29 de abril de 2012

Historias de otros mundos IV. El administrador miedoso


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el cuarto. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.


El administrador miedoso.

Cuentan, que ha mucho tiempo, cuando la vida de los hombres se contaba por siglos, había en un lejano país un rey inmensamente rico. Bueno, en realidad no era rico, era, sencillamente, el dueño de todo. Todo era suyo. Casas, campos, bosques, ríos, lagos, cosechas, dinero, todo tipo de bienes. El rey era bondadoso en extremo y deseaba hacer llegar sus bienes, como un don, a todos los habitantes de su reino. Vivía siempre de gira de visita por su inmenso país para asegurarse de ello. Pero como su reino era tan grande, tardaba muchos años en pasar dos veces por el mismo sitio. Para paliar los efectos de sus largas ausencias, tenía un administrador en cada comarca. Los administradores tenían unas consignas muy claras. Nadie en la comarca que administraba debía pasar la más mínima necesidad. Podían usar los bienes del rey como les pareciese, tanto para ellos mismos, como para sus administrados. Si en un momento dado no tenían suficiente, tan sólo tenían que soltar una paloma mensajera de los palomares reales. Las palomas eran de una raza especial. Volaban más alto y más rápido que cualquier otra ave y tenían una vista más aguda que la más vigilante de las águilas. En cuanto se las soltaba, remontaban el vuelo hasta donde se divisaba todo el reino y cuando veían al rey, allí donde estuviera, se lanzaban en un vertiginoso picado hasta llegar al brazo de su dueño. Ningún halcón podía jamás alcanzarlas. No había ningún peligro de que las palomas se acabasen, porque, además de ser muchas, eran de una raza muy prolífica, y se reproducían a un ritmo mucho mayor de lo que se pudieran utilizar. El rey conocía perfectamente la estirpe de cada paloma, sabía de que comarca eran y en cuanto llegaban a su brazo, mandaba inmediatamente a esa comarca una caravana con camellos de larguísimas patas y enormes jorobas en las que cabían bienes innombrables. Los camellos tardaban muy pocos días en llegar con los dones del rey a la comarca necesitada. Había bienes suficientes para que todo el mundo, en todas las comarcas, tuviese todo lo necesario.

Pero en la comarca de Fobos, el administrador era un hombre muy precavido. Demasiado precavido. Casi podríamos decir miedoso. No era, ni mucho menos, malo. Al contrario, era bondadoso con todo el mundo y tenía una mujer y una numerosa familia a las que adoraba. Siempre estaba pensando en su mujer e hijos y en que no les faltase de nada. Y aunque conocía de primera mano una pequeña parte de la inmensa riqueza del rey, sólo de oídas sabía de la mayoría de sus posesiones. Pero no se fiaba mucho de lo que le decían sobre la inmensidad de sus riquezas. Además, no faltaban voces que decían que el rey no era ni tan rico ni tan bueno como se decía. Y el administrador no hacía del todo oídos sordos a esas habladurías. Pensaba:

-Creo que el rey es de una generosidad casi pródiga. Pero si tienen razón los que dicen que no es tan rico como se piensa, puede llegar el día en se le acaben sus bienes. ¿Qué será de mi familia y de los habitantes del reino si, a causa de su prodigalidad, el rey llegase a arruinarse? Debo a toda costa ser ahorrador. No vaya a ser que un día mi familia y toda la gente de la comarca, por culpa de la prodigalidad del rey, vayamos a pasar necesidad. Además –seguía pensando con mucha lógica– por muy pródigo que fuera el rey, no podía  mirar con malos ojos a aquellos administradores que le pidiesen sus dones  con mesura.

Dicho y hecho. Era un hombre enormemente eficaz, por lo que empezó a racionar la entrega de bienes. No limitaba mucho los bienes que repartía, ni lo hacía con poca equidad. Pero, inevitablemente, siempre restringía un poco más lo que entregaba a los demás que lo que guardaba para su familia. Y, también inevitablemente, había ciertos favoritismos a la hora de restringir más o menos los dones a unas u otras personas. De ninguna manera podía decirse que tuviese mala voluntad. Simplemente se dejaba llevar por un sentimiento muy humano; el de ver mejor las necesidades de los que tenía más cerca y, puestos a ahorrar, era más fácil decir que no a los que estaban más lejos. Aunque al principio no era nada grave, poco a poco, la situación se iba deteriorando. Las noticias volaban de una comarca a otra. Nuestro administrador sabía de comarcas que ahorraban más que la suya y pensaba que iba a perder la estima del rey por ser demasiado pedigüeño. Entre dimes y diretes, los administradores iban entrando en una dinámica de competencia en el ahorro que empobrecía a la gente. Además, algún administrador –no el de Fobos, que era, como hemos dicho, un buen hombre– le había cogido el gusto, se decía, a ser el más rico de la comarca y a que el resto de la gente viniese a rendirle pleitesía y a adularle para conseguir un reparto de los dones del rey que le favoreciese más. El de Fobos solo quería ahorrar para el rey y, claro está, ganarse su estima siendo el mejor administrador del reino. O, al menos, uno de los mejores. Ni demasiado pródigo, como se decía de algunos ni demasiado avaricioso y vanidoso, como se rumoreaba de otros. En el justo medio estaba la virtud y el administrador de Fobos buscaba afanosamente ese punto medio. No estaba del todo satisfecho consigo mismo, porque nunca estaba seguro de estar en ese áureo equilibrio. Pero lo intentaba con su mejor voluntad. Sin embargo, parecía como si ese punto de equilibrio se deslizase continuamente hacia abajo. Con el tiempo, la situación se iba haciendo insostenible. La gente lo pasaba mal, a pesar de que los graneros reales estaban llenos a rebosar.

Así estaban las cosas cuando el rey llegó de improviso a la comarca. El administrador se dijo:

- Seguramente el rey me felicitará. No le he pedido mucho, no he favorecido demasiado a mis parientes y vivo yo mismo con bastante austeridad. He buscado un sabio equilibrio entre el bien de mi gente y el de mi rey.

Lleno de orgullo, salió al encuentro de su rey en los límites de su comarca. El viaje hacia la capital no fue agradable para el administrador. El pueblo mostró una fría indiferencia al paso de la comitiva y a veces a, pesar de las órdenes del administrador de que la policía sofocase todo signo de protesta, se produjo algún incidente desagradable. Pero ni una sola vez miró el soberano por las ventanillas insonorizadas de la carroza. Parecía no fijarse en lo que pasaba en las calles. Cuando llegaron a palacio, el administrador dio cuenta al rey de su gestión. Esperaba la felicitación real pero el soberano mantenía un aire adusto y severo. Cuando terminó sus explicaciones el rey le espetó con brusquedad:

