25 de noviembre de 2007

¿Es el hombre egoísta por naturaleza? El juego del dictador

Tomás Alfaro Drake

La teoría económica neoclásica se basa en que el hombre es un ser que busca únicamente maximizar su riqueza, sin que en su comportamiento influyan consideraciones éticas, emocionales o de cualquier otro tipo. Es el llamado “homo economicus”. Adam Smith acuñó el término de “la mano invisible” para explicar cómo de ese comportamiento individual egoísta del “homo economicus”, emergían consecuencias que hacían que se lograse el bien común, a pesar de que este tipo de consideraciones no influyese para nada en las decisiones individuales.

Desde entonces, muchos economistas han intentado dar muy diferentes explicaciones sobre por qué se producía esta emergencia del bien común a partir del egoísmo del “homo economicus”. La teoría de juegos es una herramienta matemática muy usada para ello desde que John Nash[1] impulsara esa rama de la matemática y ganase por ello, en 1994, el premio Nobel de Economía. En esa teoría, se propone a dos o más participantes un juego con varias alternativas de actuación, y distintos premios económicos según la alternativa elegida. Sea cual sea el juego, existe lo que se llama un equilibrio de Nash que es la situación a la que se llegaría si los jugadores actuasen racionalmente buscando maximizar su riqueza. La teoría económica se basa en que ese equilibrio será el que se alcance en la realidad y que ese comportamiento, efectivamente, maximizará la riqueza. Pero afirmar esto es cerrar los ojos a la realidad, como atestigua la propia teoría de juegos cuando se lleva a la realidad.

En 1982 los economistas Güth, Werner, Schmittberger y Schwarze idearon un juego al que dieron el nombre del “juego del ultimátum”[2]. Es extremadamente sencillo. Hay dos jugadores, llamados el “proponente” y el “contestador”. Hay una suma de dinero a repartir. El proponente dice en qué proporción quiere que se reparta esa cantidad entre él mismo y el contestador. Si el contestador acepta, cada uno se lleva la parte que el proponente ha propuesto. Si el contestador se niega, ambos se quedan con las manos vacías. La fría lógica de maximización egoísta de la riqueza, debería llevarnos a pensar que la propuesta más coherente sería 99/1. En efecto si el contestador acepta esta propuesta, se lleva 1, mientras que si la rechaza, aunque castiga al proponente dejándole sin nada, él también se queda con las manos vacías. Mejor 1 que nada, ¿no? –debería pensar con la lógica del egoísmo.

Desde que se inventó este juego, se han llevado a cabo miles de experimentos con dinero real en cantidades importantes –hasta el equivalente al sueldo de tres meses de proponente y contestador– y en distintos pueblos y culturas. Se han hecho de forma que proponente y contestador jugasen una sola vez y no se viesen las caras, para que no hubiese otro condicionante exterior al propio juego. Los resultados han sido muy diferentes de los predichos por la fría lógica egoísta, pero muy parecidos en todas partes, con independencia de la cultura en la que se realizasen. En general las propuestas eran próximas al 50/50 con una ligera ventaja para el proponente. Sí hay algunas culturas que muestran comportamientos más extremos. Los machihuenga, del Amazonas peruano suelen ofrecer y aceptar repartos del tipo 75/25. Parece que es una cultura fatalista y consideran que el hecho de que te toque ser proponente o contestador es ya parte del juego y por lo tanto ya has perdido cuando te toca ser contestador. El proponente no es más que un ejecutor de la fuerza del sino. En cambio, entre los pastores sukuma de Tanzania, los proponentes suelen ofrecer repartos próximos al 60/40 a favor del contestador. Parece que es un pueblo con especiales aptitudes para la cooperación social. Pero, casos curiosos aparte, en todas partes el reparto propuesto y aceptado suele acercarse bastante al 50/50.

Puede pensarse que esta conducta equitativa y distinta de la lógica egoísta por parte del proponente puede estar motivada por el miedo a que el contestador, actuando más por rencor que con racionalidad, diga que no a propuestas más desventajosas para él, con la consiguiente pérdida para el proponente. “O jugamos todos o rompemos la baraja”, dice un refrán español. En ese caso el comportamiento seguiría siendo egoísta, aunque dominado por el miedo de uno al resentimiento del otro. Para comprobarlo, se ha inventado el llamado “juego del dictador”. Es en esencia igual que el del ultimátum pero en éste, el contestador no tiene la opción de rechazar el reparto; lo ha propuesto el dictador y punto. Si la hipótesis del miedo al resentimiento ilógico fuese cierta, aquí sí que deberían obtenerse propuestas de 99/1 por parte del dictador. Pues no ocurre así. Aunque los resultados se alejan del 50/50 más que en el caso del ultimátum, no se acercan ni por asomo al 99/1.

¿Qué indica esto? En primer lugar, que sí existe, en el juego del ultimátum, un cierto componente de miedo al resentimiento del contestador. Si este componente no existiese, los resultados serían iguales en un juego y otro. Pero en segundo lugar, el juego del dictador indica claramente que hay algo innato en el ser humano que rechaza la injusticia, aunque sea a favor de uno mismo, y que le hace tener un grado bastante alto de generosidad. Si esto es así, y parece que lo es, el “homo economicus” en estado puro sería un bicho inexistente porque, conviviendo con él en el fondo de cada ser humano, existe un hombre al que determinadas corrientes de pensamiento económico han bautizado con el nombre de “homo reciprocans”. Es un rayo de esperanza para la humanidad que esto sea así. La mano invisible no sería, en este caso, algo puramente externo al hombre, sino que, sin negar un cierto componente externo, sería algo profundamente grabado en su naturaleza. Pero, de forma incomprensible, en el 90% de las universidades y escuelas de negocios del mundo se sigue explicando la teoría económica desde modelos casi puramente neoclásicos típicos de Adam Smith. ¿No ha llegado el momento de que esto cambie? Porque una parte importante del comportamiento humano viene de la educación recibida y si enseñamos a nuestros jóvenes, siendo además mentira, que el hombre es puramente “homo economicus”, criaremos “homo economicus” de granja, incapaces de entender lo más noble de sí mismos y achacándolo a “aberraciones” altruistas. Si por el contrario les enseñamos lo que son, una mezcla en pugna de “homo economicus” y “homo reciprocans”, les daremos las armas para que el segundo venza al primero, para el bien y, tal vez, la supervivencia de la humanidad.

No me resisto a terminar con una frase de Alexander Solschenizin en su libro “Archipiélago gulag”:

“La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano. [...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso engaño del mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras del santo. Y su nombre no cambia, y a él se lo atribuimos todo. Sócrates nos legó: ¡Conócete a ti mismo!”

[1] La película “Una mente maravillosa” esta basada, de una forma muy libre, en su biografía. Su discurso de aceptación del Nobel terminó con la siguiente frase textual: “Yo siempre he creído en los números, en las ecuaciones, en la lógica del entendimiento. Después de dedicar toda una vida con estos propósitos me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica? ¿Qué es lo que guía a la razón? [...] He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el descubrimiento más importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas ecuaciones del amor donde se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí esta noche por ti (dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual existo. Tú representas todas mis razones. Gracias”.
[2] Todos los datos sobre el juego del ultimátum y en dictador esta sacados de la sección de “Juegos matemáticos” del “Investigación y Ciencia” de Octubre del 2006. La sección y el artículo de ese número están firmados por Juan M. R. Parrondo.

20 de noviembre de 2007

Respuesta a un comentario de Sheilita sobre mi entrada "Y Dios descansó..."

Sheilita me deja un comentario a mi entrada "Y Dios descansó un rato, antes del 7º día".

me dice:

Hay un diseño , un diseñador y un espíritu.

Contesto: (Tomás Alfaro Drake)

Claro que lo hay Sheilita, claro que lo hay. Y, aunque no es necesario para la fe, que no se basa en eso, es reconfortante ver que la ciencia del siglo XX y XXI, parece indicar que la visión bíblica del mundo es cierta.

Te copio una frase de Robert Jastrow en su libro "God and the astronomers":

“No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”.[1] Robert Jastrow, God and the astronomers, 2ª edición, Norton, New York 1992, pp 14, 103-107

No requiere más comentarios.

Gracias Sheilita.

Saludos.

Tomás.

18 de noviembre de 2007

Y Dios descansó un poco, antes del 7º día

Este artículo es el 7º de una serie editada en este blog. Los seis anteriores son, por orden de aparición: "Dios y la ciencia", "La creación", "¿Qué hay fuera del universo?", "Un universo de diseño", "Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?", "Un vano intento de encadenar a Dios".

Tomás Alfaro Drake

Hasta aquí, parece que la ciencia nos da indicios de que Dios tuvo que pensar mucho para hacer unas leyes tan equilibradas que pudiesen desembocar en la aparición de vida, inteligencia y consciencia. Pero a partir de este momento, y hasta nuevas ocasiones que veremos, parece que pudo dejar durante un rato que sus leyes hicieran el trabajo durante poco más de 10.000 millones de años. Unas buenas vacaciones.

Dejó a sus leyes el encargo de regir el universo menos de una millonésima de segundo después de haberlo creado. Era como una bola llena de una sopa de partículas elementales y radiación a muchos millones de grados de temperatura y con tan sólo unos centímetros de diámetro. Eso sí, por el impulso del Big Bang, la bola se expandía a una inmensa velocidad y la sopa se enfriaba al mismo ritmo. Al enfriarse la sopa, las partículas elementales se agruparon formando hidrógeno y algunas pequeñas trazas de otros elementos. Al formarse los átomos de hidrógeno, de repente, el universo se hizo transparente. La radiación, antes atrapada por las partículas sueltas, empezó a poder viajar de un lado a otro del mismo. Pero esa sopa tenía grumos. Y unos grupos muy bien diseñados. Efectivamente, la ciencia nos dice que si la sopa hubiese sido perfectamente homogénea, no hubiese dejado nunca de ser una insípida sopa. Pero, afortunadamente, los grumos, por la ley de la gravedad, fueron atrayendo hacia sí la materia circundante. Se formaron así, alrededor de ellos, masas algodonosas de hidrógeno que dejaban vacíos entre ellas. Las masas algodonosas, mientras tanto, se iban condensando cada vez más.

Y un día, ocurrió. La presión empujaba unos contra otros a los átomos de hidrógeno atrapados en el centro de las masas algodonosas compactadas, en contra de la fuerza electrostática que los repelía. Un día, la presión fue mayor que la repulsión electromagnética y dos átomos de hidrógeno se fusionaron para formar uno de helio, iniciando una reacción en cadena. Todos sabemos que eso es lo que pasa en una bomba de hidrógeno. Acababa de nacer la primera estrella. Como si se hubiese dado la señal de salida, el universo se fue llenando de luminarias y, al ser transparente, la luz empezó a iluminarlo de un extremo a otro. Todavía hoy, casi 15.000 millones de años después, siguen formándose estrellas. Pero no todos los grumos eran iguales ni, por lo tanto, las estrellas que nacieron de ellas. Los había tan pequeños que apenas llegaban a ser capaces de encender la bomba de hidrógeno. Éstos formaban unas estrellas raquíticas y de poco brillo que se conocen con el poco atractivo nombre de enanas marrones. Otros, en cambio, eran tan grandes que formaban enormes estrellas de un color azul brillantísimo. Sin embargo, y afortunadamente, la inmensa mayoría no eran ni de las unas ni de las otras. Eran del montón, ni muy grandes ni muy pequeñas, como nuestro Sol. Si la mayoría de los grumos hubiesen sido muy grandes o muy pequeños, nosotros no estaríamos aquí, porque no hubiesen aparecido ni la vida ni la inteligencia en el universo. Pero tenían el tamaño justo, ¡qué casualidad!

