27 de febrero de 2013

Frases 27-II-2013


Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La fuerza verdadera es la del hombre capaz de correr el riesgo de ser considerado débil. la del hombre totalmente exento de autoridad en el sentido corriente del término, el hombre cuya autoridad, esta vez auténtica, no es más que lo que Shakespeare denomina the milk of human kindness (la leche de la delicadeza humana), el hombre que tiene para todos, incluso para sí mismo, entrañas de misericordia. Pero esto, más aún que todo lo demás de sí mismo, el hombre no lo hubiera descubierto jamás por sí solo. Era necesaria la venida de Cristo, era necesario lo que Cristo mismo inspiró a san Pablo: “Cuando me siento débil, entonces soy fuerte”. El cristianismo ha creado el más indisoluble de todos los vínculos entre la debilidad y la fuerza y, desde el cristianismo, una fuerza que no tenga en sí misma, que no contenga en sí misma esta debilidad, no es nada: es un gesto, no más; un gesto falto de contenido, exactamente igual que la palabra que no tenga detrás de sí, consigo, en sí, al Verbo, no es nada más que las words, words, words, de Hamlet, relevo del registro del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades y llenarse de viento”

Charles du Bos


¿Por qué será que hoy esta frase me recuerda a Benedicto XVI?

24 de febrero de 2013

Vida y muerte de M. y Mme. Duru (de soltera Mmlle. Gélineau)

Tomás Alfaro Drake


Hace poco he leído un curiosísimo libro, recomendable hasta que empieza a hacerse repetitivo, titulado “Tenga usted éxito en su muerte”, escrito por Fabrice Hadjadj y editado por la editorial “Nuevo inicio”. Transcribo una historia, que se desarrolla a lo largo del libro, y que me parece sumamente instructiva.

***

¿Por qué Isidore Duru, pasante de notaría de Toulón, se puso aquella mañana, 2 de Octubre de 1968 una corbata rosa? Esa es la cuestión filosófica por excelencia. Albert Camus decía que era más bien la cuestión de la corbata de soga: “¿La vida vale la pena vivirse o no?” Y se interrogaba sobre el suicidio[1]. Pero esta es otra cuestión bastante abstracta y que sólo aparece en un segundo momento. Primero está ese enigma concreto: Isidore Duru está vivo, y tal día ha elegido ponerse una corbata rosa. Tenemos que partir de ese dato. O bien de este otro, de consecuencias no menos metafísicas: ¿Por qué Isidore Duru prefiere, para el chucrut, las salchichas de Núremberg y no las de Montbéliard? Pero con esta segunda cuestión correríamos el riesgo de llegar demasiado lejos.

Contentémonos con la primera: ¿Por qué la corbata rosa? Porque la señorita Gélineau, la secretaria, le dijo que le va bien a su color de piel. Vale. Pero, ¿por qué quiere él una corbata que le siente mejor a su tez según el parecer de la señorita Gélineau? Porque quiere gustarle a la señorita Gélineau, tener verdaderos amigos, insertarse mejor socialmente. Vale. Pero, ¿por qué esa necesidad de inserción social y de atraer a la secretaria? Porque todo ello está en la naturaleza del animal político y forma parte de su felicidad. Ahí está. Como se podía suponer, la corbata rosa aparecía en búsqueda de la felicidad, y lo mismo ocurre con todas nuestras elecciones. Nuestra libertad está al servicio de ese fin: ser felices, y se limita a ir eligiendo los medios. Pero hubo un temblor, un titubeo, una deliberación, antes de que la mano de Duru, aquella mañana del 2 de octubre de 1968, se apoderara de la corbata rosa. ¿Por qué razón? El filósofo, como se ve, es el detective de lo cotidiano. No investiga un crimen complicado, sino lo normal, lo enormemente normal, y lo encuentra mucho más palpitante. ¿Por qué, pues, ese temblor en la mano antes de coger la corbata rosa en vez de la azul de lunares? Porque no está absolutamente seguro de que ese medio lo acerque realmente a la felicidad. ¿La azul de lunares no tiene también su encanto? Y, además, otra cosa, ¿para qué todo si al final uno se tiene que morir? De ahí el temblor de Duru. Principalmente cuando, delante del espejo, se hace el nudo corredizo.

El porvenir precede en nosotros al pasado y al presente. Evocamos nuestros recuerdos y consideramos la actualidad en función de una meta: Como proyecta invitar a cenar a la señorita Gélineau, Isidore Duru se acuerda del restaurante donde cenó tan a gusto con la señorita Protte, y contempla su portacorbatas inclinándose por la rosa. Pero, ¿cuál es horizonte bajo el que efectuamos todas nuestras elecciones? ¿Cuál es el porvenir radical a partir del cual vivimos el presente? ¿Cuál es el fin hacia el que todo tiende y todo debe ordenarse? la palabra “fin” es doble. Designa o bien la finalidad (telos, en griego) o bien el final (en griego, eschaton). Encontrar un fin para la propia vida no es lo mismo que poner fin a la propia vida. En el primer sentido, el fin de la vida es la bienaveturanza; en el segundo, el fin de la vida es la muerte. Bajo ese doble horizonte tenemos que aprehender todas las cosas.

[...]

Isidore Duru, aunque pasante de notario, es también un personaje trágico (para ello basta con ser un hombre cualquiera). Se siente divido por ese doble fin que remite a una trascendencia, a un misterio. Se lanza hacia el infinito y ve ante él una especie de callejón sin salida. Se detiene ante el obstáculo y siente que, a pesar de todo, debe proseguir. Porque la felicidad quiere durar y extenderse. Una alegría que yo sé provisional, aun cuando así pueda serme más querida, es vencida rápidamente por la inquietud.

[...]

Isidore Duru, por ejemplo, va a poner su felicidad en un matrimonio con Cindy Gélineau, que se convierte ipso facto en la señora Duru. Pero esto es un error. No el matrimonio, sino creer que Cindy es el soberano bien. La señora Duru es con mucho incapaz de procurar al señor Duru la perfecta bienaventuranza (y reciprocamente): es una mujer que envejece, su inteligencia es limitada como la mía, su humor caprichoso como el viento, y además le gusta jugar al mahjong. El señor Duru se ve obligado a reconocerlo. Si no lo reconociera, exigiría de ella más de lo que ella puede dar: haría falta que fuera perfecta, omnisciente, infinita, eterna, soberanamente buena; acabaría estrangulándola por tener con él solo una humana benevolencia. Pero admite esa imperfección y, para relajarse, hace progresos con su ordenador portátil. Su colección de corbatas rosas, que comenzó tras su primera salida juntos, ya no le distrae como antes. ¿Sé va a buscar una amante? Pero esa amante le ofrecería igualmente sólo placeres pasajeros y, sin duda, más superficiales. En seguida, después de haber engañado a su mujer, le sería necesario engañar a su amante, ¡qué complicación! Isidore nunca ha sabido llevar una agenda.

Entonces acaba haciéndose contemplativo. Se vuelve poco a poco hacia el creador de Cindy Gélineau. Sólo Él podría colmarlo, sólo Él podría, ya en este mundo y más allá de este mundo, devolverle a una Cindy transfigurada en la luz de un amor eterno. Porque no se trata de despreciar las cosas terrestres a cambio de Dios, como si Dios fuese una cosa al lado de las demás, y no el Creador de todas ellas, y como si sólo se le pudiera amar odiando todo lo demás, sino que se trata de amar todas las cosas en esa Luz imperecedera que es su fuente y su destino. Isidore adivina que esa ensalada de mollejas que le ha preparado Cindy no es gran cosa, pero, acogiéndola como algo que proviene de lo desconocido y que vuelve a lo desconocido, siente que esa ensalada está bañada en una bondad más sabrosa que la vinagreta, y que llama a la alabanza tanto como a la manducación. Lo siente intermitentemente, porque en otros momentos, e incluso la mayor parte del tiempo, la insensibilidad lo vence, el misterio entrevisto desaparece como si nunca hubiera existido.