- Administrador miedoso y desconfiado, ¿quién te ha dicho que a mí me importaba cuánto me pedías?
- Nadie, señor –le respondió humildemente el administrador.
- Y, ¿quién te ha dicho que a mí me importara tu austeridad?
- Nadie, señor –volvió a decir con humildad el administrador.
- Y, ¿no te dije yo que a nadie en tu comarca habían de faltarle mis dones?
- Así me lo hicisteis saber con toda claridad –reconoció el administrador con sinceridad, mientras bajaba la cabeza avergonzado.
- Mira por esta ventana –le dijo el rey al administrador acercándose a una de las grandes vidrieras de palacio– y dime qué ves. ¿Ves acaso a gente satisfecha que rebose de alegría por la abundancia de mis dones? ¿Qué ves?
- No, señor –dijo con un hilo de voz apenas audible el pobre administrador–, veo más bien un pueblo triste, cansado y apesadumbrado al que yo he hecho trabajar de sol a sol para conseguir unas migajas que no son ni la milésima parte de lo que tendrían si yo te lo hubiera pedido.
- Administrador miedoso y desconfiado –insistió el rey–, tú has venido conmigo desde las fronteras de esta comarca hasta aquí. ¿Dirías que el pueblo me quiere?
- No, señor, diría que no –el pobre hombre no sabía que hacer para esconderse del interrogatorio al que le estaba sometiendo el rey, pero aguantaba estoicamente el chaparrón–. Sólo unos pocos súbditos os aclamaban, bastantes se han atrevido a abuchearos, a pesar de que la guardia les golpeaba duramente, y la inmensa mayoría se limitaba a miraros con indiferencia.
- Y, dime aún, administrador indigno, ¿quién crees que tiene la culpa de eso?
- Yo, señor, y sólo yo –la voz del administrador parecía apunto de quebrarse de pena y vergüenza.
- ¿Y por qué lo hiciste entonces? –A partir de aquí, la voz del rey empezó a adquirir sutiles tintes de ternura y compasión.
- Tuve miedo, señor. Oí rumores de que no erais tan rico como se decía y me dio pánico el futuro. Creí además que, si era así, agradeceríais, en el fondo, que cuidásemos de vuestros bienes.
- ¿Te fiaste, entonces, más de la palabra de los charlatanes maliciosos que de la mía?
- Sí, señor, así ha ocurrido.
- Y, supongo que esos de los que te has fiado más que de mí, habrán hecho por ti más de lo que he hecho yo, ¿no? –no había ironía en la voz del monarca y la misericordia, era ya palpable en ella.
- No, señor, nada han hecho por mí esos charlatanes. He desconfiado de vos sin motivo y no sabéis como lo siento. Perdón, señor, perdón –el administrador había percibido el eco de la compasión en las palabras del rey, por lo que, aunque su voz seguía siendo apenas audible, se atrevió a levantar los ojos hacia el rostro de su rey.
- Entonces, voy a darte instrucciones y cuando las hayas cumplido vuelve y te diré lo que voy a hacer contigo.

No era un tono amenazante el de esta última frase. Era más bien cariño lo que se traslucía en el tono del soberano. El administrador se dio cuenta entonces del poder, la fuerza y la luz que emanaban del rostro de su señor. Al mismo tiempo percibió en su mirada algo que podía ser ternura y misericordia. Las instrucciones fueron claras. Debía recorrer la comarca entera abriendo todos los graneros, anunciando que había sido él quien los había mantenido cerrados, pidiendo perdón al pueblo, y proclamando la grandeza y generosidad del rey. Así lo hizo nuestro administrador, con gran energía, entusiasmo y alegría y, cuando volvió al palacio, se encontró con una inmensa muchedumbre aclamando al rey y recibiendo de él sus dones en una abundancia sin precedentes. Al lado del rey había un inmenso pájaro Roco. Era como un águila blanca, pero sus alas medían más de una legua y en su lomo cabía una muchedumbre. Podían estos pájaros remontarse majestuosamente, con unas pocas batidas de sus poderosas alas, hasta una altura similar a la de las palomas del rey. En su lomo había ya una abigarrada muchedumbre de personas y otras muchas subían por inmensas escalas. Cuando el administrador se presentó al rey, éste le sonrió y le abrazó con ternura de padre diciéndole:

- Mi pequeño y miedoso administrador. Tú no te acuerdas, pero no es la primera vez que esto ocurre. Siete veces se ha repetido este proceder tuyo, a pesar de que las siete he hecho lo que voy a hacer ahora. Vosotros, mis súbditos, tenéis una flaca memoria y pensáis en unos términos distintos que los míos. Sé que vivís en un mundo que, sin mí, sería de escasez y de penuria. Lo sé porque he mandado a mi hijo, el heredero a que viva entre vosotros como uno más. Ha sufrido en su carne vuestras mezquindades, vuestras envidias, vuestras maldades y, a pesar de todo, os quiere y me lo ha contado y me ha transmitido su compasión por vosotros. Esta vida os hace egoístas y mezquinos y me atribuís a mí estas miserias vuestras, en vez de acoger con agradecimiento mis dones gratuitos. Pero yo os conozco por mi hijo, y por él os quiero como sois.

El administrador rebuscó en lo más profundo de su memoria y allí encontró un vago recuerdo de una escena similar a la que estaba viviendo, sucedida hacía tanto tiempo que se perdía en la niebla de su mente brumosa. No tenía más de quinientos años y, aunque sabía que su recuerdo formaba parte de esos quinientos años, le parecía como si se remontase a eones y eones atrás.

- Sé –continuó diciendo el rey– que volveréis a olvidar la lección hasta setenta veces siete, pero espero que repetida y repetida, cada vez quede grabada un poco más en vuestra memoria. Para ayudaros, cada vez que la historia se repite, os monto a todos los hombres de la comarca a lomos de uno de mis muchos pájaros Roco, a fin de que podáis ver desde lo alto todo mi reino con sus inmensos recursos de todo tipo. Comprenderéis que no tenéis que tener miedo, pero olvidaréis otra vez. Lo sé y a pesar de todo, o quizá precisamente por eso, me inspiráis una inmensa misericordia y os quiero como a un hijo enfermo. Mira, todo el pueblo ha subido ya, sube tú también, abre bien los ojos y procura grabar en tu memoria lo que veas.

Se dice que el administrador y todos los demás se prometieron poner por escrito, tan pronto como bajaran de lomos del pájaro Roco, lo que hubieran visto durante el viaje. Pero es lo cierto que cuando bajaron estaban como sumidos en un sueño. Se apresuraron, sin ser conscientes de ello, a escribir su sueño en un largo libro. Sabían vagamente que lo que estaban escribiendo era sólo un pálido reflejo de las riquezas del rey y los inmensos signos de amor hacia sus súbditos que divisaron desde las alturas.

Cuando despertaron del sueño, tenían al lado el libro. Era un libro que habían visto innumerables veces en su vida y del que les habían hablado desde niños. Incluso, algunos, lo habían leído. Pero nunca le habían prestado demasiada atención. Era un libro que llevaba un título en una lengua que tan sólo algunos eruditos conocían. Parece ser que en el lenguaje de Fobos el título significaba la Buena Noticia. Era, tan sólo, el Evangelio.

