28 de septiembre de 2008

Sobre la Providencia divina

Tomás Alfaro Drake

Tiene razón Simone Weil cuando critica que muchos cristianos suponen cándidamente que si escapan a una bomba mientras el hospital vecino es destruido, han sido “preservados” por la Providencia. Sería esta una providencia injusta. Ciertamente, muchos cristianos piensan que la Providencia es como una especie de protección comprada por muchas oraciones, actos de piedad o buenas obras. Es como si hubiesen firmado un contrato con Dios con unas cláusulas por ambas partes: Si yo hago esto, aquello y lo de más allá, Tú adquieres la obligación de protegerme especialmente y librarme de lo que no me gusta. Esta es, a mi modo de ver, una idolatría; la de adorar a un dios a mi servicio con el que he hecho un pacto entre iguales. Pero el hecho de que muchos cristianos entiendan mal la Providencia divina, no permite eliminarla sustituyéndola por el azar o por la fría lógica de las leyes inmutables de la física.

Lo cierto es que Dios tiene un plan misterioso para cada uno de nosotros. El plan que nos hace mejores instrumentos para la venida de su Reino. Un plan que somete a nuestra libertad y que nosotros podemos aceptar o rechazar. Un plan que siempre, en función de nuestra respuesta se va adaptando, de forma que, sin importar cuantas veces nos hayamos negado a él, siempre hay una forma de reasumirlo. Isaías, en el segundo poema del siervo de Yavé, nos dice: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre. Convirtió mi boca en espada afilada, me escondió al amparo de su mano; me transformó en flecha aguda y me guardó en su aljaba. Me dijo: ‘tú eres mi siervo y estoy orgulloso de ti’”. Y san Pablo nos dice que “en los que aman a Dios todo coopera para el bien”. Ahora bien, esa transformación en flecha aguda, ese bien al que todo coopera en los que aman a Dios, no tiene de ninguna manera que ser lo más agradable, lo más cómodo o lo más placentero para nosotros. No tiene por que ser, y de hecho casi nunca es, lo que a nosotros nos gustaría que nos pasase. Por eso las dos personas más puras que han existido, Cristo y María dijeron ante ese plan: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” y; “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y hay veces que aceptar ese plan es algo verdaderamente heroico. Y hay otras en que la razón humana ni entiende ni puede entender que determinadas desgracias, dolores, enfermedades puedan ser una parte de ese todo que coopera para el bien. Pero esa es la verdadera fe en la Providencia. Lo otro, lo de considerar la Providencia el salir ilesos de un daño que, en cambio afecta a otros, raya en la idolatría. Y como tal, cuando esa Providencia en la que decíamos creer en las maduras nos muestra su cara terrible en las duras, nuestra fe en ella se derrumba. Naturalmente que debemos dar gracias a Dios cuando el devenir de su plan nos resulta agradable. Ser agradecidos con esa bonanza inmerecida nos debería dar fuerza para saber dar también gracias en el momento amargo. Y no dar gracias a pesar del dolor sino, precisamente, por ese dolor. Esa es la auténtica fe. Aunque no entendamos cómo ese sufrimiento coopera para el bien, saber, con la certidumbre de la fe, que lo hace y aceptarlo. Saber que si aceptamos esa Providencia, siempre, pase lo que pase, lo mejor de nuestra vida está siempre por venir. Los seres humanos fuimos creados por Dios para la felicidad. Y hubiesemos pasado por la vida sin conocer el sufrimiento si no hubiese sido por el pecado de soberbia desconfiada hacia nuestro Creador que cometimos todos al unísono de una forma tan misteriosa como misterioso es el tiempo. No hubiésemos conocido el sufrimiento porque el Reino de Dios estaba ya casi instaurado cuando fuimos creados. Faltaba sólo nuestro acto de confianza. ¿Por qué era necesario este acto? Porque habíamos sido creados libres como necesidad ontológica para la felicidad. Ahora, tenemos que volver a edificar ese Reino de Dios y, no hay otra forma de hacerlo que mediante la confianza en el plan de Dios para reconstruirlo. No somos nosotros quienes podemos reconstruirlo. No hay más que ver en qué han parado todos los intentos del hombre de construir sin Dios el Reino de los cielos en la tierra. Es Él el que lo construye, a través de nosotros si le prestamos nuestra confianza. Si todos los hombres, en vez de sólo unos cuantos, se la hubiesen prestado, hace mucho que ese Reino habría llegado. Pero no hay nada que nos cueste más que esa entrega confiada.

Dicho esto, ¿podemos los hombres con nuestra oración cambiar los designios de Dios? Sí, podemos, pero no cuando nosotros queramos, no como resultado de un contrato entre iguales firmado por Dios y nosotros, sino por una petición humilde que deje siempre la puerta abierta a que no se haga nuestra voluntad, sino la tuya, que la aceptaremos. Así rezaron Cristo y María. Hay un pasaje del evangelio, creo que es el único, en el que se ve cómo una oración así camia un designio de Dios. Es el pasaje de la mujer cananea que le pide a Cristo que cure a su hija. Cristo expresa un designio de Dios: “Dios me ha enviado sólo a las ovejas descarriadas de Israel”. No se trata de la enfermedad, que es un accidente de la naturaleza, que ocurre no por designio divino, sino por las leyes ciegas de la misma. Cristo había ya curado muchos enfermos, incluso había resucitado muertos. Es un designio de Dos. Proclamar el Reino a los no judíos era algo anunciado desde Isaías, pero que en los designios de Dios quedaba para los seguidores de Jesús. Ante la insistencia de la mujer cananea, Cristo pronuncia unas de las palabras más duras de todo el evangelio: “No está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perros”. La respuesta de la mujer, sin embargo, cambia el designio de Dios. “Eso es cierto, Señor, pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de los hijos” –le responde. Ante lo que Cristo, Dios, se rinde: “'¡Mujer, que grande es tu fe! Que te suceda como pides’. Y desde aquel momento quedó curada su hija”.

Naturalmente, la fe en la providencia exige la posibilidad del milagro, es decir, que Dios altere, si quiere, el implacable devenir de las leyes de la naturaleza. Eso produce en muchos hombres creyentes un gran escándalo –a los no creyentes, no les produce ninguno, simplemente no lo creen–, ¿cómo va Dios a alterar unas leyes de la naturaleza que Él mismo ha creado? ¿No sería esto una especie de autoengaño del propio Dios que, como sabemos, no puede engañarse ni engañarnos? Transcribo un texto que he leído recientemente y que expresa de maravilla cuál es la respuesta.

“La doctrina cristiana sobre el milagro supone que las “leyes de la naturaleza son bastante sutiles para que la intervención de Dios pueda insertarse en ellas sin desbaratarlas y lo suficientemente estrictas para que esta intervención pueda inscribirse en ellas de una manera clara”. Las “leyes” sólo son, por lo demás, “leyes de la mayoría”. El elemento extraordinario del milagro no tiene sentido más que en relación con el contexto moral y religioso que envuelve al hecho. Éste es “extraordinario” a fin de llamar la atención del despreocupado espíritu del hombre. El milagro supone la existencia de un Dios personal, custodio de una providencia sobrenatural”[1].

En otros post de este blog he explicado como la física cuántica hace posible el milagro. Pero parece que Moeller había anticipado ya cómo deberían ser esas leyes para hacer el milagro compatible con el Dios Verdad que no puede engañarse ni engañarnos. No creo que Moeller ni el autor de la cita conocieran la física cuántica cuando lo escribieron, lo que, de ser cierto, hace la frase profética. La física cuántica hace posible el milagro tal y como se describe aquí, así como el milagro cotidiano de la libertad.

