26 de octubre de 2018

Ernesto Sábato corrobora, a su manera a C. S. Lewis, Jean Guitton y Shakespeare


Hace unos días, un buen amigo, lector de vasta cultura, me vino a ver y me tendió un libro suyo, muy personal. Se trataba de un libro desvencijado, lleno de señales entre las páginas, hechas con fichas y post-its. Era una novela del escritor argentino Ernesto Sábato –“Sobre héroes y tumbas”–, al que mi amigo, bastante mayor que yo, había conocido personalmente con cierta amistad. El libro es una edición muy especial, pues responde, según me dijo, a una corrección, de la que se imprimieron muy pocos ejemplares, llevada a cabo por el propio Sábato después de editada la novela. Es decir, casi un incunable. Normalmente, cuando alguien me deja un libro me incomoda bastante, porque tengo una densa lista de lecturas que sé que jamás podré completar y cualquier intromisión en ella me produce desazón. Pero, ante semejante préstamo, decidí poner esa novela como la primera lectura en la cola. Además, nunca había leído nada de Sábato y, vagamente, lo tenía entre algo que debía-ser-leído. Así que lo empecé a leer el mismo día que terminé lo que tenía entre manos. Lo hice con una cierta aprensión, porque he tenido experiencias divergentes al leer novelas que se consideran como obras maestras de la literatura contemporánea. Mientras “En busca del tiempo perdido” me apasionó, “El cuarteto de Alejandría” o el “Ulises” se me cayeron de las manos sin poder terminarlas. Y yo sabía que “Sobre héroes y tumbas” era una de esas novelas. La empecé a leer y me está pasando –todavía no he acabado su lectura– como me pasó con “En busca del tiempo perdido” o como me pasa con las óperas de Wagner. Pasajes largos y un tanto tediosos, aunque magníficamente escritos o compuestos, dan paso a páginas o pasajes de las que uno no puede dejar de leer u oír cuatro o cinco veces para saborearlos. En esas estaba el otro día cuando di con uno de estos. El pasaje consta de dos partes unidas por una frase de transición. Cada una de las partes, por separado, despertó en mí ecos y recuerdos que me remitían a otras cosas leídas que tengo atesoradas para releer de cuando en cuando. Por eso voy a presentar cada parte del pasaje por separado, cada una de ellas precedida de los textos a los que me remiten.

El contexto del pasaje de Sábato nos sitúa en una conversación, hilvanada con pensamientos internos, entre un joven –Martín– desconsolado por unos amores difíciles y un tanto truculentos, y un hombre ya mayor, escritor frustrado, misántropo, que nunca en su vida ha escrito nada, por abandono y desidia pero, sobre todo, por cinismo y escepticismo. Pero en este hombre escéptico y que se sabe fracasado, ha surgido una como especie de sentimiento paternal hacia ese joven desamparado.

La primera parte del pasaje me ha hecho rememorar una frase de C. S. Lewis en una carta a su amigo más joven, Sheldon Vanauken que, en ese momento, estaba luchando por encontrar la fe perdida y se carteaba con Lewis para expresarle sus inquietudes. Vanauken le había contado a Lewis sus miedos a que el afán de creer algo que le parecía bonito, le llevase a autoengañarse para creerlo. A lo que Lewis le contesta:

“Y ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto tenga “comida”, sí prueba que existe la comida. Por ejemplo, si fuéramos una especie que no comiera normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...”.

La parte del pasaje de Sábato que me hizo rememorar lo anterior, decía:

“Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic.  Sus ojos se agrandaron repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.

Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y del hombre. Mientras, reflexionaba que nada de aquello podía serle útil a Martín, sino como una distracción. Toda consideración abstracta, en definitiva, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza. Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación, sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte, sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile, apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la inmensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los supervivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de los hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (sobre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de esperanza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor[1]. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas y desprovistas de fundamento lógico de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?”

La segunda frase que me hizo rememorar el pasaje de Sábato es una breve frase de un discurso que dio en 1995, en Madrid, ya con 96 años, pero con una lucidez impresionante, el filósofo francés Jean Guitton, con el título de “El héroe, el genio y el santo”.

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

La frase que enlaza las dos partes del pasaje de Sábato es una transición entre lo que estaba pensando Bruno y lo que le decía a Martín:

“Mientras, en un plano más superficial, le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos irregulares pero vitales”.

Y, tras esta transición, el pasaje de Sábato nos lleva a lo que Bruno le dice a Martín:

“- Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero. Otras veces he soñado con ser artesano o ser músico de una pequeña orquesta de jazz.

Y como Martín lo mirara sorprendido, comentó: pensando que este tipo de reflexiones sí podían ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.

- Sí, bombero. Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría, supongo, la responsabilidad de un pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en el que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva, que mientras uno duerme el otro vela y cuida. De modo que las penas son las penas de todos y las alegrías también, y el peligro es el peligro de todos. Saber además que uno puede y debe confiar en sus camaradas, que en esos momentos límites de la vida, en esas zonas inciertas y vertiginosas en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas, lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los bronces relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.

Se quitó los anteojos y los limpió.

- Muchas veces lo he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad, la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la muerte.

Se colocó los anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.

- Tuve la suerte de conocerlo, uno de los hombres que más he admirado en mi vida. Lo recuerdo inclinado sobre un mapa, nervioso, esperando noticias de su camarada perdido entre las nieves de los Andes, corriendo al teléfono, pegado a la radio.

Volvió de su recuerdo y sonriendo miró a Martín:

- Bueno, acaso uno admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo grande. Pero quería decir que aún en lo pequeño… cabo de bomberos… o todavía algo más modesto: tocar un instrumento en una pequeña orquestita de jazz. Esperar que el clarinete termine su frase, mirándolo, esperándolo con afecto y comprensión, para luego proseguir con su idea, ampliándola y dándole nuestro matiz personal. Como en una conversación entre verdaderos amigos… En fin… eso que sólo da el trabajo en equipo, ese refugio frente a la tristeza y la incomunicación… En cambio yo… ¿qué soy yo? Una especie de contemplativo solitario, un inútil. Ni siquiera sé si algún día lograré escribir una novela o un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, esos serán siempre valores absolutos.

Martín lo miraba con los ojos empañados, extáticamente. Y Bruno pensó para sí: “Bueno, al fin ¿no estamos todos en una especie de guerra?, ¿y no pertenezco a un pequeño pelotón?; ¿y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio de una furiosa tormenta?