25 de abril de 2012

Frases 25-IV-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


El conocimiento de Dios es accesible a los hombres. Porque desde la creación del mundo, su naturaleza invisible es inteligible a través de la creación y los hombres pueden contemplar en las obras divinas el Poder eterno y la magnificencia; de forma que no tienen excusa de haber hecho lo que han hecho. La verdad, es decir, el conocimiento religioso de Dios, iba al encuentro de los hombres; pero la iniquidad de estos, sus malas disposiciones, le impidieron abrirse camino entre ellos. La creación no tenía más objeto que situar ante la inteligencia humana, como objeto de contemplación, el Poder y la Belleza de Dios, manifestados y visibles en sus obras. Era el primer lenguaje de Dios para la humanidad... Rehagámonos, pues, frente al mundo, almas nuevas, almas de niños y de artistas. Con ojos purificados de toda la niebla que una civilización atea ha esparcido sobre el universo –pues, ¿acaso [...] por haber reducido a ecuaciones las órbitas de los astros son éstas menos majestuosas en el cielo profundo? –, miremos de frente la juventud eterna y el frescor de las obras que siguen naciendo en este momento de las omnipotentes manos de Dios. El mundo no ha envejecido, aunque las almas modernas hayan perdido el sentido de Dios y, con el sentido de Dios, el de la creación. Y la falta de entusiasmo del hombre moderno ante la belleza inenarrable del mundo, desde la flor primaveral hasta el deslumbramiento de las constelaciones en las noches claras, ¿no es la prueba –por lo absurdo– de que Dios y la belleza de la creación se dan la mano?


Mons. Cerfaux, “una lectura de la epístola a los romanos”.


22 de abril de 2012

Frases 22-IV-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tu pirámide no tiene sentido si no termina en Dios. Porque éste se difunde sobre los hombres después de haberlos transfigurado. Puedes sacrificarte por el Príncipe si él, a su vez, se prosterna ante Dios. Pues entonces vuelve a ti tu bien habiendo cambiado de gusto y de esencia.

Antoine de Sainr-Exupéry. Ciudadela.

18 de abril de 2012

Frases 18-IV-2012

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Cada ser humano debe esforzarse en apreciar la extensión, el orden y la unidad del universo y debería considerar esas ideas mientras lee pasajes como el primer capítulo de la epístola de san Pablo a los colosenses: este fragmento dice: “Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura. En Él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, [...], todo lo ha creado Dios por Él y para Él. Cristo existe antes que todas las cosas y todas tienen en Él su consistencia”.

James Clerk Maxwell, descubridor del electromagnetismo y las leyes que lo rigen.
También solía citar con profusión el capítulo 13, 1-9 del libro de la Sabiduría, que dice:

“Totalmente insensatos son todos los hombres que no han conocido a Dios, los que por los bienes visibles no han descubierto al que es, ni por la consideración de sus obras han conocido al artífice. [...], comprendan cuanto más hermoso es el Señor de todo eso, pues fue el mismo autor de la belleza el que lo creó. Y si tal poder y energía los llenó de admiración, entiendan cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador. Estos, con todo, merecen más ligero reproche, porque quizá se extravían buscando a Dios y queriendo hallarlo. Se mueven entre sus obras y las investigan, y quedan seducidos al contemplarlas, ¡tan hermosas son las cosas que contemplamos! De todas formas, ni siquiera éstos son excusables porque, si fueron capaces de escudriñar el universo, ¿cómo no hallaron primero al que es su Señor?”

No deja de ser curioso que un científico de primerísima línea lance esta advertencia a los científicos ateos.

15 de abril de 2012

¿Quién puede o no puede tener libertad de expresión?

Si no fuese por el mundo trastornado en el que vivimos, sería difícil de explicar el revuelo que ha organizado la homilía de Viernes Santo del Obispo de Alcalá de Henares, Mons. Reig Plá. Pero, en el mundo en el que vivimos… cosas veredes amigo Sancho.

Me hubiese gustado haber podido leer toda la homilía de Mons. Reig e incluirla al final de este escrito, pero, lamentablemente, no la he encontrado íntegra en ningún sitio, por lo que me tengo que basar en retazos de la misma, leídos en distintos medios.

Me gustaría empezar por poner en contexto la homilía, aunque para ello tenga que decir algunas obviedades para los creyentes.

Estamos en Viernes Santo. Los católicos creemos que, en ese día, hace poco menos de 2.000 años, el Dios encarnado que es Jesucristo, murió para redimirnos del pecado. Unos treinta y tres años antes, se había encarnado para compartir nuestra condición de hombres, padeciendo con nosotros todas las penalidades de ser un ser limitado, sujeto al dolor, al sufrimiento y a la muerte. Y lo hizo con el designio de morir en la cruz, para que nadie pudiese decir que Dios no sabía lo que es el sufrimiento de los hombres.

Naturalmente, los no creyentes no tienen por qué creer esto, ni los creyentes se lo exigimos, ni me voy ahora a poner a hacer apologética sobre si es o no razonable creerlo. Pero, lo que es indudable, es que los creyentes tenemos exactamente el mismo derecho a creerlo que los no creyentes a no creerlo. ¿O no?

Es en ese contexto de fe y de libertad de expresión en el que se produce la homilía de Mons. Reig. En ella, ante Cristo crucificado, dice el Obispo, hablando simplemente del pecado, sin entrar en ningún tipo de casuística: “el mal se nos presenta bajo la apariencia del bien” para tentarnos y nos lleva al pecado, que es “un engaño” y “una injusticia” y además “nos destruye”… “El pecado es verdaderamente una ingratitud ante el amor más hermoso. Es una verdadera injusticia… Hemos pagado el bien que Dios nos ha hecho llevándole a la cruz”… “El pecado lleva como paga la destrucción de la persona”.

Estoy seguro de que, aunque no hubiese dicho nada más, esto ya hubiese bastado para desatar la polémica. Porque la sola mención de la palabra pecado, ya espanta a todos los partidarios del pensamiento débil (pero violento, como se verá) relativista. ¿Pecado? ¿Qué es eso de pecado? Recuerdo que un día, hablando con un buen amigo mío que piensa así, me dijo: “La palabra pecado me jode”. Nuestra amistad, antigua y bien fundada, nos permite hablarnos con claridad, sin ofendernos. Por eso le contesté algo así como: “Pues si la palabra pecado te jode, ponle otro nombre. Te sugiero, por ejemplo ‘astufidia’. Pero de alguna manera habrá que llamar a las conductas humanas que hacen daño a las personas y a la humanidad. Si las nombramos de una en una podríamos llamarlas robo, asesinato, insultos, adulterio, abusos sexuales, esclavización o de miles de maneras distintas. Pero el lenguaje es poner un nombre que englobe bajo un mismo paraguas a muchas cosas que tienen un denominador común. Si para hablar de la humanidad tuviésemos que decir el nombre de los varios miles de millones que la forman o, tan solo una definición de humanidad, e hiciésemos lo propio cuando hablamos de los animales o las plantas, no podríamos hablar. Así que, por favor, dime cómo quieres que le llame al pecado, con una sola palabra y, a partir de ese momento, le llamamos así, pero, sin que el concepto varíe por cambiar el nombre. Desde luego me parecería absurdo inventarnos otro nombre para algo que la humanidad ha llamado desde ‘siempre’ pecado, sin, péché o de tantas formas como idiomas. No hay un solo idioma que no tenga un término para la palabra pecado, pero si prefieres que usemos la del esperanto, que se dice ‘peko’(1) , pues la usamos”.

