30 de enero de 2012

Anatomía de una crisis 2

Varios profesores de la Universidad Francisco de Vitoria, Nieves Carmona, Beatriz Duarte, Ignacio Temiño y yo mismo, hemos escrito un artículo en el que analizamos la crisis en la que estamos inmersos. Sus causas, los responsables de que se haya producido y la dirección en la que, a nuestro juicio debería buscarse la salida de la misma. Lo publico en este blog en tres partes, de la que esta es la segunda.

Anatomía de una crisis II

II. La tormenta perfecta

Todo esta preparado para la tormenta perfecta. Y es en este momento, con las cuatro burbujas bien infladas, cuando estalla la primera. Un buen día –¿o será un mal día? No lo sé, pero en cualquier caso es un día que inexorablemente tenía que llegar– alguien se pregunta si no será un disparate el precio de los pisos y si no será realmente una idiotez comprarlos a ese precio cuando no hay gente para vivirlos. Y se contesta que sí, que lo es. Y ese día, los pisos de los astutos inversores o las cochambrosas casas de los NINJAS empiezan a bajar de precio. La gente que esperaba poder pagar sus hipotecas simplemente con la venta de los pisos, al bajar éstos de precio y haberse hipotecado por el 110% de su valor ya inflado, no puede pagarla. Acaba de pinchar la primera burbuja.

Si sólo existiese esta burbuja, la cosa no pasaría de un buen susto. Pero al pinchar ésta, se empieza a producir el fenómeno inverso a la creación de dinero y empieza a disminuir la masa monetaria. Aparece el fantasma de la falta de liquidez. Y cuando las empresas que hacen automóviles les piden a los bancos que les refinancien esos créditos que creían que no iban a tener que pagar nunca, los bancos les dicen que no pueden, sencillamente, porque no tienen liquidez y necesitan que les devuelvan el dinero. En especial aquellos que más se han financiado con préstamos a corto plazo, más baratos. Además, los que más alegremente han prestado sin analizar demasiado el riesgo, empiezan a ver sus cuentas de resultados deteriorarse. Algunos quiebran. Se produce una demanda social para que los bancos que han sabido preservar su liquidez y su solvencia sigan prestando dinero a empresas que no podrán devolverlo. Naturalmente, eso fue lo que dio lugar a la primera burbuja y seguir haciéndolo sería como echar gasolina al fuego. Estos bancos sí quieren seguir prestando a las empresas y familias solventes, pero éstas, lo que quieren es desapalancarse, por lo que hay una atonía de la demanda de créditos buenos. Las autoridades que deberían regular la masa monetaria intentan en vano paliar la crisis de liquidez inyectando dinero en el sistema. El fabricante de automóviles que astutamente se había endeudado hasta las orejas para aumentar su rentabilidad, al no poder conseguir el dinero que necesita tiene que reducir su actividad y despedir gente. Ha estallado la primera oleada de la segunda burbuja. El paro se dispara y con él, disminuye la capacidad adquisitiva de la población, con lo que baja el consumo. Al bajar éste, las ventas de las empresas bajan y otras nuevas empresas, empezando por las más endeudadas, se ven estranguladas, reducen plantilla y crean más paro. Las que cotizan en bolsa, ven cómo sus cotizaciones se desploman. Los bonos u obligaciones que soportan deuda en manos de inversores de estas empresas también bajan de valor. Es la segunda oleada de la segunda burbuja, pero vendrán más, en una espiral hacia abajo que se recorre a una velocidad mucho mayor de lo que se tardó en construir la pira. Sin embargo, la solución no estriba en poner trabas a los despidos. El empleo no se crea defendiendo puestos de trabajo particulares que no son posibles, sino creando las condiciones y el clima para que las empresas que ven oportunidades de inversión rentable –que siempre las hay, hasta en la crisis más profunda– se animen a invertir. Para ello nada como un mercado laboral flexible, es decir, lo contrario a la rigidez de mantener a ultranza los puestos de trabajo existentes.

Entonces es cuando la gente echa mano a sus ahorros. Pero, ¡oh sorpresa!, esas sabias inversiones que tanto prometían, se han evaporado y no sólo no valen nada, sino que dejan al astuto inversor con los créditos que pidió para apalancar esas inversiones. Pero esos maravillosos productos de inversión diseñados por los BRAINS están repartidos por todo el mundo. Los tienen los ayuntamientos, los Estados, las compañías de seguros, los bancos, los fondos de pensiones que administran el futuro de los pensionistas... La tercera burbuja ha estallado. Pero no sólo ha estallado la burbuja de los maravillosos productos financieros. Hubo inversores prudentes que se negaron a invertir en esos fantásticos productos y a apalancarse para ello. Pero en algo tenían que invertir sus ahorros –o sus fondos de pensiones– y lo hicieron, incluso sin apalancarse, en algo más seguro como bonos, obligaciones o letras de empresas o del Tesoro Público y en acciones cotizadas en bolsa. Pero tanto los instrumentos de renta fija –bonos, obligaciones o letras–, ya sean de empresas o, como veremos, del Tesoro, como las acciones, han bajado de valor y, por tanto, también esos prudentes inversores se ven seriamente perjudicados en sus ahorros.

Y llegamos a la cuarta burbuja. Los Estados que han acumulados déficits crónicos y, como consecuencia, se han endeudado hasta las orejas, ven que, al aumentar el paro y disminuir los beneficios de las empresas, sus ingresos por impuestos han bajado enormemente, mientras que algunos gastos, como el subsidio de paro o el pago de intereses de la deuda, se han disparado. Lo que ha hecho que el déficit aumente disparatadamente. Pero también ellos se ven en serias dificultades para conseguir financiar ese mayor déficit o, incluso, refinanciar la deuda que ya tenían. El mito de que los Estados se pueden endeudar ilimitadamente, se derrumba y aparecen serias dudas sobre su capacidad de pago de sus deudas. Por tanto, las obligaciones, bonos o letras del Tesoro en las que han invertido los que creían en ese dogma y consideraban que sus ahorros estaban completamente seguros allí, ven como éstos pierden también una buena parte de su valor. Algunos Estados podrían llegar, incluso, a suspender pagos –¡oh, cosa inaudita, jamás vista ni oída! (falso, nada nuevo bajo el sol y la historia está llena de casos en los que Estados despilfarradores han suspendido el pago de su deuda, pero la flaca memoria histórica unida al mito forjado en el imaginario popular del papá Estado bueno, benéfico y de recursos ilimitados, hace que estos episodios se olviden). Para evitarlo tendrían que reducir el déficit o, más aún, convertir el déficit en superávit. ¿Cómo hacerlo? ¿Subiendo los ingresos? No es posible porque la base imponible ha bajado y subir los tipos podría superar el límite de Laffer. Sólo queda bajar los gastos. Pero esto toca al sacrosanto Estado del Bienestar y, automáticamente, desata las iras de los ciudadanos, que ya se han acostumbrado a él y que lo consideran un derecho inalienable aunque no haya dinero para pagarlo. ¿A quién le importa este pequeño detalle? ¿Acaso el Estado no es omnipotente?

