21 de septiembre de 2018

Mi memoria histórica familiar


En una maravillosa novela que escribió mi madre, con el título de “Esa fina arena” aparece una frase que siempre me ha producido un enorme respeto. Dice: “No merece ser referido a la historia lo que no es digno de ella”. La frase está escrita en la parte del libro, pequeña y tangencial, en la que se refiere a la Guerra Civil española. Pero mi madre sabía muy bien lo que decía al escribir esta frase. Quienes conocemos por lo que pasaron ella y mi padre durante la guerra, sabemos a qué se refería con “lo que no es digno de ella” (de la historia). Y, sin embargo, he escrito esto que no sé si daré a la luz algún día. Lo que voy a contar es un relato espeluznante y, al mismo tiempo, con inmensa grandeza de espíritu. Nunca lo he oído contar de seguido. Lo he ido reconstruyendo en mi memoria uniendo retazos escuchados aquí y allá desde mi infancia y usando el diario de mi padre. Aparte de la memoria de lo que me fue contado y del citado diario, me han ayudado los recuerdos de infancia de mis hermanas mayores Merche y Asun con las que, ya adulto, he hablado a menudo, aunque nunca de seguido, sobre esto. Para mí, nacido en 1951, los personajes de esta historia, mi abuelo Paco, mis tíos Paco, Federico, Manolo y Rafael, hermanos de mi madre, así como el marido de su hermana Luisa, Carlos Martínez Repullés, no son sino nombres sin rostro, si no es por alguna fotografía de color sepia ajada por el tiempo. Pero mis hermanas, mucho mayores que yo –yo soy el vástago de mis padres que llegó cuando nadie lo espera y que fue recibido con alborozo– tenían por aquel entonces unos 8 y 7 años cada una. Ellas sí guardan en su memoria, de una manera vívida a pesar de los años –o más bien, conservadas por ellos– las caras y las vidas de mi abuelo y de mis tíos. Nunca, en ninguno de los retales que me han permitido estructurar esta historia, ni en los escritos de mi padre, ni en las conversaciones con mis hermanas, he percibido el más mínimo atisbo de odio o deseo de venganza. Al contrario, siempre me fueron contados con más énfasis los aspectos que había de grandeza en él. No he contado nunca a casi nadie esa reconstrucción. Una vez se la conté a un historiador amigo mío que me dijo que merecía ser contada. Más aún, que debía ser contada. No le hice caso, pero la escribí, y aquí está

Pero ahora, cuando desde el gobierno de España se quieren desenterrar los trapos sucios de la guerra, eso sí, con una visión sesgada mirando sólo a los de un solo bando, creo que, efectivamente, como me dijo mi amigo historiador, tengo la obligación de contarla. Y lo hago, como me fue contada en sus retazos, como lo que he leído del diario de mi padre, sin el más mínimo atisbo de odio ni de venganza. Lo hago para sacar a la luz el aspecto de grandeza que tiene esta historia, no su aspecto espeluznante, aunque para resaltar lo primero haya que desvelar lo segundo. Vamos a la historia. Desde el principio[1].

Mi madre María Drake Santiago, nació en 1906. Era la hija mayor de los marqueses de Cañada Honda que tenían, además de ella, a otras tres hijas, Luisa, Fuencisla y Pepa y cuatro hijos más, los citados Paco, Federico, Manolo y Rafael. Su padre, mi abuelo Paco, aunque aristócrata, estaba casi arruinado. Mi madre fue, desde muy joven, una mujer de una entereza impresionante, fundida inextricablemente con una profunda sensibilidad. Quienes la conocieron ya madura, pero no a fondo, no sabían de esa sensibilidad, porque ella trataba de ocultarla sin que por ello se le hiciese callo en el alma. Pero si uno lee su novela, escrita en 1961, se ve inundado por esa tierna sensibilidad. Yo la releo cada varios años y siempre me recuerda lo importante que es saber salvaguardar esa sensibilidad por encima del callo que pueda hacernos la vida en el alma, sin dejarnos ganar de la sensiblería. Cuando tenía 17 años, allá por el año 1923, fue un verano a Vitoria. Allí conoció al que un año más tarde sería su marido y, muchos más tarde, mi padre. Mi padre había nacido en 1893. Era, por tanto, 7 años mayor que el siglo XX y 13 mayor que mi madre. Al volver de esa estancia en Vitoria a su casa en Madrid, mi madre anunció que antes de un año se iba a casar. En su casa la tomaron a broma. Ella se puso muy seria y dijo que era una decisión firme y que se casaría sí o sí. Y se casó. Se fue a vivir a Vitoria donde empezaron a nacer sus primeras hijas, mis hermanas mayores. Nació María Luisa, que murió con dos años. Antes de la muerte de su niña, nació su segunda hija, Merche. Cuenta mi madre que tras la muerte de María Luisa se pasó varios meses abrazando día y noche a su hija Merche. Poco después nació Asun. Mi padre Tomás Alfaro Fournier, era hijo de una familia de la burguesía industrial vitoriana. Su abuelo Heraclio Fournier había fundado en Vitoria la fábrica de naipes con ese nombre. Pero mi padre no estaba ni poco ni mucho interesado en el negocio familiar. Tenía sus propias ideas y cuando en 1923 se produjo, con el consentimiento del rey, Alfonso XIII, el golpe de estado que trajo la dictadura de Primo de Rivera, decidió hacerse republicano, contra la voluntad de su abuela materna, doña Nieves Partearroyo, matriarca de la familia. Ya antes había sido un poco bohemio y enfant terrible. Desde muy joven se dedicó a pintar y tuvo como maestros a dos grandes pintores vitorianos, Díaz Olano y Amárica. A buen seguro hubiese sido un gran pintor si la vida no hubiese dictado otras cosas para él.

Pero antes de eso, en los años 1921 y 1922 se fue de voluntario a la guerra de África con el grado de Teniente, donde vivió de cerca el desastre de Annual. Allí sacó más de 300 fotografías que están ahora en el Archivo Municipal de Vitoria como un documento gráfico de gran valor. En 1923 se hizo republicano y en 1924 se casó con mi madre. El periódico local dijo el día de su boda: “Presume de antimilitarista y se va voluntario a África, presume de bohemio y es hijo de una familia industrial, presume de republicano y se casa con una aristócrata”. No era cierto. Mi padre no presumía de nada. Simplemente hacía lo que, acertada o equivocadamente, creía que debía hacer y era, en muchos sentidos, un espíritu libre que cultivaba, además de la pintura, la composición musical y la escritura. A pesar de ese espíritu, después de casado, estudió las carreras de Derecho y de Profesor Mercantil que era lo que más tarde llegó a ser Ciencias Económicas.

Porque, una vez casado y con sus hijas viniendo una detrás de otra, tuvo que olvidar su diletantismo para dedicarse a trabajar duro, ya que al hacerse republicano en contra de la voluntad de la “abuelita Nieves” y también por su carácter independiente, no tenía mucho hueco en la fábrica de naipes familiar. Se hizo representante de una empresa local fabricante de sacos. Pero, además, se dedicó con ahínco a la política local. A través del partido republicano de Manuel Azaña llegó a ser Teniente Alcalde de Vitoria. Y, más tarde, debido a la enfermedad del Alcalde, ocupó el cargo de Alcalde en funciones en el ayuntamiento vitoriano. Nunca se sintió cómodo en medio de las mezquindades de la política de esos años, pero desempeñó sus cargos con solvencia, rectitud y altitud de miras. Y en esas funciones de Alcalde le sorprendió el levantamiento militar de 1936. El 18 o 19 de Julio, no lo sé a ciencia cierta, el entonces Teniente Coronel Camilo Alonso Vega, jefe del batallón de montaña Flandes nº 5, con sede en Vitoria, entró en su despacho del Ayuntamiento para detener a mi padre, que hizo constar por escrito que entregaba el Ayuntamiento por la fuerza, pero no de su grado. Fue inmediatamente detenido y salió esposado de su despacho, no sin antes dar un abrazo al que le iba a sustituir en la Alcaldía, que era amigo suyo. Tal vez el hecho de estar entregado en cuerpo y alma a la política le libró de estar en ese fatídico mes de Julio en la finca “El Calderín”, propiedad de mi abuelo paterno.

La finca “El Calderín” era, es, pues todavía existe, una pequeña propiedad situada en la provincia de Toledo, entre las poblaciones de Urda y Los Yébenes. Estaba en el término municipal de la primera, pero más cerca de la segunda (no sería capaz de poner la mano en el fuego de si era así o al revés en lo que respecta a los ayuntamientos). Desde siempre, mi abuelo había reclutado a gente del pueblo más cercano, Los Yébenes, como mano de obra para las labores del campo de la finca. Al promulgarse en la República la ley de términos municipales, que obligaba a contratar a personas del término municipal donde estaba la finca, los habitantes de Urda vinieron a pedir a mi abuelo que despidiese a los de Los Yébenes y contratase a vecinos de Urda. Mi abuelo se negó, con gran indignación de la gente de Urda. Cuando las cosas se empezaron a poner negras en Madrid, con el asesinato de Calvo Sotelo, mi abuelo pensó que estarían mucho más seguros en la finca que en la capital. Y allí se fue con su mujer, sus los hijos menores Manolo y Rafael, este último de 17 años y sus tres hijas, Luisa –la mayor de las tres, con su marido, Carlos, y sus dos hijos pequeños, Pispa y Mariamer– y las otras dos, más pequeñas, Fuenla y Pepa. Paco, el mayor de los chicos, era artillero y estaba destinado en el Cuartel de la Montaña en Madrid, y el otro hermano, Federico, era un viva la virgen que nunca se sabía dónde estaba. Mi madre estaba, naturalmente, en Vitoria, con mi padre. Al atardecer de uno de los últimos días de Julio, estando todos en la casa, acompañados del párroco de Los Yébenes, oyeron ruido de gente que venía y el ladrido de los perros. Acto seguido escucharon una descarga de armas de fuego y los perros dejaron de ladrar. Salieron a ver lo que pasaba. Una parida de personas, armadas con escopetas de caza, se acercaba a la casa. Al frente de esta gente, venía el tío Rollo. Del tío Rollo, mis dos hermanas mayores, que iban todos los veranos a pasar una temporada en El Calderín, recuerdan haber estado sentadas, una en cada una de sus rodillas, mientras les contaba cuentos. Nunca han sido capaces de explicarse como aquel hombre, ya entrado en años y de talante bondadoso, pudo convertirse en un personaje tan cruel. Sin mediar palabra, descerrajaron un tiro al cura, dejándolo malherido. Fueron a buscar a su habitación a Manolo, que estaba enfermo de tifus y apenas se podía tener en pie. Los detuvieron a todos, los montaron en un camión y los llevaron a la iglesia de Urda, que había sido profanada, para juzgarlos, según decían, por un tribunal del pueblo. En el camino hacia allí, le dieron un terrible culatazo en la cabeza al hijo pequeño, Rafael, que iba increpándoles, rompiéndole el cráneo. En los días siguientes, fueron sacándolos de la iglesia para matarlos. Primero al cura y poco después a mi abuelo. Pocos días después sacaron a Rafael, el más joven que llevaba días con el cráneo roto sufriendo atrozmente, junto con mi tío Carlos. Al día siguiente sacaron a mi tío Manolo, enfermo de tifus, como he dicho. Mi abuela y sus hijas nunca más los vieron vivos, aunque tampoco les dijeron que los habían matado. Pasaron unos días terribles en los que dejaron solas a mi abuela, sus tres hijas y los dos niños. Les llevaban algo de comida y les dejaban la puerta de la iglesia abierta. Mi abuela tuvo que decir a sus hijas que ni se les ocurriera atravesar la puerta porque muy probablemente les disparasen aplicándoles la ley de fugas. Por fin, sus vigilantes dijeron a mis tías, con los niños, que se fuesen y, dos días más tarde, soltaron a mi abuela. Jamás he oído referir el terrible periplo que debieron pasar esas pobres mujeres y esos niños. Por otro lado, mi tío Paco, que estaba destinado en el Cuartel de la Montaña, sobrevivió a la matanza que allí tuvo lugar y fue llevado a la cárcel Modelo. Pero poco le duró esa prórroga de su vida, porque fue sacado de allí en Noviembre de 1936 para morir asesinado en Paracuellos del Jarama.

