31 de octubre de 2010

El Camino de Sheldon Vanauken hacia la luz II

Tomás Alfaro Drake

La semana pasada indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 2ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


Primeros pasos

Una noche de insomnio, en la cubierta de un barco en aguas tropicales, frente a una reluciente luna que extendía su luz desde mis pies al horizonte, me encontré desgranando una serie peligrosa de pensamientos: qué raro (el pensamiento vuela) que gente tan inteligente en otras materias, como T.S. Elliot, el gran poeta, y Eddington, el famoso físico, y Dorothy Sayers, una novelista y ensayista de ingenio tan cáustico y de tan aguda inteligencia, qué raro que, al parecer crean de verdad en este cristianismo que yo viví en mis años jóvenes. ¿Es que habría algo más que yo no vi? No, claro que no. Aún así, sigue siendo extraño. Me pregunto cómo es posible que lo crean. Ahí hay algo. ¿Sería que yo, posiblemente, debiera adoptar otra perspectiva alguna vez? No, por supuesto que no. ¡Imposible! De todas formas, se supone que uno debe tener la honradez intelectual de escuchar a la otra parte. Evidentemente no es verdadero, pero, ¡cielos!, no me hará daño comprobarlo. Sí, eso haré, algún día.

Al día siguiente, aunque no me había echado atrás en mi resolución, pensé con una pizca de desgana que iba a ser un trabajo muy aburrido y, total, ¿para qué? Sólo por honestidad intelectual. ¿Quién me había metido esa idea en la cabeza? Naturalmente, el cristianismo no era verdad: era precisamente increíble, y eran horribles casi todos los cristianos. A todas luces no fue posible un segundo acercamiento ni por aquel entonces, ni por mucho tiempo. No obstante, nunca lo olvidé del todo; puede que Alguien a mi lado viera que no podía olvidarlo.

Pero estaba ocupado con cosas “importantes”, estudiando historia en el Postgrado de Yale y dando algunas clases. Me preocupaba esa tendencia en tantas partes del mundo a erigir el estado, o el estado enmascarado de “pueblo”, o la comunidad, o la organización, en un monstruo sin alma al que se le concedía mayor importancia que a los individuos que lo conformaban. Caí en la cuenta de que la Iglesia Cristiana proclamaba con fuerza la prioridad del individuo y, de un modo vago, la vi como una aliada. Al mismo tiempo, mi interés por la historia y la lengua me llevaron a asistir ocasionalmente a la iglesia anglicana, de la que era miembro nominal, sólo por escuchar aquel lenguaje, antiguo y encantador, de la liturgia: puede que, a pesar de todo, algo me calara. Una vez, de hecho, no sé para qué, participé en el sacramento y si, como creen las iglesias apostólicas, la Eucaristía es un filón de gracia, mi acción pudo tener un efecto incalculable. Pero, en realidad, no era creyente, ni cristiano.

El siguiente influjo me vino por el lugar: Inglaterra y Oxford. En esta antigua universidad, madura por la fuerte vida intelectual de todo un milenio, muchas cosas que en la ajetreada vida académica americana parecen anacronismos (la toga y el birrete, las agujas góticas, las inscripciones latinas, las ideas clásicas griegas), parecen estar en la esencia. En esta ciudad de agujas de ensueño, la Universidad, a pesar de sus modernos laboratorios, aún respira los “últimos” encantos medievales. Aquella pared que fue parte de una gran abadía; los enormes y maravillosos edificios que forman el claustro de una facultad, construidos por los benedictinos; el angosto pasadizo donde se compraban infusiones se había llamado durante siglos “entrada de los frailes”; los colegios universitarios se llamaban cosas como “Iglesia de Cristo”, “María Magdalena”, “Jesús”, “Corpus Christi” y desde ellos, así como desde medio centenar de iglesias, el repique de las campanas lanzaba su delicioso clamor por toda la ciudad. En un instante volvían a la realidad los siglos de fe, en los que la gente creía de veras, cuando las agujas les hacían levantar los ojos a Dios. Las enormes campanas hablaban aún de una fe inquebrantable (en tanto que los débiles carilloncitos de las iglesias modernas americanas sugieren una fe endeble). Había visto montones de iglesias sin belleza alguna y oído himnos sentimentaloides; y estaba harto de clichés religiosos. Pero ahora sabía que también existía un esplendor impresionante en las agujas y las catedrales, y en las vidrieras antiguas, en la música del canto llano y en las Misas, y en el augusto lenguaje de la liturgia. Cierto: aquel esplendor no garantizaba la verdad del cristianismo; pero tampoco aquellas iglesias espantosas e insulsas implicaban lo contrario. Y... yo, quizá sentía vagamente que el esplendor sugería un valor.

En todo caso, una mañana, volviendo por un prado a Oxford, al oír el repiqueteo de las campanas mientras contemplaba a la caída del sol la asombrosa altura de las puntas de “La Virgen Santa María”, pensé (o Alguien me lo susurró al oído) que, tal vez, ya era hora de aquella revisión tanto tiempo pospuesta. No me resistí. Decidí meterme inmediatamente en la cuestión del cristianismo. Incluso me detuve ante una librería y llegué tarde al té con un cargamento de libros bajo el brazo.

Fueron medio centenar de libros los de aquel otoño-invierno. Me captó desde el principio y me olvidé de todo lo demás, aunque primero se trató de un estudio interesante, no de algo que pudiera convertirse en “verdadero” y me obligara a dar otro curso a mi vida. Afortunadamente lo primero que leí (porque me pareció lo más fácil) fue una trilogía de ciencia-ficción, Out of the Silent Planet; (Fuera del planeta silencioso); Perelandra; That Hideous Strength (Esa fuerza repugnante) de un catedrático de Oxford, C.S. Lewis. Tuvo la virtud de mostrarme cómo el Dios cristiano podía, cosa bastante razonable después de todo, abarcar las estrellas y la nebulosa helicoidal; no suponía una prueba, pero, de hecho, el comprobar que el cristianismo no era una religión meramente “local” de la tierra, venció una dificultad insuperable para mí. G.K. Chesterton, con mucho ingenio y sin ninguna ostentación, exponía un lúcido y persuasivo caso del hombre cristiano (El hombre eterno, etc). Charles Williams, teólogo y novelista, me abrió esferas del espíritu cuya existencia ignoraba; aludía a que la visión que Dios tiene de la historia puede, y es más que probable, ser diversa de la del hombre (The Descent of the Dove; The Place of the Lion; All Hallows’ Eve; Descent into Hell). Graham Green enseñaba, de un modo terrible, qué era el pecado, y qué la fe (El meollo del asunto, El final de la aventura). Dorothy Sayers (Credo o caos; La mente del Creador) predicaba la cruzada, atacaba el embotamiento y la complacencia en sí mismo como un escorpión. Todos ellos hacían del cristianismo algo dramático y atrayente. Empecé a vislumbrar lo que T.S. Eliot realmente estaba diciendo en Miércoles de Ceniza y Los cuatro cuartetos (Ash Wednesday, The Four Quartets) y más bien me dio miedo. Se me quedó grabada su descripción del estado del cristiano: “condición de completa simplicidad (que vale nada menos que todo.)” ¡Todo! Sobre todo, ahí estaba C.S. Lewis, en el “Magdalen”, un clásico y toda una autoridad en Literatura inglesa; había sido ateo y ahora era cristiano y conocía mi lenguaje, el del escepticismo. La suya era quizá la inteligencia más brillante y ciertamente la más lúcida que había visto nunca; escribía sobre el cristianismo en un estilo tan claro como el agua clara, sin una pizca de mojigatería, ni vaguedad, ni doble sentido, con una franqueza absoluta, uniendo argumentación y agudeza. Escribí en mi diario por entonces: “Nadie que no se haya enfrentado honestamente a la abrumadora cuestión -¿es el Cristianismo posiblemente falso?- puede resolver para otro la cuestión contraria -¿es verdadero?”. Leí todos sus libros, especialmente El gran divorcio, El problema del dolor, Los milagros, Cartas del Diablo a su sobrino, El regreso del peregrino y (más tarde) Sorprendido por la alegría. Leí también un montón de clásicos cristianos, incluido San Agustín, La imitación de Cristo, El vuelo desde Dios, Apología pro Vita Sua y La práctica de la presencia de Dios. Y, por supuesto, numerosas traducciones del Nuevo Testamento, con comentarios católicos y protestantes. Me aproximé con desgana al Evangelio –un resto de mi antiguo aburrimiento– a pesar incluso de saber que allí se relataba el mayor acontecimiento de la Historia. Pero la desgana se desvaneció mientras todo llegaba a tener sentido.

