oído el código para descifrar un jeroglífico que dejaste en tu cuadro y que nos hace cómplices de la salvación. ¿Qué nos depara Engadí, el desierto convertido en vergel, para el futuro? Un secreto de profecías milenarias que llevan miles de años reveladas pero que aún deben ser transmitidas, gritadas en el desierto y en las azoteas. Y todas esas profecías, todas esas y muchas más, todos esos secretos, están cumplidos en Cristo, que todo lo tiene hecho y por el que todo ha sido hecho, pero al que aún tenemos que conocer mejor en la Engadí celestial, donde saciará eternamente nuestra hambre y sed de Él, como prometió a la samaritana.

[1] Isaías 53, 2 cuarto poema del Siervo de Yavé.
[2] Salmo 34, 6
[3] Josué 15, 62.
[4] 1 Samuel, 24,1.
[5] Ezequiel 47, 9-12.
[6] Eclesiástico o Sirácida, 24, 13-22.

18 de marzo de 2008

Carta a Tintoretto

Madrid 14 de Enero del 2001

Del libro "Al sueño de la muerte hablo despierto" Tomás Alfaro Drake. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)

Carta para entregar a Jacopo Robusti, pintor veneciano del siglo XVI, conocido por il Tintoretto por el oficio de su padre.

Jacopo, he tenido la suerte de poder estar en Venecia y no he dejado de pasar por la scuola di san Rocco para la que con tanta astucia conseguiste trabajar y en la que con tanta fuerza lo hiciste. Toda tu obra de la scuola me ha impresionado, pero la impresión ha llegado al sobrecogimiento ante tu grandiosa pintura de la crucifixión. Mi primera impresión ha sido puramente plástica. La grandiosidad, el movimiento y la fuerza expresiva del cuadro me sorprendieron al primer golpe de vista. Esa tensión de las cuerdas que están izando la cruz del buen ladrón a la derecha de la de Cristo, el esfuerzo del soldado romano que está tirando de ellas. Me parece estar oyendo crujir la madera de su cruz, a punto de romperse por la tensión. Después mis ojos recayeron sobre el otro ladrón que crucificaron con Cristo. Has pintado su cruz de forma que, cuando sea izada, quedará de espaldas a la salvación. El reo está retorciéndose mientras le están fijando al madero. Creo oír de su boca, que no se ve, imprecaciones contra el cielo y la tierra por un suplicio del que, aunque excesivamente terrible, es culpable. La cruz de Jesús está recién levantada. Tiene apoyada, en la parte de atrás, la escalera por la que alguien subirá para colgar la triple inscripción, hebrea, griega y latina: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos". Me llamó la atención cómo habías pintado la cabeza de Cristo. Parece forzadamente caída hacia abajo y hacia su derecha. Si su suplicio acababa de comenzar, no era lógico que su cabeza pendiese de esa manera. Pero, además, aunque la muerte le hubiese sobrevenido, la postura de la cabeza no sería la natural. Demasiado caída y demasiado torcido el cuello hacia su derecha. No era razonable que tú, que presumías de ser en el dibujo como Miguel Ángel y en el color como Tiziano, hubieses permitido esa imperfección en una obra maestra. Pero, ¡en fin!, pensé con un suspiro, hasta los grandes genios tienen fallos. No me hubiese atrevido, si vivieses, a escribir este comentario. Me habrías contestado con violencia que tu pintura no estaba hecha para ojos ciegos ni para mentes obtusas.

Luego mi vista se posó en el grupo de los que estaban al pie de la cruz del Salvador. Allí estaban las santas mujeres y, entre ellas, la única en pie, vestida de rigurosísimo luto, con la cabeza levantada hacia lo alto, para mirar a su hijo torturado, María. ¡Pero no! La cara de la Virgen no miraba a su hijo. Su cabeza, vista por detrás, estaba girada hacia su izquierda, la derecha de Jesús, hacia el otro ladrón, que estaba siendo izado. Es indudable que el levantamiento de una cruz con un ajusticiado en ella debía ser un espectáculo terrible para las miradas de los morbosos observadores que asistían por placer a unas crucifixiones. Pero no para María. María había ido allí para estar junto a su hijo en los últimos momentos de su suplicio, para darle y recibir consuelo de Él en los momentos de angustia y sufrimiento que ambos iban a vivir. ¿Por qué pues iba a distraerse del fin por el que había ido por el horrible espectáculo de gritos de esfuerzo y dolor y crujidos de una cruz levantándose con un ajusticiado en ella? ¿Otro fallo? Demasiados para ti, Tintoretto. Mis ojos ciegos y mi mente obtusa siguieron la línea que seguiría la mirada de María y llegaron justo a los labios de Dimas, que estaban entreabiertos. Pero esos labios no me daban la impresión de un rictus, una mueca de dolor o un grito blasfemo. Me parecía, más bien, que estaban entreabiertos, moviéndose en una plegaria.