He dicho antes que, para mí, mi abuelo y sus hijos y yerno, no eran para mí sino nombres sin rostro, salvo la imagen de algunas viejas fotos. Pero mis hermanas Merche y Asun sí les conocieron y me han contado sus nítidos recuerdos. La enorme simpatía de sus tíos, los paseos a caballo que les llevaban a dar a ellas y a los hijos de mi tía Luisa y otros muchos detalles llenos de vida. Pero el recuerdo que más nítidamente tiene grabado Asun es un día en que se cogió una rabieta enorme y se metió debajo de la mesa de comedor de El Calderín y cómo su abuelo Paco, a gatas, se metió con ella debajo de la mesa y estuvo un buen rato consolándola y hablándola suavemente hasta que la convenció de que saliese de debajo de la mesa con una sonrisa, como si nada hubiera pasado.

Mientras tanto, mi padre estaba preso en la cárcel de Vitoria. Desde muy joven había tomado la costumbre de registrar meticulosamente en un diario todo lo que le pasaba. No era un diario de sentimientos íntimos, sino del simple relato de los acontecimientos del día, a poco que hubiese algo que contar. Mientras estuvo en la cárcel muy poco podía escribir, pero al recuperar su libertad, nada más acabar la guerra, escribió lo que su memoria recordaba de ese tiempo. Todo está registrado. No voy a contarlo todo, porque estas páginas se harían demasiado largas, pero sí algunas cosas que creo pueden ser de utilidad para el objetivo de esta historia. Una de las cosas que le oí contar a mi madre y que sólo viene registrado como al vuelo en el diario de mi padre es lo que pasó cuando las tropas de Mola bombardearon Bilbao, todavía bajo dominio republicano. La población de Bilbao, indignada por el bombardeo, asaltó la cárcel y, ante la pasividad de los guardianes de la misma, sacaron de ella a muchos presos y los mataron. La población de Vitoria, enterada de lo que en Bilbao había pasado, quiso hacer lo mismo con la cárcel de Vitoria y se amontonó en su puerta pidiendo que les dejasen entrar a sacar a los presos. Ni que decir tiene la angustia con la que mi padre y sus compañeros de prisión oían lo que pasaba, con el alma en un hilo, pensando que les podían sacar a ellos en cualquier momento para lincharlos. Nada de eso ocurrió, la Guardia Civil evitó a toda costa que se produjese el asalto y ni un solo preso fue sacado de allí.

A primeros de Marzo de 1937, mi abuela y sus hijas, junto con los dos hijos de mi tía Luisa, llegaron a Vitoria tras un periplo del que, como he dicho, jamás he sabido nada. Supieron oficialmente a primeros de Octubre de ese año que a sus maridos, hijos y hermanos los habían matado. Mi hermana Asun cuenta cómo recuerda perfectamente la tarde en que alguien llegó a la casa de Vitoria y mi madre, que estaba con su amiga Conchita Zuazola, salió del cuarto de estar para hablar a solas con esa persona. Y cómo volvió a entrar, con la cara lívida y desencajada acertando a decir sólo dos palabras: “¡A todos!”. Luego, llanto y dolor.  Las cartas cruzadas entre mi padre y mi madre sobre este tema son de una tristeza y un dolor inefables. Pero sin un sólo reproche. Al revés, hablan de la unión a través del dolor. Lo primero que hicieron mi abuela y mis tías al llegar a Vitoria fue ir a visitar a mi padre a la cárcel y darle un fuerte y cariñoso abrazo. ¡Eso es grandeza! Cuenta mi padre en su diario cómo se le saltaban las lágrimas de dolor y agradecimiento hacia mi abuela y sus cuñadas. En una situación así, no es de extrañar que mi padre sufriese el “síndrome de Estocolmo” que queda muy vivamente reflejado en su diario.

Por otro lado, mi padre tenía un hermano más pequeño, Ignacio, que era Alférez de Navío de la Marina y, cosa rara en la oficialidad de la marina, comunista. En Julio de 1936 estaba en Cartagena, que quedó en el bando republicano. La marinería detuvo a todos los oficiales, y los encerró en la bodega del mercante “España nº 3” junto con otros militares, aviadores de la base de San Javier y Guardias Civiles. Como mi tío Ignacio era comunista, le dijeron que podía quedar libre y con mando, como ocurrió con el Teniente de Navío Antonio Ruiz González y otros oficiales. Pero mi tío dijo que él quería seguir la suerte de sus compañeros de armas. A las 2 y media de la madrugada del 15 de Agosto, el “España nº 3” salió del puerto de Cartagena y, una vez en alta mar, los 215 detenidos, mi tío entre ellos, fueron colocados en proa y popa y ametrallados. Luego se arrojaron al mar sus cadáveres, atados a lastres para que se hundiesen.

El vigilante jefe de la cárcel de Vitoria era un tal Galo Zabalza, al cual mi padre llama en sus memorias D. Galo. Debía ser un personaje siniestro, un don nadie que se sentía poderoso. En los libros del diario de mi padre se pueden ver fotos con él y con todos los presos y sus líneas están impregnadas de esa ligera pero patente adulación hacia quien tiene el poder de hacer la vida insoportable o llevadera e, incluso, de marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Es patético ver cómo en una situación así hay que buscar estar a bien con este tipo de personajes. Cuando se empezó a preparar el asalto a Bilbao por parte de las tropas del general Mola, hubo “paseos”. Al amanecer del día 30 de Marzo fusilaron a un tal Bazán, tras haberle sacado a golpes la confesión de sus supuestas culpas. Todos los presos pudieron oír el brutal interrogatorio. He oído contar, aunque no a nadie de mi familia, que en esos interrogatorios se utilizaba a Paulino Uzcudun, una vieja gloria del boxeo, guipuzcoano, que, como más tarde haría Urtáin, había sido campeón de España y de Europa. La noche de ese mismo día 30, sacaron de diversas celdas a diez presos. Todos creían que iban a pasearlos, pero al día siguiente se enteraron de que los habían liberado y habían llegado sanos y salvos a sus casas. La noche del 31 de Marzo, a eso de las 11 y media de la noche, D. Galo entró en la celda de mi padre y dijo: “Collel y Conca, vístanse. Están en libertad”. Collel era el compañero de petate de mi padre. Convencido de que le iban a dar la libertad, como a los del día anterior, se vistió con sus mejores galas. Antes de salir le dio un fuerte abrazo a mi padre que le pidió que, una vez en libertad, fuese a decir a mi madre que él estaba bien. El infeliz, al salir, le dio las gracias a D. Galo. ¡Pobres! A ellos, junto con otros catorce de otras celdas, entre los que estaba el Alcalde oficial de Vitoria, Teodoro González de Zárate, al que sustituyó mi padre como Alcalde por su enfermedad, los montaron en cuatro automóviles y los llevaron por la carretera de Pamplona. Allí les bajaron del coche y les fusilaron. Al día siguiente volvieron a liberar a otro grupo de presos. El tal D. Galo, para explicar que un día llamaran a unos para liberarlos y al siguiente para pasearlos, dijo la siniestra frase: “Entre col, y col… lechuga”. Aunque no hubo más paseos en grupo, sí que se producía de cuando en cuando la saca de algún preso para fusilarle tras el correspondiente interrogatorio. Mi hermana Asun me dice que ella le había oído decir a nuestro padre el dolor de conciencia que le producía el hecho de que, junto a la terrible pena que le produjo el asesinato de Collel algún otro compañero y amigo suyo, se alzaba, más fuerte que la pena, la alegría de no haber sido él el elegido. El año pasado, leyendo el magnífico libro de Manuel Chaves Nogales “España a sangre y fuego” –que recomiendo encarecidamente–, en el que se narran historias reales y terribles de ambos bandos, encontré una que era muy similar a lo que acabo de contar.

