22 de diciembre de 2010

Frases 22-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven,
del desfile interminable de los desleales, de las ciudades

[llenas de necios,
de mí mismo, que me reprocho siempre (pues, ¿quién es más

[necio que yo, ni más desleal?),
de los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos

[despreciables, de la lucha siempre renovada,
de los malos resultados de todo, de las multitudes afanosas y

[sórdidas que me rodean,
de los años vacíos e inútiles de los demás, yo entremezclado

[con los demás,
la pregunta, ¡oh, mi yo!, la pregunta triste que vuelve a – ¿qué

[de bueno hay en medio de estas cosas, oh mi yo, oh vida?

Respuesta

Que estás aquí –que existen la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama, y que tú, puedes contribuir

[con un verso.

Walt Whitman

19 de diciembre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz V y último

Tomás Alfaro Drake

La semana pasada indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 5ª y última, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


La gran cuestión, la única cuestión.

¿Vivió Jesús? ¿Y pronunció realmente las ardientes palabras que borran el miedo a la muerte? ¿Y son verdad? Esto es lo decisivo, aquí la Iglesia debe mantenerse o caer. Cristo nos importa. Todo lo demás sobra: el Diluvio, el Día del Edén, el nacimiento virginal –¡Es lo de menos!–. La Cuestión es: ¡Dios nos envió al Hijo
Encarnado, que pregona Amor! ¡Amor es el Camino! Entre lo más probable y lo probado se abre un vacío. Con miedo a saltar, nos detenemos desconcertados, y vemos detrás de nosotros hundirse la tierra y, lo que es peor, nuestro punto de vista se desmorona. Desesperada surge nuestra única esperanza: arrojarse en la Palabra que abre el universo cerrado.

Hacia la Iglesia católica

Pero, una vez que resolví el problema de Jesús –¿es Cristo Dios?– con un firme SÍ, la cuestión de Roma –¿es la Iglesia Católica la Iglesia?– se me presentaba exigiendo una respuesta apremiante ante la existencia y la afirmación invariable de la Iglesia católica en los últimos 2000 años de historia. Había sido atraído hacia Cristo por las “agujas de ensueño” de Oxford, que testificaban la fe que las había levantado; pero yo sabía, también, que aquella fe era la fe Católica. Me atraía y tuve mis dudas, a pesar de mi mentor C. S. Lewis, de la validez de la iglesia anglicana y de su “desnudo cristianismo”. Una vez, en una iglesia Católica de Francia, me arrodillé ante el comulgatorio y recibí la Hostia –Dios en manos de un arrugado sacerdote francés– sintiendo que por fin ahora estaba comiendo de verdad el Cuerpo de Cristo.

En el mejor de los casos, el Protestantismo conserva la concepción católica de Cristo y del Dios Trinitario, pero lo que se ha perdido es todo entendimiento del sentido de Su Iglesia. Yo, sin embargo, habiendo llegado recientemente al cristianismo desde el paganismo, no estaba cargado de los fuertes prejuicios protestantes y podía captar el sentido de la Iglesia. Pero mi entrada en ella iba a aplazarse. Primero me pilló la enfermedad y muerte de aquella “única persona querida”, mi esposa, y el dolor subsiguiente (que he contado en mi libro, Una misericordia severa) y luego me cogió la salvaje tormenta de los años sesenta. Pasaron muchos años. Y entonces, Dios (según he relatado en Bajo la misericordia) me dio un tirón para que volviera a Él. Recuperé la Obediencia. Y la cuestión de Roma vino por su propio pie. Sin embargo, ahora, el panorama religioso era muy distinto. Se había celebrado el Vaticano II. El “aliento de aire fresco” en la Iglesia se había convertido en un destructivo vendaval de rebelión. Muchos católicos, inclusive, sorprendentemente, sacerdotes y monjas, eran incapaces de comprender la distinción vital entre la disciplina y la doctrina. La disciplina (el uso del Latín, el pescado de los viernes, la comunión en cierta forma) puede cambiarse; la doctrina (la Resurrección de los cuerpos, el sacerdocio de los varones, el asesinato de niños no nacidos) nunca puede cambiarse.

Además, el Modernismo –que es esencialmente la negación de lo sobrenatural– que había afligido largo tiempo al Protestantismo, renacía entre los teólogos Católicos. Pero había una diferencia. Cuando me fijé en mi propia denominación Episcopaliana, me pareció que estaba decayendo en lo principal y cuando miré a la Iglesia católica, vi que el centro sostenía a lo demás, era como una roca: la firmeza del Magisterio y la fe que irradiaba de un gran Papa. De pronto, vi que el Magisterio era la marca esencial de la Iglesia Católica, sin la que la Iglesia caería en el caos protestante. Si un documento relativamente sencillo como la Constitución de USA precisa de un Consejo Supremo como “magisterio” para interpretarlo, cuánto más la complejidad de la Biblia y la Tradición necesita la autoridad doctrinal del Magisterio y la Cátedra de Pedro.