En próximos artículos seguiremos la vida de las estrellas normales, como el Sol, y la de las gigantes, que tienen una vida escandalosa. No nos ocuparemos, en cambio, de las anodinas enanas marrones. Sí hablaremos un poco de la estructura del universo que se estaba formando. Pero, salvo por el tamaño de los grumos, que, con toda seguridad requirió ingeniería punta y diseño de alta precisión, Dios no tuvo que intervenir en nada durante esta fase de desarrollo del universo. Simplemente, durante unos 10.000 millones de años dejó que éste se desarrollase según sus leyes, diseñadas para sus fines.

17 de noviembre de 2007

Otra crítica a mi libro, esta vez en Aceprensa

Espero que no me consideréis fatuo por publicar otra crítica más a mi libro, pero si yo no le doy publicidad, no se la va a dar nadie. Así es que... ahí va.

Crítica a “El sueño de la muerte hablo despierto” aparecisa en Acepresna el 14 de Noviembre del 2007.

Al sueño de la muerte hablo despierto.

Autor: Tomás Alfaro Drake

Firmado por Luis Ramoneda
Fecha 14 de Novuembre del 2007

B.A.C. Madrid (2007) 245 p´gs. 16,5 €

Con este título, tomado de un verso de Quevedo, el autor, ingeniero con experiencia empresarial y docente y con una excelente formación humanística, ha reunido treinta y siete cartas dirigidas a poetas muertos. El término “poeta” lo usa en un sentido amplio, pues lo aplica a quienes de algún modo se han acercado a la Belleza.. Por esto, entre los destinatarios de estas cartas, figuran escritores (Antonio Machado, Miguel Hernández, Oscar Wilde, Chesterton, Tolkien, Gertrud von Le Fort...); pensadores (Sartre Guitton, Toynbee, simone Weil y Esdith Stein); pintores y escultores (Tintoretto, Miguel Ángel, Sert, Grünewald, Maec Chagall...); músicos (Mozart, Poulenc, Wagner, Verdi, Beethoven, Mahler...); e incluso científicos (Einstein, Darwin).

En cada carta, el autor narra su encuentro con el destinatario –así nos desvela aspectos de su vida– y suele añadir alguna información interesante, bien sobre la biografía, bien sobre la obra de aquél al que dirige su epístola. Son esclarecedores, por poner algunos ejemplos, los datos sobre Oscar Wilde o Tolkien o Simone Weil... Después, expone las preguntas que le gustaría plantearle, y, a veces, sugiere incluso una respuesta, a la espera de encontrarse con él en el Paraíso.

Porque un rasgo esencial del libro es que está escrito por una persona creyente, con una sólida formación teológica, que busca en cada uno de los destinatarios los rasgos que piensa que los acercan de algún modo a Dios. En bastantes casos, se trata de católicos coherentes; en otros, sus puntos de vista son menos ortodoxos, aunque Alfaro trata de desvelar aquello que tal vez los haya llevado al encuentro con la Verdad. No hay ninguna pose ni pedantería en esas cartas, incluso al final el autor confiesa que no ha sido capaz de escribir ni a Dante ni a Bach, a quienes admira y considera cumbres de nuestra cultura.

Algunas cartas van dirigidas a más de un destinatario, con lo que se establecen interesantes conexiones, por ejemplo, entre Tolkien y Beethoven, entre Piero Della Francesca y Jerónimo Espinosa, entre Verdi y Gabriel Fauré o entre Gertrud von Le Fort, Georges Bernanos y Francis Poulenc, entre otros. El estilo, ágil y cuidado, hace muy amena la lectura. Como dice Alfaro en la despedida, Al sueño de la muerte hablo despierto es un original y sugerente “himno a la misericordia de Dios”.

15 de noviembre de 2007

Crítica de mi libro en El Cultural de El Mundo

Hoy ha aparecido en El Cultural de El Mundo una crítica a mi último libro "Al sueño de la muerte hablo despierto". Ya he hablado anteriormente en este blog de este libro e, incluso, he editado aquí algunas de las cartas. si no recuerdo mal la dirigida a Charles Darwin y otra destinada a Tolkien y Beethoven conjuntamente. Ni que decir tiene la alegría que me produce esta crítica. La copio:

Al sueño de la muerte...
Cartas a poetas muertos

TOMÁS ALFARO DRAKE .
BAC. Madrid, 2007 .
245 páginas, 30 euros .

Éste es un libro insólito. Lo es por la misma razón por la que consideramos felizmente insólito hallar de tarde en tarde una persona culta que va por la vida con los ojos muy abiertos a fin de no perderse nada de todo aquello –que es mucho– de lo que vale la pena asombrarse porque le enriquece como persona. Es el mejor indicio de juventud y, en el fondo, de sabiduría. Es el caso de Tomás Alfaro Drake, que es quien ha escrito esta porción de cartas a 37 artistas a quienes llama “poetas” en el subtítulo: “Cartas a poetas muertos”. La de “poeta”, es una denominación que, probablemente, tiene aquí carácter de reconocimiento. En realidad, entre los destinatarios de esas cartas, unos son poetas propiamente dichos (Antonio Machado, Miguel Hernández, José Hierro...), en tanto que otros son pintores (Joseph María Sert), músicos (Gustav Mahler), novelistas (Oscar Wilde), filósofos (Guitton), incluso políticos (Manuel Azaña).

Poetas o no, a todos los une sin embargo un rasgo común, que es el de haber expresado algo –por medio de su quehacer artístico– que a Alfaro le ha llamado la atención. Lo singular, es que eso que le ha llamado la atención, en cada obra de arte, no es, por lo general, nada que se propusiera en su día el propio artista. Así, el reconocimiento de poeta a todos estos creadores tiene mayor alcance: no se trata de considerar poesía todo aquello que, en cualquiera de las artes humanas, es creativo y especialmente bello, sino aquello que, por ser creativo y bello, fecunda la capacidad también creativa de quien lo ve o lo escucha. Lo que supone el libro de Alfaro Drake no es, por tanto, un mero reconocimiento de lo que aquellas gentes hicieron, sino que se trata más bien de la comunicación agradecida de aquello que esos artistas, con sus obras, ha suscitado en la propia mente creativa del autor de este libro. Por lo mismo, todo lo que este crítico pudiera añadir sobre el libro de Tomás Alfaro sería hablar por hablar o –en el mejor de los casos– una posible respuesta creativa a su propia creatividad ante los creadores. Y ésa no es tarea de un crítico. El libro es inusual porque no es usual una manifestación de gratitud como la que digo. En realidad, no es ni siquiera usual la literatura de agradecimiento. Y las excepciones como ésta son muy de agradecer.

JOSE ANDRÉS-GALLEGO

Entresacado del texto aparece lo siguiente:

· Es éste un libro inusual porque la gratitud lo es. Excepciones como ésta son de agradecer
Junto con la última foto en vida de Antonio Machado.


Pues muchas gracias a José Andrés-Gallego.

11 de noviembre de 2007

El crecimiento del cristianismo

Hace 11 años leí en la revista "Newsweek" una crítica de un libro escrito por un sociólogo americano, Rodney Stack, especializado en el desarrollo de las religiones. El libro, publicado por Princeton Press, lleva el título de "The rise of christianity". Sostiene tesis interesantes acerca de cómo el cristianismo creció hara la época de Constantino y cómo cuando este emperador proclamó el edicto de tolerancia, lo hizo por la enorme fuerza que ya había adquirido el cristianismo. Este libro es una respuesta previa e inteligente, llevada a cabo por un no creyente, a la estúpida pretensión que circula después de la aparición de un no menos estúpido libro que no nombraré aquí y que atribuye a Constantino la "invención" del cristianismo. Leer el libro es una delicia, porque nos da la visión de un no creyente, pero buscador de la verdad, de las claves de cómo el cristianismo prendió en el mundo romano. Cierto que la visión es un tanto racionalista, pero alegra ver como la razón da razón -utilizo adrede la redundancia- de ese impresionante fenómeno, único en la historia, en el que una religión perseguida, consigue, sin el más mínimo rastro de violencia, conquistar una civilización. Reproduzco la crítica leída en Newsweek en Agosto de 1996, traducida por mí y guardada desde entonces.

Tomás Alfaro Drake

El crecimiento del Cristianismo
Rodney Stark
Princeton Press.

¿Cómo pudo el cristianismo, un diminuto y oscuro movimiento mesiánico de las fronteras del Imperio Romano, desplazar al paganismo y llegar a ser la religión dominante de la Civilización Occidental? ¿Y cómo pudo conseguir esto en menos de 400 años? Los creyentes, por supuesto, conceden el mérito al Espíritu Santo, pero incluso él tuvo que actuar a través de agentes humanos. Las Escrituras ponen el énfasis en la predicación del apóstol Pablo y otros misioneros. Algunos intelectuales – Carlos Marx entre ellos – creen que el cristianismo fue el triunfo de la revolución proletaria. Y muchos historiadores apuntan al emperador Constantino, cuyo edicto de Milán en el 313 condujo al establecimiento del cristianismo como la religión del Imperio Romano.

Todos están equivocados, escribe el veterano sociólogo Rodney Stark de la Universidad de Washington, en un nuevo y brillante libro, "The rise of Christianity" (246 pag. Princeton Press). Usando los actuales conocimientos sobre los cultos religiosos contemporáneos y los principios de las ciencias sociales, Stark llena muchas lagunas de los registros históricos y arqueológicos. El resultado es un análisis fresco, poco convencional y muy persuasivo de cómo Occidente fue ganado para Jesús.

Empezando por el final de la historia, Stark argumenta que Constantino no fue la causa del triunfo del cristianismo. Más bien el histórico edicto fue una astuta respuesta política al rápido crecimiento del cristianismo dentro del Imperio. En ausencia de datos censales o cualquier cosa parecida a encuestas de opinión, Stark traza una plausible curva de crecimiento del número de cristianos de un 40% por década. Empezando con unos cuantos cientos de creyentes en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Jesús, estima que los cristianos habían alcanzado hacia el año 300, una masa crítica superior al 10% de los ciudadanos del Imperio. ¿Cómo pudo ocurrir esto?

Por una causa, dice Stark, los cristianos no eran una chusma. Al contrario que Marx, Stark insiste en que desde sus inicios el cristianismo obtenía conversiones entre las clases privilegiadas. Tal y como hacen las nuevas religiones de hoy, como la iglesia de la unificación, atraen a los más formados, argumenta Stark, así el culto de Cristo enraizó en las clases altas y medias con mayor facilidad que en las menos afortunadas. Es más, sigue diciendo Stark, no fue predicando en el mercado como se consiguieron conversos a Cristo. Entonces, como ahora, cree Stark, “las conversiones se extendían a través de redes sociales formadas por relaciones personales”. Los mormones, por ejemplo, obtienen tan sólo una conversión por cada 1000 llamadas a puerta fría, pero convierten a una de cada dos personas cuando las contactan a través de parientes o amigos. El cristianismo se expandió de la misma manera, dice Stark: principalmente a través de redes de familias y amigos.