La vida de mi madre en Vitoria tampoco era fácil. Su principal preocupación era que no paseasen a mi padre. El entonces coronel Solchaga, a la sazón comandante de una de las columnas del asalto a Bilbao con sede en Vitoria, la hizo llamar un día, antes de que empezasen las sacas y los paseos, y le dijo: “En deferencia a la tragedia que ha asolado a su familia, haré todo lo posible porque a su marido no le pase nada”. “¿Qué le puede pasar?”, preguntó mi madre que todavía no era consciente del peligro. “Mejor que no me haga esta pregunta”, le contestó Solchaga. Sea como fuere, mi padre sobrevivió a las sacas, pero mi madre, cada vez que tenía ocasión, le recordaba su promesa a Solchaga. También contaba mi madre cómo Alonso Vega la llamó a un día y, por la misma razón que Solchaga, le dijo: “Este es el papel que firmó su marido al entregar la alcaldía. Pudiera ser comprometido para él que se hiciera público. Por eso, aquí mismo, delante de usted, lo rompo” y, dicho y hecho lo rompió en cuatro y le dio los papeles a mi madre. En Vitoria, sin embargo, era una apestada social. Sólo la familia de mi padre, su amiga Conchita Zuazola, casada con Jesús Velasco, y algunos pocos amigos más fueron un apoyo para ella. Jesús Velasco era combatiente en el ejército de Mola y en más de una ocasión salió también fiador de mi padre. Pero, aparte de esta zozobra, estaba el tema de la subsistencia material. Porque mi madre no tenía un duro de ingresos. La familia de mi padre, en especial su madre, mi abuela Mercedes, les ayudó económicamente, con gran generosidad, a salir adelante. Ayuda que fue devuelta años más tarde, después de la guerra, en cuanto mi padre tuvo medios para hacerlo. Mi madre intentó trabajar como enfermera, pero su solicitud le fue denegada sin tener para ello menos méritos que otras que sí eran aceptadas.

Desde la cárcel se le permitía a mi padre escribir y recibir cartas de cuando en cuando. Todas las que él mandó están pegadas en su diario, pues mi madre las guardaba celosamente. Mi padre no pudo, en cambio, guardar todas las que le enviaba mi madre, sino sólo algunas. Son cartas que parten el corazón cuando se leen. Sin embargo, junto con cada carta que escribía a mi madre, adjuntaba otra para sus hijas Merceditas y Mari-Asun, como él las llamaba. En estas cartas no se traslucía nada de la tristeza que le embargaba y que empapaba las dirigidas a su mujer. En algunas de ellas les contaba cuentos de su invención, que ilustraba con magníficos dibujos a pluma. No en vano era un excelente pintor. Esas cartas y cuentos están también guardadas como un tesoro. Muchas veces se los he leído a mis hijos, cuando eran pequeños, que veían maravillados los dibujos de su abuelo. Pienso que debería publicar estas cartas, tanto en letras de imprenta como en facsímil del texto, junto con los dibujos. Espero hacerlo algún día.

Tras unos meses en la cárcel de Vitoria, que se iba atestando a medida que llegaban nuevos prisioneros del frente norte, trasladaron a una parte de los presos, mi padre entre ellos, al Convento del Carmen, habilitado como prisión. Cuenta mi padre cómo, cargados de sus enseres, recorrieron Vitoria desde la prisión de la calle, que después de la guerra se llamó de la Paz (ignoro si antes de la guerra se llamaba así), hasta la calle del Sur, hoy Manuel Iradier, donde estaba el convento. Y cómo la gente les miraba, con curiosidad unos, con desprecio otros, con conmiseración algunos e insultándoles unos pocos. También allí el hacinamiento era espantoso. Más adelante, cuando cayó Bilbao, le trasladaron a Murguía cerca de Vitoria en el camino a la capital vizcaína, donde estaba un poco mejor instalado. La prisión estaba en una parte del Convento de los PP Paules, habilitado para tal. Allí, debido a su formación, se convirtió en persona imprescindible para llevar a cabo las labores administrativas de la prisión, además de hacerse muy amigo de los padres Paules, que estaban en otra parte del convento. Esto hizo su prisión mucho más llevadera. Más tarde fue trasladado a Burgos, en donde tuvo lugar su proceso judicial del que salió exculpado de todo cargo. No obstante, permaneció en prisión, trasladado al Fuerte de Guadalupe, en Fuenterrabía, transformado en penal. Al final de la guerra estuvo unos meses en arresto domiciliario en Burgos, en casa de unos primos suyos, padres de los militares de aviación, hermanos Alfaro, que llegaron a ser ambos miembros del Alto Estado Mayor del Aire. El agradecimiento de mi padre hacia ellos por la cálida acogida y estancia que le depararon era inmenso. Hay en casa una acuarela de mi padre en la que se ve el paseo del Espolón, al que daba el mirador de la casa de sus primos. Las ramas de los plátanos de ese paseo, sin hojas, se entrelazan entre sí como si fueran rejas. En el paseo se ve a los dos guardias encargados de vigilar la casa para que no se fugase ni saliese a dar un paseo por el Espolón.

Es imposible exagerar el soporte que mi madre supuso para mi padre en su permanencia en prisión. Sin ella, se hubiera hundido y hasta es posible que hubiese sido paseado. Le visitaba muy a menudo, siempre que podía, y cuando estaba en Murguía, le llevaba frecuentemente a sus hijas Merceditas y Mari-Asun, que eran un bálsamo para él. Le escribía cartas casi a diario levantándole el ánimo, que mi padre tenía por los suelos. Las que se conservan son un ejemplo de apoyo constante, llenas de solicitud y amor. No paró, junto con su madre, mi abuela Luisa, de hacer gestiones a todos los niveles para velar por su seguridad y procurar su liberación. Fue, en una palabra, su ángel de la guarda en esos durísimos años.

Acabada la guerra mi madre y mi tía Luisa tuvieron que ir a desenterrar, en las zanjas en las que los habían sido arrojados los cuerpos de su padre, su marido y sus hermanos. Es más que probable que entre los que les sirvieron de guías para saber dónde estaban estuviera alguno de sus asesinos. Pero tampoco oí nunca una expresión de odio contra ellos. Los reconocieron por la ropa. Trasladaron sus cadáveres al cementerio de Paracuellos de Jarama, donde reposan, no se sabe en qué lugar exacto, junto con el de su hermano Paco. A mi padre le liberaron nada más acabar la guerra. Pero el ambiente de Vitoria de la posguerra, aunque ya estaba totalmente desengañado de la política, era irrespirable para él. Siempre contó con el apoyo de sus amigos Velasco, Zuazola, Areizaga y otros que no conozco y, siempre, su agradecimiento y el de mi madre hacia ellos fue inmenso. Pero, a pesar de esta entrañable amistad, le resultaba imposible vivir en Vitoria, por lo que se vino a vivir a Madrid. Intentó ejercer la abogacía, pero para inscribirse en el Colegio de Abogados tenía que jurar los principios del movimiento, cosa que se negó a hacer. Lo pasó muy mal, económicamente hablando. Pero como no tenía otro oficio, decidió fundar una empresa. En aquellos momentos de posguerra, en España no había de casi nada. Decidió entonces obtener la representación de una fábrica alemana de maquinaria naval. La obtuvo sin dificultad y, junto con su cuñado, mi tío Manolo Bergareche, marido de mi tía Pepa, hermana de mi madre, fundaron una empresa, SIMA, que empezó a ir bien. Después fundaron otra, PROMA que fue todavía mejor y, por último, COTEDISA, que culminó el éxito.

Entre tanto, nació mi hermano Paco en 1940, mi hermana Maria Victoria, en 1945. En los años de la II Guerra Mundial mi padre se alineó claramente con el bando aliado. Se hizo socio del Club Británico y desde él celebraba con sus amigos ingleses y americanos el giro favorable que tomaba la guerra para su bando. Mi hermana Merche le recuerda en ese club formando en línea junto con sus amigos británicos, muy serios, mientras cantaban al unísono:

We don’t want to march like the infantry,
(Mientras hacían que marcaban el paso)
ride like the cavalry,
(Mientras que hacían como que montaban a caballo)
shoot like the artillery,
(Mientras hacían que disparaban un rifle)
we don’t want to fly over Germany,
(Mientras que extendían los brazos como su fueran las alas de un avión en planeo)
we are de king’s navy!
(Mientras se cuadraban y saludaban militarmente).

De la celebración de la victoria aliada viene nombre de mi hermana María Victoria, nacida precisamente en Octubre del año 1945. Mi hermana tuvo por padrino al músico e intelectual irlandés Walter Starkie, traductor de El Quijote al inglés y violinista reputado, también socio del Club Británico. Finalmente, en 1951, nací yo. A mis padres les hizo una enorme ilusión mi nacimiento y pensaron ponerme Buenaventura, y no precisamente por Buenaventura Durruti, sino por la alegría que les produjo mi llegada a este mundo. Al final, desecharon este simbólico nombre y me llamaron Tomás. Pero a mi padre seguía sin gustarle ni poco ni mucho el mundo de la empresa y los negocios. Si había que dedicarse a él para salir adelante, pues manos a la obra. Pero en cuanto las cosas fueron suficientemente bien, dejó los negocios en manos de su cuñado y más tarde, de mi hermano Paco y el se volvió a dedicar al diletantismo artístico.

En los años 50 murió de tuberculosis mi tío Federico, hermano de mi madre, por lo que, muy a su pesar, heredó el título de Marquesa de Cañada Honda que, según el sistema de herencia de títulos nobiliarios de entonces, debería haber correspondido a alguno de sus hermanos por orden de edad. Desgraciadamente, no había ninguno para heredarlo.

Pero, a pesar de haberse venido a vivir a Madrid, mi padre no podía olvidar su ciudad, Vitoria. Cuando su situación económica mejoró, al tiempo que devolvió la ayuda prestada por su madre, le compró una casa, Villa Paula, con un magnífico jardín en lo que entonces eran las afueras de Vitoria, cerca del manantial de Armentia, y todos los veranos y vacaciones escolares nos íbamos allí. Poco a poco fue recuperando amistades, echando al olvido los desplantes y desaires que hubiera podido tener en el pasado. Su casa se convirtió en centro de las tertulias más entretenidas de Vitoria. A casa venían todas las fuerzas vivas de la ciudad, alcaldes y otros políticos, periodistas, escritores, músicos, etc., etc., etc. Recuerdo haber tenido invitados en casa al guitarrista Regino Saenz de la Maza o a los cantantes franceses Jacqués Brel y Gilbert Bacaud. Además, descubrió su vena de paisajista, e hizo del jardín de Villa Paula y del de Geldi-Geldi, otra casa que compró en Fuenterrabía, dos jardines espectaculares.