De tanta importancia como los libros o más, fueron los cristianos. El azar (quizá) me había arrojado al lado de varios cristianos de los que me hice amigo íntimo: dos físicos, uno inglés y otro americano. Una chica que estudiaba Historia y otros estudiantes de Inglés o Clásicas; un monje benedictino, aún no ordenado, estudiante de Historia y Teología. El físico americano era Baptista del Sur, el benedictino, católico romano; los otros, un anglicano, un metodista y un luterano. No sólo era consciente de que eran cristianos antes que físicos o historiadores, sino que por vez primera, yo era más consciente de lo que unía a los cristianos, esto es la fe en Cristo, que de las sectas que los dividían. Me impresionaba bastante el que físicos nucleares brillantes e investigadores aventajados en otros campos, pudieran ser al mismo tiempo competentes, civilizados y cristianos. Y me impresionaba todavía más lo que parecía ser la virtud de la alegría que le venía a esta gente a través de su fe. Los no cristianos solían estar contentos, gastar bromas y ser felices cuando las cosas les iban bien, pero no había encontrado a menudo aquella alegría serena. He aquí una anotación en mi diario de aquella época:

“El mejor argumento a favor del cristianismo son los cristianos: su alegría, su certeza, su plenitud. Pero también son los cristianos el argumento más fuerte en contra del cristianismo, cuando están apagados y sombríos, cuando se creen justos y están pagados de sí mismos, cuando se muestran estrechos y represivos, entonces la cristiandad muere mil muertes. Pero, aunque es de justicia condenar a algunos cristianos por estas cosas, quizá, después de todo, no es justo y sí muy fácil, condenar al propio cristianismo por su culpa. En efecto, existen impresionantes indicios de que la positiva cualidad de la alegría está en el Cristianismo –y posiblemente en ningún otro sitio. Si esto fuera cierto, sería una prueba de un orden muy superior”.

Además de los libros y los amigos cristianos, tuve otra tremenda ventaja: Yo no sabía que yo fuese cristiano. Yo estaba bastante fuera del redil, y ni por un momento pensé que perteneciera a él. Así yo tenía plena conciencia de que la pretensión central del cristianismo era y había sido siempre que el mismo Dios que había creado el mundo, había vivido en el mundo y había muerto a manos del mundo, y que la (pretendida) prueba de esto era su Resurrección de los muertos. Esto era, de hecho, precisamente lo que yo no podía creer. Pero, al menos, sabía que esto era lo que tendría que creerse, si uno quería llamarse cristiano; de modo que yo no me llamaba a mí mismo cristiano. Pero en años posteriores me topé con gente que no creía más en esta pretensión central que en el conejo de Pascua, y seguían llamándose de todos modos cristianos, sobre la base, parece ser, de que iban a la iglesia y eran buenas personas: admití, en esos años posteriores, que estas gentes probaban que podía haber humo sin fuego. En cualquier caso, yo, en el momento que estoy narrando, estando apartado del cristianismo, no estaba bastante cerca para verlo: por eso puede decirse que mi conversión empezó cuando abandoné el cristianismo y comencé a poner tanta distancia como era posible entre él y yo. Ahora no estaba tan cerca que pudiera perderme en la falda de la montaña. Veía sólo la cima, demasiado clara, solitaria, vasta, cubierta de hielo y aparentemente inaccesible para mí: supe que tenía que creer. El cristianismo era una fe.

Y por ahora yo sabía que era importante. De ser verdad aquello –y yo admitía la posibilidad de que lo fuera– simplemente sería la única verdad realmente importante del mundo. Y de no ser verdad, sería falso. No había término medio. Escribí en mi cuaderno: “No se puede ser ‘cristiano por accidente’. El hecho del Cristianismo debe ser abrumadoramente lo primero, o nada. Esto da razón de mi antipatía hacia los cristianos de nombre y hacia los no cristianos: sus vidas no contienen primacías absolutas, sino muchos equilibrios”.

No sólo divisaba la hermosura resplandeciente de la fe cristiana, sino que veía que el cristianismo pretendía ser, precisamente, una respuesta. No un enigma, no un coto de caza para “exploradores” profesionales que no desearan perder su condición de “exploradores” al encontrar lo que buscan: el cristianismo ofrecía una respuesta a las eternas cuestiones –y una respuesta sólida, concluían por lo bajo mis amigos físicos.

La búsqueda del explorador terminaba al encontrar su objeto. Me gustó la perspectiva de la respuesta; yo quería una respuesta. El único problema era que yo no podía creer la cristiana. Finalmente decidí escribir a C.S. Lewis; transcribo a continuación algunos fragmentos de mis cartas y de sus contestaciones.

27 de octubre de 2010

Frases 27-X-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

No hay más turris eburnea fecunda y humana que el propio hogar; encerrarse en él es una de las mejores y más hondas maneras de comunicarse con el mundo.

Miguel de Unamuno

24 de octubre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz I

La semana pasada indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 1ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.



Dedicado a Davy,
la “única persona querida”.


Éste es el relato de un viaje espiritual, y nunca mejor dicho, dados los distintos cambios de perspectiva del viajero. Puede que haya habido un Alguien invisible (el Espíritu Santo) defendiendo y un Enemigo invisible atacando, pero yo no sospechaba su acción por aquel entonces. Y, en definitiva, puede que ellos hayan sido los verdaderos protagonistas, mientras yo desempeñaba el papel más modesto de la batalla, el de guardián del castillo... o el de mayordomo. Pero no sólo eso; porque, aunque me hayan ayudado enormemente, al final la elección corrió de mi cuenta y también yo tuve que arrostrar las consecuencias.


La luz apagada

Emprendí el camino de la conversión, supongo, en el momento de abandonar el cristianismo de mi infancia y volverme un pequeño ateo, y agresivo, a decir verdad. Parece que en la vida de bastantes intelectuales y, en general, de la gente independiente, el avance se realiza en tres pasos: primero, el abandono, a menudo provocado por la rebeldía ante un cristianismo imperfectamente entendido, pueril, apoyado sólo en la autoridad de los adultos; segundo, un retorno, gradual, a muchos de los principios morales y algunas de las ideas del cristianismo; y, tercero, la conversión. Pero, claro está, cada paso puede ser el último que se dé. Como explica el adagio aquel: “Para creer firmemente en algo, hay que empezar por dudarlo”.