Convertir a los judíos: Contradiciendo otra vez las opiniones dominantes, Stark argumenta que durante cuatro siglos los mejores candidatos a conversos eran los judíos. La mayoría de los judíos vivían fuera de Palestina. Y, como ocurrió después de la Ilustración en Europa, muchos estaban atrapados entre dos culturas: los enclaves étnicos de la ortodoxia judía y la cultura helenista de los gentiles “progresistas”. Una vez que los primeros líderes cristianos (judíos ellos mismos) decidieron que los conversos no necesitaban cumplir la ley judía, argumenta, era muy fácil que estos judíos marginados abrazasen la nueva religión como una forma de resolver su estatus social de desclasados. La más provocativa tesis de Stark sostiene que la mayoría de los cristianos en el Imperio Romano eran mujeres. El cristianismo “promovió la liberación de las relaciones sociales entre los sexos y dentro de la familia”, escribe, dando a las mujeres un status mejor que el que disfrutaban en la sociedad romana, donde eran propiedad de los hombres. Más aún, desde sus inicios, el cristianismo prohibió el infanticidio y el aborto, procedimientos espantosos que hacían que la población pagana estuviese formada desproporcionadamente por varones. Las mujeres también se veían favorecidas por la santificación que la Iglesia hizo del matrimonio y por su oposición al divorcio. “Los romanos tenían del matrimonio un bajo concepto”, observa Stark, e incluso, cuando se casaban tenían pocos hijos. La Iglesia permitía a las mujeres cristianas a casarse con paganos –senadores incluidos– consiguiendo así que el cristianismo penetrase en la alta sociedad romana mediante la conversión de maridos e hijos. Las persecuciones romanas fueron salvajes, reconoce Stark, pero el número de víctimas ha sido enormemente exagerado y se limitó principalmente a obispos y otros líderes masculinos.

En resumen, Stark descubre que el cristianismo prosperó por un viejo sistema: proporcionando una forma de vida mejor, más feliz y más segura. Cuando las epidemias golpeaban, los indiferentes dioses paganos no eran de ninguna utilidad. Tampoco lo era la medicina romana. Pero los cristianos sobrevivían en mayor proporción que sus vecinos paganos porque tenían fe en un Dios de amor y una extensa red de asistencia social que cuidaba de los enfermos, los pobres y las viudas. Al final, concluye Stark, los cristianos revitalizaron el Imperio Romano porque manifestaban a un Dios exigente que cuida al hombre.

Crítica leída en el Newsweek de Agosto de 1996

7 de noviembre de 2007

Respuesta a un comentario sobre "Amor, sexo, matrimonio y celibato".

Recibo este comentario de Talita Plum a la entrada del título:

Querido Tomás,

No nos conocemos pero te leo hace algún tiempo.Quiero darte las gracias por esta bendición hecha comentario y, a la vez, pedirte permiso para compartirlo con mis hermanos de comunidad en el foro de internet que tenemos.

Soy del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de Madrid.Un abrazo en Aquel que nos amó primero.

De colores

Contesto:

Talita: Muchas gracias por tu comentario. Por supuesto, puedes compartir esto con quien te parezca adecuado.

Un abrazo.

Tomás

Amor, sexo, matrimonio y celibato

Tomás Alfaro Drake

“El amor es la música y el sexo es el instrumento”. Esta frase, leída en un libro de Isabel Allende, es, tal vez, la más acertada para definir la relación del amor entre hombre y mujer con el sexo. Desde luego a mí me ha dado pie para alguna reflexión. ¿Puede imaginarse algo más ridículo que alguien jugando al tenis con un Stradivarius? Desde luego, perdería el partido y destrozaría el violín. El Stradivarius está hecho para la música, no para el tenis. Un día, en una charla de sobremesa, tras una cena de verano en un restaurante, una amiga mía, que sabe de mis creencias católicas, me dijo que no entendía que los católicos viésemos algo sucio en el sexo. Le contesté brevemente con este ejemplo. Ni el sitio, ni la situación daban para más, pero creo que se quedó bastante sorprendida. Coincido plenamente con las palabras de Henry David Thoreau: “Para aquél que considera el sexo impuro, no hay flores en la naturaleza”. Y es que los católicos no sólo no vemos nada sucio en el sexo sino, al contrario, algo sagrado porque es el instrumento del amor, que es la más sagrada de las capacidades humanas. Es tan sagrado el sexo que no debemos mancharlo usándolo para otra cosa que no sea el amor. Sin embargo, la decadencia de las costumbres ha degradado, no sólo el sexo, sino el amor. A acostarse con el primero que se encuentra, se le llama eufemísticamente, “hacer el amor”. Es como si aporrear un piano fuese hacer música. Hace tiempo leí en un periódico, que en una sala de “arte de vanguardia” de Nueva York, un “músico” había dado un concierto que consistía en destrozar un piano con un hacha. Ya ni siquiera hace falta la excusa del tenis para destrozar el violín. Se le da golpes contra una pared y se dice que se está jugando al tenis. Merece la pena, por tanto, pensar un poco más en el amor, a cuyo servicio está el sexo. No voy a buscar definiciones abstractas del amor. El amor no se define, el amor se vive, o no se sabe lo que es, se defina como se defina. Sólo voy a defender una característica del amor que hoy en día está en claro desprestigio. El amor, o es para toda la vida, o no es amor. No me gusta gastar mi esfuerzo en defender una idea que otro ha defendido antes que yo, mejor de lo que yo pueda pensar en hacerlo. Por eso voy a citar a Chesterton, en un artículo que se llama “una defensa de las promesas temerarias”[1] (La entrada del Blog inmediatamente anterior a esta es una reproducción íntegra de ese artículo de Chesterton. Merece la pena leerlo). “El hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en algún lugar y tiempo distantes. El peligro que esto conlleva es que no acuda a la cita”[2], nos dice Chesterton. En efecto, el amor para toda la vida es una promesa temeraria, es una cita con nosotros mismos y con la persona amada al final de nuestros días. Y el miedo y la desconfianza en nosotros mismos son las causas del horror a ese compromiso por parte del hombre “light” de nuestros días. Pero el amor no puede ser de otra manera. Es una donación para compartir la vida y beberla juntos hasta el fondo. Para ser partícipes en la creación trayendo nuevos seres humanos a este mundo con el propósito de educarlos para hacerlo un poco mejor. Es, sin duda, la labor de toda una vida. Es una promesa temeraria, un compromiso de valientes, no puede ser de otra manera si no queremos que sea una patética burla. Acaba Chesterton su artículo diciendo: “A todo nuestro alrededor se encuentra la ciudad de pequeños pecados, pero tarde o temprano, se alzará desde el puerto la llama dominante anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre está quemando sus naves”. El amor no es para los cobardes y, por lo tanto, el sexo es sólo impuro para los cobardes. Pero es sensato darse cuenta de que el riesgo de no acudir a la cita es alto y de que las dificultades, por muy fuertes que nos creamos, son mayores que nuestras facultades. Por eso Cristo, a través de nuestra madre, la Iglesia, ha instituido un sacramento para darnos esa fuerza que siempre falta para tan titánica labor. La Iglesia no ha hecho indisoluble el matrimonio. El amor es indisoluble, porque así es la naturaleza humana. La Iglesia, Cristo, para que el hombre y la mujer sean una sola carne como Dios dijo en el Génesis que debería ser, ha creado la fuente de fuerza para poder acudir a la cita al final de nuestros días. Pero entonces, si el sexo sólo es impuro para los cobardes que no se atreven a hacer sonar la partitura del amor, ¿por qué hay hombres y mujeres que eligen el celibato? Son hombres y mujeres que ni son cobardes ni renuncian al amor. Han hecho una cita con el Amor con mayúsculas. ¿Debe esto excluir el sexo? Renuncio a hablar de los aspectos prácticos del celibato. Es indudable que un hombre o una mujer casados se deben tanto a su familia que no pueden entregarse por completo a amar a Dios en los demás. Aman a Dios en su familia, que no es poco, pero no pueden ser pastores del pueblo de Dios. Pero estos son aspectos prácticos en los que no quiero entrar. Las auténticas razones del celibato son mucho más profundas. Permítaseme primero volver a la imagen de la música y el violín. El violín es un instrumento de cuerda y suena porque sus cuerdas vibran al ser rozadas por el arco. Pero no así la flauta. En la flauta no hay nada sólido que vibre. Vibra el aire que hay dentro de ella. La música se produce tan sólo por el aliento, por el soplo. Pero no hay sonido más dulce que el de la flauta. Cuando un compositor quiere dar un carácter dulce y tierno a su música, acude a la flauta. La música de las personas que eligen el celibato por amor a Dios se produce directa y únicamente por el soplo de Dios, por su aliento, por su Espíritu y es la más dulce de las músicas. Pero hay más. Todo el mundo material es un símbolo de un mundo superior, el espiritual. La materia es buena y bella en tanto en cuanto es símbolo del Espíritu. El mundo del materialismo, el de la materia sin Espíritu, es un mundo de muerte y desesperanza, es un mundo espantoso e insoportable. Hay quien dice que es tan feo que el hombre se ha inventado la idea del Espíritu, de Dios, por pura cobardía, para ser capaz de soportarlo al no tener que mirarlo cara a cara. Pero es precisamente al revés. El mundo de la materia condenada a muerte nos parece feo porque late en nosotros el Espíritu. C. S. Lewis le escribía a Sheldon Vanauken: <> Nosotros vivimos en el agua, pero no somos criaturas solamente acuáticas. Somos anfibios que esperamos una metamorfosis. No nos inventamos el Espíritu, lo necesitamos porque somos también espirituales. No deja de ser curioso, que el cristianismo, al que se acusa de ver algo sucio en el sexo, sea una religión que espera que un día, cuando el Espíritu, haya vencido, seamos cuerpo y alma en los nuevos cielos y la nueva tierra. Los cristianos creemos en la resurrección de la carne. Para los budistas el mundo es un mal sueño en el que uno está condenado a reencarnarse hasta que consigue la liberación del nirvana, de la extinción, de la nada. Para los gnósticos, una creencia que la Iglesia ha condenado desde sus primeros días, el mundo es un sitio creado por un demiurgo, un espíritu malvado que ha creado un mundo perverso en el que el espíritu está atrapado. Pero el Génesis, desde el primer capítulo nos dice que Dios veía que el mundo material que estaba creando era bueno. Esto sólo remotamente tiene que ver con el sexo y, más remotamente aún con el celibato que es de lo que hablábamos. Pero decía que el mundo material es símbolo de algo superior a él. Pues bien, el sexo es símbolo de algo superior, del amor de Dios por la humanidad. Hay en la Biblia un libro de una gran sensualidad, casi erótico. Me refiero al Cantar de los Cantares.

Pero el Cantar de los Cantares es también el libro más místico de la busca mutua y el encuentro de Dios, el amado, con la humanidad cuando sea redimida por Cristo, la amada. La sexualidad al servicio del amor es símbolo de este amor místico de entre la humanidad salvada, la Iglesia triunfante, y Cristo. Jesús reafirmó el misticismo de este amor al contestar a la trampa que le tendieron los saduceos sobre la resurrección. “Los hijos de este mundo se casan unos con otros; pero los que han sido dignos de tener parte en el otro mundo y en la resurrección de los muertos, hombres y mujeres, no se casarán. Ya no pueden morir, pues son como los ángeles, hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección”[3]. Ahora bien, si un ser humano, a través de su entrega total y eterna a Dios, se convierte en flauta para que el soplo del Espíritu vibre en él con su música, si ya en este mundo alcanza lo simbolizado, el amor místico consagrado a Dios, ¿para qué quiere el símbolo? ¿De qué sirve el símbolo cuando se posee lo simbolizado? Por lo tanto, el celibato es para los más valientes que se abren al puro Amor de Dios, se citan con Él en la eternidad y, teniendo este Amor místico ya aquí en la tierra, no necesitan su símbolo. Pero el hombre es débil y el valor necesita ser alimentado por Dios si se quiere acudir a la cita. La oración y el sacramento del orden sacerdotal, en el caso de que los consagrados a Dios sean sacerdotes, son las fuentes de fuerza para enfrentarse a la temeraria promesa de aceptar el Amor de Dios y acudir a la cita. La oración continua es necesaria para todos los valientes que hacen promesas temerarias. Más necesaria cuanto más valientes sean. La vida, si no esta llena de oración, es muy probable que nos impida acudir a la cita de nuestra promesa más temeraria. A los consagrados a Dios, a su cita, y a los que vamos a él por otras vías, a la nuestra.
[1] Gilbert K. Chesterton. Recopilación de artículos en un libro titulado: “El amor o la fuerza del sino”. Rialp
[2] En documento aparte se incluye el texto íntegro del artículo de Chesterton, que me parece sin desperdicio, por si se considera de interés publicarlo.
[3] Lucas (20, 34-37)

Una defensa de las promesas temerarias G.K. Chesterton

Este artículo de Chesterton es una joya. Yo lo traigo aquí como complemento a mi artículo que está publicado en este blog "Amor, sexo, matrimonio y celibato". O más bien mi artículo es el complemento de éste. En fin, que están en simbiosis.