Los cristianos creemos que el pecado, con el nombre que se le quiera dar, destruye a la persona. No creemos que algo sea pecado porque lo dice la ley de Dios. Creemos que algo es pecado porque es corrosivo para la naturaleza humana. Lo que ocurre es que creemos que Dios, que nos ha creado, conoce nuestra naturaleza mucho mejor que nosotros y nos lo enseña. Pero la razón también puede llegar a la misma conclusión. De las dos primeras acepciones que la Real Academia de la Lengua Española da de pecado, a saber: “Transgresión voluntaria de preceptos religiosos” y; “cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido”, me quedo con la segunda. Y hay muchos no creyentes que, sin creer en los mandamientos divinos, comparten en gran medida el código ético cristiano. Pero, se comparta o no, ningún no cristiano puede insultar a un cristiano por tenerlo o por exponerlo. Pues eso es exactamente lo que ha pasado.

Tras hablar del pecado en general, Mons. Reig pasa a hablar de algunos de ellos en concreto, como el adulterio, el aborto, las relaciones homosexuales, los empresarios que se aprovechan de los trabajadores, los trabajadores que sabotean a los empresarios, los jóvenes destruidos por el alcohol y las drogas y también, para que no se diga que sólo ve la paja en el ojo ajeno, la viga en el propio de la Iglesia de los sacerdotes de “doble vida, corrompiendo las realidades sagradas que han recibido”.

Veamos lo que dice de algunos de ellos, los que han despertado las iras del colectivo LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales, ahí es ná):

- Adulterio: “Es el engaño, porque no es su mujer, no es su marido. Es una injusticia, porque ha prometido fidelidad, y ha dado su persona a su mujer o a su marido. Destruye el matrimonio y destruye a su propia persona, y si se tienen hijos es un sufrimiento enorme para los hijos que se destruya un matrimonio”.
- Aborto: “Cuando [una mujer] va a abortar a una clínica sale destruida, porque ha destruido una vida inocente y se ha destruido a sí misma. Años y años, mujeres que han ido a abortar llevan el sufrimiento en su corazón”.
- Relaciones homosexuales: “No se pueden corromper las personas. Ni siquiera con mensajes falsos. Quisiera decir una palabra a aquellas personas que hoy, llevadas por tantas ideologías que acaban por no orientar bien sobre la lo que es la sexualidad humana, piensan ya desde niños que tienen atracción hacia las personas de su mismo mismo sexo, y a veces para comprobarlo se corrompen y se prostituyen, o van a clubs de hombres nocturnos. Os aseguro que encuentran el infierno. ¿Vosotros pensáis que Dios es indiferente ante el sufrimiento de todos estos niños?”.

Pero, aparte de que Mons. Reig, como cualquier ciudadano pueda expresar libremente esta opinión, parece difícil negar la verdad de esas afirmaciones.

Que el adulterio es un engaño, lo dice el lenguaje popular: “ese engaña a su mujer”. Que destruye matrimonios, hay que estar ciego para no verlo. Que la destrucción del matrimonio es destructivo para los hijos, sólo hay que preguntárselo a los jóvenes que lo han sufrido. Que es injusto para quien lo padece, cae por su propio peso y que hace daño a uno de los dos cónyuges de forma inmediata y al otro de forma indirecta, tampoco creo que sea extraño. Afortunadamente, todavía no hay asociaciones de cónyuges adúlteros para protestar especialmente por estas palabras del Obispo. Pero, tal vez, si le damos tiempo al tiempo...

Múltiples estudios clínicos afirman rotundamente que las mujeres que abortan sufren tremendos traumas. Entre este colectivo se multiplica por varias veces el índice de depresiones, de neurosis e, incluso, de suicidios. La sociedad actual prefiere mirar para otro lado y negar esta evidencia, pero así es. Y, ¿alguien puede negar que el feto es inocente?

Sobre la homosexualidad conviene empezar por decir que ni la Iglesia ni, por supuesto, Mons. Reig, dicen que el hecho de tener tendencias homosexuales sea en sí mismo pecado. Hay muchos hombres y mujeres que tienen esas tendencias sin ningún tipo de culpabilidad por su parte. Nadie dice que eso sea pecado. Pero la Iglesia sí afirma que la práctica de la homosexualidad es pecado. Sin embargo, la corriente imperante afirma que la homosexualidad es una opción. Es decir, algo que se elige, como uno puede elegir ser del Real Madrid o del Barça. Y esto es radicalmente falso. No creo que haya un sólo homosexual que lo haya elegido como una opción y que no hubiese preferido ser heterosexual. Otra cosa es aquellos que llegan a la homosexualidad, que también hay de estos, tras un largo recorrido por una moral sexual de promiscuidad que, aburrida del sexo heterosexual vacío de contenido por su mal uso, se desvía, en búsqueda de nuevas experiencias, hacia la homosexualidad. Todos los que estudian el desarrollo de la sexualidad humana afirman que hay momentos, en muchos adolescentes, en los que la sexualidad, en su despertar, está un poco perpleja y como a la expectativa. En la inmensa mayoría de estos casos, si se deja que la sexualidad se desarrolle con normalidad, se acabará decantando hacia la heterosexualidad, que, no hay más que analizar la anatomía de los seres humanos, es lo natural. Pues bien, engañar a esos adolescentes diciéndoles que la homosexualidad es una simple opción y que, para ver hacia donde orientarse hay que experimentar las relaciones sexuales de ambos tipos, es, me parece evidente, una aberración. Dudo que ningún padre sanamente formado y con un mínimo de sensibilidad hacia la felicidad de su hijo le de este consejo. Y esta corrupción es la que señala Mons. Reig. Porque, indudablemente, es un engaño y hace infeliz al ser humano. Y, desde luego, Dios no es indiferente al sufrimiento de esos niños. Por eso los católicos celebramos el Viernes Santo

Pero no querría pasar por este tema sin apuntalar una cosa más que ya la he apuntado anteriormente. A saber; la Iglesia no dice, ni ha dicho nunca, que las tendencias homosexuales sean en sí mismas pecado. Pero, indudablemente son una... Con la ideología homosexual hemos topado, porque cualquier palabra que se ponga tras los puntos suspensivos, enfurecerá al colectivo LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales). No se puede decir que es una enfermedad, ni un problema, ni una desgracia, ni un error. No. Sólo es una opción, que es, precisamente, lo que no es. Y, claro, tampoco se puede decir que se puede evitar o que se puede corregir, porque no hay nada que evitar o corregir. La Iglesia considera que un homosexual puede ser santo. Incluso, si practica la homosexualidad. Porque, aunque esta práctica sea un pecado, no hay un sólo santo que no haya sido pecador. Naturalmente, pecadores que han llegado a santos, reconocían sus pecados y la Iglesia se los perdonaba. Los pecadores que han llegado a santos, luchaban contra aquello que les empujaba al pecado, fuese éste el que fuese, reconocían que esta lucha era su cruz y llegaron a santos llevando esa cruz. Tal vez gracias a esa cruz. Y la Iglesia les ayudó siempre y en todo momento a llevar su cruz hasta la santidad, como ayuda también a los homosexuales que quieren ser ayudados espiritualmente a llevar su cruz. Pero, claro, decir que la homosexualidad es una cruz es algo por lo que el colectivo LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) crucificaría al que lo dijese (o sea, a mí).