Así pues, al dudar y dejar de lado un cristianismo aparentemente impropio, en el que nunca –es un decir– había creído por mí mismo, había avanzado un paso hacia una fe auténtica. Quizás es inadecuada cualquier creencia que uno no ha pensado a su propia manera. Pero, para colmo, veía cuatro inconvenientes en el único cristianismo que yo conocía: no era emocionante, ni positivo, ni suficientemente grande y no se relacionaba con la vida.

No resultaba atrayente: atrayentes eran los griegos de la historia, con su pasión por la verdad y la belleza, lúcidos como un templo dórico recortándose en un mar rojo vino, al anochecer; atrayente era la astronomía, con sus estrellas titilantes y sus enormes distancias; y también la poesía, que alcanza la belleza con el esplendor de las palabras; pero este cristianismo, con sus relatos salpicados de hazañas oscuras e incomprensibles en Palestina, y su tono solemne y sin gracia, resultaba demasiado envarado para entretener, demasiado monótono para conmover.

No era positivo: los cristianos que morían en los circos romanos habían muerto por algo; los caballeros cruzados, cabalgando bajo la cruz de oro, habían luchado por algo; pero este cristianismo no predicaba la cruzada: la cruz sólo estaba puesta ahí para ser venerada. A fin de cuentas, parecía que su mensaje consistía –en gran medida– en que uno era malo si hacía cualquiera de las cosas de una lista bastante larga, como decir “¡Maldita sea!”, o no ir a la iglesia, o beber el delicioso vino que había hecho Nuestro Señor en Caná –de hecho, las iglesias “eran mejores” que el inocente Jesús, por rechazar el vino ardiente que Él escogió como símbolo de la Eucaristía, en favor de un solemne mosto enlatado. Todo era negativo y, a la postre, represivo; uno no trabajaba por algo, excepto, quizá, por tener sillas nuevas en la catequesis y, por supuesto, por un cielo bastante insulso, e incluso las ocasiones en las que se suponía que alguien había llegado allá se vivían con una tristeza inconsolable.

Le faltaba grandeza: Este cristianismo, sencillamente, carecía de la suficiente grandeza para abarcar todos los mundos que giran alrededor del sol y todos los mundos que probablemente giran en torno a la friolera de un millón de soles en la espeluznante inmensidad del espacio; ¿cómo podría relacionarse la redención de la Tierra, en tanto que había sido redimida, con Aldebarán o las nebulosas espirales? Este cristianismo se quedaba, por tanto, demasiado pequeño para ser la verdad.

Por último, no se relacionaba con la vida: De la iglesia para afuera, latía la turbulencia, los enredos y el resplandor de la vida. ¿Qué tenían las iglesias que decir de esto? Con respecto a la guerra y las armas, la voz de este cristianismo era un breve susurro. Iba contra el pecado, a buen seguro; pero los hombres de negocios que practicaban una ética de “el hombre es un lobo para el hombre” seis días a la semana, eran bien recibidos al acercarse al altar... y su dinero en la colecta. Y jamás se reprendía a nadie por acercarse al altar cuando se sabía que no se hablaba con otra persona de la comunidad. Ni se rechazaba a nadie por orgulloso. Por otro lado, en honor a la verdad, estaba claro que uno no debía decir: “¡Maldita sea!”; sí había gente que no era bien recibida al acercarse al altar: la gente de color. ¿Quién iba a creer que aquí se encontraban las verdades de la vida y de la muerte? Yo no, y dudo que los demás sí. Me aparté de esta religión y me declaré ateo.

¡Qué alivio! ¡Qué libertad! El ateísmo era un tónico: si los dioses habían muerto, nada había por encima del hombre. ¡Magnífico! Y era una idea en completa oposición a aquel cristianismo imposible, un fuerte y audaz credo. ¿Pero qué he dicho? ¿Creencia? ¿Confesión? Ahí residía el fallo del ateísmo: uno debía creer en la no existencia de Dios. Y eso, también, es un modo de fe. Sin evidencia ni revelación; y por su propia naturaleza, no puede haberlas. Así que renuncié al ateísmo.

El siguiente paso era el agnosticismo: no saber y ser escéptico sobre la posibilidad de saber. Pero ya, al mismo tiempo, empecé a pensar que quizá se pudiera llegar a conocer algo un poquito. Buena prueba de ello eran los axiomas de la geometría, evidentes en sí mismos e indemostrables. ¿Habría axiomas que tuvieran que ver con el sentido de las cosas? Resolví que algo había creado el universo: esto resultaba evidente, axiomático. Entonces me apliqué al examen de los posibles indicios, evidentes en sí mismos, de la esencia, de esta “causa primera”. Capté un orden. Por supuesto, me había adentrado por sendas bien conocidas, pero eran nuevas para mí. Me empezaron a parecer axiomáticas la inteligencia e infinitud que había de poseer aquel poder creador del universo: el orden debía estar en función de la inteligencia; y sólo una inteligencia infinita podía aprehender la infinitud del espacio y el tiempo. Y la conciencia de la belleza, unida al reconocimiento de la hermosura que había en todo, excepto en lo que el hombre había echado a perder, me persuadieron de que tal belleza reflejaba la belleza de aquel Poder. (Fue mucho más tarde cuando leí a Platón y me entusiasmé al ver eso mismo). Durante mucho tiempo me pregunté si no podría ser la bondad, como la belleza, un atributo axiomático de este Poder. Pero la bondad no existía en esencia, sino en el hombre, y se hallaba bloqueada por el pecado y no se la podía atribuir, como evidente, al Poder, que seguía siendo un alguien impersonal. Yo no creía en la oración, no en la providencia, ni en el juicio; y mi ética no tenía conexión alguna con mi dios. Ya en el colegio había llegado a una forma de teísmo frío, que iba a conservar muchos años.

Una vez, durante mi primer año de universidad, vacilé; necesitaba una ayuda que sólo podía venir a través de una intervención milagrosa de un dios personal; improvisé unas cuantas oraciones urgentes a la desesperada. Cuando, como yo esperaba, no bajó ninguna Mano del cielo, me reafirmé en mi teísmo no cristiano. Durante los años subsiguientes me entregué, con devoción, a la belleza y al amor de una persona; y, teniendo juventud y buena suerte, era feliz, sobre todo por medio de aquel amor. En general, buscaba la bondad, entendiéndola, como el amor y la belleza, parte del Tao o del Camino. En realidad, venía a ser un tipo de paganismo sofisticado, sólo que las insuficiencias de una posición así son mucho menos obvias que las del materialismo.

Mientras tanto, el cristianismo, con el que no pretendía tener la más mínima relación, seguía presentándoseme como una religión ilusoria que proclamaba unas cosas demasiado increíbles sobre un valiente y fanático judío: una religión que debe perderse con la madurez, como la creencia infantil en las brujas y las hadas. Aunque había una cierta belleza en la historia cristiana (como la había en un cuento de hadas), no así en las iglesias: estrechas, pagadas y satisfechas de sí mismas, luchando vagamente con unas supuestas verdades que no podían aceptar; usaban clichés en unos parlamentos de una verborrea pomposa que daba náuseas, hablando de “experiencias en el Tabor” y de “comunidades fértiles”; cantaban unos himnos atronadores y espantosos, y construían un buen montón de horribles edificios.

