25 de junio de 2021

 En una semana marcada por la ignominia de Pedro Sánchez vendiendo el prestigio de España ante el mundo y socavando las bases de la unidad de España y del Estado de Derecho para poderse mantener en la Moncloa hasta el fin de la legislatura, estoy especialmente apenado como católico. Me parece lamentable la triste postura de ambigüedad y buenismo de que ha dado muestras la Conferencia Episcopal Española. Se vio arrastrada por la Conferencia de obispos catalanes que hizo un comunicado inequívoca y entusiastamente pro indultos (Pobre Iglesia catalana, así está, moribunda, por haber dejado de ser “católica” –Universal– para convertirse en una cateta Iglesia nacionalista). Y, con las honrosas excepciones del Obispo de Oviedo, Monseñor Jesús Sanz Montes (Del que adjunto su magnífico artículo)



y del de Toledo, Monseñor Francisco Cerro Chaves, no se han atrevido a hacer un comunicado y han lanzado a los medios a su portavoz, Monseñor Luis Argüello a torear un toro sin capote ni muleta. Y, claro, ha caído en una ambigüedad –si no aceptación– intolerable. Y es que el buenismo –el mal endémico del siglo XXI–, padre del mal común y del relativismo, se está adueñando también de la Iglesia, tanto en temas políticos como económicos. Y yo, como hijo de la Iglesia que me considero, a la que tengo por Madre y Maestra en temas morales, me entristezco inmensamente viéndola desbarrar –siempre con excepciones– en política y economía, que no forman parte del ministerio petrino, mimetizándose, en este caso, con el nacionalismo y, en el caso económico, con las posturas socialistas. Y me da pena que mi Madre desbarre de una forma tan lamentable. ¡Qué pena!

Pero bueno, es lo que tenemos. Yo procuraré ser leal, que no fiel, a la Iglesia, en temas económicos y políticos. Porque, en palabras de Luis Suárez, (el historiador, no el futbolista, por si alguno anda despistado): La lealtad es superior a la fidelidad, porque ésta lleva a servir al príncipe sin preguntarse por la justicia de su causa, en tanto que la lealtad busca evitar que el príncipe sirva a causas injustas”.

24 de junio de 2021

La oración de todas las cosas 28: Llevad agua el sediento

XXVIII. SITIENTI FERTE AQUAM

Llevad agua al sediento

Pierre Charles S.J.

Las letanías del agua están llenas de majestad. En el agua del bautismo he llegado a ser tu hijo. Era allí donde me esperaba el Espíritu Santo. Bien debo algún respeto a este elemento que escogiste para que en él renaciéramos y que sería aún el supremo adiós que me dé tu Iglesia cuando sobre mi tumba el hisopo eche, con tu bendición, las últimas gotas de agua bendita. Agua fue lo que derramaste en una amplia jofaina, la noche de la Cena, cuando, sujetándote un lienzo, inauguraste esta extraña liturgia que sublevó a san Pedro. Agua fue lo que se hizo traer Pilato delante de todo el pueblo para lavarse las manos y llamarse inocente; todo como en el Jordán, mientras Juan te bautizaba para cumplir toda justicia, cuando el Padre te proclamaba objeto de sus complacencias.

Sin duda que el agua se ha convertido en algo bien trivial desde que la civilización la ha domesticado. Las canalizaciones, las cañerías de plomo, los grifos, las duchas, las botellas, corren el riesgo de quitarle el misterio. Como todo lo que nos sirve dócilmente ha perdido a nuestros ojos su prestigio. Hasta ha cesado de ser uno de los famosos cuatro elementos después que los químicos la han descompuesto.

Es necesario vivir en los países abrasados; es necesario atravesar los desiertos aplastados por el sol para comprender lo que significa este vaso de agua fresca, del cual Tú dijiste que no quedaría sin recompensa, y para adivinar el sentido profundo de tus extrañas palabras: “El que tenga sed, venga a mí y beba”.

Porque sólo los que tienen sed, sed obsesiva y dolorosa, saben todo lo que oculta la simple respuesta del agua fresca. Para conocerla es necesario sentir su falta. Señor, ¿necesitaríamos, también, para comprenderte estar faltos de Ti? Todos estos cristianos, que ya no Te esperan porque creen tenerte, ¿no aportan a tu Iglesia, aun con sus virtudes reales, algo de la satisfacción siempre un poco crasa y burguesa de los que poseen? Se creen provistos de Ti como están provistos de sus títulos. Te poseen como poseen sus inmuebles. Formas parte de su activo, con la gracia hoy y el cielo mañana. No existe el más mínimo anhelo en su seguridad. Nadie tiene verdaderamente sed ante las ánforas llenas. Se bebe a placer cuando se desea para humedecer la boca, negligentemente y sin advertirlo. Conozco, Señor, cristianos que hacen lo mismo con tus sacramentos, tu misterio, tu Iglesia, tus promesas y hasta con tu persona. Ya no hay un tormento, ni uno solo, en su virtud. Y yo sé que el mismo peligro me acecha. No es el de la vida fácil –estos cristianos son puntuales y muy observantes–, sino el de la vida plácida. Para saber lo que eres, ¿no se precisa tener dolorosa necesidad de Ti? Sí, vuelvo a estos grandes desiertos, donde todos los itinerarios están marcados por los puntos del agua; donde se sabe que perder la pista es encontrar la muerte; y donde una fuente, que brota a la sombra de las palmeras, en el oasis de la etapa, es más magnífica que los esplendores de una corte real. Es ella la que polariza durante toda la marcha el esfuerzo de bestias y personas; antes de que se la den a uno, atrae... y, con todo, es el agua ordinaria a la que nuestra sed abrasada da un tal precio.

Tengo miedo, Señor, de que mi esperanza, que debería ser una especie de deseo infinito, no se transforme también en una simple garantía de seguridad. Tengo miedo de que mi fe, que debería ser el alba prodigiosa de un día nuevo, no se reduzca a una firma de conformidad debajo de una fórmula. Tengo miedo de que mi fidelidad consista mucho menos en acompañarte en tus extrañas aventuras de Redentor que en guardarte en mi casa plácidamente. Como quería san Pedro establecerse en morada perpetua en el Tabor. Bonum est nos hic ese –decía él–: se está muy bien aquí. No vayamos más lejos. No tenía sed de nada, en absoluto. Sólo se trataba ya de no moverse.

Has llamado a Ti a los sedientos. Sólo puedes atraer a los insatisfechos. Para los otros no eres más que un agua insípida. Beberán de ella, tal vez, porque es un rito; pero no sabrán jamás la maravilla total que contiene. Tu ausencia es una lección para todos lo que creemos no tener que comprender lo que eres. La sed que se renueva sin cesar Te da a Ti una frescura eterna. Tengo miedo de estar demasiado satisfecho de Ti, Señor, satisfecho, es decir, colmado, cerrado a todo acceso ulterior, sin apetito, sin necesidad, sin malestar; contento de lo que soy y no arriesgando nada para el porvenir ilimitado. En el fondo, el agua es siempre la misma; es mi sed eternamente renovada la que le da su juventud eterna. Viene cada día con un mensaje inédito, porque mi sed nunca es dos veces la misma. Tú Te entiendes, Tú, el Inmutable, en no ser siempre la misma verdad. Cuando he observado toda la ley, hay aún algo en mi que grita: quid adhuc mihi deest?, ¿qué me falta todavía?, porqué, más allá de mis obligaciones, tengo sed de una generosidad sin límites. Y cuando lo he dado todo, me pregunto todavía si no hay en algún rincón escondido algo que podría aún ofrendar. Bendito seas por haber guardado en nuestras almas esta sed del amplius de lo que falta todavía al don total, y de habernos conservado el malestar de lo que podría ser mejor y se ha quedado en el camino sin saber bien por qué. A tu perfección ilimitada debe corresponder en nosotros un deseo sin medida; si no, nunca llegaremos a ponernos plenamente de acuerdo. Señor, guarda en mi este perpetuo malestar, la preocupación de no haber realizado hasta el fin mi acto de caridad. Después de todo, nada grande se ha hecho en tu obra sino por aquellos que llevaron hasta las fronteras inaccesibles el empuje de su generosidad total. No querían ellos solamente observar consignas y ponerse de acuerdo con leyes. Para ellos, la ley era su sed. No se pararon en el camino. No creyeron que te poseían: Tú, que eres la pregunta infinita. No creyeron que había medio de encontrar un equilibrio definitivo entre sus deseos y tus dones, porque Tú quieres recoger más allá de tus siembras y ofreces mucho más de lo que nosotros deseamos. Haz, Señor, que tenga sed; concédeme que tenga mucho miedo a los días que se cierran sobre sí mismos. Sé que es duro vivir perpetuamente en el dolor de lo mejor que ha de venir: esperar siempre el agua viva, porque mi sed nunca es dos veces la misma y porque el agua que ayer me la apagó no puede nada contra mi sed de hoy. Quiero seguirte el rastro como el ciervo altivo que corre al agua de las fuentes; y si muero en el camino, mi deseo será tu gloria y tal vez, también, mi mérito.