Pero, y vuelvo al principio, aunque alguien pueda pensar que todo lo que digo aquí, o lo que ha dicho en su homilía Mons. Reig, no pasa de ser una colección de sandeces, eso no nos quita, ni al Obispo de Alcalá ni a mí, el derecho a decirlo. Ni da derecho a quienes no estén de acuerdo a insultarnos, porque ni leyendo lo que yo he leído de la homilía de Mons. Reig, ni releyendo estas líneas, veo ni el más mínimo insulto hacia nadie. Por tanto no es lícito insultar a quien no insulta, simplemente por que vea las cosas de otra manera. Es lícito, claro está, discutir desde la racionalidad las premisas en las que se basan mis palabras o las del Obispo de Alcalá para intentar mostrar, mediante razonamientos, que son sandeces. Pero eso es exactamente lo contrario de lo que hacen las asociaciones de LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) y, también el coro de los grillos que cantan a la luna. Y si alguien considera que esto último es un insulto, que lo compare con algunas perlas cultivadas de Arturo Pérez Reverte en sus twit’s de los últimos días:

“Lo del Obispo Reig es para tenerlo en cuenta. No por lo que dice, que también, sino por la impunidad y desvergüenza con que lo dice”.

“Tarados fanáticos, estúpidos y arrogantes porque creen tener a Dios sentado en el hombro, como el loro del pirata”.

“Y me pregunto... ¿Es que no hay forma legal de meter en la cárcel o echar de España a ese peligroso imbécil?”

Verdaderamente, lo anterior es un ejemplo de razonamiento inteligente, de respeto a la libertad de pensamiento y de espíritu democrático. Afortunadamente las leyes de los Estados de Derecho no las hacen gentes así. Este talante es más propio de los legisladores de dictaduras totalitarias y este lenguaje me recuerda más bien a un discurso de Chávez o de Castro que al de un ciudadano de un país democrático. Y es que vivimos en la dictadura irracional –y como todo lo irracional, violento– del pensamiento débil, ante la religión del sinsentido de lo políticamente correcto, del todo vale lo mismo. Todo menos decir que no es así. Que no toda conducta humana vale lo mismo. Que hay unas que hacen al hombre mejor y se llaman virtudes y hay otras que le hacen infeliz, que le hacen daño y que pueden llegar a destruirle y que, joda o no joda, se llama pecado, lo digamos en el idioma que lo digamos. Y a estas voces molestas, a los no creyentes de esa religión irracional, hay que taparles la boca con insultos, porque los razonamientos que defiendan semejante disparate no existen, reducirles al silencio y si se pudiese, echarles de España. Las civilizaciones decadentes han preferido siempre “matar” (a veces sin comillas) a los profetas a escucharles y lo han pagado con el desastre.

Como dijo Antonio Machado que, hasta donde yo sé, no era creyente, pero sí trnía ojos en la cara:

La envidia de la virtud
hizo a Caín asesino.
¡Gloria a caín!, hoy el vicio
es lo que se envidia más.

¡Ay!, si don Antonio levantase la cabeza.

Y, ¿cual ha sido la respuesta de los católicos? Varios artículos más o menos como éste que, a pesar de ser redundante no me he podido resistir a escribir y que seguramente me valdrá recibir algún insulto, a pesar de no insultar a nadie. Y, desgraciadamente, la retirada al limbo de lo inencontrable, por parte de la diócesis de Alcalá de Henares, de la homilía de su Obispo, por un miedo a herir sensibilidades ideologizadas de quienes no tienen el más mínimo respeto por las de los demás. No me gusta. Los profetas no deben callarse.

(1)Esto no lo dije entonces, lo he buscado en wikipedia, que, de paso, me ha dado la siguiente lista de la palabra pecado en muy diferentes idiomas:

12 de abril de 2012

Historias de Otros mundos III: La Biblioteca de Babilonia

Tomás Alfaro Drake


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el tercero. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.


La biblioteca de Babilonia

Cuentan que un poderoso rey de un lejano país convocó un día a todos sus administradores, generales y escribas y les dio unas sencillas instrucciones. Deberían recolectar en todos sus inmensos dominios y comprar a precio de oro de los reinos vecinos tanto papiro como fuera posible. Si algún rey de otro país se resistiera, se le haría la guerra hasta acabar con su reino, anexionarlo y tomar todo su papiro. Con todo ese material había que escribir todos los libros de mil hojas que pudiesen escribirse nunca en la historia de la humanidad. Había concebido en sueños un método para poder hacer eso. Bastaría con tomar los treinta signos posibles, incluidos espacios, exclamaciones, interrogaciones etc. de la escritura y anotar en un papiro “A”, en otro “B”, “C” en el siguiente y así sucesivamente hasta acabar con los libros que constasen de un solo signo. Luego se empezaría con los de dos “AA”, “AB”, “AC”, ... “BA”, “BB”, “BC”,... “CA”, “CB”, “CC”, etc. Siguiendo este método infalible hasta los libros de doscientos cuarenta mil caracteres, que ocupan mil hojas, todo el saber que jamás tuviese toda la humanidad, estaría en su poder. Naturalmente, habría que construir una inmensa biblioteca, a la altura de ese saber, en fasto y tamaño.

Las órdenes del rey no se discutían y todo el reino puso manos a la obra con tal ahínco que en unos años la magna obra estaba concluida. Al día siguiente el rey iría a inaugurar la biblioteca. Pero esa noche el monarca tuvo una pesadilla. Un geniecillo que decía venir de un país que existiría algún día en el futuro y que se llamaría España, le habló de un libro que un día se convertiría en una joya de la literatura universal. Se llamaría “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”. Y hablándole de ese libro le propuso una paradoja. Si el rey había sido capaz de construir tan magnífica biblioteca con unas instrucciones tan sencillas, eso era prueba inequívoca de que no contenía mucha información. Porque la información de cualquier libro, como demostrarían algún día los especialistas en la teoría de la información – cuyos textos, dicho sea de paso, podían encontrarse en la biblioteca – no podía ser mayor que la de las instrucciones que se requerían para escribirlo. Y si no contenía mucha información, tampoco contenía mucha sabiduría. Por lo tanto, toda la sabiduría de la humanidad era una vacuidad. Ahora bien, podía asegurar que el futuro autor del Quijote, nombre familiar que se daría al libro, dedicaría una buena parte de su vida y sus experiencias a escribir su obra. Y sin embargo, como la parte no puede ser más que el todo, el libro, a pesar de que formaría parte de la educación de muchas generaciones, no valía nada.