Volvió a pintar y, aunque ya se le había pasado el arroz, pintaba francamente bien. De hecho, mi hermana María Victoria tiene un cuadro de la peña de Amboto que fue empezado en 1922, antes de casarse, y terminado en 1960. No tenía ni ganas ni necesidad de vender sus cuadros, por lo que no dio a conocer su obra. No obstante, realizó varias exposiciones con notable éxito. En la enciclopedia de pintores y escultores vascos del siglo XX, hay una sección dedicada a él. Casi todos sus cuadros están en la familia. Uno de sus cuadros de gran formato, que representa la entrada del General Álava en Vitoria en la Guerra de la Independencia de 1808, está expuesto en la Diputación Foral de Álava. Compuso música, cuyas partituras están en mi casa y se dedicó a escribir. Escribió una excelente biografía del Rey Pedro I de Castilla, llamado el Cruel, epíteto con el que él no estaba de acuerdo y, así, lo tituló “Las justicias del rey”. Pero, sobre todo escribió dos libros que eran una crónica de la historia de su ciudad, Vitoria. Son, “Vida de la Ciudad de Vitoria”, desde la fundación de la ciudad hasta el principio del siglo XX y “Una ciudad desencantada” desde el principio de ese siglo, hasta después de la Primera Guerra Mundial. Nunca quiso seguir adelante. Esos libros, editados por la Diputación de Álava, fueron leídos por un entonces joven doctorando de historia de la Universidad del País Vasco, hoy Catedrático de la misma, Antonio Rivera. Antonio estaba haciendo su tesis doctoral sobre determinados aspectos de la vida de Vitoria. Se puso en contacto con mi familia para preguntarnos si teníamos alguna documentación que pudiera servirle para su tesis. Por supuesto, le dimos acceso a todos los diarios de mi padre que se remontaban a finales del primer decenio del siglo XX. Se quedó maravillado y, años más tarde propuso y logró que a una residencia universitaria del campus de Vitoria de la UPV se le pusiera el nombre de Tomás Alfaro Fournier.

Pero, aunque estoy hablando mucho de mi padre, la verdadera alma de la casa y de la familia era mi madre. A pesar de su fuertísima personalidad, siempre era mi padre el que brillaba, estando ella en un segundo plano mientras llevaba el día a día de la familia. No puedo dejar de contar tres anécdotas suyas que reflejan su carácter. Las dos primeras están relacionadas con sendos accidentes de coche.

Primera. En los primeros años de su matrimonio, en Vitoria, mi madre tuvo un grave accidente de coche. Iba con dos amigas y dieron varias vueltas de campana. Las dos amigas quedaron inconscientes. Mi madre estaba consciente, pero no veía nada, porque un largo corte en el cuero cabelludo hacía que éste le cayese por delante de los ojos. Se lo levantó y sujetó con una mano en la frente y echó a nadar en busca de ayuda. Como estaban en mitad de ningún sitio y por aquel entonces no pasaban apenas coches por las carreteras, tuvo que andar así varios kilómetros. La primera persona que la vio fue un aldeano que salió corriendo. Por fin llegó a una casa en la que la atendieron. Lo primero que pidió fue un espejo. Tras mirarse, dijo dónde había sido el accidente y se desmayó. Sus amigas fueron atendidas y resultaron ilesas.

Segunda. Hacia 1960, yo lo recuerdo, debía tener 9 o 10 años, mi madre venía de Vitoria sola en coche. La esperábamos a eso de las 5 de la tarde, pero a las 10 de la noche no había llegado. Por fin llegó. El coche venía con la parte de atrás hundida contra el asiento. Había volcado de medio lado y, en el deslizamiento, el coche había chocado contra un poste de telégrafos de los que en esa época estaban al borde de la carretera. Toda la parte trasera se hundió. Si hubiese habido alguien allí, hubiese muerto aplastado. El primer coche que pasó la atendió y entre varias personas pusieron el coche otra vez sobre sus cuatro ruedas. A pesar de la ayuda que le ofrecían, mi madre decidió seguir conduciendo los 60 Km que la separaban de Madrid. Al llegar a casa dijo que estaba bien y que sólo necesitaba descansar. No admitió que se llamase a un médico. “Mañana –decía–, ahora necesito descansar”. A la mañana siguiente vino el médico. Tenía roto el esternón. Nos confesó que al llegar estaba convencida de que estaba reventada por dentro y de que iba a morir esa noche. Cuando se enteró de que “sólo” era el esternón, se llevó una alegría.

Tercera. Mi tío Heraclio, hermano de mi padre, fue un genio de la aeronáutica. En 1914 construyó el aeroplano Alfaro I con el que voló delante de 25.000 personas. En 1920 se va a Estados Unidos hasta 1922, en que vuelve a España y construye el Alfaro XI. La primera mujer, y la única de Vitoria, que voló en ese avión fue mi madre. Mi tío Heraclio volvió a EEUU, donde tuvo una meteórica carrera en el mundo de la aviación americana, trabajando como free lance para muchas de las grandes empresas aeronáuticas, desarrollando 21 patentes en este país. Volvió a Vitoria en 1945, enfermo de párkinson, donde murió en 1962.

El brillo de mi padre no debía ser barato porque hacia 1955, tuvo que vender la casa de Fuenterrabía que debía ser una carga excesiva. En el verano de1961, en Villa Paula, fue cuando mi madre escribió, por espíritu de contradicción, como ella dice, la novela de la que he empezado hablando, “Esa fina arena”. Empieza así:

Escribir es lo que todo aficionado se propone hacer en vacaciones, pensando que sólo son sus ocupaciones de invierno las que le han impedido realizar el libro que todos creemos llevar dentro, propósito que se queda, después de comprar cuartillas y bolígrafos, en el campo o en la playa.

Por espíritu de contradicción he hecho yo el mío... Bueno o malo.

Me han prestado palabras el refranero español, fragmentos de lecturas que se han ido grabando en mi memoria y el Evangelio, maestro de almas.

Mi padre murió en Villa Paula, su casa de Vitoria el 31 de Agosto de 1965. El día antes habían venido, como casi todos los días, varias personas a la tertulia cotidiana. Se acostó lleno de vida y por la mañana, un derrame cerebral acabó súbitamente con ella. Mi madre fue a ver qué era lo último que había escrito en ese diario que llevaba ininterrumpidamente desde su primera juventud. Con fecha del 30 de Agosto a las 11,48h de la noche –la hora estaba cuidadosamente anotada–, las últimas palabras del diario rezaban, literalmente, así: “... Amo el nirvana pensante. El sueño sabiendo que se vive. La profundidad sapiente que une a Dios, que no hace nada, porque todo lo tiene hecho. ¡Bendito sea Dios!”. En el recordatorio de su muerte, mi madre escribió: “Quiso a los suyos, amó a Cristo, buscó a Dios y Él le dio la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna”. Tengo muchos y muy profundos motivos para saber que así fue. A su funeral asistieron todas las fuerzas vivas de Vitoria. Nadie que estuviera en él podría pensar que era el funeral de una persona que había tenido que dejar Vitoria en 1939, condenada al ostracismo por el rechazo a su actividad política. Unos años después de la muerte de mi padre, mi madre vendió Villa Paula. Supongo que se le hacía demasiado cuesta arriba estar en ella. Años después, la ciudad de Vitoria dedicó una calle a mi padre con el nombre de Pintor Tomás Alfaro. Después vino lo que he contado de la residencia universitaria. Años más tarde, Alfonso Alonso, a la sazón alcalde de Vitoria, con excelente criterio, cambió el nombre de la calle por el de Alcalde Tomás Alfaro.

Mi madre, aquejada de un enfisema pulmonar contra el que luchó valerosamente los últimos años de su vida, murió en Madrid, con todos sus hijos ya casados y 20 nietos –que llegarían hasta 26–, el 11 de Enero de 1977. Había celebrado la Nochebuena en su casa con toda la familia, hijos y nietos, como si no le pasara nada. No quiso de ninguna manera que la ingresasen. Quería morir en casa, rodeada de sus hijos y nietos. Creo poder decir que fui para ella una buena ventura en sus últimos años. Como ella lo fue para mí.

Pudo morir diciendo “cumplí”, como decía en su libro, pero sus últimas palabras, recogidas por mi mujer, que estaba en ese momento en su turno de vela a su cabecera, fueron: “¡Dios mío!”, pronunciadas al exhalar su último aliento. Después, se fue por el puente del que habla en su libro, pero el de verdad, no el de los sueños de huida, sino el que lleva a la Eternidad.

Como he dicho, aunque de esta historia terrible no se hablaba mucho en casa, tampoco se hacía de ella tabú. Pero jamás he oído contar ninguno de sus retazos con odio ni espíritu de venganza. Al revés, siempre se ponía el acento en los pasajes en los que brillaba la grandeza. Por eso ni yo ni ninguno de mis hermanos sabemos lo que es odiar. Sencillamente, no lo hemos mamado en nuestra casa.

Todos los seres humanos tenemos nuestras luces y nuestras sombras. Leí en su día las memorias de Manuel Azaña. Sé algo de historia. Aunque tengo por mi padre una enorme cariño y una inmensa admiración, no tengo por qué estar de acuerdo con él en todo. Tampoco sé cuál sería su pensamiento con la perspectiva de hoy. Con todo eso, creo que en Manuel Azaña las sombras fueron mucho más profundas que la luz. Pero creo también que es bueno saber ver la luz de cada persona, sean cuales sean sus sombras. Por eso, casi casi, acabo con una frase de Manuel Azaña que atravesó sus sombras para ilumuinar. Es un párrafo de un discurso suyo dado en Barcelona, como Presidente de la república, el 18 de Julio de 1938. Dijo:

“... y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción,  que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”.

He dicho que casi, casi, iba a acabar con esta frase. Pero, ya que mi madre decía en su libro que el Evangelio, maestro de almas, le había prestado palabras, yo también acabo con una frase evangélica: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”.

  Quizá esta memoria histórica familiar pueda ser una lección en los tiempos de memoria histórica sesgada y revanchista en los que vivimos. Si es así, merecerá la pena haber escrito estas páginas. Sólo si es así merecerá ser referida a la historia y no estaré faltando el respeto a la frase de mi madre con la que empecé a escribir esto en su día. No sé. Espero que sí lo merezca [2].


[1] Este párrafo en cursiva lo he añadido justo antes de dar a la luz estas páginas.
[2] Escrito justo antes de ser publicado.