Tal es la fe en la Providencia que confiesa el credo cristiano. Esta es la Providencia que, sin suponer la compra de un salvoconducto para pasar por la vida sin penas ni sufrimientos, sin ser una transacción de igual e igual entre Dios y nosotros para asegurarnos el bienestar, sin prometernos lo que nos gusta o nos apetece, nos hace libres del ciego destino de las leyes de la naturaleza y dependientes de la voluntad de un Dios de Amor, que nos creó para la felicidad, que nos la va a dar para toda la eternidad, pero que quiere reconstruir, a través de nuestra confiada aceptación de esa Providencia, el Reino de Dios que destruimos. Es esclarecedora la frase de Luigi Giussani en su obra “Los orígenes de la pretensión cristiana”.

“La elección del hombre radica en concebirse como libre de todo el universo y sólo dependiente de Dios, o como libre de Dios, y hacerse entonces esclavo de cualquier circunstancia.
........
El hombre es, en la práctica, incapaz de vivir en plenitud la total dependencia de Aquél que es su verdad y la proyección de ella (la dependencia) en la vida como don, amor y servicio. Tiene su conciencia obnubilada y una libertad invenciblemente hastiada respecto al deber de la oración, vive un extraño egocentrismo por el que a la larga, en vez de orientarse al Todo, intenta orientar el Todo hacia sí; en vez de darse, intenta quitar, en vez de amar, explotar.
.............
Si el hombre olvida aquello a lo que da consistencia la oración, es decir, la conciencia de su total dependencia y de su inevitable condición de mendigo, entonces se pierde a sí mismo, rechaza la salvación. ... Si la conciencia de la que hemos hablado no se traduce en súplica, no es una conciencia verdadera. La oración es sólo pedir, pedir con motivo de cualquier cosa. El fenómeno de nuestra necesidad –cualquiera que ésta sea– nos recuerda nuestra dependencia, es causa para profundizar en la conciencia de la dependencia de Dios. ... Por eso es justo pedir cualquier cosa, con aquella cláusula implícita de Jesús en Getsemaní: ‘Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya’. Pues su voluntad significa mi plenitud, la felicidad suprema, en función de la cual está toda petición. Como mi origen está en sus manos, así también mi fin”
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Si los cristianos hemos devaluado esta fe y hemos escandalizado con ello a muchos de nuestros hermanos, que Dios nos perdone, pero no nos dejemos llevar por ese escándalo. Antes bien, repensemos, maduremos y proclamemos nuestra auténtica fe.

Escribo esto con cierta vergüenza, porque hasta ahora, las garras del sufrimiento no han hecho demasiada presa en mi vida. Pero sí he visto sufrir de forma muy dura a personas a las que quiero y sé no es lo mismo hablar de esto desde la barrera que desde el ruedo. Sin embargo, con miedo, le digo a mi Dios: Señor, que el plan que has pensado para mí, sea el que sea, se haga realidad en mi vida. Que aceptando ese plan, sea el que sea, me guste o me triture, aquello que mejor me haga útil para tu Reino, lo mejor de mi vida esté siempre por venir. Amén.
[1] Texto leído en “Literatura del siglo XX y cristianismo de Charles Moeller, en una nota a pie de página en el capítulo dedicado a Simona Weil que, al parecer, niega la posibilidad del milagro. No se aclara a quién pertenece la cita en negrita.

26 de septiembre de 2008

Cruce de comentarios con Ignacio

Ignacio me escribe:

Hola, mi nombre es Criguer Ignacio, soy de Chile, soy cristiano y tengo mucha afinidad con la Iglesia Presbiteriana,estudio periodismo y estoy interesado en la filosofía y me gustaría conversar contigo. Estoy leyendo a Kant, tengo 3 libros de él, espero por favor me contestes, este es mi correo .....

Contesto:


Hola Ignacio.

Es una satisfacción ver que mis palabras llegan hasta chile.

Un placer conversar contigo, pero no esperes de mí demasiado. No soy un filósofo experto sino como dice en mi perfil del blog, una urraca que picotea aquí y allá y va amueblando su nido como puede.

Espero tus noticias.

Tomás

Me responde:

Hola, gracias por responderme ¿De qué país eres? ¿Eres cristiano, evangélico, católico? Tengo un libro de Shopenhauer, sobre Historia de la Filosofía y lo encontré a él, muy arrogante, una de las cosas que el dice que como era posible que hubiera teísmo en su época, ya que debería desaparecer muy pronto. Aparte de estar leyendo a Kant, leo a apologétas cristianos como Josh McDowell y Lee Strobell, los puedes encontrar en internet, he aprendido algo muy cierto, ya que en mi carrera de periodismo dicen la objetividad no existe y las verdades absolutas tampoco, pero eso es una incoherencia y una contradicción, ya que alguien al decir las verdades absolutas no existen está haciendo una declaración absoluta. Creo que hay un chileno importante en el tema de que la objetividad no existe, se llama Humberto Maturana y tiene la teoría de la autopoiesis, parecida o igual a la de niklas luhmann.


Le digo:

Hola Ignacio:

Soy español y católico y me encanta compartir con hermanos cristianos de otras confesiones.

Esto de la negación de la verdad y del relativismo es uno de los cánceres de nuestra sociedad. Pero creo que debemos ser muy cuidadosos con creernos en posesión de la verdad. Todos tenemos una visión parcial e incompleta de la verdad y la única manera de enriquecerla es buscándola en comunidad. Los que tenemos fe, sabemos que Dios existe y que Jesucristo vive, pero no caigamos en hacernos un Cristo a nuestra medida. Cristo es mucho más grande de lo que nuestra inteligencia pueda abarcar y reducirlo a nuestro tamaño es una forma de idolatría. Por eso tenemos que ser humildes con la verdad y ser buscadores de la misma junto con todo hombre de buena voluntad.

En fin, que me alegro de este contacto.

Un abrazo.

Tomás


Me contesta:

Es muy importante el tema de la verdad, ya que como cristianos debemos reconocer que la verdad existe, Cristo dijo "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida", y en otra oportunidad orando al Padre "Tu palabra es verdad" ¿Ha leído sobre la teoría sistémica y la de la autopoiesis? Un gusto poder conversar con usted. Dios le bendiga.


Le contesto:

Hola Ignacio

¡Claro que existe y que la podemos conocer y que nuestra obligación primera es buscarla! Lo que pasa es que no podemos conocer TODA la verdad porque nos supera. Cada ser humano, en su búsqueda contínua, aprehende una parte y, generalmente, mezclada con algunas cosas falsas. Por eso es necesario que los que la buscamos con buena voluntad sepamos dialogar para encontrarla. No se trata de un diálogo desde el relativismo de yo tengo MI verdad y tú TU verdad y yo tolero tu verdad. Esa tolerancia es en realidad indiferencia. Es un “me importas muy poco y si te equivocas peor para ti mientras no me des la lata”. Es una tolerancia ajena a la caridad. El diálogo positivo parte no de ocultar las diferencias, sino de ponerlas en claro con respeto y de analizarlas en conjunto, porque si uno tiene razón, el otro no. Y si el otro me importa (y yo mismo me importo) es importante que razonemos juntos para ver en dónde estamos cada uno en el encuentro con la verdad. Esto es respeto en la caridad. Eso es lo que yo creo que debemos hacer los hombres de buena voluntad.

Sobre Humberto Maturana, Nicklas Luhmann o la teoría sistémica y de la autopoiesis, ni idea. Ya te dije el la primera respuesta y lo digo en mi perfil, que no soy más que una urraca.