Entonces, como en un relámpago, se hizo la luz en mi cerebro sobre el momento que habías pintado. Detrás de la cruz de Cristo, algunos miembros del Sanedrín decían: Si es el Hijo de Dios que baje de la cruz y se salve. Entre alaridos de dolor y bruscos movimientos espasmódicos, el ladrón que estaba siendo clavado en la cruz, insultaba al Salvador coreando las burlas de los del Sanedrín. Nada de esto hacía que María desviase un milímetro su vista del suplicio de su amado hijo, que hacía unos segundos había dicho: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Tal vez esa frase fue la que tocó el corazón de Dimas, que era la primera vez que se había encontrado con Jesús. De sus labios brotó un grito estentóreo que se oyó por encima de las burlas, de los insultos y de los resoplidos de esfuerzo de los que izaban su cruz. Iba dirigido a su compañero de suplicio, increpándole por su comportamiento ante el que, inocente, estaba sufriendo mientras perdonaba, el mismo horrible suplicio que ellos sufrían merecidamente en medio de la desesperación. Tampoco María desviaba su mirada por eso. No eran más que querellas de criminales ajusticiados. Pero entonces llegó la súplica. Dimas, el cruel salteador de caminos que a tantos hombres habría degollado para quitarles el escaso dinero que tal vez pudieran llevar, el que nunca había aceptado súplicas de sus víctimas, ni había hecho ninguna a sus jueces y verdugos, Dimas, en voz suave e implorante decía al Hijo de Dios, al que había reconocido por el perdón en ese desconocido: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey”. Eso era una oración. Ese hombre arrepentido, invocaba a su hijo. Ese hombre endurecido, ablandado por el perdón, amaba a su hijo. En ese momento, agradecida, María volvió los ojos, llenos de lágrimas, hacia el ladrón. Y Cristo, Jesús, el Salvador, el que había venido a salvar el mundo, no a juzgarlo, también la oyó, proviniendo de detrás de él, a su derecha. Entonces inclinó la cabeza hacia abajo, forzando la postura y la giró hacia la derecha, hasta que su mirada se cruzó un instante con la de Dimas. Hacía tan sólo unas horas, Pedro había experimentado esa misma mirada justo después de negar a su Maestro. Era la mirada de perdón más dulce que ningún hombre haya visto nunca. Llegaba a lo más profundo del alma, sin un reproche, sin una exigencia, casi implorante, ofreciendo el perdón y la paz a quien quisiera recibirlo. Pedro lo recibió, pero no pudo oír una palabra que acompañase a la mirada. El cruce de miradas entre Jesús y Dimas duró una fracción de segundo. Un tirón más de la cuerda dado por el soldado hizo que el buen ladrón desapareciese del campo de visión de Cristo. Tu sentido del movimiento ya había dado ese tirón. Pero ese segundo suspendido en el tiempo fue suficiente. En ese instantáneo cruce de miradas el Dios crucificado percibió claramente el arrepentimiento. Los ojos ya no podían mirarse, pero la voz de Cristo pudo oírse con claridad: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Y ese momento fue el que captó el flash de tu pincel. Los labios de Dimas repitiendo; “acuérdate de mí, acuérdate”, la cabeza de la Virgen vuelta hacia la voz suplicante, Jesús forzando su postura, haciendo que sus huesos y las heridas de los clavos le doliesen más, otorgando el perdón y la promesa de la salvación. Me hubiese gustado, Tintoretto, que la composición del cuadro te hubiese permitido pintar las miradas de Jesús y de su madre. Pero tal vez es mejor que me las imagine para despertar mi mente embotada.

No sé, querido Tintoretto, si eso fue realmente lo que pensabas cuando pintaste el cuadro, pero a través de más de cuatro siglos, has sabido despertar en mí más piedad de la que pudieran conseguir mil reflexiones, y te doy gracias por ello. Espero poder comentar pronto personalmente contigo esta y otras pinturas tuyas, ahora que la contemplación de Dios habrá suavizado tu terrible carácter.

Mientras tanto, recibe un abrazo de tu hermano en ese Cristo que pintaste,

Tomás.

16 de marzo de 2008

Sonetos del Vía Crucis

Tomás Alfaro Drake

Este domingo de Ramos suspendo las entradas habituales de los domingos sobre Dios y la ciencia o sobre el camino de la filosofía hacia la posmodernidad. Prefiero poner mi granito de arena para una Semana Santa verdaderamente santa. Hago un post con unos sonetos del Vía Crucis que me interpelan y me ayudan mucho a meditar sobre el misterio de la pasión y muerte de Cristo. Espero que os sirva también a los que lo leáis.