14 de septiembre de 2018

El aprendiz de zapatero

Justo a la vuelta de vacaciones me ha pasado una cosa curiosa. En mi casa, tengo una biblioteca que es un caos. Hay en ella algo así como el doble de los libros que caben. Por lo tanto, los hay encima de la mesa, puestos horizontalmente encima de los que están en las estanterías y apilados en una especie de mesas auxiliares extraíbles. A pesar de todo, creo que conozco todos los libros que tengo en ella, aunque no los haya leído todos, y hasta tengo ciertas probabilidades de encontrar uno que ande buscando y que no haya visto en años. Pero el otro día vi, encima de una pila de libros, con la portada hacia arriba, uno que no había visto jamás. No estaba en una estantería de canto, no. Estaba encima de una pila. Es absolutamente inconcebible que llevase tiempo ahí sin que lo hubiese visto. Por lo tanto, lo miré con curiosidad. Era muy finito. Un cuento muy breve de León Tolstoi con el título de “El aprendiz de zapatero”. Lo abrí y empecé a ojear la primera página. Me enganchó desde el principio y, al ser tan corto, me senté y lo leí de una tacada, en una media hora. A medida que lo leía, me emocionaba más y más. Al final, me quedé quieto un rato, meditando sobre lo que había leído. No voy a decir que haya ocurrido algún hecho extraordinario para que este libro apareciese en mi biblioteca, pero lo que sí sé es que no tengo ni idea de cómo llegó a ella ni de cómo llegó a estar en el top de unos libros apilados, a la vista del más miope. Como necesito compartir lo que me emociona o me impresiona, decidí que os lo tenía que hacer llegar. Ya he dicho que su lectura es de no más de media hora y, por lo que os cuento aquí, queda claro que os lo recomiendo vivamente. Espero que os impresione y emocione como lo ha hecho conmigo.




El aprendiz de zapatero

León Tolstoi

I

Hace mucho tiempo vivía en una aldea un zapatero con su mujer y sus hijos. Vivían en una habitación alquilada a un campesino, porque el zapatero no tenía casa ni tierras y a duras penas ganaba para mantener a su familia. El pan era caro y el trabajo mal pagado; se comía todo lo que ganaba y sólo tenía, para sí mismo y para su mujer un abrigo de piel de oveja ya raído. Hacía tiempo que el zapatero intentaba conseguir dinero para comprar pieles de carnero y hacerse un nuevo abrigo.

Un otoño había conseguido ahorrar algo y en un cofre de la “mamma” guardaba tres rublos en billetes. En la aldea de al lado le debían cinco rublos y veinte céntimos.

Una mañana decidió ir a comprar las pieles. Se puso la bata acolchada de boatiné de la “mamma”, se cubrió con su sayo de paño, se echó al bolsillo los tres rublos, cogió su bastón y, después de desayunar, se fue.

“Cobraré los cinco rublos –pensaba–. Les añadiré estos tres y compraré pieles para un abrigo”.

Al llegar a la aldea fue a casa de un campesino, pero éste estaba fuera; su mujer le prometió que su marido le llevaría el dinero en esa misma semana, pero no le dio ni un céntimo.

En otra casa le juraron que no tenían para pagarle todo; le dieron sólo veinte céntimos por unas suelas. El zapatero intentó comprar fiadas las pieles, pero el vendedor no quiso fiarle.

- Dame dinero –le dijo–, y elegirás tú mismo el género, porque sé lo mucho que cuesta cobrar.

El zapatero no logró lo que quería; sólo consiguió, junto con los veinte céntimos del arreglo, un viejo para de botas de fieltro que le dieron para remendar.

Entristecido, fue a la taberna, se bebió los veinte céntimos y se fue andando sin las pieles. Por la mañana había tenido frío por el camino, pero después de beber entró en calor sin necesidad del abrigo. Andaba alegre golpeando con el bastón el suelo helado; se reía y mascullaba entre dientes:

“Tengo calor sin abrigo porque he bebido un poco; mi tripa está llena de vino. ¿Para qué querría un abrigo nuevo? Me he olvidado de mi miseria, soy todo un hombre. ¿Qué me importa nada? Puedo vivir perfectamente sin abrigo. Paso de él para siempre. Pero la “mamma” lo sentirá mucho, y tendrá razón. Trabajamos para los campesinos que nos explotan. ‘¡Espera! ¿Quieres dinero? ¡Pues vete a la porra!...’ Y le pagan a uno dándole sólo veinte céntimos. ¿Qué puede uno hacer con veinte céntimos? Bebérselos en la taberna y santas pascuas. Entonces te dicen: ‘¡La miseria!’ ‘¡Claro, claro! Pero, ¿y mi miseria, qué? Tienes una casa, ganado y todo lo que necesitas y yo no tengo nada.  Comes el pan que te produce tu campo y yo tengo que comprar el mío; necesito tres rublos por semana; al llegar a mi casa ya se han comido el pan y tengo que gastar otro rublo y medio… Págame lo que me debes”.

Así llegó cerca de la ermita, en una vuelta del camino, y vio detrás de ella algo blanco. Atardecía y el zapatero no veía bien.

“¿Qué es eso de ahí? No era una piedra blanca. ¿Será una vaca? No, no parece una vaca. Por la cabeza, yo diría que es un hombre; pero, ¿por qué lo veo blanco? ¿Y por qué hay un hombre aquí?”

Semel, que ese era el nombre del zapatero, se acerca, le mira y lo ve todo claro. ¡Prodigioso! Es un hombre. ¿Está vivo o muerto? Está sentado, completamente desnudo, apoyado en la pared de la ermita y sin moverse. El zapatero se asusta y se dice:

“Seguro que le han matado, le han robado sus vestidos y lo han dejado aquí; si me acerco me meteré en líos, porque creerán que soy el asesino y el ladrón”.

El zapatero pasa de largo, deja atrás la ermita y ya no mira al hombre. Pero luego vuelve la cabeza y ve que el hombre está separado de la pared y se mueve y parece que le mira fijamente. Cada vez con más miedo, el zapatero se santigua y se pregunta si debe volver o huir.

“Si me acerco a él –piensa–, puede que me ocurra una desgracia. ¿Qué clase de hombre será? Me parece sospechoso. Se abalanzará contra mí y no podré escaparme. Si no me estrangula, al menos me veré en un serio apuro. ¿Qué podré hacer con un hombre desnudo? No puedo desnudarme y darle mi única ropa para vestirle. Me largaré a toda prisa”.

Y apresura el paso. De pronto, se para en el camino.

“¿Qué vas a hacer Semel? –se dijo–. ¿Qué vas a hacer? ¿Un hombre se está muriendo y a ti te da miedo y huyes de él? ¿Tal vez eres ya rico? ¿Tienes ya miedo de que te quiten tus tesoros? Vamos, Semel, eso no está bien”.


II

Cuando reflexionó así Semel volvió hacia la ermita y se acercó derecho al encuentro del hombre. Cuando llegó a su lado empezó a observarle. Era joven y fuerte. No tenía señales de golpes ni heridas en su cuerpo desnudo, pero estaba aterido de frío y parecía asustado. Estaba pegado a la pared, sin mirar a Semel. Era como si estuviese exhausto, sin poder ni siquiera levantar los párpados. Semel se inclinó sobre él. El hombre se reanimó súbitamente, abrió los ojos, volvió la cabeza hacia él y le miró.

Al ver aquella mirada, el zapatero sintió aprecio por el desconocido. Dejo caer sus botas de fieltro, soltó su cinturón y se quitó el sayo.

¡Venga –le dice–, nada de charla inútil! ¡Vístete! De prisa, venga, de prisa… Te vas a congelar.

Coge al pobre hombre entre sus brazos, le ayuda a levantarse, le pone de pie y se fija en su cuerpo, muy fino y muy blanco, y en su dulce rostro.

Semel le pone el sayo sobre los hombros, pero el desconocido no sabe como meter los brazos en las mangas. Semel se las mete, cierra el sayo, le pune el cinturón, se quita su gorra raída y quiere ponérsela, pero siente frío en la cabeza y piensa:

“Estoy completamente calvo y el tiene el pelo largo y rizado. Me hace más falta a mí”.

Y se vuelve a poner la gorra.

“Será mejor ponerle las botas”.

Y, poniéndose de rodillas a los pies del desconocido, le pone las botas de fieltro. Luego le pone de pie y le dice:

- ¡Bueno, hermano! Venga, muévete un poco. Caliéntate. Aquí ya no hay nada que hacer. Podemos irnos.

Pero el desconocido sigue de pie, en silencio, mirando dulcemente a Semel. No es capaz de articular ni una palabra.

- ¿Qué te pasa? ¿Por qué no dices nada? No podemos pasarnos aquí todo el invierno. Tenemos que volver a casa. Coge mi bastón y apóyate en él si te faltan fuerzas. ¡Vamos, en marcha!

El hombre empieza a andar sin quedarse atrás.

Andan el uno junto al otro y Semel le pregunta:

- ¿De dónde eres?

- No soy de aquí

- Conozco a las personas de por aquí. ¿Por qué estabas detrás de la ermita?

Y el otro respondió:

- No puedo decírtelo.

- ¿Te han atacado tal vez?

- No, no me a maltratado nadie. Me ha castigado Dios.

- Ya sé que todo viene de Dios, pero de algún lugar vienes, ¿no? ¿A dónde vas?

- A cualquier parte, me da igual.

Semel se queda asombrado. “Este hombre no tiene cara de malo, tiene una voz dulce, pero no cuenta nada de sí mismo”. Semel piensa que el asunto es misterioso y le dice al desconocido:

- Ven a mi casa a calentarte un poco.

Samel echa a andar y el otro le sigue. El viento sopla con fuerza y atraviesa la bata de Semel. Pasado el efecto del vino, ya sereno, empieza a sentir frío. Anda deprisa sin resuello y piensa:

“¡La he hecho buena! ¡Vaya abrigo traigo! He salido para comprar un abrigo y vuelvo sin sayo siquiera y con un hombre desnudo. No creo que Matryona me lo agradezca”.

Matryona es la “mamma”. Al pensar en ella, Semel se siente incómodo, pero cuando mira al desconocido recuerda su mirada en la ermita y siente que el corazón le salta de alegría en el pecho.


III

Matryona, la mujer de Semel, se ha levantado muy pronto para hacer la casa. Ha cortado leña, ha ido a por agua, ha dado de comer a los niños y ella también ha comido. Luego se ha puesto a pensar. Piensa en el pan. Tiene que hornearlo hoy o mañana. Todavía tiene en la despensa una hogaza. Si Semel ha comido en la aldea y esta noche no cena, tendrán bastante para mañana. Mira una y otra vez la hogaza.

 “No voy a amasar hoy –se dice–. Además, tengo poca harina. A ver si así tenemos hasta el Viernes”.

Tras guardar el pan, Matryona se sienta a la mesa para remendar la camisa de su marido. Mientras cose piensa en Semel, que se ha ido para comprar pieles.

