30 de diciembre de 2007

Feliz año 2008

Un amigo me ha mandado esta felicitación del año. La pongo en mi blog deseándoos a todos los que la leáis un feliz 2008 como se dice abajo, pero también lleno de todo lo mejor en el sentido más convencional. Paz, felicidad, salud, amor y alegría.

Tomás Alfaro Drake

UN BUEN AÑO PARA UN CRISTIANO[1].

En estos últimos días del año que termina y en los comienzos del que empieza nos desearemos unos a otros que tengamos un buen año. Al portero, a la farmacéutica, a los vecinos..., les diremos ¡Feliz año nuevo! O algo semejante. Un número parecido de personas nos desearán a nosotros lo mismo, y les daremos las gracias.

Pero, ¿qué es lo que entienden muchas gentes por "un año bueno", "un año lleno de felicidad", etc.? Es, a no dudarlo, que no sufráis en este año ninguna enfermedad, ninguna pena, ninguna contrariedad, ninguna preocupación sino al contrario, que todo o sonría y os sea propicio, ganéis bastante dinero y que Hacienda no os reclame demasiado, que los salarios se vean incrementados y el precio de los artículos disminuya, que la radio os comunique cada mañana buenas noticias. En pocas palabras, que no experimentéis ningún contratiempo.

Es bueno desear estos bienes humanos para nosotros y para los demás, si no nos separan de nuestro fin último. El año nuevo nos traerá, en proporciones desconocidas, alegrías y contrariedades. Un año bueno, para un cristiano, es aquel en el que unas y otras nos han servido para amar un poco más Dios. Un año bueno para un cristiano no es aquel que viene cargado, en el supuesto de que fuera posible, de una felicidad natural al margen de Dios. Un año bueno es aquel en el que hemos servido mejor a Dios y a los demás, aunque en el plano humano haya sido un completo desastre. Puede ser, por ejemplo, un buen año aquel en el que apareció la grave enfermedad, tantos años latente y desconocida, si supimos santificarnos con ella y santificar a quienes estaban a nuestro alrededor.

Cualquier año puede ser "el mejor año" si aprovechamos las gracias que Dios nos tiene reservadas y que pueden convertir en bien la mayor de las desgracias. Para este año que comienza Dios nos ha preparado todas las ayudas que necesitamos para que sea "un buen año". No desperdiciemos ni un solo día. Y cuando llegue la caída, el error o el desánimo, recomenzar enseguida. En muchas ocasiones, a través del sacramento de la Penitencia.

¡Que tengamos todo "un buen año"! Que podamos presentarnos delante del Señor, una vez concluido, con las manos llenas de obras de trabajo ofrecidas a Dios, apostolado con nuestros amigos, incontables muestras de caridad con quienes nos rodean, muchos pequeños vencimientos, encuentros irrepetibles en la Comunión…

Hagamos el propósito de convertir las derrotas en victorias, acudiendo al Señor y recomenzando de nuevo. Pidamos a la Virgen la gracia de vivir este año que comienza luchando como si fuera el último que el Señor nos concede.
[1] Francisco Fernández Carvajal. HABLAR CON DIOS. Ediciones Palabra. Tomo I. Adviento – Navidad - Epifanía.

29 de diciembre de 2007

Hoy es mi santo: Santo Tomás Becket

Tomás Alfaro Drake

29-XII-2007

Me llamo Tomás y hoy es mi santo. Todo el mundo me felicita el día de santo Tomás de Aquino, que no es mi santo. Unos pocos el día de santo Tomás apóstol, que tampoco lo es, pero nadie, salvo los que saben expresamente la fecha de mi santo, me felicita hoy. La verdad es que llevo el nombre de santo Tomás Becket, por casualidad. Mi bisabuelo nació el 29 de Diciembre y por la costumbre típica de épocas pasadas, le pusieron el santo del día. Mi bisabuelo no tuvo más que hijas, por lo que el nombre pasó directamente a su nieto, mi padre, que también llevó ese nombre. Pero no se lo puso a su hijo mayor, mi hermano, porque nació justo después de la guerra y le puso Francisco por su suegro, mi abuelo materno, asesinado en ella. Mi madre me tuvo a los cuarenta y cinco años, sorprendentemente. Pero a mis padres les hizo mucha ilusión mi nacimiento y estuvieron a punto de ponerme Buenaventura. Al final, se decidieron por la tradición y fui, casi de milagro, el tercer Tomás Becket de la saga. Mi hijo mayor se llama Tomás y varios de mis sobrinos también. Pero nunca hasta hace años me ocupé de saber nada de mi santo, aparte de una película de hace bastantes años con ese nombre, Becket, en el que el papel de santo Tomás lo hacía Richard Burton con Peter O`Toole como rey Enrique II. La verdad es que no presté mucha atención a la película e ignoraba todo acerca de él.

Pero hace años leí una novela sobre Becket y me pareció un santo muy humano y heroico al mismo tiempo. No voy a extenderme mucho en su semblanza, pero ahí va.

Compañero de andanzas amatorias y venatorias de Enrique II, allá por mediados del siglo XII, llegó a ser, por enchufe, Canciller del Reino. Pero la verdad es que lo hizo bastante bien, porque se tomaba muy en serio lo que tenía que hacer, fuese por las causas que fuese. Había seguido, desde su primera juventud, estudios religiosos y se ordenó diácono sin mucho convencimiento. Pero en su trabajo, antes de ser canciller del Reino, como canónigo de la catedral de Canterbury, realizó con gran solvencia ciertas misiones para el arzobispo primado de Inglaterra, al que aprendió a respetar, lo mismo que a la Iglesia a la que éste representaba.

Tomás gustaba del lujo y de la pompa tal vez más de la cuenta. Enrique era, en cambio, hombre de gran austeridad, por lo que en bastantes ocasiones, embajadores y nobles que vivían lejos de la corte, tomaban a Tomás por el rey, lo que a éste le hacía gracia y a veces utilizaba para obtener información con el engaño.

Durante los siete años que fue Canciller, litigó siempre del lado del rey, contra otros reyes e incluso contra la diócesis de Canterbury, celosa de preservar la independencia de la Iglesia frente al poder real. Cuando el arzobispo murió, el rey, ansioso por terminar con el problema y someter totalmente la Iglesia a su poder, pensó que nombrar a su amigo Tomás como Arzobispo de Canterbury y Primado de la Iglesia de Inglaterra, sería una buena manera de lograrlo. Tomás intentó disuadir al rey, diciéndole que, caso de ser Arzobispo, desempeñaría su cargo cómo su conciencia le dictase. El rey se rió de sus escrúpulos y con el consentimiento servil del resto de los Obispos, hizo elegir a Tomás como Arzobispo de Canterbury. Justo el día antes fue ordenado sacerdote. Poco después, Enrique II se dio cuenta de su error. Tomás se transformó en un defensor ardiente de la independencia de la Iglesia, despertando la conciencia del adocenado clero inglés. Y no era sólo por un sentido de eficacia en el cargo. Era también porque en el disoluto Tomás estaba produciéndose un cambio interior. La semilla sembrada hacía años por su antiguo protector, el Arzobispo de Canterbury, empezó a dar fruto en lo más profundo de su alma. No así en su aspecto externo, pues Tomás siguió durante casi toda su vida gustando del lujo y del boato.

La tensión entre el rey y su antiguo amigo y Canciller fue creciendo, pues aquél no podía perdonar lo que consideraba una traición. Además, la jerarquía, el clero y el pueblo estaban recuperando un fuerte sentido de pertenencia a la Iglesia de Roma que el monarca consideraba que debilitaba a Inglaterra. Tras dos años como Primado de Inglaterra, Tomás fue condenado por traición y se le confiscaron todos sus bienes. Temió por su vida y huyó a Francia, dejando a toda la Iglesia de Inglaterra, a la que había enardecido en su unión con Roma y en la reivindicación de sus derechos canónicos, abandonada al capricho del rey. Seis años estuvo Tomás en Francia, la mayor parte en un convento benedictino, donde descubrió la virtud de la austeridad. Mientras, el rey campaba cada vez más por sus respetos, destituía y nombraba obispos a capricho, encarcelaba a los que no se doblegaban a su voluntad y secularizaba para su hacienda personal los bienes de conventos y abadías. En muchos casos, debido a su justo sistema de arrendamiento, estas propiedades de las abadías, suponían el único medio de subsistencia del pueblo, por lo que éste anhelaba su regreso.

Algunos obispos que intentaban resistirse consideraban a Tomás un cobarde y un traidor por haberles dejado en esa situación tras haberles inflamado el ánimo. Pero la mayoría se doblegó ante el poder real, sacando tajada de ello. Ante tal situación, Tomás, decidió volver a Inglaterra a hacerse cargo de nuevo de su sede, única para la que el rey no se había atrevido a nombrar un Arzobispo a su capricho. Tomás sabía, al volver a Inglaterra que, si Dios no lo remediaba, el enfrentamiento con Enrique acabaría con su muerte. Aún así, volvió. Desembarcó en Sándwich el 1º de Diciembre de 1170. Tuvo un multitudinario recibimiento popular y una amenazadora recepción oficial.

Efectivamente, el enfrentamiento fue de una gran virulencia desde el primer día de su vuelta, pero Tomás mantuvo el tipo frente al rey y destituyó a todos y cada uno de los obispos nombrados por Enrique. La tarde del día de Navidad del año 1170, el rey, exasperado por la continua resistencia de Tomás y en uno de los ataques de ira que con frecuencia le acometían en esas situaciones gritó ante sus caballeros:

"Ahí tenéis a un hombre que no comía caliente hasta que llegó a mi corte sin un céntimo. Hice de él un personaje importante. Me ha traicionado a mí y a los míos y no encuentro a quien vengue mi honor ultrajado".

Algunos nobles deciden cumplir los deseos del rey y se confabulan para matarle. El 29 de Diciembre, cuatro caballeros se presentan ante el capítulo de la catedral de Canterbury y dicen al Arzobispo que, por orden del rey, abandone inmediatamente Inglaterra. Tomás les contesta:

Ya basta; yo he puesto mi esperanza en el Rey del cielo que padeció en la cruz por los suyos. Jamás volverá a interponerse el mar entre mi Iglesia y yo. No trato de huir, y el que me quiera encontrar me encontrará aquí.

A la hora de vísperas, Tomás va a la catedral a rezarlas. Allí le esperan los cuatro caballeros, armados y con las espadas desenvainadas. Todos, menos dos o tres testigos huyen. Uno de los caballeros grita:

- ¿Dónde está Tomás Becket, traidor a su rey y al reino?

- Aquí estoy
–contesta Tomás con voz firme– no soy traidor a mi rey sino sacerdote. ¿Qué queréis de mí? Estoy dispuesto a sufrir por Aquél que me redimió con su sangre. No huiré ante la amenaza de vuestras espadas ni tampoco sacrificaré la justicia.

- ¡Perdonad a los que habéis excomulgado y reponedlos en sus funciones!
–le responde el caballero.

- No se han arrepentido, no los absolveré.

- Entonces, ¡váis a morir!

- Estoy dispuesto a morir por mi Señor. Que mi sangre salve la libertad de la Iglesia y la paz. Pero, en nombre de Dios, ¡no toquéis a los míos, clérigos o laicos! Dejadlos ir.

Los caballeros se lanzan sobre el y le asestan numerosos espadazos, Uno de ellos le abre completamente el cráneo y sus sesos se desparraman por el enlosado. Los caballeros escapan. Sólo un canónigo está al lado de Tomás recibiendo su último suspiro.

Casi desde el mismo momento de su muerte, miles de personas empezaron a peregrinar al lugar de su muerte en la catedral de Canterbury.