Ser capaces de ver esto con claridad es quizá una de las grandes ventajas de aquellos que vienen a la Iglesia Católica al ver desde lejos ven lo esencial. El juicio más caritativo acerca de los teólogos que intentan debilitar o suplantar el Magisterio es que ya no ven el bosque por que se lo impiden los árboles.

Y al advertir esto (el Magisterio como la marca esencial de la Iglesia), ya era un católico intelectualmente. Pero no sólo temía ligeramente al catolicismo en un nivel de parroquia (¿estaría lleno de individuos de IRA o de la Mafia?), sino que me mantenía en mi sitio un amor triste hacia mi decadente anglicanismo. Amaba su estilo y la belleza de la liturgia tradicional. ¿Cómo abandonar la iglesia en que reposaban las cenizas de mi esposa? Y mis amigos. ¿Cómo podría convertirme en un papista? Aun considerando que la Iglesia Católica era mi verdadera madre y la anglicana mi madrastra, ésta me había nutrido y la quería entrañablemente. Hasta me dije: “Mi cabeza dice que vaya, pero mi corazón dice que me quede”.

Aún tenía que decidirme. En mi frigorífico hay un trozo de póster amarillo que dice: “No decidir es decidir”. Sabía que tenía que tomar una determinación, no “decidir por la corriente”. En Oxford, me movió a aceptar a Cristo el darme cuenta que no podía rechazarle. Y ahora, ¿podía rechazar a la Iglesia Católica? No. Por lo tanto, era católico.

Mi resolución me dejó triste y deprimido, porque había de abandonar mi iglesia anglicana, la de St. Stephen. No obstante, debía hacerlo. Debía acudir a mi antiguo amigo y confesor en Oxford, el Padre Julian Stead, OSB, de Portsmouth Abbey, en Rhode Island. A lo largo de todos aquellos años había contestado pacientemente a mis preguntas sobre el catolicismo, sin urgirme nunca a convertirme. Ahora me dijo algo que me sobrecogió. Había rezado, día tras día, durante veinticinco años, para que encontrara el camino a la Iglesia. Ya estaba.

En la Abadía, el día de la fiesta de la Asunción, con Peter Kreeft como mi padrino, fui acogido en el seno de la Iglesia por el Padre Julian y confirmado por el Obispo Ansgar Nelson, OSB.

De vuelta a Virginia, me dirigí a la iglesia de la Santa Cruz y descubrí que mi párroco, el Padre Anthony Warner, era una bendición. Después de mi primera y muy significativa Misa allí, en la que participé con gran recogimiento, decidí ir por última vez a la de St. Stephen para contarle a la gente lo que había y despedirme. Y entonces, de pronto, reparé en lo que me había quedado oculto en mi decisión de tres semanas antes. No existía ninguna razón por la que, sin dejar de ir a Misa, no pudiera seguir yendo a la iglesia de St. Stephen, al menos a maitines (la oración de la mañana), como católico. Como si fuera un licenciado del anglicanismo. Todo el mundo de allí, incluido el párroco, parecía encantado con que no les hubiera abandonado por completo. Pero ahora visto retrospectivamente, recordando el período de oscuridad entre mi resolución y mi admisión, me parece que tenía primero que optar por dejar “padre y madre” o, al menos, a la madrastra, antes de que se me devolviera de otra forma.

Los cinco años que llevo en la Iglesia me han hecho ahondar en la vida y sacramentos de la Iglesia. Como escritor me he visto inmerso en el mundo del pensamiento católico y en la amistad con otros escritores católicos. Y estos años, desde que vine (o me trajo Dios Espíritu Santo) me han confirmado en la creencia de que la Iglesia Católica es, de verdad la Iglesia de Cristo.

15 de diciembre de 2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Antes de pasar a la frase de hoy quiero comunicaros una noticia. Me acaban de publicar un libro con el título ¿Existió realmente Jesucristo? Esta editado por Ediciones Palabra en la colección dBolsillo MC. Es exactamente la serie de entradas de este blog con el nombre de “La fe en Cristo” que apareció entre Enero y Mayo de este año. Pero, tal vez alguno prefiera tenerlo en libro. Si es así, podéis comprarlo en cualquier librería, pero me consta que lo tienen en la librería Diálogo, que está en Diego de León semiesquina Serrano. Creo que podría ser un buen regalo de Navidad.