El rey no pudo dormir ni esa noche ni las mil y una siguientes, obsesionado con la paradoja del geniecillo. Ni siquiera se tomó la molestia de ir a inaugurar la biblioteca al día siguiente, ni ningún otro día. Años más tarde, ya resignado a no dormir, pidió a su chambelán que le trajera de la biblioteca un curioso libro que se escribiría dentro de muchos siglos en un país que se llamaría España. El título del libro decía algo de un hidalgo, por nombre Quijote, o algo así, originario de una comarca llamada la Mancha. El chambelán sonrió y dijo al rey que recordaba perfectamente el libro. Conocía de antiguo al escriba al que le tocó combinar las letras que lo formaban y le comentó que se había sorprendido enormemente de la sabiduría y el humor que encerraba. Él mismo, su humilde chambelán, lo había leído y le había hecho reír y pensar al mismo tiempo. El valor de ese libro era indudable. Pero había un problema. Como el rey había decretado pena de muerte al que sacase cualquier volumen de la biblioteca, estaba allí sin duda, pero no había modo de encontrarlo, ya que el que había ideado el orden de la biblioteca, un tal Dédalo, había muerto y su hijo, Ícaro, parece que se llamaba, único poseedor del secreto, había desaparecido sin dejar rastro. El rey dio orden de buscar inmediatamente al hijo del ordenador de la biblioteca en cualquier parte del mundo en la que se encontrase. La recompensa sería fabulosa para el tal Ícaro si lograba encontrar el libro.

Mientras se buscaba a Ícaro por todo el mundo, el rey, picado por la curiosidad, decidió ir a conocer su biblioteca y, si no el Quijote, leer otros de los muchos y sabios libros que allí poseía. Una noche de insomnio, en la más rigurosa de las incógnitas, el rey fue a su biblioteca. Estaba llena de polvo y telarañas porque nadie se había paseado por sus galerías ni sacado un libro de sus anaqueles en los años que llevaba cerrada desde que se construyó. No obstante, por debajo del polvo se adivinaban más que percibirse los brillos de los oropeles y los respetables lomos de los libros. Empezó el rey a pasearse por las laberínticas galerías, apartando las enormes telarañas que formaban innumerables cortinas de tiempo. En cada entrada de una nueva galería podía verse una letra o un signo de la escritura del país. Dudaba por cual de los sabios volúmenes debía empezar su lectura. ¿Cuál sería el libro que tuviese el privilegio de ser el primero en ilustrar al rey, si ello era posible? Por fin, su mano cogió uno cuyo lomo le pareció que tenía una decoración más llamativa. Lo abrió y para su sorpresa, allí no había nada más que letras desordenadas, sin el más mínimo sentido. De vez en cuando, aparecía una palabra con significado, pero no había ninguna otra a continuación que hilase una frase. ¡Mala suerte! – pensó – cogeré otro. Pero en el nuevo libro ocurrió lo mismo. Y lo mismo con otro, y otro y mil más que cogió. ¡Nada! ¿Era esa la sabiduría del mundo? Con razón el geniecillo le había dicho que no valía nada. Pero, ¿y el Quijote, que había hecho reír y pensar a su chambelán que era, sin duda, hombre de gran sabiduría e ingenio? Espoleado por este pensamiento siguió buscando, pero su éxito no fue mayor que en los mil intentos anteriores.

Cuando empezó a despuntar el día a través de las angostas claraboyas que inundaban la biblioteca de una penumbra cenital, pensó que debería volver a su palacio. Nadie debía saber que había estado allí. Pero, – ¡ay desgracia! – se había perdido en el laberinto de su biblioteca y nadie sabía su paradero. Buscó desesperadamente, gritó, aulló. Nada... El silencio era el único eco de sus llamadas cargadas de pánico y angustia. Mientras tanto, el reino y todo el orbe conocido hervía buscando a Ícaro. El rey no apareció nunca y el heredero, después de hacer rodar muchas cabezas, la del chambelán entre otras, tomó como suyo el empeño de encontrar a Ícaro, para que le dijese cómo estaba ordenada la biblioteca y poder, de esta forma, encontrar el Quijote como un homenaje póstumo a su padre. Por fin, de los confines occidentales del mundo, trajeron a Ícaro. Despreció la recompensa, pero dijo estar dispuesto a desvelar el secreto del orden del laberinto, siempre que le dejasen contar su historia y que, una vez encontrado el libro, abriesen la biblioteca a todos los habitantes del reino. Su historia era verdaderamente curiosa. Habló de un laberinto en una extraña isla llena de mentirosos. De un monstruo que habitaba en él, mitad toro mitad hombre, devorador de carne humana, doncellas a ser posible. De cómo el rey de los mentirosos les había engañado dejándoles encerrados en el laberinto para que los devorase el Minotauro, así se llamaba el monstruo. De unas extraordinarias alas construidas con cera y plumas y con las que consiguieron escapar volando. De cómo su orgullo le llevó a volar demasiado alto hasta que Apolo, celoso, le derritió las alas y cayó en picado. De la heroica forma en que su padre le salvó a costa de su vida. De su huida del mundo para curar su orgullo buscando la sabiduría. De una ofrenda de doncellas para el monstruo, de un tal Teseo, un hilo y una tal Ariadna. De la muerte del Minotauro a manos de Teseo. De una vela negra y otra blanca, de un rey que se suicidaba despeñándose desde una roca sobre al mar. Del abandono de Ariadna por Teseo y de su locura. Una historia tan larga y extraña como interesante y cargada de lecciones y de sabiduría.

Pero lo más extraño de todo fue cómo contó la historia, hablando muy lentamente mientras se paseaba por las lóbregas galerías de la biblioteca. Cuando acabó el extraño relato, alargó la mano, tomó el libro que estaba justo delante de él, lo abrió y dijo:

- He aquí el libro de la historia que acabo de contar.

Abrieron el libro y, ¡oh misterio!, efectivamente, ahí estaba, letra por letra, la historia que les acababa de contar. Entonces Ícaro dio media vuelta y salió a toda prisa del laberinto como si se supiese de memoria el camino de salida. El rey y sus cortesanos le siguieron como pudieron y, una vez fuera, le exigieron que les dijese el secreto del orden de la biblioteca. Pero él dijo que ya se lo había desvelado y se alejó. El rey dudó si prenderle y cortarle la cabeza, pero algo como un halo de respeto que emanaba de Ícaro se lo impidió y éste salió andando de la ciudad y se perdió entre la multitud. Cuando más tarde estalló, terrible, la cólera del rey, quiso buscarle para castigar su insolencia, pero fue absolutamente imposible encontrarlo. Parecía como si se lo hubiese tragado la tierra.

Todo el reino intentaba adivinar el secreto del laberinto en el extraordinario relato de Ícaro. Un día recordaron la extraña lentitud con que contaba la historia y cómo su vista se dirigía continuamente hacia lo alto de la entrada de cada galería para mirar el signo que allí figuraba. Entonces se dieron cuenta. El primer signo del libro decía cuál de las treinta entradas había que tomar. Cada galería se dividía en otras treinta y el segundo signo del libro decía cuál seguir. Y así sucesivamente. Por eso Ícaro, al contar su historia, iba buscando las letras que pronunciaba y siguiendo el camino trazado por ella. Cuando la dio por terminada, alargó la mano sabiendo a ciencia cierta que estaba delante del libro de su relato. Naturalmente, el libro se había escrito antes de que pasasen todos esos hechos. Por supuesto, dispersos por toda la biblioteca habría millones de libros con historias parecidas pero en los que Dédalo e Ícaro eran devorados por el Minotauro, o a Ícaro no se le derretían las alas, o se le derretían pero su padre no podía salvarle. Habría incluso millones de libros, salpicados aquí y allá por todo el laberinto, en los que pasaba lo mismo pero contado con otras palabras.

