22 de diciembre de 2010

Frases 22-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven,
del desfile interminable de los desleales, de las ciudades

[llenas de necios,
de mí mismo, que me reprocho siempre (pues, ¿quién es más

[necio que yo, ni más desleal?),
de los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos

[despreciables, de la lucha siempre renovada,
de los malos resultados de todo, de las multitudes afanosas y

[sórdidas que me rodean,
de los años vacíos e inútiles de los demás, yo entremezclado

[con los demás,
la pregunta, ¡oh, mi yo!, la pregunta triste que vuelve a – ¿qué

[de bueno hay en medio de estas cosas, oh mi yo, oh vida?

Respuesta

Que estás aquí –que existen la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama, y que tú, puedes contribuir

[con un verso.

Walt Whitman

19 de diciembre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz V y último

Tomás Alfaro Drake

La semana pasada indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 5ª y última, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


La gran cuestión, la única cuestión.

¿Vivió Jesús? ¿Y pronunció realmente las ardientes palabras que borran el miedo a la muerte? ¿Y son verdad? Esto es lo decisivo, aquí la Iglesia debe mantenerse o caer. Cristo nos importa. Todo lo demás sobra: el Diluvio, el Día del Edén, el nacimiento virginal –¡Es lo de menos!–. La Cuestión es: ¡Dios nos envió al Hijo
Encarnado, que pregona Amor! ¡Amor es el Camino! Entre lo más probable y lo probado se abre un vacío. Con miedo a saltar, nos detenemos desconcertados, y vemos detrás de nosotros hundirse la tierra y, lo que es peor, nuestro punto de vista se desmorona. Desesperada surge nuestra única esperanza: arrojarse en la Palabra que abre el universo cerrado.

Hacia la Iglesia católica

Pero, una vez que resolví el problema de Jesús –¿es Cristo Dios?– con un firme SÍ, la cuestión de Roma –¿es la Iglesia Católica la Iglesia?– se me presentaba exigiendo una respuesta apremiante ante la existencia y la afirmación invariable de la Iglesia católica en los últimos 2000 años de historia. Había sido atraído hacia Cristo por las “agujas de ensueño” de Oxford, que testificaban la fe que las había levantado; pero yo sabía, también, que aquella fe era la fe Católica. Me atraía y tuve mis dudas, a pesar de mi mentor C. S. Lewis, de la validez de la iglesia anglicana y de su “desnudo cristianismo”. Una vez, en una iglesia Católica de Francia, me arrodillé ante el comulgatorio y recibí la Hostia –Dios en manos de un arrugado sacerdote francés– sintiendo que por fin ahora estaba comiendo de verdad el Cuerpo de Cristo.

En el mejor de los casos, el Protestantismo conserva la concepción católica de Cristo y del Dios Trinitario, pero lo que se ha perdido es todo entendimiento del sentido de Su Iglesia. Yo, sin embargo, habiendo llegado recientemente al cristianismo desde el paganismo, no estaba cargado de los fuertes prejuicios protestantes y podía captar el sentido de la Iglesia. Pero mi entrada en ella iba a aplazarse. Primero me pilló la enfermedad y muerte de aquella “única persona querida”, mi esposa, y el dolor subsiguiente (que he contado en mi libro, Una misericordia severa) y luego me cogió la salvaje tormenta de los años sesenta. Pasaron muchos años. Y entonces, Dios (según he relatado en Bajo la misericordia) me dio un tirón para que volviera a Él. Recuperé la Obediencia. Y la cuestión de Roma vino por su propio pie. Sin embargo, ahora, el panorama religioso era muy distinto. Se había celebrado el Vaticano II. El “aliento de aire fresco” en la Iglesia se había convertido en un destructivo vendaval de rebelión. Muchos católicos, inclusive, sorprendentemente, sacerdotes y monjas, eran incapaces de comprender la distinción vital entre la disciplina y la doctrina. La disciplina (el uso del Latín, el pescado de los viernes, la comunión en cierta forma) puede cambiarse; la doctrina (la Resurrección de los cuerpos, el sacerdocio de los varones, el asesinato de niños no nacidos) nunca puede cambiarse.

Además, el Modernismo –que es esencialmente la negación de lo sobrenatural– que había afligido largo tiempo al Protestantismo, renacía entre los teólogos Católicos. Pero había una diferencia. Cuando me fijé en mi propia denominación Episcopaliana, me pareció que estaba decayendo en lo principal y cuando miré a la Iglesia católica, vi que el centro sostenía a lo demás, era como una roca: la firmeza del Magisterio y la fe que irradiaba de un gran Papa. De pronto, vi que el Magisterio era la marca esencial de la Iglesia Católica, sin la que la Iglesia caería en el caos protestante. Si un documento relativamente sencillo como la Constitución de USA precisa de un Consejo Supremo como “magisterio” para interpretarlo, cuánto más la complejidad de la Biblia y la Tradición necesita la autoridad doctrinal del Magisterio y la Cátedra de Pedro.

Ser capaces de ver esto con claridad es quizá una de las grandes ventajas de aquellos que vienen a la Iglesia Católica al ver desde lejos ven lo esencial. El juicio más caritativo acerca de los teólogos que intentan debilitar o suplantar el Magisterio es que ya no ven el bosque por que se lo impiden los árboles.

Y al advertir esto (el Magisterio como la marca esencial de la Iglesia), ya era un católico intelectualmente. Pero no sólo temía ligeramente al catolicismo en un nivel de parroquia (¿estaría lleno de individuos de IRA o de la Mafia?), sino que me mantenía en mi sitio un amor triste hacia mi decadente anglicanismo. Amaba su estilo y la belleza de la liturgia tradicional. ¿Cómo abandonar la iglesia en que reposaban las cenizas de mi esposa? Y mis amigos. ¿Cómo podría convertirme en un papista? Aun considerando que la Iglesia Católica era mi verdadera madre y la anglicana mi madrastra, ésta me había nutrido y la quería entrañablemente. Hasta me dije: “Mi cabeza dice que vaya, pero mi corazón dice que me quede”.

Aún tenía que decidirme. En mi frigorífico hay un trozo de póster amarillo que dice: “No decidir es decidir”. Sabía que tenía que tomar una determinación, no “decidir por la corriente”. En Oxford, me movió a aceptar a Cristo el darme cuenta que no podía rechazarle. Y ahora, ¿podía rechazar a la Iglesia Católica? No. Por lo tanto, era católico.

Mi resolución me dejó triste y deprimido, porque había de abandonar mi iglesia anglicana, la de St. Stephen. No obstante, debía hacerlo. Debía acudir a mi antiguo amigo y confesor en Oxford, el Padre Julian Stead, OSB, de Portsmouth Abbey, en Rhode Island. A lo largo de todos aquellos años había contestado pacientemente a mis preguntas sobre el catolicismo, sin urgirme nunca a convertirme. Ahora me dijo algo que me sobrecogió. Había rezado, día tras día, durante veinticinco años, para que encontrara el camino a la Iglesia. Ya estaba.

En la Abadía, el día de la fiesta de la Asunción, con Peter Kreeft como mi padrino, fui acogido en el seno de la Iglesia por el Padre Julian y confirmado por el Obispo Ansgar Nelson, OSB.

De vuelta a Virginia, me dirigí a la iglesia de la Santa Cruz y descubrí que mi párroco, el Padre Anthony Warner, era una bendición. Después de mi primera y muy significativa Misa allí, en la que participé con gran recogimiento, decidí ir por última vez a la de St. Stephen para contarle a la gente lo que había y despedirme. Y entonces, de pronto, reparé en lo que me había quedado oculto en mi decisión de tres semanas antes. No existía ninguna razón por la que, sin dejar de ir a Misa, no pudiera seguir yendo a la iglesia de St. Stephen, al menos a maitines (la oración de la mañana), como católico. Como si fuera un licenciado del anglicanismo. Todo el mundo de allí, incluido el párroco, parecía encantado con que no les hubiera abandonado por completo. Pero ahora visto retrospectivamente, recordando el período de oscuridad entre mi resolución y mi admisión, me parece que tenía primero que optar por dejar “padre y madre” o, al menos, a la madrastra, antes de que se me devolviera de otra forma.

Los cinco años que llevo en la Iglesia me han hecho ahondar en la vida y sacramentos de la Iglesia. Como escritor me he visto inmerso en el mundo del pensamiento católico y en la amistad con otros escritores católicos. Y estos años, desde que vine (o me trajo Dios Espíritu Santo) me han confirmado en la creencia de que la Iglesia Católica es, de verdad la Iglesia de Cristo.

15 de diciembre de 2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Antes de pasar a la frase de hoy quiero comunicaros una noticia. Me acaban de publicar un libro con el título ¿Existió realmente Jesucristo? Esta editado por Ediciones Palabra en la colección dBolsillo MC. Es exactamente la serie de entradas de este blog con el nombre de “La fe en Cristo” que apareció entre Enero y Mayo de este año. Pero, tal vez alguno prefiera tenerlo en libro. Si es así, podéis comprarlo en cualquier librería, pero me consta que lo tienen en la librería Diálogo, que está en Diego de León semiesquina Serrano. Creo que podría ser un buen regalo de Navidad.

Desiderata

Ve plácidamente entre el ruido y la prisa. Recuerda que la paz puede estar en el silencio. Sin renunciar a ti mismo, esfuérzate por ser amigo de todos. Di tu verdad, quietamente, claramente. Escucha a los otros, aunque sean torpes e ignorantes; cada uno de ellos tiene también una vida que contar. Evita a los ruidosos y agresivos, porque ellos degradan el espíritu. Si te comparas con otros puedes convertirte en un hombre vano y amargado; siempre habrá cerca de ti alguien mejor o peor que tú. Alégrate tanto de tus logros como de tus proyectos. Ama tu trabajo aunque sea humilde; es el tesoro de tu vida. Sé prudente en tus asuntos, porque en el mundo abundan las gentes sin escrúpulos. Pero que esta convicción no te impida reconocer la virtud; hay muchas personas que luchan por hermosos ideales y, dondequiera, la vida está llena de heroísmo. Sé tu mismo. No seas cínico en el amor, porque cuando aparecen la aridez y el desencanto en el rostro, se convierten en algo tan perenne como la hierba. Acepta con serenidad el consejo de los años y renuncia sin reservas a los dones de la juventud. Fortalece tu espíritu para que no te destruyan inesperadas desgracias. Pero no te crees falsos infortunios. Muchas veces el miedo es producto de la fatiga y la soledad. Sin olvidar una justa disciplina, sé benigno contigo mismo. No eres más que una criatura en el universo, pero mucho más que los árboles y las estrellas; tienes derecho a estar aquí. Y, si no tienes ninguna duda, el mundo se desplegará ante ti. Vive en paz con Dios, sin importar como pienses en Él; sin olvidar tus trabajos y aspiraciones, mantente en paz con tu alma, pese a la ruidosa confusión de la vida. Pese a tus falsedades, penosas luchas y sueños arruinados, la tierra sigue siendo hermosa. Sé cuidadoso. Lucha por ser feliz.

Inscripción fechada en 1892 encontrada en una tumba de la vieja iglesia de San Pablo de Baltimore.