Añadido mío:

Al leer lo anterior no ha podido dejar de venírseme a la memoria esta poesía de Luis Rosales:

De cómo el hombre que se pierde llega siempre a Belén…

 

De noche, cuando la sombra
de todo el mundo se junta,
de noche, cuando el camino
huele a romero y a juncia.

 

De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.

 

 O esta otra:

 


Mira mi vida de vagabundo errante[;]
que busca.

Mira compasivo mi nostalgia[;]
de Ti.

De ese mundo que eres Tú[;]
y del que soy.

Mira mi caminar, mira mi marcha[;]
sin rumbo.

Sin otro rumbo que tu Rostro[;]
nunca visto.

Mira mi desorientada derrota[;]
sin norte.

Sin otro norte que mi sed inextinguible[;]
de Ti.

Sin más brújula que un ardiente deseo[;]
que busca.

Hacia Ti voy, hacia ese mundo tuyo[;]
del que soy.

Camino, corro, lloro, río, ando, anhelo[;]
sin norte.

Con sólo tu norte, en busca de algo[;]
nunca visto.

Sé Tú mi rumbo, mi norte, hacia ese mundo tuyo[;]
del que soy,

sin brújula,
sin norte,
sin rumbo,
sin tiempo.

Llévame a tu lado.



Esta sed de náufrago necesitado es la pobreza de los pobres a los que el Magnificat dice que serán colmados de bienes. Al saciado el al que dice que será despedido vacío.

18 de junio de 2021

Magnificat

 Desde hace mucho tiempo siento fascinación por el himno del Magnificat que María proclama ante su prima Isabel cuando, estando ya ella embarazada de Jesús e Isabel en el sexto mes de gestación de su hijo Juan, el Precursor, va a verla a su casa en Ain Keren, en las montañas de Judea. Cuando fui a Tierra Santa, tuve la oportunidad de estar allí y de representarme la escena. También hay una maravillosa representación de esa escena en la película Jesús de Nazaret, de Franco Zeffirelli. El lunes 31 de Mayo pasado fue la festividad de la visitación de María a Isabel, y en el Evangelio del día se proclama ese himno. Tras haber oído ese Evangelio, me puse a escribir lo que viene a continuación.

***

En un lugar de Galilea, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía, hace veintiún siglos un hombre, varón de extraordinario linaje –nada menos que descendiente del Gran Rey David, aunque no por Salomón– y de gran erudición de las Escrituras de su pueblo, venido a menos, marido de una mujer que en su día fue estéril, pero a los que YOSOY, YHVH –cuyo nombre no debe pronunciarse y al que se le llama, simplemente, El Señor– concedió engendrar, en ese lugar del que no quiero acordarme, una hija que creció hasta ser una niña deliciosa.

Pero sí, sí quiero acordarme. El lugar era un pueblo de Galilea con el nombre de Nazareth. Era un pueblo que tenía fama de ser un nido de malas personas, ignorantes y zafias aunque, como en todas partes, había de todo. Pero era el último lugar en el que nadie buscaría a un descendiente de David si quisiera esconderse. Hasta el punto de que una frase hecha en Galilea, se preguntaba: “¿De Nazareth puede salir algo bueno?” cada vez que alguien decía algo positivo del pueblo. Por eso Heliaquim, más conocido por Joaquín –que así se llamaba ese hombre– se había ido a vivir allí hacía más de diez años, junto con su mujer Ana y su amigo Jacob, su mujer y sus hijos. Jacob tenía tres hijos, José, Jacob y Alfeo, también llamado Cleofás. Sus hijos habían nacido en Jerusalén. Jacob y Alfeo se casaron, viviendo en Nazareth, con dos mujeres buenas de allí y, entre los dos matrimonios, tuvieron cuatro hijos varones, por nombres, Jacob, José, Simón y Judas y varias hijas. José, el primogénito, en cambio, se había mantenido soltero, en espera de una mujer a la que no encontraba. Ciertamente, aunque no sabía cómo debería ser esa mujer, no se conformaba con casarse, simplemente. Estaba seguro de que El Señor, en su momento, pondría en su vida a la mujer que su alma anhelaba.

Joaquín y Jacob habían tenido un grave altercado en Jerusalén con la casta sacerdotal y con los herodianos. Problema que derivaba, precisamente, de su ascendencia. Por eso ambos, para desaparecer del mundo, esquivando a esa casta sacerdotal y a Herodes, se habían ido a vivir a ese oscuro rincón del mundo en el que a nadie se les ocurriría buscarles. Porque tanto Joaquín como Jacob eran descendientes del Gran Rey David. Joaquín descendía de David por una rama distinta de la sucesión salomónica. Descendía de él a través de uno de sus hijos que fue un gran orador y maestro del pueblo, que fundó un “qohel”, un pequeño grupo al que instruía en la palabra de YHVH. Su nombre era Samuel, y era el mayor de los hijos del Rey de entre los nacidos en Jerusalén. Por eso, a la muerte de David, fue proclamado rey. Pero nada más lejos de su ambición que el reinado. Para eso estaban Adonías, que quería autoproclamarse rey y Salomón que era el sucesor designado por el propio David, o eso decían los miembros de su camarilla. Absalón ya había muerto tras intentar destronar a su padre David. Pero la única ambición de Samuel era la sabiduría. De forma que renunció a la corona y huyó al desierto junto con los miembros de su “qohel”. Por eso se le conocía como el “Qohelet”. Vivió el resto de sus días en el desierto, entre Jericó y el Mar de la Sal, vestido con pieles sin curtir y alimentándose de saltamontes y miel silvestre. Sus palabras, un tanto escépticas, fueron recogidas devotamente por sus seguidores en un libro que llegó a estar entre los Libros Sagrados. Pero el detonante de todo el conflicto no había sido Joaquín. El problema se había suscitado por Jacob, que descendía directamente, por vía de primogenitura, del Gran Rey. Así, si la dinastía davídica hubiese continuado, él debería ser el rey. Y, tras él, su hijo José. Cuando Herodes se enteró de esto, quiso matar a Jacob. Los sacerdotes, siempre aduladores del poder, pensaron en entregarle. Sólo Joaquín le defendió. Por eso tuvieron que irse de Jerusalén. Tuvieron que huir y ocultarse en el último rincón del mundo en que a nadie se les ocurriría buscarles. En Nazareth. Allí procuraban llevar una vida lo más anodina posible. Tenían que leer las Escrituras y celebrar el Sabath en secreto. Aprendieron el oficio de carpintero trabajando en el taller de un hombre bueno de Nazareth que se lo enseñó con paciencia y sin hacer preguntas. Pero ese hombre no era muy religioso y trabajaba también en Sabath para poder sacar adelante a su familia y a las de Joaquín y Jacob. Y, claro, Jacob y Joaquín también tenían que trabajar en Sabath.

Un día, el día en que cumplió los diez años, María –que así se llamaba la niña, en realidad Mir Yam, Luz del Mar– que siempre escuchaba embelesada la lectura de las Escrituras que hacían Joaquín y Jacob, le pidió a su padre que le enseñara hebreo. Ella había ido aprendiendo poco a poco a entender esa lengua –que era la de las Escrituras, pero ya no se hablaba, porque la lengua hablada era el arameo– a base de oír a su padre y a Jacob leerlas en hebreo –a menudo en verso, lo que añadía musicalidad al ya de por sí armónico sonido del hebreo– y, después, traducírsela al arameo. Pero quería conocer el hebreo mejor y, además, poder leer las Escrituras ella misma. Su padre le enseño la lengua, a leer y escribir en ella, como Jacob hacía con sus hijos. Por supuesto, tenían que ocultar ante los habitantes de Nazareth todos estos conocimientos. Como en Nazareth ni siquiera había escuela rabínica, los hijos de Jacob no tenían que fingir ignorancia.