III. Y, ¿cómo se arregla esto?

Y, ahora, ¿qué se puede hacer? Evidentemente, no tenemos la respuesta a esta pregunta, y no creo que nadie la tenga. En teoría, podría pensarse que habría que hacer lo contrario de lo que se hizo para que apareciesen las burbujas. Y, realmente, así es. Pero ocurre que, si se hiciese esto drásticamente en todos los epígrafes, las consecuencias inmediatas serían dramáticas. Cualquier respuesta se tiene que mover entre dos extremos: El drástico y purista por un lado y el contemporizador por otro. Cualquiera de los dos extremos acabaría en catástrofe, pero nadie sabe dónde está el término medio. De ahí que estemos presenciando un espectáculo de tira y afloja y prueba y error en el que no se sabe muy bien que hacer. Pasemos a analizar las cosas que iniciaron las burbujas y la forma de incidir sobre ellas.

Evidentemente, tras el estallido de la primera burbuja, el mercado se encargó de que los precios de los pisos bajasen drásticamente y, en esto, por suerte o por desgracia, no hay manera de intervenir. ¿Hubiese sido preferible que la primera burbuja –el precio de los pisos– se hubiese desinflado lentamente en vez de explotar? Probablemente sí, pero eso es imposible. Generalmente, la primera burbuja siempre estalla de golpe cuando alguien se da cuenta que no tiene el menor sentido que haya tantos pisos vacíos mientras se pagan por ellos precios disparatados (esto ocurre de la misma manera si el activo que forma la primera burbuja son pisos, acciones de empresas .com o tulipanes). Sin embargo, la burbuja pinchada seguirá lastrando la economía hasta que se llegue a reabsorber el exceso de pisos vacíos que se crearon con esta burbuja. Pero esa primera burbuja se llegó a formar porque la masa monetaria llegó a ser disparatada y los tipos de interés excesivamente bajos. Si las autoridades monetarias no interviniesen, la espiral retrógrada de la destrucción espontánea de masa monetaria que hemos visto antes, haría que ésta se limitase bruscamente, el crédito se redujese a cero y los tipos de interés se disparasen, llevando a la quiebra inmediata a toda empresa que tuviese la más mínima cantidad de deuda. Esto fue más o menos lo que ocurrió en la crisis de 1929. Por tanto, es imprescindible que las autoridades monetarias inyecten enormes cantidades de dinero en el sistema, simplemente para intentar, generalmente sin conseguirlo del todo, disminuir la contracción de la masa monetaria y mantener lo más bajos posibles los tipos de interés. Esto, sin embargo, tiene sus riesgos, ya que hace que el desapalancamiento de las empresas –su apalancamiento fue, recuérdese, la causa de la segunda burbuja– se produzca con mayor lentitud. Y ese desapalancamiento, hasta niveles razonables, es absolutamente necesario para salir de la crisis. Además, unos tipos de interés mantenidos artificialmente bajos durante mucho tiempo, pueden fomentar –y normalmente fomentan– la aparición de otra primera burbuja con otro activo. Por eso las autoridades monetarias funcionan por tanteos y con mucha cautela a subir los tipos de interés. Así, asistimos regularmente a anuncios públicos de posibles subidas de tipos, recibidas por los mercados con reacciones encontradas. Generalmente, el cortoplacismo, que suele ser la actitud dominante, aplaude con entusiasmo que los tipos se mantengan bajos, pero... ¡ojo!, que si no se suben los tipos de interés puede aparecer la inflación para complicar la película, amén de retrasarse el necesario proceso de desapalancamiento. En este asunto, el BCE ha actuado de forma algo menos contemporizadora que la FED americana.

Mientras se absorbe el stock de pisos vacíos y se produce el desapalancamiento de las empresas, es importante atacar el paro. Hay, básicamente dos maneras de hacerlo. La primera, generalmente equivocada –y en esta crisis más aún–, es mediante el aumento del gasto público. Es equivocada por varios motivos. El primero es que ese gasto suele ser temporal y, por tanto, sus efectos son puntales y desaparecen tan pronto como se termina el gasto. El segundo error de este sistema es que el dinero se suele gastar en hacer cosas que no son necesarias y en las que, seguro, el ciudadano no se gastaría el dinero y ni siquiera aprecia. Y no hay que olvidar que el dinero que se gasta el Estado sale, antes o después, del bolsillo del ciudadano –a través de impuestos o de deuda– y ese dinero que el ciudadano deja de tener es un dinero que, obviamente, no se gasta. Por tanto, lo que consiguen estas medidas es que el gasto sea el mismo, pero se haga en algo que no crea una demanda estable y en algo que la ciudadanía no quiere, lo que genera una asignación equivocada e ineficiente de los recursos productivos. Crear puestos de trabajo a base de hacer que los trabajadores hagan hoyos para luego taparlos no es una buena política. El tercer motivo por el que esta es una política equivocada, y más en esta crisis, es que incrementa el déficit del Estado, es decir, alimenta la cuarta burbuja. Puede haber, sin embargo, situaciones excepcionales en las que la inversión del Estado pueda suponer una mejora en determinados aspectos de la economía que hagan sus efectos permanentes y hasta multiplicadores. Pero estos casos son, como se ha dicho, excepcionales y puntuales y, por desgracia, no suelen presentarse. Esto no justifica, desde luego, la inversión indiscriminada en todo lo que se mueva llevada a cabo por los estamentos públicos. El plan Ẽ auspiciado por el gobierno de España cuando, al fin, reconoció que había crisis, es un buen ejemplo de todos estos errores. Hay pueblos en los que el plan Ẽ se ha dedicado a hacer kilómetros de carriles bici sin que haya apenas bicicletas en el pueblo. Lo más parecido a hacer hoyos y taparlos.

La segunda manera de enfrentar el paro –la correcta– parte de la base de que el empleo lo crean las empresas. Para ello hay que incentivar a éstas a que inviertan y contraten. No es buena manera de conseguir lo primero –que inviertan– el establecimiento de impuestos especiales a determinadas empresas que se supone que ganan mucho dinero. La primera condición sine qua non para que una empresa invierta es que gane dinero y dé rentabilidad a sus accionistas. Un impuesto especial va directamente en contra de ello. Pero lo segundo, que las empresas contraten, se consigue haciéndolas ver que cuando se contrata a un trabajador, esto no supone una hipoteca para toda la vida y que si la productividad no mejora, no es obligatoria una subida de sueldos, ni por el IPC ni por ningún otro tipo de índices que no incluyan, como factor determinante, precisamente la productividad. Es decir, hay que reformar el mercado de trabajo. En economía se dan efectos que parecen contradecir lo que se esperaba. Defender el puesto de trabajo de Pepe o de Juan y asegurarles que mantendrán su poder adquisitivo contra viento y marea, es muy bueno para Pepe o Juan, pero crea paro anónimo. Y el hecho de que Pepe o Juan trabajen en un sector conflictivo, con efecto mediático, no les hace tener más derecho a tener un empleo que a un ciudadano anónimo. No se trata de crear trabajadores privilegiados a costa de paro crónico de otros. Por último, para luchar contra el paro es necesario fomentar el consumo. No se trata, desde luego de fomentar que la gente consuma por encima de sus posibilidades. Pero toda crisis va acompañada de un sentimiento social generalizado de pesimismo y desconfianza. Muchos ciudadanos, que podrían consumir más, no lo hacen por ese sentimiento. Desactivarlo puede movilizar una gran cantidad de dinero hacia el consumo, fomentando que las empresas se recuperen. Pero generar confianza es más cuestión de hechos que de palabras altisonantes y vacías.