Y después, un buen día, es decir, un día sombrío, viene la enfermedad permanente, el hígado que dobla su volumen, en cáncer generalizado, el adiós... ahí está la punta aguzada de la esperanza, la punta que traspasa y abre el corazón. Ahí, en ese adiós, que es un ve-con-Dios el deseo de la felicidad y la muerte coinciden por fin, se abrazan en la noche.

No hay que sorprenderse ni indignarse si Isidore Duru, que pensó tan poco en Dios antes de morir, suspire hacia Él en su cama de hospital. No es tanto porque el miedo le haga fabricar un idolillo a guisa de refugio lastimoso; es que la muerte le hace romper todos lo ídolos de este mundo, y le impone un cara a cara con el misterio. En sus últimos instantes, Isidore Duru es un místico. El pasante de notario agnóstico se pone de acuerdo con la carmelita que, sin conocerlo, a cien leguas de allí, ya rezaba por él.

[...]

Todos los hombres rezan. Ruegan a sus jefes de empresa, ruegan a sus mujeres o a sus maridos, ruegan en los lugares públicos que no fumemos. Se dan cuenta rápidamente de que ello no es suficiente y, a lo largo de la jornada, en el fluir de sus pensamientos, arrojan al vacío tal o tal deseo, como se arroja una botella al mar. El pequeño Isidore, en su infancia, hablaba con un amigo interior. Lo llamaba Léonard. Le pedía que le ayudara en sus juegos. Más tarde tuvo una navaja suiza. Con esa navaja suiza se sentía muy superior a los otros niños. Se sentía capaz de conseguirlo todo. La navaja suiza tenía un poder que superaba el de sus múltiples hojas, con el sacacorchos y el cortauñas. Se había convertido en un amuleto. A veces, Isidore le hablaba. Cuando se tuvo que examinar para obtener el graduado escolar, fue a la iglesia con su abuela y puso un cirio para san José. Qué decir cuando llagó la hora de aprobar en bachillerato. En cada examen importante, no olvidaba la pluma con la que, un día, había sacado un ocho en matemáticas. Y luego suplicaba a su abuela ya difunta: “Rita, tú que ya estás arriba, haz que pase de cinco, que pase de cinco”. Una tarde, en la notaría, un cliente togolés le dio una gran semilla de calabaza que, puesta bajo la almohada, despertaba la inteligencia; después de un mes, Isidore había podido pensar que la cosa funcionaba, puesto que su inteligencia le hizo comprender que aquello no funcionaba, y dejó de dormir encima. Se compró una estatuilla de Buda. Después de eso, uno puede afirmar con fundamento que no cree en Dios, pero no por eso se aferra menos a las nadas: corbata rosa de la buena suerte, herradura y pata de conejo, mano de Fátima, rayas de la propia mano, madera que se toca rápidamente (¡oh lejano recuerdo de la Cruz!), horóscopo Tauro con ascendente en Virgo, yi-king de la casa de Albin Michel, “fetiches de Oceanía y de Guinea” que son los “Cristos inferiores de las oscuras esperanzas”[2].[3]

[...]

Isidore Duru pudo hacerse el siguiente razonamiento, que es menos un razonamiento que el eco interior de un oscuro instinto: “Puesto que al final tengo que perder mi vida, mejor darla ahora. Puesto que he de esperar de otro mi felicidad, mejor ir por delante de los otros”. Siempre tuvo tendencia a criticar a Madre Teresa, pero debido a una sorda envidia que habitaba la trastienda de su alma: él había querido ser misionero, darse enteramente a los andrajosos de Yakarta. Se acuerda de que, en la granja de sus abuelos, había abierto un hospicio para gatos escuálidos y pájaros heridos; a veces, evidentemente, los gatos se comían a los pájaros, Isidore se lamentaba de ello pero, ¿podía culpar al gato? Presentía que, a pesar del drama carnívoro, allí había un orden admirable. ¿Adónde hubiera podido conducirlo aquello? La escuela pública vino que ni pintada para disipar todos aquellos ensueños y para dirigir su atención hacia la solidez de la aritmética. Enseguida llegó el estudio notarial, el cotejo de las ventas, el hastío.

Afortunadamente, tuvo hijos con Cindy. Lo recuerda. Sólo tuvieron que educar a los dos que habían dejado nacer, a los dos que habían “deseado”. Rápidamente se dieron cuanta de que aun los que se desean pueden ser indeseables: le despiertan a uno por la noche, le fastidian los planes de ir al cine, le obligan a cambiar la ropa de la cama cuando lo que le gustaría a uno ahora es degustar una comida y, finalmente, según lo del complejo de Edipo, le asesinan a uno simbólicamente. Una vez nacidos, la ley ya no permite su infanticidio y, sobre todo, sus rostros tan inermes le obligan a uno a olvidarse de sí mismo y amarlos. Su debilidad es lo bastante fuerte para romper la piedra de nuestros corazones y convertirlo en una fuente. Isidore reencontró de pronto la aspiración de su propia infancia. Gracias a los hijos aprendió la paciencia y la hospitalidad.

[...]

Isidore Duru, [...], en sus últimas horas, experimentó esto: habría perdido menos su tiempo si lo hubiera dado más. Pero, ahora, era demasiado tarde. Entonces llamó a sus hijos en torno a su lecho, a los vivos para que le escucharan, a los muertos para que le ayudaran a hablar. Les pidió perdón. Les confió que también su vida estaba abortada. Que el no era más que un chiquillo, un feto, un embrión de hombre, porque el hombre de verdad, ahora se daba cuenta, es el santo. Pero que él se iba, esperaba, hacia el Padre de las misericordias. Luego llamó a la enfermera para que viniera a vaciar el orinal.

[...]

Todo lo anterior sería muy abstracto si no habláramos del nacimiento. [...] La muerte no existe. Lo que existe es Cindy Duru, nacida Jacqueline Gélineau en La Seyne-sur Mer, y que una mañana de primavera muere en Noisy-le-Sec, en Seine-Saint Denis. Hemos nacido en una familia, en una patria y en una época que no hemos elegido. Corre por nuestras venas la sangre cruzada de dos linajes que se ramifican hasta Matusalén y más allá. Hubo un tiempo indefinido antes de nuestro nacimiento en el que nosotros no existíamos y, sin embargo, por medio de una madeja de contingencias que no se puede desembrollar, ya éramos en potencia. Somos la flor presente de aquellos lejanos suelos, cercana ya a marchitarse dejando a su vez su semilla y alimentando el humus con su desaparición. Toda la historia de los Gélineau, de los Trotobas, de los Legris, de los Dumoulin, y aún más allá de lo que recordamos en el árbol genealógico, hacia las oscuras raíces, hasta Adán y Eva, y aún, tal vez, hasta el protozoario y hasta los primeros átomos, todo ello conducía a ella, a Jacqueline-Cindy, como a su explicación, como a su justificación posible, como a su culminación provisional. Claro está que hubiera bastado una nadería, que la señora Gélineau estornudara con cierta intensidad en el momento de la concepción, que otro cualquiera de los cuatrocientos millones de espermatozoides expulsados por el señor Gélineau en aquel hotel del Lavandou hubiera tomado la delantera o que no cayera la lluvia a las 15 horas 43 minutos de aquel 13 de Julio de 1946 y que Maurice Gélineau no se hubiera topado con Geneviève Totobas en la tienda de comestibles Au Paradis de l’Anchoïade, donde habían encontrado refugio contra el chaparrón, para que Cindy no hubiera venido jamás al mundo. Pero el azar lo quiso así. Y el azar es el nombre de humildad de la Providencia.