Y en seguida se avergonzó.

Entonces contó un chiste”.

¡La vergüenza de hablar de lo esencial! ¡Qué tragedia!

Pero, dando un salto más allá todavía de esas rememoranzas, la frase “no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… […] aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, esos serán siempre valores absolutos” me trajo a la memoria un pasaje del drama de Shakespeare Enrique V. Pongamos las cosas en contexto.

En la guerra de los Cien Años, en el otoño del año 1415, los ingleses, al mando de su rey, Enrique V, estaban en territorio francés. Habían obtenido varias victorias pírricas y, agotados, diezmados, enfermos, intentaban alcanzar Calais para volver a Inglaterra. Pero cerca ya de Calais, junto al castillo de Agincourt, la víspera del día de san Crispín, los estúpidos nobles franceses, ávidos de una gloriosa victoria, les cerraban el paso de la huida. El ejercito inglés se sentía derrotado de antemano. El rey Harry, así le llamaban sus hombres, pasó la noche en vela paseándose de incógnito por el campamento, hablando con los soldados, dándose cuenta de la bajísima moral de sus tropas. Al amanecer, una mañana húmeda, fría y brumosa, esperó la oportunidad de arengar a su ejército. La encontró ante un comentario de su primo Westmoreland anhelando con desesperación más hombres de Inglaterra. Esta fue su conversación, según nos la cuenta Shakespeare en su drama “La vida del rey Enrique V”:

Westmoreland:

¡Oh, si tuviéramos aquí siquiera diez mil ingleses como éstos, de los que hoy permanecen inactivos en Inglaterra!

Rey Enrique V:

¿Quién expresa ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi simpático primo; si estamos destinados a morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos; y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte de honor, ¡Voluntad de Dios! No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por Júpiter! No soy avaro de oro y me inquieta poco que se viva a mis expensas; siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se encuentran entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de Inglaterra. ¡Paz de Dios! No querría, por la mejor de las esperanzas, exponerme a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo. ¡Oh, no ansíes un hombre más! Proclama antes, a través de mi ejército, Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se le dará su pasaporte y se le pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero nuestro. Este día es el de la fiesta de san Crispín; el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione está fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de san Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de la fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: “Mañana es san Crispín”. Entonces se subirá las mangas, y al mostrar sus cicatrices, dirá: “He recibido estas heridas el día de san Crispín”. Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: el rey Harry, Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por su recuerdo viviente y saludados con copas rebosantes. Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de san Crispín Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz ejército, de nuestra banda de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho en Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que hayan combatido con nosotros el día de san Crispín. (La vida del rey Enrique V, Acto IV, Escena III).

Un momento después empezaba la batalla que más tarde se llamó de Agincourt por el castillo que había en las proximidades. Los franceses cosecharon una de las más amargas derrotas de su historia y los ingleses una de las más deslumbrantes victorias. Acabo con dos links a dos escenas de la película Enrique V, protagonizada por Kenneth Branagh.

El primer link es la arenga del rey, en el drama de Shakespeare


El segundo es la acción de gracias después de la victoria. La banda sonora y la escena inmortalizan esa victoria. La letra esta basada en el salmo 115 (113B) que empieza: “Non nobis, Domine, non nobis; sed nomine tuo da gloriam, super misericordia tua et veritate”. “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia y tu fidelidad”.


Tal vez lo más esencial que podamos decir en nuestra vida sea que, en nuestras luchas  por el bien, Dios combate a nuestro lado, con nosotros, y que únicamente en su nombre, por su misericordia y su fidelidad alcanzaremos la victoria final.



P. D.

A poco de mandar este mismo post a un grupo muy grande de amigos, uno de ellos me responde y me dice que ayer, 25 de octubre, fue el día de san Crispín y san Crispiniano, dos hermanos mártires, decapitados en el año 290, en Soissons, donde predicaban a los galos tras huir de la persecución de Maximiano en Roma. Habiendo sido de una noble familia romana, en Soissons vivían de hacer zapatos.


Este envío está hecho, como bien se ve, a base de corta-pegas. El miércoles 24 creía que lo tenía acabado, pero ayer, día 25, se me ocurrió que también venía a cuento lo da la “band of brothers” de la arenga de Enrique V y la añadí, sin tener ni la más remota idea de que era el día de san Crispín y san Crispiniano. No creo demasiado en las casualidades, aunque me cuesta creer que ésta pueda tener algún sentido como para no serlo, aunque… ¿quién sabe? Al fin y al cabo, hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día. No obstante, me parece suficientemente curioso como para comentarlo.



[1] No puedo por menos que señalar la frase de más arriba. Tengo una marcada tendencia a escribir frases muy largas. Luego, cuando corrijo lo escrito, las corto para tratar de usar un lenguaje más directo y contundente. Por eso me ha llamado la atención esta larguísima frase, tan larga como magnífica y bien escrita, que me lleva a preguntarme si debo dejar de preocuparme por ese aspecto de mi estilo de escritura. No lo sé.

20 de octubre de 2018

La muerte de la verdad


La verdad ha sido, desde hace siglos un concepto a la baja. Pero últimamente, parece que la baja cotización de la verdad ha llevado a situaciones que la misma sociedad que la ha devaluado rechaza bajo el nombre de posverdad. Es un poco como lo que pasa en la bolsa. Cuando un valor baja mucho, todo el mundo quiere comprarlo. Así pasa con la verdad.

Merece la pena un repaso a la validez de la verdad como valor.