Por último, y especialmente en esta crisis, es fundamental atajar el déficit y convertirlo en superávit para disminuir el endeudamiento. Si los países que han acumulado estos déficits y deudas no hacen sus deberes, planea sobre ellos el fantasma de la suspensión de pagos. Ésta tendría un impacto incalculable en el conjunto de la economía de todos los países la UE, incluidos los que han hecho sus deberes adecuadamente. Los Estados más despilfarradores exigen entonces a los que han hecho bien sus deberes, que les rescaten, en base a vagos y equívocos principios de solidaridad, dándoles el crédito necesario que ellos solos no pueden conseguir en el mercado. Los rescatadores, como es lógico intentan que los rescatados les den algún tipo de garantía de que, por lo menos, van a disminuir el déficit. Algo necesitan para autoengañarse y pensar que el dinero que les den no va a ser dinero tirado a la basura para que sigan haciendo lo mismo que han hecho durante los años anteriores a la crisis. Pero eso de rebajar el déficit –y no digamos transformarlo en superávit– es más fácil de decir que de hacer. La ciudadanía de los países despilfarradores no está en absoluto dispuesta a renunciar a sus inalienables de “derechos” al bienestar. En algunos países, esta ciudadanía malacostumbrada lo demuestra en manifestaciones de protesta, verdaderos ejercicios de vandalismo, victimismo y demonización de la “insolidaridad” de los países sensatos. Si estos Estados sensatos acuden al rescate es, siempre, por el criterio del mal menor, es decir por el miedo al mal mayor. Ese mal mayor sería el desmoronamiento de una estructura de la unión Europea cimentada erróneamente en una unión monetaria, sin una autoridad que pueda imponer una disciplina fiscal a los Estados despilfarradores. Pero el miedo al mal mayor tiene un límite y los países sensatos puede que no estén dispuestos a cargar con lo que les pretenden imponer los irresponsables. De nuevo aparece un tira y afloja entre posturas drásticas y contemporizadoras. Al principio, el miedo al mal mayor ha hecho prevalecer las posturas contemporizadoras. Pero, ¿seguirán los países que han hecho sus deberes cediendo al miedo al mal mayor? He ahí la cuestión. Los votantes y la ciudadanía de estos países parecen dar señales de estar hartos y no creo que sus políticos estén dispuestos a contradecirles más allá de ciertos límites. ¿Qué pasaría si esos países cerrasen el grifo a estas ayudas? Sin duda, no hay nadie que pueda contestar a esta pregunta. Pero, a buen seguro, nos encontraríamos en un escenario muy duro y difícil, casi caótico. Sin embargo, por otro lado, poner demasiado dinero bueno en el desagüe es algo que acaba en un desastre aún peor.

Hay un tercer grupo de Estados. Aquellos que no han hecho bien sus deberes pero todavía no ven inminente la necesidad de un rescate. A éstos, la financiación les sale muy cara debido a la alta prima de riego que ve el mercado en ellos. Estos costes y dificultades de financiación se transmiten hacia abajo, con un efecto multiplicador, hasta las empresas y consumidores, haciendo cada vez menos eficientes los esfuerzos que vimos antes para mantener bajos los tipos de interés. Otra vez, ante esto caben dos posturas extremas. La purista dejaría que cada palo aguante su vela y que cada Estado coseche lo que ha sembrado. La contemporizadora hace que algún tipo de organismo internacional, con un fondo dotado en su mayor parte por los países sensatos, haga lo necesario para poner paños calientes a la herida infectada y que la prima de riesgo baje coyunturalmente. La medida usada es, fundamentalmente, la compra de deuda de estos países que se encuentran en la cuerda floja. Por supuesto, con un dinero que se trata que pongan, sobre todo, los países responsables. Los países de la EU del grupo de los que no han hecho sus deberes, sean de los intervenidos o de los que están en la cuerda floja, llegan al colmo de exigir a los responsables los llamados Eurobonos. Viene a ser como si España o Italia emitiesen deuda respaldada por Alemania –o por el conjunto de los países sanos de la UE–, con la prima de riesgo promedio. Esto es, naturalmente un abuso sobre los países responsables, que son tachados de insolidarios si no aceptan. El mundo al revés. Otra vez, el miedo al mal mayor, hace su aparición en esta dialéctica. Así asistimos, asombrados y perplejos, al espectáculo de una especie de juego en el que los tres grupos de países –rescatados, en la cuerda floja y “responsables”– se miran a los ojos y el primero que parpadea, pierde. Pero este juego corre el riesgo de hacer que los que han hecho las cosas mal salgan premiados, mientras que los responsables salgan perjudicados, incentivando así la irresponsabilidad. Este riesgo se ha bautizado con el nombre de riesgo moral.

26 de enero de 2012

Frases 26-I-2012

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Sin ninguna premeditación, sin darme realmente cuenta, , pero también –lo cual agrava la cosa e incluso me resulta todavía incomprensible– sin verdaderos remordimientos, me ausenté de mi fe... No es que haya tenido dudas, o una crisis, o cualquier otra cosa de orden intelectual o espiritual: es sencillamente que, si me es lícito decirlo así, me olvidé de que creía.

Charles du Bos

Charles du Bos escribe esto desde una fe ardiente, pero ardua y dolorosamente recuperada. La fe puede perderse poco a poco, imperceptiblemente, por el camino de la mediocridad, pero su recuperación no es posible desde la mediocridad. Requiere búsqueda, lucha y una enorme honestidad interior.

22 de enero de 2012

Varios profesores de la Universidad Francisco de Vitoria, Nieves Carmona, Beatriz Duarte, Ignacio Temiño y yo mismo, hemos escrito un artículo en el que analizamos la crisis en la que estamos inmersos. Sus causas, los responsables de que se haya producido y la dirección en la que, a nuestro juicio debería buscarse la salida de la misma. Lo publico en este blog en tres partes, de la que esta es la primera.


Anatomía de una crisis I


I. La gestación de la crisis


La primera burbuja


Toda crisis necesita para nacer de una burbuja. O si son varias, mejor. Para ello basta que un número, en principio no demasiado grande, de personas crean que el precio de un determinado bien únicamente puede subir. Da igual que sean tulipanes, empresas .com o pisos. Esas personas comprarán ese activo y, cuando suba, lo venderán, realizando un beneficio. Asombrados de lo fácil que es ganar dinero, repetirán la operación. Pronto, como a un panal de rica miel, otros avispados inversores acudirán a ganar dinero fácil. Como una bola de nieve, poco a poco, se irán añadiendo cada vez más y más inversores y, respondiendo al principio de la profecía autocumplida, el precio del activo subirá como la espuma y con él, los beneficios de los inversores. Muy pronto, los más listos de éstos pensarán que es mucho mejor comprar ese activo a crédito, pidiendo dinero prestado a un banco, que usando su propio dinero. Descubrirán con alborozo una cosa que se llama apalancamiento financiero. Una palanca permite mover un gran peso con poco esfuerzo. Y lo mismo ocurre con el apalancamiento financiero. Con poco –o tal vez con nada– de dinero propio, se pueden comprar varios pisos. Los pisos suben en un año, digamos que un 15%. Si el piso cuesta 100, le pedimos prestado al banco 95 y nosotros ponemos sólo 5. Pasado un año vendemos el piso por 115, pagamos al banco los 95 y algo menos de 5 de intereses, es decir 100, en números redondos. Nos quedan 15 limpios. Hemos puesto 5 y tenemos 15. Hemos triplicado nuestro dinero en un año. Así de fácil. Somos unos genios de las finanzas. El prudente, que se pregunta qué pasará si un día el precio de los pisos baja –a fin de cuentas, todo lo que sube baja, piensa– es tachado inmediatamente de idiota.