[...]

Cindy cree, no obstante, en la reencarnación. Ha leído cosas sorprendentes en una revista, en la peluquería. Bajo el luminoso de Récréa-tifs ha discutido varias veces con su peluquero[4], el tiempo de rematar la permanente. Él, Ferdinand, está persuadido de haber sido una cantante de entreguerras, quizás Lucienne Delyle: cada vez que escucha su voz en “Mi amante de Saint-Jean” sus tijeras se aceleran, el secador se le escapa, y afluyen desde lo más profundo de su memoria imágenes de cabarets y de hombres con monóculo. Cindy, por su parte, conjetura que fue algo así como una princesa rusa en tiempos de Pedro el Grande. Se ve a sí misma con frecuencia atravesando con sus lacayos llanuras nevadas en una troika con cascabeles, y cuando oye el nombre de San Petersburgo, su corazón late más rápido, mientras que cuando oye el nombre de Bures-sur-Yvette permanece totalmente indiferente.[5] Es una lástima que, en general, en nuestros supuestos reencarnados, la poesía no se extienda más allá de dos o tres fantasmas novelescos. Nadie pretende haber sido en su otra vida una cucaracha, un armadillo gigante, un borophyrene apogon, llamado vulgarmente diablo abisal de los fondos del Pacífico, un tuco-tuco, conocido también como rata peine de la Patagonia, un macaco de la India o una salamandra ciega de Tejas. Conozco bien a un desdichado en amores que me explicó cómo había vivido anteriormente como el esposo manco de la mujer sin piernas de un circo sueco; pero yo les desafío a ustedes a que encuentren a alguien que afirme perentoriamente formar una sola persona con el bisabuelo del portero de su casa o, que siendo demócrata, sea la reencarnación de un monárquico de la Vandée, o judío, que haya pertenecido a la Inquisición española, o que, habiendo sido ya un capitalista explotador de las minas del Norte, sea hoy militante de Fuerza Obrera como castigo.

[...]

En la religión hindú, el final del samsara, es decir, del ciclo de los nacimientos y las muertes, es escapar de él, a fin de no volver a conocer el castigo de renacer para sufrir más, con vistas a alcanzar el nirvana, la paz del Ello universal e impasible. Entre nosotros, ese castigo se convierte en una recompensa, y en la posibilidad del bobarysmo burgués de disfrutar de indefinidas prolongaciones. La reencarnación, considerada como un mal en el espiritualismo oriental, se transforma en un bien en el materialismo occidental [...].

[...]

En el alma de Cindy Duru, de soltera Gelinéau, se refracta toda la historia del mundo, todo el combate de la luz con las tinieblas. Nietszche hablaba de “la Historia entera como si fuera vivida y sufrida personalmente”. Eso es lo que hay que jugarse en cada vida: el destino de toda la Historia, de nuevo. El tiempo es la precipitación de todos los tiempos en una persona. Y esa persona, con su vida y con su muerte, está encargada de darle un fin eternamente dichoso o desdichado eternamente. La muerte tiene el insigne poder de conferirle el peso del destino a la vida de apariencia más insignificante.

[...]

Cindy Duru, sin saber demasiado, lleva en ella la impronta de las cruzadas, de la Revolución Francesa, de la separación de la Iglesia y del Estado, de las apariciones de Lourdes y de La Salette, de las guerras de 1870 y de 1914, de la Soah y de la creación del Estado de Israel, de la llegada al poder de François Mitterrand, del día en que abandonó su nombre propio Jaqueline por Cindy, de las familias Gélineau y Trotobas, de los años con Isidore, de su viaje de novios a las Islas Canarias, de su primer aborto, de su segundo hijo y de su cuarta hija, del impuesto sobre la renta del año 2000 del cáncer de Isidore, de todos los acontecimientos de la Historia, desde el más lejano al más próximo, y, ante todo, profundamente, del Acontecimiento de la Historia: la Pascua del Mesías. Ella no es creyente, ella no es historiadora; pero todo eso está en ella, todo eso que hace precisamente que no haya recibido el bautismo al nacer y que viva en la amnesia consumista en lo que se refiere al pasado de su tierra. Porque esa amnesia de la Historia es otro producto más de esa Historia a la que nadie escapa; ese olvido de la fe es una forma más de la relación con la fe en la que todos deben rendir cuentas. Hubiera sido mejor que viviera en la conciencia de esas realidades, pero su inconsciencia es también una realidad terrible que ella lleva en la oscuridad, como su cruz: la terrible cruz de ignorar la Cruz, pero que la Cruz, gracias a Dios, ignora tan poco.

Y aquí la tenemos, en su hora postrera, en la que borbotean todas esas cosas, como un cordero al que acechan los lobos, como un cordero que ha de elegir el mal menor: ser devorado por ellos, y el peor: convertirse a su vez en otro lobo. Está sola. Sus hijos no vienen a verla. Ha pasado un médico que dice que no hay nada que hacer, que en todo caso puede aumentar la morfina. Esa noche el dolor es demasiado fuerte. Siente ganas de matarse. El diligente médico llega, le hace firmar un papel, le inyecta con compasión un líquido mortal. Se hace pagar por adelantado, por supuesto.

Y así se acaba. No se sabe sí, en el último momento, cuando el veneno atenuaba el dolor y le devolvía la lucidez Cindy no se dio cuenta de su desvarío, que es el de tantos otros, y si, arrepentida, comprendiendo que su vida no le pertenecía, no la ofreció a la misericordia del Eterno. Porque, para el eterno, mil años son como un día y un segundo puede contener siglos. Ese último segundo de Cindy, si es un segundo de humildad, rescata años de bajeza. Ese pequeño ojo de aguja deja entonces pasar el camello. Y Cindy Duru, de forma oscura, entra en una gloria infinita.


[1] Albert camus, El mito de Sísisfo, Alianza, Madrid 2008
[2] Guillaume Apollinaire. “Zone”. Alcools.
[3] Podría pensarse, y muchos ateos acusan a los cristianos de ello, que la oración cristiana también es una superstición. Y, desgraciadamente, muchos cristianos les dan la razón. Porque hacen de la oración exactamente eso, una superstición. Sin embargo la oración del cristiano por excelencia, Cristo, no era así. En el momento más terrible de su vida, en Getsemaní, la víspera de su pasión, su oración era: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El cristiano sabe que su oración será oída y que será atendida. Pero sabe también que no tiene por qué concedérsele lo que pide, sino que el Padre bueno, le dará lo que necesita, que puede ser muy distinto de lo que pide. Y que le dará un consuelo, que es muy diferente de un analgésico. Muchos cristianos han perdido la fe porque esperaban de la oración lo mismo que de la superstición. Pero eso no es culpa del cristianismo ni de la oración cristiana (nota mía).
[4] Al parecer Récréa-tifs es el nombre de la peluquería. El término francés récréatifs significa “recreativos”. La separación con el guión introduce un juego de palabras, ya que tifs se puede traducir por “cabellera” o “pelambrera” y el segmento restante récréa haría referencia a la reencarnación. El peluquero sería pues un instrumento en el proceso de reencarnación de las cabelleras. (N. del T).
[5] El autor contrapone la gran metrópoli rusa de San Petersburgo con el pueblecito francés de Bures-sur-Yvettes, unos kilómetros al sur de París. El caso es que en Bures-sur-Yvettes, está la sede del IHES, el Institut des Hautes Études Scientifiques, la institución más prestigiosa de Francia, dedicada a la investigación en matemáticas y física (N del T del libro).