No sólo no creía en el cristianismo, sino que lo odiaba con todas mis fuerzas; y si una persona se confesaba cristiana, perdía mi estima irremisiblemente. Pero podía guardar las distancias con bastante facilidad y así lo hice.

20 de octubre de 2010

Frases 20-X-2010

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Os quiero con toda el alma, hijos míos. Haced lo que tengáis que hacer para ser felices en esta vida. ¡Hay tanta belleza! ¡Que Dios os acompañe!

Última frase de la película “Los puentes de Madison”.

17 de octubre de 2010

Tomás Alfaro Drake

Mi entrada de hoy va a ser un cruce de comentarios con una persona que me dejó un comentario a mi entrada "Cuando la ciencia deja de ser ciencia". Ese comentario y mi respuesta, puede verse en el bloque de comentarios de esa entrada, pero para mayor facilidad la reproduzco aquí.

Anónimo me dice el 10 de octubre: Solamente entrar para dar las gracias. Me ha encantado esta entrada. No soy experta en Física, pero sí científica en otro campo, y esta entrada me ha parecido , además de magníficamente clara, extraordinariamente bella.
!Muchas gracias de alguien, con muchas dudas, pero que no deja de buscar y espera sinceramente encontrar!


A lo que le contesté:

Querida Anónima, soy Tomás:

Soy yo quien te agradece tu comentario y, sobre todo tu lectura de mi blog. ¿Qué es lo que se escribe si no hay nadie que lo lea?

Todos tenemos dudas. Quién no las tenga es que no entiende la grandeza de Dios. La vida es búsqueda. Búsqueda en la que a veces se ven avances y retrocesos, pero que sólo acabará cuando veamos cara a cara a Dios. Es cierto que no es búsqueda en la oscuridad, sino en una especie de niebla resplandeciente que a veces brilla más y a veces menos, a veces se oscurece y a veces se hace cegadora. Sólo muy de cuando en cuando, un rompimiento de gloria entre las nuves nos deja ver rayos de luz. Todos nos movemos en esa niebla más o menos esplendorosa. Todos somos peregrinos. Una maravillosa oración de san Anselmo, que te mandaré encantado si me das tu mail, acaba diciendo, tras reconocer los clarooscuros de la búsqueda mientras añora contemplar el Rostro de Dios, Cristo: Te buscaré deseándote, de desearé buscándote, amándote te encontraré, encontrándote te amaré. Ánimo en tu búsqueda. Es ella la que da sentido a la vida. Buscar sabiendo que encontraremos.

Un fuerte abrazo.

Tomás

Unos días más tarde publicó un comentario al que no di entrada al blog porque es el que transcribo a continuación:

Muchas gracias por la rápida y amable respuesta a mi comentario.

Creo que ha descrito a la perfección cómo me siento caminando en tinieblas y, sobre todo cómo, de vez en cuando, aparecen esos rompimientos de gloria extraordinariamente luminosos, aunque no demasiado duraderos. Algunos de esos rayos de luz, esos huecos entre nubes, se han producido gracias a sus entradas en el blog, y es por eso, que al menos alguna vez, quería darle las gracias y pedirle que no deje de escribir. Aunque no le llegue el retorno siempre, estoy segura de que ayuda a través de su blog a muchas personas. Sobre todo a las que la fe maravillosa que nos inculcaron de niños se nos ha quedado algo estrecha porque hemos madurado, leído, estudiado…y necesitamos por tanto, madurarla, hacerla compatible con nuestros conocimientos técnicos y científicos…con nuestra vida de adultos…aunque tengamos que seguir suplicando a Dios que volvamos a verlo como cuando éramos pequeñitos…Por ello me decidí a dejar el comentario.

Con toda la lluvia de comentarios que se generado en diversos foros en la red en relación con las declaraciones de Hawking, leí una frase que me gustó especialmente y me hizo pensar: “La sed existe porque existe el agua”. Como sabe, uno de los principales argumentos contra la existencia de Dios es el de que nos lo hemos inventado porque lo necesitamos. Reconozco que el argumento tiene fuerza, porque a mí en algunos momentos casi me ha llegado a convencer. Porque realmente NECESITO a Dios. La vida sin un futuro de encuentro con un Dios bueno y justo me parece tan absurda que me da náuseas. NO quiero que estemos abocados al vacío, a la nada…esa idea me repugna. Ansío que exista la Verdad, la Justicia y el Amor con mayúsculas, y no sólo “mi verdad”, “mi justicia” y “mi amor”, que me sirven en algunas ocasiones para manejarme en la tierra, por un tiempo…pero lo relativo no me vale para la eternidad a la que aspiro. Y ese deseo, esa necesidad acuciante es la que me da miedo. ¿Quizás porque la deseo tanto, igual que el resto de la humanidad, me estoy inventando, consciente o inconscientemente, el Agua que la sacia? Pero últimamente, afortunadamente, me inclino a pensar que NO. Quién me ha puesto ese deseo? Por qué tengo, desde chiquitita tan arraigado el sentimiento de justicia…en definitiva por qué tengo esa SED sino es porque existe el AGUA. Concretamente el Agua de los Evangelios, esa que quita para siempre la sed…En definitiva, Jesús, ¡!!!!DIOS!!!!!.

También es verdad, que esos pensamientos triunfantes y tranquilizadores no me duran a veces demasiado, porque minutos más tarde me veo pensando ¿y si el tener una sed insaciable fuese el defecto FATAL de la humanidad? Algo así como el defecto de fábrica de unos pobres humanos, que intentamos parchearlo como podemos con la idea de Dios…Pero, por otra parte, tampoco me cuadra mucho, si somos superiores al resto de la creación por qué deberíamos ser inferiores sólo en esto. Los animales, en este sentido no tienen sed insaciable. Sencillamente no tienen sed de Dios. Y entonces vuelvo otra vez a lo mismo… Si nosotros la tenemos es porque SÍ existe la posibilidad de ser saciada.

Como verá, estoy hecha un verdadero lío, pero como muy bien me decía, creo que entre avances y retrocesos siempre al final el resultado neto es que avanzo un poquito…Por eso no quiero descansar, ni desanimarme, ni dejar de seguir buscando…Ojalá de verdad, lo deseo con todas mis fuerzas, sean ciertas las palabras del Evangelio, y el que busca…ENCUENTRA.

Por supuesto, estaría encantada, si es tan amable, de que me enviase la oración de San Anselmo. Me ha parecido precioso ese fragmento. En los momentos en los que intento rezar, pero no me sale porque me parece que estoy sólo hablando conmigo misma, como una tonta, repetir esas bonitas palabras me puede ayudar.

De nuevo, muchísimas gracias por sus palabras y su valioso tiempo

xxx (omito el nombre para mantener el anonimato, así como el mail que me adjuntaba).