Pero para que esta maquinaria funcione bien engrasada, es necesario que los bancos presten dinero con alegría y a tipos de interés barato. Con un poco de suerte, los gobiernos y bancos centrales colaboran en esta maravillosa creación inyectando dinero en el sistema hasta inundarlo y hacer que el dinero, en vez de costar el 5% baje al 3% o, mejor, al 2%. A fin de cuentas, ¿qué gobierno en su sano juicio va a limitar el flujo de dinero cuando todo el mundo sale ganando y está contento? Serían ganas de suicidarse políticamente. Algunos bancos dejan de fijarse en el riesgo del prestatario porque, como todo el mundo sabe, los precios de los pisos no bajan nunca. Al que hasta ahora no le ha importado que le tachen de idiota, le asedian esos bancos para que deje de serlo y participe en la fiesta, como todo el mundo. Al final, claudica. No va a ser el único que no se forra. Hasta los NINJAS (No Incoms, No Job, no Assets, es decir, gente sin ingresos, son trabajo y sin activos, aparte de su casa) reciben créditos. Pero también los probos trabajadores de clase media pueden invertir, si quieren en tres o cuatro pisitos que no van a vivir. Sólo son para comprar y vender. Y, claro, las constructoras y promotoras, en la gloria, haciendo pisos en los que nadie va a vivir. Sólo sirven para invertir en ellos. Ya está montada la primera burbuja.


La segunda burbuja


Ahora le toca al fabricante de automóviles o de tornillos o de lo que sea. Y, por supuesto, a la constructora y la promotora de pisos. Aunque él jamás se comprará un piso para invertir, lo suyo son los coches, también él ha descubierto el apalancamiento financiero y sabe que se saca más rentabilidad a la inversión en la empresa trabajando con dinero del banco. Y claro, hay bancos que también le prestan al fabricante de automóviles hasta el equivalente de tres o cuatro veces el dinero que él pone en el negocio. A fin de cuentas, ¿quién va a dejar de vender coches nunca? Además, yendo todo tan bien como va, cualquiera recibe un crédito para comprarse un buen coche. No un modesto utilitario si no uno con cinco o seis letras después de la marca –GTISL 6 cilindros en V, 24 válvulas– por lo menos. ¿Que cuesta el doble de lo que se gastaría en condiciones normales? Qué importa, todo va a ir bien siempre. Ya llevamos así quince años, ¿no es esto prueba más que suficiente del movimiento continuo? El banco que dice que no a un crédito pierde el cliente, porque siempre hay otro banco que se lo da. Ya tenemos a las familias y las empresas apalancadas hasta las orejas. ¡Y a mucha honra! Todos somos financieros y el prudente es un idiota. Y los bancos centrales, empujados por los gobiernos, inyectando liquidez en el sistema financiero, que se encarga de multiplicarlo por cinco o seis. ¡Y la bicicleta sigue rodando cuesta a abajo! Ya tenemos la segunda burbuja.


Pero antes de pasar a la tercera permítasenos aclarar algo sobre el sistema financiero y la forma en que se multiplica el dinero. En primer lugar conviene decir –y esta vez en serio– que el hecho de que haya una cosa llamada sistema financiero es algo realmente espléndido. Si no existiera, cuando alguien quisiera comprarse un piso –esta vez para vivirlo de verdad, por ejemplo, cuando una nueva pareja se establece por su cuenta– tendría que esperar a ahorrar todo el dinero para, después, comprarse el piso. Es decir, tendrían que resignarse a vivir en la casa de los padres de él o de ella hasta que lo heredasen. Pero gracias a la existencia del sistema financiero, tras ahorrar una parte del precio del piso, digamos un 20 o 30%, pueden obtener un préstamo hipotecario, comprarlo y pagarlo en 20 o 30 años. Ciertamente, en la pre-crisis, se daban préstamos hipotecarios a veces sobre más del 100% del valor del piso y para la 4ª o 5ª vivienda –es decir para la especulación pura– bajo la hipótesis de que los pisos iban a subir siempre. Pero el abuso del sistema no hace malo al sistema, sino a quien abusa de él. Es decir, a quien pide el 110% del valor de un piso y al banco que le da el préstamo.


Por otro lado cuando alguien mete su dinero en cuenta corriente en vez de tenerlo debajo del colchón, considera, con razón, que el saldo positivo de esa cuenta corriente es tan dinero como los billetes. Pero el banco no tiene ese dinero guardado debajo de un ladrillo. Si lo hiciese, no habría préstamos y no habría sistema financiero. La mayor parte de ese dinero –una pequeña parte sí que se queda quieto en el banco– vuelve a la economía real como un préstamo. Digamos que para que alguien se compre un coche. El fabricante de automóviles que recibe el dinero, a su vez, lo mete en su cuenta corriente, y el saldo de esa cuenta corriente es, también, dinero para el fabricante de coches. El dinero inicial casi se ha duplicado. No lo ha hecho del todo porque el banco no ha prestado la totalidad del primer depósito. Este segundo depósito en cuenta corriente, es, a su vez, prestado, en su mayor parte, por ejemplo, al panadero, para que se compre un horno. Y el fabricante de hornos lo ingresa también en la cuenta corriente de su banco y ese tercer depósito es también dinero. El proceso puede repetirse indefinidamente. Si no fuese porque el sistema bancario (o sistema financiero) siempre deja sin prestar una pequeña parte de cada nuevo depósito, el dinero inicial se multiplicaría hasta el infinito. Pero como existe esta pequeña retención, el depósito inicial de, digamos de 20.000€ se convierte, tras dar muchas vueltas, en, pongamos 400.000€. Y cada uno de esos 400.000€ es tan dinero como cada uno de los 20.000€ que iniciaron el proceso. Es decir, el dinero se ha multiplicado por 20 en el sistema financiero. Esto no presenta mayor problema. Las autoridades monetarias, los bancos centrales (El BCE en Europa, la FED en estados Unidos, etc) miden ese cieficiente multiplicador y, si quieren que en el sistema haya, por ejemplo, 100.000€ más, saben que deben inyectar 5.000€. Y, a sensu contrario, si quieren reducir la masa monetaria en 100.000€, les basta con detraer del sistema 5.000€. Así regulan la masa monetaria. O al menos, así debieran regularla porque, como hemos visto al hablar de la primera burbuja, en los últimos diez o quince años no han hecho otra cosa que inyectar dinero, creando sobreabundancia de él, para mantener los tipos de interés bajos y que el crédito fluyese a raudales por la economía. Y... ayudando también activamente a la aparición de la primera y la segunda burbuja.