20 de febrero de 2013

Frases 20-II-2013


Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza. Es la esperanza ciega que tengo en su misericordia.

Santa Teresa de Lisieux


17 de febrero de 2013

Pedro J. Ramírez y la renuncia de Benedicto XVI


Tomás Alfaro Drake

Esta mañana (por ayer, Domingo), durante el desayuno, hojeando “El Mundo”, periódico al que estoy suscrito, me he encontrado con la carta de su director, Pedro J. Ramírez bajo el título, “La tiara vacía”. Me gustan el diario El Mundo y su director porque representan un tipo de increencia abierta, respetuosa y dialogante. Aunque a menudo haya cosas con las que esté en profundo desacuerdo, creo que ambos son, como define el director a su diario en el artículo de referencia, “laico que respeta activamente las creencias religiosas”. En suma, no creyentes con los que se puede establecer un diálogo inteligente y creativo. Algo que Benedicto XVI ha bautizado como “el atrio de los gentiles”.


Estaba leyendo el artículo con gusto por el tratamiento de daba tanto al Papa como a su decisión de dejar el pontificado. Recordaba un artículo escrito por Padro J. a la muerte de Juan Pablo II que me encantó. Me deleitaba en la frase siguiente: “Benedicto XVI nos lo ha puesto más difícil pues […] ha planteado un desafío intelectual a nuestro relativismo, invitándonos a jugar dos partidas simultáneas y dándonos a elegir entre el tablero de la razón y el de la fe. Nadie honesto consigo mismo podría ser insensible a la inyección de energía positiva que han transmitido sus ideas […]. Si nos convenía tener cerca a Juan Pablo II, no fuera a ser que tuviera razón, con Benedicto XVI te daban ganas de colaborar y compartir proyectos”. Llevado de mi deleite, empecé a leer en voz alta a mi mujer, que se desayunaba conmigo. Pero, justo en ese momento, el artículo empezó a tomar un giro que, respetable, como todas las ideas expuestas con respeto, no era, sin embargo, digno de una persona que debería conocer qué es y qué no es posible reformar dentro de la Iglesia. A partir de ese momento, el artículo de convirtió, más bien, en la representación de una corriente de pensamiento, más gesticulante que reflexiva, que, llevada a sus últimas consecuencias, espera que algún día la Iglesia se “modernice” para aceptar el aborto o la disolubilidad del matrimonio. El discurso de Pedro J. no llegaba hasta ahí, pero tras el párrafo que acabo de citar empezaba otro que decía: “Desde esta óptica, sólo cabría felicitarse por una renuncia que acelerará la reforma de la Iglesia desactivando los frenos de la tradición: una vez que los Papas dimiten será mucho más difícil impedir la ordenación de las mujeres, oponerse al uso de anticonceptivos o mantener la intransigencia ante la homosexualidad. Pero uno también puede pensar que […] tal vez el año próximo alguien proponga que se elija un vicepapa para que sustituya al titular cuando esté de viaje o se encuentre enfermo. Y que al siguiente se planteará la limitación de mandatos al modo de la presidencia de los estados Unidos; y aún nos tocará ver un debate sobre el Estado del Papado en el que la oposición a la curia pida primarias en cada continente y un cónclave abierto con intervenciones televisadas de los candidatos y votación nominal de los electores”.

A medida que leía en voz alta este párrafo, mi voz se iba apagando. Una persona culta, como lo es Pedro J., debe saber que la Iglesia no es, ni puede ser una democracia en la que las cuestiones morales de fondo estén sujetas a la decisión de la mayoría, ni se puede regir como ella. Respeto profundamente la democracia. Pero creo que como toda institución humana, vale para lo que vale y sacarla de su ámbito es un error bastante simplista. Además, tiene serios defectos que la historia se encargará de corregir. Y tal vez uno de ellos sea el triste espectáculo que para los ciudadanos representan los, a menudo bochornosos, debates de verduleras en los que nadie parece interesado en determinar qué es lo bueno para el país, sino el oponerse a lo que dice el contrario, aunque sea lo mismo que el opositor actual defendió hace escasamente unos meses.

Pero, por supuesto, la razón fundamental por las que estas reformas, que tan obvias le parecen a Pedro J., no se llevarán a cabo en la Iglesia es de otra índole. La Iglesia está sometida a una norma superior a ella misma, recibida directamente de la Revelación y de Jesucristo. Y nada puede hacer que vaya contra ella. De la misma manera que ningún ingeniero puede diseñar un motor que contravenga las leyes de la termodinámica, aunque sí diseñar motores cada vez más eficientes dentro de esas leyes, la Iglesia no puede ir contra las verdades reveladas. Hay una casi interminable lista de cosas en las que la Iglesia se ha ido adaptando al mundo, porque no formaban parte de esos “principios de la termodinámica” de Cristo. Y esas adaptaciones han sido buenas. Pero las que sugiere Pedro J. son de las que no podrán ser. Me gustaría analizar a esta luz, en los tableros de la razón y de la fe, de una en una, las reformas que a Pedro J. le parecen tan razonables.

La ordenación de las mujeres: Ignoro completamente las razones por las que Cristo no quiso que las mujeres fuesen ordenadas sacerdotes. Pero el hecho es que no quiso. La institución del sacramento del orden sacerdotal tiene lugar en la última cena, junto con la institución de la Eucaristía. Y en ese momento, sólo estaban doce discípulos. Mateo y Marcos lo dicen explícitamente en sus respectivos Evangelios. Lucas no lo dice explícitamente, pero sí afirma que se sentarán en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Pero entre los doce que estaban en la última cena, no había mujeres. Si Jesús tenía por aquel entonces un grupo no muy numeroso de discípulos, entre los que había un buen número de mujeres, las probabilidades de que al elegir doce no hubiese ninguna eran despreciables, salvo que lo hiciese así a propósito. Hay quien dice que no las había porque esas eran las costumbres de la época, pero lo cierto es que a la cena pascual judía asistían tanto hombres como mujeres. Pero aunque fuese así, Jesús no se caracterizaba por ser muy respetuoso con las tradiciones judías. Más aún, entre sus discípulos, quizá a la que más quería fuese a María Magdalena. Hasta el punto de no importarle las habladurías a las que esa cercanía pudiese dar lugar. A buen seguro, en una cuestión tan importante para su Iglesia, no se hubiese dejado llevar por criterios de costumbres judías. Máxime cuando la cena era absolutamente privada. No, no hubo mujeres en ella porque, por la razón que fuese, Cristo quiso que no las hubiera al instituir el sacerdocio. ¿Era Cristo un misógino? De ninguna manera. Ni una sola línea en los evangelios hace pensar que lo fuese. ¿Es esto un desprecio para la mujer? Tampoco. El sacerdocio ministerial es un servicio, no un privilegio. Nada hay en el dogma cristiano que diga que las mujeres tienen menos capacidad espiritual que los hombres, ni menos acceso a la santidad, ni nada que se parezca a un desprecio de sexo. Al contrario. La persona más santa del cristianismo es una mujer. María, la madre de Jesucristo. Ni tampoco en la Iglesia primitiva había ningún trato despectivo. Es un hecho que una gran parte de las conversiones se producían por causa –además de por causa sobrenatural– de que la mujer se sentía mejor tratada en el cristianismo que en el judaísmo o, incluso, que en la sociedad romana, cuyo derecho hacía de la mujer un ser de segunda. Así pues, ignoro la razón de esa decisión de Cristo, pero así fue y la Iglesia no puede enmendarle la plana al Maestro.