Naturalmente, le respondí, enviándole, no sólo la oración de san Anselmo que le había prometido, sino el relato autobiográfico del largo proceso desde la fe perdida a la fe recuperada de Sheldon Vanauken, un escritor americano. Se lo envié porque en él hay argumentos muy lúcidos acerca de esa peregrina idea que los ateos militantes esgrimen de que el hombre se ha inventado a Dios porque lo necesita. Este relato lo publicaré en varias entregas próximamente en este blog. Reproduzco ahora la oración de san Anselmo que le envié:


Oración de san Anselmo en añoranza y búsqueda del Rostro de Dios:

Deja por un momento tus preocupaciones habituales, hombre insignificante; entra por un instante dentro de ti mismo, alejándote del tumulto de tus pensamientos confusos y las preocupaciones inquietantes que te oprimen. Descansa en Dios por un momento, descansa sólo un instante en Él.

Entra en lo más profundo de tu alma; aleja de ti todo, excepto a Dios y lo que te pueda ayudar a encontrarlo. Cierra la puerta de tu habitación, y búscalo en el silencio. Di a Dios con todas tus fuerzas, díselo al Señor: "Busco tu rostro. Tu rostro busco. Señor".

Y ahora. Señor y Dios mío, enséñame cómo y en dónde tengo que buscarte, en dónde y cómo te alcanzaré.

Si no estas en mí. Señor, si estas ausente, ¿en dónde te encontraré? Si estás en todas partes, ¿por qué no te haces aquí presente? Es cierto que habitas en una luz inaccesible, pero ¿en dónde está esa luz inaccesible? ¿Cómo me acercaré a ella? ¿Quién me guiará y me introducirá en esa luz para que en ella te contemple? ¿En qué huellas, en qué signos te reconoceré? Nunca te vi. Señor y Dios mío, no conozco tu Rostro.

Dios Altísimo, ¿qué hará este desterrado Iejos de Ti? ¿Qué hará este servidor, sediento de tu amor, que vaga lejos de Ti? Desea verte, y tu Rostro está muy distante de él. Desea reunirse contigo, y tu morada es inaccesible. Arde en deseos de encontrarte, e ignora dónde moras. No suspira, sino por ti y nunca vio tu Rostro.

Señor, Tú eres mi Dios. Tú eres mi Señor, pero no te conozco. Tú me creaste y me redimiste. Tú me diste cuanto tengo, pero aún no te conozco. Fui creado para verte y aún no pude alcanzar el fin para el que fui creado.

Y Tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás, hasta cuándo esconderás tu Rostro? ¿Cuándo mirarás hacia nosotros? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos y nos mostrarás tu Rostro? ¿Cuándo responderás a nuestros deseos?

Señor, escúchanos, ilumínanos, revélate a nosotros. Atiende a nuestros deseos y seremos felices.
Sin ti, todo es fastidio y tristeza. Compadécete de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos para llegar a Ti, ya que sin Ti nada podemos.

Enséñame a buscarte, muéstrame tu Rostro, porque si Tú no me lo enseñas no te podré encontrar. No te podré encontrar si Tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé buscándote. Amándote te encontraré. Encontrándote, te amaré. Amén.

San Anselmo. (basado en el Salmo 26)

Por supuesto, estoy enormemente agradecido a la apertura y sinceridad de esta seguidora anónima de mi blog. Su comentario me da ánimo para no cejar en las estradas de mi blog. Este agradecimiento será también oración.

13 de octubre de 2010

Frases 13-X-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

En los ojos de mis hijos hay esplendor de alegría y de vida; saltan y brincan, beben luz y aire. En ellos vivo y en ellos revivo. Ahora que abren los ojos al mundo y descubren cada día algo, lo descubro yo con ellos; estoy rehaciendo mi mundo. Y me parece resucitar mi niñez, y que todo es nuevo bajo el sol, y que es mi existencia una creación continua.

Miguel de Unamuno

Yo también, como Unamuno, sigo descubriendo el mundo a través de mis hijos, de todos ellos, aunque ya son adultos. Lo último es que mi hija Marta entró el pasado 2 de Octubre, con 32 años, pianista y empresaria, en el convento de las clarisas en Lerma/La Aguilera. Ella ha abierto los ojos a un nuevo mundo y está descubriendo cada día el apasionante amor esponsal con Cristo. Y yo lo descubro en ella, a través de ella –el domingo 10 de Octubre estuve allí un par de horas con ella–, y también mi mundo –con casi sesenta años– se está rehaciendo con una continua creación que no ha hecho más que empezar.

P.D. Lo que ayer, cuando preparé esta entrada era lo último, ya es lo penúltimo. Hoy, a mi hija María le han hecho contrato fijo en su empresa. Y la vida sigue, en gran medida, a través de los hijos.

10 de octubre de 2010

Cuando la ciencia deja de ser ciencia

Tomás Alfaro Drake

Soy un admirador de la ciencia y de los científicos. Más allá de los logros materiales que ésta haya aportado a la humanidad, me parece que, gracias a ella, los seres humanos estamos siendo capaces de conocer y comprender mejor el universo en el que vivimos. Hay una frase de Louis Pawels y Jaques Bergier en su libro “El retorno de los brujos” que siempre me ha impresionado. Dice: “La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhesión. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno”. Gracias a los científicos, que nos ayudan a comprender mejor, podemos amar más.

El método científico es una forma de conocer basada en la comprobación empírica de las hipótesis que se formulan sobre las leyes que rigen el universo. Este método se ha ido fraguando lentamente a lo largo de los siglos. La teoría de la relatividad no fue aceptada como cierta hasta que la observación de un eclipse solar dio carta de ciencia a la teoría planteada por Einstein en base a experimentos mentales y desarrollos matemáticos. Karl Popper, filósofo de la ciencia reconocido como vaca sagrada por todos los científicos, puntualizó que toda teoría, para ser científicamente aceptable, tenía que pasar por el cedazo de la comprobación empírica. Más aún, que para que pudiese ser considerada como tal, tenía que ser posible determinar ciertas observaciones que, de producirse, falsearían la teoría. Si una teoría con aspiraciones a científica no fuese “falsable”, es decir, no fuese posible encontrar observaciones que la hiciesen falsa, no pasaría de ser una entelequia. Según él –y según admiten todos los científicos serios–, todas las teorías son, por este motivo, provisionales. Naturalmente, cuando una teoría se ha sometido en muchas ocasiones a comprobación empírica y nunca se han observado las condiciones que la harían falsa, su credibilidad y confiabilidad va aumentando, pero no por eso deja de ser provisional, porque nunca puede descartarse que mañana se observen esas condiciones de falsedad.

Pero ahora, desde finales del siglo XX y en los albores del siglo XXI, parece que hay científicos que están dispuestos a tirar a la basura esas normas que han dado a la ciencia su marchamo de credibilidad y autoridad. Estos planteamientos tienen como uno de sus objetivos cerrar una puerta a la trascendencia que la propia ciencia ha abierto. Efectivamente, teorías como la del Big Bang, que se ajustan a múltiples observaciones empíricas, parecen abrir la puerta a un momento cero del universo y, por tanto, a una creación. Más aún esas observaciones han llevado a descubrir que vivimos en un universo en el que se dan unas condiciones tan especialísimas que la probabilidad de que se hayan dado espontáneamente es despreciable y que sólo un universo así ha hecho posible que estemos aquí para observarlo, comprenderlo y amarlo. El científico Roger Penrose, uno de los descubridores de los agujeros negros junto con Stephen Hawking, cifra esta probabilidad en 1, dividido por 10^(10^128), un número asombrosamente alto, tan alto que un 1 seguido de tantos ceros como partículas elementales hay en el universo sería despreciable a su lado. Es obvio que si un universo así existe, responde a un diseño y, siempre que hay un diseño, tiene que haber un diseñador. Por supuesto, esto es más de lo que pueden admitir los científicos que han hecho un acto de fe de ateísmo y que son, además, militantes de ese acto de fe. Su argumento consiste en decir que no existe únicamente este universo, sino una infinitud de ellos y que, por tanto, en alguno de ellos tiene que darse esa casualidad, que deja de serlo por el “hecho” de que existan estos infinitos universos. El problema es que esta suposición de los infinitos universos es algo que NUNCA podrá ser sometido a observación, por la sencilla razón de que ningún aparato de observación puede de manera alguna traspasar los límites del universo para observar nada más allá de él.