En 1172, el rey, puesto en interdicto personal por el Papa, aseguró que no había sido su propósito que esos nobles mataran al Arzobispo, organizó una ceremonia de juramento de la inocencia de su intención y de petición de perdón y cedió públicamente en todos los contenciosos que mantenía con la Iglesia de Inglaterra. El 21 de Febrero del año 1173 –menos de tres años después de su muerte–, el Papa Alejandro III canonizaba a Tomás Becket como mártir.

Pero la historia tiene un epílogo que se remonta al año 1538, casi cuatrocientos años más tarde. Cuando Enrique VIII consuma la ruptura de la Iglesia de Inglaterra con Roma, manda exhumar los restos de santo Tomás Becket, los hace quemar y reducir a polvo, los mezcla con pólvora y los dispara en una salva de cañón.

Este es el santo cuyo nombre llevo por casualidad. Pero “la palabra casualidad es una blasfemia; nada bajo el sol sucede por casualidad”. No sé por qué habrá ocurrido esta “casualidad”, pero me siento orgulloso de llevar este nombre.

27 de diciembre de 2007

¿Cómo pudo aparecer la vida? I

Tomás Alfaro Drake

Este artículo es el 9º de una serie editada en este blog. Los siete anteriores son, por orden de aparición: "Dios y la ciencia", "La creación", "¿Qué hay fuera del universo?", "Un universo de diseño", "Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?", "Un vano intento de encadenar a Dios", "Y Dios descansó un poco, antes del 7º día" y "De soles y supernovas".

Antes de preguntarnos cómo pudo aparecer la vida, debemos plantearnos qué es eso de vida. La respuesta daría para muchas páginas. Aún a riesgo de ser simplista diría que vida es todo lo que tiene dos propiedades. Es capaz de administrar mediante reacciones metabólicas la energía que utiliza y es capaz de autoreplicarse. Los científicos se han preguntado cómo la química pudo dar lugar a la vida. Pero las respuestas que se dan no son científicas, ya que no se puede realizar un experimento que, a partir de condiciones naturales, produzca vida. Sin embargo, han desarrollado dos teorías contrapuestas que intentaré explicar en sendos artículos. Lo curioso es que los defensores de cada una de las teorías tachan de absolutamente “imposible” a la contraria.

La primera arranca de un experimento llevado a cabo en 1952 por Stanley Miller, un estudiante de doctorado de la universidad de Chicago. Miller puso dentro de una burbuja de vidrio los gases que se supone que, tal vez, podrían formar la atmósfera de la Tierra de hace 4500 millones de años. Metano, amoníaco, agua, nitrógeno, etc. Lo calentó y simuló con descargas eléctricas las supuestas tormentas de la Tierra recién nacida. El resultado fue una especie de pasta parduzca que, analizada, resultó contener ciertos aminoácidos. Los aminoácidos son los eslabones con que están hechas las cadenas de las proteínas que, a su vez, son los ladrillos de las células. Pero los 20 aminoácidos que forman todas las proteínas existentes tienen entre 3 y 6 átomos de carbono, mientras que en el experimento de Miller y en los miles que se han hecho desde entonces, nunca ha aparecido un solo aminoácido con más de 2 ó 3 átomos de carbono y, desde luego, jamás se ha formado una cadena de aminoácidos que pueda parecer, ni de lejos, una proteína. Es decir, los eslabones son demasiado pequeños y nunca se han visto engarzados en ningún experimento. Los otros ladrillos de la vida son los nucleótidos, de los que están hechas las moléculas de ADN y ARN que forman el código genético. Ningún experimento realizado ha dado nunca ningún tipo de nucleótido.

Pero el ansia de algunos científicos de “demostrar” que la vida apareció espontáneamente les llevó a lanzar las campanas al vuelo. La vida es un fenómeno fácil de generar espontáneamente –decían. Y, poco a poco, esta afirmación, sin ninguna base científica, fue convirtiéndose en dogma de fe. Sólo tenían que formarse aminoácidos un poco más complejos, algún nucleótido, engarzarse y, con un poco de suerte, entre unos y otros harían una molécula de ARN autoreplicable. ¡Eureka! ¡Funciona! Acababa de nacer la teoría del “ARN primigenio” que, sin lugar a dudas –aseguraban–, era la forma en la que había aparecido espontáneamente la vida sobre la Tierra. Una feliz combinación del azar. “Se puede considerar un mundo de ARN, donde hay moléculas de ARN que catalizan la síntesis de sí mismas. Por tanto, la primera etapa de la evolución se desarrolla mediante moléculas de ARN”. Así se expresaba Walter Gilbert, Premio Nobel, en un artículo aparecido en Nature en 1986. Pero otro premio Nobel, Christian Duve, rechazó esta teoría por estar basada en probabilidades tan inconmensurablemente pequeñas que sólo pueden considerarse fenómenos que se alejan del ámbito de la investigación científica. Se puede argüir que entre los 200.000 millones de estrellas que hay en cada una de las 100.000 millones de galaxias que pueblan el universo, no es raro que se den estas casualidades. Pero la verdad es que la probabilidad de que el mundo de ARN aparezca y, además, funcione, es enormemente más baja que la inmensa cantidad de estrellas. Pero sobre todo, no es científicamente aceptable transformar una hipótesis semejante en una teoría seria. Occam, usando su tijera, diría que es muchísimo más razonable postular un Diseñador para que eso ocurra.

24 de diciembre de 2007

Es Navidad

"Millones de años después de la creación, cuando la tierra era materia incandescente rotando
[sobre su eje;
millones de años después de brotar la vida sobre la faz de la tierra;
miles y miles de años después de que aparecieran los primeros humanos, capaces de recibir el
[Espíritu de Dios;
mil ochocientos cincuenta años después de que Abraham, obediente a la llamada de Dios,
[partiera de su patria sin saber a dónde iba;
mil doscientos años después de que Moisés condujera por el desierto hacia la tierra prometida
[al pueblo hebreo, esclavo en Egipto;
unos mil años después de que David fuera ungido rey de Israel por el profeta Samuel;
unos quinientos años después de que los judíos, cautivos en Babilonia, retornasen a la patria
[por el decreto de Ciro, rey de los persas;
en la ciento noventa y cuatro olimpiada de los griegos;
el año setecientos cincuenta de la fundación de Roma;
el año cuarenta y dos del reinado del emperador Octavio César Augusto, estando el universo
[en paz,
en Belén de Judá, nació de la Virgen María, Jesús, el Cristo. [1]

**********
Hoy, unos dos mil años después de este acontecimiento esperado por el cosmos, anunciado por los profetas, anhelado por la humanidad, aún sin saberlo, nosotros queremos que nuestro pequeño corazón se abra para acoger al Dios hecho hombre, al Principio y Fin de todas las cosas, al Rey de reyes.
Que María nos conceda que lo inmenso quepa en lo ínfimo, lo excelso en lo miserable, la fuerza en la debilidad, el Bien en el pecado, la Luz en las tinieblas, el fuego en la tibieza, el Amor en la indiferencia.
¡Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! ¡Buena voluntad a los hombres de mala voluntad! ¡Gloria a Dios en las Alturas! ¡Bendito y bienvenido sea el Altísimo convertido en Cercanísimo!
Amén, amén.
[1] Martirologio cristiano.

23 de diciembre de 2007

Jean Paul Sartre y la Navidad

Tomás Alfaro Drake

Por sorprendente que parezca, una de las obras más espirituales que se hayan escrito nunca sobre la Navidad la escribió Jean Paul Sartre ¿Qué pudo mover al padre del existencialismo ateo, a un hombre que creía que “el hombre es una pasión inútil” o que “el infierno son los otros” a escribir semejante maravilla? Nadie lo puede saber, pero los hechos pueden arrojar un poco de luz.

1940. Francia capitula ante Alemania. Los oficiales del ejercito francés son recluidos en campos de prisioneros de guerra en Alemania. Sartre, movilizado como oficial, va a uno de esos campos en Tréveris. Allí un sacerdote, también prisionero, le pide que le de clases sobre la filosofía de Heidegger. De estas clases nace una buena amistad. Sartre se entera de que varios sacerdotes están pensando, de cara a la Navidad, hacer un coro que cante unos villancicos para celebrar el nacimiento del Salvador. Una de las obras que quieren cantar es el coro de los peregrinos de Tannhäuser. Sartre les propone que por qué no representan un auto de Navidad y cantan los villancicos dentro de la obra. La idea es acogida con entusiasmo y el propio Sartre se compromete a escribir la que será su primera obra de teatro. El resultado es “Barioná”. La obra parece escrita por un hombre tocado por el dedo de Dios. Se representa en el campo el día de Navidad de 1940 con Sartre en el papel del Rey Baltasar que representa la esperanza. Todo esto se sabe con certeza porque hay un libro escrito sobre el tema por el sacerdote al que Sartre daba clases.

Cuando Sartre sale del campo, reniega de la obra. No autoriza su publicación hasta 1962, cuando permite que se haga una pequeña edición de 500 ejemplares en la que exige que aparezca una nota para que nadie crea que él pudo tener algún coqueteo con el cristianismo al escribirla. Dice así:

“Si he tomado el tema de la mitología del cristianismo, eso no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pueda hacer realidad, la noche de Navidad, la unión más amplia posible entre los cristianos y los no creyentes”.

Creo que es lícito dudar de la espontaneidad de esta frase escrita veinte años después que la obra y cuando ya Sartre se había consagrado como filósofo existencialista.

Los 500 ejemplares de Barioná se los traga la tierra y sólo se encuentran referencias, comentarios, notas, pero no el texto. Sin embargo, José Ángel Agejas, un profesor de la Universidad Francisco de Vitoria, encontró hace unos años en Internet un texto maravilloso sobre la Virgen, el niño y san José que inserto a continuación:

“La Virgen está pálida y mira al niño. Su cara expresa una reverencia y asombro que no han aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo: carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno. Le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “mi niño”.

Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenazan temores ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado de forma tan cruel y directa de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.

Aunque... yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que ella se da cuenta de que Cristo, su hijo, es su niño y es Dios. Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.

Ninguna mujer jamás ha tenido a Dios para ella sola, un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que ríe. En uno de esos momentos pintaría yo a María si fuera pintor.
Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María.
¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”
.

El texto, teología y poesía unidas, apareció en Internet como atribuido a Sartre. Su extrañeza le hizo empezar a tirar del hilo del que saldría el ovillo. Se inició entonces en la Universidad Francisco de Vitoria un proceso de investigación policial-arqueológico-editorial para encontrar el libro, que parecía abocado al fracaso. A punto de tirar la toalla, el hermano de un documentalista de la Universidad que estaba haciendo el doctorado en la Universidad de Indiana, encontró por casualidad –¿existe la casualidad?–, en la biblioteca de esa Universidad un ejemplar de Barioná. Lo tradujimos al español, lo publicamos y, en la Navidad del 2004 lo representamos, posiblemente por primera vez después de la “première” en el campo de prisioneros nazi en la Navidad de 1940. La obra se pudo representar gracias a que el director del campo de oficiales franceses prisioneros era un oficial de la Wermach bábaro y católico. De hecho, el único papel femenino de la obra lo representó la mujer del oficial alemán. Quizá lo más sorprendente es que en el reparto, Sartre tomase el papel de Baltasar que representa la esperanzan frente a Barioná, jefe de un pueblo judío, que representa el existencialismo sartriano.

No puedo dejar de entresacar algunos de los textos del diálogo entre la religión de la nada del Barioná existencialista y la religión de la esperanza de Baltasar encarnado por el propio Sartre en la obra.