Desde Aristóteles, cuanto menos, se ha definido la verdad como una adecuación de los juicios a la realidad. Esta definición parte, naturalmente, de las premisas de que hay una realidad objetiva, fuera de la mente humana, y que esa realidad es, al menos en parte, cognoscible y se puede, por lo tanto, emitir juicios sobre ella. Pero en un momento dado de la historia del pensamiento, los filósofos empezaron a dinamitar estas premisas. Probablemente el origen de esa voladura se pierda en los albores de la filosofía. Pero para mi intención basta remontarse hasta Kant (dejando de lado el antecedente inmediato de Descartes). Kant no negó que hubiese una realidad externa a la mente del hombre, pero sí afirmó que era una realidad tan caótica que el ser humano sólo podía conocer una pobre representación de la misma y eso, tras pasarla por unos filtros. Llamó “a prioris” a estos filtros. Eran dos, el espacio y el tiempo. Estos “a prioris” nos permitían organizar esa caótica realidad en nuestra sensibilidad externa e interna respectivamente. El espacio y el tiempo no eran para Kant realidad externas, sino que sólo estaban en la mente del ser humano. Gracias a esos “a prioris”, se podía tener una representación de la realidad. Pero no era una representación ni siquiera parcialmente fidedigna. La cosa tal vez no hubiese tenido mucha importancia si se hubiese quedado ahí. Pero negada la inteligibilidad de esa realidad y la existencia fuera de ella, en la mente del hombre de esos dos “a prioris”, nada impidió a los sucesores de Kant, afirmar que, no había tal realidad fuera del ser humano, sino que era éste el que se la inventaba. Negadas esas premisas mayores, el concepto de verdad quedaba vacío de cualquier contenido. Cada uno podía tener su verdad en su cabeza. Ni mejor ni peor que la de cualquier otro. De nada ha servido para retrotraernos en ese camino que la ciencia haya demostrado hasta la saciedad la existencia, fuera de nuestra mente, del espacio-tiempo. La condena a muerte de las premisas de la verdad no podía ser revocada después de que se hubiese ajusticiado al reo.

No es posible desligar la marcha de las ideas y la de la historia, inextricablemente unidas en un bucle de retroalimentación recíproca. No es irrazonable pensar que en este devenir del pensamiento haya influido la inveterada costumbre humana de imponer a los demás por la fuerza sus intereses. Y la verdad podía ser usada –y a menudo lo era– como digno disfraz de los más espúreos intereses. Es loable el intento de evitar este camuflaje de intereses, a menudo inconfesables, con el honorable traje de la verdad. Pero lo que no es tan loable es la solución de negar la realidad y, de ahí, la verdad. Muerto el perro, se acabó la rabia, podría pensarse. Pero no es así, porque el perro no estaba rabioso y la enfermedad seguía su curso. Porque, por supuesto, tras la filosofía idealista –así se llama la filosofía derivada de Kant– siguió habiendo imposiciones injustas de los intereses de los fuertes sobre los de los débiles. El idealismo no evitó eso ni remotamente con la muerte lenta de la realidad y la verdad.

Cierto que el concepto de verdad mal usado puede resultar –y a menudo resulta– peligroso. Pero eso no hace recomendable acabar con él, sino usarlo rectamente. Y eso se consigue mediante dos ideas fundamentales. La primera, filosófica, aceptando que la realidad, teniendo una existencia fuera de la mente humana y siendo cognoscible, es tan inmensa y compleja que nadie puede conocerla del todo y que, por lo tanto, nadie puede asegurar que todos sus juicios están en consonancia con todas las facetas de algo tan inmenso y complejo. Por lo tanto, nadie puede poseer la verdad. La segunda, de convivencia, es que el ser humano tiene derecho al error, siempre que ese error no cause daño y que, mientas no lo cause, nadie tiene derecho a imponer una verdad a otro. Incluso si esa verdad es verdad –y perdóneseme la redundancia buscada–. Pero no puede negarse que el error puede causar, y a menudo causa, daño. Tal vez esto se pueda ilustrar con el LVIII de los Proverbios y Cantare de Machado que dice:

“Creí mi hogar apagado
y revolví la ceniza... 
Me quemé la mano”.

No hubiese sido malo que el protagonista de este Provervio/Cantar se hubiese cerciorado de que, efectivamente, el hogar estaba apagado. Y si alguien que supiese que no lo estaba, le hubiese avisado, le habría ahorrado un mal trago. En este caso, el daño recae sobre el que comete el error y, si después de intentar convencerle de que no revuelva la ceniza, se empeña en hacerlo, allá él. Pero hay casos en los que el error de uno causa daño a otros. En ese caso tal vez podría ser éticamente aceptable imponer la verdad. En cualquier caso, al imponerla, hay que cerciorarse de que quien la impone tiene más medios para conocerla que el que la va a imponer. Un médico puede y debe imponer la verdad de que si se le da a un enfermo un tratamiento inadecuado, o se le niega uno adecuado, se le puede matar. Y tal vez en ese caso pueda ser razonable imponer la verdad. Por otro lado, no puede permitirse de ninguna manera que el daño causado por esta imposición sea mayor que el causado por el error. Las ideas sobre la verdad expuestas más arriba son las que rigen el derecho, que es fuente de bienestar para las sociedades en las que funciona correctamente. No soy capaz de imaginarme un juicio en el que se diga que tan cierta es la versión del presunto ladrón como la del robado. Habrá que investigar cuál se ajusta más a la realidad, reuniendo pruebas y usando de una sana lógica. Si no es así, ¿cómo podría ningún juez dictar sentencia? Y ese, el derecho, es uno de los mayores progresos de la humanidad. Y me temo que incluso el derecho se está viendo afectado por ese declive del concepto de verdad, dando lugar a un nivel preocupante de inseguridad jurídica.

Es un fenómeno bastante corriente que se llegue intelectualmente a unos pensamientos y formas de ver la vida que son inaceptables en la práctica y que harían imposible la más mínima convivencia. Con el idealismo poskantiano en su apogeo, ¿quien podría decirle a Hitler que era un sanguinario genocida? Simplemente, él tenía “su” verdad. Esto ya lo descubrió el propio Kant, por eso, tras su “Critica de la razón pura”, tuvo que escribir su “Crítica de la razón práctica” con su imperativo categórico. No tengo la más mínima objeción al enunciado de ese imperativo. Pero sí la tengo, e inmensa, a la forma de llegar a él, por un simple acto de voluntarismo que, ajeno al concepto de verdad, no puede ser generalizable, por más que él lo pretendiese desesperadamente. Los dualismos –la razón por una parte y la voluntad por otra– nunca han sido buenos guías. Porque el voluntarismo separado de la razón acaba casi siempre en sentimentalismo y el sentimentalismo, como demuestra la vida, nunca ha sido buen consejero para tomar decisiones.

Así vista, la verdad no sólo no es contraproducente, sino que permite la investigación y la búsqueda conjunta de la misma por distintas personas. También aquí viene a cuento otro de los Proverbios y Cantares de Machado, el LXXXV, que dice:

“¿Tu verdad? No, la Verdad[1],
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.