“¡Con tal de que no le hayan engañado! Es tan tonto… Él no ha engañado nunca a nadie y un niño podría engañarle. Con ocho rublos podrá comprar un buen abrigo que abrigue bastante, aunque no sea de buena calidad. Hemos sufrido mucho el último invierno con un solo abrigo. No se podía ir a lavar al río sin ponérselo y ahora, al irse, se ha puesto mi bata acolchada… Así no puedo salir de casa… ¡Cuánto tarda! ¿No se habrá ido a la taberna “mi pájaro?”

Nada más pensar estas palabras oye los pasos de Semel en el zaguán. Matryona deja la labor y va al vestíbulo. Ve entrar en él a dos hombres, Semel y otro campesino, con la cabeza descubierta y con botas de fieltro. El aliento revela a Matryona que su marido ha bebido.

“Lo que me temía” –pensó.

Al verle sin sayo, con las modas vacías, en silencio y avergonzado, el corazón le empeza a latir con fuerza a la “mamma”.

“Se ha bebido el dinero –pensó–. Se ha ido a la taberna con algún paria y luego lo trae aquí. Es lo que nos faltaba”.

Les deja entrar en la cabaña y les sigue sin decir nada.

Ve que el desconocido es un joven, delgado y pálido, vestido con el sayo, sin camisa debajo y sin gorra. Cuando entró, se quedó callado, con la mirada baja. Matryona piensa:

“Es un sinvergüenza, tiene miedo”.

Se va junto a la estufa, molesta, esperando a ver qué pasaba.

Semel se quita la gorra y se sienta en el banco, como un buen chico.

- Oye –Matryona murmura entre dientes mientras se para junto a la estufa mirando a uno y a otro moviendo sólo la cabeza.

Semel se da cuenta de que su mujer está indignada pero, ¿qué puede hacer? Como quien no quiere la cosa, coge de la mano al desconocido y le dice:

- Siéntate hermano. Vamos a cenar.

El hombre se sienta silencioso.

- Di, mujer, ¿no has hecho la cena?

- ¡Sí, la he hecho! ¡Pero no para ti! ¡Ya has cenado bastante con lo que has bebido…! ¡Te vas a buscar un abrigo nuevo y vuelves sin sayo! ¡Y para colmo de males te traes a un vagabundo desnudo! ¡No he hecho cena para borrachos!

- Basta ya, mujer. No hace falta hablar tanto sin decir nada. Sería mejor que me preguntases quién es este hombre.

- Empieza por decirme dónde te has dejado el dinero– terció la “mamma”. Semel se mete la mano en el bolsillo y saca de él los tres rublos.

- Aquí tienes el dinero. Trofimov no me ha pagado. Me ha prometido pagarme mañana.

Matryona se pone más y más furiosa. Se acabó lo del abrigo nuevo y el sayo lo tiene un vagabundo desnudo que trae su marido a casa para colmo de males. Coge el dinero y lo guarda, diciendo:

- No hay cena. No quiero alimentar a todos los vagabundos borrachos.

- Escucha Matryona, calla y escucha lo que te digo.

- ¡Escuchar yo las idioteces de un imbécil borracho! ¡Tenía razón en no querer casarme contigo! Mi madre te dio para una tela y tú te la bebiste. Vas a comprar un abrigo y te lo bebes.

Semel intenta explicar sin éxito que sólo se ha bebido veinte céntimos y quiere contarle cómo encontró al desconocido. Pero Matryena no le deja ni abrir la boca porque ella habla por los dos a la vez. Le echa en cara hasta lo que ocurrió hace diez años. Habla y habla y después agarra a Semel por una manga.

- Dame mi bata. Sólo tengo esa y me la has quitado y te cubres con ella, perro sarnoso. ¡Que te lleve el diablo!

Semel quiere quitarse la bata, pero su mujer tira y se rompen las costuras. Al final, Matryona coge la bata, se la pone sobre la cabeza y va hacia la puerta para irse… Pero, de repente, se para con un acceso de furia. Quisiera reñir a alguien y saber quién es ese hombre.


IV

Matryona, le lanza estas palabras desde el umbral de la puerta:

- Si fuese un buen hombre no iría desnudo. Tendría, por lo menos, una camisa. Si hubieras hecho una buena acción, me habrías dicho de donde viene este tío.

- Llevo tres horas diciéndotelo, pero no me quieres escuchar. Pasaba junto a la ermita y vi a este chico desnudo y casi helado. Ya no estamos en verano ni cosa parecida. Dios me ha llevado a él, si no, esta noche hubiera muerto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Le he abrigado, le he vestido y me lo he traído. Serénate Matryona, es un pecado ponerte así y todos vamos a morir.

Matryona abre la boca para contestar. De pronto, mira al desconocido y se queda callada. Sentado en el banco, sigue inmóvil. Su pecho se levanta, se está ahogando, con las manos sobre las rodillas, cruzadas, la cabeza baja, los ojos cerrados, como hundido. Matryona calla. Semel le dice dulcemente:

- Matryona, ¿es que no está Dios en tu corazón?

Al oír esto, la mujer mira al extraño, que también la mira, y su corazón se enternece. Vuelve a entrar y se acerca a la estufa para preparar la cena. Posa la cazuela en la mesa y trae el último pan y la cerveza.

- ¡Venga!, come –le dice.

Semel pone al joven a la mesa.

- Acércate, hermano.

Parte el pan, lo unta y empieza a comer.

Matryona se sienta en una esquina de la mesa, apoya los codos en ella y apoyando la barbilla en las manos, mira al extranjero.

Siente cómo le invade una gran compasión. Siente que quiere a ese pobre hombre. El desconocido se pone alegre de repente. Y levantando la cabeza mira sonriendo a la mujer. Al terminar de cenar, la “mamma” recoge los platos y dice:

- ¿De dónde vienes?

- No soy de aquí

- ¿Por qué estabas junto a la ermita?

- No puedo decírtelo.

- ¿Quién te ha desnudado?

- Me ha castigado Dios

- ¿Y estabas así, desnudo?

- Así estaba allí, desnudo. Me estaba helando. Semel me vió, sintió pena por mí, me puso su sayo y me dijo que fuese tras él. Tú te has compadecido de mi miseria y me has dado de comer y de beber. ¡Que Dios te bendiga!

Matryona se pone en pie, abre el arcón, saca de él la camisa vieja de Semel, que había remendado para el día siguiente, coge unos calzones, se los da al desconocido y le dice con cariño:

- Toma. Veo que ni siquiera tienes camisa. Póntela y túmbate donde quieras, en el banco o junto a la estufa.

El desconocido se quita el sayo, se pone la camisa y se tumba en el banco. Matryona apaga la luz, toma el sayo y se acuesta junto a la estufa, al lado de Semel. Se tapa con el sayo, pero no puede pegar ojo. Le preocupa el extranjero y, además, piensa en que se han comido todo el pan que quedaba y que al día siguiente no tendrán nada, que le ha dado la camisa y los calzones de Semel. Esta triste e inquieta. Pero al recordar la sonrisa del extranjero siente un estremecimiento de alegría. Durante mucho tiempo Matryona no puede dormir. Semel tampoco duerme y tira del sayo.

- ¡Semel!

- ¡Qué!

- Nos hemos comido todo el pan y hoy no he amasado. ¿Qué vamos a hacer mañana? Le tendré que pedir a Melania que nos preste.

- Ya nos apañaremos. No nos faltará para comer.

Tras un instante de silencio.

- Parece un hombre bueno. ¿Por qué no se explica?

- Lo tiene prohibido, sin duda.

- ¡Semel!

- ¿Qué?

- Nosotros damos y a nosotros nadie nos da.

Semel no sabe que responder.

- Basta de cháchara –dice dándose la vuelta.

Y se queda dormido.


V

El zapatero se despertó muy temprano. Los niños todavía dormían. La “mamma” había salido para pedir pan a la vecina. El extranjero estaba sentado en el banco con la mirada fija en el techo. Su rostro estaba más tranquilo que la víspera.

Semel dijo:

- Bueno hermano, el vientre pide pan y el cuerpo vestido. Hay que alimentarse y valerse por uno mismo. ¿Sabes trabajar?

- No sé hacer nada

Semel se espabila y dice:

- Cuando hay buena voluntad se aprende lo que se quiere.

- Si todos trabajan, yo haré como todos.

- ¿Cómo te llamas?

- Mijail

- Muy bien, Mijail. Si no quieres decirme nada de tu vida, me parece bien. Pero hay que comer. Si haces lo que te diga, yo me encargaré de tu sustento.

- ¡Qué Dios te proteja! Enséñame y hazme aprender todo lo que ignoro.

Semel toma cáñamo y lo retuerce.

- No es nada del otro mundo. Mira.

Mijail mira, toma el cáñamo lo retuerce y en poco tiempo Semel le enseña a cortar, a coser, a usar el punzón, a poner las suelas y a marcar las costuras. A los tres días Mijail hace sin dificultad cualquier tipo de trabajo. Tiene tal habilidad que podría pensarse que llevaba cien años haciendo zapatos. No pierde un minuto y come poco. Al terminar su trabajo se queda en su rincón, con la mirada fija, en silencio. Habla poco y no ríe nunca. No sale nunca de casa y nadie le ha visto sonreir más que una sola vez, la primera noche, cuando la “mamma” le dio la cena.


VI

Día a día, semana a semana, pasó un año. Mijail seguía trabajando con Semel. Ganó fama de ser un buen aprendiz. Nadie hacía mejores botas ni más resistentes que Mijail, el ayudante de Semel. Era conocido en veinte leguas a la redonda y Semel empezó a ganar dinero.

Un día de invierno jefe y ayudante trabajaban juntos cuando un trineo tirado por tres espléndidos caballos, con unos arreos que sonaban alegremente, se paró en la puerta de la cabaña. Bajó del pescante un criado que abrió la portezuela de la calesa. Envuelto en un abrigo bajó del carruaje un hombre con aspecto de ser un terrateniente. Subió los peldaños del zaguán. Matryiona abrió la puerta de par en par. El terrateniente se inclinó para entrar en la cabaña y enderezó su enorme cuerpo. La cabeza casi tocaba el techo y ella sola ocupaba toda una esquina de la sala. Semel saludó asombrado al terrateniente. Nunca había visto un hombre como aquél. Semel era rechoncho, Mijail enjuto y Matryona parecía un viejo tronco seco. Diríase que aquel hombre venía de otro mundo. Su cara, mofletuda y colorada y su cuello de toro le daban un aspecto de enorme robustez.