Barioná
¿Os lamentáis? ¿Osaríais, entonces, crear vidas jóvenes con vuestra sangre podrida? ¿Queréis refrescar con hombres nuevos la interminable agonía del mundo? ¿Qué destino deseáis para vuestros futuros hijos? ¿Qué se queden aquí, como buitres en una jaula, solitarios y desplumados? ¿O bien que bajen allí, a las ciudades, para convertirse en esclavos de los romanos, trabajar por salarios de hambre para acabar por morir en la cruz? Obedeceréis. Y deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y que sea el origen de una nueva religión, la religión de la nada, y que los romanos sean los dueños de nuestras ciudades desiertas y que nuestra sangre caiga sobre sus cabezas. Repetid conmigo el juramento que voy a hacer: Ante el Dios de la Venganza y de la Cólera, delante de Jehová, juro no engendrar nunca más. Y si falto a mi juramento, que mi hijo nazca ciego, que sufra la lepra, que sea un objeto de desprecio para los demás y de vergüenza y dolor para mí. Repetid, judíos, repetid:

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Barioná:
El Mesías no ha venido y, que queréis que os diga, no vendrá nunca. Este mundo es una caída interminable, lo sabéis bien. El Mesías sería alguien que parase esta caída, alguien que invirtiera de repente el curso de las cosas e hiciera rebotar el mundo en el aire como una pelota. Entonces veríamos los ríos subir desde el mar hasta sus fuentes, las flores crecerían sobre las rocas y los hombres tendrían alas y naceríamos viejos para empezar a rejuvenecer hasta nuestra más tierna infancia. Es el universo de un loco el que os imagináis. Sólo tengo una certidumbre, y es que todo seguirá cayendo siempre; los ríos hacia el mar, los pueblos viejos bajo la dominación de los jóvenes, las empresas humanas en la decrepitud y nosotros en la infame vejez.

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Baltasar
¿Qué? ¿Vas a impedir a tus hombres ir a adorar al Mesías?

Barioná
No creo más en el Mesías que en todas vuestras fábulas. Veo claro el juego de los ricos y los reyes como vosotros. Tomáis el pelo a los pobres con engaños para que estén tranquilos. Pero os digo que a mí no me tomaréis el pelo. Habitantes de Bethaur, ya no quiero ser vuestro jefe, porque habéis dudado de mí. Pero os lo repito una última vez: mirad vuestra desesperanza cara a cara, porque la dignidad del hombre está en su desesperanza.

Baltasar
¿Estás seguro de que no está más bien en su esperanza? No te conozco de nada, pero veo en tu cara que has sufrido y veo también que te has complacido en tu dolor. Tus rasgos son nobles, pero tus ojos están medio cerrados y tus oídos parecen taponados. Veo en tu rostro la gravidez que se percibe en los ciegos y los sordos; te pareces a uno de esos ídolos trágicos y sanguinarios que adoran los pueblos paganos. Un ídolo iracundo, con el ceño fruncido, ciego y sordo a las palabras de los hombres y que no oye sino los consejos de su orgullo. Sin embargo, míranos: nosotros hemos sufrido también y somos sabios entre los hombres. Pero cuando esta estrella nueva se ha elevado, hemos dejado nuestros reinos sin dudarlo, la hemos seguido y vamos a adorar a nuestro Mesías.

Barioná
Bien: id a adorarle. ¿Quién os lo impide y qué hay entre vosotros y yo?

Baltasar
¿Cuál es tu nombre?

Barioná
Barioná. ¿Y?

Baltasar
Tú sufres Barioná.

(Barioná se encoge de hombros)

Sufres y, sin embargo, tu deber es esperar. Tu deber de hombre. Es para eso para lo que el Cristo ha bajado a la tierra. Para ti más que para cualquier otro, porque tú sufres más que cualquier otro. El Ángel no espera nada, porque goza de su alegría y Dios le ha dado todo por adelantado y la piedra tampoco espera, porque vive estúpidamente en un presente perpetuo. Pero cuando Dios dio forma a la naturaleza del hombre, fundió juntas la esperanza y la preocupación. Porque el hombre, ¿sabes? es siempre mucho más de lo que es. Ves a este hombre, apesadumbrado por su carne, enraizado en su sitio por sus dos grandes pies y dices, extendiendo la mano para tocarle: Está aquí. Y no es verdad: esté donde esté un hombre, Barioná, está siempre en otra parte. En otra parte, más allá de las cimas violetas que ves desde aquí, en Jerusalén; en Roma, más allá de este día helado, mañana. Y todos estos que te rodean, hace tiempo que no están aquí: están en Belén, en un establo, alrededor del pequeño cuerpo caliente de un niño. Y todo este porvenir en el que el hombre está imbricado, todas las cimas, todos los horizontes violetas, todas las ciudades maravillosas que le deslumbran sin haber puesto nunca en ellas sus pies, todo eso, es la Esperanza. La Esperanza. (Señalando a los prisioneros del público). Mira a los prisioneros que están delante de ti, que viven en el barro y el frío. ¿Sabes lo que verías si pudieses seguir su alma? Las colinas y los dulces meandros de un río. Y viñas, y el sol del sur. Sus viñas y su sol. Es allí donde están. Y las viñas doradas de septiembre, para un prisionero aterido de frío y cubierto de piojos, son la Esperanza. La Esperanza es lo mejor de ellos mismos. Y tú quieres privarles de sus viñas y de sus campos y del brillo de las colinas lejanas, tú no quieres dejarles más que el barro y las pulgas y las chinches, tú quieres darles el presente desorientado de los animales. Porque esa es tu desesperanza: rumiar el instante fugaz, mirarte el ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo el futuro y encerrarlo en un círculo alrededor del presente. Entonces ya no serás un hombre, Barioná, no serás más que una piedra dura y negra en el camino. Las caravanas pasan por ese camino, pero la piedra permanece sola y rígida como un mojón en su resentimiento.

Barioná
No haces más que chochear, viejo.

Baltasar
Barioná, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo el mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estrella en el cielo nuestros corazones han palpitado con una alegría como la de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. El que pierda la esperanza, Barioná, ese, será expulsado de su pueblo, será maldito y las piedras del camino serán más duras para él y los espinos más hirientes. La carga que lleve le resultará más pesada y todas los infortunios se abatirán sobre él como abejas irritadas y cada persona se burlará de él gritándole. Pero, para aquél que espera, todo serán sonrisas y el mundo le será dado como un regalo. Vosotros, los demás, ved si debéis quedaros aquí o decidiros a seguirnos.

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Barioná
Adiós. (Un silencio). Se han ido. Estamos solos, Señor, tú y yo. He conocido muchas penas, pero ha hecho falta que viviese hasta este día para sentir el amargo sabor del abandono. ¡Ay, qué solo estoy! Pero no oirás, Dios de los judíos, una sola queja de mi boca. Quiero vivir mucho tiempo, abandonado sobre esta roca estéril. Yo que nunca pedí nacer, yo, voy a ser tu remordimiento.

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Barioná (Solo)
¡Un Dios transformarse en hombre! ¡Que idiotez! No veo qué podría tentarle en nuestra condición humana. Los Dioses viven en el cielo, ocupados en gozar de ellos mismos. Y si decidiesen descender entre nosotros, lo harían bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un relámpago. ¿Se cambiaría un Dios en hombre? El todopoderoso, en el seno de su gloria, ¿contemplaría a estas pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que se revuelcan en sus excrementos y diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios rebajarse a nacer, a vivir nueve meses como una fresa de sangre?

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Barioná
Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría con exclusión de todos los demás, habría como un lazo de sangre entre él y yo y no tendría suficiente vida para demostrarle mi agradecimiento: Barioná no es un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería lo suficientemente loco para eso? No el nuestro, desde luego. Siempre se ha mostrado más bien distante.
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Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que aceptase conocer este sabor amargo que hay en el fondo de nuestra boca cuando todos nos abandonan, un Dios que aceptase por adelantado sufrir lo que yo sufro ahora... Venga, es una locura.

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Barioná
¡No queréis comprender! Esperábamos un soldado y se nos envía un cordero místico que nos predica la resignación y nos dice: “Haced como yo, morid en vuestra cruz, sin quejaros, con dulzura, para evitar escandalizar a vuestros vecinos. Sed dulces. Dulces como niños, Lamed vuestro sufrimiento despacio, como un perro pegado lame a su amo para hacerse perdonar. Sed humildes. Pensad que habéis merecido vuestros dolores, y si son demasiado fuertes, soñad que son pruebas y que os purifican. Y si sentís crecer en vosotros una cólera de hombre, asfixiadla bien. Decid gracias, siempre gracias. Gracias cuando os abofeteen. Gracias cuando os den de patadas. Haced niños para preparar nuevos culos para las patadas del porvenir. Hijos de viejos que nacerán resignados y rumiarán sus antiguos pequeños dolores marchitos con la humildad que conviene. Niños que nacerán expresamente para sufrir como yo: nacidos para la cruz. Y si sois suficientemente humildes, si habéis hecho resonar vuestro esternón como una piel de asno, golpeando vuestra culpa con aplicación, entonces, tal vez, tendréis una plaza en el reino de los humildes, que esta en los Cielos”... ¿Mi pueblo llegar a ser eso? ¿Una nación de crucificados consentidores? Pero, ¿qué has llegado a ser, Jehová, Dios de la venganza? ¡Ah! Romanos, si eso es verdad no nos habréis hecho ni la cuarta parte del daño que nosotros mismos nos vamos a hacer. Vamos a secar las fuentes de agua viva de nuestra energía, vamos a firmar nuestra sentencia de muerte. La Resignación nos matará y yo la odio, Romano, más aún de lo que os odio a vosotros.

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Sólo conozco una crucificada, y es Sión, Sión, a la que los vuestros, los romanos de cascos de cobre han clavado con sus manos en la cruz. Y nosotros, nosotros habíamos siempre creído que llegaría el día en que ella misma arrancaría del leño sus pies y sus manos torturadas y que marcharía contra sus enemigos ensangrentada y soberbia. Esta era nuestra fe en el Mesías. ¡Ah! Si hubiese venido ese hombre de mirada irresistible, cubierto de fulgurante hierro, si hubiese puesto una espada en mi mano derecha y me hubiese dicho: “¡Ciñe tu cintura y sígueme!” ¡Cómo le hubiera seguido al estrépito de las batallas, haciendo saltar las cabezas romanas, como se decapita en el campo a las amapolas. Hemos crecido con esta esperanza y si, por ventura, un romano pasaba por nuestro pueblo, le seguíamos con la mirada y murmurábamos a sus espaladas porque su vista alimentaba el odio en nuestros corazones. Estoy orgulloso de no haber aceptado la esclavitud y de no haber cesado jamás de atizar en mí el fuego tórrido del odio. Y estos últimos días, viendo que nuestro pueblo exangüe no tenía ya fuerzas para la rebelión, ¡he preferido que se aniquilase para no verle plegarse bajo el yugo de los romanos!

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Barioná (Sólo escuchando en el umbral de la cueva de Belén, en la que han entrado sus hombres)

¿Qué hacen? No se oye ni un ruido, pero este silencio no es como el de las montañas, como el silencio helado y vacío que reina entre las moles de granito. Es un silencio más rotundo que el de un bosque. Un silencio que se eleva hacia el cielo y que acaricia las estrellas como un inmenso árbol con la copa mecida por el viento. ¿Estarán arrodillados? ¡Ah, si pudiera estar entre ellos sin que me vieran! Porque, verdaderamente, el espectáculo no debe ser nada corriente; todos esos hombres, duros y austeros, resistentes al dolor y a la ambición, arrodillados delante de un niño que gime. El hijo de Shalam, que le dejó a los quince años por haber recibido demasiados mamporros, se hartaría de reír al ver a su padre adorar a un niño de teta. ¿Será esto el reino de los hijos sobre los padres? (Un silencio) Ahí están, ingenuos y felices, en el establo tibio después de su gran caminata en el frío. Han juntado sus manos y piensan: Algo acaba de comenzar. Y se equivocan, por supuesto. Han caído en una trampa y lo pagarán caro más tarde; pero, incluso así, siempre tendrán este minuto; tienen suerte de poder creer en un nuevo comienzo. ¿Que hay más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo y la ambigua juventud y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol, antes del amanecer, flota en el aire y en las caras como un fino polvo y cuando se presienten en la frescura agria de la mañana las grandes promesas de un nuevo día?