A lo largo de la semana procurare poner unos comentarios sobre varios cuadros de crucifixiones de grandes pintores. Digo procuraré porque esta Semana Santa puede que esté de un lado a otro y no me sea posible. Son cartas a los pintores que los pintaron con mis impresiones, pensamientos y meditaciones. Estás todas en mi libro "Al sueño de la muerte hablo despierto", editado por la BAC.

Bueno, ahí van los sonetos. Deseo a todos una buena y santa Semana Santa.

Soneto de sonetos. Vía Crucis.

I
Ya la jauría humana pide muerte
al oler la sangre justa derramada.
Aúllan al ver tu frente coronada
y saben que ya está echada tu suerte.

Un cobarde que se sueña fuerte
te pregunta si eres rey, de dónde,
para concluir que la verdad se esconde,
sin pensar que la está mirando al verte.

Jamás podrá ningún agua lavar
esa sangre que nosotros derramamos.
Sólo quien nos la da nos puede perdonar.

Sólo ese hombre, que es Dios, puede cargar
nuestras iniquidades en sus manos.
Sólo sus llagas nos podrán sanar.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

II
Ya te echan a la espalda el travesaño
que los hombros te deja en carne viva.
Ya tus vacilantes pasos cuesta arriba
te llevan. Hacia el Gólgota huraño

te conducen. Del insoportable daño
que el madero te causa, se deriva
la salvación de que el pecado priva.
Su peso hace que olvides lo que antaño

causó la muerte que Adán nos regalara.
Desde ahora, cada paso tembloroso
te va acercando poco a poco al ara

del sacrificio cruento y doloroso.
Miras hacia el montículo lejano, para
verte crucificado y victorioso.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

III
Por primera vez, de bruces en el suelo
diste, Señor, y las terribles bocas
de tus horribles heridas, como locas
gritaron tu hondo desconsuelo.

Desde la tierra, tu profundo anhelo
pugna por elevarse de las rocas
sin lograr que tu carne una las pocas
fuerzas que te hagan levantar del suelo.

Vuelves al cielo los ojos, que al mirarte
te da una nueva fuerza inesperada
que tu Padre te envía a confortarte.

Silenciando el dolor de tus heridas,
vuelves a caminar con la mirada
puesta en la cumbre que salva nuestras vidas.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

IV
Tu madre, desconsolada y afligida,
el alma rota en pedazos dolorosos,
contempla con sus ojos amorosos
tu sangre y tu dolor. Y cada herida

es un recuerdo de un niño al que dio vida,
al que tuvo en sus brazos temblorosos
sabiendo que era Dios. ¿Qué azarosos
caminos –se pregunta dolorida–

llevaron a su niño a esta tortura?
Recuerda que dijiste sí a la pura
y salvadora voluntad del Padre

llevado del libre amor. Y su amargura
se hace entonces más suave, menos dura,
y acepta sufrir siendo tu madre.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

V
Al fin, una ayuda, una mano amiga.
Un soldado romano compasivo
obliga a un hombre, al principio esquivo,
a ayudarte con la cruz y su fatiga.

Tan sólo tu mirada hace que siga
junto a ti más de un instante fugitivo.
Se llama Simón y siempre estará vivo
en la memoria que a tu amor le liga.

Reposa ahora su alma en tu regazo.
Por tomar tu madero con su brazo
ya vive junto a ti la eternidad.

Asombraos cómo un poco de bondad
recibe como don ese flechazo
de amor; eterno, dulce y amoroso abrazo.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

VI
De pronto, como ráfaga de viento,
una mujer valiente e impulsiva
sale de entre gentío, y compasiva
limpia con un lienzo el polvoriento

Rostro de Cristo, herido en el tormento.
Los soldados la insultan mas, altiva,
mezclada con la gente, los esquiva.
Mira entonces el lienzo y al momento

ve en él, indeleble, la figura
impresa del Salvador. Y tu mirada,
dulce como la miel, queda grabada

para siempre en su alma, la hace pura.
Verónica se siente perdonada
y sabe que sin ti, su vida es nada.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

VII
Otra vez te golpea el duro suelo
al que caes de bruces y sin manos,
mientras feroces seres inhumanos
gritan insultos, lanzándolos al vuelo.