La Iglesia se opone al uso de anticonceptivos, pero no a la regulación de la natalidad. En la encíclica “Humanae vitae”, Pablo VI ya habla de la paternidad responsable (que no debe confundirse con paternidad egoísta). Otra cosa es que no acepte el uso de anticonceptivos para ello. Y no lo hace porque el tener un hijo, que puede no ser conveniente en un momento dado, no es nunca un mal, sino que, siempre, en cualquier caso, es un bien. Cosa bien distinta que las enfermedades. Las enfermedades son, en sí mismas, un mal y, por tanto, cabe combatirlas con acciones positivas. En cambio, la vida es un bien ajeno. Es un bien para el que la recibe. Y no es lícito, en una moral puramente natural, oponerse con acciones positivas a un bien ajeno. Dicho esto, fuera del mundo opulento, los métodos anticonceptivos utilizados en éste, no suelen ser muy eficaces. En los países pobres, los programas más eficaces y accesibles para la regulación de la natalidad suelen ser los métodos naturales auspiciados por quienes se ocupan de cerca de los más pobres, que deben regular la natalidad por razones obvias. Y los que se ocupan de cerca de los más pobres suelen ser, casi siempre, miembros de esa Iglesia que se opone al uso de anticonceptivos.

La Iglesia no es ni transigente ni intransigente con la homosexualidad. Es un hecho que está ahí y que acepta. Lo que no acepta es que la homosexualidad sea una opción, como ser de un equipo de fútbol u otro, o preferir la carne al pescado. No es eso. La Iglesia considera que la homosexualidad es algún tipo de desajuste de la naturaleza, sin que esto tenga ni la más mínima connotación moral negativa, como no la tiene el ser diabético o tener la malaria, salvo que uno haya puesto todos los medios para contraerla, como hacerse picar por cientos de mosquitos anofeles. De hecho, no hay organización en el mundo que se ocupe más del sufrimiento que ese desajuste crea en los homosexuales. Otras organizaciones niegan por motivos ideológicos este sufrimiento y, en consecuencia, se desentienden de él. Pero es un hecho que en el mundo occidental, el porcentaje de suicidios entre jóvenes homosexuales multiplica por varias veces el que se produce entre jóvenes heterosexuales. Y, en ese terreno, la tolerancia es sólo el disfraz de la indiferencia. La Iglesia en modo alguno considera un pecado la homosexualidad. Sí considera, en cambio, un pecado la práctica del sexo homosexual, como lo hace también con el sexo infiel al matrimonio. ¿Puede la Iglesia aceptar entonces el matrimonio homosexual? No, primero, porque no es natural, como la simple anatomía y fisiología se encargan de mostrar pero, además, porque la Revelación, la ley de la termodinámica que la Iglesia no puede cambiar, se lo impide. Ya desde el Génesis, esta Revelación dice: “Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creo; varón y hembra los creó. […] El Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. Entonces éste exclamó: ‘Ahora sí; esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne […]’. Por esta razón dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”.

¿Qué le queda entonces a quien tenga el problema de ser homosexual? Le queda, según la Iglesia, como a cualquier ser humano, luchar con sus limitaciones para alcanzar el fin para el que ha sido creado: la santidad. Cada hombre tiene sus limitaciones, más o menos severas, más o menos duras, para alcanzar este fin. Y la Iglesia les ayuda a todos, sin excepción, homosexuales incluidos, mediante los sacramentos y el amor, a superar sus dificultades, sean las que sean, para alcanzar, tal vez a través de ellas más que a pesar de ellas, la santidad y obtener la máxima felicidad posible en este mundo en esta lucha. Son muchos miles de homosexuales los que han experimentado esto.

Lo que ocurre es que, por razones ideológicas, este razonamiento llena de ira a los activistas de la errónea reivindicación homosexual que propone soluciones que, más que aliviar las duras consecuencias de su condición, las agravan. Ciertamente, en algunos miembros de la Iglesia y en muchos católicos –y no católicos– ha habido auténticas actitudes homófobas. Es un hecho triste y lamentable del que cada uno debe examinarse y pedir perdón por lo que haya podido contribuir a ello. Pero no llamamos homofobia a lo que no lo es.

Lo del vicepapa y la limitación de mandatos es también ignorar los hechos constitutivos de la Iglesia que fundó Jesucristo. Porque el Papa no es alguien que recibe un mandato de una institución humana superior, sino directamente de Cristo. Cierto que lo eligen los cardenales que, según creemos los católicos porque así lo dijo Cristo, actúan bajo la moción del Espíritu Santo. Actuar bajo la moción del Espíritu Santo no coarta la libertad de los cardenales que, como ha ocurrido otras veces en la historia, pueden hacer caso omiso de esa moción. Pero, sea como sea, una vez elegido, el Papa no tiene un mandato de nadie, ni responde ante nadie más que ante Dios y su conciencia. Por eso el Código de Derecho Canónico en el canon 332.2 dice: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”. Esto viene también refrendado por la Revelación. En la llamada confesión de Cesarea, Jesús le dice a Pedro: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Por tanto, nadie puede poner límite temporal a su mandato. Sólo él mismo, libremente y ante su conciencia, como ha hecho Benedicto XVI. Y en cuanto a lo del vicepapa, Cristo no estableció ningún sustituto para caso de viajes y enfermedad y eso que antes, los viajes y las comunicaciones eran infinitamente más lentos y la distancia entre Jerusalén, Roma o Hispania, no era salvable por ningún medio de comunicación en menos de varias semanas. No se me alcanza por qué ahora iba a ser más perentorio que hace veinte siglos.

Sobre la retrasmisión de los debates del Estado del Papado he dicho algo más arriba. Primero, Cristo diseñó una estructura jerárquica para su Iglesia. La democracia es un sistema de gobierno que, aunque mejorable, es el mejor disponible hoy en día para las cuestiones políticas. No es que el juego de los partidos ni su funcionamiento sean perfectos, pero es lo menos malo que tenemos. Pero trasladarla a una institución de ámbito eterno y fundamentalmente espiritual me parece, aunque en sentido contrario, tan inadecuado como trasplantarla a la gestión empresarial. Simplemente, en esos entornos no funciona, porque no se ha desarrollado para funcionar en ellos.

Comprendo que desde una óptica de no creyente, se puedan pedir esas cosas. Cada uno es libre para pedir lo que quiera. Pero una persona culta debe saber algo acerca de lo que es la Iglesia para los católicos. Precisamente por eso, el mismo Pedro J. en su artículo se dice a sí mismo: “Y además, ¿a ti que te importa si no eres miembro de la Iglesia?” Pues eso. A mí, que soy cliente de “El Mundo” me parece muy bien como dirige Pedro J. su periódico y por eso lo compro. Pero ni yo ni la Iglesia nos metemos a decirle como debe dirigirlo. Él es libre de seguir o no los criterios morales de la Iglesia. Es libre de votar a un partido que defienda el matrimonio de los homosexuales. No creo que sea mucho pedir que deje a una institución de la que no es parte ni cliente, que se dirija como quiera y que mantenga el código moral que le parezca, siempre que no pretenda imponerlo por la fuerza. Y, sin duda alguna, Pedro J. Ramírez lo hace así. Naturalmente, es también libre de dar su opinión. Y yo, aunque con infinitamente menos audiencia, de puntualizársela con los mejores razonamientos de que soy capaz, en el tablero de la razón y de la fe. Ese es el atrio de los gentiles del que hablaba Benedicto XVI. Gracias Pedro J. por participar.

11 de febrero de 2013

Mis primeras impresiones, a vuelapluma, sobre la renuncia de Benedicto XVI

Tomás Alfaro Drake

Mi primera impresión ante la noticia de la renuncia de Benedicto XVI ha sido, como imagino que la de todo el mundo, de estupor. Pero inmediatamente me he anclado en lo que creo que es lo importante y que quiero transmitiros.