Evidentemente, la naturaleza humana es como es, y es difícil que, de una manera u otra, el fuerte deje de imponer sus intereses al débil. Pero sólo con el correcto uso de la verdad se puede construir un sistema de leyes justas y una aplicación sensata de las mismas. El loable intento de desnudar los intereses espúreos del fuerte, de su disfraz de falsa verdad mal usada, es el camino fácil y contraproducente, un atajo a ningún sitio, que ha ido eligiendo la humanidad en los últimos siglos. Lo dice magníficamente Arnold J. Toynbee, en su “Estudio de la historia”:

La tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Pero así somos los seres humanos. No puedo por menos que citar otra vez a Machado y sus Proverbios y Cantares, esta vez el XVI, que dice:

“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada”.

Pero esta devaluación de la verdad en los últimos siglos no ha sido gratis. Al contrario, ha tenido un enorme coste. La civilización occidental se apoya en tres patas. Una de ellas es la filosofía griega, que se basaba en el convencimiento de que mediante el uso de la razón, el ser humano es capaz, aún equivocándose a menudo, de tomar decisiones que, en promedio, son mejores que las que se pudieran tomar mediante cualquier otro método. El primer paso de sustitución de la razón por el sentimiento se dio al empezar a negar la verdad. Desde entonces se han dado muchísimos. Y esto nos ha llevado a un punto en el que las decisiones de una inmensa mayoría de personas –y hasta las leyes y su aplicación– se basan en un sentimentalismo totalmente ausente de razón. La llamada posverdad, campa por sus respetos. La ideología de género, el aborto, la llamada ley de memoria histórica, los nacionalismos y un largo etcétera de buenismos estúpidos son ejemplos de las nefastas consecuencias de la primacía del sentimiento sobre la razón. Pero la mera enumeración de esas consecuencias cae de lleno en lo políticamente incorrecto, con la consecuente marginación por parte de la ideología dominante de quien la haga. Y a la mayoría de los creadores de opinión mediática, el ostracismo les aterra. Lo terrible es que, aunque parece estar surgiendo un sentimiento de rechazo hacia la posverdad, son muy pocos los que se dan cuenta de sus causas. Y la mayor parte de los que rechazan esa posverdad siguen aferrados con uñas y dientes a las causas que la produjeron. ¿Es ceguera u horror al ostracismo en el que se puede caer si se destapan esas causas? ¿A dónde nos llevará esto? Me temo que a nada bueno. Pero, ¡sigamos ciegos nuestro camino!


[1] La palabra Verdad está con mayúsculas en el original.

17 de octubre de 2018

Vivir más de 100 años


Leo en el Financial Times del 8 de Agosto un interesante artículo, escrito por Leo Lewis, comentando un libro titulado “The 100-Year Life” escrito por Lynda Gratton y Andrew Scott, ambos profesores de la London Business School. El artículo empieza diciendo:

“En su ensayo ‘De senectute’, Cicerón dice que hay cuatro razones por las que la gente aborrece la vejez: te hace dejar de trabajar, debilita tu cuerpo, te impide el placer y cada día te lleva un paso más cerca de la muerte. A continuación, desmantela cada uno de estos argumentos. ‘Los ancianos mantienen su mente bastante bien’, señala, ‘siempre que la ejerciten’”.

 Por supuesto, leeré, tanto el libro de los profesores de la LBS como “De senectute” de Cicerón. Pero, sin esperar a leerlos, quiero dar mi opinión sobre el reto que supondrá para la sociedad el que la mayoría de la gente llegue a vivir bastante más de 100 años. Frente a esta posibilidad siempre se alzan voces apocalípticas y creo que merece la pena pensar un poco sobre ello. Por supuesto, considero lo que digo a continuación como unas ideas provisionales, ya que la lectura de estos dos libros puede hacer que mis opiniones cambien. Para eso se lee.

En primer lugar, debo decir que, cualesquiera que sean los retos y/o problemas que puedan presentar por el alargamiento de la vida, ésta es un bien y, por lo tanto, la ciencia y la medicina están obligadas a buscar cómo prolongar ese bien. Será la sociedad la que tenga que responder a los retos que esto plantee y resolver los problemas que puedan aparecer.

Cuando uno piensa en el alargamiento de la vida, lo puede hacer de dos maneras. La primera es pensar en un alargamiento de los años de decrepitud. Me explico. Se puede ver como algo que simplemente hace que la gente viva más años, pero con una calidad de vida que prolongue la que ahora vemos que tiene una persona de, digamos, 90 años. Es decir, que si ahora la vida se puede dividir en un 30% de juventud, un 50% de madurez y un 20% de decrepitud, el alargamiento de la vida en un 40%, altere estos porcentajes dejándolos en el 21%, 36% y 43% respectivamente. Gratton y Scott dicen en su libro, según apunta el artículo, que “puede haber algo peor que la visión Hobbesiana de una vida que es ‘aburrida, embrutecedora y corta’: Una que sea aburrida, embrutecedora y larga”. Ciertamente, el alargamiento de la decrepitud, además de crear unos graves problemas sociales no es algo muy halagüeño. No me atrevería a decir que el prolongamiento de la vida así en un 40% sea un objetivo obligado de la ciencia y la medicina. Pero hay otra manera de pensar en el alargamiento de la vida. Es el que pudiéramos llamar alargamiento proporcional. Es decir que, si se alarga la vida en ese 40%, la juventud, la madurez y, por desgracia, también la decrepitud, se vean también alargadas un 40%, quedando cada tramo de la vida en la misma proporción que antes. Incluso, ¿por qué no?, la ciencia y la medicina pudieran hacer que junto al alargamiento de vida se produjese un incremento del peso en la misma de los tramos de juventud y plenitud y que el porcentaje de decrepitud disminuyese. En este caso, el argumento de Hobbes, siempre negativo, sería menos cierto. No del todo falso, porque los epítetos de aburrida y embrutecedora que Hobbes dedica a la vida, no dependen de su longitud, sino que son algo de lo que cada ser humano es responsable para sí mismo y para los demás. Es necesario también considerar estos aspectos.