Ahí va:

G.K. Chesterton

Si un hombre próspero de nuestro tiempo, con un sombrero de copa y un traje de levita, se comprometiera solemnemente delante de todos sus empleados y amigos a contar las hojas de cada tercer árbol del Holland Park, a ir a la ciudad todos los jueves andando a la pata coja, a repetir setenta y siete veces toda entera la obra Libertad de Mill, a coleccionar trescientas amapolas en campos que pertenezcan a cualquiera que lleve el nombre de Brown, a quedarse durante treinta y una horas con su oreja izquierda en su mano derecha, a cantar los nombres de todas sus tías por orden de edad y encima de un autobús, o a realizar cualquier otra inusitada empresa, llegaríamos inmediatamente a la conclusión de que ese hombre estaba loco, o, como se dice algunas veces, “se trata de un artista de la vida”. Sin embargo, estas promesas no son más extraordinarias que las promesas que hacían en la Edad Media y en otras épocas semejantes, no sólo los fanáticos, sino las más grandes figuras de la civilización –como reyes, jueces, poetas y sacerdotes-. Un hombre juraba encadenar juntas a dos montañas, y allí colgaba la enorme cadena, se solía contar, durante años y años como un monumento a aquella locura mística. Otro juraba que iría a Jerusalén con un parche sobre sus ojos, y se moría en el intento. Juzgados racionalmente, no es fácil ver que estas dos hazañas tengan más cordura que los hechos antes sugeridos. Una montaña es generalmente un objeto inmóvil y seguro que no hace falta encadenarla por la noche como si fuera un perro. Y no es fácil a primera vista ver que un hombre haga homenaje a la Ciudad Santa poniéndose en camino hacia ella en unas condiciones que hacen muy improbable que llegue un día a su destino.

Pero hay en todo esto algo sorprendente que debe ser observado. Si algunas personas se comportaran de esa manera en nuestro tiempo, les miraríamos, como ya he dicho, como símbolos de “decadencia”. Pero los hombres que hicieron esas cosas no eran decadentes; pertenecían por lo general a las clases más robustas de lo que hoy se acepta como una edad robusta. Se alegará también que si unos hombres esencialmente cuerdos hicieron tales locuras, no tuvo más remedo que ocurrir bajo la caprichosa dirección de un sistema religioso supersticioso. Tampoco esto se resiste a examen; porque en esos aspectos de la vida que son puramente terrestres y hasta sensuales, como el amor y la lascivia, los príncipes medievales muestran las mismas y alocadas promesas y acciones, la misma deforme imaginación y el mismo y monstruoso sacrificio de uno mismo. Nos encontramos aquí con una contradicción para cuya explicación se hace necesario pensar desde el principio sobre la naturaleza de los votos o promesas. Y si consideramos seria y correctamente la naturaleza de los votos –a no ser que yo esté muy equivocado- llegaremos a la conclusión de que es perfectamente sensato, y hasta juicioso, jurar encadenar montañas; y que lo insensato es no hacerlo.

El hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en algún lugar y tiempo distantes. El peligro que esto conlleva es que no acuda a la cita. Y en tiempos modernos este terror de uno mismo, de la debilidad y mutabilidad de uno mismo, ha aumentado peligrosamente y se ha convertido en la base real de la objeción a los votos o promesas de cualquier tipo. Un hombre moderno se refrena de jurar que va a contar las hojas de cada tercer árbol de Holland Park no porque sea una tontería hacerlo (pues hace cosas mucho más tontas), sino porque está profundamente convencido de que antes de que haya contado la hoja número trescientos setenta y nueve del primer árbol se encontrará tan excesivamente cansado del asunto que querrá irse a su casa a tomar el té. En otras palabras, tememos que cuando llegue ese momento será otro hombre diferente, por usar una expresión ordinaria pero espantosamente significativa: Ahora bien, es precisamente este cuento horrible de un hombre constantemente cambiando en otros hombres en lo que consiste el alma misma de la decadencia. El que John Paterson, con paz aparente, esté deseando ser un tal General Barker el lunes, un Doctor Mac Gregor el martes, Sir Walter Carstairs el miércoles, y Slam Slugg el jueves, puede parecer una pesadilla; pero a esa pesadilla le damos el nombre de cultura moderna. Un gran decadente, ahora muerto, publicó un poema hace algún tiempo en el que resumía con gran fuerza todo el espíritu del movimiento al declarar que podía estar en el patio de una prisión y entender por entero los sentimientos de un hombre a punto de ser colgado:

“Pues el que vive más de una vida
Ha de morir más de una muerte[1]
[1] Oscar Wilde: Balada de la cárcel de Reading.

Y el final de todo esto es ese horror exasperante de irrealidad que desciende sobre los decadentes, comparado con el cual el mismo dolor físico tendría la lozanía de algo en plena juventud. El infierno que la imaginación debe concebir como el más infernal de todos es estar eternamente actuando en un drama sin ni siquiera la más angosta y sucia habitación en la que poder ser humano. Ésta es la condición del decadente, del esteta del “amor libre”: estar perpetuamente atravesando peligros que sabemos no pueden ligarnos, desafiar a enemigos que sabemos no pueden conquistarnos –ésta es la tiranía burlona de la decadencia que llaman “liberación”.

Volvamos, por otra parte, al que hace un voto. El hombre que hizo una promesa, por descabellada que sea, dio una expresión natural y saludable a la grandeza de un momento. Prometió, por ejemplo, encadenar juntas dos montañas, quizá un símbolo de algún gran desagravio suyo, o de amor, o de ambición. Por breve que fuera el momento de su propósito, fue como todos los grandes momentos un momento de inmortalidad, y el deseo de decir de él “He conseguido un monumento más duradero que el bronce”, era el único sentimiento que daría satisfacción a su espíritu[1].

Volvamos, por otra parte, al que hace un voto. El hombre que hizo una promesa, por descabellada que sea, dio una expresión natural y saludable a la grandeza de un momento. Prometió, por ejemplo, encadenar juntas dos montañas, quizá un símbolo de algún gran desagravio suyo, o de amor, o de ambición. Por breve que fuera el momento de su propósito, fue como todos los grandes momentos un momento de inmortalidad, y el deseo de decir de él “He conseguido un monumento más duradero que el bronce”, era el único sentimiento que daría satisfacción a su espíritu[1]. El esteta moderno, por supuesto, vería aquí fácilmente la oportunidad emocional, y prometería encadenar juntas dos montañas. Pero luego prometería con la misma jovialidad encadenar la tierra y la luna. Y la consciencia marchita de que no pretendía decir lo que dijo, de que, en verdad no estaba diciendo nada de gran relevancia, le robaría exactamente ese sentido de audaz actualidad que constituye la emoción de la promesa. Pues, ¿qué podría ser más exasperante que una existencia en la que nuestra madre o nuestra tía recibieran con la genial tranquilidad de la mera costumbre ordinaria la información de que íbamos a asesinar al Rey o a construir un templo en Ben Nevis?

[1] Se me viene a la cabeza un poema de Walt Whitman que dice:

¿Nunca has tenido una hora,
un súbito destello divino que ha precipitado y hecho estallar todas estas burbujas, modas, riqueza?
¿Estos ansiosos proyectos comerciales –estos libros, política, arte, amores?
¿Una hora de total aniquilamiento?

Momentos así son los que habría que hacer eternos con una cadena de monte a monte.


El esteta moderno, por supuesto, vería aquí fácilmente la oportunidad emocional, y prometería encadenar juntas dos montañas. Pero luego prometería con la misma jovialidad encadenar la tierra y la luna. Y la consciencia marchita de que no pretendía decir lo que dijo, de que, en verdad no estaba diciendo nada de gran relevancia, le robaría exactamente ese sentido de audaz actualidad que constituye la emoción de la promesa. Pues, ¿qué podría ser más exasperante que una existencia en la que nuestra madre o nuestra tía recibieran con la genial tranquilidad de la mera costumbre ordinaria la información de que íbamos a asesinar al Rey o a construir un templo en Ben Nevis?

La rebelión contra votos o promesas se ha llevado en nuestros días hasta la rebelión contra la promesa típica del matrimonio. En este respecto es muy divertido escuchar a los que se oponen al matrimonio. Parecen imaginar que el ideal de la constancia era un yugo misteriosamente impuesto a la humanidad por el diablo, en lugar de ser, como lo es, un yugo consistentemente impuesto por todos los amantes sobre sí mismos. Han inventado una frase, una frase que es una obvia contradicción en dos palabras –“amor libre”- como si algún amante hubiera jamás sido libre o pudiera ser libre. La naturaleza del amor es atarse a sí mismo, y la institución del matrimonio no hacía sino hacer un cumplido al hombre ordinario tomando en serio su palabra. Los sabios modernos ofrecen al amante con una mueca de mal sabor las más amplias libertades y la más plena irresponsabilidad; pero no le respetan como la vieja Iglesia le respetaba; no escriben su juramento sobre los cielos como el testimonio de su momento más excelso. Le dan todas las libertades excepto la libertad de vender su libertad, que es la única que desea.

En la brillante obra de teatro de Bernard Shaw, The Philanderer, tenemos un vívido retrato de este estado de cosas. Cherteris es un hombre que trata perpetuamente de ser un amante libre –algo así como esforzarse por ser un casado soltero o un blanco negro. Vagabundea en búsqueda hambrienta de cierto alborozo que sólo puede poseer cuando tenga el coraje de parar su vagabundeo. En otros tiempos, los seres humanos sabían bien esto— en tiempos, por ejemplo de héroes de Shakespeare. Cuando los hombres en Shakespeare son realmente solteros alaban las indudables ventajes de la soltería: la libertad, la irresponsabilidad, la suerte del cambo continuo. Pero no eran tan imbéciles que continuaran hablando de libertad cuando se encontraban en tal situación que eran susceptibles de ser enviados a la felicidad o a la miseria por el solo movimiento de las cejas de alguna otra persona. En su alabanza de la libertad, Suckling pone al amor junto con la deuda:

“Y el que está bien apartado de los dos
Es el hombre más feliz del mundo.
Vive como si viviera en una época dorada,
Cuando todas las cosas eran compartidas;
Toma su pipa, toma su copa,
No teme al hombre ni a la mujer.”

Ésta es una posición perfectamente posible, racional y viril. Pero ¿qué tienen que ver los amantes con esa afectación ridícula de “no temer a hombre o mujer”? Saben que con el volteo de una mano toda la máquina cósmica hasta la más remota estrella puede convertirse en un instrumento de música celestial o en un instrumento de tortura infernal. Oyen una canción más antigua que la de Suckling y que ha sobrevivido a cien filosofías: “¿Quién es ésta que mira por la ventana, hermosa como el sol, clara como la luna, terrible como un ejército con banderas?”