Tras lanzar un bufido, el terrateniente se quita el abrigo, se arrellana en el banco y dice:

- ¿Quién es el maestro zapatero?

Semel avanza:

- Soy yo, excelencia.

El señor llama a su criado

- Fedka, dame el cuero.

El criado saca un paquete que pone encima de la mesa.

- Abre el paquete.

El criado obedece.

El terrateniente señala el cuero a Semel.

- ¿Lo ves bien, zapatero?

- Sí excelencia

- ¿Comprendes de qué género se trata?

Semel palpa el cuero y dice:

- La mercancía es de primera calidad

- ¡Claro que es buena, imbécil! En tu vida has visto otra igual. Es cuero de Alemania, ¿comprendes? Ese cuero vale veinte rublos.

Semel contesta asustado:

- ¿Cómo queréis que lo reconozca?

- Muy bien. ¿Puedes hacerme unas botas con ese cuero?

- Por supuesto, excelencia.

El terrateniente truena:

- ¡Por supuesto! Fíjate en quién te encarga este trabajo y en la calidad de la mercancía. Hazme unas botas que duren un año, que las pueda llevar todo un año sin romperlas ni torcerlas. Si de verdad puedes hacerlo, coge ese cuero y córtalo; si no, déjalo. Te aviso de antemano: si las botas se rompen antes de un año, te meteré en la cárcel. Si me duran ese tiempo, te pagaré diez rublos.

Aterrado, Semel duda sin saber qué responder. Mira a Mijail, le da un codazo y le pregunta si debe aceptar o no el encargo.

Mijail asiente con un gesto y Semel acepta y se compromete a hacer unas botas que no se tuerzan ni se rompan en todo un año.

El terrateniente llama al criado que le descalza, muestra su pie y dice:

- Pues entonces, tómame la medida.

El pie del terrateniente es tan grande que hay que cortar otra hoja de papel, a pesar de que la primera es muy grande. Semel toma la medida de la planta, del empeine y empieza a medir la pantorrilla, pero el papel no da la vuelta entera. La pantorrilla es tan gorda como una viga. Mientras Semel toma las medidas, el terrateniente mira a todas partes. Entonces se fija en Mijail.

- Y este, ¿quién es?

- Es mi ayudante, él os hará las botas –dijo Semel.

- ¡Mucho ojo! Tienen que durar un año.

Semel se fija en Mijail y se da cuenta de que éste no mira al terrateniente, sino más arriba, por encima de él.

- Aplícate en que las botas estén terminadas en el plazo acordado.

Mijail contestó:

- Estarán listas como hemos convenido.

- Por supuesto –exclama el terrateniente poniéndose el abrigo.

Se fue hacia la puerta y como se olvidó de inclinarse se dio con la cabeza en la viga y empezó a lanzar improperios de cólera. Luego se irguió, se frotó la frente y subió al carruaje.

Una que el terrateniente estuvo fuera Semel dice:

- Aquí tenemos a uno que es fuerte como un roble. Ha roto la viga y apenas siente nada.

Y Martyona replica:

- Viviendo como vive, ¿no va a ser grande? Está fundido en bronce y la muerte no le llegará pronto.


VII

Semel se dirige a Mijail:

- A ver si nos va a traer algún disgusto este encargo que hemos aceptado –le dice–. El cuero es caro, el terrateniente, iracundo. Esperemos no equivocarnos… Tu vista es mejor que la mía y tu mano más segura. Aquí tienes las medidas, corta el cuero y, mientras tanto, yo haré tu trabajo.

Mijail obedece y cogiendo el cuero lo extiende y empieza a cortarlo.

Matryona le mira. Acostumbrada al oficio, se extraña de que Mijail corte el cuero de una forma tal que va a ser imposible hacer unas botas. Quiere decir algo, pero piensa:

“A lo mejor no he entendido qué tipo de botas necesita el terrateniente. Mijail sabe lo que hace, no voy a meterme en sus asuntos.”.

Mijail hace un calzado y lo cose como unas sandalias. Matryona está extrañada, pero prefiere no interrumpirle y Mijail sigue cosiendo. Llega la hora de comer. Semel se levanta y se da cuenta de que Mijail ha usado el cuero para hacer unas sandalias en vez de unas botas. Le parece raro en una persona que nunca se había equivocado. Semel exclama asombrado:

- Hemos estropeado el género. ¿Qué podré decirle al terrateniente? ¿Dónde podré encontrar un material igual?

Y le dice a Mijail:

- ¿Qué has hecho? Me has hundido amigo mío. El terrateniente me ha pedido unas botas. ¿Dónde están?

En ese mismo momento llaman a la puerta. Se ve por la ventana al criado  del terrateniente atando su caballo a la argolla de la puerta. Semel abre. El criado esta muerto de cansancio.

- Buenas noches jefe.


- Buenas noches, ¿qué pasa?

- La señora me envía a buscar las botas.

- ¿Las botas?

- Sí. El señor ya no las necesita, nunca más llevará botas. La señora os desea una larga vida.

- ¿Cómo?

- Ha muerto antes de llegar a casa. Ha muerto en el camino. Llegamos, abro la calesa y le veo quieto, tumbado en el fondo. Me ha costado mucho trabajo sacarle del coche. La señora me ha mandado que viniera diciéndome: “Dile al zapatero que haga unas sandalias para un muerto en vez de las botas que el señor le encargó cuando le dio el cuero. Dile que se de prisa, espera allí y ven con las sandalias”.

Mijail coge las sandalias y los retazos de cuero, lo envuelve todo y le da el paquete al criado que está esperando.

- Adiós hermanos. ¡Que Él os ayude!


VIII

Transcurrió un año, luego dos y he aquí que ya hace seis años que Mijail llegó a casa de Semel. Todo sigue igual. No sale jamás. Habla poco y sólo ha sonreído en dos ocasiones. La primera cuando la “mamma” le dio de comer y la segunda cuando les visitó el terrateniente. Semel está contento con su oficial y no le pregunta ya de dónde viene. Sólo tiene miedo de una cosa: de que Mijail se vaya.

Un día, estando todos reunidos, los niños jugaban y trepaban a los bancos para mirar por la ventana, Matryona calentaba las tenazas de hacer rizos, Semel manejaba el punzón y Mijail remataba un tacón. Uno de los niños se apoyó en el hombro de Mijail, que estaba sentado al lado de la ventana, y le dijo:

- Mira, tío Mijail. Mira, por ahí viene una comerciante con dos niñas. Me parece que vienen a casa. Una de las niñas cojea.

Al oír las palabras del niño, Mijail deja su trabajo y mira al exterior. Semel se queda asombrado; Mijail nunca ha mirado fuera y ahora está como pegado al cristal. Semel mira también por la ventana. Efectivamente, ve a una mujer bien vestida que se acerca llevando dos niñas abrigadas con abrigos de piel y con pañuelos de lana en la cabeza. Las niñas son tan iguales que es imposible distinguirlas, pero una de ellas cojea arrasando una pierna.

La mujer se para ante la puerta, levanta el pestillo y entra en la cabaña detrás de las dos niñas.

- Buenos días maestros.

- Bienvenida. ¿Qué deseáis?

La mujer se sienta. Las niñas no se apartan de su lado.

- Quiero unos zapatos para las niñas.

- Nunca hemos hecho unos zapatos tan pequeños, pero hacemos lo que se nos pide. Vamos a probar. Podemos hacerlas forradas de tela o de cuero. Decid cómo las queréis. Mijail, mi oficial, es muy habilidoso.

Semel está cada vez más asombrado. Ciertamente, las pequeñas son guapas, graciosas, con las mejillas sonrosadas y los ojos negros. Los abrigos y los pañuelos son muy bonitos, pero no puede entender por qué Mijail las mira tan fijamente como si las conociera de antes. Semel habla con la mujer y toma las medidas a las niñas.

La mujer sienta a la niña cojita en su regazo, diciendo:

- Toma las medidas a ésta. Haz un zapato para el pie defectuoso y tres para los normales. Como son gemelas los tienen iguales.

Después de tomar medidas, Semel señala a la cojita y dice:

- ¿De qué le viene la cojera? ¿Es de nacimiento?

- No, su madre le aplastó el pie.

Matryona, picada por la curiosidad, se entremete en la conversación.

- ¿Quién eres? –le dice a la mujer– ¿Y quién son estas niñas? ¿Eres su madre?

- No soy su madre ni tengo ningún parentesco con ellas. Son mis hijas adoptivas.

- ¿No son de tu sangre y las quieres tanto?

- ¿Cómo no voy a quererlas? Las he amamantado a mis pechos. Tuve un hijo. Dios me lo arrebató, pero no le quería tanto como a éstas.

- ¿De quién son hijas?


IX

Matryona empezó a charlar con la mujer que les contó esta historia:

- Hace seis años que se quedaron huérfanas. El padre murió un martes, la madre un viernes. Huérfanas de padre antes de nacer y su madre no sobrevivió ni un día a su nacimiento. Yo vivía por aquél entonces en la misma aldea con mi marido. Éramos vecinos. El padre era leñador y trabajaba en el bosque. Un árbol le aplastó y quedó tan malherido que al volver a su casa le entregó a Dios su alma. Tres días después, su mujer parió estas dos niñas. Pobre y sola, no hubo alrededor de su cama ni comadrona ni criada. Parió sola. Yo fui por la mañana a verla. Entré y me encontré muerta a la pobre mujer. Al morir cayó sobre una de las niñas y le aplastó el pie. Llegó la gente, amortajaron el cadáver, la pusieron en el ataúd y a éste en la tierra. Los vecinos eran buena gente, pero las pequeñas quedaron huérfanas y nadie se ocupaba de ellas. Entonces yo era la única mujer que estaba criando en la aldea. Amamantaba a mi hijo y se quedaron algunos días a mi lado. Los campesinos se reunieron, discutieron, se preguntaron lo que debería hacerse con ellas y me dijeron: “Por favor, cuida a estas pequeñitas, amamántalas y danos un poco de tiempo para decidir algo”. Le di el pecho a una, paro a la otra, a la pobre cojita no. No creía que pudiese sobrevivir, pero luego me avergoncé de mi inhumanidad. La niña gemía y me dio lástima. ¿Por qué tenía que sufrir esa alma de ángel? Le di el pecho y los crie a los tres, al mío y a las huérfanas. Yo era joven y fuerte. Comí bien y tuve leche en abundancia. El Señor me colmó de bendiciones. Daba el pecho a dos de los niños mientras el tercero esperaba. Cuando los dos estaban saciados, cogía al tercero. Dios me concedió la misericordia de conservármelos. El mío murió dos años después y Dios no me dio más hijos. En ese tiempo, conseguimos algunos bienes. Ahora vivimos en el molino de la casa de un tendero. Tenemos una buena paga y la vida asegurada, pero no tengo otros hijos. ¿De quién cuidaría si no estuvieran estas niñas? Son las niñas de mis ojos.