12 de diciembre de 2010

Sobre planetas extrasolares, supertierras y posibilidad de vida extraterrestre

Tomás Alfaro Drake

Hace ya algunas entradas hablé de cómo los científicos que, por los motivos personales que fuese, querían negar a Dios a toda costa, acudían a argumentaciones no científicas disfrazándolas de científicas para contagiarles la respetabilidad de la ciencia. Concretamente hablé de la teoría de los multiversos para evitar tener que aceptar un universo de diseño que implicase un diseñador. (véase la entrada “Cuando la ciencia deja de ser ciencia” 10 Octubre del 2010)

Hoy me voy a centrar en otro tema. Piensan estos científicos nihilistas que si la vida y la inteligencia fuesen fenómenos ubicuos en el universo, esto pondría en entredicho la idea de Dios. Al final de este artículo me adentraré en este punto: ¿Si existiese vida e inteligencia extraterrestre, descartaría esto la idea de Dios? Ellos parece que piensan que sí y, por eso se afanan por encontrar “pruebas” de que el universo hierve en vida e inteligencia extraterrestre. Y los periódicos, expresión siempre del pensamiento dominante –aunque a ellos les guste parecer críticos– se apresuran a amplificar estas noticias. El jueves 29 de Octubre, apareció en el mundo, a toda plana, un artículo con el titular de “Un universo lleno de planetas como nuestra Tierra”, con el siguiente subtítulo, no menos sensacionalista: “Astrónomos afirman que uno de cada cuatro ‘soles’ tiene mundos habitables”. ¿Cuál es la realidad de todo esto? Puede leerse en el Investigación y Ciencia de este mes de Octubre, algunos de cuyos datos comento.

Hasta ahora, se han descubierto 490 planetas extrasolares. De ellos, la inmensa mayoría son enormes gigantes gaseosos parecidos a Júpiter, incapaces de desarrollar o alojar vida. Es cierto que el sistema utilizado para encontrar planetas en otras estrellas, prima encontrar este tipo de planetas. Pero de esos 490, sólo 3 no responden al patrón del gigante gaseoso. Parecen ser más pequeños y formados de material rocoso, aunque todos ellos bastante mayores que la Tierra. Tal vez por eso han dado en llamarles “supertierras”. Veamos algunas de las características de estas 3 “supertierras”.

La primera “supertierra” descubierta, en el año 2005, se llama GJ 876d. Tiene una masa 7,5 veces la terrestre, no se conoce su diámetro y tarda 2 días en dar una vuelta alrededor de su estrella. Con estos datos y tirando un poquito de mis conocimientos de física puedo decir que para tener un “año” de 2 días, una de dos, o su estrella tendría que tener unas 33.000 veces más masa que nuestro sol o la distancia a su estrella tendría que ser de tan sólo un 3% de la que hay entre la Tierra y el Sol. En cualquiera de estos dos casos cualquier ser vivo que pululase por su superficie quedaría inmediatamente achicharrado. Es decir que en esta “supertierra”, la vida sería absolutamente imposible.

La segunda “supertierra” –COROT-7b– tiene una masa 4,8 veces la de la Tierra, con un radio 1,7 veces mayor y su “año” dura 20 horas. Para conseguir esta proeza de velocidad, su estrella tendría que tener una masa 191.000 veces la del Sol u orbitar a una distancia del 1,7% de la distancia de la Tierra al Sol. El resultado es el mismo. La vida en esa “supertierra” es una misión imposible.

La tercera y última “supertierra” –GJ 1214b– tiene una masa de 6,55 veces la terrestre con un radio de 2,7 veces el de nuestra tierra. Orbita alrededor de su estrella en un día y medio. Como cabe esperar, si comparamos estos datos con los dos anteriores, su estrella tendría que tener una masa de 53.000 veces la de nuestro Sol u orbitar a un 2,7% de la distancia a la que lo hacemos nosotros alrededor del Sol. Ni que decir tiene que la vida tampoco sería posible en esta “supertierra”.

Eso es todo. Deducir de estos datos empíricos que “el universo está lleno de planetas como nuestra Tierra” o que “uno de cada cuatro ‘soles’ tiene mundos habitables”, me parece una tomadura de pelo. Es cierto que los métodos de detección de planetas priman el hallazgo de planetas grandes y cercanos a sus estrellas, pero el hecho es el que es. De los 490 planetas extrasolares encontrados, sólo 3 pueden calificarse como “supertierras” y de estos tres, ninguno tiene, ni de lejos, las características necesarias para la vida. En el 2009 entró en órbita el observatorio espacial Kepler, que tiene como una de sus misiones la búsqueda de planetas extrasolares y que va equipado con sistemas que permitan la detección de planetas más pequeños y más alejados de sus estrellas. Puede que encuentre planetas más parecidos a la Tierra que los que ahora se conocen, pero eso no pasa de ser una posibilidad.

Pero, aunque apareciesen estas tierras “clónicas”, son muchas más las condiciones que deben de cumplirse para que un planeta pueda producir y mantener la vida (a partir de ahora, a un planeta capaz de acoger y mantener la vida le llamaré “vitable”). Veamos algunas de ellas: a) un campo magnético de unas características muy estrictas, b) un sistema planetario con un número y distribución de planetas muy peculiar, c) un tipo de estrella muy especial, d) una explosión de supernova que se haya producido a una distancia y en un tiempo muy precisos, e) una posición de la estrella en la galaxia dentro de límites muy estrechos, f) una galaxia de unas características muy especiales que, además g) pertenezca a un cúmulo de galaxias extraordinariamente atípico, etc., etc., etc.

Puede argüirse que en el universo hay un número asombrosamente grande de estrellas y que, entre tantas estrellas, habrá bastantes que cumplan con todas esas características. Efectivamente, en todo el universo se estima que hay unas 100.000 millones de galaxias con unas 200.000 millones de estrellas cada una. Esto da un número escalofriante de estrellas. Un 2 seguido de 22 ceros, número que soy incapaz de nombrar. Pero si para que se produzca un fenómeno son necesarias 10 condiciones con un 1% de probabilidad de producirse cada una de ellas, la probabilidad de que se den todas y que, por tanto, se produzca dicho fenómeno, es menor que el número de estrellas antes mencionado. Cada una de las condiciones que acabo de enumerar en el párrafo anterior como necesarias para que un planeta sea vitable, tiene una probabilidad de cumplirse muy inferior al 1%, por lo que toda esa ingente cantidad de estrellas, posiblemente no basten para tener una probabilidad razonable de que en una de ellas haya un planeta vitable.

Pero, aún así, supongamos, contra la ley de probabilidades, que hubiese unos cuantos millones de planetas vitables. Que un planeta sea vitable es condición necesaria, pero en modo alguno suficiente, para que aparezca la vida. Y la vida es un fenómeno que, según todos los datos empíricos recogen, requiere un conjunto bastante numeroso de condiciones, cada una de ellas con bajísima probabilidad de darse. Por lo tanto, aún con la graciosa concesión de que hubiese varios millones de mundos vitables, de nuevo, la estadística apunta hacia lo improbable de la existencia de vida extraterrestre.

Pero, y siguiendo con concesiones graciables, entre la existencia de vida y la de organismos superiores capaces de tener una anatomía, véase un cerebro, que pueda servir de soporte a la inteligencia, media un abismo inaudito. Mucho mayor que el que puede haber entre un patinete y una lanzadera espacial, considerados ambos como medios de transporte. Por último, ese organismo dotado de un cerebro capaz de soportar la inteligencia no sería más que el hardware. Un organismo así sería tan estúpido como un ordenador sin software. Y el software de la inteligencia, en este mundo en el que habitamos y en donde existe la inteligencia, es prácticamente imposible que haya surgido de la mera biología. (ver entradas a este blog “Definamos la inteligencia” y “El coste de un cerebro desproporcionado” en Julio y Septiembre del 2008, respectivamente).

Ha llegado ahora el momento de plantearse la pregunta propuesta al principio de este artículo: ¿Si existiese vida e inteligencia extraterrestre, descartaría esto la idea de Dios? la respuesta es, desde luego, que no. ¿Qué impediría a un Dios Omnipotente, si quisiese, haber hecho con su poder que en este inmenso universo hubiesen aparecido más seres inteligentes? Nada en absoluto. De hecho, ha creado más seres inteligentes. Enormemente más inteligentes que nosotros. Los ángeles. Cierto que los ángeles están “fuera” de este universo o, si se prefiere, en otras dimensiones más altas que las cuatro dimensiones de nuestro espacio-tiempo. pero, ¿por qué no podría haber creado en este universo “nuestro” más seres rotados de inteligencia? Cierto que esto obligaría a ver desde una nueva óptica muchos temas teológicos, pero, ¿alguien puede extrañarse de que la infinitud de Dios nos obligue a replantearnos muchas cosas sobre Él? Nunca sabremos suficiente de nuestro Dios y por lo tanto, siempre puede sorprendernos y, de hecho, siempre nos sorprende. Más aún, si lo entendemos demasiado bien no es Dios.

Yo, personalmente, creo que en este universo no hay más vida inteligente que la nuestra. Y no lo creo así porque me parezca incómodo o molesto que la haya. Si creo que no hay más vida inteligente que la nuestra, es por los motivos estadísticos racionales expuestos más arriba. Pero me parecería apasionante que la hubiera, para poder conocer más acerca de nuestro designio en el universo compartiendo impresiones con ellos. Desgraciadamente la comunicación sería difícil. Aún si la estrella con vida inteligente estuviera en nuestra galaxia, y dado que ésa tiene un diámetro d unos 100.000 años luz, la distancia hasta ella podría ser del orden de las decenas de miles de años-luz. Es decir, si les hiciésemos una pregunta, recibiríamos la respuesta unos 40 o 50.000 años más tarde. No es fácil cambiar impresiones en estas circunstancias.

Cuando he expuesto esta opinión mía a otras personas –la de que no hay otra vida inteligente en el cosmos que la nuestra–, muchas me han hecho una pregunta interesante. Si estamos sólo nosotros en este inmenso universo ¿por qué un cosmos así, con 100.000 millones de galaxias de unos 100.000 años-luz de diámetro, con unos 200.000 millones de estrellas cada una, separadas entre sí por varios millones de años-luz, estructuradas en cúmulos de galaxias que a su vez se agrupan en supercúmulos, etc.,? ¿No bastaría con un universo más modesto, adaptado a nuestra pequeñez? Me gusta contestar con unos versos del poeta Fernando Pessoa:

“...porque yo soy del tamaño de lo que veo
y no del tamaño de mi estatura”.