Como decía, es exactamente esta escapatoria, esta idea de tener una retirada por detrás nuestro, lo que nos parece que es el espíritu esterilizador en el placer moderno. En todas partes se da el esfuerzo persistente e insano de conseguir placer sin pagar por él. Así, en la política, los modernos jingoístas vienen prácticamente a decir. “Tengamos los placeres de los conquistadores sin los sufrimientos de los soldados: sentémonos en sofás y seamos una raza endurecida”. Así, en religión y en moral, los místicos decadentes dicen: “Tengamos la fragancia de la sagrada pureza sin los dolores del control de uno mismo; cantemos himnos por turno a la Virgen y a Príapo”. Así en el amor dicen los abogados del amor libre: “Tengamos el esplendor de ofrecernos sin el peligro de comprometernos; veamos si acaso no sea posible suicidarse un número ilimitado de veces”. Hay que decir categóricamente que no funcionará. No hay duda por supuesto de que habrá momentos emocionantes para el espectador, el aficionado, y el esteta; pero hay una emoción que sólo es conocida por el soldado que lucha por su propia bandera, por el asceta que se muere de hambre por su propio alumbramiento espiritual, por el amante que finalmente toma su propia decisión. Y es esta disciplina transfiguradora de uno mismo la que hace del voto o promesa algo verdaderamente inteligente. Ha tenido que satisfacer el hambre gigantesca del alma de un amante o de un poeta saber que como consecuencia de un instante de decisión aquella extraña cadena colgará durante siglos en los Alpes, entre los silencios de las estrellas y de las nieves. A todo nuestro alrededor se encuentra la ciudad de pequeños pecados, pero tarde o temprano, se alzará desde el puerto la llama dominante anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre está quemando sus naves.

Este artículo aparece en el libro "El amor o la fuerza del sino", publicado por Rialp

5 de noviembre de 2007

Un testimonio luminoso sobre las beatificaciones.

Recibo de una buena amiga este testimonio luminoso sobre los mártires españoles beatificados. No puedo por menos que traelo aquí.


Querido Tomás:

Quería agradecerte especialmente el blog que dedicaste a los Mártires que fueron beatificados el pasado 28 de octubre. De paso y muy de acuerdo contigo a lo que implícitamente referías que por intereses políticos, demagogia o simplemente por ignorancia de los que son fruto de ese cruce de noticias, queriendo desvirtuar las condiciones y los fines que persigue una beatificación. ¿A que quiero llegar con ésto?, simplemente comentarte que este proceso concreto de beatificación lo he vivido en primera persona y con una emoción que no sabría describir con palabras en la figura de mi tío Julio Melgar Salgado (tío carnal de mi madre y hermano de mi abuelo).

Fue, como te digo, beatificado el pasado día 28 de octubre y el Sábado día 3 de noviembre tuve la inmensa fortuna de poder asistir invitada a la Catedral de Ciudad Real en una misa de Acción de Gracias y que se aprovechó también para exhumar sus restos y trasladarlos y ser enterrados definitivamente debajo de su Altar Mayor , junto con los del Obispo Don Narciso de Estenaga y Echevarría. Mi tío fue su fiel secretario durante muchos años y cobraron la muerte juntos el día 22 de agosto de 1936. La Iglesia tiene como secreto muchos hechos relevantes en torno a la figura de D. Julio Melgar para su proceso de Beatificación, proceso que como bien decías es largo y fruto de muchos estudios detallados y que empezó hace mas de 60 años promovido por otro tío mío y sacerdote hermano de Julio.

Simplemente comentártelo en primera persona y compartir contigo la reflexión que hacías en tu blog y lo que ha representado para mi como cristiana y como familiar de una persona que a mi juicio murió y vivió por Cristo y para Cristo. Pudo salvarse de la muerte dolorosa, trágica y sañuda que tuvo y no lo hizo. Y hoy aún muy emocionada sobre todo por lo que me tocó vivir el pasado sábado día 3 me gustaría que muchos de los que no tienen la suerte de vivirlo desde la fe hubieran estado y hubieran tendido la fortuna de vivirlo y sentirlo como yo comprenderían que desde la fe y no la racionalidad y el enfrentamiento dialéctico les llevaría a comprender muchas cosas y sobre todo lo que allí se dijo “Imitemos la figura de muchos mártires para alcanzar a través de ellos y de su ejemplo una vida de santidad”

Muchas gracias por tu tiempo,
Un abrazo muy cariñoso
Covadonga Alonso Melgar


Gracias a ti, Covadonga por este testimonio luminoso.

Tomás.

1 de noviembre de 2007

A R.J.J. Tolkien y Ludwig van Beethoven

Tomás Alfaro Drake

Hoy acabo de colgar una nueva entrada hablando brevemente de mi impresión sobre la película "Crónicas de Narnia". En ella hablo de la amistad que unió en vida a C.S. Lewis y R.J.J Tolkien. Por hilación de ideas, no puedo por menos que colgar otra entrada sobre Tolkien. Es una carta que le he escrito a él y a Ludwig van Beethoven. No, no es una locura, es un libro que me han publicado muy recientemente que se titula "Al sueño de la muerte hablo despierto". Son unas 30 cartas a personas muertas que, como Tolkien o Beethoven, han hecho o escrito algo que me ha iluminado la vida. No creo que la editorial se moleste porque publique aquí una de esas cartas. En definitiva, puede considerarse una acción de marketing, porque aquel que lea esta carta y le guste, no tiene prohibido comprar el libro. Está editado por la BAC (Biblioteca de autores cristianos) el título es el citado arriba y el autor es quien escribe estas líneas. La carta es un poco larga para lo que acostumbro publicar en este blog, pero... Espero que a alguien le guste... y que se compre el libro... y que se lo lea.

***

Madrid 19, Noviembre del 2004

Carta para entregar a Ronald Tolkien y Ludwig van Beethoven, escritor y músico de los siglos XX y XIX respectivamente.

Queridos Ronald y Ludwig:

No sabéis lo que me cuesta ponerme a escribir esta carta. No porque no me apetezca escribiros sino, más bien al contrario, porque tengo tantas cosas que deciros que no sé si voy a ser capaz de condensarlas en una carta de proporciones “normales”. La primera dificultad empieza por explicaros por qué os escribo juntos. Pero prefiero que seáis vosotros mismos los que lo descubráis a lo largo de la carta.

A ti, Ronald, te conocí hace ya bastantes años. Muchos antes de que saltases a la fama mediática por el enorme éxito de las películas que se han hecho sobre tu libro “El Señor de los Anillos”. Sería falso e injusto decir que han sido estas películas las que te han hecho famoso. Es cierto que la mayor parte de tu vida fuiste un anónimo profesor de literatura y lengua inglesas en Oxford, pero en 1957, a tus 65 años, dos después de la edición del tercer tomo de “El Señor de los Anillos”, el éxito fue tal que ya estabas acosado por productores cinematográficos para llevar tu libro al cine, en dibujos animados, por supuesto. Pero no era tarea fácil hacer un buen guión con él y en seguida rompiste las negociaciones con la productora. También recibiste el International Fantasy Award que sólo te mereció comentarios sarcásticos. <>.

Pero nada sabía yo de tu éxito cuando un día, hará unos veintitantos años, cogí de una librería un libro de un autor desconocido para mí y leí su solapa. Decías de tu libro: “Historias semejantes no nacen de la observación de las hojas de los árboles ni de la botánica o la ciencia del suelo; crecen como semillas en la oscuridad, alimentándose del humus de la mente: todo lo que se ha visto o pensado o leído y que fue olvidado hace tiempo... La materia de mi humus es, principal y evidentemente, materia lingüística”. Ahí, en el humus de la mente, estaba resumido el misterio de la creatividad con el que yo todavía no estaba obsesionado, al menos conscientemente. Creo que fue a partir de ese momento cuando me convertí en un comprador compulsivo de libros que merecen la pena. Aunque no pueda leerlos todos. Ahí están, preparados para convertirse en misterioso humus mental. Puede que no mi humus mental, porque no puedo leer todo lo que compro, pero tal vez sí el de mis hijos o mis nietos. Tal es el poder misterioso de un libro. Me compré el primer tomo, lo leí y... un nuevo mundo se abrió ante mí. Inmediatamente le siguieron el segundo y el tercero. Los he leído repetidamente y he visto también varias veces cada una de las fantásticas películas que, por fin, y sin dibujos animados, ha hecho Peter Jackson de tus libros. Estoy convencido de que coincides conmigo en que las películas son magníficas y tan fieles a tu visión como pueda serlo una película. También para mis hijos tus libros han sido una revelación. Después de darles tantas vueltas y de hablar tanto de ellos, si tuviera que decir los tres pasajes que más han entrado en la composición del humus de mi vida han sido los siguientes:

Frodo: ¡Lastima que Bilbo no le matara cuando pudo hacerlo! (Se refiere a Gollum)
Gandalf: ¿Lástima? La lástima fue lo que frenó la mano de Bilbo. Muchos vivos merecerían la muerte y algunos que mueren merecen la vida, ¿podrías dársela tú Frodo? No seas ligero a la hora de adjudicar muerte y juicio. Ni los sabios pueden discernir esos extremos. El corazón me dice que Gollum tiene aún un papel que cumplir para bien o para mal entes de que todo esto acabe. La compasión de Bilbo podría regir el destino de muchos.
Frodo: ¡Ojalá el anillo nunca hubiera llegado a mi! ¡Ojalá nada hubiera ocurrido!
Gandalf: Eso desean quienes viven estos tiempos, pero no les toca a ellos decidir. Lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado. Hay otras fuerzas en este mundo además de la voluntad del mal. Bilbo estaba destinado a encontrar el anillo y como consecuencia tú estabas destinado a tenerlo y eso es un pensamiento alentador.

La misericordia que late en este pasaje me emociona, pero me impresiona todavía más la luz que arroja sobre los juicios que hacemos sobre nuestros semejantes, el contraste entre la limitación de los mismos y la ligereza con que los hacemos. Y todavía más me impresiona tu confianza en el plan de Dios. Tozudamente te asías a ella en tus últimos años en los que cada vez te costaba más entender un mundo que nunca entendiste del todo. “¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. Gandalf agregó que no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para mejorarla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”. Me pregunto si en tu humus había fermentado una frase pronunciada en 1935 por el cardenal Pacelli –más tarde Pío XII– que también ha fermentado en el mío. “Doy gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues, derecho a ser mediocre”[1].

La segunda frase de “El Señor de los Anillos” que quiero comentarte es la siguiente:

"Con tristeza hemos de separarnos, mas no con desesperación. ¡Mira! No estamos sujetos para siempre a los confines de este mundo, y del otro lado hay algo más que recuerdos".

Estoy seguro que esta frase ha forjado misteriosamente mi visión antropomórfica del Paraíso y me ha servido, inconscientemente, como un poderoso consuelo para sobrellevar mejor, como un hasta luego más que como un adiós, la separación de mis seres queridos por la muerte. Y muy probablemente, tenga mucho que ver con el hecho de estarte escribiendo ahora.

El tercer pasaje es una conversación entre Frodo y Sam, para mí el auténtico protagonista de la obra, que encarna la humildad, la perseverancia y la fidelidad.

Frodo: No puedo hacer esto Sam.
Sam: Lo sé. Ha sido un error. No deberíamos haber llegado hasta aquí. Pero henos aquí. Igual que en las grandes historias señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final porque, ¿cómo van a acabar bien?, ¿cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como sufrió? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón. Porque tienen mucho sentido. Aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo señor Frodo que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran. Pero no lo hacen. Siguen adelante porque todos luchan por algo.
Frodo: ¿Por que luchas tú Sam?
Sam: Para que el bien reine en este mundo señor Frodo, se puede luchar por eso.

Esta frase me ha ayudado mucho, y no sólo inconscientemente. Lo ha hecho clara y rotundamente al menos una vez en mi vida. Y una vez crucial. Una de esas veces en las que queremos tirar la toalla cuando la misión de nuestra vida se vuelve demasiado incómoda.