Desiderata

Ve plácidamente entre el ruido y la prisa. Recuerda que la paz puede estar en el silencio. Sin renunciar a ti mismo, esfuérzate por ser amigo de todos. Di tu verdad, quietamente, claramente. Escucha a los otros, aunque sean torpes e ignorantes; cada uno de ellos tiene también una vida que contar. Evita a los ruidosos y agresivos, porque ellos degradan el espíritu. Si te comparas con otros puedes convertirte en un hombre vano y amargado; siempre habrá cerca de ti alguien mejor o peor que tú. Alégrate tanto de tus logros como de tus proyectos. Ama tu trabajo aunque sea humilde; es el tesoro de tu vida. Sé prudente en tus asuntos, porque en el mundo abundan las gentes sin escrúpulos. Pero que esta convicción no te impida reconocer la virtud; hay muchas personas que luchan por hermosos ideales y, dondequiera, la vida está llena de heroísmo. Sé tu mismo. No seas cínico en el amor, porque cuando aparecen la aridez y el desencanto en el rostro, se convierten en algo tan perenne como la hierba. Acepta con serenidad el consejo de los años y renuncia sin reservas a los dones de la juventud. Fortalece tu espíritu para que no te destruyan inesperadas desgracias. Pero no te crees falsos infortunios. Muchas veces el miedo es producto de la fatiga y la soledad. Sin olvidar una justa disciplina, sé benigno contigo mismo. No eres más que una criatura en el universo, pero mucho más que los árboles y las estrellas; tienes derecho a estar aquí. Y, si no tienes ninguna duda, el mundo se desplegará ante ti. Vive en paz con Dios, sin importar como pienses en Él; sin olvidar tus trabajos y aspiraciones, mantente en paz con tu alma, pese a la ruidosa confusión de la vida. Pese a tus falsedades, penosas luchas y sueños arruinados, la tierra sigue siendo hermosa. Sé cuidadoso. Lucha por ser feliz.

Inscripción fechada en 1892 encontrada en una tumba de la vieja iglesia de San Pablo de Baltimore.

12 de diciembre de 2010

Sobre planetas extrasolares, supertierras y posibilidad de vida extraterrestre

Tomás Alfaro Drake

Hace ya algunas entradas hablé de cómo los científicos que, por los motivos personales que fuese, querían negar a Dios a toda costa, acudían a argumentaciones no científicas disfrazándolas de científicas para contagiarles la respetabilidad de la ciencia. Concretamente hablé de la teoría de los multiversos para evitar tener que aceptar un universo de diseño que implicase un diseñador. (véase la entrada “Cuando la ciencia deja de ser ciencia” 10 Octubre del 2010)

Hoy me voy a centrar en otro tema. Piensan estos científicos nihilistas que si la vida y la inteligencia fuesen fenómenos ubicuos en el universo, esto pondría en entredicho la idea de Dios. Al final de este artículo me adentraré en este punto: ¿Si existiese vida e inteligencia extraterrestre, descartaría esto la idea de Dios? Ellos parece que piensan que sí y, por eso se afanan por encontrar “pruebas” de que el universo hierve en vida e inteligencia extraterrestre. Y los periódicos, expresión siempre del pensamiento dominante –aunque a ellos les guste parecer críticos– se apresuran a amplificar estas noticias. El jueves 29 de Octubre, apareció en el mundo, a toda plana, un artículo con el titular de “Un universo lleno de planetas como nuestra Tierra”, con el siguiente subtítulo, no menos sensacionalista: “Astrónomos afirman que uno de cada cuatro ‘soles’ tiene mundos habitables”. ¿Cuál es la realidad de todo esto? Puede leerse en el Investigación y Ciencia de este mes de Octubre, algunos de cuyos datos comento.

Hasta ahora, se han descubierto 490 planetas extrasolares. De ellos, la inmensa mayoría son enormes gigantes gaseosos parecidos a Júpiter, incapaces de desarrollar o alojar vida. Es cierto que el sistema utilizado para encontrar planetas en otras estrellas, prima encontrar este tipo de planetas. Pero de esos 490, sólo 3 no responden al patrón del gigante gaseoso. Parecen ser más pequeños y formados de material rocoso, aunque todos ellos bastante mayores que la Tierra. Tal vez por eso han dado en llamarles “supertierras”. Veamos algunas de las características de estas 3 “supertierras”.

La primera “supertierra” descubierta, en el año 2005, se llama GJ 876d. Tiene una masa 7,5 veces la terrestre, no se conoce su diámetro y tarda 2 días en dar una vuelta alrededor de su estrella. Con estos datos y tirando un poquito de mis conocimientos de física puedo decir que para tener un “año” de 2 días, una de dos, o su estrella tendría que tener unas 33.000 veces más masa que nuestro sol o la distancia a su estrella tendría que ser de tan sólo un 3% de la que hay entre la Tierra y el Sol. En cualquiera de estos dos casos cualquier ser vivo que pululase por su superficie quedaría inmediatamente achicharrado. Es decir que en esta “supertierra”, la vida sería absolutamente imposible.