La tercera burbuja


Pero pasemos a la tercera burbuja. Eso de que el dinero esté barato tiene un pequeño inconveniente: Con los tipos de interés tan bajos, cuando alguien quiere invertir sus ahorros con liquidez y sin riesgo, le dan muy poca rentabilidad. Y, ya puestos a pedir, por qué no pedir la luna. Vamos a un banco y le pedimos que nos dé una buena oportunidad de inversión de esos ahorros. Eso sí, sin riesgo, que son los ahorros de una vida de trabajo. Posiblemente el banco nos diga que alta rentabilidad, liquidez y bajo riesgo son cosas incompatibles. Debe ser –pensamos– porque el banco que nos dice eso no tiene gente competente. Pero ya nos ocupamos de buscar un banco que sí que la tenga. Gente que haya estudiado un buen MBA en una escuela de negocios buena de verdad. Gente con cerebro. Auténticos BRAINS (BRilliant Acknowlwdged Intelligence, No Scrupules). Y, en seguida nos diseñan un producto financiero verdaderamente ingenioso que cumpla con la cuadratura del círculo que pedimos. La receta es fácil. Se toma un buen paquete de esos préstamos hipotecarios dados a los NINJAS, se mezclan con otros, regulares y buenos, en proporción áurea, se rompen en trocitos de 1.000€, usted pone sus ahorros, digamos 100.000€, ese banco lleno de BRAINS le da un crédito de otros 400.000€ y con esos 500.000€ usted compra 500 trocitos. Sin saberlo es usted ya un gran financiero que ha participado en una titulización apalancada. Además el nombre que le dan esos BRAINS a su inversión es fantástico. Usted ha invertido en un ABS (Asset Backed Securuty) o en un CDO (Collateralised Debt Obligation) o en un SIV (Special Investment Vehicle). ¿No es impresionante? Puede presumir con sus amigos de su inversión. Muchos de ellos, admirados de su ingenio, le piden que les ponga en contacto con quien le ha proporcionado ese chollo. Pero antes le preguntan astutamente: ¿Seguro que no tiene riesgo? Ninguno, responde usted sin temor. Este producto financiero está basado en un modelo matemático, desarrollado por gente muy preparada, y las probabilidades de que falle son despreciables. Las agencias de rating, Standard & Poors, Moody`s, etc., lo han calificado con AAA. La mejor nota. Matrícula de honor. Naturalmente este alarde de conocimientos deslumbra a sus amigos que corren a suscribir tan magnífico producto de inversión. Y no sólo invierten en él usted y sus amigos, sino hasta los fondos de pensiones, las aseguradoras, los ayuntamientos y gobiernos de todo el mundo también lo hacen. Hasta incluso muchos bancos. Así que usted está tranquilo y satisfecho. No se puede equivocar todo el mundo.


Este tipo de productos financieros lo suelen cocinar los llamados Investment Banks. A diferencia de los bancos comerciales, que se dedican a captar depósitos y, con ese dinero, conceder créditos, entre las actividades de los Investment Banks está diseñar este tipo de productos sofisticados. Curiosamente, en la pre-crisis, mientras las operaciones de los bancos comerciales estaban sometidas a una supervisión muy meticulosa por parte de los supervisores bancarios, éstos parecían mirar para otro lado cuando analizaban las sofisticadas operaciones de los Investment Banks. Ya está lista la tercera burbuja. Pero también ahora, antes de pasar a la cuarta burbuja debemos hacer una puntualización sobre las titulizaciones.


Una titulización de hipotecas puede ser algo financieramente muy sano. Tanto como lo sean las hipotecas que se titulizan y tanto más cuanto menos apalancada esté la compra de los títulos. Si se titulizan hipotecas de alta calidad y quien compra los títulos lo hace sin crédito, la titulización será francamente segura y puede, realmente, tener una calificación AAA. Pero si en ella se empiezan a mezclar NINJAS y cosas por el estilo para aumentar su rentabilidad y, además, se apalanca su compra, estaremos jugando a la ruleta rusa aunque Standard & Poors o Moody`s nos digan que tienen AAA. Ahora bien, una titulización así, la que sólo tiene hipotecas buenas, sería muy segura, pero daría muy baja rentabilidad, ya que a los prestatarios de hipotecas buenas se les cobra un bajo tipo de interés y, además, al no estar apalancada, la rentabilidad no se multiplica. Pero, en una situación boyante como en la que se está antes de toda crisis, ¿a quién le interesa invertir en una titulización de tan baja rentabilidad por buena que sea? Sólo a los excesivamente prudentes, es decir, a los idiotas y pájaros de mal agüero que ven fantasmas en todas partes. No al gran financiero que hemos llegado a ser.


La cuarta y última burbuja


Y vamos a la cuarta y última burbuja. Los gobiernos saben que a todos nos gusta el Estado del bienestar, es decir, que el Estado nos de servicios gratis. Bueno, gratis no, porque en esta vida no hay comida gratis. El dinero del Estado no es más que el que los ciudadanos que lo forman le dan vía impuestos. Y a los ciudadanos no nos gusta pagar impuestos. Pero para que los impuestos sean bajos, el Estado tiene que gastar poco. O, dicho de mejor manera, el Estado debería ser lo más austero y esbelto posible para no tener que pedir muchos impuestos a sus ciudadanos. Es evidente que hay actividades que sólo puede llevar a cabo el Estado, como la defensa nacional, la policía y algunas cosas más. La sociedad civil debe decidir qué otros servicios, además de éstos, quiere que el Estado financie a los ciudadanos con el dinero que obtenga de ellos a través de los impuestos. Por ejemplo, la sanidad, la educación, la jubilación, el seguro de desempleo, etc. Conviene aclarar que el hecho de que el Estado financie determinados servicios a los ciudadanos no significa que necesariamente los tenga que prestar él mismo. Por ejemplo, la sociedad civil puede decidir que el Estado financie la educación. Pero eso no quiere decir que tenga que ser el propietario de las escuelas, colegios o universidades. Puede dar a los ciudadanos el dinero para sus estudios, permitiéndoles que ellos elijan la oferta de formación que más les convengan entre las ofrecidas por escuelas o universidades privadas. En la medida en que los impuestos sean más progresivos y los servicios financiados más amplios, esta fiscalidad supondrá una redistribución de la renta. También la sociedad civil debe determinar en que medida quiere que se produzca esta redistribución de la renta.


Hasta aquí, la teoría. Pero en la práctica, el ciudadano medio no establece una relación directa e inmediata entre los impuestos que paga y los servicios que le financia el Estado. Por tanto, tiende a pedir que los servicios financiados sean los máximos posibles y, al mismo tiempo, que los impuestos que se le exijan sean los mínimos. Por otro lado, una vez que el ciudadano elige en las urnas a un partido u otro, se desentiende bastante de su gestión y deja a los políticos manos libres. A los gobernantes les gusta parecer dadivosos haciendo que los servicios financiados por el Estado que administran sean lo más grandes posible. Esto adormece el espíritu crítico de los gobernados, que se arrojan acríticamente en brazos de papá Estado. Y, cuando el espíritu crítico de los ciudadanos se debilita, lo hace también la sociedad civil, hasta convertirse en la sociedad servil. Esto les encanta a los políticos que gobiernan el Estado paternal huperprotector, ya que les da poder e influencia, porque les permite administrar el dinero según su criterio e ideología, es decir, a sus amigos. Esta coincidencia de intereses entre el ciudadano acomodaticio y el papá Estado suele degenerar en una espiral que desemboca en el Estado del Bienestar. Es bastante normal que, con el tiempo, el Estado del Bienestar se descontrole y se convierta en una espiral de exigencias de los administrados, satisfechas generosamente por los gobernantes. Aún en el caso de que éstos últimos administren el dinero con su mejor voluntad, es muy dudoso que, salvo para aquellos servicios de clara necesidad, el dinero que detraen del bolsillo de los contribuyentes por los impuestos acabe gastándose en lo que ellos se lo gastarían si no saliese de sus bolsillos. Esto disminuye la eficiencia de la sociedad en la asignación de los recursos a la economía. Si además, como suele ser corriente, los gobernantes administran el dinero público con fines partidistas, clientelistas o ideológicos, la pérdida de eficiencia de la sociedad se acentúa aún más. En última instancia, un Estado del Bienestar demasiado inflado y gordo, desincentiva el espíritu de iniciativa, de esfuerzo y de sacrificio de los ciudadanos. Quieremos dejar constancia de que no estamos en contra del Estado del Bienestar, sino de un Estado del Bienestar convertido en un becerro de oro sagrado, intocable y ávido que se convierte en un agujero negro que devora todo lo que le rodea hasta crear un inmenso vacío a su alrededor.