Pero quiero volver a la frase de la solapa de tu libro, la que me hizo comprarlo. No me cabe duda que la materia prima lingüística forma una parte importante de tu humus. Hasta tal punto que creaste de la nada la lengua élfica y ésta te llevó a desarrollar una mitología. No tenías ni veintiún años cuando empezaste a diseñarla. A tu muerte, en una nota necrológica[2], se lee: “No era un galimatías arbitrario, sino una lengua realmente posible con raíces coherentes, reglas fonéticas e inflexiones en las que volcó todas sus capacidades imaginativas y filológicas; [...] Había estado dentro de una lengua. No había avanzado mucho cuando descubrió que todas las lenguas presuponen una mitología; y de inmediato emprendió la tarea de crear la mitología necesaria para el élfico”. Pero la lingüística no fue el único ingrediente del humus de tu mente y me atrevería a decir que no fue el más importante. Otros ingredientes fueron, si no me equivoco, tu familia y tu profunda fe católica.

Tu matrimonio fue un idilio caballeresco de principio a fin. Con desencuentros y momentos dulces, como son los idilios que duran toda una vida. Desde el primer amor de los diecisiete años, las dificultades de un noviazgo lleno de oposiciones con tres años de separación forzada, la boda, tras ocho años de noviazgo, justo antes de embarcar como soldado “a tiempo para la carnicería del Somme” en plena 1ª Guerra Mundial – veintisiete años tú, veinticuatro Edith–, cuatro hijos y cincuenta y cinco años de matrimonio, hasta el desgarro de la muerte de Edith. Un largo amor de sesenta y tres años que tú le cuentas a tu hijo Christopher a poco de morir Edith, porque “... alguien que esté cerca de mi corazón debería saber algo que los registros no registran: los espantosos sufrimientos de nuestra infancia, de los que nos rescatamos mutuamente. Pero no pudimos curar del todo las heridas que más tarde, con frecuencia, resultaron incapacitantes; los sufrimientos que padecimos después de empezar nuestro amor; todo lo cual (por encima de nuestras debilidades personales) podría contribuir a volver perdonables o comprensibles los lapsos de oscuridad que a veces estropearon nuestras vidas, y a explicar cómo éstos nunca rozaron nuestras profundidades ni disminuyeron el recuerdo de nuestro amor juvenil”.

Pero tu amor por Edith no fue en detrimento del que tuviste a tus hijos. Al año y medio de casados nace John, tres años después Michael, cuatro más tarde Christopher y, por fin, con cinco de diferencia, Priscilla, tu única hija. Doce años de diferencia entre ellos para tomarse el relevo en ser los primeros en recibir, por tradición oral, tus historias mitológicas. Todos tus libros se fueron forjando a través de los cuentos contados a tus hijos. Tal vez por eso tengan la fuerza narrativa que brilla en ellos.

El tercer ingrediente de tu humus mental fue tu catolicismo. Fue un catolicismo forjado en el sufrimiento y la dificultad, de los que imprimen carácter. Tu padre murió cuando tú tenías cuatro años y un hermano más pequeño. Tu madre queda a merced de la compasión familiar. Como primera medida tenéis que abandonar la casa de Birmingham e iros a una pequeña aldea cercana, Sarehole. En vez de una tragedia, esto resulta ser una bendición porque te proporciona un contacto íntimo con la naturaleza que será, durante toda tu vida, otro de los ingredientes de tu humus. Tampoco puedes ir al colegio, por lo que tu primera educación en las letras proviene de tu madre y de todos los libros que podéis conseguir. Pero un domingo, a tu madre se le ocurrió ir a una iglesia católica en vez de a la un poco más lejana anglicana. Qué flechazo debió recibir, no lo sé, pero poco tiempo después se convierte, junto con su hermana May, al catolicismo. Tú tenías ocho años y también recibes el bautismo. La cosa no fue fácil. En la Inglaterra victoriana de 1900, hacerse “papista” no era algo trivial. El marido de tu tía May, que era un pilar de la Iglesia anglicana local, obliga a su mujer a dar marcha atrás en su decisión y amenaza a tu madre con retirarle la ayuda económica que le daba. Como tu madre no quiere plegarse a su voluntad, cumple su amenaza. La familia de tu padre, baptista, también os da la espalda, con lo que os quedáis solos, con la miseria llamando a la puerta. Afortunadamente, un tío paterno bondadoso te paga el colegio. Pero el colegio está en pleno Birmingham y tu madre no tiene para pagar el transporte, por lo que tus años de campo se acaban. No importa. Cuatro años de infancia han grabado el amor por la naturaleza en tu mente. Tras varios cambios de domicilio, siempre a peor, tu madre enferma de soledad y cansancio y muere. Todavía no tienes trece años y estás solo en el mundo con tu hermano menor, Hilary. Afortunadamente para ti, cerca de la última casa en que vivisteis estaba la parroquia que frecuentaba tu madre y, en ella, un párroco, el P. Francis Morgan que os adopta. No solamente os da alojamiento sino que complementa con su dinero personal las escasas rentas que se derivaban de la pobre herencia que os deja, a ti y a tu hermano, vuestra madre. El recuerdo de la abnegación de tu madre y la caridad del P. Francis afianzan tu catolicismo para siempre.

“Cuando pienso en la abnegación de mi madre... desgastada por la persecución, la pobreza y la enfermedad, en gran parte su consecuencia, esforzándose en transmitirnos a nosotros, pequeños, la Fe, y recuerdo el minúsculo cuarto que compartía con nosotros en las habitaciones alquiladas en la casa de un cartero en Rendal, donde murió sola, demasiado enferma para recibir el viático, me es muy duro y amargo comprobar que mis hijos se apartan [de la Iglesia].

No sé a ciencia cierta hasta dónde llegó el alejamiento de tus hijos de la Iglesia. Sé que a tu hijo Michael le escribías unas cartas de una profundidad impresionante hablándole del debilitamiento de su fe. También sé que tu hijo mayor, John, se ordenó sacerdote y ofició tu funeral treinta y tres años más tarde de su ordenación. Pero sí entiendo tu sufrimiento por el debilitamiento de la fe, en el grado que fuera, de tus hijos. Para ti, esta era la herencia más maravillosa que habías recibido y constituía el sentido de tu vida legársela intacta a ellos.

Del P. Francis dices:

“Por primera vez aprendí de él la caridad y el perdón, y su luz horadó aún la oscuridad “liberal” de la que yo venía”.

¿Me desvío entonces mucho al considerar que, además del lenguaje, al que explícitamente aludes, el catolicismo, tu familia y la naturaleza forman parte de las hojas que fermentaron en tu mente alimentando su humus? No lo creo. Toda tu obra respira infancia y está impregnada catolicismo y naturaleza.

Pero de tanto hablar de “El Señor de los Anillos” me he olvidado del pasaje del que especialmente te quiero hablar y por el que te uno en esta carta a Beethoven. No está en esa obra, sino en una pequeña historia de once páginas, que suele publicarse conjuntamente con tu obra madre, “El Silmarillion”, tu mitología élfica. La historia se llama “Ainulindalë”, que en lengua élfica significa, “la música de los Ainur”. Es una narración de la creación del mundo por Ilúvatar a través de la música, y del pecado del más perfecto de los Ainur, Melkor. De la música salen el mundo, los elfos y los hombres. Melkor, en su soberbia, quiere estropear la música con temas disonantes con los de Ilúvatar. Pero, de manera asombrosa, éste es capaz de armonizar todo intento de disonancia de Melkor armonizándola en un nivel más elevado y haciendo inútiles todos sus esfuerzos por crear confusión. He leído muchas veces este texto y lo he comparado con tu música y tu vida, querido Ludwig. Perdona que hasta ahora te haya tenido relegado, pero era necesario llegar a la música de Ilúvatar para conectar contigo. No puedo dejar de pensar, Ronald, que tenías en la cabeza la música y la vida de Ludwig al escribir esa historia. No es nada nuevo, Ludwig, decir que tú escribías música para hacer felices a los hombres. Muchas veces lo escribiste en tu cuaderno de notas. Pero el entramado inextricable de tu música y tu vida son, como la música de Ilúvatar un continuo superar con armonía las disonancias. Como dijo san Pablo, un vencer el mal en el bien. Y esa continua búsqueda de la armonía te llevó a Dios.

Tú, a diferencia de Ronald, naciste ya católico, si se me permite la inexactitud teológica. Fuiste bautizado el 17 de Diciembre de 1770, al día siguiente de nacer. Bonn estaba bajo los dominios del arzobispo elector de Colonia. Era por tanto un enclave católico en el mosaico religioso de Alemania. Pero fuiste un hombre de tu época y tu educación fue en los principios de la Ilustración. Tu primer maestro, Christian Neefe, no era un gran músico, pero era un hombre ilustrado que te aficionó a la lectura y te inculcó tus primeras ideas sobre la estética. Una de ellas, que se te marcó para toda la vida, fue que los principios y las leyes de la música deben estar relacionados con la vida psicológica del hombre. Esto, que hoy nos parece tan obvio, no lo era, ni mucho menos en los últimos años del siglo XVIII, marcados por un clasicismo muy formalista. Pero junto con la afición a la lectura y con esa concepción de la música, que nunca le agradeceremos suficiente a Neefe, trató de inculcarte las ideas ilustradas de un Dios relojero, distante e innecesario. Esta actitud marcó tu distanciamiento de la Iglesia católica, aunque no llegó a mermar tu profundo sentimiento religioso. Ni el deísmo ni el panteísmo llegaron a rozar tu alma. Siempre supiste ver, con inmensa admiración y respeto, la huella del Creador, al que adorabas a tu modo, en una creación a la que amabas con toda tu alma. La naturaleza y el cielo estrellado te acercaban a Dios, sin confundirlo nunca con sus criaturas. En tus cuadernos se pueden leer muchas frases del siguiente tenor:

“La visión de las estrellas en medio de la noche colma mi alma de un modo maravilloso, y es algo que llega hasta el fondo de mi espíritu”.

“El mundo no se ha formado por un encuentro casual de los átomos; las fuerzas y las leyes que tienen su origen en la inteligencia infinita, han sido la causa de este orden”.

“Me siento afortunado, lleno de felicidad en el bosque: cada árbol habla a través de ti, ¡oh! Dios... Tengo la sensación de que cada árbol me conoce y me deja oír su voz diciendo: Santo, Santo, Santo... Dios mío, en el bosque soy feliz. ¡Qué serenidad, qué paz! En el bosque me es más fácil elevar mi alma a ti”
.

Espiritualidad, fe, y alabanza al Creador. Todo un programa. Pero las primeras disonancias de Melkor no van a tardar en oírse en tu vida. La música de tu primera época era jovial y espontánea. Si toda tu música hubiese sido así habrías sido un gran músico, pero no hubieras sido Beethoven. Un día de verano de 1802 paseabas con tu amigo Ferdinand Reis por un bosque cercano a Viena. De repente Reis se para. Lleva su dedo a la boca y luego al oído. “Qué bonita melodía” –exclama. “¿Qué melodía?” –le preguntas. “La del caramillo del pastor, escucha”. Fuerzas el oído, pero no oyes nada. Con un gruñido das media vuelta y emprendes el regreso a casa sin decir una palabra en todo el trayecto. Es la primera manifestación grave de un proceso que empezó hace unos años y acabará en la sordera total. Para un músico, el desastre. Para un músico de moda en la frívola Viena, el fin. Hay que ocultarlo como sea. Pero eso te produce un mayor desasosiego. La necesidad de fingir todo el tiempo, de no poderte sincerar, de guardarte la angustia para ti sólo. Tu carácter se hace agrio. Tienes altibajos anímicos terribles, que te van a llevar desde la desesperación hasta la determinación de vencer a la sordera con la voluntad. No a evitar quedarte sordo, que es imposible, sino a superar la sordera. A vencer a Melkor.