La segunda “supertierra” –COROT-7b– tiene una masa 4,8 veces la de la Tierra, con un radio 1,7 veces mayor y su “año” dura 20 horas. Para conseguir esta proeza de velocidad, su estrella tendría que tener una masa 191.000 veces la del Sol u orbitar a una distancia del 1,7% de la distancia de la Tierra al Sol. El resultado es el mismo. La vida en esa “supertierra” es una misión imposible.

La tercera y última “supertierra” –GJ 1214b– tiene una masa de 6,55 veces la terrestre con un radio de 2,7 veces el de nuestra tierra. Orbita alrededor de su estrella en un día y medio. Como cabe esperar, si comparamos estos datos con los dos anteriores, su estrella tendría que tener una masa de 53.000 veces la de nuestro Sol u orbitar a un 2,7% de la distancia a la que lo hacemos nosotros alrededor del Sol. Ni que decir tiene que la vida tampoco sería posible en esta “supertierra”.

Eso es todo. Deducir de estos datos empíricos que “el universo está lleno de planetas como nuestra Tierra” o que “uno de cada cuatro ‘soles’ tiene mundos habitables”, me parece una tomadura de pelo. Es cierto que los métodos de detección de planetas priman el hallazgo de planetas grandes y cercanos a sus estrellas, pero el hecho es el que es. De los 490 planetas extrasolares encontrados, sólo 3 pueden calificarse como “supertierras” y de estos tres, ninguno tiene, ni de lejos, las características necesarias para la vida. En el 2009 entró en órbita el observatorio espacial Kepler, que tiene como una de sus misiones la búsqueda de planetas extrasolares y que va equipado con sistemas que permitan la detección de planetas más pequeños y más alejados de sus estrellas. Puede que encuentre planetas más parecidos a la Tierra que los que ahora se conocen, pero eso no pasa de ser una posibilidad.

Pero, aunque apareciesen estas tierras “clónicas”, son muchas más las condiciones que deben de cumplirse para que un planeta pueda producir y mantener la vida (a partir de ahora, a un planeta capaz de acoger y mantener la vida le llamaré “vitable”). Veamos algunas de ellas: a) un campo magnético de unas características muy estrictas, b) un sistema planetario con un número y distribución de planetas muy peculiar, c) un tipo de estrella muy especial, d) una explosión de supernova que se haya producido a una distancia y en un tiempo muy precisos, e) una posición de la estrella en la galaxia dentro de límites muy estrechos, f) una galaxia de unas características muy especiales que, además g) pertenezca a un cúmulo de galaxias extraordinariamente atípico, etc., etc., etc.

Puede argüirse que en el universo hay un número asombrosamente grande de estrellas y que, entre tantas estrellas, habrá bastantes que cumplan con todas esas características. Efectivamente, en todo el universo se estima que hay unas 100.000 millones de galaxias con unas 200.000 millones de estrellas cada una. Esto da un número escalofriante de estrellas. Un 2 seguido de 22 ceros, número que soy incapaz de nombrar. Pero si para que se produzca un fenómeno son necesarias 10 condiciones con un 1% de probabilidad de producirse cada una de ellas, la probabilidad de que se den todas y que, por tanto, se produzca dicho fenómeno, es menor que el número de estrellas antes mencionado. Cada una de las condiciones que acabo de enumerar en el párrafo anterior como necesarias para que un planeta sea vitable, tiene una probabilidad de cumplirse muy inferior al 1%, por lo que toda esa ingente cantidad de estrellas, posiblemente no basten para tener una probabilidad razonable de que en una de ellas haya un planeta vitable.

Pero, aún así, supongamos, contra la ley de probabilidades, que hubiese unos cuantos millones de planetas vitables. Que un planeta sea vitable es condición necesaria, pero en modo alguno suficiente, para que aparezca la vida. Y la vida es un fenómeno que, según todos los datos empíricos recogen, requiere un conjunto bastante numeroso de condiciones, cada una de ellas con bajísima probabilidad de darse. Por lo tanto, aún con la graciosa concesión de que hubiese varios millones de mundos vitables, de nuevo, la estadística apunta hacia lo improbable de la existencia de vida extraterrestre.

Pero, y siguiendo con concesiones graciables, entre la existencia de vida y la de organismos superiores capaces de tener una anatomía, véase un cerebro, que pueda servir de soporte a la inteligencia, media un abismo inaudito. Mucho mayor que el que puede haber entre un patinete y una lanzadera espacial, considerados ambos como medios de transporte. Por último, ese organismo dotado de un cerebro capaz de soportar la inteligencia no sería más que el hardware. Un organismo así sería tan estúpido como un ordenador sin software. Y el software de la inteligencia, en este mundo en el que habitamos y en donde existe la inteligencia, es prácticamente imposible que haya surgido de la mera biología. (ver entradas a este blog “Definamos la inteligencia” y “El coste de un cerebro desproporcionado” en Julio y Septiembre del 2008, respectivamente).