Ya sabían el secreto, pero de ninguna manera eso les facilitaba poder encontrar el Quijote, puesto que nadie sabía la historia. Entonces el rey se acordó de que el chambelán, antes de morir le había dejado un papiro misterioso diciéndole:

- Majestad, algún día os daréis cuenta de la enorme injusticia que cometéis conmigo. Pero en muestra de mi inquebrantable lealtad os dejo este papiro.

En el papiro ponía una frase misteriosa que entonces no supo a qué podía referirse: “Cuando se busque con recto corazón, un anciano de la casi extinta raza de Matusalén encontrará el camino”.

El rey dio orden de busca, a toda costa, de cualquier anciano de la raza de Matusalén. Proclamó premios fabulosos, profirió amenazas terribles, pero nada ocurrió. Cada día echaba espuma de rabia por la boca al ver su autoridad frustrada. Se revisaron todos los archivos para encontrar personas vivas que hubiesen nacido hace más de setecientos años. La policía secreta investigó el pasado de miles de súbditos. A más de uno se le torturó para intentar ver si guardaba recuerdos más antiguos de lo que decía era la longitud de su vida. Nada, todo resultaba vano e inútil. El anciano no aparecía y el rey no dormía, apenas comía y languidecía a ojos vista. Poco a poco su ira fue transformándose en dolor. En un dolor cada vez más profundo e hiriente, que le condujo a la postración y la ruina física. Hasta los súbditos que le habían odiado alguna vez sentían lástima por su triste estado. Un día, decidió cambiar de estrategia. Venciendo su orgullo, empezó a recorrer todo el reino rogando que si había algún anciano de la raza de Matusalén, se compadeciese de él y se presentase en palacio. No había premios ni amenazas, sólo súplica. A pesar de su extrema debilidad, se dedicó a peregrinar vestido de saco, repitiendo lastimeramente la súplica. Incluso viajó mucho por otros reinos, vecinos y lejanos. Muchos respetaban esta nueva actitud del rey, pero no faltaban los que la encontraban patética y llegaban a mofarse de ella. A él, sin embargo, parecía no importarle esta merma de prestigio. Y esta nueva misión que se había impuesto empezó devolverle a la vida y la salud.

Pasó muchos años el rey buscando al anhelado anciano, pero éste no daba señales de vida. Sin embargo, el rey recuperó, incluso con creces, su antiguo vigor, a pesar de no ser ya joven. Poco a poco se fue introduciendo en su mente la idea de que el anciano había muerto. Al fin y al cabo, también a los de la raza de Matusalén les llegaba la hora de la muerte, amén de que como cualquier mortal, estaban sujetos a la posibilidad de accidentes fatales. Pasados bastantes años más, renunció a la idea de encontrar al anciano. Pero sus humildes viajes por el mundo le habían hecho entrar en contacto con la miseria, con las secuelas de la guerra, la injusticia y la maldad humanas. También le hicieron conocer muy diferentes tipos humanos. Los soñadores y los terrenos, los que alimentaban el espíritu y los que vivían para el vientre, los locos sabios y los cuerdos estúpidos. Esto hizo que se plantearse la vida de otra manera. Ahora tenía otra misión. Hacer el mundo mejor, más justo, más humano. Tuvo la tentación de dejarlo todo y vivir como un pobre caballero andante, intentando hacer el bien como y donde pudiese. Pero al final decidió que era más eficaz, que podía hacer más y mejor el bien, siendo rey. Un rey justo, pero rey. Usando el poder con rectitud y honestidad para hacer de su reino un reino de justicia y de paz. Más aún, un reino de amor. Su lucha fue dura y en gran medida estéril, pero él sabía que estaba haciendo lo que había que hacer, aunque a veces le abrumase una profunda sensación de inutilidad en su lucha contra un enemigo mucho más fuerte que él. Contra lo más íntimo de una parte oscura de la naturaleza humana, a la que era inmensamente difícil cambiar por mucho poder que se tuviese. Sin embargo nunca desesperó, porque veía su propio cambio y se daba cuenta de que todo ser humano tenía dentro de sí, junto a las tinieblas, una luz que podía iluminar su vida, tal y como le había ocurrido a él. Por eso siguió haciendo el bien toda su vida, a pesar de su doloroso sentimiento de inutilidad.

Un día, siendo ya viejo e impedido para sus viajes, entró en la biblioteca y empezó a narrar una historia de un caballero enjuto y chiflado que luchaba inútilmente, de forma trasnochada y con elementos equivocados por un mundo mejor. Junto a él iba siempre un escudero gordo y necio que, a pesar de darse cuenta de la locura de su señor, creía a pies juntillas las absurdas promesas que éste le hacía sobre el gobierno de un reino que les iba a ser entregado. Era difícil distinguir si era la codicia del gobierno, el cariño hacia el demente caballero o una confusa mezcla de ambas, lo que impulsaba al obeso escudero a seguir a su señor. La historia le salía de lo más hondo de su ser, como si su lengua obedeciese a una fuerza interior desconocida. En ella se mezclaban la añoranza por el camino de sencillez que había dejado en aras de la eficacia y la frustración por el escaso éxito conseguido en su misión. No obstante, como no quería que el relato estuviese teñido de amargura y como había aprendido mucho del humor del pueblo, la mayoría de las historias movían una a tierna sonrisa y algunas a una franca carcajada. Mientras recitaba su relato, tenía una extraña sensación de que alguien, en alguna otra parte de la biblioteca, estaba recitando otra historia guiado también por una poderosa voz interior. Cuando terminó de hablar, alargó la mano y encontró, ya escrita en el libro que cogió, la historia que acababa de narrar. Contraviniendo las órdenes de su padre de que ningún libro podía salir de la biblioteca, se lo llevó a su palacio. Al fin y al cabo era su libro, porque lo había inventado él.

Unos días más tarde, un hombre viejísimo apareció en palacio y pidió audiencia con el rey.

- Majestad, – le dijo – Hace muchos años, un hombre al que cortasteis injustamente la cabeza os dejó un pergamino en el que decía que “cuando se busque con recto corazón, un anciano de la casi extinta raza de Matusalén encontrará el camino”. Creo que habéis expiado con creces vuestro crimen y que habéis buscado con recto corazón, no el libro que inició este proceso, sino la sabiduría que nace de la humildad. Aquí estoy pues, como estaba prometido. Soy de la raza de Matusalén, tengo más de ochocientos años y, hace muchos, fui el que mezcló los signos del libro que estáis buscando. Mi memoria retiene fielmente cada uno de ellos. Seguidme, aunque creo que ya habéis encontrado el camino hacia el lugar al que queréis llegar.