Un fraternal abrazo.

Tomás

21 de septiembre de 2008

El coste de un cerebro desproporcionado

Tomás Alfaro Drake

Este es el 25º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano” y “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”.

En el artículo anterior afirmé que el cerebro humano era un cerebro desproporcionado. Efectivamente, los científicos, siempre curiosos, han analizado la relación entre el tamaño del cerebro y del cuerpo de miles de especies, tanto vivas como extintas. En todas ellas existe una relación casi proporcional entre los tamaños de ambos. Menos en el Homo Sapiens. El Homo Sapiens tiene un cerebro cinco veces mayor del que se correspondería con el tamaño de su cuerpo. Por eso consume una gran cantidad de energía. El cerebro de un chimpancé consume un 11% de la energía que necesita el animal. El cerebro del Homo Sapiens adulto consume un 23% y el de una cría el 60%. Y para darle al cerebro esa energía hay que buscar más alimento, lo que siempre representa un grave problema para cualquier especie. Cuando el Homo Sapiens llegó a ser inteligente, conseguir ese alimento extra dejó de ser un grave problema. Pero en los 3 millones y pico de años en que el cerebro fue aumentando en relación con el cuerpo, antes de la aparición de la inteligencia, el problema era tan grave que dificultaba enormemente la supervivencia. Efectivamente, el primer Australopiteco, hace unos 3,5 millones de años, poco más que un chimpancé, tenía ya un cerebro 2,3 veces mayor del correspondiente a su cuerpo y necesitaba, como el chimpancé el 11% de la energía. El cerebro del primer Homo, hace 1,7 millones de años, era 2,6 veces mayor de lo normal y consumía el 15% de la energía de su dueño. Pero el energético no es el único coste de un cerebro desproporcionado. El parto es un reto todavía mayor. El momento del parto es de una tremenda indefensión para cualquier animal frente a los depredadores. Por eso es un proceso rápido. Pero en el Homo Sapiens no es así. El tamaño del cerebro hace del parto un momento muy difícil. No sólo porque por sí mismo produce una gran mortandad, sino porque deja durante mucho tiempo a la madre a merced de los depredadores. El sistema de locomoción bípedo, que se desarrolla paralelamente al cerebro, hace que la pelvis tenga que ser estrecha, lo que aumenta las dificultades. Tanto es así, que el feto del Homo Sapiens tiene que hacer una auténtica gynkana para nacer, girando varias veces la cabeza para encontrar el camino. Y, al final, sale con la cara vuelta hacia atrás. De esta forma, la madre no puede limpiarle las vías respiratorias a su cría al nacer, como hacen la hembras de todos los grandes simios. Tiene que haber otra hembra que haga esa función para aumentar las probabilidades de supervivencia del la cría. Con lo que ya son dos las hembras expuestas a los depredadores. Por si fuera poco, el cerebro del recién nacido consume, como se ha dicho, un 60% de la energía, energía que tiene que suministrar la madre durante la lactancia, lo que hace que ella necesite mucho más alimento. Además, la dependencia de la cría hacia la madre es muy prolongada porque al cerebro no le ha dado tiempo de madurar durante la gestación y la cría tarda mucho en valerse por sí misma. Esto, sin tener todavía la inteligencia que hace necesario ese cerebro. La naturaleza jamás haría nada así. Con un cerebro menor y con instinto en vez de inteligencia le hubiese bastado. Pero el Diseñador debía tener otros planes y optó por hacer de mecenas en el desarrollo de una criatura que iba a necesitar, varios millones de años más tarde, un gran cerebro para algo muy especial: Recibir la inteligencia. Es muy sorprendente que todas las especies de Australopitecos y Homos se hayan extinguido sin dejar ramas, apenas daban paso a la especie siguiente. No pasaba lo mismo con los grandes simios, de los que hay varias especies hoy en día. El camino hacia el Homo Sapiens es esa rama larga y aislada del arbusto de la vida de la que hablé hace unos artículos. Todo indica que cada especie de esa rama, una vez cumplida su función, dejaba de ser “subvencionada” cediendo la “subvención” a la siguiente. Es como si alguien pasase por un puente que se va derrumbando justo tras de sus pasos. Suena a película de Indiana Jones. Sabemos que tiene que sobrevivir para que no se acabe la película. Es un truco. Son cosas del guión y del Director. ¿Será el Homo Sapiens el protagonista de la película de la evolución? Parece que sí.

13 de septiembre de 2008

Tecnología, desarrollo material y espiritualidad

Tomás Alfaro Drake

Es un tópico demasiado manido en muchas discusiones que alguien diga que el gran enemigo del desarrollo espiritual y moral de occidente y del mundo entero, incluso el causante del estancamiento o retroceso del mismo, es el desarrollo material. En el otro extremo suelen situarse los que afirman que nunca la conciencia moral, aunque no la espiritual, de la humanidad ha estado tan desarrollada y que eso ha sido gracias, precisamente, a ese desarrollo material. Apoyan su tesis con datos ciertos y comprobables, si bien parciales. Citan a favor de su opinión, la abolición de la esclavitud, los derechos humanos, los índices de pobreza extrema decrecientes en todos los países, la responsabilidad social corporativa en las empresas, etc, pero olvidan la reciente barbarie, sólo aparentemente superada hoy en día, de ideologías como el nacional socialismo o el comunismo, o la barbarie, no superada, sino más bien en auge, del terrible fenómeno del aborto y de distintas formas de eutanasia, por no hablar de cosas menos aparatosas pero no menos graves como el desmesurado crecimiento de la familias rotas y el desencanto y falta de sentido de la vida que angustia a tantas personas y que hace que se disparen de forma alarmante la prevalencia de enfermedades mentales o el índice de suicidios.

Quisiera, en estas líneas razonar mi punto de vista que no se sitúa ni en uno ni en otro polo, ni siquiera en un hipotético punto medio, sino en un punto de otra perspectiva fuera de la línea que une ambos polos. Vamos a ver si lo consigo.

Indudablemente, el hombre está, como todo ser vivo, sometido a la lucha por la vida, presionado por la necesidad de mantener el balance energético que le permita la supervivencia. Ya los griegos decían, y así nos lo transmitieron los romanos, “primum vivere, secundum filosofare”. No creo que la veracidad de este aforismo pueda ponerse en tela de juicio por nadie con sentido común. El mecanismo de la evolución de las especies vivas hace que todas ellas estén siempre en el límite de la supervivencia. Sin embargo, la especie humana ha recibido el don de la inteligencia[1]. Este don le permite, evidentemente, la capacidad de “filosofare”, pero antes de eso, y para tener la posibilidad de ejercer esa facultad, la inteligencia le ha permitido salir de la “tierra límite” de la mera supervivencia. Y el instrumento que utiliza la inteligencia para conseguir esa fuga de la “tierra límite” es la tecnología. Cuando hoy, en el siglo XXI, se habla de tecnología, se tiende a caer en un error de enfoque. Creemos que la tecnología es algo que empezó en el siglo XIX, con la era industrial. Nada menos cierto. El avance tecnológico es tan antiguo como la inteligencia e inherente a ella. Las herramientas y técnicas de caza, la domesticación de animales, la agricultura, el regadío, la rueda y un largo etc. son desarrollos tecnológicos que se pierden en la noche de los tiempos. También, a veces, cuando hoy se habla de tecnología, hay gente que la ve como algo que deshumaniza al hombre, como enemiga de la cultura y del espíritu. Me gustaría citar tres ejemplos de desarrollos tecnológicos que desmienten esta visión. El papel y la imprenta son los dos primeros, de sobra conocidos. El tercero, casi desconocido fue condición sine que non para el desarrollo de corrientes pictóricas como el impresionismo. La invención de tubos de plomo en los que llevar la pintura al óleo, permitió que los pintores saliesen a pintar a la naturaleza, en vez de tener que permanecer recluidos en sus estudios para hacerlo. La primera consecuencia fue el impresionismo. Es el desarrollo tecnológico el que ha permitido a la especie humana salir de la zona en la que la única preocupación era el “vivere” y, además, le ha suministrado posibilidades de desarrollo humano y cultural.