Sin embargo, si una afirmación que no es comprobable empíricamente se disfraza de suficiente aparato matemático, puede ser que se engañe a algún incauto y se crea que tiene visos científicos. No debemos olvidar que nadie se convenció de que la teoría de la relatividad de Einstein era científicamente aceptable hasta que fue comprobada empíricamente, a pesar de todo su ropaje matemático, que no es baladí. Pero, precisamente esta teoría, comprobada empíricamente de muy diversas formas, entra en una contradicción peliaguda con otra teoría científica también ampliamente comprobada empíricamente, como es la física cuántica. Efectivamente, todos los científicos han llegado a la conclusión de que, al menos en el estado actual del conocimiento, estas dos teorías son irreconciliables. Por eso, en un encomiable esfuerzo por resolver esa contradicción, se han elaborado una serie de teorías con un fuertísimo aparato matemático, para intentar englobar la relatividad y la física cuántica como casos límite de una teoría más amplia que explique a ambas. Esto ha dado lugar a una familia de teorías que se conocen como teorías de cuerdas. Todas tienen en común el afirmar que las partículas elementales que forman la materia: cuarks, electrones, etc, son en realidad unas minúsculas entidades que vibran. Y es precisamente la forma en la que vibran la que determina que una partícula sea un cuark o un electrón o cualquiera de las demás partículas de la teoría estándar de partículas. Debido a esta vibración que se supone generaba las partículas elementales es por lo que se llamó cuerdas a estas entidades. Y de ahí en nombre genérico de teoría de cuerdas para todas ellas. Lo malo de todos estos modelos matemáticos es que estos entes llamados cuerdas son indetectables empíricamente.

Los desarrollos matemáticos que, en los años ochenta del siglo XX, se llevaron a las teorías de cuerdas, fueron cinco. Ninguno de rllos tiene una primacía sobre las demás. Por eso, posteriormente, se desarrolló un modelo matemático llamado teoría M, que engloba las cinco teorías de cuerdas. Esta teoría M, que se denomina pomposamente “teoría del todo” es a la que Hawking, entre otros, se refiere también como la mente de Dios. Para tenerse en pie, esta “teoría del todo” necesita postular la existencia de 6 dimensiones adicionales, además de las tres espaciales y el tiempo. Pero parece que estas dimensiones adicionales están “compactadas”, de forma que –vaya por Dios– tampoco son detectables empíricamente. Otra consecuencia de esta teoría M es que puede haber infinitos universos con diferentes tipos de partículas y diferentes leyes en cada uno de ellos. Acaba de nacer la idea de multiverso, ente matemático del que pueden surgir, al azar, infinitos universos. Este multiverso sería como un caldo hirviente de cuyo seno saldrían los universos como burbujas. Ni que decir tiene que estos universos son también indetectables empíricamente, ya que están totalmente aislados entre sí. Y, como no podía ser de otra manera, tampoco se pueden establecer las condiciones de falsabilidad exigidas por los principios científicos. Pero esto era lo que estaban esperando todos aquellos cuyo acto de fe nihilista deseaba postular la existencia de infinitos universos para negar un diseñador del que tenemos. Por supuesto, todos ellos, junto con su maquinaria propagandística, empezaron a presentar este modelo matemático inverificable e infalsable, como una teoría científica demostrada.

Como no quiero que sea sólo mi palabra la que afirme cuanto acabo de decir, voy a citar textualmente algunos pasajes de un artículo publicado en “Investigación y Ciencia” del mes de Septiembre del 2010, firmado por Dieter Lüst, profesor de física matemática y teoría de cuerdas en la Universidad Ludwig Maximilian y director del Instituto de física Max Plank[1]. Lüst es un convencido de la teoría de cuerdas, pero un convencido lúcido y honesto, que reconoce su acto de fe en ella. Dice: “Pero, ¿cómo es posible que haya físicos que, sin crítica alguna, renuncien a aplicar el criterio de falsabilidad exigido por Karl Popper a toda la física? ¿Cómo pueden tomar en serio conclusiones a las que sólo se llega mediante el formalismo matemático y nunca a través de la observación de la naturaleza? La respuesta reside, sobre todo en la enorme potencialidad de la teoría”. No puede negarse que si el criterio de aceptación es la enorme potencialidad, la potencialidad de la existencia de Dios como diseñador es todavía mayor. “Sin embargo –continua Lüst– cada vez se alzan más voces críticas. Desde luego, quien no renuncie al principio de falsabilidad de Popper, nunca podrá comulgar con la teoría de cuerdas. [...] Sin embargo, la teoría carece de toda demostración de la existencia de esos mundos adicionales. Es por ello que sus detractores acusan a la teoría del multiverso de hacer, más que física, metafísica”. Horrible acusación ésta y sobre todo cuando se les hace a los más nihilistas de todos los científicos, que consideran que sólo es real lo que se puede tocar, medir o pesar y desprecian la metafísica como palabrería huera. Pero Lüst continua: “... los físicos han de preguntarse si es lícito hablar de “ciencia” cuando una teoría no hace predicciones unívocas, ni contrastables, ni falsables”.

Como no podía ser de otra manera, una buena parte de la comunidad científica se ha alzado en armas contra todo este tinglado: “Los ataques más feroces a la teoría de cuerdas se lanzan contra sus afirmaciones indemostrables acerca de un número indeterminado de universos. [...] A este respecto, la comunidad científica se ha dividido en tres corrientes de opinión. Una de ellas rechaza por principio la idea del multiverso. Sus partidarios creen en un único universo real que debe quedar descrito por una única teoría. David Gross, premio Nobel y descubridor de dos de las cinco teorías de cuerdas en 10 dimensiones, dijo una vez: ‘¿La idea del paisaje (el paisaje es como se llama al espacio de los infinitos universos)? ¡La odio! ¡Nunca os rindáis ante ella!’. Otro grupo de físicos acepta que existan varias posibilidades de describir un universo, pero considera dichas reflexiones un mero divertimento matemático. Sus defensores buscan un principio de selección que privilegie a nuestro universo frente a las diversas soluciones de la teoría de cuerdas. [...] Por último, existe un tercer grupo que acepta la idea de una multitud de universos como algo que en realidad existe”. Es decir, que éstos hacen un acto de fe sin la más mínima base científica ya que, como se ha visto hace unas líneas, “la teoría carece de toda demostración de la existencia de esos mundos adicionales”.