Ha llegado ahora el momento de plantearse la pregunta propuesta al principio de este artículo: ¿Si existiese vida e inteligencia extraterrestre, descartaría esto la idea de Dios? la respuesta es, desde luego, que no. ¿Qué impediría a un Dios Omnipotente, si quisiese, haber hecho con su poder que en este inmenso universo hubiesen aparecido más seres inteligentes? Nada en absoluto. De hecho, ha creado más seres inteligentes. Enormemente más inteligentes que nosotros. Los ángeles. Cierto que los ángeles están “fuera” de este universo o, si se prefiere, en otras dimensiones más altas que las cuatro dimensiones de nuestro espacio-tiempo. pero, ¿por qué no podría haber creado en este universo “nuestro” más seres rotados de inteligencia? Cierto que esto obligaría a ver desde una nueva óptica muchos temas teológicos, pero, ¿alguien puede extrañarse de que la infinitud de Dios nos obligue a replantearnos muchas cosas sobre Él? Nunca sabremos suficiente de nuestro Dios y por lo tanto, siempre puede sorprendernos y, de hecho, siempre nos sorprende. Más aún, si lo entendemos demasiado bien no es Dios.

Yo, personalmente, creo que en este universo no hay más vida inteligente que la nuestra. Y no lo creo así porque me parezca incómodo o molesto que la haya. Si creo que no hay más vida inteligente que la nuestra, es por los motivos estadísticos racionales expuestos más arriba. Pero me parecería apasionante que la hubiera, para poder conocer más acerca de nuestro designio en el universo compartiendo impresiones con ellos. Desgraciadamente la comunicación sería difícil. Aún si la estrella con vida inteligente estuviera en nuestra galaxia, y dado que ésa tiene un diámetro d unos 100.000 años luz, la distancia hasta ella podría ser del orden de las decenas de miles de años-luz. Es decir, si les hiciésemos una pregunta, recibiríamos la respuesta unos 40 o 50.000 años más tarde. No es fácil cambiar impresiones en estas circunstancias.

Cuando he expuesto esta opinión mía a otras personas –la de que no hay otra vida inteligente en el cosmos que la nuestra–, muchas me han hecho una pregunta interesante. Si estamos sólo nosotros en este inmenso universo ¿por qué un cosmos así, con 100.000 millones de galaxias de unos 100.000 años-luz de diámetro, con unos 200.000 millones de estrellas cada una, separadas entre sí por varios millones de años-luz, estructuradas en cúmulos de galaxias que a su vez se agrupan en supercúmulos, etc.,? ¿No bastaría con un universo más modesto, adaptado a nuestra pequeñez? Me gusta contestar con unos versos del poeta Fernando Pessoa:

“...porque yo soy del tamaño de lo que veo
y no del tamaño de mi estatura”.

Ese Dios al que los científicos nihilistas quieren borrar del mapa, nos ha hecho de pequeña estatura, es cierto, pero nos ha regalado una inteligencia con una vista penetrante que puede “ver” toda esa inmensidad. Un día, volando en el crepúsculo en un avión que iba por encima de las nubes, veía desde arriba, a través de mi pequeña ventanilla, el maravilloso espectáculo del brillo rosáceo de las enormes masas algodonosas que se perdían en el horizonte. Me acababa de dar un paseo por el avión y todo el mundo dormía. Pensé agradecido: Dios mío, ¿todo este espectáculo para que lo vea yo sólo? ¿No es un desperdicio? Entonces s me vino a la cabeza, como un relámpago, la siguiente idea: Dios no es economista. Efectivamente, la economía es la ciencia de los recursos escasos y nosotros, los humanos, aunque no sepamos nada de economía, somos todos economistas, porque sabemos que no podemos conseguirlo todo. Por eso dimensionamos las cosas al mínimo. Si no necesitamos una casa grande, compramos una pequeña, porque si no, no nos llega para otras cosas necesarias. Y así con todo. Y le atribuimos a Dios nuestra visión económica –o tacaña, si se prefiere– de la vida. ¿Por qué iba a hacer un universo innecesariamente grande? Pero Dios no es economista. Le cuesta igual crear un universo cutre que uno grandioso. Además, ¿es innecesario para el hombre un universo inmenso? Creo que no. Si Dios nos hubiese regalado una inteligencia raquítica, un universo como el que tenemos sería “como dar margaritas a los cerdos”. Pero, por amor, nos ha dado una inteligencia de titanes capaz de “ver” un horizonte inimaginable. Si después hubiese hecho el universo con tacañería, nos hubiese condenado a una estrechez parecida a la de una ballena que tuviera que vivir en una pecera. Dios nos ha regalado una inteligencia portentosa junto a un cuerpo ridículamente pequeño de estatura, para que, al descubrir ese universo en el que a cada respuesta aparecen diez nuevas preguntas y ver la desproporción entre lo que vemos y nuestra estatura, nos asombremos de su grandeza y de su amor y anhelemos ardientemente ver un día en Él todos los secretos y conocer a través de Él todas las respuestas. Porque, además de la inteligencia de titanes, nos ha dado la capacidad de contemplarle y de amarle en respuesta a su amor. Por eso el universo es tan impresionante, aunque sólo nosotros estemos en él. Si los científicos nihilistas quieren negar a Dios a través de deformar la ciencia para que deje de ser ciencia, allá ellos. Pero no podrán arrebatarme mi certeza acerca de la grandeza y el amor de Dios.