Pero, incluso en el tercer escenario, el mejor que cabe pensar, hay un reto que mucha gente se plantea con terror. Si ahora el ratio de personas activas sobre personas no activas es de 4 a 1, ¿qué pasará si ese ratio acaba siendo 2 a 1 o, incluso inferior. Todos los sistemas de pensiones y de previsión social se derrumbarían. Esto, está claro, es algo que puede pasar. Si en los próximos decenios la gente se jubila cada vez más pronto, eso ocurrirá. Si, además, se sigue en la cultura de la baja natalidad, el fenómeno se producirá por partida doble y con el doble de rapidez. Por tanto, si como sociedad, queremos prepararnos para una vida generalizada de más de 100 años, esas son dos cosas que deberemos cambiar en la mentalidad de la sociedad. Retrasar la edad de la jubilación, al menos proporcionalmente al alargamiento de la vida, y aumentar la natalidad. Sin embargo, la gran lucha de los sindicatos de todo el mundo es por acortar la vida laboral y la lucha por fomentar la natalidad no es algo que esté en la primera línea de las agendas de los gobiernos ni forme parte de la cultura de nuestra civilización. Así que, si no cambiamos radicalmente, es muy posible que acabemos en el colapso total de cualquier sistema de previsión social que no esté basado en el ahorro personal.

El clamor popular por el acortamiento de la vida laboral tiene que ver con la formación que se da sobre el valor del trabajo, pero también con el tipo de relaciones laborales que se han desarrollado desde los albores de la revolución industrial. Ciertamente el capitalismo, a pesar de la terrible dureza de su primera expresión, está sacando del hambre y la miseria a la población mundial. Hace 200 años, toda la humanidad vivía a expensas de una agricultura de bajo rendimiento, sujeta al mínimo de subsistencia y a merced de una climatología caprichosa que llevaba a la muerte por inanición a inmensas cantidades de personas los años de malas cosechas. Pero el inicio de ese proceso fue a costa de crear puestos de trabajo alienantes. El trabajo del campo era, como se ha dicho, durísimo y hacía a la humanidad enormemente vulnerable a las hambrunas. Pero era un tipo de trabajo de ciclo completo. Me explico. Se sembraba, se cuidaba del crecimiento de lo sembrado y, al fin, se recolectaba o se cosechaba, para separar nuevas semillas que volvían a plantarse. Es decir, el trabajador preindustrial del campo veía el fruto completo de su trabajo. En las primeras fases del capitalismo, la división del trabajo hizo que cada persona sólo fuese consciente de una ínfima parte del proceso productivo. Los seres humanos eran apéndices de las máquinas. Repetían hasta el infinito, millones de veces la misma tarea monótona y sin sentido, y no sabían ni lo que estaban haciendo ni para qué. Era pues un trabajo, en términos hobbesianos, embrutecedor. No es, por tanto, extraño que la inmensa mayoría de los trabajadores viesen la llegada de la jubilación, siempre que puedan seguir manteniéndose económicamente, como una liberación.

Pero estas condiciones de trabajo ya están cambiando de una forma acelerada. La tecnología hace que cada vez más, los trabajos alienantes o embrutecedores, sean asumidos por máquinas, liberando de ellos a los seres humanos. Claro que esto plantea nuevas cuestiones preocupantes. ¿Hará el avance tecnológico que inmensas masas de personas no encuentren trabajo y se vean así condenadas a la miseria? No necesariamente. Si echamos la vista hacia atrás, los profetas apocalípticos como Marthus, Marx o Ricardo, que aseguraban de que esto iba a ocurrir así, se ha visto desmentidos una y otra vez. En los últimos 200 años, el avance tecnológico, que no es patrimonio del siglo XXI, ha hecho que, a pesar del crecimiento demográfico, la gente tenga jornadas laborales cada vez más cortas, el paro vaya en continuo declive –salvo momentos esporádicos– y la riqueza per cápita de las personas –incluso de las del tercer mundo– no haya parado de crecer. Cierto que sigue existiendo en el mundo la lacra de la pobreza. Pero, recientemente, el porcentaje de la población mundial que vive por debajo de la línea de pobreza extrema ha bajado, por primera vez en la historia de la humanidad, del 10%. Y, a buen seguro, seguirá bajando. ¿Por qué esto no puede seguir ocurriendo en los próximos 200 años, cuanto menos? No hay ninguna razón para que no lo haga. La única condición es que la cantidad de bienes y servicios útiles que se produzcan, crezca lo suficiente, ayudada de la reducción de la jornada laboral, de forma continuada, para compensar la subida de población y la sustitución tecnológica. Y esto, que ha venido ocurriendo en los últimos 200 años, no tiene por qué dejar de pasar en los próximos 200, siempre que no se pongan demasiadas trabas a la iniciativa privada. Sin embargo, la creciente presión fiscal y regulatoria sí pueden llegar a suponer trabas que frenen esa capacidad de creación de riqueza[1].

Así pues, si no se ponen palos en la rueda de la bicicleta de la iniciativa privada, este proceso es perfectamente sostenible. Pero, además, la liberación de los trabajos más monótonos, repetitivos y alienantes –embrutecedores, en terminología hobbesiana–, disminuirá, sin duda, hasta llegar a anularla, la sensación de liberación al llegar a la jubilación. Porque la tecnología está a punto de empezar a cambiar cualitativamente las relaciones laborales. Cada vez habrá menos puestos de trabajo por cuenta ajena que se tengan que llevar a cabo en la ubicación que la empresa para la que se trabaja determine. En cambio, aparecerá un nuevo tipo de modelo productivo. Aparecerán asociaciones agrupadas orgánicamente, desde células individuales y familiares, hasta grandes agrupaciones de esas células, libres y flexibles en su composición y en su funcionamiento. Una célula familiar podría tener, por ejemplo, cuatro impresoras 4D, dos brazos robóticos y tres microprocesadores que le permitiesen, de una forma versátil, producir una amplia gama de componentes. En el otro extremo de la cadena podría estar, por ejemplo, una gran fábrica de aviones sin apenas trabajadores. Entre medias habría, como se ha dicho, una estructura versátil de agrupaciones ad-hoc de diversas células elementales en varios niveles. El fabricante emitiría un concurso para la fabricación de, digamos, 2.000 reactores de determinadas características, al tiempo que pondría a disposición el software de la “supply chain” de esos reactores y el necesario para programar las herramientas de las células que participasen. Distintas agrupaciones ad-hoc competirían por lograr el concurso y la que se lo llevase produciría los 2.000 reactores, distribuyendo el trabajo entre los miles de células elementales que formen parte de esa agrupación ad-hoc. Así, cada familia o pequeño grupo humano, sería una célula independiente de ese organismo ad-hoc. La frontera entre las horas de jornada laboral y ocio quedaría así volatilizada. Cada célula se organizaría el tiempo como quisiera, siempre que cumpliese con su cometido. Dentro de cada célula, la distribución del trabajo sería también flexible. En función de los proyectos en los que participase o los que perdiese, cada célula tomaría sus decisiones de inversión en el equipo que necesitase. En una situación así, ¿por qué y para qué jubilarse? ¿Utopía? De ninguna manera. Ya está pasando. Se llama Gig Economy. La traducción podría ser “economía de pequeños encargos” o “economía de bolos”. Como todos los grandes cambios, tendrá lugar paulatinamente, casi sin que nos demos cuenta, de una manera espontánea y libre. No ocurrirá de repente ni se producirá al 100%. Siempre seguirá habiendo fábricas, en el sentido tradicional del término, coexistiendo con este tipo de organizaciones ad-hoc. Por supuesto, con esto, el concepto de trabajo estable con contrato indefinido, irá desapareciendo. Los sindicatos detestan esto y, seguramente, anclados en conceptos decimonónicos, se opondrán a este cambio con uñas y dientes y hasta es posible que lo retrasen. Estos retrasos también tendrían su efecto negativo en la necesaria capacidad para generar una mayor cantidad de bienes y servicios útiles.