Ese Dios al que los científicos nihilistas quieren borrar del mapa, nos ha hecho de pequeña estatura, es cierto, pero nos ha regalado una inteligencia con una vista penetrante que puede “ver” toda esa inmensidad. Un día, volando en el crepúsculo en un avión que iba por encima de las nubes, veía desde arriba, a través de mi pequeña ventanilla, el maravilloso espectáculo del brillo rosáceo de las enormes masas algodonosas que se perdían en el horizonte. Me acababa de dar un paseo por el avión y todo el mundo dormía. Pensé agradecido: Dios mío, ¿todo este espectáculo para que lo vea yo sólo? ¿No es un desperdicio? Entonces s me vino a la cabeza, como un relámpago, la siguiente idea: Dios no es economista. Efectivamente, la economía es la ciencia de los recursos escasos y nosotros, los humanos, aunque no sepamos nada de economía, somos todos economistas, porque sabemos que no podemos conseguirlo todo. Por eso dimensionamos las cosas al mínimo. Si no necesitamos una casa grande, compramos una pequeña, porque si no, no nos llega para otras cosas necesarias. Y así con todo. Y le atribuimos a Dios nuestra visión económica –o tacaña, si se prefiere– de la vida. ¿Por qué iba a hacer un universo innecesariamente grande? Pero Dios no es economista. Le cuesta igual crear un universo cutre que uno grandioso. Además, ¿es innecesario para el hombre un universo inmenso? Creo que no. Si Dios nos hubiese regalado una inteligencia raquítica, un universo como el que tenemos sería “como dar margaritas a los cerdos”. Pero, por amor, nos ha dado una inteligencia de titanes capaz de “ver” un horizonte inimaginable. Si después hubiese hecho el universo con tacañería, nos hubiese condenado a una estrechez parecida a la de una ballena que tuviera que vivir en una pecera. Dios nos ha regalado una inteligencia portentosa junto a un cuerpo ridículamente pequeño de estatura, para que, al descubrir ese universo en el que a cada respuesta aparecen diez nuevas preguntas y ver la desproporción entre lo que vemos y nuestra estatura, nos asombremos de su grandeza y de su amor y anhelemos ardientemente ver un día en Él todos los secretos y conocer a través de Él todas las respuestas. Porque, además de la inteligencia de titanes, nos ha dado la capacidad de contemplarle y de amarle en respuesta a su amor. Por eso el universo es tan impresionante, aunque sólo nosotros estemos en él. Si los científicos nihilistas quieren negar a Dios a través de deformar la ciencia para que deje de ser ciencia, allá ellos. Pero no podrán arrebatarme mi certeza acerca de la grandeza y el amor de Dios.

8 de diciembre de 2010

Frases 8-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tener paciencia con los demás consiste [...] en no intentar sustituir violentamente el ritmo del otro por el ritmo propio. A este otro no se le puede tratar como una cosa desprovista de ritmo autónomo y que, por tanto, uno podría forzar o doblegar a su antojo. [...], digamos que consiste en otorgar confianza a cierto proceso de crecimiento o de maduración. Otorgar confianza: esto no quiere decir simplemente admitir teóricamente sin intervenir, pues esto sería en realidad dejar al otro sencillamente abandonado a su destino. No, otrogar confianza es desposarse en cierto modo con ese proceso, de manera que se favorezca desde dentro.

Gabriel Marcel; “Homo viator”

6 de diciembre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz IV

Tomás Alfaro Drake

Hace unas semanas indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

Pido disculpas por el excesivo tiempo transcurrido entre la 3ª entrega y esta 4ª, pero temas de actualidad han hecho conveniente, a mi juicio, este “gap”.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 4ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


La senda iluminada

Dos caminos parecían bifurcarse en este punto, según veía desde el que había tomado: uno bastante oscuro, llano y ancho, que iba ensanchándose hasta desembocar en un oscuro desierto y dejar de ser camino. El otro estaba muy iluminado, incluso con más luz de la cuenta, pero ésta era necesaria por la aspereza, lo terriblemente escarpado y angosto del camino. Esta última, la iluminada, era la senda que yo había escogido, aunque me encontraba sólo al principio: aún me faltaba pasar por los obstáculos, fatigarme subiendo por aquella cuesta empinada y correr los peligros de aquella estrechez. Sin embargo, aunque no podía ver a dónde iba a llegar, me parecía lo mejor.

Ahora era cristiano. Yo, ¡cristiano! Yo, que solía mirar a los cristianos con lástima y disgusto, tenía que confesarme a mí mismo que lo era. Lo hice con vergüenza y orgullo. Sentía una curiosa mezcla de sentimientos: el respeto humano ante los no-cristianos y una extraña forma de orgullo, porque había desertado de su precario campo; como si a Jesús le hubiera hecho un gran favor, chillón y ridículo, y un gran gozo que me vino con la luz. Mis amigos no cristianos se apartaron; hubieran aceptado con serenidad que me volviera ateo, comunista o budista, pero no cristiano; los no-cristianos, inequívocamente, se encuentran incómodos con los cristianos. Por el contrario, mis amigos cristianos no cabían en sí de alegría.

C. S. Lewis escribió:

“Mis oraciones han sido escuchadas. No: barruntar no es ver; pero para un hombre que camina por una montaña de noche, el vislumbrar los tres siguientes pasos del camino puede importarle más que una panorámica del horizonte. Y quizá, para que una elección sea libre, siempre debe faltar precisamente una certeza probatoria: ¿qué otra cosa podríamos hacer sino aceptarla, si la fe fuera como la tabla de multiplicar? Puedes tener ataques en contra, ¿sabes?, de modo que no te alarmes si te vienen. El enemigo no verá que desaparezcas en la compañía de Dios sin un esfuerzo para reclamarte. Ocúpate aprendiendo a rezar... Que Dios te bendiga. Bienvenido. Sírvete de mí como desees: y recemos el uno por el otro siempre”.

Al principio tuve una seguridad y certeza sorprendentes, a pesar de las dudas que me habían estado acosando durante tanto tiempo. Pienso que a uno se le da una gracia especial –el gozo y la seguridad– en los comienzos. Después de que uno ha elegido, aunque sea tímidamente, le envuelve a uno una capa deslumbrante de gracia, durante una temporada. Hasta que el Cristiano recién nacido aprende a sostenerse en pie y a andar un poquito. No obstante, el contraataque llegó. Y escribí en mi diario:

“Cuarenta días después: Tomada la decisión, uno empieza a actuar según ella. Se reza, se va a la iglesia, se hace una primera comunión increíblemente significativa. Uno intenta repensar todo lo que siempre ha pensado a esta nueva Luz. Uno trata de someter el yo: hacer la señal de la Cruz, tachar el “ego” y seguir a Cristo, con algo menos que éxito brillante. C. S. Lewis profetiza el contraataque del enemigo y, como siempre, tiene razón. Los sentimientos se encrespan gritando que son mentiras, que todo es mentira, el duro pavimento bajo los talones, el esplendor del árbol en mayo son las únicas realidades. Entonces uno recuerda que la Elección estaba basada en la razón, en el peso de la evidencia, y se fortalece. Pero eso no es todo. No sólo puede salirse al paso de las dudas, no sólo van mejor las oraciones, sino que las dudas vienen con menos frecuencia y, cuando lo hacen, a menudo se encuentran con un arranque de inexplicable confianza en que la Elección fue acertada. Nosotros estamos ganando”.

Por la gracia de Dios, estaba rodeado de amigos cristianos muy afianzados en su fe, incluido Lewis, que llegó a ser un gran amigo. Además, la iglesia anglicana de San Ebón era una iglesia que estaba llena del Espíritu Santo. Por entonces daba por supuesto que había de ser así, y también daba por supuesto que no había ninguna iglesia menos llena del Espíritu. A todas luces mi fuerza y mi apoyo residían en la fe firme y viva de aquella iglesia.

Estaba dividida, informalmente, en pequeñas células cristianas; mis amigos de la Universidad y yo constituíamos una célula, que incluía a otros cristianos, como el monje benedictino. Durante dos años apenas hubo una tarde que antes o después no nos reuniéramos unos cuantos del grupo para leer poesía cristiana, estudiar la Biblia y, sobre todo, hablar: sosteníamos vivaces conversaciones hasta altas horas de la noche sobre cualquier aspecto de la fe y las relaciones de la fe con otras cosas. Venían también no cristianos, y algunos de ellos se convirtieron.

Pero llegó el momento en que, uno por uno, nos fuimos marchando de la Universidad, a Londres y Devonshire, a África y Canadá, a Indiana y Virginia. Recordaba Lynchburg como una ciudad llena de iglesias (quizá no todas igual de venerables y bonitas, pero lo que importaba era el Espíritu Santo) y donde había una iglesia, estaría, naturalmente, el Espíritu Santo y la vida cristiana estaría fuertemente centrada en Cristo. Habría en ellas una búsqueda constante y viva del sentido de la vida según Cristo. Para ser sincero, yo no había notado, de hecho, la vida cristiana intensa que, sin duda, se desarrollaba a mi alrededor cuando había estado en Lynchburg, pero por aquel entonces no era cristiano. Ahora todo sería distinto.

No fue como yo esperaba. Había iglesias en Lynchburg, es verdad; y todo el mundo iba allí, pero ¿dónde se manifestaba la vida cristiana? Mi parroquia y cuantas iglesias visité estaban como muertas para Cristo. Habría cristianos, no lo dudo. Pero yo no los encontré. A la mayoría de la gente con la que hablaba le interesaba más el éxito del Club o el radicalismo de las ideas raciales del obispo o el dinero o la posición de los fieles, pero nadie hablaba de Cristo. Uno sentía como si fuera de mal gusto hablar de Él o sugerir que la iglesia había de ser algo más que un club social o un símbolo de respetabilidad. Sin duda que allí se encontraba Cristo, en algún lugar, pero también, demasiado, estaba el mundo.

Para mayor decepción, en otros círculos, la fe descafeinada llegaba a poco más que un simple respeto por (algunos de) los preceptos morales de Jesús. “Sí” – decían estos no-creyentes que se autodenominaban cristianos–, Jesús era el Hijo divino de Dios; así que todos nosotros somos Hijos divinos de Dios. Por supuesto que hubo una encarnación; cada uno de nosotros es la encarnación de Dios. Si San Juan o San Pablo insinúan otra cosa, no hay que creerles. ¿Milagros?: bueno, no, es que sabemos que Dios no obra de ese modo. No hubo Resurrección, excepto en un cierto sentido muy, muy espiritual, pensaran lo que pensasen aquellos ingenuos apóstoles. Por supuesto que somos cristianos (aunque el budismo y el Islam y todas las religiones excepto la Iglesia Católica son igualmente dignas. ¿Verdad?, ¿y qué es la verdad? ¿Qué tiene que ver la verdad con esto? Uno es cristiano cuando sigue las partes más razonables del Sermón de la Montaña, cuando se es una buena persona. Un cristiano es un explorador que nunca debe encontrar, o deja de ser explorador”. Todo esto deprimía y decepcionaba a alguien que creía en la antigua Fe cristiana. Todo esto estaba tan lejos de la Fe como del vino tinto fuerte lo está del té frío. La Fe, como el vino, era demasiado fuerte: el vino debía volverse zumo de uva en un antimilagro y la Fe desencarnarse. Lo que quedaba no tenía nada en común con el Cristo que yo había encontrado, excepto, quizá, un grupo de palabras –y éstas tenían significados diferentes. En otras épocas la gente que no creía en el cristianismo (y, como se sabe, esto lleva consigo alguna creencia) se habían llamado Deístas o Unitarios, pero no Cristianos; pero esta gente, por razones que yo no lograba entender, pretendía reducir la Fe a una moralidad laxa, que ellos y, en realidad, cualquiera que no fuera un canalla, habría asumido, y llamaban a esta religión aguada Fe cristiana.