En este establo empieza una nueva mañana... En este establo habita la mañana. Y aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin estrellas, profunda y tumultuosa como el alta mar. ¡Ay!, la noche me zarandea con sus olas como a un tonel y el establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como el Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana del mundo. Su primera mañana. Porque el mundo nunca había tenido una mañana. Había huido de las manos de su indignado creador y caía en un horno ardiente, en la oscuridad. Y las inmensas lenguas ardientes de esa noche sin esperanza pasaban sobre él, cubriéndole de ampollas y regalándole escorpiones y tarántulas. Y yo, yo, habito en la inmensa noche terrestre, en la noche tropical del odio y la desgracia. Pero –¡oh poder engañoso de la fe!- para mis hombres, millones de años después de la creación, se levanta, en este establo, a la tenue claridad de un pábilo, la primera mañana del mundo.

(La muchedumbre canta un villancicoEstos son los villancicos por los que empezó toda la historia de Barioná)

Cantan como peregrinos que se han puesto en camino en la fresca noche con la calabaza, las sandalias, el bordón y ven aparecer a lo lejos la primera palidez grisácea del día. Cantan, y ese niño está ahí, entre ellos, como el pálido sol del Oriente; el sol de la primera hora, al que todavía se puede mirar de frente. Un niño desnudo del color del sol naciente. ¡Ah, qué bella mentira! Daría mi mano derecha por poder creer en ella, aunque sólo fuese un instante. ¿Es acaso mi culpa, Señor, si me habéis creado como una bestia nocturna y si habéis grabado en mi piel este terrible secreto?: Jamás habrá una mañana. ¿Es acaso mi culpa si sé, yo, que vuestro Mesías no es sino un pobre paria que reventará en la cruz, si sé que Jerusalén será siempre esclava?

(Segundo villancico)

¡Ay!, ellos cantan y yo me encuentro solo en el umbral de su alegría, como un búho que hace guiños deslumbrado por la luz. Me han abandonado y mi mujer está entre los que se regocijan. Han olvidado hasta mi existencia. Estoy en el extremo del camino de un mundo que termina y ellos están en el extremo en que comienza. Me siento más solo al borde de su alegría y de su oración que en mi pueblo desierto. Y lamento haber bajado en medio de los hombres, porque ya no encuentro en mí suficiente odio. ¡Ay!, ¿por qué el orgullo del hombre es como la cera, y bastan los primeros rayos de la aurora para reblandecerlo? Querría decirles: camináis hacia la infame Resignación, hacia la muerte de vuestro valor, seréis parecidos a las mujeres y a los esclavos, y cuando os abofeteen en una mejilla, pondréis la otra. Pero me cayo y me quedo quieto. No tengo tripas para quitarles esa confianza bendita en la virtud de la mañana.

(Tercer villancico)

Baltasar (Entrando en escena y encontrando a Barioná)
¿Estás aquí, Barioná? Sabía que te encontraría.

Barioná
No he venido para adorar al Cristo.

Baltasar
No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de nuestra feliz multitud. Lo mismo harán un día todos los que esta noche han acudido a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le cubren con sus regalos y su ternura, pero no hay ni uno solo entre ellos, ni uno, me oyes, que no le abandonase si conociese el porvenir. Porque les decepcionará a todos, Barioná, les decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la humanidad sufrirá como lo hace ahora.

Barioná
Eso es lo que les he dicho.

Baltasar
Lo sé. Y por eso te hablo a ti ahora, porque tú estás más cerca del Cristo que todos ellos y tus oídos pueden abrirse para recibir la verdadera buena noticia.

Barioná
¿Y cuál es esa buena noticia?

Baltasar
Escucha: El Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a la imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en que nos parecemos a Él. Pero tú, Barioná, tú eres el hombre de la antigua ley. Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir el resto de tu vida en la meditación de la injusticia que se te había hecho. Pero el Cristo ha nacido hoy para redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos como debemos tratar al sufrimiento. Porque no hay que rumiarlo, ni poner el honor en sufrir más que los demás, ni tampoco resignarse a él. El sufrimiento es una cosa completamente natural y corriente y nos conviene aceptarlo como algo que nos fuese debido. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno mismo. Ponte en regla con él lo antes posible; instálalo cálidamente en el hueco de tu corazón, como un perro tumbado junto al hogar. No pienses nada sobre él, sino que está ahí, como esta piedra está en el camino, como la noche está ahí, alrededor de nosotros. Entonces descubrirás esta verdad que el Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya sabías: tú no eres tu sufrimiento. Hagas lo que hagas y lo afrontes como lo afrontes, lo sobrepasas infinitamente, porque no es, no puede ser, más que lo que tú quieras que sea. Y el Cristo ha venido a enseñarte que eres responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. Si aceptases tu ración de sufrimiento como el pan de cada día, entonces estarías más allá de él. Sufres, y no tengo ninguna compasión de tu sufrimiento: ¿por qué deberías no sufrir? Pero tienes alrededor tuyo esta bella noche de tinta y tienes esos cantos que vienen del establo y tienes este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece. Esta bella noche henchida de tinieblas, de misterio y de fuegos que la atraviesan como los peces hienden el mar, te está esperando. Te espera, tímida y tiernamente, temblorosa al borde del camino porque el Cristo ha venido para regalártela. Lánzate hacia el cielo y serás libre —¡oh! criatura superflua entre todas las criaturas superfluas— libre y palpitante, asombrada de existir en pleno corazón de Dios, en el reino de Dios, que está en el Cielo y ahora también en la tierra.

Barioná
¿Es eso lo que el Cristo ha venido a enseñarnos?

Baltasar
Tengo también un mensaje para ti.

Barioná
¿Para mí?

Baltasar
Para ti. Ha venido a decirte: deja nacer a tu hijo. Sufrirá, es verdad. Pero eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él tendrá que tratar con ellos y hará de ellos exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo mismo si es cojo, o si tiene que ir a la guerra y pierde en ella sus piernas o sus brazos, incluso si la mujer que ama le traiciona siete veces, es libre, libre de regocijarse eternamente de su existencia. Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad del hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una nueva libertad va a lanzarse hacia el Cielo como un pilar etéreo ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo, Barioná, y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para que escape en él y por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los mutilados, a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de engendrar niños. Porque incluso para los ciegos, para los parados, para los prisioneros de guerra y para los mutilados, incluso para ellos, existe la alegría.

Barioná
¿Es todo lo que tenías que decirme?

Baltasar
Sí.

Barioná.
Entonces, está bien. Entra en ese establo y déjame solo, porque quiero meditar y hablar conmigo mismo.

Tras más de sesenta años de injusto silencio la obra fue salvada, muy probablemente, del olvido total. Pero el agujero negro del olvido selectivo, del silencio de todo lo que huela a trascendencia. La obra, sin embargo es, desde el punto de vista dramático, magnífica. Tiene intriga, el suspense se mantiene en suspense hasta la última escena que nos depara una sorpresa inesperada. El que quiera conocer su trama y saber cómo acaba puede encontrarla publicada por la editorial Libros Libres en su colección Voz de Papel. Contribuirá así a que el silencio atronador que quiere silenciar a la trascendencia vuelva a triunfar. Además, es un buen regalo de Navidad.

Feliz Navidad y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

16 de diciembre de 2007

Diálogo entre ciancia y teología

El cosmólogo Gerhard Börner y el teólogo Hans Küng[1] dialogan con Reinhard Breuer y Götz Hoeppe, director y redactor, respectivamente, de Spektrum der Wissenschaft, la edición alemana de Scientific American[2], sobre las relaciones entre ciencia y teología.

Spektrum: Profesor Küng, ¿cómo se encuentra hoy la relación de la teología con las ciencias naturales?

Küng: Vista en conjunto, la relación de la Iglesia con la física es hasta cierto punto distendida. Es más delicada con la biología, y aún más difícil en ciertas cuestiones de psicología a e investigación del cerebro.

Spektrum: Profesor Börner, ¿son ciencia y teología niveles totalmente diferenciados, para los cuales lo el mejor es mantenerlos alejados entre sí?

Börner: Preferiría decir que ciencia y teología abordan esferas distintas de la realidad. Hay una esfera donde la ciencia es competente. Está restringida a la objetivación. Acepto que hay un mundo real, que está frente a mí. Se prescinde del sujeto, del que se ocupa la religión; en la física no figura. Sobre si aparece en alguna otra parte, la física tampoco tiene lada que decir.

Spektrum: ¿Es nítida o imprecisa esta separación?

Küng: En cualquier caso se ha de considerar como una cuestión de principio. Hay temas en los que la religión sencillamente no es competente, así la manera en que se constituyó el cosmos. Pero lo mismo vale a la inversa, en lo que toca al origen mismo, el sentido originario de todo, las normas éticas, nuestra patria espiritual. Este es sólo un aspecto. En ambos lados hay innumerables cuestiones que obligan a cada disciplina a ponerse al día con la otra.

Spektrum: ¿Es uno de estos temas la creación, que usted trata con detalle en su libro “Der Anfang aller Dinge” (“El principio de todas las cosas”)? ¿Aborda mejor la religión esta cuestión, donde la física topa con sus límites?

Küng: Admiro lo mucho que se ha profundizado en cosmología desde Copérnico y Galileo. Tengo curiosidad y quisiera saber cómo se desarrolla. Es independiente de mi fe, que se remonta a otra fuente. Pero me pregunto también cómo se relacionan los sucesos de los “tres primeros minutos” con el relato bíblico de la creación en los primeros siete días.

Spektrum: ¿No se trataría de una teoría para tapar los agujeros, la búsqueda de un Dios en los resquicios que la ciencia no pueda llenar?

Küng: La teología ilustrada ha aprendido, a buen seguro, de los muchos errores de los teólogos y de la Iglesia en el pasado. Una batalla tras otra en retirada. Siempre existe el riesgo de que se tapen esos agujeros y haya que seguir retrocediendo a zonas cada vez más reducidas. De ahí las connotaciones negativas de un Dios que tapa los agujeros.

Börner: Yo también tengo la impresión de que la mayoría de los teólogos considera mala teología colocar a Dios en las lagunas de las ciencias de la naturaleza. De ahí que me parezca tan interesante el origen del cosmos y el relato de la creación: es un punto de encuentro de ambas disciplinas.

Spektrum: ¿Cómo?

Börner: Dicho de la manera más llana: la religión habla de la visión del mundo, de la humanidad y del lugar del ser humano en el mundo. La visión científica del mundo ha de tener todo esto en cuenta.

Küng: Estos contactos se dan. Pero proyectos como la búsqueda, quizá vana, de la fórmula del mundo son propiamente cuestiones de la arquitectura intramundana; otras son las que a la religión le interesan. En el origen primerísimo del espacio y el tiempo la física ya no es competente.

Spektrum: Doctor Börner, ¿es así?

Börner: Los modelos del cosmos son sumamente sencillos. El modelo de la gran explosión explica con precisa exactitud las observaciones astronómicas. Pero con una extraña característica: una singularidad en el pasado, el comienzo del tiempo. Establece ahí los límites de su propia validez y del alcance de la teoría de la gravitación. Confiamos, no obstante, en que una asociación le la teoría de la gravitación y la física cuántica nos explique un día ese estado inicial.

Spektrum: ¿Y qué espera usted que se diga entonces a propósito del tiempo?

Börner: El tiempo no estaba dado al principio tan absolutamente como en nuestra vida cotidiana. El tiempo se origina en la gran explosión junto con el espacio. La idea anda cerca le algunas reflexiones teológicas, por ejemplo las de Agustín. Decía que Dios, al crear el mundo, no se encontraba en el tiempo, sino fuera del espacio y el tiempo.

Spektrum: ¿Qué concepciones físicas de la creación deberían tener en cuenta los teólogos, y viceversa?

Küng: También a mí me parece el modelo de la gran explosión un logro grandioso, porque tiene un sólido fundamento empírico.