Cuando aprendió a leer hebreo, María empezó a devorar con avidez las Escrituras. Llegó a aprendérselas de memoria y filtró de ellas todo pasaje que hiciese referencia a la bondad, la misericordia y el amor del YHVH, dando una importancia sólo instrumental a los pasajes en los que YHVH parecía un Dios colérico y airado. Así, llegó a conocer al dedillo todas las promesas mesiánicas. Anhelaba con toda su alma la llegada de un Mesías manso y humilde que traería la salvación a los hombres de toda raza, pueblo y nación, a través de las promesas hechas a Abraham e Israel. Había en particular un pasaje que le inspiraba una ternura muy especial. Se trataba del pasaje del profeta Isaías que decía: “Escucha, heredero de David, ¿no os parece poco cansar a los hombres, que queréis también cansar a mi Dios? Pues El Señor mismo os dará la señal: la joven esta encinta y da a luz un hijo a quien pone el nombre de Emmanuel”. Nada menos que Emmanuel, “Elohim, Dios, con nosotros”. Otro, la hacía inundarse de alegría. Era cuando el profeta Sofonías decía: “¡Da gritos de alegría Sión, exulta de júbilo Israel, alégrate de todo corazón Jerusalén! El Señor ha barrido la sentencia que pesaba sobre ti. No tengas miedo Sión, que tus brazos no flaqueen. El Señor Dios, en medio de ti, es un salvador poderoso. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa danzará y se regocijará, como en los días de fiesta”. Cada vez que lo recordaba, ella misma daba saltos de alegría y cantaba cánticos que le brotaban del alma, en los que engarzaba pasajes de las Escrituras. Se imaginaba a YHVH, el innombrable, en medio de su pueblo, como uno más, cantando y bailando en la fiesta de Sucot, en la vendimia, mientras pisaba la uva para hacer mosto que sería vino. Esto, se mezclaba con el pasaje del profeta Zacarías cuando decía, también inundado de alegría: “¡Salta de alegría Sión, lanza gritos de júbilo Jerusalén, porque se acerca tu Rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un joven borriquillo”. Esto le hacía ver al Mesías salvador, no como un caudillo guerrero, sino como un rey que lograba la victoria a base de justicia, amor y humildad, no a base de fuerza. Así lo anunciaba también el profeta Isaías cuando decía, en el primer poema del siervo de YHVH escrito en un sonoro verso: “No gritará, no alzará la voz, no voceará por las calles. No romperá la caña que se quiebra ni apagará el pábilo vacilante. Proclamará fielmente la salvación, y no desfallecerá ni desmayará hasta implantarla en la tierra. Los pueblos lejanos anhelan su enseñanza”. Pero le daban escalofríos cuando leía, en el cuarto poema del siervo de YHVH, el que se conocía como el del Siervo Sufriente, que decía, entre otras cosas en versos ominosos: “Él llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos, […] Eran nuestros pecados los que le traspasaban y nuestras culpas las que le trituraban. […] Andábamos todos errantes, como ovejas sin pastor, cada cual por su camino y El Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados”, aunque el final de este poema se abría a la luz y a la esperanza: “Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prologará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes de El Señor. Después de una vida de aflicción, comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. […] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”. Siempre que leía esto, la esperanza final superaba con creces la tristeza del sufrimiento.

Fruto de estas lecturas fue un creciente amor al Dios de Israel, Elohim, que así amaba a su pueblo y a todos los hombres. Ese amor la llevó a tomar una decisión extraña para cualquier mujer de Israel: dedicar toda su vida en virginidad a Dios. Era extraña porque no existía semejante costumbre en Israel. No había ni un solo caso en las Escrituras que presentase esa figura para la mujer. María lo sabía, pero eso fue lo que sintió en el fondo de sí misma y lo que le ofreció a El Señor. Y estaba segura de que Dios había acogido su ofrenda.

María estaba muy unida con su prima Isabel, hija de una prima hermana de Joaquín, que era para ella como una madre. Estaba casada con Zacarías, un sacerdote del turno del Templo, pero no podía tener hijos. Esto la atormentaba enormemente porque los otros sacerdotes del Templo murmuraban que era un castigo de YHVH por haberse casado con Zacarías que, como miembro de la clase sacerdotal, era de la tribu de Leví, siendo ella de la de Judá. Si no tener hijos ya era de por sí algo oprobioso para cualquier mujer israelita, la idea de que era por un castigo divino era insoportable. Ella y Zacarías eran unas personas bondadosas y llevaban toda su vida rezando a Dios para que les permitiese tener hijos, pero lo cierto es que Isabel había llegado hacía tiempo a la menopausia y ya era imposible que eso ocurriese. Por eso volcaba en María su instinto maternal y la quería como si fuese hija porque, además, se daba la situación de que Ana, la madre de María, era más bien, por edad, como su abuela. Por eso, de cuando en cuando, Isabel iba a escondidas a visitar a María para consolarse de su falta de hijos y por las sabias palabras de su joven prima. Porque siempre que iba a verla, María le contaba, llena de ardor juvenil, todos los casos de las mujeres estériles de las Escrituras que habían tenido hijos a una edad tardía: Sara, Rebeca, Raquel, Ana, la madre de Samuel; Hatzlelponi, la madre de Sansón y otras más. Hasta mi madre me tuvo a mí siendo ya mayor. ¿Por qué tú no? –le preguntaba–. Nada hay imposible para Dios –la consolaba cuando Isabel le decía que ella no era tan importante como esas mujeres. Esas mujeres no eran importantes en sí mismas. Lo que era importante era que tuviesen un hijo que cumpliese los designios de El Señor. ¿Qué sabes a lo que estaría destinado tu hijo si Dios te lo diera? Incluso podría ser el Mesías que tiene que venir. Algo me dice que está a las puertas. Y, ni siquiera es necesario que sea un hombre importante. Mira, mi madre me tuvo a mí, que no soy más que una pobre niña de Nazareth sin ninguna importancia. E Isabel soñaba con su hijo, sin pensar cuan importante pudiera ser. Más aún, prefería que fuese simplemente su hijo o su hija. Un niño o una niña sin otra misión que ser bondadosos.

En su última visita a Nazareth, María le contó a Isabel su deseo de consagrarse en virginidad a El Señor. Isabel la miró con extrañeza. ¿Por qué quieres hacer eso? Tu misión es la maternidad, engendrar vida. Casarte con un buen hombre y da hijos a El Señor, como las grandes mujeres, como Débora y Judith o como la reina Esther” –le decía. María asentía con la cabeza maquinalmente, y le decía que a Isabel que sí, que conocía a esas grandes mujeres, pero que ella quería ser de El Señor, sólo suya, la sierva de El Señor. Mi vida no será estéril –decía con alegría– porque El Señor me hará fecunda a su manera, porque “sus caminos no son nuestros caminos”.

Una tarde, durante esa visita, Joaquín y Jacob reunieron a sus dos familias y Jacob, solemnemente, anunció que él y Joaquín habían decidido que sus hijos José y María se desposasen. José tenía unos treinta años, pero María era todavía muy joven, apenas quince años, por eso, tras los desposorios, lo dos vivirían separados hasta que María fuese un poco mayor. La cara de José resplandeció de alegría. Siempre había tenido un inmenso cariño y hasta admiración por aquella niña, quince años más joven que él pero que conocía las Escrituras mucho mejor que él y contaba historias maravillosas de los reyes de Israel y de sus profetas, de la misericordia de El Señor pero, sobre todo, del Mesías, embelesando a todo el que la oía. Sin embargo, nunca había pensado en ella como su esposa. Pero en ese momento fue como si se descorriera un velo de delante de sus ojos, y vio en María a la mujer que su alma llevaba anhelando desde siempre. Se acercó a ella, y tomando sus pequeñas manos entre las suyas y mirándola a los ojos, le preguntó si quería ser su esposa. María también admiraba y quería a ese hombre bueno, fuerte y trabajador que era José. Un carpintero que hacía los mejores trabajos de toda Galilea y al que le venían encargos de todo tipo de Caná, de Cafarnaum, de Betsaida, de Magdala y de más allá. Sonreía a José con dulzura, pero su mirada estaba perdida, ausente, mirando mucho más allá de los ojos de José. Si esa es la voluntad de nuestros padres –le dijo sin mucha convicción–, seré tu esposa. José, para el que no había pasado desapercibida la mirada ausente de María calló por unos segundos. Al cabo de un rato dijo con voz temblorosa: No, María, no seas mi esposa sólo porque eso sea lo que les gustaría a nuestros padres. Te pregunto a ti, y sólo a ti. Dime la verdad, sólo la verdad, no temas herirme. Te pregunto solemnemente, ¿quieres ser mi esposa, ante Dios, para siempre? Los ojos de José brillaban de emoción al preguntárselo. La duda de María duró una imperceptible fracción de segundo. Inmediatamente supo que todo estaba tejido por YHVH, que todos los destinos estaban en sus manos. Su sonrisa se amplió, sus ojos se fundieron en la mirada de José y, con una gran alegría solemne en su voz de niña le dijo: No podría tener ningún otro marido mejor que tú, José, para siempre, ante Dios y ante los hombres. Has sido para mí siempre un referente, un apoyo. He visto en ti la resistencia de Jacob y el valor del Gran Rey David. Y, al mismo tiempo, eres bueno y recto como Tobit y sabio como el profeta Samuel. Te he admirado desde que tengo el primer recuerdo de ti. ¿A qué hombre podría consagrar mi vida sino sólo a ti? Sólo el mismo Dios podría disputarte mi entrega, pero está claro que él quiere que tú seas el compañero de toda mi vida. Entonces José se puso a bailar, dando saltos de alegría y a María le pareció que era el mismo Dios el que bailaba, como decía el profeta Sofonías y se puso a bailar con él. Todo el mundo se unió a la alegría. También los habitantes de Nazareth, que habían aprendido a amar a las dos extrañas familias que hacía más de quince años habían llegado a su pueblo y, muy especialmente, a María, que siempre estaba al lado de los que estaban tristes y sufrían, como si tuviera un imán para detectarlos. Cuando acabó la fiesta, José se acercó a María y le dijo con una voz tan feliz como solemne: No sé lo que me quisiste decir con lo de ‘sólo el mismo Dios podría disputarte mi entrega’. Cuando me miraste a los ojos la primera vez, vi en ellos algo que me hablaba sin palabras de esa entrega. No me digas nada ahora, pero quiero que sepas que jamás, jamás, le reclamaría a Dios lo que fuese suyo. Y después, le puso un dedo en los labios pidiéndole silencio y se fue a su casa.