Una última pregunta ante todo esto sería: Admitiendo que el alargamiento proporcional de la vida pudiera soslayar –unido al crecimiento demográfico, a la tecnología y al acortamiento de las horas de trabajo– el reto de la previsión social y del paro, ¿podría evitar también el reto ecológico? Si cada vez se van a producir más bienes para una población creciente por mor de la mayor tasa de natalidad y la mayor longevidad, indefectiblemente –se puede pensar no sin cierta lógica– los recursos de este planeta limitado en el que vivimos se agotarán. Además, se producirán sustancias, residuos y productos no deseados que inunden el planeta y lo hagan inhabitable. Y, por supuesto, está el fenómeno del cambio climático con las emisiones de CO2[2]. Esto, que puede parecer de una lógica aplastante, es, sin embargo, falso. A continuación voy a analizar seis cuestiones clave en este asunto: 1) La producción de energía 2) el cambio climático causado por el CO2 y otros gases invernadero, 3) la acumulación de residuos 4) la disponibilidad de agua, 5) la producción de alimentos y 6) los elementos químicos escasos.

1)     Producción de energía: Hoy en día las energías renovables eólica y solar, limpias y prácticamente ilimitadas, tienen ya un coste competitivo con cualquier otra fuente de producción de energía y en un futuro inmediato tendrán un coste mucho más bajo. Ciertamente, tienen el problema del almacenamiento energético, pero las baterías de alta densidad están avanzando a pasos agigantados y, por otro lado, para energías con coste marginal 0, como son éstas, son perfectamente factibles otros sistemas de almacenamiento como el ciclo de electrolisis y síntesis de agua. Además, estas energías ya permiten que su producción se realice más cerca del lugar de su consumo, de forma descentralizada, a veces en el mismo hogar o fábrica, eliminándose en gran medida el despilfarro energético actual de su transporte.

No puedo dejar de mencionar la energía nuclear que, aunque en descrédito por motivos puramente demagógicos es una energía barata y limpia. Nunca es tarde para recuperarla.

Además, hay otras fuentes potenciales como la energía de fusión, cuya posibilidad de explotación comercial se está acercando a pasos agigantados. El día que esto llegue, su materia prima, el agua de mar, es totalmente ilimitada.

Por último, recientemente, se han descubierto en diversas partes del mundo lugares de los que emana, de forma natural, hidrógeno que se está continuamente produciendo en el manto terrestre. De confirmarse la ubicuidad de estos hallazgos, la combustión de este hidrógeno, sin ningún otro subproducto que agua, sería una fuente inagotable y limpia de energía. Y este subproducto, el agua, del que hablaré más adelante puede, ser algo de inmenso valor para la humanidad.

2)     El cambio climático producido por el CO2 y otros gases invernadero. Si las fuentes de energía antes citadas llegan a sustituir en su mayor parte el uso de combustibles fósiles, la generación de CO2 bajaría drásticamente casi a 0. Pero si esto no fuese suficiente, se están desarrollando sistemas artificiales para realizar la función clorofílica con una eficiencia muy superior a la vegetación. Ciertamente, hoy son desarrollos de laboratorio con un coste extremadamente caro, pero caben pocas dudas de que su coste disminuirá drásticamente con las economías de escala cuando estén totalmente desarrolladas, siguiendo una ley similar a la famosa ley de Moore. El otro gran gas de efecto invernadero es el metano, producido, en gran medida, por la ganadería, especialmente la bovina. Más adelante, cuando llegue al problema de la alimentación, hablaré de ello. En cualquier caso, cada vez son más sofisticados los sistemas de medición de la huella de CO2 y de metano de todos los procesos, lo que permitirá sistemas de mercado que trasladen al precio final para el consumidor la producción de estos gases. Por todo esto, cabe pensar que, en unas décadas, el problema del calentamiento global estará completamente superado. Indudablemente, por si, efectivamente, hubiese un proceso de cambio climático antropogénico, en el periodo transitorio se debería extremar la prudencia en el uso energético. También en esto la tecnología tiene mucho que decir, mejorando la eficiencia de uso energético de todos los elementos, equipos y edificios que la utilizan.

3)     Acumulación de residuos. Cada vez se irá imponiendo más la llamada economía circular, que tiene como objetivo “residuos 0”. Por un lado, la implantación de sistemas de huella de productos de desecho hará que la producción de residuos sea algo que tenga que repercutirse en el precio. Por otro lado, las labores de clasificación de estos desechos para darle a cada tipo el tratamiento necesario, se verá facilitada y reducido su coste con la robotización y la automatización de esta operación. Por último, la reutilización de determinados residuos puede redundar en una disminución del coste de aprovisionamiento para ciertas empresas. Estos factores harán que la meta “residuos 0” sea algo cada vez más cercano y alcanzable.