Börner: Pero en los límites señalados, donde queda autoconfinado.

K,üng: En este momento no me interesan los límites intracósmicos, que la física puede y debe seguir ensañando. Me importa ese “andar cerca” de que usted habla. Para Leibniz, la cuestión fundamental de la filosofía era: ¿por qué existe algo en vez de nada? ¿Por qué se dio una gran explosión en vez de ninguna?

Spektrum: ¿Tiene algún sentido esta pregunta?

Borner: Es realmente difícil dar un sentido a esta pregunta desde la física. Pues, evidentemente, nosotros partimos de lo que nos es dado, de lo que está ahí, de lo factual. La pregunta por la causa de que se diera esta gran explosión transciende la física. Queda un resto inexplicable.

Spektrum: ¿Va más lejos la religión?

Küng: No es en absoluto mi intención abordar una prueba de la existencia de Dios. La mayoría de los científicos y los teólogos están de acuerdo con Kant, quien decía que las cuestiones que están fuera del espacio y tiempo transcienden el horizonte de nuestra experiencia

Spektrum: ¿De qué hablamos, pues?

Küng: La razón teórica “pura”, como la llama Kant, no es competente en cuestiones transempíricas, sino la razón práctica; por eso prefiero hablar de confianza razonable. Nos situamos aquí ante planteamientos netamente religiosos.

Börner: El modelo cósmico nos muestra muy claramente la limitación que estamos sujetos. Los científicos pueden ordenar el mundo sólo en el espacio y tiempo. Pero cabe contemplar la posibilidad de que existan otras ordenaciones, que no captamos con los métodos científicos. Lo creo esencial, porque elimina obstáculos que, en caso contrario, se levantarían ante las concepciones religiosas.

Küng: Me alegra. Pues algunos de sus colegas se declaran materialistas y sólo hablan de la religión en un tono irónico. También los científicos deberían hablar de religión con tanta información como yo, teólogo, lo hago sobre la ciencia.

Spektrum: Ustedes dos utilizan con frecuencia metáforas, a veces las mismas palabras, pero, que por lo visto, tienen significados muy distintos. Hasta a cosmólogos como Stephen Hawking les gusta mencionar a Dios. ¿Qué función desempeña el lenguaje en el diálogo entre ciencia y religión?

Börner: En los libros de divulgación es una especie de deporte. Se intenta desarrollar una imagen del mundo que lo abarque todo. Es lógico que utilicen conceptos teológicos. Pero carece de un significado más profundo. Cuando Hawking dice que Dios ahora ya no es necesario, porque ha encontrado unas condiciones iniciales que no requieren una gran explosión, no hay que tomarlo realmente en serio.

Küng: Estoy de acuerdo. Sólo que muchos caen en la trampa, porque los científicos hacen uso, en este caso, de la autoridad de su especialidad para improvisar afirmaciones teológicas, filosóficas o éticas. Afortunadamente, Hawking ha rectificado no hace mucho.

Börner: Intenta transgredir las fronteras; es humano. En cualquier caso, no se deberían considerar tan absolutas esas fronteras, como si no pudieran hablarse los unos con los otros porque el lenguaje fuese muy diferente o los conceptos no encajaran En este punto se pueden hacer progresos dialogando, como estamos haciendo aquí.

Spektrum: ¿Cree posible que algunos conceptos de la física pueden ser útiles también en la teología?

Küng: Pongamos un ejemplo. Me o interesa, por supuesto, lo que dice la física sobre la luz (un ente que es a la vez onda y partícula, es decir, ti que tiene características complementarias). Mas esto no excluye que también yo use ‘luz’ como metáfora en la religión. Se adecua para una descripción plástica de atributos divinos complementarios, como la justicia y e la compasión.

Börner: Yo daría un paso más. La física moderna nos muestra un mundo más singular que el de la imagen mecanicista del siglo XIX. La realidad que se ve en ella está muy lejos del racionalismo ingenuo que dimana de las experiencias cotidianas.

Spektrum: ¿Usted también tiene un ejemplo?

Börner: Sigamos con la luz. Nos hemos acostumbrado a la idea de onda, pero no por ello deja de ser muy peculiar: una pura forma, que actúa sobre las partículas materiales pero puede propagarse por el espacio y el tiempo sin un medio material, por otra parte, la luz consta de cuantos de luz o fotones. El tiempo que transcurre para estas partículas luminosas es igual a cero; para ellas no pasa el tiempo. Fueron emitidas hace miles de millones de años en una galaxia lejana y captadas después aquí con un telescopio. Pero estas partículas que se mueven a la velocidad de la luz no tienen tiempo propio, como decimos en física. Para ellas todo ocurre simultáneamente, están siempre en el presente. Lo que no está afectado le materia, no experimenta el tiempo. Me parece estupefaciente.
Spektrum: ¿Y qué tiene que ver con la religión?

Börner: Directamente, quizá nada. Pero hay ahora en la física moderna conceptos que muy bien se podrían emplear como metáforas en la teología; es el caso de la ya mencionada complementariedad. Hay objetos que son a un tiempo onda y partícula, que tienen, por tanto, propiedades contrarias. Incluso en este mundo limitado de la física, se dan cosas así de singulares.

Küng: Me agrada que la física también trabaje con metáforas por ejemplo, al tratar de las partículas más pequeñas, los quarks, es notorio que sólo se puede hablar de ellas con metáforas o fórmulas matemáticas.

Spektrum: ¿Cómo abordan ustedes, en su calidad de teólogo y de cosmólogo, la realidad?

Börner: En la física, como paradigma de las ciencias de la naturaleza, pretendemos descubrir algo sobre el mundo con el que nos encontramos mediante la formulación de teorías y la realización de experimentos. Las predicciones ni siquiera son lo más importante. Sobre todo se aspira a una orientación y a hallar nexos.

Spektrum: Señor Küng, ¿no aspira acaso la religión a lo mismo?

Küng: A los teólogos nos incumben la orientación fundamental y los nexos globales. La metodología es radicalmente diferente. Partimos siempre de un núcleo central, el mensaje religioso, la revelación. El teólogo contempla la realidad desde ese centro, y, con todo, es el mismo mundo que el físico ve ante sí. Por eso los teólogos deberían tomar buena nota de lo que investiga la ciencia.

Spektrum: A diferencia de la física, la religión sí se cree en posesión de a verdad.

Küng: Evidentemente, sería peligroso decir que los teólogos poseen la verdad. Pueden aproximarse a la verdad. Cuando trata de la verdad última, la verdad de Dios, también la teología topa con sus límites.

Börner: En la física, las hipótesis que se hacen están sujetas a experimentación. Si ésta lleva a contradicciones, sustituyen a esas hipótesis otras nuevas. En la teología, determinados enunciados de fe sí deben considerarse irrenunciables, dogmas.

Küng: El primer artículo del credo dice: “Creo en un solo Dios, creador .el cielo y de la tierra”. Cierto que nosotros partimos de la revelación, al igual que un jurista parte de la constitución: no quiere redactar una nueva constitución, como tampoco el teólogo una nueva revelación. Pero si sólo se pudieran repetir tales dogmas y no cupiera inquirir e interpretarlos, entonces estaríamos ante un malentendido fundamentalista. Para comprender la ascensión de Cristo al cielo, no puedo partir de un concepto premoderno de cielo; o, en el contexto de la Navidad, hablar del nacimiento virginal con la simplicidad biológica de antaño.

Spektrum: Pero también la física tiene sus verdades absolutas. No se va a cambiar mañana la ley de la gravitación universal de Newton.

Börner: También en la física nos aproximamos a la verdad; las leyes de a naturaleza, no el hermoso mundo de los fenómenos, son lo absoluto. Nunca se ha de apelar a las explicaciones sobrenaturales. Con esta actitud se llega tan lejos como se pueda, que es asombrosamente lejos.

Küng: Cuando uno entra en el ámbito de lo metaempírico, se requiere cambiar por completo de modo de pensar. Si, pongamos por caso, digo que Dios es amor, entonces se ha de interpretar y caracterizar de nuevo el concepto de amor.

Börner: Físicos como Heisenberg, que eran también creyentes, buscaban un fondo originario de las leyes de la naturaleza como fundamento de todas ellas. Por supuesto sólo como extrapolación de reflexiones científicas, pero tengo la sensación de que así se llega a la teología. Esto afecta a un punto muy fundamental. La física tiene una dificultad en su manera de abordar el mundo, a saber, la de considerarlo como algo objetivamente dado. Obtener una imagen comprensible sólo se logra al precio de dejar de lado a la persona, al sujeto, al yo. Por eso, en la visión científica del mundo hay tan e poco lugar para Dios como para mi yo. El sujeto que me configura es quizá, según la neurología, un autoengaño. Pero si no es una ilusión, entonces debería tener una relación con lo que la religión designa con la palabra Dios.

Küng: Creo que yo me refiero a lo mismo que Heisenberg cuando hablaba de un fundamento originario. La diferencia surge cuando, por ejemplo, la Biblia habla de un Dios que actúa. Seguro que aquí tienen los científicos sus problemas. Nosotros no tratamos a toda costa de explicar los conceptos teológicos por medio de nociones científicas. Pero, a la inversa, un astronauta que lea la Biblia en una estación espacial quizá se pregunte por el sentido de todo, por el bien y el mal.

Spektrum: Las preguntas por el y sentido, ¿sólo se pueden contestar fuera de la ciencia? ¿La ciencia se ocupa de los hechos y la religión de sus significados?

Börner: Bien es verdad que se tiende a hablar así. Pero la ciencia esboza imágenes, por ejemplo, del ciclo cósmico: seríamos polvo estelar, con cada átomo de carbono de nuestro cuerpo producido en las estrellas. La teoría de la evolución de Darwin, según la cual el ser humano es parte del desarrollo biológico. Estas imágenes proveen asimismo de significado a los seres humanos.

Küng: Desde luego, la teoría de a evolución consigue explicar, por ejemplo, por qué fue posible y tuvo sentido la formación del ojo. Para eso no se requiere sacar a colación ninguna intervención divina. Yo no sostengo que tan sólo la religión ofrece significados. La religión se ocupa de lo último y lo primero, del origen y sentido de todo, tanto del cosmos como del hombre.

Spektrum: En el caso de la gran explosión, cada vez es más raro manejar teorías físicas contrastables. ¿Cómo ven la función de la especulación en estas reflexiones?

Börner: Este modo de proceder especulativo no es más que el método con el que se busca progresar. Al principio se tiene siempre una idea, que se contrastará experimentalmente. En cuanto a la gran explosión, se intenta concebir qué se sigue de la teoría de las cuerdas acerca del estado inicial. Se llega a un número de posibilidades elevadísimo; todas ellas pueden conducir a un universo propio. Si se logra identificar una de estas posibilidades con nuestro universo, con todas sus constantes y fuerzas fundamentales, sería un potente indicio de que se ha encontrado una verdad.

Küng: Son reflexiones legítimas, modelos matemáticos, pero no deberían confundirse con la realidad. ¿Sigue teniendo todo esto una fundamentación empírica?

Börner: El anclaje de estos modelos en la realidad es muy tenue. Pero incluso estas tesis osadas sirven para dar una orientación. Uno no debería darse por vencido a la primera, limitarse, por ejemplo, a decir: el universo es como es porque nosotros estamos aquí. Hay que llevar más lejos las fronteras, aunque sea con especulaciones.

Küng: En la teología nos hemos vuelto muy precavidos con el concepto de especulación, sobre todo porque ha acabado desacreditado. Hoy apenas suele designar algo más que construcciones totalmente arbitrarias; con Hegel era distinto. Prefiero hablar de reflexión, ya que, al fin y al cabo, queremos dar una justificación racional de nuestra fe.

Spektrum: ¿Hay, pues, una teología racional?

Küng: Si se entiende racional no como racionalista, sino como razonable, entonces sí. La razón no se deja sólo para los científicos; también los teólogos deberían poder justificar cada uno de sus pasos.