Cuando María e Isabel se quedaron a solas, Isabel le dijo: Ya ves, María, El Señor tiene para ti planes distintos de los que tú tenías. Vas a ser esposa de José y tendrás hijos con Él para El Señor. Me alegro inmensamente por ti. Pero María le respondió. No, no va a ser tan sencillo. Ya sabes que “sus caminos no son nuestros caminos”. Pero sí sé que su voluntad, esta tarde, era que le dijese sí a José alegrando su corazón. Y seré fiel a ese sí hasta que la muerte nos separe. Pero sé también que seguiré siendo en exclusiva de El Señor. No sé cómo se pueden conciliar ambas cosas, pero ya sabes que sé que “nada hay imposible para Dios”. Así que, hágase en mí según su palabra. Al día siguiente, Isabel volvió a Ain Karen, en las montañas de Judá, donde vivía con Zacarías.

Unos dos años después de su partida, una cálida noche de Septiembre, en sueños, supo que Isabel, por fin, se había quedado esperando. Se despertó llena de alegría. Rayaba el alba. Una luz tenue entraba por el ventanuco de su habitación filtrándose, entre los paños que servían de cortinas, movidos por una suave brisa acariciadora. Se sentó en la cama y le dio gracias a Dios por haber escuchado su oración y haber hecho que Isabel concibiera un hijo. Cuando toda la familia se despertó, ella les dijo a todos con la mayor naturalidad, como si estuviese contando que una gallina había puesto dos huevos, que Isabel estaba esperando un hijo. Por supuesto, nadie la tomó en serio. ¿Cómo iba a quedarse esperando Isabel, a su edad? Pero ella, siempre sin darle importancia, insistió: Isabel está esperando, me lo ha dicho El Señor en un sueño, y dejó el tema. Al cabo de unos días llegó de Ain Karen un criado de Zacarías con la noticia. Zacarías había tenido una visión cuando, siendo su turno, ofrecía el sacrificio junto al Sancta Sactorum. El arcángel Gabriel le había anunciado que Isabel se quedaría embarazada cuando él volviese de Jerusalén. Como no lo había creído, le había dejado mudo. Pero al volver a Ain Karen, tuvo relaciones con Isabel y ésta, efectivamente, quedó esperando. La alegría fue enorme y todos se quedaron admirados de que María lo hubiese sabido unos días antes. Pero ella no sacó el tema y nadie se atrevió a preguntarle. Pero desde ese día todos la miraban con un atisbo de reverencia.

Pasados casi seis meses, Joaquín y Jacob llamaron a María para hablar con ella y le dijeron: Aunque José no tiene ninguna prisa por celebrar la boda definitiva y nos dice que eres tú la que debes decidir el momento, nosotros creemos que ya tienes dieciocho años y no se debería demorar más esa unión. Pero, naturalmente, eres tú la que lo tienes que decidir. Ella, sin dudarlo un momento les respondió. El Señor habla por vuestra boca, como padres que sois de José y de mí. Hágase su voluntad. Entonces llamaron a José, que entró en la habitación, tomó las manos de María entre las suyas y la sonrió con lágrimas en los ojos. Ella, discretamente, se había puesto el velo por delante de la cara como decía la tradición. Decidieron que la ceremonia se celebrase una semana más tarde, justo al día siguiente de la Pascua. Era una buena excusa para no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua. Joaquín, Jacob y sus familias no solían subir, porque temían ser descubierto por Herodes o por los sacerdotes del Templo, que venía a ser lo mismo. Pero la noche anterior a la boda, la noche de Pascua, la primera luna llena de Primavera, al rayar el alba, le ocurrió a María algo parecido a lo que sucedió en el amanecer en el que supo que Isabel estaba embarazada. Se despertó con la sensación de que algo grande iba a ocurrir, se sentó en la cama y dijo, como hiciese siglos antes el profeta Samuel siendo un niño: “Habla, Señor, que tu sierva escucha”. Entonces una luz enormemente más fuerte que la del alba se filtró a través de los paños de las ventanas formando haces verticales de luz brillante que danzaban agitados por la brisa. Partículas de polvo flotantes los atravesaban al azar, destellando ligeramente a su luz. De repente, las partículas de polvo formaron una nítida imagen al reflejar la luz de los haces. Era la figura de un ángel, con sus inmensas alas desplegadas. La brisa arreció y se filtraba por las mosquiteras de alambre que cerraban el paso de la ventana para insectos y serpientes. Y el viento, que empezaba a parecerse a un vendaval, silbando al pasar por entre los alambres parecía articular palabras que decían:

“Dios te salve, llena de gracia, El Señor está contigo”.

María se sorprendió y tuvo un pequeño sobresalto. ¡Era todo tan inesperado! ¿Qué significaba lo que estaba viendo y oyendo? Pero inmediatamente, como si leyese sus pensamientos, la voz la tranquilizó y le dio la respuesta.

“No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin”.

A pesar de su fuerza y de lo insólito del mensaje, la voz sonaba suave, acariciadora, un poco hipnótica. Había en ella un acento de ansiedad y de esperanza. No era una orden, sino una petición. Era evidente que necesitaba su aprobación. No le cupo duda de que era la voz del arcángel Gabriel, el mismo que había anunciado a Zacarías la concepción de su hijo. Tuvo un sentimiento indefinible al darse cuenta de lo que se le pedía y al pensar que los planes del Altísimo dependían de ella. A Zacarías, simplemente, se lo habían anunciado. A ella le estaba pidiendo permiso el mismísimo YHVH. Inmediatamente tuvo consciencia de lo que se le pedía. YHVH le pedía, de un solo golpe, si quería ser madre del Rey Mesías, del Hijo del Hombre anunciado por el profeta Daniel, del Siervo de YHVH, incluido el del cuarto poema, el del Siervo Sufriente, aquel por medio del que tendrían éxito los planes de El Señor, y madre del mismísimo YHVH.

No pudo evitar que se le vinieran a la mente las palabras de Jeremías, el gran profeta, cuando se lamentaba de su elección:

"Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me parió no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: ‘Te ha nacido un hijo varón’, llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que El Señor destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?”

Todo esto pasó en una medida imperceptible de tiempo. Pero muy, muy, muy por encima de todos esos pensamientos, la invadió una ola de alegría y de asombro; ¿por qué ella, una niña de un villorrio de Galilea, era la elegida para esta misión? ¿Es que no había en Israel Déboras o Judiths, mujeres fuertes, que pudieran hacerlo infinitamente mejor que ella? Pero, todavía mucho más por encima que la alegría, el asombro y de sus preguntas, estaba un inmenso abandono en la voluntad de YHVH. Pero, ¿acaso no le había pedido también YHVH que le consagrase su virginidad perpetua? Esto era para ella tan cierto como la voz y la visión del arcángel Gabriel. Cuando había dicho sí a José lo había hecho con una indefinible esperanza de que su marido la comprendiese y respetase su deseo de virginidad. Pero ahora Dios le pedía que concibiese y diese a luz un hijo. Parecía una insalvable contradicción dentro de la voluntad de YHVH, lo que era impensable. Por eso, no por duda, pues ya tenía totalmente decidido su SÍ incondicional a esa voluntad, preguntó a Gabriel:

“¿Cómo será eso, si no tengo relaciones con ningún hombre?”

Muy en el fondo de su alma, temía que Gabriel la pudiese decir algo así como: retrasa tu viaje, cásate con José y ten un hijo con él. O: Todo empezará cuando vuelvas de tu viaje. No le daba miedo porque no amase a José, sino porque esto daría al traste con su ofrecimiento total a El Señor. En vez de esas aprensiones, lo que oyó fue:

“El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será Santo y se llamará Hijo de Dios”. Le recordó entonces lo del embarazo de su prima Isabel, para, después, repetir las palabras que ella le había dicho tantas veces a su prima: “Porque nada hay imposible para Dios”.