Pero el don de la inteligencia no tiene tan solo el aspecto benéfico que acabo de señalar. Tiene, como todo en esta vida, su lado negativo. La inteligencia nos permite anticipar mentalmente el futuro y de esta manera aparece el miedo a ese futuro que sabemos incierto[2]. Ese miedo nos incita a acaparar bienes de reserva que puedan ser un escudo frente a esa incertidumbre. Y a veces, la cantidad de esos bienes que creemos necesitar y la forma de conseguirlos, nos llevan a la avaricia, la violencia, la sed de poder y la injusticia. Por supuesto que es lícito poseer estos bienes en un grado razonable y conseguidos de un modo honesto. De ninguna manera es razonable ni justo, como se ha hecho aberrantemente en la historia reciente, a negar el derecho de propiedad. Pero ni la cantidad de esos bienes puede ir en contra del bien común, ni es válida cualquier forma de conseguirlos.

La tecnología permite aumentar considerablemente la cantidad y calidad total de bienes a disposición de la humanidad. Una buena parte de la historia está movida por intentos de crear instituciones que permitan aumentarlos en la mayor medida posible, que promuevan medidas lo más justas posible para su reparto y que eviten en lo posible que una parte de la humanidad se apropie injustamente de bienes debidos a la otra. Pero es importante reseñar que, de todos estos factores, no sé si el más importante, pero sí el condición sine qua non, es el de la creación eficiente de suficientes bienes, ya que sin ellos, no hay nada que repartir. En la historia de la humanidad son muchos los errores, los palos de ciego y los aciertos. Muchas ideologías han surgido y siguen surgiendo para buscar posibles respuestas a esos interrogantes.

Sin embargo, por debajo de estas cuestiones, llamémoslas “prácticas”, laten otras mucho más profundas e importantes que también han movido la historia en conjunción con las primeras. Esas cuestiones, que han tenido y siguen teniendo muchas respuestas, se pueden resumir en una sola pregunta: ¿Para qué esos bienes, no necesarios para la supervivencia, que crea la tecnología? Sobre el cómo de las preguntas “prácticas” anteriores se alza el ¿para qué?

Creo, aunque no podría demostrarlo, que en todas las épocas y culturas la humanidad ha tenido claro que esos bienes materiales eran un medio. Más aún, que eran un medio para un medio. Si hay una cuestión en la que todos los hombres hemos estado siempre de acuerdo es en que el fin último es la búsqueda de la felicidad, aunque jamás hayamos sabido definirla y menos aún precisar cuales son los medios primeros para conseguirla. Creo que también hemos estado bastante de acuerdo en que, sean cuales sean esos medios primeros y los caminos para conseguir la felicidad, es necesario un cierto desahogo de bienes materiales para conseguirla, los medios segundos. No parece posible hacerlo desde la “tierra límite” de la lucha por la mera supervivencia.

Creo también que la humanidad se ha pasado la inmensa mayoría de su historia con un nivel de bienes materiales globales insuficientes para que el miedo a que antes me refería permitiese la tranquilidad necesaria para intentar la búsqueda de la felicidad. No estoy hablando de espíritus selectos que, por muy diversas razones, han sido capaces, en cualquier época o situación, de dominar ese miedo, buscar la felicidad y en muchas ocasiones encontrarla. Me refiero a la mayoría de los seres humanos, generalmente dominados por ese miedo. Y eso ha generado reflejos condicionados de dominio, de apropiación, de poder, de acaparamiento, que subsisten incluso en la abundancia. Por eso, las instituciones que persiguen el control y encauzamiento de ese miedo han tenido un éxito muy relativo. Es de notar que los animales no tienen esos reflejos –o no los tienen más allá de lo estrictamente necesario para la supervivencia de la especie– precisamente, por no tener inteligencia. La causa de estos reflejos es la inteligencia del hombre.

Sin embargo, en la zona profunda de las preguntas fundamentales, se forjaban respuestas a la pregunta de para qué esos bienes. Esas respuestas suelen ser religiosas. La religión oficial greco-romana no aportaba ninguna respuesta a esa pregunta. Sin embargo, la religión judía primero y la cristiana después, afirmaban que todos los hombres somos iguales, hijos del mismo Dios, que nos había hecho a su imagen y semejanza, y que por lo tanto todos teníamos derecho a la transformación y disfrute universal de los bienes materiales, hechos por ese mismo Dios y buenos por naturaleza. La propia naturaleza humana, buena también, se habría corrompido por la entrada del pecado en el mundo. El derecho al disfrute de los bienes de la creación es, según esta cosmovisión judeo-crisiana, universal, pero no igualitario. No excluye ni la justa propiedad privada de los mismos ni diferencias en su posesión en relación a la aportación hecha para su formación. Sin embargo, ese derecho al disfrute universal de los bienes de la creación es superior en rango a estos últimos. Es esto lo que da lugar al mandato de la justicia y el amor.

Parafraseando al premio nobel de física William Bragg (él utiliza la palabra ciencia donde yo pongo tecnología), diría que “de la religión procede el objetivo del hombre; de la tecnología su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo”. Podríamos decir que durante casi toda su historia el hombre tenía el objetivo pero no el poder para alcanzarlo.

Había también, en esa zona profunda de los para qués, las más diversas filosofías y formas de actuación fácticas que intentaban dar las más variadas respuestas a esas preguntas. Por citar algunas, el gnosticismo afirmaba la maldad del mundo material, creado por un malvado demiurgo, y la superioridad de unos hombres, los pneumáticos, poseedores de un alma espiritual atrapada en el mundo material, frente a otros, los hílicos, que carecían de ese alma espiritual y eran, por lo tanto, tan sólo perversa materia. Era, por tanto, necesario acabar con ese mundo físico. Estaba la filosofía estoica, que consideraba que la libertad del hombre era una simple ficción, ya que éste se encontraba atrapado en medio de unas inexorables leyes físicas que dictaban su devenir tan rígidamente como la caída de una piedra. Ante esto sólo cabía, como defensa psicológica, el desapego más absoluto a todo deseo y la aceptación de lo que ese destino inescrutable nos deparase. A veces este desapego llevaba a un sucedáneo puramente filantrópico de la justicia y el amor. Ese sucedáneo no se basaba en la igualdad de los hombres como criaturas de un mismo Dios, sino en ese desapego de todo deseo. Para terminar con la limitadísima enumeración de respuestas a las preguntas profundas del ¿para qué? diré que el pensamiento dominante, ha sido, casi siempre y simplemente, la ley del más fuerte, la razón de la sinrazón.

Así, desde antes de que apareciera la civilización helénica –la primera revelación d Dios al hombre, Abraham, se sitúa hacia el siglo XVII a. de C.– hasta el renacimiento tardío, la humanidad vivía en un tenso equilibrio entre una cosmovisión judeo-cristiana descrita anteriormente y un nivel de desarrollo material –recordémoslo, medio para otro medio– que hacía difícil, por insuficiente, que el hombre se liberase de su miedo y avanzase en el logro de la civilización de la justicia y del amor propugnada por esa cosmovisión.