En este punto fue cuando me vino a la mente un comentario casual de hacía tiempo, que un amigo de Oxford, que volvía de una larga estancia en Italia, me contó con una sonrisa: “Todos los curas rurales de Italia creen con bastante seguridad que el Protestantismo está muriendo”. “Mira” –dicen– “mira el crecimiento del materialismo y el debilitamiento de la fe en Inglaterra y América; no se preocupan más que de enriquecerse. La religión se les muere. Es el sarmiento cortado de la Verdadera Vid, que se agosta. En uno o dos siglos habrá desaparecido, ¿y qué son un siglo o dos para la Iglesia?”. Nos habíamos reído y deseado que aquellos sacerdotes italianos hubieran visto la iglesia de San Ebón. Pero ahora ya no me hacía gracia. Empecé a pensar seriamente en la Madre Iglesia y a plantearme la cuestión que todo cristiano debería preguntarse alguna vez: ¿es aquella enorme Iglesia, tan llena de fe y doctrina, tan llena de variedad excepto en la recia, inmutable fe, es esa, después de todo LA Iglesia? ¿La Vid Verdadera? La pregunta, en síntesis, viene a ser: ¿Qué es la Iglesia? ¿Es la propia Iglesia Católica Romana, incluidos los fieles que están fuera, la Iglesia? ¿O es la “iglesia invisible” –la bienaventurada compañía de todos los fieles? ¿O hay una tercera respuesta?

Mientras tanto, fui descubriendo gradualmente a unos cuantos cristianos que me animaron. Una chica vino a mi casa a discutir acerca de un comentario mío casual sobre el cristianismo; volvió con un amigo y, no mucho después, se formó un grupo que discutía sobre el cristianismo: algunos de ellos eran cristianos o se convirtieron al cristianismo; a veces estaba reunido un pedazo de Iglesia: dos o tres reunidos en Su nombre.

Mi parroquia (Episcopaliana)[1], aunque luchaba con energía por una vida cristiana, era al menos un hermoso lugar, enriquecido, a pesar de sí mismo, por la inalterable fuerza e importancia de la liturgia; y en su altar uno recibía el Santo Sacramento. Yo sentía que esto era esencial: la Santa Eucaristía celebrada por un sacerdote ordenado por un obispo apostólico (la inquebrantable cadena de la imposición de las manos desde los Doce, tan parecida y tan distinta de aquella otra cadena, tampoco rota, de creyentes a través de la cual yo había recibido la fe). No niego que otros ritos de la comunión no otorguen gracia a los que comulgan: Dios puede limitarme pero, con toda seguridad, yo no puedo limitarlo a Él. Así que me aferré al Sacramento. Y pasaron los años: el grupo estudiantil, la oración, los sacramentos.

Entonces un domingo por la mañana, mi hija –en Cristo, otro eslabón de la interminable cadena, de ella a mí de mí a C. S. Lewis y de él a George McDonald y luego al que sea, hasta el propio Cristo– me llevó a comer al Hostal de los Pescadores, una cafetería llevada por la comunidad cristiana de la pequeña Iglesia ecuménica de la Alianza y allí estuvimos toda la tarde, una tarde de animada charla sobre la vida en Cristo. Gente a quien le interesaba inmensamente Cristo. Gente que caminaba hacia ese canto secreto. El Espíritu Santo flotando por la habitación “con cálido aliento y con, ¡ah! brillantes alas”. Era como volver a casa.

[1] Los episcopalianos son miembros de la Alta Iglesia anglicana “trasplantados” a USA. No pueden llamarse anglicanos, por no ser ingleses. La Iglesia anglicana tiene dos ramas. La Baja Iglesia, muy teñida de calvinismo y la Alta Iglesia, similar en muchas cosas a la Iglesia católica. A diferencia de los protestantes, admiten la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque sólo durante los minutos siguientes a la consagración. Sin embargo, aunque admiten la presencia, no hay tal, porque la Alta Iglesia anglicana ha perdido la continuidad apostólica, por lo que sus sacerdotes, a diferencia de los de la Iglesia ortodoxa, no están válidamente ordenados. En las conversiones de sacerdotes de la Alta Iglesia anglicana a la católica, deben recibir el sacramento del Orden. Esta nota al pie y la cursiva del texto son mías. No está claro que cuando Vanauken escribió el párrafo en el que está esta nota se hubiese hecho ya católico. Más bien parece que no, pero la seguridad con que habla del Santo Sacramento y de la sucesión apostólica, me hacen dudar. La aclaración es por si acaso.

3 de diciembre de 2010

Frases 3-XII-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Tenemos que aprender a amar a nuestro mezquino prójimo con nuestro mezquino corazón.

Wystan Hugh Auden.

27 de noviembre de 2010

El preservativo y el Papa

Tomás Alfaro Drake

Basta que el Papa, en una filtración de unas líneas de un libro de más de doscientas páginas haga una mención al uso del preservativo, para que la prensa desate una riada de comentarios burdos y simplistas (añado al final el texto dado por Zenit de las palabras del Papa en este libro sobre este tema). No es la primera vez que ocurre y siempre se trata de decir que la Iglesia, a través de quien haya dicho lo que haya dicho, está rectificando –por fin– su postura para adaptarse –ya era hora– al signo de los tiempos. Recuerdo que hará cosa de 3 o 4 años, Monseñor Martínez Camino hizo un comentario acerca de la doctrina de la Iglesia sobre el uso del preservativo que dio lugar a idénticas tergiversaciones. Pero no es verdad que la Iglesia esté dando un giro a su doctrina sobre el tema. La postura de la Iglesia es la misma desde que ese globito de latex se convirtió en un fenómeno sociológico.

Conviene ahondar un poco sobre la postura de la Iglesia sobre el preservativo. Y conviene hacerlo desde dos perspectivas. La primera, desde la perspectiva de la contracepción y la segunda desde la del SIDA.

Ese trozo de goma que llamamos preservativo, en sí mismo, no es ni bueno ni malo. Es un pedazo de látex, y nada más. Y ponerse y quitarse un preservativo tampoco es ni bueno ni malo en sí mismo. Lo malo es que el preservativo trastorna la relación entre amor y sexo. La Iglesia no está contra el preservativo, está a favor del amor. Pero el amor en el que piensa la Iglesia es en un amor distinto al que se viene vendiendo en la sociedad posmoderna. Es un proyecto de vida en común de un hombre y una mujer, abierto a engendrar vida y a ayudar al desarrollo y educación de los seres humanos que se deriven de ese amor. Un proyecto de vida conjunta de, digamos, noventa años. Y para ese amor, el preservativo supone una ruptura de las reglas del juego. Ruptura que lleva –no hay más que abrir los ojos para percibirlo– a una sociedad desarraigada, falta de valores y de formación, dónde es posible la manipulación a la que hacía referencia en el párrafo anterior. La Iglesia tampoco está en contra del control de natalidad. Ya Pablo VI, en la encíclica “Humane Vitae” acuñó el término de “paternidad (o maternidad) responsable” para indicar que un matrimonio podía tratar de regular el ritmo y la cantidad de embarazos. Y ello en base a la responsabilidad que conlleva la educación de los hijos y en relación con las posibilidades de cada matrimonio. Esto de las posibilidades lo dejaba abierto a la responsabilidad moral de cada uno, teniendo en cuenta que responsabilidad no es lo mismo que egoísmo. Decía, eso sí, que este control del número de hijos debía llevarse a cabo mediante métodos negativos que no cerrasen drásticamente el camino a la procreación. Métodos negativos significa, métodos de no hacer, es decir, abstinencia. Cerrar drásticamente el camino a la vida significa reducir la posibilidad de embarazo prácticamente a cero.

Naturalmente, cuando la engañifa de la progresía oye lo de la abstinencia, sonríe diciendo: ya está, la Iglesia está contra el placer del sexo. Tampoco es verdad. Está a favor del sexo al servicio del amor, entendido éste como se ha dicho más arriba. Hay una frase de Isabel Allende –que, hasta donde yo sé, no es una católica a rajatabla (ni a pizcas)– que me parece enormemente clarividente. “El amor es la música y el sexo es el instrumento”. He leído pocas frases tan sabias como esta. Lo que dice, sabiamente, es que el sexo es un maravilloso vehículo de comunicación al servicio del amor. Cuando la Iglesia dice abstinencia no proclama que este contra el sexo. Tampoco proclama la abstinencia total. Proclama la abstinencia mínima necesaria para disminuir la probabilidad de embarazo. Y, a pesar de la sonrisa condescendiente de la progresía, hay métodos negativos muy eficaces que minimizan esa abstinencia. Aunque no, desde luego tan casi infalibes como el preservativo y, también, desde luego, requieren una pizca de sacrificio, palabra que también hace sonreír con ironía a la progresía que ha hecho un dios del hedonismo. Ciertamente, en una enfermedad se deben buscar los métodos más eficaces para acabar con ella. Pero un hijo no es una enfermedad. En la sociedad posmoderna en la que vivimos, los hijos pasan, sin solución de continuidad y en una misma persona, de ser una terrible enfermedad de la que hay que librarse como de la peste, a ser un derecho inalienable ante el que todo es válido para conseguirlo. Una mujer puede pasarse los primeros sesenta años de su vida huyendo de tener un hijo y de todo compromiso de vida con ningún hombre para, al día siguiente de cumplir sesenta años, decidir que tiene derecho a tener un hijo, por cualquier medio y sin que haya un hombre de por medio. Un capricho más, como tener un perrito. Y un hijo no es ni una enfermedad ni un derecho. Es un regalo que conlleva una responsabilidad. Si creemos en Dios, es un regalo de Dios. Si no creemos en Dios es un regalo de la vida. Como la Iglesia es comprensiva, sabe que hay casos en los que hay que permitir el uso de métodos negativos para evitar el embarazo. De hecho, los religiosos y religiosas que están con las personas que viven en extrema necesidad, han puesto en marcha muchas veces sistemas de control de la natalidad por estos métodos negativos que se han mostrado más eficaces, dado a quién se dirigen, que los preservativos.

Si del control de natalidad para las familias damos el salto al control de la natalidad para los jóvenes y adolescentes, la situación no puede ser más dramática. Prácticamente, el mensaje que les manda la sociedad es (mensaje que también va destinado a los adultos): “Ten tantas relaciones sexuales como quieras y con quien quieras, siempre que te pongas el preservativo”. Esto está teniendo consecuencias nefastas que pagaremos algún día como civilización. En primer lugar desliga totalmente el sexo del amor. Esto genera una cantidad enorme de jóvenes que, logrado el objetivo del sexo “seguro”, desdeñan todo compromiso de pareja y de matrimonio. Pero, en segundo lugar, eso del sexo “seguro” es una descomunal mentira. Nadie con ojos en la cara podrá negar que el número de embarazos indeseados entre jóvenes y adolescentes que se dejan embaucar por esa mentira es inmenso. Pero, no importa, para nuestra “comprensiva” sociedad posmoderna, siempre queda la maravillosa solución del aborto si se produce un “pequeño resbalón”.