Por el lado de los impuestos también se producen discrepancias entre la teoría y la práctica. Por un lado, a los ciudadanos, que como se ha dicho antes acaban por perder de vista la relación inmediata entre impuestos y servicios financiados por el Estado, les molestan los impuestos. Pero además, los excesivos impuestos, desincentivan el espíritu de trabajo. ¿Para qué voy a trabajar más si el Estado se va a llevar una parte demasiado importante de mis ingresos?, piensa el ciudadano cuando se siente esquilmado por unos impuestos excesivos. Efectivamente, si la tasa impositiva fuese del 0%, es evidente que el Estado no recaudaría nada. Pero no es menos evidente que si la tasa fuese del 100% tampoco el Estado recaudaría nada por la sencilla razón de que nadie trabajaría. Entre estas dos perogrulladas se encierra una verdad incuestionable. Hay una tasa impositiva –aunque no sepamos donde está y sea distinta para cada ciudadano– por encima de la cual el Estado no recauda más, sino menos. Este principio, conocido ya en el siglo XIV, fue resucitado por el economista americano Arthur Laffer.


Desde hace varias décadas, casi todos los Estados del mundo desarrollado, en mayor o menor medida se han visto atrapados en esta pinza. Una carrera por dar a los ciudadanos más servicios “gratuitos” y otra para no subir demasiado los impuestos, por lo impopular que resulta y por el miedo a superar ese umbral en el que la recaudación empieza a bajar. La consecuencia es que la mayoría de los Estados llevan décadas gastando más de lo que ingresan, al mismo tiempo que acostumbran a sus ciudadanos a una actitud acomodaticia que es benévola cuando se les da el bienestar al que se les tiene acostumbrados, pero que puede volverse extremadamente violenta si se les suprimen algunos aspectos de ese bienestar. Pero no importa. Para eso está el crédito abundante y barato. Si gastamos más de lo que ingresamos, se piden préstamos a los bancos o a los mismos ciudadanos. Pueden ser nuestros bancos y nuestros ciudadanos o los bancos y ciudadanos de otros países. A nadie en su sano juicio, cuando piensa en su economía doméstica, se le ocurre que puede gastar más de lo que gana de forma indefinida. Pero, por algún motivo de difícil comprensión, al menos para nosotros, los Estados han pensado que lo que no puede hacerse en las economías domésticas, es factible en las economías estatales. Y los déficits se han venido acumulando durante decenios, financiándose con deuda que ha llegado a adquirir proporciones inauditas, superiores en muchos casos al Producto Interior Bruto (PIB), es decir, lo que ganan todos los ciudadanos –personas físicas y jurídicas– juntos durante un año. He aquí la cuarta burbuja.

19 de enero de 2012

Frases 19-I-2012

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Creo que en el último día, las cenizas, levantadas por el Espíritu, obedecerán a las órdenes de reencontrarse por sí mismas. Y volverás a ver a tu hija cogiendo cerezas y capuchinas; y a tu hijo leyendo un periódico en el jardín, donde está tendida la ropa; y a tu joven mujer, cuya mejilla está dulce como la mañana.

Francis Jammes. Hojas en el viento.

17 de enero de 2012

Mi Cristo roto 4

Tomás Alfaro Drake


A raíz de una frase de la lección del Papa sobre santa Teresa de Ávila que dice. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida, he querido empezar a enviar por partes cuatro historias recopiladas en un librito llamado “Mi Cristo roto”.

En Buenos Aires, en la parroquia del Pilar, encontré un brevísimo libro editado por Caritas bajo el nombre de “Mi Cristo roto”. En la portada aparecía la foto de un Cristo crucificado al que le faltaba la cruz, la pierna y el brazo derechos y tenía la cara cortada, como si se le hubiese dado un tajo desde encima de las cejas hasta debajo de la barbilla. El autor es un sacerdote jesuita, Ramón Cué. Por el texto, desprende que tuvo, en algún momento que no recuerdo, un programa religioso en TVE. Lo compré inmediatamente y dediqué la siguiente media hora a leerlo en un banco de la plaza de la recoleta. Me emocionó muchísimo y decidí copiarlo. Aquí está la cuarte y última historia que lo forman.

MI CRISTO ROTO

4º ¿Quién te partió la cara?

Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en los labios trémulos por el odio de un hombre a otro hombre: ¡Mira que te parto la cara!, y siempre pensé que les cegaba la ira, en su imposible y loco desafío. Todo suele quedar en un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en ti se ha cumplido, literalmente, la brutal amenaza. Te han partido la cara, de arriba a abajo, en un solo tajo.

Yo se la hubiera restaurado lo primero de todo. Pero Él me lo prohibió. Por eso me dedico, en un juego de mi fantasía y de mi cariño, a restaurársela idealmente, colocando sobre su cabeza sin facciones, las caras que para Cristo ha soñado el arte universal. Consumo en este juego ratos y ratos. Museos, colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas, todo va pasando por el tajo de su cara en un desfile lento y sabroso.

Me siento Velázquez o Juan de Mesa, con un patetismo barroco. O Montáñez, en olímpica belleza. O Fra Angélico: ¡qué dulcísimo rostro! O Leonardo, de infinita tristeza. Corro al Greco. ¡Cómo ruedan temblorosas las lágrimas del expolio! Ratos. No acabo nunca.

Pero desde hace unos días he tenido que renunciar también al consuelo de este juego. Mi Cristo roto es terrible en sus exigencias; no concede treguas. Y me lo ha prohibido también. Yo creía, al principio, que le gustaba. Al menos lo toleraba silencioso. Hasta que un día no pudo aguantar más y me interrumpió severamente:

-¡Basta...! No me pongas ya más caras. He tolerado tu juego demasiado tiempo. No acabarás de comprenderme. No me pongas más esas caras que pides de limosna al arte de los hombres. Quiero estar así. Sin cara. Prometiste que jamás me restaurarías.
-Y lo sigo prometiendo, Señor –le contesté confuso y sincero.
-A no ser que quieras ensayar otro juego... Ponerme otras caras... Esas sí las aceptaría.
-¿Cuáles, Señor...?, te las pondré en seguida.
-No lo creo... Te conozco.
-¿Por qué no...? Dime qué caras y te las pongo.
-Temo que no lo entiendas. Incluso que te escandalices como los fariseos.
-Pondré todo mi esfuerzo en comprenderlo. Dímelo. ¿A qué caras te refieres?
-A otras... Pero reales, no fingidas como las que inventabas, y que son también mías, como la que me cortaron de un tajo.
-¡Ah...! Ya creo adivinar, Señor. ¿A que te refieres a las caras de los santos, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes...?
-¿Ves como no aciertas? No das una –sonrió mi Cristo tristemente. Esas caras, es verdad, son mías. Pero ya las tengo. Nadie me las niega ni me las regatea. Yo quiero otras caras, las reclamo. Muy pocos se atreverían a ponérmelas.
-Yo sí... Anda...¡Dímelas!
-Bueno... tú lo has pedido. Después no te quejes.