Spektrum: Pero este acercamiento entre ciencia y religión, ¿es sólo una fachada retórica o hay algo más

Börner: Para mí, se da una tensión enorme entre las reflexiones religiosas y nuestra descripción científica. Si me miro a mi mismo, soy un sistema de átomos y electrones, en el que cada estado determina al que le sigue, bien con estricta causalidad, bien según las leyes de la probabilidad. Funciona como una máquina biológica. Pero en lo profundo de mi ser estoy convencido de que esto no es todo.

Spektrum: ¿Qué más ha de haber?

Börner: Queda un resto, que mal puedo describir. Tengo la sensación de que subsiste esa tensión entre la descripción física del mundo y la teología. Puedo admitir que el yo, ese yo que me represento, sea una ilusión, pero no tiene por qué ser así. Se deberían mantener estas tensiones y no darse por satisfecho precipitadamente con una conciliación cualquiera. Lo cierto es que la imagen científica del mundo tiene la carencia de que el sujeto pensante, la mente, no aparece en ella. Sin embargo, yo no puedo admitir ningún influjo que no esté condicionado por las leyes naturales. Aquí sitúo yo la gran insuficiencia.

Küng: Para mí, se trata de una convergencia muy real, precisamente porque sé que ambas esferas son muy diferentes. No estoy dispuesto a refrescar viejas confrontaciones, pero tampoco a que tan sólo haya una mera armonización. Vale para ambas partes, tanto para ciertos teólogos, cuando intentan sacar elementos de las ciencias de la naturaleza a favor, por ejemplo, de un “diseño inteligente”, como para los científicos, que aprovechan arbitrariamente elementos de la religión. Sin exigirnos unos a otros algo falso, podemos sin embargo entendernos, ya que todos reconocemos los propios límites y sabemos que no lo sabemos todo, ni unos ni otros. La ciencia me proporciona muchas respuestas a problemas importantes. A la vez me alegra recibir mensajes de la religión sobre las grandes preguntas de la vida.

Spektrum: ¿Cuáles son?

Küng: ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?: ¿a la nada o a una realidad última? ¿ Por qué existen el bien y el mal? ¿Por qué es mejor amar que odiar? Afectan también al científico, cuando, por la tarde, sale del laboratorio camino de casa. ¿Cómo no invitar a que se abran las puertas a una confianza en que no todo acaba con la muerte? De esto no hay ninguna prueba racional, pero sí fundamentos para una confianza racional, por los cuales yo soy de esta opinión. Lo que se cuenta acerca le las vivencias en la cercanía de la muerte me proporciona tan sólo una parte de la información. Me gustaría saber qué hay detrás de la puerta. Ahí, la religión ofrece un consuelo fue excede toda razón. Y, por tanto, sé que el todo tiene un sentido para mí, por más que en la vida he experimentado también el sinsentido.

Börner: Lo que usted dice deja clara la diferencia. El conocimiento que alcanzan los científicos es insobornable. No depende de que yo prefiera que algo concreto fuera diferente; no hay nada que elegir. Yo no he de confiar en las leyes físicas; sencillamente, están ahí. Tienen validez tanto lo quiero como si no. En la religión es totalmente distinto. Sería un error traducir los conceptos religiosos en términos físicos para elaborar una especie de religión fisicalista. No funcionaría.

Küng: Con todo, es maravillosa la libertad que ahí transpira. En la región a nadie se le obliga a nada. Cierto que puedo decir que la evolución tiene un sentido. Pero no lo puedo derivar sólo de la teoría de a evolución. Aquí cada uno es libre. si alguien dice que no sabe de qué sirve Dios, para mí está al mismo nivel que quien dice: no sé de qué me sirve Mozart. Se requiere un poco de esfuerzo, tanto si se trata e Mozart, como de la ciencia o de Dios. La solución no es una teología e sobremesa.

Spektrum: Doctor Küng, doct Börner, muchísimas gracias por la conversación.
[1] En 1979, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe revocó la facultad de Hans Küng para enseñar teología como católico, permitiéndosele enseñar teología desde una posición secular.
[2] La entrevista está leída en Investigación y Ciencia del mes de Junio del 2006. Investigación y Ciencia es la edición española de Scientific American. Scientific American es una revista de divulgación científica seria, escrita por científicos en activo de primera línea. No es raro encontrar en sus páginas la firma de premios Nobel.

11 de diciembre de 2007

De soles y supernovas

Tomás Alfaro Drake

Este artículo es el 8º de una serie editada en este blog. Los siete anteriores son, por orden de aparición: "Dios y la ciencia", "La creación", "¿Qué hay fuera del universo?", "Un universo de diseño", "Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?", "Un vano intento de encadenar a Dios", "Y Dios descansó un poco, antes del 7º día".

Sin embargo, durante las vacaciones de Dios ocurrieron muchas cosas, todas previstas por sus leyes. No todas las estrellas eran iguales. Las había de diversos tamaños, pero todas tenían una cosa en común: estaban hechas casi exclusivamente de hidrógeno. Era precisamente convirtiendo el hidrógeno en helio en una reacción termonuclear, como ocurre en una bomba de hidrógeno, como generaban su energía y su brillo. Las de tamaño medio, la inmensa mayoría, “queman” el hidrógeno a un ritmo bastante lento. Son como buenos administradores que cuidan de su patrimonio para que les dure. De esta manera, llegan a vivir miles de millones de años. Sin embargo, las estrellas gigantescas son, más bien, como ricos herederos que despilfarran su caudal a un ritmo tan frenético que les dura muy poco, tal vez sólo cientos de millones de años. Pero a diferencia de los play boys de las revistas del corazón, a los que nada debemos, sí estamos en deuda con esas gigantescas estrellas. Somos, por decirlo de alguna manera, hijos suyos. Cuando las estrellas gastan su hidrógeno, empiezan a “quemar” helio generando elementos más pesados. Cuando gastan éste, “queman” esos elementos más pesados generando otros más pesados aún. Pero todo se detiene en el hierro y, entonces, la estrella se apaga al no poder producir elementos más pesados que éste. Si todas las estrellas fueran como nuestro Sol, el universo nunca pasaría de ser una insípida sopa en la que únicamente habría hidrógeno, con unos grumos fríos en cuyo interior encontraríamos elementos pesados hasta el hierro. Sin embargo, no es ese el mundo en el que vivimos. Tengo en mi dedo un anillo de oro, más pesado que el hierro y que no está en el centro de ninguna estrella. ¿Cómo se generó ese oro? ¿Cómo salió del núcleo de una estrella para llegar a mi dedo? Aquí aparecen los play boys del universo y su fiesta de despedida. Las enormes estrellas, cuando se les acaba el combustible nuclear, se derrumban sobre sí mismas en un cataclismo cósmico de energías impresionantes. Usando la energía de su hundimiento son capaces de generar todos los elementos que conocemos más pesados que el hiero, el oro incluido. Y no sólo eso, al derrumbarse, parte del material que han generado rebota y sale catapultado hacia el espacio exterior. Lo que queda es una estrella de neutrones o un agujero negro, según fuese el tamaño de la estrella original. Es lo que se llama una explosión de supernova y es uno de los “fuegos artificiales” más espectaculares del cosmos. Ya tenemos, pululando por el universo a todos los elementos que conocemos. Es como si el cosmos hubiese sido inseminado. Sólo falta una matriz que acoja esa semilla y quede preñada . En el artículo anterior dije que el proceso de creación de estrellas continúa todavía en nuestros días. Las estrellas que se forman después de la muerte e inseminación de las primeras supernovas prematuramente fallecidas, incorporan en su material externo todos esos elementos. Son las llamadas estrellas de segunda generación. Ellas son la matriz preñada. En algunas de ellas se forma un disco a su alrededor a partir del que pueden nacer planetas. El Sol es una de esas estrellas de segunda generación, preñada con planetas. Nació hace unos 5.000 millones de años y, al ser de tamaño medio, durará todavía bastantes miles de millones más. Alrededor de ella hay planetas con todos los ingredientes y, en uno de ellos, hace unos 4.500 millones de años, apareció la vida. Un día se hinchará para formar una gigante roja. Será gigante en comparación consigo misma en el curso de su vida, pero insignificante en comparación con las generadoras de supernovas. Devorará a sus planetas, como el dios griego Cronos hacía con sus hijos, y luego se apagará y morirá mansamente. Pero para que aparezca la vida, no basta con que haya planetas alrededor de una estrella de segunda generación. Son necesarios muchos requisitos más que iremos analizando en próximos artículos para juzgar si Dios tuvo o no que suspender sus vacaciones para que ésta apareciese o si puede ser el fruto de leyes predeterminadas o hija del puro azar.

4 de diciembre de 2007

Respuesta a Davidorias sobre un comentario a ¿Es el hombre egoísta...

Davidorias me pregunta:

Muchas gracias, Tomás. ¿Puedo formular una pregunta? Es: ¿Es posible una teoría parecida a esta para los fenómenos globales como el cambio climático? ¿Cómo ser generosos en la dirección adecuada?
Un cordial saludo
DJ

Respondo:

Por supuesto que tu pregunta es bienvenida, pero el problema es que no sé contestarla. No se me ocurre cómo este juego del dictador podría aplicarse al cambio climático. ¿Cómo ser generosos en la dirección adecuada? La generosidad es una virtud y, como tal, tiene que ser cultivada en el hábito de su ejercicio. También es una gracia y, como tal, hay que pedirla a quien nos la puede dar. La dirección adecuada. Tenemos la razón para buscar el rumbo al que orientar nuestra acción. Pero por encima de la razón está la sabiduría, que también es una gracia y que también hay que pedirla. Te recomiendo un vistazo al libro de la Sabiduría en la Biblia. Es una maravilla.

Un saludo.

Tomás Alfaro Drake

1 de diciembre de 2007

La picadora de carne humana

Esta semana ha estado marcada, para mí, por el horror de la noticia de la clínica abortista en la que se trituraba a los fetos para deshacerse de ellos por el desagüe. ¿Hasta dónde puede llegar la barbarie? ¿Cuáles son los límites cuando la ética se reduce al más vil utilitarismo? No lo sé, pero me da náusea pensarlo.

Recupero para este blog un artículo que escribí y me publicaron hace unos años -cuando se aprobó la actual ley española de investigación con embriones- (con alguna pequeña modificación para adaptarle al día de hoy), reproduzco uno muy reciente, pero anterior a la espeluznante noticia de esta semana, de Juan Manuel de Prada y añado uno de 1995, escrito por el historiador y periodista católico inglés Paul Jhonson justo después de la publicación de la encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II.

¿Qué son los embriones?
Tomás Alfaro Drake (el texto en negrita es añadido recientemente)

¿Quién es un ser humano? Es una pregunta muy fácil o muy difícil de contestar, según se quieran retorcer las cosas. Desde luego, yo, y cada persona que está leyendo estas líneas, somos seres humanos. Si no lo fuésemos, ni yo podría escribirlas ni vosotros leerlas. Sin embargo, no hace mucho yo no era capaz de escribir, ni vosotros de leer. ¿No éramos seres humanos? Sí. Si nos daban educación, comida, cuidaban nuestra salud y un largo etc, teníamos el potencial de llegar a leer y escribir con normalidad. Si echamos atrás en el tiempo, vemos que no hay ninguna frontera nítida que marque un antes y un después. Mis miembros se han ido formando poco a poco, mis circuitos neuronales también, de hecho todavía no están totalmente formados, me queda mucho por aprender. Hubo un día en que no tenía neuronas, era sólo una célula, pero todo en esa célula estaba preparado para tener neuronas, brazos, estómago. Tenía toda la información para desarrollarlos, si me daban la oportunidad de ello, por supuesto. Era yo, tenía toda la información que me diferenciaba de cualquier otro ser humano, desarrollado o no. Si un científico analizase mi carga genética, se daría cuenta que no era ni un orangután ni un elefante. Si un biólogo analizase esa célula que era yo, diría que estaba viva. Se dividía, se alimentaba, se movía. Si era vida, si no era un orangután, si tenía toda la información que necesitaba para desarrollar mi yo, el ser humano que creo ser ahora, ¿qué era? No un ser humano, sólo un preembrión, dicen los ciegos que no quieren ver. Pero si les pregunto cuanto tiempo tardé en dejar de ser un preembrión para ser un embrión y un ser humano y las razones de ese cambio, seguro que les pongo en un aprieto. Días, dirán unos, hasta que estuviste implantado en el útero de tu madre. Como si fuese una posición en el espacio la que definiese la humanidad. Unas semanas, dirán otros, hasta que tuviste unas cuantas células. ¿Cuántas células hacen un ser humano? Un poco más, asegurarán unos terceros, hasta que hubieses fabricado unas pocas neuronas. ¿Qué altura de pensamiento tienen que alcanzar unas neuronas para que sean un ser humano? Más tarde aún, afirmará otro grupo, hasta que midieses más de unos cuantos centímetros. ¿Cuánto debe medir un ser humano? ¡Yo qué sé!