Con todo, esa falta de compromiso, unida a las soluciones extremas en caso de “error”, tiene como efecto una bajada drástica de la natalidad. Eso conlleva un descenso de población y un envejecimiento de la misma que son fuente de enormes problemas sociales, económicos y políticos que no es este el momento de analizar. Este fenómeno ya ha sido bautizado con el nombre de “invierno demográfico”, yuxtaponiendo sus nefastas consecuencias con el “invierno nuclear” que seguiría a una guerra nuclear.

¿Cuál es entonces la postura de la Iglesia? La postura de la Iglesia es a favor del amor, del compromiso de la paternidad responsable –que no egoísta. El preservativo no es el método para hacer una sociedad mejor, sino peor. Porque va en contra del amor y de la percepción de los hijos como un bien, como un regalo, en contra de la apertura al regalo de la vida y a favor, en cambio, del egoísmo desatado y del sexo irresponsable y separado del amor, amén del espantoso aumento de abortos. Naturalmente, una vez que se produce la conducta irresponsable, que es lo que la Iglesia señala como éticamente malo, el ponerse o no una goma no añade ni quita nada. He procurado educar a mis hijos en una sana conducta sexual responsable –que no es otra, y lo digo sin tapujos, que posponer las relaciones sexuales hasta el matrimonio. Pero si un día un hijo mío se comportara indebidamente en este tema, le diría, por supuesto, que, si actuaba de forma éticamente reprobable, no añadiese la estupidez a la falta de ética y se pusiese un preservativo. Eso es ser buen padre. Si lo que les hubiese transmitido fuese, que se acostasen con la primera o el primero que les apeteciese siempre que se pusieran preservativo, hubiese sido un mal padre. Pues eso es lo que la Iglesia, como buena madre que es, nos dice y nos dirá. Ahora, ayer y mañana, desde que existe el preservativo. No se me ocurre que en una entrevista el Papa pueda pretender ir contra la enseñanza de la Humanae Vitae, la Casti Connubi, la Evangelium Vitae, el Catecismo de la Iglesia Católica y todo su magisterio anterior. Pero sobre todo, no se me ocurre que el Papa vaya a estar contra el amor correctamente entendido.

Pero pasemos al SIDA. La Iglesia está contra el preservativo y acepta, en cambio, el método ABC (Abstinence; Be faithful (fidelidad); Condom) como mejor método de prevención de esa terrible enfermedad. ¿Quiere decir que acepta el preservativo? No. Quiere decir que si ya se han incumplido la A –abstinencia– y/o la B –fidelidad– el mal ya está hecho. En esa situación, como he dicho en el párrafo anterior, el hecho de ponerse un preservativo no añade ningún mal al mal y, por lo tanto, es mejor ponérselo que no. Pero, de ninguna manera, la postura de la Iglesia es, ni ha sido, ni será, que hay tres métodos complementarios válidos para ella y, uno de ellos, es el preservativo. Que el método ABC el mejor método para luchar contra el SIDA ha quedado demostrado por la comparación entre los resultados obtenidos en la lucha contra la pandemia, especialmente, en África, en el caso de la distribución gratuita de preservativos o en el del uso del método ABC. En todos los casos, el método ABC ha sido el más eficaz. La Iglesia, en este caso, está a favor de la vida.

Lo que sí es contrario a la vida es el engaño. No voy a entrar en el porcentaje de casos en el que el preservativo evita el contagio del SIDA. Es una discusión estéril. Lo que es cierto es que ni aún usado con todas las precauciones y estando en perfecto estado de conservación, ese porcentaje no es del 100%. Si a eso le añadimos problemas de conservación y de uso inadecuado, el porcentaje de protección disminuye drásticamente. Y en países de África, donde el calor es extremo y para casos de jóvenes, en los que la inexperiencia y el nerviosismo en el momento de su uso son evidentes, más aún. Por tanto, asegurar en una campaña pública que uno puede tener cualquier tipo de conducta sexual y que con sólo usar preservativo se encuentra libre de riesgos razonables es, sencillamente, mentir. Es mentir para poner un supuesto valor, la “libertad” sexual (infidelidad matrimonial, relaciones sexuales promiscuas desde la pubertad, etc.) por delante de otro, la vida. Y eso es lo que hace la imperante moral progre del pensamiento débil. En el fondo, a esta moral la vida le importa menos que hacer ley de la voluntad personal. Esto se demuestra en el caso del aborto o la investigación con embriones. Es, por lo tanto, muy comprensible, que a esta moral imperante le exaspere la postura de la Iglesia poniendo la verdad y la vida por encima de la “libertad” sexual. Pero, como buena madre, la Iglesia no puede hacer otra cosa.

Naturalmente, para los que están al acecho de cualquier resquicio para crear confusión e intentar resquebrajar el sólido soporte ético de la Iglesia, es una tentación irresistible el tergiversar todo esto. Ya estamos acostumbrados. Cada tres o cuatro años, cada vez que algún miembro de la jerarquía de la Iglesia hable del tema del preservativo intentando aclarar las cosas más allá del simplismo, se producirá el mismo fenómeno. Quizá sea que es demasiado sutil para inteligencias simples. Quizá sea que vende menos. Pero el pensamiento progre nos está llevando a un callejón sin salida. Porque nuestra civilización pagará cara la destrucción de sanos valores de apertura a la vida, generosidad, compromiso. Y esa destrucción nos llevará a la aparición del “invierno demográfico”. Y, además de sus terribles consecuencias, causa enorme dolor la cantidad de gente que perderá, en aras de la “libertad” sexual, la vida o la ilusión por la vida.




Con su viaje a África en marzo de 2009 la política del Vaticano en relación con el sida quedó una vez más en el mira de los medios. El veinticinco por ciento de los enfermos de sida del mundo entero son tratados actualmente en instituciones católicas. En algunos países, como por ejemplo en Lesoto, son mucho más del cuarenta por ciento. Usted declaró en África que la doctrina tradicional de la Iglesia ha demostrado ser un camino seguro para detener la expansión del VIH. Los críticos, también de las filas de la Iglesia, oponen a eso que es una locura prohibir a una población amenazada por el sida la utilización de preservativos.

El viaje a África fue totalmente desplazado en el ámbito de las publicaciones por una sola frase. Me habían preguntado por qué la Iglesia católica asume una posición irrealista e ineficaz en la cuestión del sida. En vista de ello me sentí realmente desafiado, pues la Iglesia hace más que todos los demás. Y sigo sosteniéndolo. Porque ella es la única institución que se encuentra de forma muy cercana y concreta junto a las personas, previniendo, educando, ayudando, aconsejando, acompañando. Porque trata a tantos enfermos de sida, especialmente a niños enfermos de sida, como nadie fuera de ella.

He podido visitar uno de esos servicios y conversar con los enfermos. Ésa fue la auténtica respuesta: la Iglesia hace más que los demás porque no habla sólo desde la tribuna periodística, sino que ayuda a las hermanas, a los hermanos que se encuentran en el lugar. En esa ocasión [vuelo a África en marzo de 2009] no tomé posición en general respecto del problema del preservativo, sino que, solamente, dije -y eso se convirtió después en un gran escándalo-: el problema no puede solucionarse con la distribución de preservativos. Deben darse muchas cosas más. Es preciso estar cerca de los hombres, conducirlos, ayudarles, y eso tanto antes como después de contraer la enfermedad.

Y la realidad es que, siempre que alguien lo requiere, se tienen preservativos a disposición. Pero eso solo no resuelve la cuestión. Deben darse más cosas. Entretanto se ha desarrollado, justamente en el ´ambito secular, la llamada teoría ABC, que significa: “Abstinence-Be faithful-Condom!” [Abstinencia-Fidelidad-Preservativo], en la que no se entiende el preservativo solamente como punto de escape cuando los otros dos puntos no resultan efectivos. Es decir, la mera fijación en el preservativo significa una banalización de la sexualidad, y tal banalización es precisamente el origen peligroso de que tantas personas no encuentren ya en la sexualidad la expresión del amor, sino sólo una suerte de droga que se administran a sí mismas. Por eso, la lucha contra la banalización de la sexualidad forma parte de la lucha por que la sexualidad sea valorada positivamente y pueda desplegar su acción positiva en la totalidad de la condición humana.

Podrá haber casos fundados de carácter aislado, por ejemplo, cuando un prostituido
[1] utiliza un preservativo, pudiendo ser esto un primer acto de moralizacion, un primer tramo de responsabilidad a fin de desarrollar de nuevo una consciencia de que no todo está permitido y de que no se puede hacer todo lo que se quiere. Pero ésta no es la auténtica modalidad para abordar el mal de la infección con el VIH. Tal modalidad ha de consistir realmente en la humanización de la sexualidad.

¿Significa esto que la Iglesia católica no está por principio en contra de la utilización de preservativos?

Es obvio que ella no los ve como una solución real y moral. No obstante, en uno u otro caso pueden ser, en la intención de reducir el peligro de contagio, un primer paso en el camino hacia una sexualidad vivida de forma diferente, hacia una sexualidad más humana.

[1] La filtración que se produjo a la prensa española dice que el Papa se refiere a una prostituta. No es cierto. En el original alemán (fue en esa lengua en la que tuvo lugar la entrevista que ha dado lugar al libro) se dice "männliche Prostituierte" que significa “prostituido” y no prostituta. La traducción oficial que aparece en Zenit, pone “prostituido”, como se cita más arriba, y lo hace desde la perspectiva del contagio del SIDA, como se ve en ese mismo párrafo un poco más abajo. Mi interpretación (y quiero enfatizar que se trata SÓLO DE MI INTERPRETACIÓN, cada uno puede darle la suya) es que se refiere a alguien que ha sido contagiado previamente del SIDA. Indudablemente, que alguien que ha sido contagiado del SIDA se preocupe por no trasmitir el contagio pudiera ser, como dice el Papa, un primer acto de moralidad. Pero de ahí a decir que el Papa abre la puerta a los preservativos, hay un abismo que sólo un tonto o alguien con mala voluntad puede abrir.

24 de noviembre de 2010

Frases 24-XI-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Cuando nuestro corazón llega a la madurez nos enseña a ver la miseria de los hombres con la misma dulzura que la nuestra propia, y a saber que, como nosotros, están bajo la mirada paterna y compasiva de Dios.

Raisa Maritain

20 de noviembre de 2010

Sobre el cierre al culto público de la basílica del Valle de los Caídos

Tomás Alfaro Drake

El mismo día que el Papa estaba en Santiago de Compostela, el gobierno cerraba al culto público la Basílica del Valle de los caídos. Ni que decir tiene que me parece un acto arbitrario e injusto. Un abuso de poder y un atentado contra la libertad religiosa. Por eso, leí con verdadera expectación la homilía del abad de los monjes Benedictinos del Valle de los caídos de ese Domingo, que añado al final para que sirva para contrastar lo que digo.