1º La Iglesia es más que el Papa. Ha habido 265 Papas en la historia de la Iglesia y la barca de Pedro ha seguido su singladura más allá de todas las vicisitudes.



2º No cabe ni sombra de duda de que Benedicto XVI ha tomado la decisión iluminado por el Espíritu Santo, que es quien guía la Iglesia. Por lo tanto es, seguro, una decisión correcta. En un documento suyo, que no recuerdo, decía que renunciaría si no se sentía con fuerza para la misión.



3º Tampoco cabe duda de que el Espíritu Santo seguirá guiando a la Iglesia y del próximo cónclave saldrá el Papa que la Iglesia necesite.



4º Ha habido un precedente en la historia de un Papa que renuncie y fue mucho más grave que ésta. Pedro Morone, Papa Celestino V fue elegido Papa en 1294. Era un eremita que vivía en los Abruzzos. Fue sacado de allí para ser Papa en una época de turbulencia y de corrupción en la Iglesia. Renunció a los cuatro meses y no pasó nada. Fue declarado santo en 1313.



5º Creo que, humanamente hablando, es bueno para la Iglesia que el Papa sea una persona que, además de santa, tenga la energía suficiente para dirigir la inmensa y compleja nave de la Iglesia.



6º Dicho lo anterior, respeto profundamente la decisión contraria que siguió hasta el final Juan Pablo II. Creo que quiso mostrar con su calvario personal que la vejez es digna aunque se llegue a la decrepitud. Lo había previsto proféticamente al cumplir 65 años, cuando escribió la siguiente oración:



Acto de abandono en la misericordia de Dios



Oración pronunciada por Juan Pablo II a sus 65 años, en 1985



Señor, hace ya sesenta y cinco años que me diste el don inestimable de la vida y, después de mi nacimiento, no has cesado de llenarme de tu gracia y de tu amor infinito. A lo largo de estos años se han entretejido grandes alegrías, pruebas, éxitos, fracasos, enfermedades, duelos… como le ocurre a todo el mundo. Ayudado por tu gracia y tu auxilio, he podido triunfar de estos obstáculos y avanzar hacia ti. Hoy me siento rico en mi experiencia y en el gran consuelo de haber sido colmado de tu amor. Mi alma te canta su reconocimiento.



Pero cada día veo a mi alrededor ancianos a los que envías fuertes pruebas: sufren parálisis, incapacitación, senilidad, y a menudo no tienen fuerza para rezarte. Otros han perdido el uso de sus facultades mentales y no pueden alcanzarte a través de su mundo irreal. Veo la vida de esas personas y me digo: «¿y si fuese yo?» Entonces, Señor, hoy mismo, mientras estoy todavía en posesión de todas mis facultades motrices y mentales, te ofrezco por anticipado mi aceptación de tu santa voluntad, y desde ahora quiero que si una u otra de esas pruebas me llegan, pueda servir para tu gloria y para la salvación de las almas. También desde ahora te pido que sostengas con tu gracia a las personas que tengan la ingrata tarea de prestarme su ayuda.



Si un día, la enfermedad invadiese mi cerebro y aniquilase su lucidez, desde ahora, Señor, mi sumisión está delante de ti y se seguirá de una silenciosa adoración. Si un día, un estado de inconsciencia prolongada tuviera que destruirme, yo quisiera que cada una de esas horas que tenga que vivir sea una serie ininterrumpida de acciones de gracias y que mi último suspiro sea también un suspiro de amor. Mi alma, guiada en ese instante por la mano de María, se presentará ante ti para cantar eternamente tus alabanzas. Amen.



Como Benedicto XVI, estoy seguro de que Juan Pablo II tomó su decisión bajo la guía del Espíritu Santo y fue, por lo tanto, una decisión santa.



7º Habrá que oír todo tipo de disparates en los próximos días. Mi opinión: NI CASO.

8º RECEMOS

10 de febrero de 2013

Democracia y corrupción II


Tomás Alfaro Drake

La semana pasada publiqué una entrada con el título de “Democracia y corrupción”. No pensaba continuar con el tema, pero esta semana no he dejado de darle vueltas y me ha salido una continuación con varias puntualizaciones.

La primera es una afirmación que puede sonar herética en el momento social en el que nos encontramos. Ahí va: Afirmo que nunca, en la historia de la humanidad –siempre vista siglo a siglo, no vale escoger momentos puntuales– ha habido menos corrupción que la que hay ahora. Y afirmo también que ese proceso tiene que ver con la democracia. La demostración empírica de esto no hay que buscarla más allá de nuestras narices. Basta con mirar la corrupción que hay hoy en países democráticos, incluida España, con su corta trayectoria democrática reciente, con la que hay en países sin democracia o con una caricatura de la misma. Quien lea estas líneas, puede elegir los países que quiera en cada uno de los campos, eligiendo bien el significado de la palabra democracia, por supuesto. La respuesta es obvia. Que la ministra de educación de Alemania dimita porque parece que plagió una tesis doctoral hace 33 años, es un auténtico ejemplo. ¿Alguien se imagina algo así en México o en China? No, tampoco me lo imagino en España, pero es que España, como luego comentaré, está saliendo de su “varicela” democrática. Que nadie vea en esto que digo conformismo o indulgencia con la corrupción. Creo que debemos hacer absolutamente todo lo que esté en las manos para la más rápida y completa regeneración del sistema. Pero sin deformar la óptica desde la que se mira la realidad. ¿Por qué se produce esta deformación óptica? Creo que por tres motivos. El primero es que, a pesar de todos los pesares, con la democracia hay una transparencia muy superior a la que hay en cualquier otro sistema de gobierno. Simplemente, la inmensa mayoría de las corrupciones no ven la luz en un sistema no democrático. Y eso, que es bueno contra la corrupción, produce un efecto escaparate. El segundo porque en democracia las oportunidades son muy superiores. Efectivamente, otro efecto positivo de la democracia, es la creación de riqueza para millones de personas. Tampoco hay que mirar mucho más allá de las narices para darse cuenta de esto. Hágase la misma comparación entre países que sugerí antes. Y más riqueza da más oportunidades de corrupción. En un país de miseria, la corrupción no puede ser más que pequeña. En un país en el que hay mucha riqueza, las oportunidades de corrupción crecen exponencialmente. Por último, está la crisis. Los ciudadanos están sufriendo un necesario ajuste –amén de los que sufren el paro– que supone muchos y duros sacrificios. Es perfectamente comprensible que la ciudadanía vea con ira cualquier signo de corrupción o de prebendas especiales de la clase política, que las hay y, tal vez sean todavía más graves que la corrupción.

Pero se esté generalizando la peligrosa idea de que la culpa de la corrupción la tiene la democracia. Y creo que esta idea que se está generalizando es, en gran parte, fruto de la política irresponsable del PSOE. El 20 de Febrero del 2008 publiqué en este blog una entrada con el título de “La máquina izquierdista de la manipulación”, en la que explicaba las bases de la misma. Y una de ellas es el uso de la mentira –o de la más burda exageración–, no esporádicamente, sino como estrategia sistemática. Cualquier cosa le vale, para Rubalcaba o Zapatero, con tal de obtener o mantener el poder. El fin justifica los medios, cualquier medio. Y lo grave es que esta estrategia está escrita. La escribió Antonio Gramsci en las cárceles de Mussolini, en un larguísimo escrito, casi imposible de encontrar –las pruebas del delito se esconden siempre– llamado “Los papeles de la cárcel”. Aunque Gramsci era comunista, la izquierda en pleno –y algunos otros sectores de la sociedad– han adoptado la estrategia gramsciana para lograr sus objetivos. Y si para recuperar el poder hace falta, hoy, enmerdar al enemigo, aunque eso salpique a todo el sistema, pues, con una miopía increíble, se hace. Y conste que no me parece mal la denuncia. Pero ojo con quién denuncia y qué trapos sucios tiene el denunciante. Más le valdría al PSOE mirar a sus asuntos como el tema de los ERE’s, en comunidades en las que sigue gobernando. Muchos dirigentes de los partidos han salido en la televisión, clamando que la conducta de Rajoy de publicar sus declaraciones de renta y patrimonio, no es suficiente. Estoy de acuerdo en que no lo es, pero todavía no he visto a ninguno que siga ese ejemplo insuficiente. No estaría mal, como un principio, que lo hiciesen todos. Ojalá me equivoque, pero creo que la mayoría no lo hará. Naturalmente el resultado de esa estrategia del PSOE no está siendo el acercarse más al poder, sino el poner los cimientos para un país ingobernable.