La ola de alegría y de asombro se convirtió en un tsunami tras lo que acababa de oír. Sería madre y, al mismo tiempo, seguiría conservando, para sí y para Dios, aunque no para el mundo, su entrega virginal a El Señor. Claro que se planteó que tenía que hablarlo con José, pero no le cabía la menor duda de que José la creería respecto a su castidad y respetaría su entrega de virginidad. Revivió las últimas palabras que él le dijo el día de sus esponsales. ¡Qué bueno era José! Recordó entonces cómo, según contaban los judíos de Alejandría cuando venían para las fiestas, setenta sabios judíos habían hecho, para los judíos de esa ciudad, que ya no sabían hebreo, una traducción al griego de las Escrituras. Y en esa traducción, en el pasaje de Isaías que ella conocía tan bien y que decía que la señal de Dios iba a dar al rey sería que una joven concebiría y daría a luz un hijo, los sabios, de común acuerdo, habían traducido la palabra hebrea almah, que significa joven, por parthenós, que significa, inequívocamente, virgen. Ella sabía algunos rudimentos de griego, porque era la lingua franca en la que se entendían todos los súbditos de la parte oriental del Imperio y oía las conversaciones de su padre, de Jacob y de sus hijos con los que venían a encargarles trabajos de carpintería. Siempre le había chocado que setenta sabios griegos hubiesen acordado hacer esa traducción, porque la palabra hebrea para virgen era betulah, no almah. Cierto que cuando las Escrituras de refieren a Rebeca, la prometida de Isaac, utilizan la palabra almah, con el significado inequívoco de virgen,  pero aún así, almah era doncella, joven. ¿Por qué, entonces –se preguntaba María–, esa traducción inequívoca de los setenta sabios por virgen? En ese momento, lo entendió. ¡La joven, que concebiría y daría a luz un hijo siendo virgen, ERA ELLA! Entonces contestó, con sencillez, pero con convicción, bajando los ojos:

“¡Aquí está la sierva de El Señor! ¡Hágase en mí según su palabra!”

La alegría la inundaba y algo dentro de ella cantaba y bailaba. Pero su cuerpo se quedó inmóvil, sentado en la cama, con las manos puestas sobre su vientre, acariciando a la nueva vida que sabía que se acababa de formar en ella. La mirada de sus ojos, muy abiertos, se perdía en el infinito bajo unas cejas ligeramente arqueadas por el asombro y una tenue y apenas perceptible sonrisa se dibujó en la comisura de los labios cerrados. No supo cuánto tiempo estuvo así. El tiempo dejó de existir y se encontró como si estuviera en la eternidad. La voz de su madre la sacó de su ensimismamiento. Niña, date prisa, que hay que preparar todo para tu boda –le dijo.

Se levantó, llevó a cabo con parsimonia su aseo matinal, se vistió y salió de su habitación. Su mirada seguía perdida, sus ojos muy abiertos y su leve sonrisa no se desdibujó de sus labios. Con una mirada soñadora empezó a ayudar en los preparativos. Pero iba como flotando de aquí para allá, interfiriendo más que ayudando, con la mirada perdida y esa leve sonrisa en sus labios. Su padre, su madre, Jacob y su mujer y José, que también se afanaban, cruzaban miradas como preguntándose: ¿Qué le pasa a María? En un momento dado, hacia el mediodía, María se acercó a José, apoyó las palmas de sus manos en su pecho, le miró con profunda seriedad –la tenue sonrisa había desaparecido de sus labios y su mirada se clavó en la de José–, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Después le susurró al oído: Tenemos que hablar, ahora.

Esas palabras no esperaban réplica. De hecho, María tomó a José por el brazo y le condujo, sin decir una palabra, a las afueras de Nazareth. José se dejaba llevar, entre confuso e intrigado. Cuando estuvieron tras un pequeño montículo, ocultos a cualquiera que estuviese en el pueblo, se volvió hacia él y le dijo que estaba embarazada. A José se le heló en la cara la expresión de curiosidad que había en ella, transformándose, primero en extrañeza y, después, en tristeza. Inmediatamente María le contó la conversación con Gabriel al amanecer de ese día. Cuando acabó, le dijo: Tienes que creerme, José, tienes que creerme, es cosa de El Señor, y su mirada se volvió suplicante. José se quedó con la vista perdida y, con expresión indefinible le dijo: Quiero creerte, María, Dios sabe cómo quiero creerte, pero tengo que reponerme y pensar un rato. Pero una cosa sí que te digo ahora –y su voz adquirió un tono de profunda determinación–. Juro ante Dios que la boda se celebrará esta noche. Sea cual sea la causa del embarazo, no te dejaré expuesta al oprobio. Ante el mundo yo seré el padre de ese hijo que llevas en tus entrañas. Si es del Altísimo, que Él sea bendito. Ya te dije que jamás le reclamaría a Dios lo que fuese suyo. Si no lo es, también seré su padre. Pero necesito un tiempo para pensar. Y dicho esto, dio media vuelta y se alejó trastabillando. María no intentó seguirle, pero le dijo con una voz recia que el oyó perfectamente. ¡Es del Altísimo, José, ante Él te lo digo, es del Altísimo! Y tras una pausa, con un cariño infinito: ¡Qué bueno eres, José, qué bueno eres!

José entró en Nazarth, dijo que se encontraba mal y que se iba a dormir un rato. María entró unos minutos más tarde y siguió trabajando en los preparativos. Su mirada volvió a perderse en el infinito y el esbozo de sonrisa volvió a sus labios. Cuando José entró en su habitación, se tumbó en la cama e inmediatamente cayó en un profundo sueño. En él, oyó una voz profunda, misteriosa, como procedente de algún lugar más allá de este mundo, que le decía: “José, Hijo de David, no tengas reparo en recibir con alegría a María como esposa tuya, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Inmediatamente se despertó –no habrían pasado más de unos pocos minutos–, saltó de la cama, salió corriendo de su casa, buscó a María y la abrazó con todas sus fuerzas. La elevó en el aire y se puso a dar vueltas con ella al son de una música imaginaria. Los padres de ambos se miraron con alegría y se sonrieron al tiempo que elevaban los hombros como diciendo: Mira cómo se quieren, ¡qué buena elección hemos hecho! Y los preparativos para la boda siguieron con más alegría que antes.

Tras la boda, José y María se retiraron para pasar la noche en la habitación de los padres de José, que se la cedieron. José se tumbó en una estera en el suelo, junto a la cama y, antes de dormirse, habló a El Señor con su corazón. Le pidió la gracia de querer siempre a María, respetar su decisión de pertenecerle solo a Él y saber ser ante el mundo el padre del niño que iba a nacer. Cuidar, proteger a ambos y educar a Jesús en lo que pudiese educarle mientras Él le concediese vida. Así se quedó dormido plácidamente. María no durmió. Mantuvo el candil encendido y, a su luz temblorosa, se pasó la noche contemplando el rostro de José que, dormido, sonreía.

Al día siguiente, al atardecer, llegó un criado de Ain Karen. Isabel estaba teniendo un embarazo muy duro y pedía a María que fuese con ella para ayudarla. Ni María ni José lo dudaron un instante. Al día siguiente, María partiría para Ain Karen. José no podía ir con ella porque tenía que seguir en la carpintería. Tenían trabajos que debían entregar con urgencia. Acordaron que María se quedaría hasta que naciese el hijo de Isabel. Era un largo viaje porque tenían que bajar hasta el Jordán para cruzar a la otra orilla antes de llegar a Samaria, por donde la Ley prohibía pasar. Después deberían descender la corriente de este río por la orilla oriental hasta el vado de Betania y, allí, volver a cruzar el Jordán enfrente de Jericó para, desde allí subir por el desierto de Judá hasta Jerusalén, rodear la ciudad y seguir subiendo por las montañas de Judá hasta Ain Karen. Durante el largo camino, María iba dándole vueltas a una idea. Mientras la profecía de Isaías decía que el nombre del niño que nacería de la virgen era Emmanuel, Dios, Elohim, con nosotros, el ángel le había dicho que pusiese al niño por nombre Jesús, YHVH salva. Recordó que a muchas personas de las Escrituras, Dios les daba dos nombres. Uno, el que nadie más que Dios sabía, era el nombre de la esencia del ser de la persona. El otro, representaba la misión que tendría para cambiar el mundo. Eso pasaba con esos dos nombres de su hijo, el de la profecía y el del ángel. Emmanuel, Dios, Elohim, con nosotros, era el nombre esencial. Jesús, YHVH salva, era el que describía su misión. Su hijo vendría al mundo para salvarlo, si bien para ello tendría que sufrir, como el Siervo Sufriente de YHVH. Pero esto, aunque la inquietaba, no le quitaba la paz. A través de su sufrimiento, el de su hijo y el suyo, tendrían éxito los planes de El Señor. Dios les daría el consuelo para sobrellevarlo.