Lo más sorprendente es que la ley española contesta. Depende. Si el embrión es fruto de una violación, es un ser humano a las 12 semanas y no se le puede matar. Si tiene malformaciones, entonces no empieza a ser ser humano hasta las 22 semanas. Pero si peligra la salud física o psíquica de la madre, entonces no es un ser humano, o por lo menos se le puede matar, hasta justo antes del parto. Al menos la ley no fija un límite. ¿Se puede ser más utilitarista? Conviene aclarar que el aborto por violación es menos de un 0,1%. Se me ocurre una pregunta. Si yo he sido concebido por una violación y a las 12 semanas ya no se me puede matar, pero a las 20 me detectan una malformación, ¿dejo de ser un ser humano para que se me pueda matar? También conviene aclarar que los partes médicos de grave riesgo para la salud física o psíquica de la madre, están firmados en clínicas abortistas en serie, para que sólo haya que poner el nombre cuando llegue el momento.

Hay sólo dos respuestas sinceras a la pregunta de cuándo aparece la vida humana. La primera es verdad y la segunda una cínica pero sincera monstruosidad. La primera dice: La vida humana aparece desde el mismo momento en que un espermatozoide y un óvulo se unieron para darme todo lo necesario para desarrollar mi yo, aunque no tuviese consciencia de identidad. La segunda dice: La vida humana aparece cuando nos dé vergüenza negar la evidencia de que estamos ante un ser humano. Diremos que no hay vida humana hasta que nuestra hipocresía no sea capaz de no sonrojarse ante la monstruosidad de negar la humanidad. Cuando se nos suban los colores al negarlo, diremos que hay un ser humano. Pero la inmunidad al sonrojo de la hipocresía es enorme. En Holanda no se sonrojan de que el plazo para abortar supere la fase en que se pueda saber el sexo del niño para, así, tomar decisiones “sensatas”. Ahora parece que se venden billetes todo incluido para que de cualquier parte del mundo se pueda venir a España a abortar. No cabe duda que estamos ante una floreciente industria. Es una pena que el Ministerio de Sanidad venga a encarecer los costes con remilgos de que no se pueda echar carne de feto picada por el desagüe. ¿Suena bestial? Es bestial, en el sentido etimológico de la palabra. Pero no lo es porque yo lo ponga en un papel. Lo es porque se hace. Yo sólo soy el mensajero. ¿Matamos al mensajero?

Por si a alguien, honestamente, le surgiesen dudas sobre dónde puede estar ese difuso límite en el que un embrión empieza a ser un ser humano, me permito invocar dos principios importantes de cualquier sociedad civilizada. El primero es la presunción de inocencia. Desde luego, nadie puede achacar culpabilidad de nada al embrión, pero enunciemos la base ética sobre la que se apoya este principio civilizador: Es mejor que un culpable quede libre que que un inocente sea privado de la libertad. Ahora expresémoslo de una manera más contundente. Es mejor respetar la vida de algo que tal vez sea un ser humano a quitársela siéndolo. “In dubio pro reo”, dice el adagio del derecho romano. “In dubio pro embrión”, debería decir el hombre civilizado que duda honestamente sobre dónde se debe poner el límite. El segundo principio que invoco es la protección al débil. ¿Y qué hay más débil que un embrión?

Una vez establecido que el embrión es un ser humano o, al menos como tal debe ser considerado si somos civilizados, una ley que atente contra él es una ley injusta, la vote quien la vote y tenga la mayoría que tenga. Es injusta, incluso si matando al embrión podemos, tal vez, paliar enfermedades. No es lícito matar para curar. Y es aún menos justo, si cabe, cuando hay otras alternativas éticamente aceptables y técnicamente iguales, si no mejores que la creación de embriones. Las células madre adultas podrán no reproducirse con una eficacia similar a las embrionarias, pero tienen menos riesgo de degenerar en cancerígenas. Es injusta aunque el feto tenga malformaciones, porque no somos nosotros quién para decidir cuál debe ser la longitud de un brazo para permitir a alguien vivir. ¿O se nos ocurriría matar a nuestro hijo de 3 meses si perdiese un brazo? Es injusta aunque a la madre le produzca un riesgo para su salud. ¿O creeríamos lícito matar al vecino de arriba porque su comportamiento nos hace enfermar psíquicamente o porque tiene una enfermedad contagiosa?

Como decía san Agustín; “un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones”. Y una sociedad que ve sin espanto la producción e inmolación injusta de embriones –seres humanos–, o fetos de cualquier edad –también seres humanos– mientras protesta por que se investigue con animales, es una sociedad moralmente enferma. Y los ciudadanos de una sociedad moralmente enferma están expuestos al atropello de sus más elementales derechos, al horror y al genocidio. El aborto o la investigación con embriones, establece que el derecho a la salud o a la comodidad de unos está por encima del derecho a la vida de otros.

Ante esto, no queda más que la postura expresada por J.R.R. Tolkien en una carta a su hijo: “no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para mejorarla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”. Yo, con la ayuda de Dios, me negaré.

Pelotas de células
JUAN MANUEL DE PRADA
EL otro día leía en un periódico que los embriones utilizados en investigaciones científicas son «pelotas de células que ni sienten ni padecen». Siempre que me tropiezo con afirmaciones tan sumarias me acuerdo de una de las secuencias más célebres de «El tercer hombre». Holly Martins, el escritor de noveluchas ínfimas interpretado por Joseph Cotten, ha logrado al fin reunirse con su amigo Harry Lime (Orson Welles), un cínico asesino que se ha enriquecido vendiendo fármacos adulterados. El encuentro entre los dos protagonistas acontece en el Prater vienés; montan juntos en la noria y, cuando se hallan en lo más alto, Martins pregunta, horrorizado: «¿Has visto a alguna de tus víctimas?». Harry Lime esboza una sonrisa cínica y dirige con desapego la mirada a la gente que pasea por el descampado, allá a lo lejos: «¿Víctimas? -se mofa-. No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? ¡Y libre de impuestos, amigo, libre de impuestos! Hoy es la única manera de ganar dinero».
Basta subirse a una noria para que los hombres se conviertan en puntitos negros; basta encaramarse en la atalaya progre para que los embriones se conviertan en pelotas de células que ni sienten ni padecen. Siempre me ha provocado estupor que una época como la nuestra, que se declara compasiva y ha querido extender los frutos de esa compasión hacia ámbitos más allá de lo puramente humano (pensemos, por ejemplo, en la defensa de los animales), se muestre en cambio tan impiadosa cuando se trata de proteger la vida embrionaria. Lo cual me hace pensar que tales muestras de pretendida humanidad no son sino aspavientos de una época que ha dejado de ser humana. No una época de hombres malvados, sino una época en que los hombres han dejado de serlo; y que, para fingir que lo siguen siendo, urden coartadas, cuanto más rimbombantes mejor, que anestesien lo que antaño llamábamos conciencia.
Y cuando los hombres dejan de serlo, la vida deja de tener una dignidad intrínseca; se puede seguir defendiendo con argumentos meramente utilitarios, pero ya nunca más como una verdad indestructible que nos interpela y demanda una defensa obstinada. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» de la vida: su dignidad ya no es algo inscrito en su propia naturaleza, sino un reconocimiento que se le otorga o se le deniega a discreción, por razones de pura conveniencia, según la perspectiva desde la que la miremos (y ya se sabe que, contemplada desde una noria o atalaya progre, toda vida se convierte en un puntito negro). Incluso se maquinan coartadas de apariencia humanitaria que maquillen esta consideración puramente funcional de la vida: y así, por ejemplo, se justifica la destrucción de esas pelotas de células que ni sienten ni padecen porque de este modo se puede ayudar a sanar otras vidas. Por supuesto, cualquiera que se atreva a poner en cuestión tal aserto se convierte ipso facto en fundamentalista; título honrosísimo, pues, en efecto, la vida es el fundamento de quienes aún queremos ser humanos. Pero, puesto que estas coartadas pretendidamente humanitarias no pueden en realidad serlo, por haberlas urdido quienes ya han dejado de ser hombres, hemos de esforzarnos por penetrar la verdad que se esconde detrás de la cortina de las justificaciones. Y la verdad, descarnada y pestilente, la formulaba Harry Lime en el parlamento que iniciaba este artículo: se llama dinero, dinero obtenido disparando sobre diminutos puntitos negros.
Los últimos avances científicos nos revelan que se pueden sanar vidas sin destruir embriones. Pero, mientras consideremos a esos embriones pelotas de células que ni sienten ni padecen, seguiremos encontrando coartadas que justifiquen su destrucción. Y es que, cuando la vida es despojada de su dignidad intrínseca, deja de ser vida: será respetada mientras nos resulte útil o rentable; cuando sea más útil o rentable destruirla, lo haremos sin vacilación. No sin antes urdir, por supuesto, una coartada humanitaria.
www.juanmanueldeprada.com

Un trompetazo papal contra la muerte[1]
Paul Johnson 8 de Abril de 1995
El mundo moderno comenzó a principios del siglo XIX, cuando la gran tríada de la tecnología, la democracia y el liberalismo penetraron en Occidente. El resto de ese siglo brillante presenció su triunfo aparente: sociedades libres, el fin de la esclavitud, mejoras milagrosas en la salud pública, el analfabetismo, la velocidad y seguridad en los viajes, progresos que se fueron acumulando hasta 1914.

Después el siglo XX mostró el lado oscuro de la modernidad, el modo en que la demolición de las antiguas y, sin duda, ineficientes y oscurantistas estructuras políticas y sociales podía abrir las puertas de algo infinitamente más horrible: el totalitarismo, las dos tiranías rivales y progresistas del comunismo y del nazismo, lo que Evelyn Waugh llamó “el mundo moderno en armas, inmenso y aborrecible”. Desde 1917, cuando el totalitarismo dominó por primera vez un gran Estado, hasta el hundimiento del comunismo soviético a finales de los 80, han transcurrido tres cuartos de siglo de maldad y barbarie.

En esas décadas se cometieron más tropelías, a mayor escala y con mayor refinamiento demoníaco que nunca en la triste historia de la humanidad. Fue una aterradora experiencia de los riesgos que supone la modernidad. Creo que hemos aprendido algunas lecciones, aunque todavía no hemos terminado de despejar la sordidez moral. China es todavía un Estado totalitario, y su gulag contiene veinte millones de personas, más que el de Stalin en sus tiempos.

Aún así, el siglo totalitario ha quedado atrás y hemos aprendido a ver el Estado tal como es: útil, incluso amigable cuando es pequeño y limitado, un enemigo mortal cuando rompe sus vínculos constitucionales. Ese no será el problema del siglo XXI. Pero ya es evidente lo que tendremos que temer. En nuestro propio siglo, hemos permitido que hombres perversos jugaran con el Estado, y pagamos el precio de ciento cincuenta millones de ejecuciones por violencia estatal. Está por verse si en el siglo XXI correremos el riesgo de permitir que hombres y mujeres jueguen con la vida misma. Y por juego me refiero al uso y al abuso, a la alteración de las fuerzas vitales como si no hubiera más leyes que las que nosotros determinamos.