8 de diciembre de 2010

Frases 8-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tener paciencia con los demás consiste [...] en no intentar sustituir violentamente el ritmo del otro por el ritmo propio. A este otro no se le puede tratar como una cosa desprovista de ritmo autónomo y que, por tanto, uno podría forzar o doblegar a su antojo. [...], digamos que consiste en otorgar confianza a cierto proceso de crecimiento o de maduración. Otorgar confianza: esto no quiere decir simplemente admitir teóricamente sin intervenir, pues esto sería en realidad dejar al otro sencillamente abandonado a su destino. No, otrogar confianza es desposarse en cierto modo con ese proceso, de manera que se favorezca desde dentro.

Gabriel Marcel; “Homo viator”

6 de diciembre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz IV

Tomás Alfaro Drake

Hace unas semanas indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

Pido disculpas por el excesivo tiempo transcurrido entre la 3ª entrega y esta 4ª, pero temas de actualidad han hecho conveniente, a mi juicio, este “gap”.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 4ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


La senda iluminada

Dos caminos parecían bifurcarse en este punto, según veía desde el que había tomado: uno bastante oscuro, llano y ancho, que iba ensanchándose hasta desembocar en un oscuro desierto y dejar de ser camino. El otro estaba muy iluminado, incluso con más luz de la cuenta, pero ésta era necesaria por la aspereza, lo terriblemente escarpado y angosto del camino. Esta última, la iluminada, era la senda que yo había escogido, aunque me encontraba sólo al principio: aún me faltaba pasar por los obstáculos, fatigarme subiendo por aquella cuesta empinada y correr los peligros de aquella estrechez. Sin embargo, aunque no podía ver a dónde iba a llegar, me parecía lo mejor.

Ahora era cristiano. Yo, ¡cristiano! Yo, que solía mirar a los cristianos con lástima y disgusto, tenía que confesarme a mí mismo que lo era. Lo hice con vergüenza y orgullo. Sentía una curiosa mezcla de sentimientos: el respeto humano ante los no-cristianos y una extraña forma de orgullo, porque había desertado de su precario campo; como si a Jesús le hubiera hecho un gran favor, chillón y ridículo, y un gran gozo que me vino con la luz. Mis amigos no cristianos se apartaron; hubieran aceptado con serenidad que me volviera ateo, comunista o budista, pero no cristiano; los no-cristianos, inequívocamente, se encuentran incómodos con los cristianos. Por el contrario, mis amigos cristianos no cabían en sí de alegría.

C. S. Lewis escribió:

“Mis oraciones han sido escuchadas. No: barruntar no es ver; pero para un hombre que camina por una montaña de noche, el vislumbrar los tres siguientes pasos del camino puede importarle más que una panorámica del horizonte. Y quizá, para que una elección sea libre, siempre debe faltar precisamente una certeza probatoria: ¿qué otra cosa podríamos hacer sino aceptarla, si la fe fuera como la tabla de multiplicar? Puedes tener ataques en contra, ¿sabes?, de modo que no te alarmes si te vienen. El enemigo no verá que desaparezcas en la compañía de Dios sin un esfuerzo para reclamarte. Ocúpate aprendiendo a rezar... Que Dios te bendiga. Bienvenido. Sírvete de mí como desees: y recemos el uno por el otro siempre”.

Al principio tuve una seguridad y certeza sorprendentes, a pesar de las dudas que me habían estado acosando durante tanto tiempo. Pienso que a uno se le da una gracia especial –el gozo y la seguridad– en los comienzos. Después de que uno ha elegido, aunque sea tímidamente, le envuelve a uno una capa deslumbrante de gracia, durante una temporada. Hasta que el Cristiano recién nacido aprende a sostenerse en pie y a andar un poquito. No obstante, el contraataque llegó. Y escribí en mi diario:

“Cuarenta días después: Tomada la decisión, uno empieza a actuar según ella. Se reza, se va a la iglesia, se hace una primera comunión increíblemente significativa. Uno intenta repensar todo lo que siempre ha pensado a esta nueva Luz. Uno trata de someter el yo: hacer la señal de la Cruz, tachar el “ego” y seguir a Cristo, con algo menos que éxito brillante. C. S. Lewis profetiza el contraataque del enemigo y, como siempre, tiene razón. Los sentimientos se encrespan gritando que son mentiras, que todo es mentira, el duro pavimento bajo los talones, el esplendor del árbol en mayo son las únicas realidades. Entonces uno recuerda que la Elección estaba basada en la razón, en el peso de la evidencia, y se fortalece. Pero eso no es todo. No sólo puede salirse al paso de las dudas, no sólo van mejor las oraciones, sino que las dudas vienen con menos frecuencia y, cuando lo hacen, a menudo se encuentran con un arranque de inexplicable confianza en que la Elección fue acertada. Nosotros estamos ganando”.