Fue un viaje largo de diez días de etapas relativamente cortas, porque María se encontraba bastante mal, con náuseas y mareos. No podían seguir el ritmo de ninguna caravana, pero no había peligro de ser asaltados porque había un flujo continuo de gente que volvía de Jerusalén a Galilea tras la Pascua. Una tarde, casi a la puesta del sol, divisaron en la ladera de una colina las casas del pequeño poblado de Ain Karen. Isabel, que ya estaba de seis meses de embarazo y descansaba en una siesta cada tarde, había visto en un sueño la llegada de su prima, se levantó de la cama y esperó a María en una esquina del patio cuadrado de columnas que estaba en el centro de su casa. Junto a ella estaba Zacarías y, detrás, todas sus criadas. Cuando María cruzó el umbral, justo en la diagonal del patio, y vio a su prima, la saludó deseándole la paz. ¡Shalom!– le dijo. Nada más oír el saludo de María, Isabel sintió como su hijo daba saltos de alegría dentro de ella y notó, súbitamente, cómo una fuerza vivificadora la llenaba mientras la alegría del hijo de sus entrañas se traspasaba a ella. Casi corriendo, se acercó a María y se arrodilló ante ella, para asombro de todos los presentes, especialmente de Zacarías. Sintió que las palabras salían solas de su boca sin que ella las quisiese pronunciar, como cuando los profetas anunciaban los oráculos de YHVH a grandes voces.

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Pero, ¿cómo es posible que la madre de Mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho El Señor se cumplirá!”.

Asombrada de sus propias palabras, notó cómo, mientras las pronunciaba, todos los que estaban en la casa se arrodillaban como ella. Por fin, el propio Zacarías se arrodilló a su lado. María levantó del suelo a Isabel, pero todos los demás continuaron arrodillados. Entonces María recordó, como en un flash, simultáneamente, muchos pasajes de las Escrituras que se iban hilvanando solos, modificándose, mezclándose, transformándose en un verso con rima y ritmo majestuosos, brotando de sus labios como una fuente de aguas caudalosas aunque mansas. Lenta, parsimoniosa, solemnemente, dijo:

“Mi alma glorifica a El Señor

y mi espíritu se llena de alegría

en Dios, mi Salvador,

porque ha mirado

la humildad de su sierva.

Desde ahora me llamarán

bienaventurada todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho

cosas grandes en mí.

Su Nombre es Santo,

y su misericordia es eterna

para aquellos que le honran.

Él ha mostrado la fuerza de su brazo,

ha dispersado a los soberbios de corazón,

ha derribado a los poderosos de sus tronos

y ha encumbrado a los humildes.

Él ha saciado a los hambrientos

y a los saciados los ha despedido vacíos.

Ha tomado de su mano a Israel, su siervo,

acordándose de su misericordia,

como lo había prometido

a nuestros antepasados,

en favor de Abraham

y de sus descendientes para siempre jamás”.

16 de junio de 2021

La oración de todas las cosas, 27: En el cañaveral

 XXVII. IN ARUNDINETO

En el cañaveral 

Pierre Charles S.J.

 

También las cosas se han convertido en presa de los moralistas. Diríase que todo su papel consiste en servir de pretexto para lecciones. La violeta, piensa uno, no es otra cosa que un símbolo de modestia; la hiedra, un ejemplo de fidelidad. Su único valor sería de orden pedagógico; reemplazarían a los predicadores cuando éstos, sin poder más, se callaran. El encanto que vierten en el alma, su simple belleza fresca, el semblante virginal que Dios les ha dado, todo esto no perece suscitar más que poesía. La religión quedaría fuera. Y, con todo, el cristiano no es solamente un hombre honrado de bien disciplinado querer. Es, ante todo, el amigo de Dios, contento de la obra divina, y que apoya en ella todo el ímpetu de su adoración. ¿No fue San Agustín quien dijo?: no tienen tu Espíritu, Señor, aquellos a quienes algo desagrada de vuestra creación.

 

He oído este atardecer, al ponerse el sol, el rumor de las cañas al borde de tranquilos estanques. El mundo entero cantaba muy dulcemente en su murmullo, mientras la superficie del agua se rizaba al paso de la brisa. Habían brotado todas, en línea recta, unas al lado de otras, siguiendo las leyes misteriosas de su naturaleza; y tenían el aspecto de parecerles bien estar allí juntas. Señor, Te alaban por su sola presencia, por esta música extraña que emitían sus tallos al acariciarse sin violencia. Reconocían un servicio en su tarea; desempeñaban su papel de simples plantas de agua con el candor inocente de las cosas que proceden de Ti y que jamás se rebelaron contra su destino. Tímidas aves acuáticas se deslizaban en el dédalo de los tenues follajes, y toda tu creación, como resguardada de las violencias de los hombres, dejaba oír, en este rincón perdido, la música sin palabras de tu gloria serena. ¿Y no podría yo, yo que Te conozco, recoger y hacer con ella, no una oración trivial, sino una exaltación de gozoso reconocimiento? No quiero recordar, junto a esas cañas, las ventajas de la condescendencia que cede sin romperse, ni sobre los inconvenientes de la fragilidad que se quiebra a los choques; ni sobre la unión que, al parecer, da la fuerza; ni sobre todas las abstracciones simbólicas para las que estas humildes plantas, que lo ignoran, sirven de pretexto. Me parece que basta, al hombre agitado que soy yo, contemplar tu obra, y que esta contemplación será ya una plegaria. Sin ruido de palabras advierto que me endulza el alma, me la hace más receptiva, y que la bienaventuranza de los pacíficos me invade por contagio. Yo adopto en el silencio el ritmo de tu Espíritu; porque, sí, es Él quien ha ordenado todas estas cosas en el santuario del mundo y es algo de su infinita nobleza lo que ellas cuentan a los corazones atentos. No se ríe a carcajadas, contorsionándose, al pasearse por las galerías de los museos de arte; pero, ¿qué son nuestros cuadros más famosos al lado de tus obras? ¿Qué nuestras estatuas griegas en sus zócalos y pedestales, al lado de tu creación santísima, por la que yo no debería caminar sino en silencio? No porque el hombre se parezca a una caña, aunque sea una caña que piensa, me detengo esta tarde a la orilla de este estanque, sino porque las cañas son semejantes a cañas. No es a mí a quien busco en ellas, sino a ellas solas. Yo quiero, no encontrarme, sino perderme, sabiendo bien que en el fondo mismo de esta contemplación sin discurso, en lo más íntimo de tu criatura, encontraré el amor eterno y misterioso del cual todos dimanamos. Porque las miro en silencio, siento que unas como cadenas de egoísmo lentamente se aflojan en mi; siento que una especie de peso aplastante dulcemente se me aligera. Dejando cada cosa en su sitio y en su oficio, siento que, sin esfuerzo, me descubro a mi mismo en mi sitio y en mi rango y que empieza a establecerse una fraternidad divina y tierna entre tu obra y mi alma. Tu gracia no nos viene solamente por las palabras y por los libros. Regiamente, nos invita por todas las cosas que Tú has creado, cuya suerte regula tu insomne Providencia.

 

Lo que nos falta, Señor, es amar simplemente tu obra. Lo que nos pasa es que queremos utilizarla demasiado para nuestros fines; seguimos cortando, después de siglos, las cañas para quemarlas cuando se secan o para arrancarles, como antaño, los cálamos del escritor –calamus scribae– o las flechas de los famosos arqueros de Creta. Pero el amor se mueve en una óptica bien distinta. Contempla y se detiene en el objeto de su contemplación; se complace en él y en él le parece todo bien. ¿Para qué sirve amar las cosas de Dios?, preguntan los inconsiderados. Se podría igualmente preguntar para qué sirve la verdad o para qué sirve Dios mismo.

 

Enséñame, Señor, a respetar las cosas, a quererte en ellas, a disolver todos los instintos de vandalismo destructor que surgen en mi como sacudidas salvajes, y a quedar contento de tu obra, no porque me pueda ser útil, sino porque Te tiene a Ti como principio y como origen.

 

Además, las cañas, las miraste Tú mismo con tus ojos mortales. El profeta dijo de Ti que no las quebraríais cuando estuviesen rajadas, y nuestra liturgia, al hablar de la gloria de los mártires, la compara a las centellas que crepitan y que corren en los cañaverales secos. Dieron a tus manos una caña, como cetro irrisorio, durante la noche de agonía, y se hincaron las espinas en tu cabeza a los golpes de esta caña dócil. Se asoció a la obra de la Redención. Sería inaudito que no tuviera que hacer oír nada a mi corazón de cristiano.

 

Añadido mío:

 

 El cristianismo, y su hermana mayor, el judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno. No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma (ahora Iesu Communio), que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad.

 

Lo que viene a continuación es un extracto textual de una obra que lleva por título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo) escrita por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso. Los textos entre comillas son directamente de san Ireneo.

 

Todo el mundo material es verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de los justos.

 

 Los habitantes del Reino de los justos son sacerdotes que hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos”.

 

… las criaturas anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor. Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero [La naturaleza]; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.

 

… uno de sus retos de la teología de la creación [de la naturaleza] es proclamar la belleza del cosmos “porque es una palabra de salvación que no podemos dejar que perezca”.

 

El cosmos [la naturaleza] es el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El hogar es ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza, esperanza y amor. Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las vicisitudes de quienes lo habitan.