Pero debo decir que sufrí una decepción. Soy católico, practicante, y doy testimonio público de mi fe. La defiendo a través de libros, de este blog, de numerosos envíos de mail, de la radio y de otros medios. Sin embargo, me parece que en esa homilía y en muchos círculos católicos, se está deformando de forma rayana en la caricatura la “persecución” a los católicos en España. He empezado estas líneas diciendo que el cierre de la basílica del Valle al culto público me parece un atropello. Por supuesto, entiendo perfectamente el dolor y la rabia que al abad de los Benedictinos del Valle le produce este atropello. Pero de ahí a compararnos, como se hace en la homilía, con la familia a la que se tortura en el segundo libro de los Macabeos, o con el perseguido pueblo polaco de los años 80 bajo la bota comunista, o con los católicos de Bagdad, o con los mártires cristeros de México, hay un abismo. Crear este abismo es algo totalmente disculpable en el caso de la comunidad Benedictina del Valle, pero no lo es, o lo es en muy pequeña medida, el que los católicos aceptemos esta deformación sin espíritu crítico. Es cierto que vivimos en una sociedad laicista, de un laicismo militante, de ninguna manera neutro ni respetuoso con la libertad religiosa, que intenta borrar todos los valores cristianos que, en definitiva, son valores humanos. Es también cierto que ese laicismo puede ser más perjudicial para la fe que una persecución abierta.

El Papa, el día anterior del cierre de la basílica del Valle, en el avión que le traía a Santiago, hizo unas declaraciones que levantaron la polémica en los medios. Dijo: “Pero también es verdad que en España ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como lo vimos precisamente en los años treinta, y esta disputa, más aún, este enfrentamiento entre fe y modernidad, ambos muy vivaces, se realiza hoy nuevamente en España”. No me parece que estas palabras esten entre las más afortunadas de este magnífico Papa. Bien es verdad, que las dijo en una entrevista improvisada en el avión, sin preparación previa. Ciertamente que hay en España un secularismo, un laicismo y un anticlericalismo fuerte y agresivo. Pero esta agresividad y este enfrentamiento entre la fe y la modernidad, se dirige a los valores cristianos, no a la persecución de los cristianos. Que es tan agresivo como en los años treinta, aunque de otra forma, lo pueden atestiguar los cientos de miles de abortos. Pero a esos seres humanos nonatos no se les mata por ser cristianos. Entre las palabras del Papa citadas más arriba, no aparece, sin embargo, la palabra persecución. Decir que los cristianos españoles estamos tan perseguidos como los polacos de los años 80 o como los católicos de Irak o como los cristeros de México, es sencillamente falso. Se cuentan con los dedos de una mano, de puro excepcionales, los casos de las personas que hayan sufrido agresiones por su condición de católicos. Y cuando éstas se han producido, no ha sido por las autoridades públicas, sino por exaltados o delincuentes. Casi igualmente excepcionales son los casos de las personas que se han visto perjudicados en sus bienes o en su trabajo por su condición de católicos. Más allá de que nos llamen retrógrados, integristas o “meapilas”, pocos son los perjuicios adicionales de los cristianos en España.

Yo, personalmente, soy un cristiano que me significo como tal y que todo el mundo, en todos los medios en los que me muevo, sabe de mis creencias. Jamás me he sentido perjudicado por ellas. Si alguien me señala con el dedo como retrógrado, integrista o “meapilas”, me fumo un puro. Seguramente no tendría el valor de afrontar una persecución como las mencionadas anteriormente. Le pido a Dios que, si un día llegara a producirse algo así en España, me diese el valor necesario. Pero de momento eso no ha llegado y, si soy sincero, no creo que llegue. No en la secularizada sociedad española ni de ningún otro país de Occidente, al menos mientras Occidente siga siendo Occidente, que no está claro que lo vaya a seguir siendo dentro de unos decenios. Pero esto es otra historia.

No me parece buena estrategia la del victimismo. Este falso victimismo da alas a los laicistas españoles, sencillamente porque falta a la verdad y es la verdad la que nos hace libres y no la deformación de la realidad. En vez de quejarnos de persecuciones inexistentes, sería mejor estrategia proclamar nuestros valores sin vergüenza, defender cívicamente nuestros principios, testimoniar públicamente nuestra fe. Por eso, he firmado, y pido a todo el mundo que la firme, las dos peticiones de que se reabra al culto público la basílica del Valle, aunque no me parezca procedente la homilía de su abad. Protestemos por ello con toda energía, pero no confundamos las churras con las merinas.

Debo también decir, y lo digo con pena, que me ha sorprendido la falta de reacción de la jerarquía de la Iglesia española sobre este tema. Ciertamente, todo lo relacionado con el Valle de los Caídos está envuelto en unas connotaciones histórico políticas muy peculiares. Pero, sea cual sea la postura que uno tenga sobre los motivos y forma de la construcción de la basílica y de la Cruz, lo que es indudable es que los Benedictinos que hoy se encuentran allí, nada tienen que ver con todo ello. Imagino que es el miedo a que la tachen de nostálgica del franquismo lo que ha llevad a la jerarquía católica a inhibirse en este tema. Pero eso me parece faltar a la justicia por miedo. No miedo a la persecución, sino miedo a la manipulación que se pudiera hacer desde los medios de comunicación. Pero si la Iglesia no defiende a las duras la justa libertad religiosa, ¿quién lo va a hacer? Por supuesto, los propios cristianos debemos hacerlo. Pero ojala, todavía es tiempo, la jerarquía de la Iglesia de España alce su voz contra ese atropello, digan lo que quieran decir los medios de comunicación. Sin embargo, también es verdad que es muy fácil decir lo que otros tienen que hacer cuando uno no tiene responsabilidad sobre los acontecimientos que se puedan derivar de determinadas actuaciones. La jerarquía católica sí la tiene y yo no. Tampoco tengo suficiente información. No tengo ni idea de lo que la conferencia episcopal esté tratando con el gobierno en este momento. Pero hay un hecho que tal vez tenga alguna conexión con su silencio. El gobierno ha pospuesto la tramitación de una ley de libertad religiosa que, a buen seguro, será más bien una ley de limitación de libertad religiosa a los cristianos. Tal vez la conferencia episcopal tenga que ver con la retirada de esa ley. Y tal vez, en esta situación sea una cuestión de elemental prudencia y no de miedo, guardar silencio sobre un tema puntual para no desencadenar uno general muy perjudicial para los católicos. Son sólo tal veces, pero son plausibles. Y prefiero conceder el beneficio de una duda razonable antes que arrojar la primera piedra. Sin duda, la mejor actitud hacia la jerarquía católica es rezar para que el Espíritu Santo ilumine a los obispos sobre lo que tienen que hacer y les de la fuerza para hacerlo.

Sigue a continuación la homilía que ha dado pie a este comentario.

Queridos hermanos en Cristo Jesús:

Las lecturas de hoy resultan sugerentes sobre todo para dos aspectos de nuestra vida actual. Por un lado, nos encontramos en el mes de noviembre, dedicado a la intercesión por las almas de los difuntos: se abre con la solemnidad de Todos los Santos, que nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad ante Dios y a la salvación eterna; y al día siguiente prosigue con la conmemoración de los Fieles Difuntos, que instituyó el abad cluniacense San Odilón a inicios del siglo XI.

Es precisamente en el segundo libro de los Macabeos donde se encuentran algunos de los textos en los que la Iglesia Católica fundamenta la creencia en el Purgatorio o unas penas purgatorias, que es un dogma de fe definido por el II Concilio de Lyon en 1274. Para pasar a contemplar la belleza infinita de Dios, las almas deben estar limpias de toda mancha dejada por sus pecados. Nosotros podemos ofrecer nuestras oraciones, penitencias, limosnas y sobre todo el Santo Sacrificio de la Misa para que las almas que se encuentran en ese estado puedan pasar a disfrutar de Dios.

En el texto que hoy se ha leído, contemplamos la firme esperanza de los hermanos Macabeos en el premio eterno por su muerte martirial en defensa de la fe. “Dios quiere que todos los hombres se salven”, dice San Pablo. Y Jesús nos habla de la inmortalidad, pues Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos”. Dios desea que todos podamos llegar a gozar de la visión de Él en el Cielo. La secta de los saduceos, que trataron de poner a prueba a Jesús, tuvo su origen precisamente en la época de los Macabeos: fueron los judíos helenizantes que colaboraron con las autoridades impías y aceptaron elementos provenientes del paganismo y del racionalismo. Serían unos de los responsables en llevar a Jesús al Calvario. Aquí entra la segunda consideración.

Los Macabeos son un ejemplo de martirio en tiempos de persecución religiosa. No tenían miedo a la muerte, porque creían en el premio eterno. Jesucristo ha culminado lo que ellos anticiparon y se ha convertido en el Gran Mártir de la verdad y del amor de Dios, la Víctima que se ha ofrecido al Padre para redimirnos del pecado y abrirnos las puertas del Cielo. Por eso todos los mártires han dado desde entonces su vida por Él y con Él.

Hoy vivimos tiempos difíciles para la fe en España y el testimonio de los mártires debe servirnos de estímulo frente a la adversidad. Ayer mismo celebrábamos la memoria de los mártires españoles del siglo XX. En el avión de venida, el Santo Padre Benedicto XVI dijo ayer que España está sufriendo una ofensiva laicista muy semejante a la de los años 30. Vosotros mismos lo podéis contemplar hoy en esta celebración, que a mí me recuerda a las misas del Beato mártir Jerzy Popieluszko en la Polonia de los años 80.
Por ello, debemos mirar el valor de los mártires para llenarnos nosotros mismos de valor. Traigamos a la memoria los cerca de 50 católicos asesinados esta semana en Irak por elementos islamistas. Ojalá los católicos españoles seamos capaces de decir con convicción lo que ha dicho el cardenal arzobispo de Bagdad: “No tememos la muerte”.
Es preferible una Iglesia mártir −y recordemos que la palabra mártir significa “testigo”− que una Iglesia connivente con el mal por temor a perder un bienestar temporal. A medio y largo plazo, la Iglesia que realmente pervivirá será la primera. Hoy no honramos a ciertos eclesiásticos que en los años de la persecución en México pactaron los denominados “arreglos” con el gobierno masónico, sino que veneramos como santos y beatos a los mártires cristeros, procedentes sobre todo del pueblo sencillo.

No tengamos miedo a defender la verdad de Cristo. San Juan Crisóstomo fue desterrado dos veces por denunciar públicamente la corrupción de la corte de Constantinopla, pero ante la persecución afirmaba: “Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? ‘Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir’. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena’. ¿La confiscación de los bienes? ‘Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él’. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. Yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo: […] ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo’”.
Evitemos el odio que pueda surgir en nuestro corazón hacia quienes persiguen la fe. Oremos por ellos y que el amor de Cristo venza el muro del odio. Pero, sin dejar de amarles, sepamos también mostrar nuestra firmeza, porque el Señor está con nosotros y tenemos que defender su heredad, de la que forman parte las iglesias y los lugares de culto. Que podamos decir con convencimiento las mismas palabras que el abad benedictino Santo Domingo de Silos dijera a un rey de Navarra en el siglo XI: “La vida podéis quitarme, pero no más”.

Quiero terminar extractando algunos preciosos versos de una canción que entonaban los cristeros mexicanos y que revelan el valor y el anhelo de eternidad que debemos tener. Dicen así: “El martes me fusilan / a las seis de la mañana / por creer en Dios eterno / y en la Gran Guadalupana. […] Matarán mi cuerpo, pero nunca mi alma. / Yo les digo a mis verdugos / que quiero me crucifiquen, / y una vez crucificado / entonces usen sus rifles. […] No tengo más Dios que Cristo, / porque me dio la existencia. / Con matarme no se acaba / la creencia en Dios eterno: / muchos quedan en la lucha / y otros que vienen naciendo. […] ¡Viva Cristo Rey!”