Pero en el renacimiento se inicia una de las dos tendencias que iban a romper ese equilibrio. Una tendencia que no afectaba a las cuestiones del cómo sino a las del para qué. Aparecen filosofías que, de una manera paulatina, paso a paso, empezado por Descartes, siguiendo por Kant, continuando por Hegel y culminando en Sartre –por citar sólo algunos hitos–, acaban por negar la realidad externa, sometiéndolo todo a un solipsismo (sólo yo mismo) que se mira el ombligo y sólo sabe pensar en círculos, en espirales cada vez más ínfimas –que no dejan lugar ni a la realidad, ni a la trascendencia ni, mucho menos a Dios–, para terminar en la nada: La cosmovisión cristiana se derrumba ante una cosmovisión que empieza y termina en el hombre solo, diosecillo, demiurgo insignificante que quiere suplantar a Dios y sólo es capaz de adorar a la nada. Estoy convencido de que tanto Descartes como Kant o Hegel, si hubiesen visto las consecuencias de las puertas filosóficas que abrieron, se hubiesen horrorizado, pero, ¿quién puede evitar que otros pasen por las puertas al vacío que uno ha abierto? Con esto, las preguntas del para qué, se diluyen y se hacen tan pequeñas como el más pequeño de los círculos alrededor de un “YO” que pretende suplantar a Dios. Sin embargo, y en los siglos anteriores al XIX, esas filosofías apenas salían de los cenáculos intelectuales cerrados en sí mismos. La inmensa mayoría de la población seguía, de una manera más o menos consciente, adherida a la cosmovisión cristiana.

Pero en el siglo XIX, la revolución industrial –y esta es la segunda tendencia, que no se responde al para qué, sino al cómo– cambia todo de arriba abajo. El desarrollo tecnológico se acelera exponencialmente, lo que da lugar a una capacidad de producción de medios materiales absolutamente sin precedentes. Pero esta abundancia llega en un momento en el que las respuestas al para qué habían sido minadas por el deterioro filosófico antes citado. Las “élites” intelectuales habían desechado ya la cosmovisión cristiana y lo que antes eran sólo medios –y medios segundos–, son ascendidos a fines. Así, esa pérdida de la cosmovisión cristiana, que es una sólida base para dar sentido a la vida, al ser sustituida por una cosmovisión vacua basada en la abundancia de bienes materiales como fin, ha dado lugar a un nuevo tipo de pobreza: La pobreza del vacío existencial, de la náusea, de la nada, a veces, en medio de la mayor opulencia. Es difícil ver dos siglos tan terriblemente convulsos como el XIX y, sobre todo, el XX. Es sintomático ver cómo, después de la 1ª Guerra Mundial se deshace en el desencanto la fe en el paraíso del progreso técnico que alimentó a los siglos XVIII y XIX. Hablar de futuribles es siempre una utopía inútil, pero cabe preguntarse cómo hubiera sido la revolución industrial si la cosmovisión cristiana hubiese estado intacta. ¿Hubiese producido las mismas tensiones? ¿Hubiese tenido lugar el brutal colonialismo del siglo XIX? ¿Hubiesen existido las sangrientas ideologías comunista y nacional socialista? ¿Hubiesen existido las dos guerras mundiales? Quién puede saberlo. Pasó lo que pasó. El hombre identificó su magnífica capacidad para generar desarrollo material con omnipotencia, y los medios segundos que suponían esos bienes materiales con fines, ya que había defenestrado cualquier otro tipo de bien trascendente. Los cenáculos en los que vivían aisladas las “élites” intelectuales, los filósofos del desencanto, se abrieron a unas masas que tenían acceso a una semieducación que permitía la existencia de unos medios de difusión que transmitían el mensaje de esa filosofía empobrecida. Pero esta semieducación rara vez alcanzaba el nivel para poder criticar esos presupuestos mediáticos, al tiempo que la propia educación se teñía de ideología y de consignas. Pocas frases describen tan bien este proceso como la que cito a continuación de Arnold J. Toynbee:

“También había obtenido cierto éxito [La Civilización Cristiana Occidental] al verse frente al impacto de la democracia sobre la educación. Al abrir a todos una casa de tesoros intelectuales, que desde los albores de la civilización había sido un privilegio celosamente guardado y opresivamente explotado por una pequeña minoría, el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la humanidad una nueva esperanza, aunque al precio de exponerse a un nuevo peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran <> a sus víctimas hasta el punto de impedirles que continuaran su educación de modo que llegaran a hacerse inmunes a tal explotación”.

Entiéndaseme bien. No estoy, de ninguna manera en contra de esa masificación de la educación. Al contrario, me parece un inmenso logro. Lo que me parece terrible es que nos podamos quedar a mitad de camino, instalados en esa semieducación. Y no me parece un miedo absurdo. No hay más que ver el desprecio, cuando no miedo, que hoy producen en casi todas las instancias, esa educación “inútil” en filosofía, historia y humanidades en general, que podrían completar esa semiducación. Y llegados a este punto, tengo que decir que esa puerta de entrada a la casa de tesoros intelectuales, fue abierta, por primera vez, por la Iglesia, fundadora de las Universidades en las que se daba salida a los restos del naufragio de la cultura clásica, rescatados por ella misma en una estrategia de salvamento de esos tesoros, durante los siglos de las invasiones germánicas y normandas, a través de los monasterios.

Afortunadamente, siglos de cristianismo, han dejado un poso profundo en la cultura occidental que a la filosofía devaluada no le resulta fácil de eliminar. El efecto de esta filosofía, aunque creciente, no pasa todavía de ser epidérmico. Por eso, y afortunadamente, muchos hombres occidentales del siglo XXI, incluso entre los no creyentes, practican una filantropía encomiable basada, aún indirectamente, en los restos de esa cosmovisión cristiana y posibilitada por la abundancia de bienes materiales sin precedentes. Pero esta filantropía, sin sólida base y posible sólo por la mera abundancia de bienes materiales, es, salvo magníficas excepciones, tan frágil como sus fundamentos. Corre, por tanto el riesgo de derrumbarse como un castillo de naipes a la menor contrariedad en tanto la cosmovisión de la nada siga ganando terreno. En contraste con esta filantropía se encuentra la caridad, basada en el mandato evangélico del amor de tantas personas que, calladamente, gastan su vida al servicio de los hijos de Dios, sus hermanos, más débiles. No quisiera, de ninguna manera, que se entendiesen estas líneas como una devaluación de esa filantropía. Muchas magníficas historias de abnegación se han escrito desde ella, que en muchos casos tiene una enorme profundidad. Pero afirmo que esa filantropía laica existe gracias al profundo humus de cristianismo, aún inconsciente, y que sin ese humus, muy probablemente no existiría, y que con el paso de los decenios, si ese humus desaparece, esa filantropía se esfumará, disolviéndose en el vacío.

En la discusión tópica a que aludía en el primer párrafo de este escrito, suele haber dos bandos. Los que dicen que si no se hubiese destruido con la Ilustración la cosmovisión cristiana no se hubiese producido el despertar científico técnico, ni la revolución industrial, ni el progreso material que hoy vivimos y los que dicen que este desarrollo científico-técnico es el culpable de la desespiritualización de occidente. Ni unos ni otros tienen, en mi opinión, razón.