Por la gracia de Dios, estaba rodeado de amigos cristianos muy afianzados en su fe, incluido Lewis, que llegó a ser un gran amigo. Además, la iglesia anglicana de San Ebón era una iglesia que estaba llena del Espíritu Santo. Por entonces daba por supuesto que había de ser así, y también daba por supuesto que no había ninguna iglesia menos llena del Espíritu. A todas luces mi fuerza y mi apoyo residían en la fe firme y viva de aquella iglesia.

Estaba dividida, informalmente, en pequeñas células cristianas; mis amigos de la Universidad y yo constituíamos una célula, que incluía a otros cristianos, como el monje benedictino. Durante dos años apenas hubo una tarde que antes o después no nos reuniéramos unos cuantos del grupo para leer poesía cristiana, estudiar la Biblia y, sobre todo, hablar: sosteníamos vivaces conversaciones hasta altas horas de la noche sobre cualquier aspecto de la fe y las relaciones de la fe con otras cosas. Venían también no cristianos, y algunos de ellos se convirtieron.

Pero llegó el momento en que, uno por uno, nos fuimos marchando de la Universidad, a Londres y Devonshire, a África y Canadá, a Indiana y Virginia. Recordaba Lynchburg como una ciudad llena de iglesias (quizá no todas igual de venerables y bonitas, pero lo que importaba era el Espíritu Santo) y donde había una iglesia, estaría, naturalmente, el Espíritu Santo y la vida cristiana estaría fuertemente centrada en Cristo. Habría en ellas una búsqueda constante y viva del sentido de la vida según Cristo. Para ser sincero, yo no había notado, de hecho, la vida cristiana intensa que, sin duda, se desarrollaba a mi alrededor cuando había estado en Lynchburg, pero por aquel entonces no era cristiano. Ahora todo sería distinto.

No fue como yo esperaba. Había iglesias en Lynchburg, es verdad; y todo el mundo iba allí, pero ¿dónde se manifestaba la vida cristiana? Mi parroquia y cuantas iglesias visité estaban como muertas para Cristo. Habría cristianos, no lo dudo. Pero yo no los encontré. A la mayoría de la gente con la que hablaba le interesaba más el éxito del Club o el radicalismo de las ideas raciales del obispo o el dinero o la posición de los fieles, pero nadie hablaba de Cristo. Uno sentía como si fuera de mal gusto hablar de Él o sugerir que la iglesia había de ser algo más que un club social o un símbolo de respetabilidad. Sin duda que allí se encontraba Cristo, en algún lugar, pero también, demasiado, estaba el mundo.

Para mayor decepción, en otros círculos, la fe descafeinada llegaba a poco más que un simple respeto por (algunos de) los preceptos morales de Jesús. “Sí” – decían estos no-creyentes que se autodenominaban cristianos–, Jesús era el Hijo divino de Dios; así que todos nosotros somos Hijos divinos de Dios. Por supuesto que hubo una encarnación; cada uno de nosotros es la encarnación de Dios. Si San Juan o San Pablo insinúan otra cosa, no hay que creerles. ¿Milagros?: bueno, no, es que sabemos que Dios no obra de ese modo. No hubo Resurrección, excepto en un cierto sentido muy, muy espiritual, pensaran lo que pensasen aquellos ingenuos apóstoles. Por supuesto que somos cristianos (aunque el budismo y el Islam y todas las religiones excepto la Iglesia Católica son igualmente dignas. ¿Verdad?, ¿y qué es la verdad? ¿Qué tiene que ver la verdad con esto? Uno es cristiano cuando sigue las partes más razonables del Sermón de la Montaña, cuando se es una buena persona. Un cristiano es un explorador que nunca debe encontrar, o deja de ser explorador”. Todo esto deprimía y decepcionaba a alguien que creía en la antigua Fe cristiana. Todo esto estaba tan lejos de la Fe como del vino tinto fuerte lo está del té frío. La Fe, como el vino, era demasiado fuerte: el vino debía volverse zumo de uva en un antimilagro y la Fe desencarnarse. Lo que quedaba no tenía nada en común con el Cristo que yo había encontrado, excepto, quizá, un grupo de palabras –y éstas tenían significados diferentes. En otras épocas la gente que no creía en el cristianismo (y, como se sabe, esto lleva consigo alguna creencia) se habían llamado Deístas o Unitarios, pero no Cristianos; pero esta gente, por razones que yo no lograba entender, pretendía reducir la Fe a una moralidad laxa, que ellos y, en realidad, cualquiera que no fuera un canalla, habría asumido, y llamaban a esta religión aguada Fe cristiana.