Que la Santísima Virgen nos alcance del Espíritu Santo el don de fortaleza y haga que la visita del Santo Padre traiga sobre nuestra querida y atribulada España frutos copiosos de una fe recia y de un espíritu ardiente.

17 de noviembre de 2010

Frases 17-XI-2010

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La verdad es que nuestra actitud hacia los niños es correcta mientras que nuestra actitud hacia la gente mayor está equivocada. Nuestra actitud hacia nuestros iguales en edad consiste en una solemnidad servil que cubre un grado considerable de indiferencia o desprecio. Nuestra actitud hacia los niños consiste en una indulgencia condescendiente que cubre un respeto insondable. Nos inclinamos ante gente mayor, nos quitamos el sombrero, nos abstenemos de llevarles la contraria de plano, pero no les apreciamos adecuadamente. Hacemos monigotes de los niños, les sermoneamos, les tiramos del pelo, pero les respetamos, les queremos, les tememos. Cuando respetamos algunas cosas en las personas maduras, suelen ser sus virtudes o su sabiduría, lo que resulta bien fácil. Pero respetamos las faltas y los desatinos de los niños.
Probablemente llegaríamos mucho más cerca de la verdad de las cosas si tratáramos a todas las personas mayores, de cualquier título y tipo, precisamente con ese cariño oscuro y respeto deslumbrado con el que tratamos las limitaciones infantiles. Al niño se le hace difícil realizar el milagro del habla, y en consecuencia nos parece que sus equivocaciones son tan maravillosas como su precisión. Si adoptáramos la misma actitud hacia el Primer Ministro o hacia el Ministro de Hacienda, si afablemente les animáramos en sus tartamudeos y deliciosos intentos de hablar como seres humanos, nuestra visión sería mucho más sabia y tolerante. Un niño tiene maña para hacer experimentos en la vida que son por lo general saludables en sus motivos, pero a menudo intolerables en la comunidad doméstica. Si pudiéramos tratar a todos los filibusteros negociantes y a los presuntuosos tiranos de la misma manera, si les reprocháramos con suavidad sus brutalidades como si fueran pintorescas equivocaciones en el desempeño de la vida, si les dijéramos sencillamente que ya “lo entenderán cuando sean mayores”, estaríamos probablemente adoptando la mejor y la más aplastante actitud que puede haber hacia las debilidades de la humanidad. En nuestras relaciones con niños demostramos que la paradoja es del todo verdadera, que es posible combinar una amnistía muy cercana al desprecio con una adoración muy cercana al terror. Perdonamos a los niños con el mismo tipo de delicadeza blasfema con que Omar Khayyam perdonaba al Todopoderoso.

Gilbert K. Chesterton. En defensa del culto al niño

14 de noviembre de 2010

El camino de Sheldon Vanauken hacia la luz III

Tomás Alfaro Drake


Hace unas semanas indiqué que iba a empezar una serie de 5 entregas sobre la experiencia vital de un ateo por renuncia a su fe de cuna, contada por el mismo. Se trata de SHELDON VANAUKEN.

SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.

“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 3ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.


Un cruce de cartas

A C.S. Lewis de Sheldon Vanauken (I)

Escribo por un impulso –que por la mañana quizá deseche por parecerme imprudente y presuntuoso. Pero hace unos instantes sentí que me había embarcado para un viaje que me podría conducir a Dios algún día. Incluso ahora, cinco minutos más tarde, me inclino a añadir un “puede ser”. Hay un salto que no sé cómo dar; se me ocurre que usted, habiéndolo dado, habiendo hallado certeza en el cristianismo, podría, no ya hacerlo por , pero sí darme una pista de cómo hacerlo. Después de sentir el atractivo histórico y estético del cristianismo y de emprender su estudio, he llegado a tomar conciencia de la fuerza y la “posibilidad” de la respuesta cristiana. Me gustaría creerla. Deseo conocer a Dios, si es que es cognoscible. Pero no puedo rezar con la convicción de que Alguien me escuche. No puedo creer.

Simplemente, me parece que algún poder inteligente construyó el universo y que todos los hombres deben conocerlo, por axioma, y deben sentir temor ante la infinitud de su poder. Me parece natural que los hombres, conociendo y sintiendo así, intentaran elaborar algo a partir de una cosa tan sencilla: Los profetas, el Príncipe Buda, el Señor Jesús, Mahoma, Brahmanes, y que así nacieran las religiones en el mundo. Pero, ¿cómo se puede escoger una como la verdadera? Para un visitante inteligente de Marte, el cristianismo ¿no le resultaría meramente una religión de tantas?

Dije al principio que me sentía como si fuera por un largo camino que un día me conduciría al cristianismo; debo creer, entonces, que lejos de ser una moda es la verdad. ¿O es sólo que quiero creerlo? Pero, al mismo tiempo, algo más, dentro de mí, me dice: “Desear creer conduce al propio engaño. Vale más la honestidad que cualquier consuelo fácil. Ten coraje de encararte al hecho de que todos los hombres pueden no ser nada para el Poder que hizo las estrellas”.

Y aun así me gustaría creer que el Señor Jesús es de verdad mi Dios misericordioso. Para los apóstoles que pudieron hablar con Jesús, debió de haber sido fácil. Pero vivo en un “mundo real” de autobuses rojos y calcetines de nylon y bombas atómicas. Sólo tengo los relatos de las experiencias con la deidad dados por otros. Sin ángeles, ni voces, ni nada. O, mejor, con una cosa: Los cristianos vivos. De alguna forma usted, que está en este mismo mundo, con los mismos datos que yo, significa más para mí que los obispos del pasado fiel. Usted dio el salto del agnosticismo a la fe: ¿Cómo? No sé bien cómo me he atrevido a escribirle esto a usted, un ocupado catedrático de Oxford, no un sacerdote. Pero sí lo sé: usted sirve a Dios, no a usted mismo; usted debe hacerlo, si es cristiano. Quizá si tuviera la sensatez de verlo, mi respuesta radique en el hecho de haberle escrito.

De C.S. Lewis a Sheldon Vanauken(I)

Mi propia posición a las puertas del cristianismo era exactamente la opuesta a la tuya. Tú deseas que sea verdad; yo deseaba ardientemente que no lo fuera. Al menos, aquél era mi deseo consciente: puedes sospechar que tenía deseos inconscientes de diferente signo y que fueron éstos los que al final me empujaron. Cierto: pero entonces, también yo puedo sospechar que, bajo tu deseo consciente de que sea verdad, se oculte un fuerte deseo inconsciente de que no lo sea. Esto nos lleva a que todo ese material moderno sobre los deseos ocultos y los pensamientos deseables, por útil que pueda resultar para explicar el origen de un error ya reconocido como tal, resulta perfectamente inútil para decidir, de dos creencias, cuál es la errónea y cuál la verdadera. Porque: (a) uno nunca conoce todos sus deseos y: (b) en las cuestiones importantes, como ésta, incluso los deseos conscientes apuntan casi siempre en ambas direcciones.

Lo que sí que pienso que se puede decir con certeza es esto: la idea de que a cualquiera le gustaría que el cristianismo fuera verdad y que por consiguiente todos los ateos son unos valientes que han aceptado el fracaso de sus más profundos anhelos, es sencillamente una rematada tontería. ¿Piensas que gente como Stalin, Hitler, Haldane, Stapledon (un escritor formidable, dicho sea de paso), estarían contentos de levantarse una mañana y encontrarse con que no eran sus propios amos, que tenían un Señor y Juez, que no había nada incluso en el más hondo rincón de sus pensamientos sobre lo cual pudieran decirle: “¡Fuera! Privado. Esto es asunto mío?” ¿De verdad lo crees así? ¡Qué va! Su primera reacción sería (como fue la mía) de rabia y de terror. E incluso dudo mucho que tú lo encuentres simplemente agradable. ¿No es verdad que la creencia en el cristianismo satisfaría algunos de tus deseos (algunos que en realidad sentimos muy pocas veces) y violentaría muchos otros? De modo que abandonemos el asunto de los deseos. Todavía no le ha ayudado a nadie a resolver ningún problema.

No estoy de acuerdo con tu visión de la historia de la religión en cuanto que Cristo, Buda, Mahoma y otros hayan desarrollado una idea simple original. [...] Una religión clara, lúcida, transparente, simple [...] es un desarrollo posterior, que surge usualmente entre personas altamente educadas en las grandes ciudades. Con lo que en realidad comienzas es el ritual, el mito, y el misterio, la muerte y retorno de Balder u Osiris, las danzas, las iniciaciones, los sacrificios, los reyes divinos. Frente a ellos están los filósofos, Aristóteles o Confucio, difícilmente clasificables como religiosos. Los únicos dos sistemas en los que el misterio y la filosofía se dan la mano son el Hinduismo y el Cristianismo, el budismo es una simplificación posterior del Hinduismo y el Islam del Cristianismo; el Tao es un bien ético, más bien triste, por otro lado. Ahí tienes (En el hinduismo y el cristianismo) tanto la metafísica como el culto (en continuidad con los cultos primitivos). Por eso es por lo que mi primer paso era asegurarme de que uno u otro de éstos tenía la respuesta. Porque la realidad no puede ser la que apela o bien sólo a los salvajes, o sólo a los eruditos. Las cosas reales no son así (p. ej., la materia es la primera y más obvia cosa que te encuentras –leche, chocolates, manzanas–, y también el objeto de la física cuántica). El problema no es simplemente una multitud de religiones desconectadas. La elección está entre (a) La visión materialista del mundo: que yo no puedo creer. (b) Las verdaderamente arcaicas religiones primitivas: que no son suficientemente morales. (c) La (pretendida) plenitud de estas en el Hinduismo. (d) La (pretendida) plenitud de estas en el Cristianismo. Pero la debilidad del Hinduismo es que realmente no junta los dos cabos. En el Hinduismo, la religión irredimiblemente salvaje avanza en la aldea; el Ermitaño filosofa en el bosque: y ninguno de los dos interfiere realmente en el otro. Es sólo el Cristianismo el que impulsa a un erudito como yo a participar en una fiesta ritual de sangre, y el que también impulsa al converso centroafricano a seguir un ilustrado código universal de ética.

(Creo que esta larga respuesta de Lewis a Veneuken sobre la verdad del cristianismo es demasiado traída por los pelos. A mí me parece mucho más contundente una distinción a la que Vanauken llega más adelante: que la gran diferencia entre Cristo y los grandes creadores de otras religiones es que Cristo es el ÚNICO de todos ellos que declara ser el mismo Dios, encarnado para la salvación de TODOS los hombres y presente en el mundo hasta el fin de los siglos. Ningún otro ha tenido semejante pretensión. Y esto deja al cristianismo y a la Iglesia católica ante un dilema de cada persona: O esa pretensión es verdad, Cristo es Dios y se hace presente en la historia cada día a través de la Iglesia, por pecadores que sean las personas que la forman, o es la mayor y más terrible mentira que haya sufrido nunca la humanidad. No hay término medio. La primera alternativa es revolucionaria y debería marcar la vida de quien la acepte. Si es así, el cristianismo, a través de la Iglesia católica es la Salvación de toda humanidad. Quien opte por la segunda alternativa, se encuentra con el marasmo de religiones, todas con una parte de verdad, pero ninguna para TODA la humanidad y ninguna que pueda salvar al hombre, porque no pasa de ser una construcción de su mente, exceptuando a la judía que era una preparación del mismo Dios para la venida de Cristo. Ser o no ser, he ahí la cuestión. No decidir ante esta cuestión es decidir de la manera más irracional que darse pueda: como las avestruces).