Otra puntualización. El otro día, un buen amigo mío, que lleva años en la política municipal con una trayectoria intachable, me decía: “es que los políticos somos ciudadanos normales sometidos a tentaciones superlativas cada día”. No lo decía como excusa, pero es la pura verdad. ¿Cómo es el sustrato ético de nuestro país? El electricista pregunta si la factura se quiere con IVA o sin IVA, y la mayoría de la gente dice que, por supuesto, sin IVA. Los pisos se han vendido siempre con una parte de dinero B de la que comprador y vendedor se sentían muy satisfechos. Aprobar copiando ha sido siempre una muestra de ingenio. Y podría citar un largo etcétera de situaciones en las que la conducta fraudulenta parece normal y, a menudo, hasta es aplaudida. Y es que con tanto relativismo se ha llegado a unos criterios morales que podrían resumirse en dos puntos. 1º. Si algo me conviene está bien. Yo soy mi propia norma ética, y, 2º, mientras no te cojan… no pasa nada. La moral que se ha llegado a formar en mucha gente es la que le hacía decir a Antonio Machado:

“La envidia de la virtud
hizo a Caín criminal.
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más”.

¡Ay!, si don Antonio levantase la cabeza. Ese es el sustrato del que salen nuestros políticos. Pensar que de un sustrato así puede salir una mayoría de políticos que sean capaces de resistir a las cotidianas y enormes tentaciones, es como pretender que los espinos den mangos. En general, las sociedades tienen a los políticos que se merecen. Y aquí, medran los que más protegen la mediocridad, las que más hacen la pelota a los ciudadanos diciéndoles lo que quieren oír, los que prometen más cosas que no pueden pagar, en definitiva, la oclocracia. Y cuando un gobierno intenta poner orden, aunque sea cometiendo errores, en las desastrosas cuentas del despilfarro que se deriva de todo lo anterior, es objeto de la más burda demagogia.

Tercera puntualización. Hablaba antes de la “varicela” democrática. Cuando en un país, como España, llega la democracia desde la dictadura, no se está acostumbrado a la transparencia. Incluso ésta tarda en producirse, porque siguen vivos los hábitos de silencio. Sigue en vigencia la opacidad, el miedo a hablar claro. Y los nuevos gobernantes creen que cualquier cosa que hagan quedará impune. La opacidad tarda en convertirse en transparencia y, cuando lo empieza a hacer, los gobernantes tardan en darse cuenta de que les pueden pillar. Si esto se une a las lamentables normas éticas de que hablé antes, se produce lo que llamo la “varicela” democrática. ¿Cuánto tarda en curarse? Nunca se cura del todo. La varicela es una enfermedad que siempre está latente. Se puede manifestar a lo largo de toda la vida bajo otras formas. Pero, indudablemente, su brote agudo se pasa en unos meses. Lo que ocurre es que, lo que en la vida de un ser humano son meses, son décadas en la historia. Ahora, en España, estamos en el brote agudo de “varicela”. Esto no quiere decir que tengamos que ser pasivos. Habrá que tratar la enfermedad con los remedios necesarios, todo lo enérgicos que tengan que ser. Habrá que contar con que, lamentablemente, siempre quedarán secuelas. Pero no digamos que el paciente tiene cáncer.

En resumen, que tras la reflexión de esta semana, me siento optimista, si veo las cosas dando hacia atrás al zoom de la perspectiva, pero no tanto a corto plazo. Sin embargo, o por eso, me permito cambiar la frase de Churchill, que citaba la semana pasada y que decía que “la democracia es el peor de los sistemas políticos, después de descartar todos los demás”. Creo que es el mejor, también después de descartar todos los demás. Lo que es bastante triste, es la naturaleza humana, sobre todo si se halaga lo más bajo que hay en ella y se la educa en la falta de valores morales objetivos. Pero tampoco quiero despreciar a la naturaleza humana. Los hombres somos capaces de lo peor y de lo mejor. No me cabe duda de que la obra humana en la historia, lenta y laboriosa, va haciendo, con la Gracia de Dios, una humanidad cada vez mejor. La democracia es un lujo que, por ejemplo, me permite escribir esto y publicarlo en mi blog. Esto no podría hacerlo en una dictadura sin graves riesgos. No despreciemos este lujo que la humanidad va conquistando y perfeccionando a lo largo de su historia. Hagamos, en cambio, un hombre con principios morales sólidos y sanos. Así pues, ¡viva la democracia!

6 de febrero de 2013

Frases 6-II-2013

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


Las personas a las que más nos cuesta querer son las que más necesitan nuestro amor.

Frase oída en la película “El guerrero pacífico”, protagonizada por Nick Knolte.

3 de febrero de 2013

Democracia y corrupción


No soy muy aficionado a los asuntos políticos. Los sigo con un interés que no nace de ellos mismos, sino de un deseo de no encontrarme en fuera de juego ante esos temas. Esto hace que no entre en los detalles. Pero, mira por donde, puede ser que esto me dé una mayor perspectiva. Porque los vaivenes del día a día son, no ya árboles, sino hojas que te impiden ver el bosque. Y el sensacionalismo de la prensa, en su ánimo de vender, hace de ella una lente deformadora de la realidad y descontextualizadora. Más vale el zoom hacia atrás que el microscopio.

Pero no siempre ha sido así en mi vida. En mis veintitantos años, allá por la transición, yo era comunista sin carné, pero militaba en CCOO, con carné. Luchaba en primera línea –si bien como soldado de infantería–, engañado por la táctica eurocomunista, por la democracia. Estoy completamente curado de ese mal, pero no reniego, ni me avergüenzo de la experiencia que me dio. Cuando luchaba por la democracia estaba convencido de dos cosas. La primera, que con la democracia, se acabaría la corrupción. La segunda, que con la democracia se acabaría inmediatamente ETA. Es obvio que me equivoqué de medio a medio en ambas.

En tiempos de Franco, había corrupción, que duda cabe. Recuerdo el caso MATESA. Pero es una realidad innegable que, comparada con la que hay ahora, la corrupción de entonces era una broma. Prácticamente todos los casos se podían resumir en una frase que decía a menudo un amigo mío: “Al amigo el culo, al enemigo por el culo y al indiferente, la legislación vigente”. La corrupción era amiguismo, no maletines.

Me creeré que se ha acabado ETA cuando entregue las armas, cosa que hoy, más de treinta años después de la Constitución, todavía no ha ocurrido.

Quien haya llegado hasta aquí en este artículo, creerá que voy a defender el régimen anterior a la democracia. Pero no es así, sino todo lo contrario. A pesar de todos mis errores, creo profundamente en la democracia. Creo en ella de una manera un tanto cínica, como Churchill cuando decía que la democracia es el peor de los sistemas políticos, después de haber descartado todos los demás. Pero este cinismo es compatible con mi profundo respeto por ella. Porque la culpa de los vicios de la democracia la tiene la razón oscurecida del hombre por el pecado original, no la propia democracia. Esta profunda fe mía en la democracia, a pesar de los desaguisados que hace el hombre con ella, la podría extender a otras realidades, como el capitalismo o la Iglesia.