Llegaron a la entrada de la biblioteca y el anciano comenzó “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”. El rey siguió sin demasiado entusiasmo al anciano, puesto que ya no estaba seguro de que el libro le interesase como otra cosa que como el iniciador del proceso vital que había recorrido. Sí sentía una cierta curiosidad por saber su contenido, pero de ninguna manera podría llamarse anhelo a ese sentimiento. Pero a medida que el anciano iba recitando el texto del Quijote para orientarse en el laberinto de galerías, su asombro crecía al ver las enormes similitudes entre su historia y la de don Alonso Quijano. Muchas veces se dibujó la sonrisa en los labios del rey y alguna que otra sonora carcajada se escapó de su boca. Cuando acabó la historia, el hijo de Matusalén, dijo al rey:

- Majestad, alargad la mano y tomad el libro.

Pero el rey no lo cogió. Tenía su propio libro que era una versión adaptada a su vida del libro que había marcado su existencia. Todas las preguntas que podía sugerirle el Quijote sobre la sabiduría ya se las había hecho y aunque muchas estaban aún sin contestar, no encontraría la respuesta ni en ese ni en ningún otro libro. El rey cumplió la promesa que había hecho a Ícaro y abrió la biblioteca a todos sus súbditos. Al principio estuvo atestada de gente que quería leer historias curiosas. Pero, ¡ay!, los libros no tenían ninguna historia, solo galimatías ininteligibles con alguna que otra palabra de cuando en cuando. A veces alguien encontraba un libro que hilaba muchas palabras, pero sin ningún sentido. Y cuando aparecía uno que tenía sentido, no decía más que falsedades. Eso sí, el que contaba su vida o se inventaba un relato, por estúpido o rocambolesco que fuese, justo al terminar, allí estaba el libro de su historia. Pero a muy poca gente le interesaba semejante tontería, por lo que, poco a poco, la biblioteca volvió a quedarse vacía. Solo algunas personas extrañas deambulaban por sus pasillos mientras narraban en voz alta historias pintorescas, o cargadas de belleza, o llenas de aventuras increíbles. Y siempre, al final, cuando terminaban, allí estaba el libro que habían imaginado. El rey fue, hasta el día de su muerte, una de esas escasas personas que frecuentaban la biblioteca. Naturalmente que podía pensar una historia en la soledad de su palacio, pero la biblioteca le inspiraba y le permitía estar en contacto con los más conspicuos habitantes de su reino. Más de un sabio consejo recibió en sus galerías. Además, la biblioteca le permitía recopilar por escrito sus pensamientos y los consejos ajenos, llevándose los libros que los contenían. Al principio pensó que eso esquilmaría la biblioteca, pero pronto se dio cuenta que de cada libro que se llevase había infinidad de copias casi idénticas, por lo que la riqueza de la biblioteca era prácticamente inagotable. Levantó la pena de muerte por coger los libros, de forma que todos se los llevaban. Pero la inmensa biblioteca no experimentaba merma alguna por este expolio. Cuando murió, la voz del pueblo empezó a poner, detrás de su nombre y del ordinal, el calificativo de “el Sabio”. El tiempo ha borrado las huellas de su nombre verdadero, pero en ese país, que más tarde llegó a llamarse Babilonia, se siguió hablando durante muchos siglos del rey Sabio.

Pasaron años, decenios, siglos y, un buen día, uno de esos extraños habitantes del reino que seguía visitando la biblioteca encontró un esqueleto envuelto en un manto real y con un libro entre las manos. Nadie sabía quien podía ser el hombre que un día llenaba ese esqueleto con su cuerpo y con su alma. Pero el libro que tenía entre sus manos lo reveló. Era el padre del rey Sabio, el misteriosamente desaparecido. El libro contaba cómo había conseguido sobrevivir gracias a una gotera que había en un rincón de la biblioteca, a las inmensas arañas que tejían sus telas entre los anaqueles y a los insectos, también inmensos por un proceso de evolución paralela, que caían en ellas. De vez en cuando saboreaba un manjar delicioso fabricado por gigantescas abejas que habían instalado su colmena en la biblioteca y entraban y salían al exterior por una abertura en lo alto de una pared. Había llegado a un entendimiento tácito con las abejas. Él las liberaba de las telas de araña y ellas le hacían una exquisita mezcla de miel de almendro en flor y jalea real. Un día, desesperado por su soledad, cayó rostro a tierra e imploró a los dioses que le enseñasen el secreto de la biblioteca. Tomó la costumbre de dedicar un rato todos los días a ponerse delante de los dioses, hasta que un solo Dios le pareció suficiente para darle la paz que poco a poco iba encontrando en su alma. Todos los días hablaba largamente con Él y nunca más volvió a sentirse solo. Pasados algunos años rezando a ese único Dios, se dio cuenta de que los libros de una galería eran iguales a los de la galería anterior, pero con la letra que figuraba en la entrada de la misma añadida al final. Descubrió así el secreto de la biblioteca y empezó a contar pequeñas historias empezando desde el sitio de la biblioteca en el que se encontraba. La parte anterior de los libros que encontraba así, reflejaban el sinsentido habitual, pero a partir del punto en el que él empezaba a hablar, reproducían fielmente la historia que inventaba. Poco tiempo después se dio cuenta de que, conocido el secreto de la biblioteca, tenía la clave para salir de ella cuando quisiera, pero ya no quería salir. Había empezado a descubrir que la sabiduría valía más que la dignidad de rey, que el sitio del mundo en el que mejor se encontraba eran las galerías de la biblioteca y que la intimidad con ese Dios al que había descubierto superaba toda compañía. El hambre y la mortificación habían aguzado su ingenio. Inventó miles y miles de historias, pero un día, nunca supo cómo ni por qué, empezó a contar una largísima historia que le salía de no sabía dónde, pero que surgía de él como un torrente impetuoso que no podía controlar. La historia empezaba:
“En el principio, creó Dios el cielo y la tierra...” y acababa: “Sí, estoy a punto de llegar. ¡Amén! ¡Ven, Señor, Jesús! Que la gracia de Jesús, el Señor, esté con todos”. El penúltimo párrafo del libro que el padre del rey Sabio tenía entre sus manos era un pequeño extracto del larguísimo libro que le había sido dictado por el torrente. Decía: “Por eso rogué, y me fue dada la prudencia; supliqué, y vino a mi el espíritu de sabiduría. La he preferido a los cetros y a los tronos, y a su lado en nada he tenido la riqueza. Ni siquiera la he comparado a la piedra más preciosa pues todo el oro ante ella es un poco de arena, y a su lado la plata no pasa de ser lodo. La he amado más que a la salud y a la belleza, y la he preferido a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Todos los bienes me han venido con ella, tiene en sus manos riquezas innumerables. Son fuente de gozo porque los trae la sabiduría, aunque yo no sabía que ella era su madre. La aprendí con sencillez porque es para los hombres un tesoro inagotable, y los que lo adquieren se ganan la amistad de Dios...”

El último párrafo decía en verso.

“Mi corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
tu avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas
compañero del alma, compañero”.

Ese fue el día en el que el alma del rey salió para siempre del laberinto y llegó a la Eterna Biblioteca, al aire libre, en un campo de almendras en flor. Pero queda todavía por resolver la cuestión filosófica de cómo la parte puede valer más que el todo.