Pero ahí están estos científicos nihilistas, afirmando categóricamente, contra los más básicos principios científicos, es decir, fuera de la ciencia, que HAY infinitos universos, que la “teoría del todo” está a la vuelta de la esquina y que entonces ya no habrá un lugar para Dios. Por otro lado, los científicos serios dicen: “Parece que debemos concluir que la búsqueda de una ‘teoría del todo’ [...] ha sido demasiado ingenua. Diríase que la teoría de cuerdas predice todo y, como corolario de ello, nada al mismo tiempo”. Y esto es muy importante. Porque, supongamos que un día se descubriesen las ecuaciones de la “teoría del todo”. ¿Querría esto decir que comprenderíamos a Dios? En modo alguno. Unas ecuaciones, en el mejor de los casos, describen un fenómeno, pero no nos lo hacen comprender. Supongamos que unas sencillas ecuaciones diferenciales describiesen a la perfección la trayectoria de una pelota de tenis tras un lob liftado de Nadal que desborda a Federer. ¿Quiere esto decir que comprendemos el juego de Nadal? ¿Nos pondría esto de pie para aplaudir entusiastamente la jugada? No creo que nadie sea lo suficientemente ingenuo para creerlo así. El gran científico Edwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica nos lo dice:

“La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, [...] A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.

¿Quién comprende mejor la mente de Dios, las supuestas ecuaciones de la implausible “teoría del todo” o los escritos de los místicos que han llegado a comprender a Dios a través de su Revelación? Si, como decían Pawels y Bergier, cuanto más comprendo más amo, las ecuaciones anteriores no me pueden hacer amar nada, porque no me hacen comprender absolutamente nada. Más aún, ese universo absurdo –nacido por casualidad de la sopa del multiverso–, que ha parido a unos pobres seres con consciencia para darse cuenta de que todo es nada, me parece un universo indigno de ser amado, “un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”[2]. Y quienes lo postulan gratuitamente, unos seres patéticos, dignos de lástima y sólo dignos de ser amados si efectivamente hay un Dios que les ama a pesar de su patetismo. Unos seres que encarnan el acerado verso de Antonio Machado cuando dice:

El hombre es por naturaleza la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo– todo es nada”
[3].

Así pues, hay dos caminos. El primero, hacer que la ciencia deje de ser ciencia para intentar cerrar una puerta a la existencia de un diseñador de este increíble universo y convertirnos en la bestia paradójica de Machado. El segundo aceptar que esta maravilla de universo es una joya de diseño para que sea el hogar a través del cual el hombre pueda descubrir a su creador y darle gracias. Yo, desde luego, desde mi racionalidad, elijo la segunda. Sigo el consejo de Pawels y Bergier cuando en el prólogo de su segundo gran libro, “La rebelión de los brujos”, me dicen:

“Este manual no aspira a una categoría científica. Lo prudente, incluso a escala planetaria, es limitar el propio ámbito. Nuestro ámbito es la poesía. Pero la poesía –como también la ciencia– saca lo que puede de todas partes con el fin de producir un bien mayor. La ciencia busca la verdad, o al menos lo intenta sinceramente. La poesía busca lo maravilloso, o al menos lo intenta con igual sinceridad. Y quizá hay algo de verdad en lo maravilloso. Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre– me dice: “nada maravilloso puede encontrarse en este mundo”, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”.

Naturalmente, el que quiera embotar su mente y cegar su inteligencia en nombre de una ciencia que ha dejado de ser ciencia, que lo haga, pero yo me negaré obstinadamente a prestarle oídos, porque creo que hay mucha verdad en lo maravilloso, y siguiendo el consejo del premio Nobel David Gross, diré: “¿La idea del paisaje de los infinitos universos? ¡La odio! ¡Nunca os rindáis ante ella!”.

[1] ¿Es la teoría de cuerdas una ciencia?, Dieter Lust, Investigación y Ciencia Septiembre 2010.
[2] Shakespeare, Macbeth.
[3] Antonio Machado; Proverbios y cantares XVI.

6 de octubre de 2010

Frases 6-X-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Lo que el mal viola no es el bien, porque el bien es inviolable; no se puede violar más que un bien degradado.

Simone Weil. La pesanteur et la grâce.

Comento: Todo el bien que podemos hacer los hombres es un bien degradado, porque está herido por el pecado original. Por eso puede ser violado por el mal. Sólo actuando como instrumentos de la Voluntad del Bien Puro, que es Dios, podemos estar a salvo de la violación del mal.

3 de octubre de 2010

La antesala de la felicidad

Tomás Alfaro Drake

Hace unos años, aal del diario de la noche de Telemadrid, Eduardo Punset estaba presentando un libro. No me enteré muy bien de qué iba, pero me sonaba a una explicación química de la felicidad humana. De repente oí una frase que me puso a pensar. “La felicidad se encuentra en la antesala de la felicidad”, dijo Punset.

Es verdad. Es una experiencia humana general que cuando obtenemos aquello que anhelábamos, nos encontramos con una cierta decepción, pequeña o grande. Cuando pasamos de la antesala de la felicidad a lo que creemos que es la consulta de la felicidad, nos damos cuenta de que estamos en otra antesala. No era eso, no era eso, decimos. Y así, una y otra vez. ¿De donde nos viene ese anhelo insaciable? ¿Hay algo que pueda saciarlo? Las dos preguntas tienen la misma respuesta: Dios. Ningún otro ser de la naturaleza tiene este anhelo. Cuando un perro tiene hambre y come, queda saciado, aunque luego vuelva a tener hambre. Lo mismo nos pasa a nosotros con nuestras necesidades físicas. Porque vienen de la naturaleza, como las de los animales. Pero hay otras cosas que no funcionan así. Son nuestros anhelos espirituales y esos no vienen de la naturaleza, porque no existen en ella. Sólo pueden venir de algo que trasciende la naturaleza. De quien la creó a ella inconsciente y a nosotros, los hombres, conscientes. De Dios. Y, de la misma forma, sólo Dios puede saciarla. Si esto no es una demostración de la existencia de Dios, se le parece mucho. Muchas veces he leído y oído decir que Dios es un invento del hombre para saciar esa sed. Pero no conozco a nadie que me haya sabido decir, ni he leído en ningún sitio, por qué sólo el hombre, entre todos los seres de este mundo, tiene esa necesidad de inventarse a Dios. ¿No será que Dios la ha puesto en nosotros, no para que nos lo inventemos, sino para que le busquemos? Como dice san Agustín. “Fui creado, Señor, para ti, y mi alma está inquieta y no hallará reposo hasta que descanse en ti”.

Pero volvamos a Punset. Si todo lo que la química me puede decir es que sólo hay antesalas y que la felicidad no está en ningún sitio, gracias, pero Punset puede quedarse con su respuesta. Yo creo en un Dios bueno que me está esperando en la consulta de la felicidad y que, cuando por fin abra la última puerta, le encontraré allí. Y no es sólo que lo prefiera. Es que mi creencia es enormemente más plausible que la suya y me encantaría poder debatir esto con él en cualquier foro serio. Porque el éxito aparente de la increencia no se apoya en la razón, sino en una extraña combinación, distinta para cada persona, de cuatro factores; la soberbia de no querer aceptar a alguien superior a nosotros, la necedad, en el sentido etimológico de no querer saber –ne scio–, dejándose llevar por ideas socialmente aplaudidas, el miedo a las exigencias del encuentro y la pereza ante el trabajo de la propia búsqueda. Pudiera parecer que hay un quinto factor de la increencia, que podría llamarse la inercia intelectual. Somos hijos de nuestro tiempo y hemos nacido en un mundo en el que el dogma de fe racionalista forma parte, casi inconscientemente, de nuestras estructuras mentales, configurándolas. “Todo lo que no pueda ser totalmente comprendido racionalmente mediante una cadena de silogismos, no existe”, dice este dogma indemostrado y falso. Naturalmente, Dios, que no entra en la categoría de lo comprendido por mi razón, puesto que la supera por todas partes, no existe para los racionalistas. En realidad, este factor de la inercia intelectual es una combinación de dos elementos: Soberbia y pereza. Soberbia, porque parte de la premisa racionalista de que mi mente tendría que ser superior a Dios. A decir verdad, esta soberbia tiene poco peso en las personas en las que no aceptan a Dios por esa inercia intelectual. La pereza es más activa en ella. Simplemente, se acepta acríticamente el dogma racionalista, casi de una forma inconsciente, porque “siempre ha sido así y así lo acepta ‘todo el mundo’”. Lo cual, también es falso y denota la necedad de no querer saber y el miedo a enfrentarse al “establishment” del pensamiento único y débil. De forma que, al final, los factores de la increencia siguen siendo cuatro.