 

El cosmos [la naturaleza] es, sobre todo, Eucaristía, fiesta y regocijo de la creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos [la naturaleza], así como el poder de Dios sobre el mismo.

 

El cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos [de la naturaleza] como si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su abuso. El cosmos [la naturaleza] es el hogar; y el hogar se cuida, no simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte un destino salvífico. El cosmos [la naturaleza], con su sentido y dinamismo, con su hablar trinitario, con su vocación, no enajena, no aleja de Dios, sino que nos invita a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina: ¡A Dios gracias!

 

 

 

 

 

Gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre entra en la verdadera posesión del mundo, como quien no tiene nada y lo posee todo.

 

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 37.

12 de junio de 2021

Antropología cristiana e irracionalidad de la fe

 El martes de la semana pasada, o sea, el 1 de Junio, di, como os anuncié, la charla sobre el origen del hombre en Santa María de Caná. A raíz de esa charla, un muy buen amigo mío, me hizo algunos comentarios que dieron lugar a otros míos. Como creo que el intercambio fue interesante, le he pedido permiso para que me deje reproducirlo tal cual, anónimamente, claro, y me lo ha dado. Por eso el post de hoy va de eso. Os mando el link a mi charla, por si alguno la quiere ver, y el intercambio de comentarios.

 https://youtu.be/WIY1j_X8n7U


El comentario de mi amigo

Querido Tomás

He visto tu excelente charla.

Como siempre explicas claro y bien didáctico, querido Profesor. 

Si entendemos la Antropología como la CIENCIA que estudia los aspectos físicos y las manifestaciones sociales y culturales de las comunidades humanas, el concepto “Antropología Cristiana” sería una contradicción entre sus términos.

Entiendo que al introducir el concepto de creencia irracional que implica la Fé, no estás hablando de ciencia basada en el desarrollo del método científico con su evidencia objetiva (y sus evidentes limitaciones).

Más bien estarías hablando de una hipótesis evolutiva basada en una creencia o convicción irracional que se origina en el concepto “cristiano” con toda su carga doctrinal, expresado en un Templo Católico (por cierto con la insistente presencia en segundo plano del sacerdote que parecía estar allí para controlarte y vigilarte) Debo decir, y  esto es una aclaración añadida que no figura en nuestro cambio de impresiones, que el que aparece detrás de mí no es ningún sacerdote, sino mi amigo Chemi Medina, el organizador del ciclo de conferencias que estaba sentado detrás de mí oyendo estoicamente mi charla. No había ni un solo sacerdote en la sala (y si lo hubiera habido no estaría ahí para controlarme ni  vigilarme) y, por si queda alguna dida sobre esa vigilancia, diré que nadie me pidió que diese por adelantado una copia, ni siquiera un guión de lo que iba a decir.

“Creo en Dios Padre todopoderoso  ...”

Obviamente, frente a la creencia honesta, basada en una Fe sincera , no hay argumentación racional o lógica que oponer sino la comprensión y el respeto.  Bendita sea.

Un abrazo

 


Mi respuesta

Querido XXXX:

1ª El concepto antropología es un concepto binario:

a)     Lo que dices se llama antropología cultural

b)     Existe la antropología filosófica que de lo que se ocupa es preguntarse qué es el hombre, cómo está constituido, cuál es su origen y finalidad, si la tiene, en qué se diferencia del resto de los seres vivos, qué forma de actuar le es propia, y otras cuestiones por el estilo. En este segundo sentido hay una antropología materialista, una antropología griega, una antropología budista, una antropología musulmana, una antropología judeo-cristiana, etc., etc., etc. Según las respuestas que se den a esas preguntas.

2ª La fe no es irracional, aunque puede serlo. Lo irracional es lo que va contra la razón. La fe sería irracional si, por ejemplo, negase la ley de la gravedad o cualquier otra cosa fehacientemente demostrada por la ciencia o la razón. Cuando las contradice, se transforma en irracional. La fe ES transracional en el sentido de que, sin negar, la razón, se ocupa de esferas de la REALIDAD que no son accesibles a la razón y, menos aún, a la ciencia. La ciencia empírica, que es una construcción maravillosa, sólo se ocupa de la parte de realidad que se puede, tocar, contar, medir, etc. Pero hay infinidad de cosas REALES que no se pueden tocar, contar o medir y de las que la ciencia no tiene nada que decir. Por ejemplo, la pregunta de ¿Existe Dios? ¿Qué había antes de que empezase el universo o qué hay fuera de él?  ¿Pará qué vivimos? ¿Qué debo hacer con mi vida? ¿Cómo sé que mis hijos me quieren? ¿Para qué debe la humanidad usar o no usar la ingeniería genética? ¿Cómo puedo vivir una buena vida?, etc, etc, etc. Diría que las preguntas existencialmente más importantes no pueden ser respondidas por la ciencia. La razón es algo mucho más amplio que la ciencia. La ciencia ha hecho un trade off entre limitar el ámbito de las cosas de las que puede hablar, a favor de que en aquello de lo que habla tenga un grado de certeza muy, muy, muy grande. Ojo, no total. Por ejemplo, hasta hace unos 20 años se creía que el universo estaba en una expansión que se frenaba. Ahora se sabe que no se frena, sino que se acelera. Los cambios de paradigma en la ciencia son una parte de su realidad. Por eso existe una disciplina que se llama filosofía de la ciencia. Un filósofo de la ciencia muy interesante en esto de la provisionalidad de las verdades científicas es Karl Popper (aclaro que es una persona agnótica).

La razón también tiene sus limitaciones. Nuestra razón tiene como base física nuestro cerebro. Y nuestro cerebro es un “aparato” que está limitado a las tres dimensiones espaciales y el tiempo. Pero, ¿por qué habría de haber sólo 4 dimensiones?  Creo que sería irracional (En el original había una errata y ponía racional, errata que he corregido aquí) afirmar categóricamente que hay sólo 4 dimensiones. Y, si hay miles de millones de dimensiones o, incluso, infinitas dimensiones (cosa mucho más probable de que sólo haya 4), ¿que nos puede decir nuestra razón de esas otras dimensiones? Y si hay esas infinitas dimensiones (o 4.519.298), ¿por qué las cadenas de causas y efectos que nos afectan tienen que desarrollarse sólo en 4 dimensiones de una REALIDAD mucho más amplia? ¿Cómo puede la razón seguir esa cadena en las dimensiones superiores a las 4? Por eso, la razón también es limitada y deja infinidad de campos abiertos para la transracionalidad, que no irracionalidad.

Permíteme copiarte una frase maravillosa de Arnold J. Toynbee (otro no creyente).

Pensar constituye un intento de aprehender la realidad en una red conceptual: y una red suele servir para su fin en virtud de estar hecha de manera tal que deja espacios abiertos entre las mallas. Es ese tejido abierto el que da a una red su elasticidad, su libertad de acción. Si la red estuviera hecha, no de una trama abierta, sino de un género tupidamente tejido, el material sería demasiado compacto para permitir que la red hecha con él fuera efectivamente extensible. Pero el precio de estar hecha con un tejido que hace posible atrapar algo entre las mallas de la red es el hecho inevitable de que otras cosas se escapen a través de los espacios abiertos.

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Y Dios sabe lo que puede o no puede escaparse a través de las aberturas que presentan las mallas de la inteligibilidad. En suma, que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña la filosofía[1] del racionalista, y el racionalista no puede estar seguro de que la ráfaga que pasa a través de las aberturas de su sistema no sea el viento importuno que sopla de donde quiere[2] y que, aunque pueda ser invisible a los ojos del racionalista, produce para los oídos del creyente un son que llena el mundo.

Arnold J. Toynbee. El estudio de la historia. Tomo XIV, 1ª parte, EMECÉ. Buenos Aires, 1965, pag.104, 105.

Llegados a este punto, te recomiendo la lectura de la encíclica de Juan Pablo II, “Fe y Razón”, a la que me referí al principio de mi charla.

Y ahora, perdóname un rollo sobre lógica.