En esta lucha escribes, el 6 de Octubre de 1802, el llamado “Testamento de Heiligenstadt”, el primero de los dos misteriosos escritos que nos has legado. Es una triste y terrible carta a tus hermanos, que jamás fue enviada, donde barajas la posibilidad de la victoria de Melkor a través del suicidio y nos revelas muchas cosas de tu mundo interior.

“Pero pensad que desde hace seis años he sido golpeado por un mal pernicioso que los médicos han agravado...”.

Dices, disculpándote ante tus hermanos por tu mal carácter. Y continúas:

“Y, sin embargo, no puedo decir a los hombres: ¡hablad más alto porque soy sordo! ¡Ah!, ¿como poder confesar la debilidad de un sentido que en mí debiera existir en un estado de mayor perfección, en una perfección que muy pocos músicos han conocido jamás?...”.

La soledad ante un mal que te parece inconfesable.

“Divinidad, tú que desde lo alto ves el fondo de mi ser, sabes que arden en mí el deseo de hacer el bien y el amor a la humanidad. Hombres, si leéis esto algún día, pensad que no habéis sido justos conmigo,...”.

Triste sensación de estar en paz con Dios pero incomprendido por los hombres en tu sufrimiento.

“Al mismo tiempo os declaro herederos de mi pequeña fortuna (si se puede llamar así) Repartidla honestamente. Lo que habéis hecho contra mí, os lo he perdonado hace tiempo: bien lo sabéis”.

Hombre primario, de grandes cóleras pero rápido en el perdón y la reconciliación.

“Adiós y amáos”.

Deseos de buena voluntad para todos. E, inmediatamente, la incitación de Melkor al suicidio.

“Ya está, decidido. Con alegría voy al encuentro de la muerte. Si viene antes de que haya podido desplegar todas mis potencialidades para el arte, entonces llega demasiado pronto para mí... y me gustaría que fuese más tardía. Sin embargo, aún entonces sería feliz: ¿no me libraría ella de un estado de sufrimiento insoportable? Ven cuando quieras, amorosamente, a mi encuentro.
Adiós, y no me olvidéis del todo después de mi muerte; tengo derecho a esto de vuestra parte, y ya que he pensado muchas veces en mi vida haceros felices, sedlo”
.

Qué tristeza para la humanidad si hubieses cedido a la tentación del suicidio, si nos hubieses privado de tu existencia sorda antes de haber podido desplegar todas tus potencialidades para el arte. El mundo sería, sin duda, un mundo más triste. Pero afortunadamente, la disonancia de Melkor no triunfó. Cuatro días más tarde, el 10 de Octubre, escribes una posdata triste y cargada de desesperanza, pero en la que parece que has abandonado la idea del suicidio:

“Así me despido de ti y bien tristemente; sí, la amada esperanza que me ha traído hasta aquí para ser curado debo abandonarla por completo. Así como las hojas del otoño caen y se marchitan, así yo la he perdido. Casi como vine me voy. Hasta ese coraje que me animaba los hermosos días de verano ha desaparecido”.

Pero no es cierta esa pérdida de la esperanza. Para un hombre como tú era imposible que muriera del todo en tu alma. Por eso te diriges a Dios abriendo una estrecha ventana en la que no te atreves a creer.

“Providencia, deja que en mí aparezca un día de pura alegría...
¿Cuándo, cuándo, oh Dios, podré experimentarla de nuevo en el templo de la naturaleza y de la humanidad?
¿Nunca?
No.
Sería demasiado cruel”
.

Ese nunca interrogativo y esa negación rotunda son el principio de la superación de la mortal melodía de Melkor. No ha pasado ni un mes del “Testamento de Heiligenstadt”, cuando ya estás escribiendo a un amigo diciéndole:

“Agarraré al destino por la garganta; no le dejaré que me domine” [...] “... a veces he maldecido al Creador y a mi existencia, luego me he resignado”.

No es, desde luego, la resignación del abandono. Te resignas a aceptar tu sordera como algo que Dios permite, aunque no entiendas por qué. Pero vas a seguir componiendo música con sordera o sin ella. Vas a agarrar al destino por el cuello. Y de esa resignación, de esa determinación, va a nacer otra música. Fuerte, indómita, imponente. Ahí están la Heroica y la Quinta, la Appassionata y el concierto Emperador. Pero también el bucolismo lleno de paz de la Pastoral o el concierto para violín, pleno de lirismo y melodía y un largo etcétera de obras impresionantes de todo tipo que sería muy largo citar.

Lo que daría, querido Ludwig, por conocer tus pensamientos en los cuatro días que van del 6 al 10 de Octubre de 1802. En esos días la disonancia destructora de Melkor fue vencida en tu alma por el magnífico acorde que Ilúvatar hizo sonar en tu interior.

Pero es imposible derrotar completamente a Melkor en esta vida. Mientras vencías a la sordera musical y moralmente, te atacaba por otro frente; el del amor. Toda tu vida estuviste enamorado. La lista de las mujeres a las que amaste es larga. Tu amor era apasionado, como toda tu vida, pero profundamente espiritual. No creo que tu ideal fuese el amor platónico pero, desde luego, no concebías el sexo sin un profundo amor consagrado en fidelidad perpetua. “El amor sensual sin la unión de las almas es bestial, y siempre será así” –escribiste. Tu única ópera, “Fidelio”, es una declaración de principios de la fidelidad conyugal en la que siempre creíste y buscaste. Pero, ¡ay!, una cosa era ser el músico admirado y otra que la alta sociedad vienesa te aceptase como yerno. Las mujeres a las que amaste, te admiraron todas. Bastantes de ellas te amaron sinceramente. Pero las que lo hicieron lo suficiente como para casarse contigo fueron dadas por sus padres en matrimonio de conveniencia a otros hombres, miembros de la nobleza o la alta burguesía. Algunas veces esos maridos eran también buenos amigos tuyos, que ignoraban tu amor por las que se convirtieron en sus mujeres. Esa era la segunda disonancia con la que Melkor intentó arruinar tu acorde interior. Y, como con la sordera, casi lo consigue. A partir de 1813 y hasta más o menos 1820 tu creación de grandes obras empieza a decaer. Sólo dos sinfonías, ningún concierto para instrumento solista. Lieder, danzas, piezas cortas. Muchas de ellas maravillosas, sí, pero no el imponente Beethoven. ¿Dónde estabas?

Estabas intentando reponerte del más doloroso desengaño de amor. En 1810 todo estaba arreglado para casarte con Teresa Malfatti, veinte años más joven que tú, pero locamente enamorada de ti. Eras feliz. Sólo un trámite; el permiso del padre. No parecía ser un problema. Los Malfatti no formaban parte de la aristocracia y tu amigo, el conde Gleichenstein, prometido de Ana, la hermana pequeña, haría el buen oficio de casamentero. Sin embargo, el doctor Malfatti se niega. “Es un hombre un poco raro –parece que dijo– aunque no cabe la menor duda de que es un genio”. Pero la rareza, o la edad, o lo que quiera que fuese pesó más que tu genialidad y la respuesta fue “no”. En una carta a Gleichenstein, que acaba en un soliloquio le dices: “Lo que me dices me precipita de las esferas del mayor entusiasmo a un auténtico abismo. [...] Para ti, pobre Beethoven, no existe ya ninguna alegría fuera de ti mismo”.

Es cierto que tuviste más amores después de esa fecha hasta la puntilla del 6 de Julio de 1812 e incluso después. Pero no tuvieron la frescura ni la alegría del de Teresa. El 4 de Julio de ese año, sales de Praga, alocadamente hacia el balneario de Teplitz. Pero no llegas a tu destino hasta las cuatro de la madrugada del día 6, después de un viaje espantoso. En la mañana del 6 de Julio escribes la segunda de tus dos misteriosas cartas, conocida como la carta a la “amada inmortal”. Es febril, apasionada, confusa, desconcertante, desordenada y muy triste. Con una caligrafía imposible. “Mi ángel, mi todo, mi yo” –empieza.

“¿Es que nuestro amor sólo puede existir a costa de sacrificios, de exigencias de todo o nada? ¿Puedes cambiar el hecho de que yo sea enteramente tuyo y tú no seas enteramente mía? El amor lo exige todo, para ti y para mí... Si estuviéramos juntos, experimentarías como yo este dolor”.
.................................................................
“Nos volveremos a ver, sin duda, pronto. Tampoco hoy te puedo comentar las observaciones que te he hecho sobre mi vida en estos últimos días... el corazón está demasiado lejos para poder decirte cualquier cosa. ¡Ah!, hay momentos en los que encuentro que la palabra no es absolutamente nada... Continúa siéndome fiel, mi único tesoro, mi todo, como yo para ti; el destino habrá de decidir lo que haya de ser de nosotros”
.

Como en el caso del “Testamento de Heiligenstadt”, la carta está dividida en dos partes. La segunda la escribes esa misma noche y en la mañana del día siguiente:

“Tú sufres, mi ser querido. [...] Tú sufres, ¡ah! Donde estoy yo, tú también estás conmigo. Si fuera posible vivir contigo, ¡qué vida!... [...] Por mucho que me ames, yo te amo mucho más. [...] Ah, ¡Dios! Tan cerca y tan lejos. Nuestro amor no es un verdadero edificio celestial, pero es tan sólido como la bóveda del cielo. Buenos días 7 de Julio por la mañana. Ya desde la cama mis pensamientos se dirigen a ti, mi amada inmortal; a veces alegres, luego tristes, preguntando al destino si nos concederá lo que le pedimos. Sólo me es posible vivir completamente contigo o completamente sin ti... Si –hay de mí— es necesario, tú te resignarás... porque conoces mi fidelidad hacia ti... Tu amor ha hecho de mí el ser más feliz y el más desgraciado. Ahora, a mi edad, necesitaría alguna uniformidad, alguna normalidad en mi vida. ¿Puede esto suceder en nuestras relaciones? [...] Estate tranquila. Sólo por una dilatada contemplación de nuestra existencia podremos alcanzar nuestro objetivo, vivir juntos. Estate, pues tranquila. Ámame –hoy-ayer– qué aspiración bañada en lágrimas hacia ti, ti, tú, tú, mi vida, mi todo. Quiéreme siempre. No desconfíes nunca del corazón de tu amado Ludwig.
Enteramente tuyo, enteramente mía, enteramente nuestros...”
.

La carta nunca fue enviada. Pudo serlo, porque en ella aclaras que el correo sale todos los días. Pero no se envío jamás. Sólo después de tu muerte se encontró, junto con el “Testamento de Heiligenstadt” en un cajón secreto de tu escritorio. Como bien sabrás, han corrido ríos de tinta y hay cientos de teorías, sobre quién podría ser la destinataria y cuál era el obstáculo que os impedía realizar vuestro amor. Nada detestaría más que esta carta pareciese un cotilleo de revista del corazón. Sólo una de las teorías me importa. La que dice que la amada inmortal no existió. ¿Puede ser verdad? ¿Puede ser verdad que tu dolor y tu añoranza del amor te llevasen a inventarte a la amada inmortal? Y una frase me llama la atención por encima de toda la carta. “Estate tranquila. Sólo por una dilatada contemplación de nuestra existencia podremos alcanzar nuestro objetivo, vivir juntos. Estate, pues tranquila”. La única que inspira tranquilidad en medio de la tormenta. Sospecho que la dilatada contemplación de vuestra existencia que le pides a tu amada inmortal va, más allá de la muerte, hasta la eternidad. Estate tranquila. Aunque la vida nos niegue el amor, la eternidad es más larga, y en ella nada ni nadie podrá impedirnos que nos amemos inmortalmente, me parece que le estás diciendo.