Sordo y mudo parece estar el cielo
a la procaz actitud de esos malsanos.
¡Ay de nosotros, los hombres, mis hermanos
si del firmamento se rasgase el velo

y hecho rayo diese su respuesta
al insulto cobarde y traicionero!
Pero al ultraje responde la promesa

de un perdón para el que sólo resta
otra caída, un dolor postrero
y ser de la infame muerte presa.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

VIII
Un día llamaste a tus polluelos,
los hijos de Jerusalén, la pecadora,
a salvarse en la sombra protectora
de tus alas repletas de consuelos.

Ahora, sus madres mojan sus pañuelos
con hipócritas lágrimas. Es la hora
del fingido lamento. Les devora
la culpa. Mas no serán por ti sus duelos.

Serán por los hijos que parieron.
Los senos que jamás, nunca llevaron
fruto en sus entrañas sean benditos.

Serán –¡oh paradoja!– los malditos,
los pechos que de leche rebosaron.
Muy pocos maldición tan dura oyeron.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

IX
La más terrible caída, la tercera,
te lanza al suelo. Las fuerzas te abandonan.
Las heridas y la sangre no perdonan.
Ya te acecha la muerte traicionera.

¡Ay, Señor! ¡Si tan sólo yo pudiera
alzarte del suelo! Tus ojos, que cuestionan
mi amor, en un dulce mirar entonan
una llamada a mi anhelante espera.

Si así, desde el suelo, casi muerto,
me consuelas de mi pobre esfuerzo
que me parece sin sentido y vano,

¿qué será, cuando encontrándome ya cierto

de que has vencido de la muerte el cierzo
frío, me encuentre ya en la palma de tu mano?


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

X
Ya en la Calavera, los secuaces
de Pilato, desafiando al cielo,
te despojan del más mínimo velo
y se burlan de ti, viles y procaces.

Manos avariciosas y rapaces
se han hecho con tu manto, y sobre el suelo
se lo han echado a suertes. No hay consuelo
para ti ante la muerte, son capaces

de llegar a desnudarte sin reparo.
¿No te duele, Señor, no te da llanto
que a desnudarte lleguen sin espanto?

Hasta desnudo prestas el amparo
al pobre ser humano al que amas tanto
que aun siendo pecador, lo quieres santo.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

XI
Con golpes secos y rotundos
golpean en los clavos con los mazos
mientras tú, perdonando, abres los brazos.
Así, entregado, unes los dos mundos

que el pecado separó. Los profundos
clavos hirientes son como trallazos.
Cada golpe estrecha más los lazos
que tus dolores, terribles y fecundos,

tienden entre el pecado y el perdón.
A tu lado, gritándote, un ladrón
te insulta mientras que su muerte avanza.

Pero en el otro vive la esperanza
y te suplica, implorante, compasión.
Ambos, de la humanidad imagen son.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

XII
El árbol de la vida ya está izado
y en él su fruto, como vela al viento,
se hincha con la muerte y el tormento,
de salvación y de perdón colmado.

Tú, Jesús, en el madero levantado
atraes a quién, hambriento del sustento
que redime del odio turbulento,
ávido de amor te mira traspasado.

Las lágrimas calientes y saladas
me corren por el rostro, y las espadas
del desconsuelo, el alma me atraviesan.

Como ovejas sin pastor por tus cañadas
de amor, acudimos para ser curadas
en tus llagas que tantos labios besan.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.

XIII
Todavía caliente entre tus brazos
el cuerpo muerto de tu Hijo amado,
te deshaces en llanto inconsolado.
Tus lágrimas, rodando, dejan trazos

que cruzan tumefactos latigazos
marcados en el cuerpo magullado
de un Dios que por amor fue en ti encarnado.
Pero siguen en ti vivos los lazos

que mantienen intacta la esperanza
en promesas remotas y lejanas
que anuncian que jamás ninguna lanza

concederá a la muerte la victoria.
Tus ojos, libres de ilusiones vanas,
ven, más allá de las llagas, sólo Gloria.


Y me preguntas: ¿Merecerá la pena?
¿Será en ti mi sacrificio vano
o hará que tu alma viva de mí llena?

XIV
Ya estás, Señor, amortajado. Yerto
te dejan en el sepulcro tenebroso.
Mis ojos anhelantes, sin reposo,
ven tu cuerpo irremediablemente muerto.

Sólo mi esperanza me mantiene cierto
de verte de la muerte victorioso.
Tu cuerpo, resurrecto y glorioso,
será la luz que me dirija al puerto

de salvación. Mientras, en la impaciencia

de ver aparecer el sol eterno
en el amanecer de la conciencia,

mi vida se hiela en el invierno.
Como un niño, espero en la inocencia,
más allá de la muerte, tu Amor tierno.


Y yo contesto; no lo sé Señor,
mi esfuerzo nada puede sin tu mano,
por eso es que necesito de tu Amor.