Como escribió el poeta:

¡Oh, incredulidad, ceguera de los soberbios
que torpemente escupen sobre todo lo bello,
ingenio de los necios, castillo del cobarde,
lecho del perezoso!

Sería muy cómodo quedarnos aquí en la enumeración de las causas de la incredulidad. Todas caerían del lado de los no creyentes. Pero también los creyentes hemos tenido alguna culpa en el éxito de la increencia. Nuestros comportamientos han sido a menudo causa de escándalo. La Iglesia no se ha comportado siempre cono su condición de esposa de Cristo le exigiría. Ya Juan Pablo II pidió disculpas por ello. Y los cristianos, que somos los que formamos la Iglesia no hemos brillado muchas veces por el ardor de nuestra fe ni por nuestra coherencia con ella. Pero también aquí los no creyentes tienen buena parte de la culpa de su increencia. Porque se han sacado el ojo con el que podrían ver el maravillosos comportamiento de la Iglesia en la historia, el heroísmo de millones de cristianos a los largo de ella y su auténtica esencia. Para ilustrar esto nada mejor que el pensamiento de André Frossard, un converso proveniente de las filas de la intelectualidad comunista francesa:

Lo que ahora voy a afirmar nada tiene que ver con la teoría. Es consecuencia de mi experiencia personal. A lo largo de mi vida jamás medité la cuestión de la Iglesia.[...] Durante este tiempo (su época de increencia) viví –y ahora soy plenamente consciente de ello– a expensas de algunas ideas cristianas desviadas de su fin, arrancadas de sus raíces naturales, colocadas en conserva, y que presionaban sobre la tapa que las cubría. Por esto perdono a mi padre y a los hombres de buena voluntad, a quienes su ejemplo me ha enseñado a respetar.

Pero ¿cómo se puede aprender algo útil y verdadero sobre la Iglesia? Mis libros, mis Voltaire, mis Rousseau, mis exploraciones de la nada filosófica y mis hacedores de guerra civil solamente se referían a ella en términos difamatorios; se agarraban a sus pequeñeces y acentuaban sus faltas; olvidaban sus buenas obras e ignoraban sus grandezas y esplendores que, lamentablemente, desde hacía mucho tiempo no llegaban al interior de sus espíritus, porque estaban enteramente preocupados de sí mismos y trataban de evitar la admiración como una humillación.

[...]

Mis libros reconocían cuál había sido el poder que antiguamente ejercía la Iglesia, pero lo hacían con la finalidad de censurar el abuso que la Iglesia había hecho de él. Su historia era la de una gran y rentable empresa que dominaba la sociedad gracias a una máscara filantrópica. La Iglesia sólo predicaba la humildad para obtener resignación, y enseñaba la esperanza para evitar oír la palabra justicia. Esos libros citaban con profusión a los inquisidores, a los papas pendencieros, o a los «gatitos mitrados», en expresión de una dama de la Fronde. Pero nunca se referían a los mártires ni a los santos; exceptuando a Juana de Arco, víctima del poder pendenciero de los clérigos; o a Vicente de Paúl, cuya caritativa actividad evidenciaba las miserias y deficiencias sociales de su tiempo. Se mostraban con exceso esmerados en destacar la cabeza política de la Iglesia terrenal, pero silenciaban todo lo que tuviera relación con su corazón evangélico. Yo sabía todo acerca del comportamiento despótico de Julio II, pero lo ignoraba todo de los encendimientos poéticos de Francisco de Asís.

Nadie me había dicho que, si la Iglesia no siempre había arrostrado en este mundo el buen combate, por lo menos había conservado la fe, y que únicamente era la fe la que había conseguido en esta tierra que reinara la armonía. Nadie me dijo que la Iglesia nos había dado un rostro a quienes no sabemos con exactitud si somos dioses o gusanos cenagosos, si somos el adorno supremo del universo o un débil retortijón de moléculas en una parcela de barro perdido en un océano de silencio. La Iglesia sabía –y constatamos que era la única en saberlo en este siglo de terror– lo que implican la deportación y la muerte; sabía que el hombre es un ser que no cuenta finalmente más que para Dios.

No. Nadie se había ocupado de hacerme saber en esos libros que la Iglesia nos había salvado de todas las desmesuras a las que –indefensos– estamos entregados desde que no se la escucha, o cuando ella se calla. Nadie tuvo el valor de decirme que la Iglesia, por sus promesas de eternidad, había hecho de cada uno de nosotros una persona insustituible, antes de que nuestra renuncia al infinito hiciera de nosotros un átomo efímero, e indefinidamente sustituible, de baba o de espinazo del gran animal estático. Nadie fue capaz de decirme que sus cementerios no estaban llenos –en frase de no sé qué cínico– «de gentes que se creían indispensables», sino que allí conservaba como tesoros las sutiles y casi imperceptibles cenizas de donde un día surgirían los cuerpos resucitados.

En fin, que nadie me dijo en esos libros que los dogmas de la Iglesia eran las únicas ventanas horadadas en el muro de la noche que nos envuelve; y que el único camino abierto hacia la alegría era el pavimento de sus catedrales, desgastado por las lágrimas”
.

Esa es la Iglesia que quien mirase con los ojos de la verdad podría encontrar. Pero esa no es su esencia. Su esencia está en hacer presente cada día al Cristo vivo a través de la Eucaristía, del sacramento del perdón, a través de unos hombres separados para ello. En sacralizar para toda la vida la unión del hombre y la mujer dándoles los medios para perseverar n esa unión y crear una pequeña Iglesia doméstica. En acoger a cada ser humano al nacer, librándole de la muerte, acompañándole al final de su vida, a través de las puertas de la muerte, al país de la Vida. Esa es la auténtica Iglesia abierta a todo aquél que la quiera experimentar.

“El que busca encuentra”, nos ha sido dicho por quien tiene poder para decirlo. Hay una lista inmensa de personas que dicen haber encontrado y cuya vida está llena de equilibrio y belleza. Y uno que encontró, san Anselmo, dejó bellamente escrito: “Te buscaré deseándote, te desearé buscándote. Amándote te encontraré, encontrándote te amaré”. Me apunto. Y, diga lo que diga Punset, seguiré abriendo puertas de antesalas de la felicidad, sabiendo que, tras la última puerta, la encontraré en mi Dios acompañado en cada antesala por su Cristo.