Los primeros olvidan que el espíritu científico no fue algo que apareciese porque sí de la noche a la mañana. Nace de una cosmovisión que ve el mundo material como bueno, digno de ser estudiado, y sustentado por un logos que le da inteligibiliad que hace ese estudio posible. El despertar científico de los siglos XVII en adelante no hubiese sido posible sin precedentes como, a título de mero ejemplo, el dominico san Alberto Magno o el franciscano Roger Bacon (no confundir con Francis Bacon). El trabajo como fuente de riqueza y desarrollo del mundo está ya en la cultura judía, (transformad el mundo, en el Génesis), posteriormente en el evangelio (parábola de los talentos), en san Pablo (el que no trabaje que no coma), en san Benito (ora et labora), etc. Por eso forma parte del fondo cultural de occidente. Sin ese sustrato del logos de la naturaleza y del ora et labora, es dudoso que jamás hubiese habido ese despertar científico-técnico ni esa creación de riqueza, como, de hecho, no ha existido en ninguna otra cultura. A mi entender, no es una casualidad que este proceso haya tenido lugar en la cultura occidental, preñada de cristianismo. Sin embargo, la descristianización de la filosofía, quitó el ora de la frase de san Benito y es probable que esta eliminación haya hecho que el progreso científico-técnico, en nombre de un humanismo sin Dios, se deshumanizase y diese lugar a una revolución industrial inhumana con sus secuelas de comunismo, nacional socialismo, colonialismo y dos guerras mundiales. Es más, afirmo que ni los derechos humanos, ni la abolición de la esclavitud hubiesen tenido lugar en una cultura que no estuviese impregnada de cristianismo, como de hecho no ha ocurrido en ninguna otra si no es a través del influjo, precisamente, de esta civilización occidental. La misma consigna “liberté, egalité, fraternité” de la revolución francesa no hubiese sido posible si nuestra cultura no hubiese estado inmersa en el cristianismo durante siglos. Y me atrevo a predecir que si ese humus de cristianismo llegase algún día a ser eliminada de lo profundo del alma occidental, volveríamos a la barbarie. Ya la hemos sufrido en el terreno social con el neopaganismo nazi y el ateísmo radical del comunismo. La estamos sufriendo en el terreno estético en el que, con notabilísimas excepciones, lo esperpéntico inunda el arte y la fealdad de lo mediocre nuestras ciudades y nuestros modos de vivir. Pero, sobre todo, la estamos sufriendo en el terreno ético; el aborto, la eutanasia, la cultura de la muerte, la alarmante ascensión de las familias rotas y desestructuradas, con su secuela de infelicidad y frustración en gran parte de varias generaciones, el sinsentido de la vida y el aumento de las enfermedades mentales y del suicidio.

Los segundos ponen la causa de la desespiritualización y el materialismo galopante de occidente en el lugar equivocado. La causa no está en el desarrollo científico-técnico, sino en las ideas filosóficas deterioradas. ¿Puedo decirlo en palabras de Albert Camus?: “Los genios malos de la Europa de hoy llevan nombres de filósofos: se llaman Hegel, Marx, Nietzsche… Vivimos en su Europa, la Europa que ellos han hecho. Cuando hayamos llegado al extremo d su lógica, nos acordaremos de que existe otra tradición: la que no ha negado jamás lo que constituye la grandeza del hombre”[3]. Debo decir inmediatamente, por honestidad intelectual, que Camus no se refería a la tradición cristiana sino a la de la luz mediterránea, a la del oráculo de Delfos o los misterios de Eleusis. Pero la frase no deja de ser válida. Hoy día tendemos a no conceder a las ideas la importancia que tienen, pero son ellas las que marcan la dirección del mundo. En algún sitio he leído una frase extraordinaria. “No hay un solo hecho en la historia que no haya sido antes una idea”. El desarrollo tecnológico es una bendición para la humanidad. Si la humanidad ha dejado de adorar al Dios Padre de todos los hombres para adorar al becerro de oro, la culpa no es del oro, sino de los hombres que han forjado el becerro. No faltan, sin embargo, espíritus lúcidos que ven en la tecnología un enemigo del desarrollo espiritual. Y, a pesar de lo dicho anteriormente, tienen en parte razón. Porque un gran peligro del desarrollo material, con independencia de la base filosófica en que se sustente es el de la soberbia que el dominio de la tecnología puede despertar en el hombre. Pero quiero rebatir esta visión negativa de la tecnología citando textualmente un pensamiento de Henri Bergson que recoge e inspira en gran medida parte de lo que he dicho:

“[...] El hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente: en otros términos, la humanidad es una especie animal, sometida como tal a la ley que gobierna el mundo animal y que condena al ser viviente a alimentarse de lo viviente. Al serle disputado su sustento tanto por la naturaleza en general como por sus congéneres, tiene forzosamente que emplear su esfuerzo en conseguirla; su inteligencia, precisamente, está hecha para proporcionarle armas y útiles para esta lucha y este trabajo. ¿Cómo, en estas condiciones, la humanidad habría de volver hacia el cielo una atención esencialmente dirigida hacia la tierra? Si tal cosa es posible, sólo lo será en virtud del empleo simultáneo o sucesivo de dos métodos muy distintos. El primero consistirá en intensificar hasta tal punto el trabajo intelectual, en llevar la inteligencia tan lejos y más allá de lo que la naturaleza había querido para ella, que el simple instrumento dé paso a un inmenso sistema de maquinas capaz de liberar la actividad humana, siendo esta liberación, por otra parte, consolidada por una organización política y social que asegure al maquinismo su verdadero destino. Medio éste peligroso, porque la mecánica, al desarrollarse, podrá volverse contra la mística: incluso es de este modo, como aparente reacción contra ésta, como la mecánica se desarrollará más completamente. Pero existen riesgos que hay que correr: una actividad de orden superior, que tiene necesidad de una actividad más baja, deberá suscitarla o, en todo caso, dejarla actuar, dispuesta a defenderse si es preciso; la experiencia muestra que, si de dos tendencias contrarias pero complementarias, una ha crecido hasta el punto de pretender ocupar todo el espacio, la otra se encontrara bien situada por poco que haya sabido conservarse: al llegar su turno, se beneficiará de todo lo que se ha hecho sin ella, de lo que incluso no ha sido llevado vigorosamente más que contra ella [...]”.

Por eso, si la civilización occidental vuelve a abrazar sus raíces cristianas. Si la Iglesia católica logra iluminarse continuamente a sí misma, a las almas y los corazones de los hombres de todas las culturas y civilizaciones del mundo con la luz de Cristo y restaurar de nuevo una cosmovisión cristiana purificada. Si la tecnología y el progreso material, inspiradas en esta luz, son capaces de conquistar los estómagos de toda la humanidad sin destruir el planeta ni la libertad familiar. Si, humildemente, somos capaces de devolver a su lugar fines y medios segundos y de encontrar los medios primeros adecuados, también guiados por esa luz, entonces y sólo entonces, la humanidad podrá entrar en la senda de la civilización de la justicia y el amor y podrá hacer llegar el Reino de los Cielos a la tierra. Pero éste es un reto espiritual. El reto fundamental no es si seremos capaces de hacer crecer la riqueza más deprisa que la población gracias a la tecnología, de lo que estoy convencido, sino si seremos capaces de crecer ética y espiritualmente de tal forma que evitemos la soberbia, desterremos la injusticia y vayamos, más allá de la justicia, al amor. Y eso sólo lo lograremos con la ayuda de Dios. Sólo con su ayuda podremos hacer arados de las espadas y podrá pacer el león con el cordero. Sin el Dios que nos ha dado la inteligencia para que desarrollemos la tecnología, sin el Dios que nos ha dado su Palabra –Cristo– para vencer esos peligros, sin el Dios que nos hace hermanos a todos en Él, la misión es imposible. La historia ha demostrado que los intentos de construir paraísos terrenales, del tipo que sean, de espaldas al Dios Padre común de todos los hombres, acaban siempre en un baño de sangre. Y esa ayuda se llama Gracia. No tengo la menor duda de que Dios nos dará esa Gracia si se la pedimos. Nos ha sido dicho por quien tiene poder para decirlo: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. Y también: “Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo”.