Ya en el siglo II a. de C. el historiador y político griego Polibio afirmó que uno de los mayores peligros de la democracia era degenerar en la oclocracia, o gobierno de los peores. Y me temo que eso es lo que está ocurriendo ahora con la generalidad de la clase política. Cabría preguntarse cuáles de los políticos actuales podrían vivir o han vivido alguna vez en su vida de otras ocupaciones, mejor de lo que viven de la política. Creo que sólo una minoría podría responder que sí a esta pregunta. Claro, si la política se convierte en una ocupación para gente que no es capaz de ganarse la vida mejor de otra forma, es imposible librarse de la oclocracia. Sin embargo, hace unas semanas fueron duramente criticadas unas palabras de la actual alcaldesa de Madrid, Ana Botella, en las que decía que no era partidaria de la existencia de las juventudes de los partidos. Que los jóvenes aprendan primero a ganarse la vida antes de dedicarse de lleno a la política, venía a decir. Naturalmente, todo el mundo la criticó enormemente. Pero el hecho de que la mayoría de los políticos no sabrían vivir mejor o no lo han hecho nunca fuera de la política, no equivale a decir que ningún político podría. Esto es una simplificación inaceptable. Los hay que sí podrían y de facto, lo han hecho. Entre ellos, está el actual Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy y, creo, una buena parte del gabinete actual. No así la mayoría de los ministros con los que nos han regalado los gobiernos del PSOE en las anteriores legislaturas. ¿Hace falta nombrar a la auténticas perlas cultivadas de la ignorancia, la incompetencia y la incapacidad para hacer nada fuera de la política?

Pero aún peor que la oclocracia, aunque suele ir unida a ésta, es la sinvergüenzocracia que etimológicamente significaría el gobierno de los sinvergüenzas. Uno puede saber ganarse la vida holgadamente y ser un sinvergüenza de tomo y lomo. Pero es más fácil que alguien que no sabría ganar un duro profesionalmente y se mete en política para medrar, caiga en la sinvergonzonería. Y también eso ha pasado con el PSOE. Sin negar una buena dosis de sinvergüenzas en el PP, la historia reciente ha hecho evidente que los gobiernos del PSOE, a más de incompetentes, han batido records de corrupción y de sinvergonzonería. Por eso, no puedo evitar que me salga espuma por la boca cuando veo a Rubalcaba dando lecciones del daño que la vergonzosa actuación de Bárcenas está haciendo a España y pidiendo la dimisión de Rajoy con la intención, mal disimulada, de poder volver a donde nunca debió estar; al gobierno.

Ciertamente, la democracia requiere una regeneración para evitar su degradación en oclocracia o sinvergonzocaracia. Pero eso no significa que la dictadura sea mejor. A pesar de mi pasado antifranquista, y contracorriente de los vientos que corren por España entre los políticos más corruptos e incompetentes, debo decir que el franquismo fue una dictadura muy especial. Nada que ver con otras dictaduras, como el nazismo, el fascismo, las dictaduras comunistas, el castrismo, el chavismo, el pinochetismo o el videlismo, por citar algunas. Las dictaduras que ha padecido España, incluido el franquismo y la de Primo de Rivera –que mereció el nombre de “dictablanda”–, no han tenido, ni de muy lejos, la crueldad y criminalidad de la inmensa mayoría de las dictaduras. Ciertamente, en los primeros años de la dictadura franquista la represión fue muy dura. Sin embargo, con el tiempo, sin dejar de ser dictadura, se ablandó notabilísimamente. Y, en ella, con mayoría aplastante, los ministros eran competentes y honestos. Tengo muchos amigos para los que esto es carta de presentación suficiente para añorar esa época. No es mi caso. La mejor de las dictaduras es peor que la peor de las democracias. Porque, si citamos otra vez a Polibio, mientras que la democracia degenera en la oclocracia, que es penosa, las dictaduras (Polibio las llama monarquías, no como el concepto actual de monarquía, sino en el sentido etimológico griego del gobierno absoluto de uno sólo) degeneran en tiranías, que no son penosas, sino espeluznantes. Más, no es que las dictaduras degeneren en tiranías, sino que suelen nacer, ya desde el principio, como tiranías y además, en tiranías oclocráticas. Combatí a la dictadura de Franco en su día y no voy a reivindicarla ahora. Y aunque me equivoqué de medio a medio en las consecuencias de la democracia, no la añoro lo más mínimo. Pero tampoco haré de ella el escarnio al que la condenan muchos de los más corruptos e incompetentes.

No sabría decir en qué podría consistir la regeneración de la democracia, pero creo que algunas cuestiones elementales ayudarían a ello. La primera sería que para acceder a la política, en cualquier escalón, sea necesario haber acreditado que uno es capaz de ganarse la vida mejor de lo que sea su sueldo en ese escalón. Un corolario de esta medida sería el de impedir la actividad política a alguien, digamos, menor de treinta o cuarenta años, salvo casos excepcionalísimos. La segunda sería que todo ente público –partidos políticos incluidos– que tuviese un presupuesto superior a un umbral determinado tuviese obligatoriamente que ser auditado. Entiendo que las empresas estén obligadas por ley a ser auditadas, lo que es incomprensible es que los organismos públicos, que administran dinero ajeno, no lo estén. La tercera sería que lo que va a hacer Rajoy, según dice, el lunes –colgar en la web su declaración de renta y patrimonio– fuese un requisito estándar para todo político. La cuarta, que hubiese algún tipo de control de signos externos que determinase la adecuación de la forma de vida de cada político o, por lo menos, de los más señalados, con sus ingresos declarados. La última, y tal vez la que a la gente en general le parezca extraña, es que los políticos, o al menos los que tienen una alta responsabilidad, y una vez cumplidos los requisitos anteriores, ganasen más. Ignoro la cifra exacta que gana Rajoy, pero estoy absolutamente seguro de que no le llega a la suela del zapato a lo que gane un alto directivo, por no decir un presidente, de cualquier empresa del IBEX 35. Y si hace su trabajo honestamente y no lo hace escandalosamente mal, debería ganar, con luz y taquígrafos, algo de ese orden, porque su responsabilidad no es menor. Es propio de una ética popular farisaica exigir a los gobernantes que ganen poco pero que asuman responsabilidades enormes. Esto atrae indefectiblemente a los peores, que en seguida aprenden a transformar sus responsabilidades en ocasiones de lucro –hay mucha gente incapaz que es listísima para esto–, y acelera la instauración de la oclocracia y de la sinvergonzocracia.

Alguien podrá decir que la implantación de estas medidas sería cara. Sin duda. Pero ese alto coste habría que compararlo con el inmenso coste oculto del despilfarro y los latrocinios propios de la oclocracia y la sinvergonzocracia unidas. No me cabe duda de que los primeros serían mucho menores que los segundos. Las empresas están sometidas a esos controles y no creo que haya nadie que opine que deban quitarse por caros. Y, sin duda, si se aplicasen también al sistema político, redundaría en el bien de la democracia y de España. Debemos hacer de la democracia –el peor de los sistemas políticos después de haber descartado todos los demás– un sistema lo menos malo posible o, si nos quitamos la careta de cinismo, un sistema lo mejor posible. Los ciudadanos se lo merecen y no merecen, en cambio, que tantos políticos y gobernantes practiquen con ellos la política del champiñón: Tenerles en la oscuridad, echarles mierda encima y comer de ellos.