En Septiembre pasado me asombró una conversación que se entabló durante una conferencia sobre ética médica que mi esposa organizó en el St Anne´s College de Oxford. Una oradora, Melanie Phillips utilizó la expresión “la santidad de la vida humana”. Un audaz e inteligente filósofo interrumpió: “Un momento, analicemos esa expresión... la santidad de la vida. Quizá usted tenga razón, quizá la vida humana sea sagrada para nosotros. Pero no lo sé con certeza. ¿Por qué la vida humana debería ser sagrada?”

Fue para mí un momento escalofriante, y muchos a quienes les describí el episodio también tuvieron esa sensación. Yo siempre había pensado que la santidad de la vida era una de esas verdades que los hombres y mujeres consideraban axiomáticas. No necesitaba demostración. Simplemente era así. Demostrarlo no es fácil. Dudo que yo pudiera demostrarlo. Pero no necesito demostrarlo porque sé que es verdad, así como sé que soy un ser humano. Creo que la mayoría de nosotros pensamos así. Hay varias creencias relacionadas con la conducta, la moralidad y la civilización que son tan manifiestas que la solicitud de demostrarlas resulta perturbadora.

Y el siglo XXI nos depara este tipo de perturbación. Todas las certidumbres axiomáticas acerca de la vida humana serán cuestionadas por los innovadores que planean usar nueva tecnología para mejorar la condición humana, tal como los nazis y los comunistas planeaban usar el Estado con el mismo propósito. Hay continuidades entre las dos formas de ingeniaría humana y social. El plan nazi era purificar la raza humana por medio de una forma de eugenesia que implicaba la eliminación de gitanos, judíos, eslavos y otros tipos de Untermenschen. La eugenesia comunista suponía la eliminación de la burguesía explotadora y la introducción de un ser humano nuevo y purificado, sin instinto de adquisición. Mirando hacia atrás, cuesta decidir cual era el disparate más peligroso. Ambos suponían el asesinato a gran escala, y ambos partían del supuesto de que los que poseen autoridad tienen derecho a establecer las reglas morales mientras proceden. Los innovadores que intentarán tomar el poder y cambiar las reglas de la vida humana en el siglo XXI también sienten desprecio por la moralidad absoluta, y creen que la moral y el derecho deberían ser relativos, y modificarse en ocasiones para adecuarse a la conveniencia de hombres y mujeres.

Ya están cumpliendo su voluntad. El año pasado, tan solo en Gran Bretaña, 168 mil niños nonatos fueron destruidos legalmente, y la cantidad de abortos realizada legalmente en todo el mundo supera la cantidad de muertos por las tiranías nazi y comunista. En el otro extremo de la vida, la eutanasia ya es legal en Holanda, o al menos queda impune, y se realizan campañas para introducirla aquí y en todas partes. El aborto y la eutanasia son sólo el pedestal sobre el cual los innovadores se proponen, durante el siglo XXI, erigir un sistema donde se les deje hacer con la vida humana cualquier cosa que permita la tecnología.

El Papa Juan Pablo II ha escogido este momento para publicar su nueva encíclica El Evangelio de la vida. Reafirma enérgicamente la santidad de la vida humana como absoluto; defiende la vida humana en todas sus manifestaciones de una manera que está robustamente arraigada en la ley natural y divina, inexpugnable, inalterable y eterna, y –a despecho de especiosos argumentos de tribunales y parlamentos, de filósofos y aún de clérigos– identifica todos los actos que ponen fin a la vida humana inocente como formas de asesinato. La enseñanza del Papa sobre la vida humana es internamente coherente, valerosa y ajena a la moda, una doctrina difícil de seguir, como lo es toda buena enseñanza, y será resistida, ridiculizada y maldecida por todas las fuerzas malignas del mundo moderno.

Que este maravilloso anciano viva para ver el año 2000, de forma que su voz frágil, pero firme y clara, pueda dar el trompetazo de la verdad absoluta en la alborada del siglo XXI, antes de que los agentes de la muerte se pongan a trabajar en ello.

[1] Es copia de un artículo de Paul Johnson, periodista británico católico, del 8 de Abril de 1995. El libro, “Al diablo con Picasso” Javier Vergara Editor, SA. Buenos Aires 1997, lo recoge junto con otros muchos

25 de noviembre de 2007

¿Es el hombre egoísta por naturaleza? El juego del dictador

Tomás Alfaro Drake

La teoría económica neoclásica se basa en que el hombre es un ser que busca únicamente maximizar su riqueza, sin que en su comportamiento influyan consideraciones éticas, emocionales o de cualquier otro tipo. Es el llamado “homo economicus”. Adam Smith acuñó el término de “la mano invisible” para explicar cómo de ese comportamiento individual egoísta del “homo economicus”, emergían consecuencias que hacían que se lograse el bien común, a pesar de que este tipo de consideraciones no influyese para nada en las decisiones individuales.

Desde entonces, muchos economistas han intentado dar muy diferentes explicaciones sobre por qué se producía esta emergencia del bien común a partir del egoísmo del “homo economicus”. La teoría de juegos es una herramienta matemática muy usada para ello desde que John Nash[1] impulsara esa rama de la matemática y ganase por ello, en 1994, el premio Nobel de Economía. En esa teoría, se propone a dos o más participantes un juego con varias alternativas de actuación, y distintos premios económicos según la alternativa elegida. Sea cual sea el juego, existe lo que se llama un equilibrio de Nash que es la situación a la que se llegaría si los jugadores actuasen racionalmente buscando maximizar su riqueza. La teoría económica se basa en que ese equilibrio será el que se alcance en la realidad y que ese comportamiento, efectivamente, maximizará la riqueza. Pero afirmar esto es cerrar los ojos a la realidad, como atestigua la propia teoría de juegos cuando se lleva a la realidad.

En 1982 los economistas Güth, Werner, Schmittberger y Schwarze idearon un juego al que dieron el nombre del “juego del ultimátum”[2]. Es extremadamente sencillo. Hay dos jugadores, llamados el “proponente” y el “contestador”. Hay una suma de dinero a repartir. El proponente dice en qué proporción quiere que se reparta esa cantidad entre él mismo y el contestador. Si el contestador acepta, cada uno se lleva la parte que el proponente ha propuesto. Si el contestador se niega, ambos se quedan con las manos vacías. La fría lógica de maximización egoísta de la riqueza, debería llevarnos a pensar que la propuesta más coherente sería 99/1. En efecto si el contestador acepta esta propuesta, se lleva 1, mientras que si la rechaza, aunque castiga al proponente dejándole sin nada, él también se queda con las manos vacías. Mejor 1 que nada, ¿no? –debería pensar con la lógica del egoísmo.

Desde que se inventó este juego, se han llevado a cabo miles de experimentos con dinero real en cantidades importantes –hasta el equivalente al sueldo de tres meses de proponente y contestador– y en distintos pueblos y culturas. Se han hecho de forma que proponente y contestador jugasen una sola vez y no se viesen las caras, para que no hubiese otro condicionante exterior al propio juego. Los resultados han sido muy diferentes de los predichos por la fría lógica egoísta, pero muy parecidos en todas partes, con independencia de la cultura en la que se realizasen. En general las propuestas eran próximas al 50/50 con una ligera ventaja para el proponente. Sí hay algunas culturas que muestran comportamientos más extremos. Los machihuenga, del Amazonas peruano suelen ofrecer y aceptar repartos del tipo 75/25. Parece que es una cultura fatalista y consideran que el hecho de que te toque ser proponente o contestador es ya parte del juego y por lo tanto ya has perdido cuando te toca ser contestador. El proponente no es más que un ejecutor de la fuerza del sino. En cambio, entre los pastores sukuma de Tanzania, los proponentes suelen ofrecer repartos próximos al 60/40 a favor del contestador. Parece que es un pueblo con especiales aptitudes para la cooperación social. Pero, casos curiosos aparte, en todas partes el reparto propuesto y aceptado suele acercarse bastante al 50/50.

Puede pensarse que esta conducta equitativa y distinta de la lógica egoísta por parte del proponente puede estar motivada por el miedo a que el contestador, actuando más por rencor que con racionalidad, diga que no a propuestas más desventajosas para él, con la consiguiente pérdida para el proponente. “O jugamos todos o rompemos la baraja”, dice un refrán español. En ese caso el comportamiento seguiría siendo egoísta, aunque dominado por el miedo de uno al resentimiento del otro. Para comprobarlo, se ha inventado el llamado “juego del dictador”. Es en esencia igual que el del ultimátum pero en éste, el contestador no tiene la opción de rechazar el reparto; lo ha propuesto el dictador y punto. Si la hipótesis del miedo al resentimiento ilógico fuese cierta, aquí sí que deberían obtenerse propuestas de 99/1 por parte del dictador. Pues no ocurre así. Aunque los resultados se alejan del 50/50 más que en el caso del ultimátum, no se acercan ni por asomo al 99/1.

¿Qué indica esto? En primer lugar, que sí existe, en el juego del ultimátum, un cierto componente de miedo al resentimiento del contestador. Si este componente no existiese, los resultados serían iguales en un juego y otro. Pero en segundo lugar, el juego del dictador indica claramente que hay algo innato en el ser humano que rechaza la injusticia, aunque sea a favor de uno mismo, y que le hace tener un grado bastante alto de generosidad. Si esto es así, y parece que lo es, el “homo economicus” en estado puro sería un bicho inexistente porque, conviviendo con él en el fondo de cada ser humano, existe un hombre al que determinadas corrientes de pensamiento económico han bautizado con el nombre de “homo reciprocans”. Es un rayo de esperanza para la humanidad que esto sea así. La mano invisible no sería, en este caso, algo puramente externo al hombre, sino que, sin negar un cierto componente externo, sería algo profundamente grabado en su naturaleza. Pero, de forma incomprensible, en el 90% de las universidades y escuelas de negocios del mundo se sigue explicando la teoría económica desde modelos casi puramente neoclásicos típicos de Adam Smith. ¿No ha llegado el momento de que esto cambie? Porque una parte importante del comportamiento humano viene de la educación recibida y si enseñamos a nuestros jóvenes, siendo además mentira, que el hombre es puramente “homo economicus”, criaremos “homo economicus” de granja, incapaces de entender lo más noble de sí mismos y achacándolo a “aberraciones” altruistas. Si por el contrario les enseñamos lo que son, una mezcla en pugna de “homo economicus” y “homo reciprocans”, les daremos las armas para que el segundo venza al primero, para el bien y, tal vez, la supervivencia de la humanidad.

No me resisto a terminar con una frase de Alexander Solschenizin en su libro “Archipiélago gulag”:

“La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano. [...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso engaño del mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras del santo. Y su nombre no cambia, y a él se lo atribuimos todo. Sócrates nos legó: ¡Conócete a ti mismo!”

[1] La película “Una mente maravillosa” esta basada, de una forma muy libre, en su biografía. Su discurso de aceptación del Nobel terminó con la siguiente frase textual: “Yo siempre he creído en los números, en las ecuaciones, en la lógica del entendimiento. Después de dedicar toda una vida con estos propósitos me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica? ¿Qué es lo que guía a la razón? [...] He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el descubrimiento más importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas ecuaciones del amor donde se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí esta noche por ti (dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual existo. Tú representas todas mis razones. Gracias”.
[2] Todos los datos sobre el juego del ultimátum y en dictador esta sacados de la sección de “Juegos matemáticos” del “Investigación y Ciencia” de Octubre del 2006. La sección y el artículo de ese número están firmados por Juan M. R. Parrondo.