Hizo un descanso como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Dudó. Me pareció que se volvía atrás. Yo estaba asustado. Le tuve miedo a Cristo. Pero no había remedio. Me preguntaba:

-Oye, ¿no tienes por ahí un retrato de tu enemigo...? ¿De ese que te envidia y no te deja vivir...? ¿Del que interpreta mal, por sistema, todas tus cosas? ¿Del que siempre, por todas partes, va hablando mal de ti...? ¿Del que te arruinó...? ¿Del que dio malos y decisivos informes sobre ti...? ¿Del traidor que te puso una zancadilla...? ¿Del que logró echarte del puesto que tenías...? ¿Del que metió en la cárcel a tu hermano...? ¿Del que se aprovechó de la guerra y mató a tu padre...?
-Cristo... no sigas...
-No lo ves... Ya te previne... Es demasiado, ¿verdad...?
-Es inhumano, es absurdo... Pero no me hagas caso. ¡Sigue, sigue hablando!
-Bueno... ¿Te has fijado bien en las caras de los leprosos... de los anormales... de los idiotizados... de los mendigos sucios... de los imbéciles... de los locos... de los que se babean...?
-¿Y qué me vas a decir, Cristo, que esas caras son tuyas...? ¿Y que te las ponga...?
-¡Naturalmente...!, y me las vas a poner.
-¡Imposible...!
-Espera. No acabé aún. Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del criminal, del traidor, de la prostituta, del vicioso...

Yo callaba. Imposible contestar.

-¿No has oído...? Necesito que me pongas todas esas caras sobre mi cara.
-No sé, Señor, no entiendo nada... ¿Esas caras sobre tu cara...?
-Sí, sobre la mía. ¿Y te extraña que los tolere y los quiera sobre mi cara...? ¿Pero no ves que los llevo en mi corazón que es más, infinitamente más, que llevarlos sobre mi cara? ¿No ves que yo he dado por todos la vida? Por todos, ¿oyes?, Por todos. Mira, ahora vas a comprender un poco lo que fue la Redención. ¡Escucha! Yo me hice responsable, voluntariamente, de todos los pecados, lacras y degeneraciones de toda la humanidad, a lo largo de toda su historia. Todo pesaba sobre mí: Mi Padre se asomó, desde el cielo, para verme. Él, que se mira siempre en mis ojos. Yo soy el espejo en que se contempla mi Padre. Soy su rostro. Dios no tiene cara visible. Soy la cara visible de Dios. Se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse en mi rostro. Clavó sus ojos en mí y su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro vio, superpuestas sucesiva y vertiginosamente, las caras de todos, absolutamente de todos los hombres. En mi cara estaban todas las caras. Y así, quedé sin cara. Mi Padre, desde el cielo, durante aquellas tres horas de mi agonía en la cruz, estuvo contemplando sobre mi cara el desfile trágico de todas las caras. ¡Era horrible! Pero mientas tanto yo decía: Padre, perdónalos, no saben lo que hacen. Y mi Padre los perdonaba. Mi Padre no los condenaba. Los amaba porque estaban sobre m cara... porque yo daba por ellos la cara… porque ellos eran, entonces, mi cara. No era yo solo el que estaba en la cruz, ni moría solo: Todos os apretabais en mí y todos moríais conmigo. Yo tenía innumerables rostros... Infinitas caras... Nunca por una pantalla ha pasado un desfile tan repugnante, tan grosero y pervertido.

Mi padre no quitaba los ojos de mi cara. Vio pasar la del soberbio, la del sectario maquinando la destrucción de Dios... la del asesino, fría, calculadora, repulsiva... caras de checa... de presidios... de campos de concentración... caras de prostíbulos... bocas apestosas de blasfemias... labios repugnantes, con babas... ojeras hundidas, marcadas a fuego de lujuria... pupilas obnubiladas y viscosas de los drogados y aliento inaguantable a vino fermentado en los borrachos... narices curvas de aves de presa en los ladrones, los avaros... Palidez de madrugada sórdida en el vicio... Turbadoras miradas de perversión... de complejos psicológicos... de misteriosas y subterráneas anormalidades... Yo sentí pasar sobre mi boca crucificada, el cigarrillo del opio; el vaso de whisky; la droga; el veneno; el vómito; el pus; la agonía; la muerte... Qué ridículo el arte de los hombres... Qué insondable el amor de Dios...

Mi Cristo enmudeció desde entonces. Me había dado la suprema y más difícil lección y no ha vuelto a hablarme más.

No olvidéis nunca, amigos, esta superficie lisa y monda de su rostro tajado verticalmente. Es una pantalla de protección ante su Padre. Es un portarretratos vacío. Pero ya conocemos su uso. Ahí, amigo, tienes un rostro de hermano al que no puedes ver... ¡Lo odias...! ¿Te causó daño? ¿Te lo sigue haciendo? ¿No consigues perdonarlo...? ¡Anda...! Sé valiente. Coge esa cara antipática y repugnante de tu enemigo... acércala a Cristo aunque te tiemble la mano... aunque se te rebele encabritado tu amor propio... Anda... Acerca más esa cara... Júntala a la de Cristo en la Cruz...Que queden superpuestas... facciones sobre facciones... ¡Mira... Cristo está en la cruz con la cara de tu enemigo...! Cierra los ojos... Entreabre los labios... Acércalos a los pies de Cristo y bésalos... Y besarás a un Cristo que tiene la cara de tu enemigo.

Ya no lo odias... Te envuelve musical y acariciadora una voz eterna... Amaos los unos a los otros como yo os he amado... Y sentirás que en tu corazón, sin odios ni rencores, empieza a despertarse el amor.

12 de enero de 2012

Frases 12-I-2012

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


El mejor apoyo de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, no nos dará piedras. Al margen incluso de toda creencia religiosa explícita, cuantas veces un ser humano realiza un esfuerzo de atención con el único propósito de hacerse más capaz de captar la verdad, adquiere esa mayor capacidad, aun cuando su esfuerzo no produzca ningún fruto visible. Un cuento esquimal explica así el origen e la luz: «El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó». Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la luz, el deseo de luz produce luz. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará el alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer.

Simone Weil; la pesanteur et la gràce.

9 de enero de 2012

Mi Cristo roto 3

Tomás Alfaro Drake

A raíz de una frase de la lección del Papa sobre santa Teresa de Ávila que dice. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida, he querido empezar a enviar por partes cuatro historias recopiladas en un librito llamado “Mi Cristo roto”.

En Buenos Aires, en la parroquia del Pilar, encontré un brevísimo libro editado por Caritas bajo el nombre de “Mi Cristo roto”. En la portada aparecía la foto de un Cristo crucificado al que le faltaba la cruz, la pierna y el brazo derechos y tenía la cara cortada, como si se le hubiese dado un tajo desde encima de las cejas hasta debajo de la barbilla. El autor es un sacerdote jesuita, Ramón Cué. Por el texto, desprende que tuvo, en algún momento que no recuerdo, un programa religioso en TVE. Lo compré inmediatamente y dediqué la siguiente media hora a leerlo en un banco de la plaza de la recoleta. Me emocionó muchísimo y decidí copiarlo. Aquí está la tercera de las cuatro historias que lo forman.

MI CRISTO ROTO

3º Se ha perdido una cruz.

Voy a aprovechar esta noche mi actuación en la televisión española para lanzar un anuncio. Buena ocasión puesto que cuento con varios millones de televidentes. Un anuncio breve y no comercial. Atención, señores, se ha perdido una cruz y no se da con ella. ¿La habrá encontrado, tal vez, alguno de vosotros...? Es la de mi Cristo roto. No la localizamos. El lo sabrá pero no me contesta... ¡Como es mudo...!