La racionalidad pura se basa en la construcción de un modelo lógico formal. Un modelo lógico formal se basa en un conjunto de axiomas indemostrables y una serie de reglas de inferencia que se empiezan a aplicar a partir de esos axiomas. Por ejemplo, toda la geometría Euclídea, parte de un axioma, indemostrable, llamado “postulado de Euclides” que dice que desde un punto exterior a una recta sólo puede trazar una perpendicular a la misma. Evidente, pero no demostrable. A partir de ahí, el sistema de inferencias –basado en la construcción formalmente correcta de silogismos, descrita por Aristóteles) le llevó a demostrar todos los teoremas de la geometría plana. Pero ese axioma no es cierto para una geometría esférica, o sobre una superficie hiperbólica, etc. En el siglo XIX, los matemáticos Riemann y Lobachevsky desarrollaron otras geometrías, basadas en superficies en las que el “postulado de Euclides” no era válido. ¿Alguno era irracional? Cada uno de ellos era perfectamente racional en su sistema lógico formal. Por si esto fuera poco, en el siglo XX, el matemático Kurt Godel demostró de forma absoluta lo que se conoce como teorema de la incompletitud, que dice: “En todo sistema lógico formal, existen proposiciones que no pueden ser demostradas como verdaderas o falsas, dentro del propio sistema”. No dice que no sean verdaderas o falsas. Dice que no pueden ser demostradas como tales dentro del mismo sistema, sino que hay que salirse de él. Esto quiere decir que ningún sistema lógico es completo[3]. Así pues, para la fe hay dos espacios en los que puede actuar fuera del sistema lógico sin ser por eso, irracional. Primero en sus axiomas y, segundo, en la parte a la que el sistema no puede llegar. El axioma del sistema lógico formal de la fe es, dicho con excesiva simplicidad: “existe un Dios bueno y creador del mundo”. Sobre ese sistema se construye una fe que no tiene por qué entrar en contradicción con la ciencia empírica ni con la razón. En modo alguno es irracional, en el sentido de que vaya contra la razón. Y esa fe acepta como ciertas unas proposiciones hechas por la revelación que están más allá de los límites de la completitud del sistema.

Por supuesto, ese axioma no se puede demostrar. Pero que no se pueda demostrar no quiere decir que sea falso. Y ese axioma no es ni siquiera sólo judeo-cristiano. Tiene una base griega. Ese axioma se apoya en la filosofía de Aristóteles. Pero que una cosa no sea demostrable no quiere decir que no se pueda hablar sobre la plausibilidad de que lo sea. Y el orden del universo, hace, a mi parecer, mucho más plausible que sea cierto que que no lo sea. No puedo mostrar aquí con detalle por qué creo esto, pero lo muestro –que no lo demuestro, ni lo pretendo– en mi libro “Más allá de la ciencia”. Por supuesto, tengo un inmenso respeto, aunque crea que su axioma es menos plausible que el mío, por los que parten de un axioma materialista, pero tendría que argumentármelo.

Tengo que decir unas palabras cobre la idea de certeza. En la mente de la gente está firmemente grabado que la única certeza válida es a la que se llega tras un argumento silogístico, al final del cual se pueda decir “quod erat demostrandum”. Es lo que se llama una demostración apodíptica. Un tipo paradigmático de esta demostración es la certeza matemática. La proposición de que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos se puede demostrar de esta forma. Pero no es verdad. Lo es casi, casi, casi si estoy midiendo un triángulo rectángulo que cabe en un papel o en un campo. Pero si estoy en un triángulo rectángulo que tenga sus vértices en América, Europa y África, es totalmente falso. Por supuesto, hay cosas que sí admiten una demostración apodíptica completamente válida para todas las situaciones. Pero ojo, muchas menos de las que se piensa. Luego está la certeza científica, basada en observaciones empíricas. Ya he dicho antes que las verdades científicas, por el propio método científico, sólo pueden referirse al ámbito de lo que se puede tocar, contar y medir. También he dicho antes que la ciencia ha estado sujeta a lo largo de su historia, y seguirá estando, a cambios de paradigmas. La teoría de la relatividad, la física cuántica, la expansión del universo, la materia y energía oscuras, etc., etc., etc. son algunas muestras recientes de ello. Podría citar muchas más. Pero en nuestra vida cotidiana, la inmensa mayoría de las decisiones que tomamos, incluso las decisiones más importantes de nuestra vida, no están basadas en ninguna de esas dos certezas, sino en otra certeza que podríamos llamar existencial. ¿Me caso con esta mujer o no? ¿Me hago ingeniero o médico? ¿Emigro a Alemania para encontrar trabajo o no? ¿Dejo a mi bebé con una baby sitter que me manda una empresa de servicios para ir con mi mujer a celebrar nuestro aniversario, o me quedo en casa? Etc., etc., etc. Todos los días tomamos cientos y cientos de este tipo de decisiones sin tener, ni de lejos, una certeza apodíptica, ni empírica. Y, al hacerlo así no somos de ninguna manera irracionales. Al revés, si para tomar estas decisiones necesitásemos una certeza apodíptica o empírica, seríamos unos enfermos mentales. De una manera más o menos consciente, evaluamos la “probabilidad” de que salga la cosa bien o mal y después, si no soy un neurótico, me voy con mi mujer a celebrar nuestro aniversario. Pues este tipo de certeza es en la que se basa la fe. Quien tiene fe cree con esa certeza, ni apodíptica ni empírica, que hay un Dios bueno. Por supuesto que hay mucha gente que tiene esa fe por costumbre, educación o cualquier otra cuestión, Pero mucha gente la tiene por una madura y racional reflexión. ¿Puede estar equivocada? Puede. Pero todos los días se planteo si ese axioma en el que cree es razonable y racional. Y todos los días se contesta que sí. Cero irracionalidad.

Una última cosa, para acabar enlazando con lo de la antropología filosófica del principio. Un filósofo matemático materialista, Betrad Russell, estimaba que los seres humanos somos “una colocación accidental de los átomos”[4]. Es decir, su antropología era materialista. Al mismo tiempo decía: Tres pasiones simples pero irresistibles han gobernado mi vida: El ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. La primera afirmación es un axioma totalmente respetable, pero indemostrable, y la segunda, le honra como ser humano. Sin embargo, entre las dos frases hay una “contradictio in terminis”. Porque si realmente el hombre es una colocación accidental de los átomos, ¿por qué, si mi colocación accidental me hace más fuerte que la de otro, no voy a poder someterle? Bajo esta concepción antropológica Hitler no era ni bueno ni malo. Creía que la colocación accidental de los átomos arios era mejor que la de los judíos y una colocación accidental de los átomos no tiene por qué respetar a otra. Simplemente, se equivocó en sus cálculos y le pararon los pies. Evidentemente, a Bertrand Russell, esto le produciría escalofríos. De ahí su segunda frase. ¿Por qué esta contradictio in terminis? Porque muy arraigada en todo ser humano sano, hay una idea de que todos los seres humanos son dignos de respeto. ¿Y en qué se puede basarse ese respeto mutuo? Puede que no sea la única antropología que sea coherente con ese respeto. Seguro que no es la única. Pero desde luego, la antropología judeo-cristiana, que parte del axiona de que hay un Dios bueno, creador y padre de todos los seres humanos, a los que ha creado iguales en dignidad por amor, es perfectamente compatible con la segunda afirmación de Russell.

Añadido posterior: Dicho lo anterior, apelo a algo que podría llamarse “razón abierta”. Abierta a una Realidad infinitamente mayor de la que podemos captar con nuestro pequeño cerebro limitad a 4 dimensiones. La razón abierta nos enriquece. En cambio, el racionalismo, que no se debe confundir con la racionalidad, es una razón cerrada que afirma que sólo tiene realidad aquello a lo lo que podemos llegar con nuestros razonamientos silogísticos. El padre de ese racionalismo es Descartes que se llenó de felicidad el día en que su mente se iluminó con un axioma que él creyó absolutamente evidente y que no necesitaba demostración. Es el famosísimo “cogito ergo sum” “pienso, luego existo”. No entro en decir si ese axioma es falso i verdadero, aunque no creo que esta discusión se pueda zanjar a la ligera dando por evidente su verdad.. Pero sí digo que es terriblemente incompleto. Porque, me parece que es, si cabe más evidentemente veraz el decir, “me palpo, me duele cuando me pinchan, me mato si me caigo de un quinto piso, luego existo”. Descartes negó ese axioma sobre la existencia y creó un racionalismo de razón cerrada, abriendo una puerta al idealismo, a Hegel (padre del marxismo y del nacionalismo), a la negación de la existencia de una realidad ahí fuera y, por tanto, a la posverdad y al relativismo. Así, el sueño de la razón cerrada a una Realidad más amplia, produce monstruos. Si sólo somos la colocación accidental de los átomos, Hitler tenía razón.



[1] William Shakespeare: Hamlet

[2] Juan 3, 8. Nota al pie en el original.

[3] Un ejemplo de esto es la llamada conjetura de Goldbach, plantada en el siglo XVIII por este matmático Christian Goldbach. Dice: “Cualquier número par puede ser expresado como la suma de dos números primos”. Desde que la formuló, las mejores mentes matemáticas la hen intentado demostrar. Desde que se inventaron las computadoras, se ha comprobado –no demostrado– que se cumple para números pares inmensos. Pero su demostración no se ha encontrado y la inmensa mayoría de los matemáticos creen que es uno de los ejemplos del teorema de incompletitud de Godel. Recomiendo la lectura de una deliciosa novela de Apostolós Doxiadis que tiene por título “El tío Petros y la conjetura de Goldbach”.

[4] El hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma. (Negritas y cursiva mía).

 

Obsérvese que en la frase en cursiva está diciendo que su axioma no es demostrable. Pero para decir que está muy cerca de ser cierto, tendrá que argumentarlo mucho.