La mujer estrecha a la niña contra su corazón, besa a la cojita y se enjuga las lágrimas de sus ojos.

“Se vive sin padre y sin madre, pero no se vive sin Dios”, dice el proverbio.

Así hablaron y la mujer se dispuso a marcharse. Mientras la acompañaban, se volvieron hacia Mijail que estaba con las manos sobre las rodillas, con los ojos mirando al cielo y sonriendo.


X

Semel se acerca a él y le dice:

- ¿Qué haces Mijail?

Mijail se pone en pie, deja el trabajo se quita el delantal, saluda al patrón y la patrona y les dice:

- Perdonadme patrón. Dios me ha perdonado, perdonadme también vosotros.

Los patrones ven que Mijail desprende un vivo resplandor. Semel se levanta, le saluda y le dice:

- Ya veo Mijail que no eres un hombre como los demás y que yo no puedo mantenerte conmigo ni interrogarte. Sólo dime una cosa: ¿Por qué estabas tan huraño, tan asustado cuando te encontré y te traje a mi casa? ¿Por qué te tranquilizaste cuando mi mujer te ofreció comida? En ese momento sonreíste y te serenaste. Más tarde, cuando llegó el terrateniente a encargar las botas sonreíste de nuevo y te serenaste aún más. Y ahora, cuando esta mujer ha venido con las niñas, has sonreído por tercera vez y has resplandecido. Dime Mijail: ¿Por qué irradias esa luz purísima y por qué has sonreído esas tres veces?

Y Mijail responde:

- Irradio luz porque estaba castigado. Dios me había desterrado y ahora me perdona. Y he sonreído esas tres veces porque tenía que oír tres palabras divinas y las he oído. La primera la oí cuando tu mujer se compadeció de mi desgracia. Entonces sonreí por vez primera. Sonreí otra vez cuando vino el terrateniente, porque se me reveló la segunda palabra y, ahora, al ver a estas niñas he escuchado la tercera palabra divina y he sonreído por tercera vez.

Semel le preguntó:

- Dime Mijail: ¿Por qué te había castigado Dios y qué palabras son ésas, para que yo también pueda saberlas?

Respondió Mijail:

- Dios me castigó por mi desobediencia. Yo era uno de los ángeles del cielo y el Señor me envió a la tierra para buscar un alma, el alma de una mujer. Bajé a la tierra y vi a una mujer enferma acostada en una cama, que había dado a luz dos niñas en ese momento. Gemían al lado de su madre que estaba demasiado débil para amamantarlas. Cuando me vio, comprendió que Dios reclamaba su alma y me dijo con voz suplicante: “Ángel de Dios, mi marido se ha matado hace tres días aplastado por un árbol en el bosque. No tengo ni madre, ni hermana, ni parientes y mis pequeñas huérfanas no tienen más auxilio que el mío. No tomes mi pobre alma, déjame criar a mis hijas, deja que crezcan porque los niños no pueden vivir sin padre ni madre”. Hice caso a la mujer. Le puse una niña en el regazo, la otra en sus brazos y subí de nuevo al cielo. Cuando estuve en la presencia del Señor le dije: “No he sido capaz de llevarme el alma de la mujer recién parida. El padre ha muerto y ella tiene dos gemelas. Me ha suplicado que le conceda el tiempo necesario para criar a sus niñas. No podrían vivir sin padre ni madre. Y, así, no he podido llevarme su alma”. Dios me contestó: “Ve y tráeme al alma de esa madre. Un día te serán reveladas tres palabras divinas: sabrás lo que hay en el interior de los hombres, lo que no le es dado al hombre y lo que les vivifica. Cuando conozcas esas tres palabras, volverás al cielo”. Volví a bajar a la tierra y me llevé el alma de esa pobre madre. Las niñas se desprendieron del seno materno y el cadáver, al caer sobre el lado izquierdo aplastó el pie de una de ellas. Cuando me elevaba sobre la aldea para entregar el alma al Creador, me envolvió un torbellino, sentí gravidez en las alas que se me doblaron. El alma se remontó sola al cielo y yo quedé caído en el suelo, en el borde de un camino”.


XI

Semel y Matryona comprendieron entonces quién era aquél a quien habían vestido, alimentado y que vivía con ellos. Lloraban de júbilo y emoción. El ángel siguió hablando:

- Permanecí solo, completamente solo y desnudo al borde del camino Hasta entonces no había sentido ninguna de las miserias de los hombres; ni el frío ni el hambre. Me convertí en hombre y sentí hambre, y sentí frío y no supe qué hacer. Vi una ermita consagrada al Eterno y quise resguardarme en ella, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto. No pude entrar y me quedé sentado en el umbral y traté d abrigarme del cierzo. Anocheció. Sentí más frío. Sentí más hambre, padecí, temblé. Y el dolor hizo presa en mí. De pronto, oí pasos por el camino. Venía un hombre. Llevaba unas botas y mascullaba entre dientes. Por primera vez vi una cara mortal de hombre siendo yo mismo hombre y esa cara me produjo miedo. Volví la cabeza y le oí que hablaba consigo mismo: “¿Cómo podré alimentar a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo podré proteger del frío del invierno nuestros miembros ateridos?” Pensé: “Me estoy muriendo de frío y de hambre y por aquí pasa un hombre que sólo piensa en sus necesidades y que no se acercará a socorrerme”. El caminante me vio, frunció el ceño, y mirándome con aire amenazador, pasó de largo. Me sentí desesperado. De repente, le vi dar la vuelta. Le miré y me pareció otro. En su cara, que antes parecía muerta, vi brillar el resplandor de la imagen de Dios. El resucitado se acercó hasta mí, me vistió, me cogió de la mano y me llevó hasta su casa. Su mujer estaba en el umbral de la cabaña y habló. Era todavía más terrible que el hombre. Salía de sus labios un aliento de muerte. El hálito mortal de sus palabras me sobrecogía y me angustiaba. Quiso arrojarme otra vez al frío, al desamparo, a la muerte. Comprendí que ella también moriría al abandonarme. Inopinadamente, su marido le habló de Dios. Entonces la mujer se transformó, me sirvió comida y cuando me miró, fijé en ella mis ojos. La muerta de había transformado en una persona viva y reconocí en su rostro el rostro de Dios, y me acordé de la palabra de Dios: ‘Sabrás lo que hay dentro de los hombres’. Así supe que el amor existe dentro de los hombres. Entonces sonreí por primera vez, feliz por la revelación de la primera de las palabras divinas. Pero no supe todo en ese momento. Todavía no sabía ‘lo que no le es dado al hombre ni lo que les vivifica’.

Así viví un año con vosotros. Entonces el terrateniente vino a encargar unas botas que debían durar un año sin romperse ni torcerse. Al mirarle vi a su lado a uno de mis compañeros, al ángel de la muerte. Sólo le vi yo. Le conocía y supe que antes de que se pusiese el sol el terrateniente se vería separado de su alma y pensé: “Este hombre atesora para un año, pero no sabe que morirá con el día”. Entonces recordé la segunda palabra de Dios: ‘Sabrás lo que no le es dado al hombre’.

Sabía ‘lo que hay dentro de los hombres’, Entonces supe ‘lo que no le es dado al hombre’. No le es dado saber lo que le hace falta a su cuerpo, y sonreí por segunda vez.

Pero aún ignoraba y no comprendía ‘lo que vivifica a los hombres’. Desde ese día viví en espera de que el Creador me revelase la última palabra divina. En el sexto año vino la mujer con las gemelas, las reconocí al instante y supe que habían sobrevivido. Entonces lo supe todo y pensé: “La madre suplicaba por sus hijos y yo la había escuchado. Había creído que esas huerfanitas estaban condenadas a morir y he aquí que una mujer, una desconocida, las ha alimentado y adoptado”. Y cuando esa mujer lloró con ternura al hablar de esas pequeñas desconocidas a las que mimaba y compadecía, vi en ella la imagen divina de Dios y comprendí ‘lo que vivifica a los hombres’. Supe que Dios me había revelado la última palabra y que me daba su perdón. Y sonreí por tercera vez.


XII

Entonces el ángel se liberó de su envoltura terrestre y se revistió de luz. Los ojos de los hombres no podían soportar ese resplandor. Alzó la voz, que parecía que viniese del cielo, y dijo:

- Así supe que el hombre no vive para sus propias necesidades sino que vive por el amor.

- La madre no sabía lo que daría vida a sus hijos. El terrateniente no sabía lo que necesitaba. Ningún hombre sabe si por la noche, estando vivo, le resultarán inútiles las botas o, si estará muerto y necesitará unas sandalias.

- Pude vivir siendo hombre no porque yo cuidara de mí mismo, sino porque encontré amor en un caminante y su mujer. Tuvieron misericordia de mí y me amaron. Las huérfanas sobrevivieron no porque los campesinos pensasen en ellas, sino porque una mujer sintió cómo ardía en su corazón la llama del amor. Los hombres viven, no porque piensen en sí mismos, sino porque el amor alienta en el su corazón.

- Antes sabía que Dios creó a los hombres y quiso que vivieran. Ahora he comprendido que Dios no quiere que el hombre viva solo, por eso oculta a cada uno lo que necesita. Quiere que cada cual viva para los demás. Por eso le revela a cada uno lo que es útil para uno mismo y para los demás.

- Entonces comprendí que los hombres que creen vivir sólo para sus propios cuidados, en realidad no viven sino por amor. El que vive en el amor, vive en Dios y Dios vive en él, porque Dios es amor.

Después, el ángel cantó alabanzas al Señor. La cabaña se sacudió con el sonido de su voz, se abrió el techo y una columna de fuego se elevó a lo alto. Semel, su mujer y sus hijos se postraron rostro a tierra. El ángel desplegó sus alas inmensas y subió al cielo.

Cuando Semel volvió en sí, la cabaña había recobrado su aspecto normal y en ella sólo estaban él y su familia.