El anticuario de Sevilla que me lo vendió tampoco ofrece ninguna pista ni rastro. Yo quisiera devolverle su cruz, porque aguantar en la cruz sin cruz, debe ser doble tormento doloroso. Por eso, amigos, os pido ayuda. Se ha perdido una cruz... ¿Alguno de vosotros ha encontrado una cruz? ¿Queréis las señas...? ¿El tamaño...? Pues ya lo veis. No muy grande. Unos noventa por sesenta centímetros. No muy grande, pero es una cruz y no hay cruz pequeña. Además, es una cruz para Cristo y entonces no hay modo de medirla. Con estas señas basta porque, en definitiva, todas las cruces son iguales. Perdonad, pues, mi insistencia. Amigos, ¿alguno de vosotros ha encontrado una cruz...? ¿O sabéis de alguien, vecino, pariente, amigo, que la haya encontrado...?

Sí... ya sé que os estáis contestando todos: ¡Qué cosas pregunta usted! ¿Qué si no hemos encontrado una cruz...? ¿Una sola...? ¡Hemos encontrado tantas cruces...!

Y todos, es verdad, tenéis toda la razón. Por eso ahora pregunto al revés: ¿Quién de vosotros, amigos, quién de nosotros, no ha encontrado una cruz...? Mejor dicho, ¿quién no tiene una cruz...? Es un derecho de propiedad irrenunciable que se está ejerciendo siempre. Con esta personalísima propiedad privada no puede ni el comunismo. Todo comunista tiene su propia cruz, inalienable. Imposible socializarla y todos la llevamos a cuestas, aunque no se ve. Aunque sonriamos. A veces, por oculta, más pesada. La mía no la veis tampoco. Me veis a mí, multiplicado en todas las pantallas receptoras, pero no veis mi cruz... ¡la tengo! Aunque no extienda los brazos en forma de cruz, aunque no salga por detrás de mis hombros. Yo me la sé. Y vosotros, la vuestra.

Todos trabajan pero, todos, tienen y trabajan con ella, una cruz: su cruz. Los dos cámaras... el que vigila, alerta, la jirafa de sonido, el que se encarga de los focos, el regidor que me hace señas e indicaciones y tiene una cruz. Todos, estamos todos, trabajando con nuestra cruz a cuestas. Pero entonces, ¿esto qué es? ¿Un estudio de televisión española en Madrid, o una escena fantástica de una eterna Pasión...?

Y con la vuestra, también a cuestas, estáis contemplando vosotros este programa en donde estéis: en casa, en la del vecino, en el bar. ¿Para qué vinisteis con la cruz a ver la televisión?

Nos persigue hasta la silla, la butaca, la cámara. Esta noche, al acostarnos, no podemos dejarla colgada en la percha. Y al levantarnos mañana, no será necesario vestirnos la cruz. Saltaremos de la cama con ella ya puesta. A la entrada de nuestro trabajo dejaremos apartado el coche, la moto, la bici. ¡Ojalá pudiéramos todos los días, también, dejar unas horas aparcada nuestra cruz! Para las cruces no hay problemas de aparcamiento. No ocupan sitio, aunque ocupen y absorban una vida entera.

¿Que quién ha encontrado una cruz? Todos... Buenos y malos... Santos y criminales... Sanos y enfermos. Ni siquiera respeta los partidos políticos por opuestos que sean. Ni a los que parecen desafiar al dolor con las carcajadas y juergas de su vida. Esa pobre prostituta que a estas horas, repintada y aburrida, espera sentada en la barra de la cafetería o arrimada a la esquina estratégica, lleva encima una pavorosa cruz a cuestas. Pesa tanto que se apoya recostándose en la esquina. Una cruz que pesa más de lo que sospechábamos. Y el que se acerca a ella buscando el placer, lo hace por huir de otra cruz. Con sus respectivas cruces a cuestas, hablan los dos, se arreglan, al fin, los dos. Y allá van los dos, por la calle adelante con prisa los dos y con la cruz acuestas los dos. Y cuando regresan, cuando ya han tratado de aplacar su hambre de felicidad, sienten, defraudados, que han aumentado su cruz. Es mayor, en ella, el asco y el envilecimiento; en él, la desilusión. ¡Bah! No merecía la pena. Para volver a surgir mañana, otra vez, la cruz del deseo en él. Y en ella, dentro de un rato, otra vez, el asco y el cansancio. Y siempre con la cruz a cuestas.

Una vez, en Nueva York, yo tuve una pesadilla terrible. Como en una película de Ingmar Bergman. Acababa de pasar unos días en Nueva York abrumado y ahogado por las masas verticales de sus rascacielos y esa noche soñé con una fantástica ciudad, con un Nueva York centuplicado, donde los rascacielos se abrían arriba en forma de cruz, y cuyas paredes e infinitas ventanas, iluminadas por dentro, de noche, se partían en forma de cruz, para enseñarme en cada uno de los pequeños huecos, un hombre crucificado. ¡Qué angustiosa pesadilla la de aquella noche, atravesando en sueños las calles trágicamente silenciosas y vacías, bajo la mirada lacerante de infinitos hombres crucificados en las ventanas de los rascacielos crucíferos y arrastrando yo, único caminante, mi cruz, que rechinaba en el asfalto por las interminables calles solitarias!

¿Y no es verdad...? Toda ciudad, en definitiva, es un bosque, una selva, una colmena de cruces. ¿Y sabes, amigo, por qué a veces nuestra cruz resulta intolerable? ¿Sabes por qué llega a convertirse en desesperación y suicidio...? Porque entonces, nuestra cruz, es una cruz sola. Una cruz sin Cristo. La cruz sólo se puede tolerar cuando lleva un Cristo ente sus brazos. Una cruz laica, sin sangre ni amor a Dios, es absurdo aguantarla. No tiene sentido, te lo concedo.

Por eso, amigo, se me ocurre una idea: Yo tengo un Cristo sin cruz, míralo... Y tú tienes, tal vez, una cruz sin Cristo. Esa que tú sabes. Los dos estáis incompletos. Mi Cristo no descansa porque le falta su cruz. Tú no resistes tu cruz porque te falta Cristo. Un Cristo sin cruz... Una cruz sin Cristo... ¿Por qué no los juntamos y los completamos? ¿Por qué no le das esta noche tu cruz vacía a Cristo? Saldremos ganando, ya lo verás. Tú tienes una cruz sola... vacía... helada... negra... pavorosa... sin sentido... Una cruz sin Cristo. Te comprendo, sufrir así es irracional. No me explico cómo has podido tolerarla tanto tiempo. Tienes el remedio en tus manos. ¡Anda, dame esa cruz tuya! ¡Acércala más! Yo te doy, en cambio, este Cristo sin reposo y sin cruz. ¡Tómalo! ¡Te lo acerco! ¿Lo estás viendo? Es tuyo, multiplicado prodigiosamente en todas las pantallas de televisión... ¡Dale tu cruz! ¡Toma mi Cristo! ¡Júntalos! ¡Clávalos! ¡Abrázalos! ¡Bésalos! Y todo habrá cambiado. Mi Cristo roto descansa en tu cruz. Tu cruz se ablanda con mi Cristo en ella.

Empecé dando un aviso: Se ha perdido una cruz. Lo retiro. Ya no hace falta, Hemos encontrado una cruz, la nuestra, que resulta ser la de Cristo.