4)     Disponibilidad de agua. Este es uno de los factores ecológicos de más impacto. Para conseguir que deje de ser un problema grave, hace falta, por un lado, el ahorro en su consumo y, por otro, el aumento de producción de agua dulce. Actualmente, el 80% del consumo de agua en el mundo se dedica a la agricultura. Los sistemas de regadío incrementan el rendimiento de la tierra en la producción de alimentos, algo imprescindible para una población creciente, de lo que hablaré más adelante, pero la cruz de la moneda es la inmensa cantidad de agua que consume. Sin embargo, ya existen sistemas de cultivo que requieren muchísima menos agua que los cultivos tradicionales. La agricultura hidropónica es ya una realidad, pero ya está en avanzada fase de experimentación la agricultura aeropónica, que consiste en rociar con el agua mínima imprescindible, con nutrientes incorporados, las raíces, expuestas al aire, de los cultivos. Con este sistema, el consumo para la agricultura puede llegar a cotas mínimas. Y ese 80% liberado de la agricultura puede ser dedicado al consumo humano y uso doméstico. Otro importantísimo ahorro de agua está en su transporte. Actualmente, en el transporte se pierde cerca del 50% del agua. Es perfectamente factible mejorar drásticamente este rendimiento. Una tercera fuente de ahorro está en el reciclado de las aguas negras. Hoy en día es ya una realidad el reciclado de las mismas, generándose agua totalmente potable para el consumo humano. Ya está en funcionamiento en determinadas ciudades del desierto californiano. El único freno con el que se encuentra es puramente psicológico, pero esto es algo perfectamente superable.

En cuanto a la producción de agua dulce, el panorama también es positivo a medio plazo. En primer lugar, con una energía barata, limpia y abundante, como la que se ha descrito en el punto 1), la conversión del agua de mar en agua dulce mediante evaporación o un proceso de ósmosis inversa, sistemas ambos que son hoy inviables en grandes cantidades por el consumo energético, serán perfectamente factibles en un futuro no lejano. En segundo lugar, ya se han desarrollado materiales llamados COF y MOF (Covalent/Metalic Organic Frameworks) que son capaces de extraer, de forma natural, sin uso, o con un consumo mínimo de energía, el agua contenida en el aire, incluso en las zonas desérticas. Cierto que el rendimiento y el coste de estos materiales los hace, de momento, prohibitivos, pero caben pocas dudas de que en el plazo de unas décadas se desarrollen nuevas variantes con mayores rendimientos y menores costes a gran escala. En tercer lugar, si se confirma la ubicuidad de afloramientos de hidrógeno geológico como los descritos más arriba, la producción de energía mediante la combustión de este hidrógeno, generaría ingentes cantidades de agua. Si, además, estos yacimientos están, como parece, ampliamente repartidos por el globo, la producción de agua tendrá lugar también de una forma muy distribuida.

5)     Producción de alimentos. Alimentar a una población creciente y cada vez más rica requerirá, como es natural, producir una cantidad de alimentos mucho mayor. Y se alzan voces diciendo que la superficie del planeta es limitada y representa, por tanto, un límite a la cantidad de alimentos que pueden producirse. Esto es otra de esas cosas que parecen tener una lógica aplastante, pero que no son ciertas. En primer lugar, el rendimiento del terreno es cada vez mayor y seguirá multiplicándose mediante la ingeniería genética de los cultivos. El rechazo de esta ingeniería por los movimientos ecologistas radicales está desmentido por todos los científicos del mundo que ven en ella una inmensa oportunidad de incrementar las cantidades de alimento producidas y su valor nutricional. En segundo lugar, ya se está experimentando con la llamada agricultura vertical. En las cercanías de las más grandes urbes del mundo, se pueden construir edificios de 50 plantas o más en las que producir casi cualquier vegetal usando los cultivos aeropónicos de los que he hablado antes. Esto, aparte de multiplicar por mucho la superficie disponible, acerca los lugares de producción a los de consumo, con el consiguiente ahorro de transporte. En tercer lugar, ya está también en experimentación la posibilidad de hacer cultivables terrenos desérticos. Esto, nuevamente, aumentaría enormemente la superficie cultivable. En lo que a la producción de carne se refiere, ya es también una realidad la producción de carne sintética. Otra vez más, todavía ni la calidad ni el coste son, hoy por hoy, aceptables. Pero también en este caso, las cosas mejorarán. Probablemente, nunca se pueda hacer una carne de la calidad de un bife argentino, pero sí, tal vez, mejor que una hamburguesa de un restaurante de comida rápida. Y lo suficientemente bueno para que sirva de alimento a una población creciente. Y, en la medida que esto haga, disminuirá drásticamente la ganadería y también drásticamente, la generación de metano, potentísimo gas invernadero, como se ha dicho anteriormente.

6)     Elementos químicos escasos. Es cierto que ciertas tecnologías requieren del uso de determinados elementos químicos que son escasos en la tierra. En particular, todos los aparatos de electrónica de consumo, ordenadores, teléfonos móviles, etc, utilizan baterías de ión litio para funcionar. Los coches eléctricos utilizan baterías mucho más potentes basadas también en el litio. El crecimiento de la producción de estos equipos será, sin duda alguna, al menos durante un tiempo, exponencial. A esto se añadirá la necesidad de almacenamiento energético masivo para, como se ha dicho en el apartado 1) sobre la producción de energía, acompasar la producción de energías renovables, solar y eólica, a su consumo. Esto lleva a pensar que en los próximos cinco años, el consumo de litio se multiplicará por tres. Y, los catastrofistas apocalípticos aseguran que, con este inmenso crecimiento se consumirán en pocos años todas las reservas de litio del mundo y se paralizará este desarrollo tecnológico. Y el litio, afirman, no es el único elemento que pueda convertirse en un cuello de botella que paralice este desarrollo. Pero, una vez más, los que claman de forma catastrofista por la insostenibilidad del desarrollo, obvian cuestiones fundamentales. La primera es que ese crecimiento exponencial no es permanente. Ningún crecimiento exponencial puede serlo. Tampoco el de la población. Un día u otro, el crecimiento se estabilizará. La segunda, que ya hoy en día se está investigando, consiste en sustituir las baterías de ión litio por las de ión sodio y el sodio es un elemento prácticamente ilimitado. Y, por supuesto, queda el asunto del reciclaje. De cualquier elemento del que pudiera haber escasez, se acabaría por desarrollar un sistema de reciclaje que acabase con la misma.