En este punto fue cuando me vino a la mente un comentario casual de hacía tiempo, que un amigo de Oxford, que volvía de una larga estancia en Italia, me contó con una sonrisa: “Todos los curas rurales de Italia creen con bastante seguridad que el Protestantismo está muriendo”. “Mira” –dicen– “mira el crecimiento del materialismo y el debilitamiento de la fe en Inglaterra y América; no se preocupan más que de enriquecerse. La religión se les muere. Es el sarmiento cortado de la Verdadera Vid, que se agosta. En uno o dos siglos habrá desaparecido, ¿y qué son un siglo o dos para la Iglesia?”. Nos habíamos reído y deseado que aquellos sacerdotes italianos hubieran visto la iglesia de San Ebón. Pero ahora ya no me hacía gracia. Empecé a pensar seriamente en la Madre Iglesia y a plantearme la cuestión que todo cristiano debería preguntarse alguna vez: ¿es aquella enorme Iglesia, tan llena de fe y doctrina, tan llena de variedad excepto en la recia, inmutable fe, es esa, después de todo LA Iglesia? ¿La Vid Verdadera? La pregunta, en síntesis, viene a ser: ¿Qué es la Iglesia? ¿Es la propia Iglesia Católica Romana, incluidos los fieles que están fuera, la Iglesia? ¿O es la “iglesia invisible” –la bienaventurada compañía de todos los fieles? ¿O hay una tercera respuesta?

Mientras tanto, fui descubriendo gradualmente a unos cuantos cristianos que me animaron. Una chica vino a mi casa a discutir acerca de un comentario mío casual sobre el cristianismo; volvió con un amigo y, no mucho después, se formó un grupo que discutía sobre el cristianismo: algunos de ellos eran cristianos o se convirtieron al cristianismo; a veces estaba reunido un pedazo de Iglesia: dos o tres reunidos en Su nombre.

Mi parroquia (Episcopaliana)[1], aunque luchaba con energía por una vida cristiana, era al menos un hermoso lugar, enriquecido, a pesar de sí mismo, por la inalterable fuerza e importancia de la liturgia; y en su altar uno recibía el Santo Sacramento. Yo sentía que esto era esencial: la Santa Eucaristía celebrada por un sacerdote ordenado por un obispo apostólico (la inquebrantable cadena de la imposición de las manos desde los Doce, tan parecida y tan distinta de aquella otra cadena, tampoco rota, de creyentes a través de la cual yo había recibido la fe). No niego que otros ritos de la comunión no otorguen gracia a los que comulgan: Dios puede limitarme pero, con toda seguridad, yo no puedo limitarlo a Él. Así que me aferré al Sacramento. Y pasaron los años: el grupo estudiantil, la oración, los sacramentos.

Entonces un domingo por la mañana, mi hija –en Cristo, otro eslabón de la interminable cadena, de ella a mí de mí a C. S. Lewis y de él a George McDonald y luego al que sea, hasta el propio Cristo– me llevó a comer al Hostal de los Pescadores, una cafetería llevada por la comunidad cristiana de la pequeña Iglesia ecuménica de la Alianza y allí estuvimos toda la tarde, una tarde de animada charla sobre la vida en Cristo. Gente a quien le interesaba inmensamente Cristo. Gente que caminaba hacia ese canto secreto. El Espíritu Santo flotando por la habitación “con cálido aliento y con, ¡ah! brillantes alas”. Era como volver a casa.

[1] Los episcopalianos son miembros de la Alta Iglesia anglicana “trasplantados” a USA. No pueden llamarse anglicanos, por no ser ingleses. La Iglesia anglicana tiene dos ramas. La Baja Iglesia, muy teñida de calvinismo y la Alta Iglesia, similar en muchas cosas a la Iglesia católica. A diferencia de los protestantes, admiten la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque sólo durante los minutos siguientes a la consagración. Sin embargo, aunque admiten la presencia, no hay tal, porque la Alta Iglesia anglicana ha perdido la continuidad apostólica, por lo que sus sacerdotes, a diferencia de los de la Iglesia ortodoxa, no están válidamente ordenados. En las conversiones de sacerdotes de la Alta Iglesia anglicana a la católica, deben recibir el sacramento del Orden. Esta nota al pie y la cursiva del texto son mías. No está claro que cuando Vanauken escribió el párrafo en el que está esta nota se hubiese hecho ya católico. Más bien parece que no, pero la seguridad con que habla del Santo Sacramento y de la sucesión apostólica, me hacen dudar. La aclaración es por si acaso.

3 de diciembre de 2010

Frases 3-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tenemos que aprender a amar a nuestro mezquino prójimo con nuestro mezquino corazón.

Wystan Hugh Auden.