Pero, sea como fuere, lo cierto es que, desde el rechazo del padre de Teresa, y reforzada por los sentimientos de esta carta, te sumes en una profunda depresión, que tiene “mudo” al gran Beethoven durante varios años. Compones, sí, pero no la música de una Quinta. Melkor triunfaba sobre tu inmensa creatividad.

Muchas frases de esos años en tu cuaderno de notas y tus cartas reflejan tu desolación interior. “La gente ya no confía del todo en mí, y no dudo que en eso acierta”, “me siento enfermo, aunque es cierto que más mental que físicamente”, “resignación, la más profunda resignación con tu destino”, “no puedes ser hombre para ti, sólo para los demás; para ti no hay ninguna felicidad”.

Pero en 1815, el ave fénix de tu alma empieza a resurgir de las cenizas. La resignación ya no es una actitud estéril, vuelve a ser, como después de Heiligenstadt, aceptación de la voluntad de Dios, como opuesta al destino de Melkor. “Sumisión. Resignación: ¡Resignación! Así seremos vencedores de las más profundas miserias, y nos haremos dignos de que Dios perdone nuestras faltas”, porque “al lado de las obras del Altísimo, todo es pequeño”. El espíritu de Heiligenstadt vuelve a resurgir:

“Las zarpas de hierro del destino no desgarran más que los flancos del débil. El que tiene el espíritu de un héroe ofrece valerosamente el arpa que el Creador ha puesto en su corazón al destino. Puede golpear sus costados, pero no puede destruir el magnífico acorde interior..., porque la paz de Dios murmura a través de sus cuerdas. [...] ¿Qué puedo hacer? Ser más que mi destino”.

Y, efectivamente, por esas fechas empiezas a escribir otra de las obras del gran Beethoven. Nada menos que la sonata para piano “Hammerklavier”, el piano-martillo. Se le llama la sinfonía para piano y no es para menos. Año y medio para escribirla. Con ella se inicia un nuevo Beethoven que vencerá definitivamente a Melkor. Está escrita con ira. “Rabia, decisión, malhumor esforzado y titánico, que obliga al intérprete a aporrear el piano con una fuerza colérica, como nunca había tenido que hacer un virtuoso del instrumento. No hay sentido del humor ni jugueteos: sólo en el adagio se adivina un intimismo profundo que tiende al infinito”[3]. Se acabó la autocompasión, se acabaron las lamentaciones hay que hacer una nueva música. Va a nacer un nuevo Beethoven. Y a partir de entonces nos regalas, para hacernos felices, para aprender de ti, la Misa Solemnis y la Novena Sinfonía entre otras obras únicas, distintas a todo lo escrito hasta entonces.

“Quiero escribir una obra verdaderamente espiritual” dijiste cuando se te ocurrió componer la Misa Solemnis para celebrar la consagración como obispo de tu amigo el archiduque Rodolfo. Y al acabarla: “Mi principal propósito ha sido despertar e infundir sentimientos religiosos, lo mismo en los cantantes que en los oyentes” y “difundir los rayos de luz de Dios en el género humano”. “Está escrita con el corazón y espero que llegue al corazón”. Y en su más de una hora de intensa liturgia, por lo menos en mí, lo has conseguido.

De la Novena, poco se puede decir sin caer en el tópico. Yo no voy a decir nada. La he oído muchas veces en disco y en vivo. Guardo un profundo recuerdo emocionado de la vez que la oí en vivo dirigida por Jehuda Menuhin. Sería incapaz de expresarlo con palabras y de lo que no se puede hablar más vale callar. Ahí está, declarada patrimonio de la humanidad.

Pero tu victoria final sobre Melkor llegó en tus últimos días. Tres días antes de tu muerte, tu médico se siente en la obligación de decirte claramente que tu vida toca a su fin. “Me apretó calurosamente la mano –nos cuenta– y me dijo con voz serena y lenta: Mande llamar al párroco”. El párroco vino, te confesaste el día veintitrés de Marzo, el veinticuatro recibiste la comunión y la extremaunción y el 26 de Marzo de 1827 entregaste a Dios tu alma luchadora. Seguro que su Misericordia la hubiese recibido igual por la oración de tu vida y tu música, pero, aún en vida, Dios quiso regalarte el consuelo final de Cristo.

Quiero transcribir, para acabar esta carta demasiado larga que no se como acabar, el Himno a la Alegría de Friedrich von Schiller, al que pusiste música en el último movimiento de la Novena. También a él debería ir destinada esta carta.

“¡Alegría! ¡Alegría!

Alegría, bella chispa de los dioses,
hija del Elíseo.
Nosotros penetramos con ardiente entusiasmo
-¡oh celeste!- en tu lugar santo.
Tu encanto une de nuevo
lo que el convenio ha separado rigurosamente:
todos los hombres serán hermanos
allí donde tu dulce ala se cierna.

Aquél que ha conseguido la suerte
de ser amigo de un amigo,
el que ha enamorado a una noble mujer,
¡que su júbilo se una al nuestro!
¡Sí, el que tan sólo a un alma
puede nombrar suya sobre el globo terrestre!
Pero el que no ha podido hacerlo
¡que se oculte llorando fuera de esta alianza!

Todos los hombres beben la alegría
de las ubres de la naturaleza;
todos los buenos, todos los malos
siguen su huella de rosas.
Ella nos ha dado los besos y la vid,
un amigo fiel hasta la muerte;
se han dado los placeres al gusano
y el querubín se yergue ante Dios.

¡Alegres! ¡Alegres!

Alegres, como vuelan sus soles
a través de la llanura espléndida del cielo,
¡recorred, hermanos, vuestro camino;
alegres, como un héroe hacia su victoria!

¡Abrazáos, millones de seres!
¡Este beso al mundo entero!
Hermanos, sobre la bóveda estrellada
tiene que habitar un Buen Padre.
¿Os postraréis, millones de seres?
¿Presientes al Creador, mundo?
¡Búscale por encima de la bóveda estrellada!
Sobre las estrellas debe habitar”.

Hay dos versos quiero resaltar de este maravilloso poema:

“¡Recorred, hermanos, vuestro camino;
alegres, como un héroe hacia su victoria!”


Quiero daros las gracias, Ludwig, y Ronald por vuestras obras y por la lección de vuestra vida. Por haber sabido mantener flameando la Bandera de Este Mundo hasta vuestro último aliento. En la carta que escribí hace unos meses a Gabriel Celaya, citaba una frase de Jean Cocteau que decía algo así como; "escribir es un acto de amor. Si no lo es, es sólo caligrafía”. Vosotros, con vuestra vida heroica, me habéis enseñado algo más: Que vivir es un acto de amor, y si no lo es, es sólo inutilidad. No importa cuan importante o insignificante sea nuestra vida, vivirla con inconformismo hacia la mediocridad, con espíritu de superación y con alegría, hace de ella un acto de amor y a nosotros héroes que caminamos hacia nuestra victoria.

Espero que ambos estéis con vuestra amada inmortal en el paraíso. Tú, Ludwig, con la que nunca tuviste en la tierra y tú Ronald, con Edith, pero sin esos misteriosos lapsos de oscuridad que a veces estropearon vuestras vidas. Y espero también encontrarme con vosotros por encima de la bóveda estrellada, sobre las estrellas, donde habita nuestro Dios misericordioso. Y desde allí pedir con vosotros que el bien reine en este mundo y que todos los hombres sean hermanos, hijos del mismo Buen Padre, por difícil que esto parezca en este mundo tan herido por Melkor. Que la armonía de Ilúvatar envuelva las disonancias de Melkor. Que el mal sea vencido en el bien.

Mientras llega el momento de encontrarnos, recibid un abrazo.

Tomás.
[1] Cardenal Eugenio Pacelli, Congreso eucarístico de Budapest, mayo de 1935.
[2] The Times, 3 de septiembre de 1973.
[3] José Luis Comellas, Beethoven, Ariel. Noviembre 2003.

Crónicas de Narnia, ¿un cuento para niños?

Tomás Alfaro Drake
Ayer vi en DVD la película “Crónicas de Narnia”. La había visto en su momento y, también en su momento, escribí mis impresiones. Ayer, después de verla otra vez, fui a ver lo que escribí. Lo reproduzco ahora textualmente.

***


Ayer fui a ver Crónicas de Narnia. No sé el éxito de taquilla que puede estar teniendo, pero me pareció una película extraordinaria. Llegué con un poco de prevención porque me habían dicho que era demasiado cuento para niños. Empecé comparándola con “El señor de los anillos” y, en un principio, me desilusionó. Pero, poco a poco, me fue enganchando y acabé entusiasmado. Tal vez sea demasiado niño, pero nos ha sido dicho que si no nos hacemos como niños...

Recordé una frase que oí en televisión al director de la película. Venía a decir, un poco disculpándose, como si temiera perder taquilla por eso, que aunque algunos creían ver en la película valores cristianos, era una película con valores humanos, que podía llegar a todo el mundo. Sorprendente. Como si los valores cristianos y los humanos fuesen contrapuestos. Los valores humanos son el humus en el que crece el bosque de los valores cristianos. Sin aquéllos, éstos no son posibles. Pero una vez que crece el bosque sobre la buena tierra, son las raíces de los árboles, hundidas en el humus, las que sujetan el terreno. Más aún. La formación de tierra fértil es un proceso largo de simbiosis. Líquenes microscópicos se empiezan a formar sobre la dura roca. Se pudren y regeneran, en una espiral obstinada, creciendo en tamaño. Hierba, matojos ralos, matorral bajo y, por fin, bosque. Vivimos en un mundo que parece avergonzarse de sus raíces cristianas. Un mundo que está envenenando esas raíces del bosque. Y allí donde se forman claros, allí donde estos valores se pierden, la primera lluvia torrencial se lleva la tierra y deja otra vez la roca pelada. Cobran nueva fuerza entonces el odio, la venganza, la avaricia, la mezquindad, la utilización del hombre por el hombre, etc. Y harán falta siglos para que, en lenta simbiosis, vuelva a formarse otra vez la buena tierra y el bosque.

Pero volvamos a Narnia. ¡Claro que está llena de valores cristianos! Rebosan por todas partes. El pecado, la redención, Cristo, la pasión, la resurrección, el perdón, la lucha entre el Bien y el Mal, etc, están allí más que insinuados, abiertamente plasmados. Sujetando el humus de la amistad, la lealtad, la grandeza, el amor, el sacrificio, la justicia. Vuelvo a la comparación con “El señor de los anillos”. Se nota, al ver las dos películas, la profunda amistad entre Lewis y Tolkien. Se nota el profundo cristianismo de ambos. La alegoría cristiana, estando en sus dos obras, es más tenue, más sutil en Tolkien, más obvia en Narnia. ¿Es mala esa obviedad? No sé si lo será para la taquilla. Pero al salir del cine, iban delante de mí, comentando la película, dos chicos jóvenes de unos dieciocho años. De su conversación se traslucía claramente que no conocían el Evangelio. No eran en absoluto conscientes del paralelismo, de la alegoría. Si la obviedad de ésta puede hacer que alguien se acerque con ojos nuevos al Evangelio –lo que perfectamente puede ocurrir al ver Narnia– bendita sea la obviedad. Creo que Narnia puede contribuir tanto o más que “El señor de los anillos” a la ecología forestal de los valores cristianos, necesarios para mantener y hacer crecer los valores humanos más elementales sin los que una sociedad está abocada a la ruina, el desastre y la extinción.

Bienvenida Narnia. Yo me hice un rato como niño y salí del cine renovado. Espero que continúe la saga. Ojalá sigan proliferando películas en las que palpiten, de forma más o menos obvia, esos valores cristianos salvadores.