Todo lo anterior intenta aclarar por qué creo que es perfectamente posible que el alargamiento de la vida de la mayoría de los seres humanos bastante más allá de los 100 años no cree ningún tipo de problema social ni económico ni ecológico. Pero que sea perfectamente posible, no quiere decir que sea seguro que se consiga. Hay muchos frenos que pueden evitar que la premisa de partida –la capacidad de crear bienes y servicios útiles a una velocidad suficientemente acelerada– se cumpla. Y no es el menos importante de ellos la demagogia populista y el afán de lastrar la iniciativa privada y la innata capacidad del hombre para innovar con impuestos excesivos, al tiempo que se desincentiva a los seres humanos en esa capacidad innovadora, haciéndoles rechazar el trabajo creador y presentándoles el dolce far niente como un ideal de vida. Con estos palos en la rueda de la bicicleta se crearía, en definitiva, una gravísima pobreza antropológica que desembocaría, necesariamente, en la pobreza material.

Es decir, volviendo al tercer punto de la descripción de la vida de Hobbes, la vida no tiene por qué ser corta. Podría ser larga y próspera, tanto en bienes útiles como en tiempo libre. Pero como dice el autor del artículo al que he empezado refiriéndome, lo terrible sería que tuviese los dos primeros atributos de ese filósofo y fuese “aburrida, embrutecedora” y larga. ¿Se puede y se debe hacer algo para evitar que sea aburrida y embrutecedora? Ambas preguntas merecen un sí rotundo. Que se debe, es evidente. Que se pueda tal vez merezca una reflexión. El antídoto se llama educación. Pero no cualquier educación vale para combatir el aburrimiento y el embrutecimiento vitales. A mi modo de ver tiene que ser una educación basada en la cultura, la ética y la religión. Es decir, una educación basada en un humanismo con una base antropológica adecuada.

No cabe duda de que la cultura, tomada en un sentido muy amplio, abre un inmenso abanico de posibilidades que pueden llenar la vida de alicientes y hacerla, no sólo menos aburrida, sino ilusionante. La pasión por la literatura, por la música y por todas las manifestaciones del arte, pueden transformar el aburrimiento en pasión. En cuanto al ocio, la tecnología, podrá poner al alcance de todos, cualquier tipo de viaje virtual. Con un cierto nivel de realidad aumentada podremos vivir como si estuviésemos allí, los viajes de Marco Polo, o el descenso del Amazonas de Francisco de Orellana en 1542, según lo cuenta fray Gaspar de Carvajal, o la vuelta al mundo de Magallanes-Elcano, o asistir al descubrimiento del Pacífico por Balboa, o al golpe de mano de Pizarro en Cajamarca raptando al Inca, o… sólo la imaginación pone un límite. Pero por mucho esfuerzo de imaginación que haga, seguro que no seré capaz de pensar ni siquiera una ínfima parte de las posibles aventuras que se puedan vivir virtualmente. El mundo real, no el virtual, será un pañuelo que se pueda visitar fácilmente, conociendo otras culturas nuevas. En los deportes, se abrirá también un campo impensable. Y así en casi cualquier actividad humana. Todo esto puede hacer, si no desaparecer, al menos evitar en gran medida el aburrimiento, pero no está tan claro que palie el embrutecimiento. Y si esto segundo no se consigue, tampoco se considerará lo anterior. Recuerdo cómo, siendo un niño, cuando decía la frase de “me aburro”, inmediatamente se me contestaba con la réplica de “sólo se aburren los burros”, al tiempo que se me sugerían formas de no aburrirme. Esto me educó en la inquietud cultural. Sin ella, las oportunidades que se nos puedan brindar, son inútiles. La educación deberá serlo también para crear esta inquietud intelectual.

Pero hay otro embrutecimiento peor al del aburrimiento apático. Es el embrutecimiento ético. Probablemente era a ese embrutecimiento al que se refería Hobbes. Dada su negativa visión del hombre, como lobo para con el hombre, sólo veía la represión del estado Leviatán como medio para evitarlo. Pero sólo con una ética interna, no impuesta, que busque no sólo no hacer el mal, sino impulsar el bien, se puede combatir este tipo de embrutecimiento. Y ese impulso hacia el bien, no puede venir del puro y árido sentido del deber kantiano, sino del jugoso ejercicio del amor. Hacer el bien por amor es una inmensa fuente de alegría y felicidad que combate de forma directa el embrutecimiento. Por supuesto, hay muchísimas personas que hacen este bien por amor desde posiciones no creyentes. Las admiro profundamente. Es evidente que, tanto para estas personas como para cualquier otra, es más fácil hacer el bien por amor si, primero, o al menos al mismo tiempo, son amados. Pero en este mundo es imposible hallar un amor incondicional, garantizado, asegurado. Sólo una religión que nos relacione con un Dios que nos da ese amor incondicional, garantizado, asegurado y, además, gratuito e infinito, puede dar esa base que, sin ser condición absolutamente necesaria, sí que es altísimamente conveniente para lograr la felicidad que se deriva de hacer el bien por amor. Y así, se podrá matar al embrutecimiento.

En un mundo en el que se consiga lo que he llamado alargamiento proporcional de la vida, también habrá más tiempo para formar a esa juventud extendida en estas tres cosas, cultura, ética y religión. O, si se prefiere, verdad, bondad y belleza. Si, además, hay más tiempo libre, esa formación será también factible a lo largo del resto de la vida expandida.

Así pues, el alargamiento proporcionado –o supra proporcionado– de la vida, que hay que potenciar en sí mismo, como un bien, a través de la ciencia y la medicina, puede ser también una bendición para la riqueza antropológica. Pero éste es un reto al que tendremos que enfrentarnos como especie. Y no es un reto fácil ni exento de graves riesgos. Pongámonos ya manos a la obra. Yo ya lo estoy con este escrito.



[1] Esto puede verse en mi estudio “Los próximos 200 años”, en el post del 24 de Marzo de 2017
[2] No pretendo aquí entrar en la discusión de si el cambio climático es un fenómeno antropogénico creado por las emisiones de CO2 y otros gases invernadero. Acepto metodológicamente que es así, sin que esto quiera decir que quito o pongo rey. Es sólo una aceptación metodológica para ponerme en el peor de los casos.