Que así sea.

[1] Sería largo exponer aquí por qué creo que la inteligencia es un don y no un producto de la evolución. En este mismo blog puede verse la serie de artículos que presentan mi razonamiento para sustentar esa creencia.
[2] Vease, en la misma serie de artículos a que me refería en la nota a pie de página anterior, el artículo 29: “El lado oscuro de la inteligencia”
[3] Nouvelles Littéraires, nº 1236, 10 de Mayo de 1951.

9 de septiembre de 2008

Respuesta a un comentario de Pedromr a mi respuesta anterior a Fernando (Vaya lío)

Anónimo, que no es tan anónimo porque más abajo se identifica como Pedromr ha dejado un nuevo comentario en mi “Respuesta a un comentario de Fernando”.

Me dice
Bueno, bueno, que divertido me resulta este tema. Efectivamente, Dios todo lo gobierna, eso sí, sin saltarse la ley del amor, que pasa necesariamente por el respeto a nuestra libertad. El colapso del electrón lo dejo para otro día.Al grano:Yo soy pedromr, "fósforo" de Tomás Alfaro, muy especialmente del Señor del Azar, pero también de la Victoria del Sol -unas Navidades se lo regalé a todos mis clientes-.También soy Ingeniero (Agrónomo) y del Camino Neocatecumenal.Ambos libros son fundamentales en mi familia: hijos, hermanos y padres. Tanto es así, que, hace ya algunos años, contacté, a través de un común amigo, con Tomás Alfaro pidiéndole ejemplares del libro. Tuvo la enorme amabilidad de enviarme 3, uno de ellos dedicado. Ese, es mío y sólo mío (es una broma). Pero, para el Redemtoris Mater de Viena, estaría encantado, si hiciera falta, de enviar un ejemplar. Y no olvides buscar La Victoria del Sol. Es igual de fundamental.

Le contesto:

Gracias Pedromr, vas a conseguir que se me suban los colores. Ya sabes, Fernando, si no soy capaz de encontrar un ejemplar de “El Señor del azar”. Pedromr te lo envía. Voy a ver si lo tienen en la librería que dije. Como me habéis mandado vuestros mails, (aunque los he omitido por vuestra confidencialidad, si queréis os los doy a cada uno por esa vía), te digo, Pedro si hace falta. También te digo que me han editado hace poco más de un año un nuevo libro, muy distinto que los anteriores pero también muy interesante (qué voy a decir yo, que soy su “padre”) que se llama “Al sueño de la muerte hablo despierto”. Lo puedes encontrar en la librería diálogo en Diego de León casi esquina Serrano. A ti, Fernando te haré llegar los tres o los dos, según pueda, a Viena.

Muchas gracias a ambos y como le decía a Fernando en el mail anterior, qué verdad es ese tópico de que el mundo es un pañuelo. A que va a resultar que hay más gente de la que yo pienso leyendo este blog.

Un abrazo a ambos.

Tomás Alfaro Drake

Respuesta a un comentario de Fernando

Fernando me ha dejado un nuevo comentario en su entrada “¿Un homo sapiens sin inteligencia?” Me dice:

Soy Fernando de la Vega, un joven de 25 años, casi ingeniero de minas (falta PFC) y que me formo para ser sacerdote en el seminario diocesano misionero Redemptoris Mater de Viena, vinculado al camino neocatecumenal, pero dependiente de la Diocesis de Viena.Bueno, el caso es que estoy intentando localizar su libro "El Señor del azar" y no lo encuentro por ninguna parte. Lo quiero porque es un libro que me pareció interesante hace varios años cuando cayó en mis manos y tal y como está escrito me parece entendible para cualquier persona, sin necesidad de tener grandes conocimientos de ciencia. Lo quiero llevar a mi seminario pues considero que el tema es cuanto menos interesante en la formación de los futuros sacerdotes.En mi seminario, que es internacional, somos varios los que hemos tenido una formación universitaria del ámbito de las ciencias, y el tema Ciencia-Fe sale muchas veces. También a nuestro obispo, el Cardenal Schonborn le gusta el tema y trata de él en numerosas ocasiones. Por otra parte en la universidad de Viena hay mucho cacao mental y estas cosas vienen mejor explicadas en su libro.Por ello, le rogaría que se pusiese en contacto conmigo para indicarme dónde puedo conseguir un ejemplar de su libro.Muchas gracias,


Le contesto:

Muchas gracias a ti, Fernando, por tu comentario. En primer lugar, ¡qué cierto es el dicho de que el mundo es un pañuelo! Resulta que entra en mi blog un lector de mi libro “El Señor del azar”. En segundo lugar, quiero decirte lo orgullosos que me siento de que te parezca que ese libro merezca estar en el seminario Redemptoris Mater de Viena y formar parte de su biblioteca. Por último, te respondo a tu petición. El libro se agotó completamente en editorial y no se reeditó. Algunos ejemplares que yo me guardé también los he ido regalando. Como he tenido peticiones como ésta lo he buscado en páginas web de libros de viejo, pero no lo he encontrado. Pero, lo que son las casualidades de la vida, hace unos tres meses, una amiga mía librera me dijo que le quedaba un ejemplar. Voy a ver si no lo ha vendido y, si es así, con mucho gusto te lo enviaré a Viena, al seminario.

Tengo amigos que viven su cristianismo en el Camino Neocatecumenal y, personalmente, tengo un gran cariño por los “kikos” y una gran admiración por su fundador, Kiko Argüello, así es que mandarte el libro será un doble placer.

“El Señor del azar” es un libro al que tengo un gran cariño porque cuando se publicó, le envié un ejemplar a Juan Pablo II que me contestó con una amable carta, dándome ánimos a continuar escribiendo, cosa que he hecho.

Quiero aprovechar este foro de mi blog y la casualidad (no hay tal, el azar no existe, está sometido al Señor del azar, Dios) de tu comentario para pedir a alguien que pueda leer esta respuesta y tenga la posibilidad que reedite el libro. Actualmente yo tengo la propiedad de los derechos de autor, así que en ese sentido no habría problema.

Gracias por tu entrada, un abrazo y, sobre todo, muchas gracias por tu generosidad al entregar tu vida al servicio de Dios.

Tu ahora amigo

Tomás Alfaro Drake

5 de septiembre de 2008

¿Un homo sapiens sin inteligencia?

Este es el 24º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia” y “El linaje prehumano”.

En el artículo anterior afirmaba que hace unos 300.000 años apareció un ser anatómicamente como nosotros pero con una inteligencia poco superior a la de un mono. Carecía de inteligencia simbólica, tal y como la definimos en un artículo anterior. O al menos, si la tenía, no la manifestaba. Si fuese así, sería como el burro del gitano en la feria, que leía, pero no "prenunciaba". Sin embargo, a partir de hace unos 50.000 años aparece una explosión de la inteligencia simbólica. ¿Cómo se sabe eso?

Todos los paleoantropólogos coinciden en que hay tres rasgos que evidencian la inteligencia simbólica; los enterramientos rituales, la producción de objetos “inútiles” y el arte rupestre. Los primeros Homo Sapiens anatómicamente como nosotros no llevaban a cabo enterramientos rituales. Sí enterraban a los muertos, pero lo hacían para evitar que los cadáveres atrajesen a los depredadores. Estos enterramientos eran fruto del instinto, como lo es el hecho de que un perro entierre un hueso. Sin embargo, hace unos 50.000 años, aparecen, súbitamente, los enterramientos rituales. Se distinguen de los otros porque los cadáveres son enterrados en posturas especiales como la fetal. También aparecen en los enterramientos objetos que pudiesen ser de utilidad para el difunto en una vida de ultratumba. Y, por supuesto, empiezan a aparecer diferencias entre la suntuosidad de unos enterramientos y otros, lo que evidencia una organización social en la que no todos los miembros de la tribu recibían los mismos honores al morir. Por otro lado, los yacimientos arqueológicos de las cuevas aparecen, por esa misma época, llenos de objetos que no responden a una utilidad práctica inmediata. Adornos, pendientes, brazaletes. Cosas que de ninguna manera ayudan a la supervivencia de la especie. Por último, hace su aparición el arte, en forma de pintura, escultura y música. No se trataba de hacer objetos decorativos o crear sonidos agradables, sino que el arte tenía un componente mágico. Se pintaban bisontes en las paredes de las cuevas con la esperanza de que, atrapado en la pintura el espíritu del bisonte, los de verdad resultasen más fáciles de cazar. Se hacían figuras femeninas en estado de preñez creyendo que así se incrementaría la fertilidad de la tribu. Se perforaban agujeros en huesos para soplar en ellos imitando sonidos que exorcizasen los malos espíritus o atrajesen a los buenos. Y todo eso ocurre súbitamente hace unos 50.000 años. Como las ondas de un estanque que al tirar una piedra forman círculos concéntricos, así los asentamientos “inteligentes” se expanden rápidamente en extensión e innovación. Parece, aunque es una hipótesis muy aventurada, que el centro de las ondas de la inteligencia está en Oriente Medio. La anatomía del Homo Sapiens apareció por primera vez en África, en la actual Etiopía, pero la inteligencia aparece 250.000 años más tarde, parece ser que en lo que ahora es Palestina. Y esos 250.000 años, junto con el desarrollo de un cerebro desproporcionado durante los más de 3 millones de años que han pasado desde la separación del linaje humano del de los grandes simios, son muy difíciles de entender. Porque un cerebro grande, necesario para soportar la inteligencia, pero excesivo para las actividades normales de los homínidos, es un órgano muy caro en cuanto a la energía que necesita para su funcionamiento. Conseguir el alimento extra para suministrarle esa energía es una tarea tan ardua como improductiva. Si hay una regla clara en la evolución es que todo órgano debe generar, de forma inmediata, más ventajas competitivas que desventajas o la especie que lo soporta se extingue. La evolución no da préstamos ni subvenciones. Un negocio que requiera capital a corto plazo con la esperanza de generar muchos beneficios en el futuro, seguro que encuentra inversores. La evolución no invierte. Todo órgano debe “pagarse” sus gastos inmediatamente o deja de existir. Sin embargo, el cerebro de los homínidos ha vivido, durante más de 3 millones de años subvencionado. Pero, si la evolución no da subvenciones, ¿quién financiaba el cerebro? Hablaremos sobre esto en próximos artículos.

3 de septiembre de 2008

Respuesta a una entrada de Chava de Onda

chava_de_onda me ha dejado un comentario sobre mi entrada; "Creacionismo o evolución". Me dice:

hola, me interesó tu trabajo en cuanto a esto por la razón que hoy tuve un pequeño roce con el maestro de biología, ya que se puso a hablarnos de la evolución pero tirando hacia la iglesia católica, yo soy católica y me gusta mucho debatir sobre este tipo de cosa,s es verdad, Dios es el creador de todo lo existente independientemente d elos cambios en el mundo, en el ambiente y en los seres vivos, e sloq ue yo defiendo, lo que se me hizo curioso fue que el maestro de biología ya no me volvio a tomar la palabra a partir de un comentario que le hice del por qué solo a los católicos criticaba? que acaso no hay mcuhas religiones más? los protestantes tienen todas sus ideas claras y son perfectos? los politicos, marxistas, ateos, judíos, etc, todos son perfectos menos los católicos? a partir de ahi no me volvio a dar la palabra y siguio hablando contra la iglesia, q mala onda no? en fin me intereso tu opinión, es muy cierta, felicidades y gracias por que me has ayudado a ampliar mis conocimientos y de alguna forma influiste para darme más ideas y armas para defender mi ideología... slaudos, espero me puedas decir de dónde eres y escribir a mi metroflog...

la chava de onda


Respuesta:

Querida Chava:

Esto que me cuentas es bastante corriente. Lo que se tolera y hasta se aplaude en otras religiones, ideologías, grupos políticos, etc, se nos echa en cara a los católicos y a la Iglesia Católica. Parece como si fuésemos los únicos que nos equivocamos o que hacemos las cosas mal. Peor aún. Casi siempre hacen con nosotros lo que achaca Cristo a las personas de su generación: “¿Con quién compararé esta generación? Es semejante a niños sentados en la plaza que, gritando a los compañeros dicen: ‘Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado; hemos cantado un himno fúnebre y no habéis llorado’. Porque vino Juan que no comía ni bebía y decían: ‘Tiene un demonio’. Viene el Hijo del hombre, que come y bebe y dicen: ‘Es un borracho y un comilón, amigo de publicanos y pecadores’. Mas la sabiduría se ha justificado con sus obras”[1]. O sea que, hagamos lo que hagamos, nos pilla el toro. Es decir que por un lado o por otro siempre nos critican e intentan desacreditarnos. Pero eso, lejos de desanimarnos, nos debe dar ánimo. Porque cuando nos critican, será por algo. Nadie critica a quien le trae sin cuidado. El el Quijote hay una frase que siglos después hizo suya el rey Carlos III cuando inició un proceso de reformas que despertó protestas: “Ladran, luego cabalgamos”. Además, tampoco les falta algo de razón a los que nos critican así, porque el código ético de los católicos es el más elevado de todos y es lógico que nos exijan más. Y debemos reconocer que no siempre estamos a la altura de este código con nuestro comportamiento. Muchos estamos muchas veces muy por debajo, aunque algunos brillen heroicamente muy por encima de todos. Son los santos. Pero no debemos olvidar que, a diferencia de lo que creen los protestantes, todos estamos llamados a la santidad. Por eso, esas críticas hasta nos vienen bien, porque nos obligan a estar siempre en vela y a intentar dar siempre buen ejemplo para que la sabiduría se justifique por nuestras obras. Pero esto no lo podemos hacer sin la ayuda de la gracia de Dios. "Sin mí, no podéis nada", nos ha dicho Cristo. Como dice san Pablo en la 2ª carta a los corintios, 4, 6-9: “Pues el Dios que ha dicho: ‘Brille la luz en las tinieblas’, es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo. Pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros. Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos”. Así pues, Chava, me alegro un montón por haberte dado armas para defender tu fe y tu esperanza. Sigue formándote en el bien y ¡a luchar en la brecha!

En cuanto a de dónde soy, soy de Madrid, España. Me encantaría escribir en tu metroflog, pero dada mi ignorancia en muchas cosas de la informática, no sé lo que es eso ni cómo hacerlo. ¿Por qué no pones un link de tu metroflog a mi blog y así todo lo que escriba en mi blog estará accesible desde tu metroflog?

Un abrazo.

Tomás Alfaro Drake
[1] Mateo 11, 16-19