¿Has leído los Analecta de Confucio? Termina diciendo “Este es el Tao. No sé si alguien lo ha cumplido alguna vez”. Cosa interesante: se puede realmente pasar directamente de aquí a la Epístola a los Romanos...

A C.S. Lewis de Sheldon Vanauken (II)

He aquí mi dilema fundamental: No puedo creer en Cristo a menos que tenga fe, pero no puedo tener fe a menos que crea en Cristo. Éste es “el salto”. Si ser cristiano es tener fe (y claramente es eso), no puedo ir más allá: debo aceptar a Cristo para ser cristiano, pero debo ser cristiano para aceptarle. No tengo fe y todavía no creo; pero parece que el mundo dice: “Debes tener fe para creer”. ¿Y de dónde la saco? ¿O va a decirme usted algo distinto? ¿Hay alguna prueba? ¿Puede la Razón pasarle a uno el abismo... sin fe?

¿Por qué espera Dios tanto de nosotros? ¿Por qué exige este esfuerzo para creer? Si nos pusiera claro que Él es –tan claro como que el sol sale o como una piedra o como el llanto de un niño– ¿no sería bien gozoso optar por Él y por su ley? ¿Por qué en el recto ejercicio de nuestra libre voluntad ha de haber ese miedo a la falta de honradez intelectual.

Debo escribir más sobre el tema de mis “ganas de que sea verdad”, aunque admito que probablemente tenga ganas de una cosa y de la otra, y que mi deseo no me ayuda a resolver ningún problema. Su argumento de que Hitler y Stalin (y yo) se horrorizarían al descubrir un Maestro al que nada se le oculta es muy fuerte. De hecho, nada hay en el cristianismo que me repugne tanto como la humildad, el doblar la rodilla. Si yo llegara a saber por encima de la esperanza o la desesperación que el cristianismo es verdad, mi lucha en adelante sería ir contra el orgullo del: “me rompo pero no me doblo”. Y, aún así, ¿no aceptaría yo (y también Stalin) la humillación de un Maestro para escapar del horror de dejar de ser, de la nada, al morir? Además, el saber que Jesús era de verdad Señor no sería una mera noticia agradable que satisficiera uno de nuestros raros anhelos. Sería arrollador: (a) que el Materialismo fuera tan falso como feo; (b) que algunas de las repugnantes predicciones formuladas por los marxistas, los freudianos, y las manipulaciones de los sociólogos no fueran reales (incluso aunque se produjeran); (c) que el crecimiento propio hacia la sabiduría no va a perderse, y (d) sobre todo, que la bondad y la belleza sobrevivirían. Y entonces desearía que fuera verdad y pienso que aceptaría cualquier humillación, con tal que lo fuera. Lo malo de desear que sea verdad es que miro con recelo cualquier impulso que siento hacia la fe, como derivado de las ganas; pero lo bueno es que el deseo sí da el salto. Así que, en adelante; he de seguir tan lejos como pueda.

De C.S. Lewis a Sheldon Vanauken(II)

La contradicción “debemos tener fe para creer y debemos creer para tener fe” pertenece a la misma clase de aquellas con que los filósofos Eleáticos probaban la imposibilidad del movimiento. Existen muchas otras. No puedes nadar si no sabes mantenerte en el agua y no puedes mantenerte en el agua sin saber nadar. O, de nuevo, en un acto de volición (p. ej. levantarse por la mañana) ¿el principio de tal acto es en sí mismo voluntario o involuntario? Si es voluntario, entonces debes haberlo querido,... tú ya lo estabas queriendo,... no fue realmente el principio. Si involuntario, entonces la continuación del acto (habiendo sido determinado por el primer momento) es involuntario también. Pero a pesar de esto, de hecho nadamos y salimos de la cama.

No creo que haya una prueba (como la de Euclides) demostrativa, del cristianismo, ni de la existencia de la materia, ni de la buena voluntad y honestidad de mis mejores y más antiguos amigos. Pienso que las tres cosas son (excepto quizá la segunda) mucho más probables que las opuestas... y sobre el por qué Dios no lo hace evidente: ¿estamos seguros de que a Él puede siquiera interesarle un tipo de deísmo que consistiera en un consentimiento lógico a un argumento concluyente? ¿Nos interesa a nosotros en nuestros asuntos personales? Exijo de mi amigo que crea que mi buena intención es cierta sin tener una prueba demostrativa. No aceptaría su confianza si él necesitara una prueba rigurosa. ¡Caramba, todos los cuentos de hadas esconden una verdad! Otelo creyó en la inocencia de Desdémona cuando quedó probada: pero demasiado tarde. Lear creyó en el amor de Cordelia cuando se demostró: pero ya era demasiado tarde. “Pierde su fama quien espera a que todo salga a la luz”.

Se nos pide la magnanimidad, la generosidad de fiarnos de una probabilidad razonable. Pero ¿y si se cree y al final no es verdad? Porque, entonces, habrías mirado al universo como no le correspondía. Entonces, el error sería incluso más interesante que la realidad. ¿Cómo podría ser así? ¿Cómo podría un universo sin inteligencia haber producido criaturas cuyos solos sueños son mucho mejores, más vigorosos y sutiles que él mismo?

Fíjate que la vida después de la muerte, que todavía te parece lo esencial, fue en sí misma una revelación tardía. Dios preparó a los judíos durante siglos para que creyeran en Él sin prometerles una vida después y, con su gracia, me instruyó a mí de la misma manera durante un año. Es como el príncipe disfrazado del cuento que gana el amor de la heroína antes de que ella sepa que es algo más que un leñador. Si viniera antes lo que debe venir después, sería una especie de soborno.

Y ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto no tenga “comida”, sí prueba que existe la comida. P. ej. si fuéramos una especie que no comiera normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo” (creo conveniente una aclaración. El mundo del materialismo es el mundo en el que sólo hay materia, del que se excluye el espíritu. Esta fealdad no se refiere al mundo material, que está lleno de belleza. La propia Biblia, desde el principio, después de todos los actos de creación de Dios, dice: "Y vio Dios que era bueno" (y bello). Pero es el espíritu el que percibe la bondad y la belleza de una creación en la que el hombre tiene ese espíritu para contemplar la belleza de un universo creado para una finalidad espiritual). Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...

Pero pienso que tú ya estás cogido en la red. El Espíritu Santo va tras de ti. ¡Dudo que te escapes!

Tuyo, C.S. Lewis.




Estas cartas de Lewis me dieron mucho que pensar y también me asustaron – especialmente el chocante párrafo último. Yo era todavía incapaz de dar el “salto”. Varias personas oraban por mí y yo consideraba esta actividad con desasosiego y sospecha. Sentía que estaban esperando que algo pasara: me dirigían complacientes miradas inquisitivas cuando nos encontrábamos en la calle. Así mismo, recelaba de cualquier pequeño arrebato sentimental sobre el Señor Jesús y me amonestaba a mí mismo contra el sentimentalismo. Pero ya admitía que había un lugar para la emoción, como para la razón. Escribí en mi cuaderno:

"Parece que el cristianismo requiere las dos cosas: un asentimiento emocional y uno intelectual. Si sólo hay emoción, la razón plantea preguntas que, si no se contestan, pueden conducir a errar el camino, porque el amor no puede sostenerse sin comprensión. Por otro lado, hay un vacío que debe cubrirse con la emoción. Si se recela de un acceso de sentimiento que puede ser una fe incipiente, ¿cómo va uno a cruzar el puente?"

Mi posición en este punto –al borde ya del sí– era más o menos: Yo tenía mi “segunda mirada” al Cristianismo mucho antes de decidirme. ¿Qué había encontrado? Ciertamente mucho más de lo que esperaba. Ahora el cristianismo me parecía estimulante intelectualmente, estéticamente apasionante, emocionalmente conmovedor. Me había medio enamorado de Jesús; suspiraba por Él y deseaba caer de rodillas ante Él. Como la mujer de Graham Green, que llegó a la fe de la misma forma que uno se enamora, yo me estaba enamorando, pero mi cabeza desconfiaba: Algo dentro de mí me seguía diciendo: “¡No te rindas! ¡Conserva la cabeza! ¡Por muy delicioso y consolador que sea, no des tu brazo a torcer!”.

La iglesia ya no me parecía un montón de sectas en lucha que la deshonraran: Ahora veía a la Iglesia espléndida y terrible, atravesando los siglos con sus himnos y sus cruces brillantes, con la mirada firme de los santos. La fe ya no era cosa de niños; había personas inteligentes que la guardaban con fortaleza, caminando al son de un canto secreto que yo no podía oír. ¿O sí que oía algo, irresistiblemente dulce, alto y claro? Una persona querida que me había acompañado estando fuera de la fe, de pronto, al pasar por una habitación, quedó arrebatada por aquel canto, la compañía de los fieles. Me había quedado solo y, enfadado, me sentí traicionado. Si yo no podía avanzar, tampoco los demás deberían. El cristianismo me parecía probable; todo giraba en torno a Jesús: ¿Era Él, de veras, Cristo, el Señor? ¿Era Él “Dios de Dios”? Ahí estaba el meollo del asunto. La pretendida prueba era la de la Resurrección; el creer que Cristo resucitó de entre los muertos, bien lo sabía, había sido lo que convenció a los primeros cristianos. Y yo veía con claridad que, en realidad, sólo había tres posibilidades: O los apóstoles inventaron la historia después de la crucifixión; o el propio Jesús se inventó la pretensión de su divinidad y lo demás era un sueño de los otros; o era precisamente una verdad fehaciente. Yo ya había superado la ingenua creencia de que la ciencia moderna ha demostrado la imposibilidad de que sucedan milagros. Sabía que la ciencia, que se refiere a la naturaleza, no podía decir nada en absoluto sobre la posible intervención de la Sobrenaturaleza. La Encarnación y la Resurrección podían ser verdad. Era simplemente una cuestión de evidencia, y el hecho de que yo en concreto nunca haya visto un milagro no implica que no pueda haber milagros en la ocasión suprema de la historia. Parece extremadamente improbable que los apóstoles hayan maquinado esta historia: Los Evangelios suenan a sinceros y, además, la gente no muere proclamando en su último aliento lo que saben que es mentira, especialmente cuando podían salvar sus vidas negándolo. Muchos de estos hombres habían sido ejecutados de un modo desagradable y, de haberse retractado, la fama de su negación habría corrido como la pólvora. E, igualmente, no me entraba en la cabeza que el propio Jesús se hubiera engañado: un hombre que va perdonando los pecados, diciendo haber existido desde toda la eternidad [antes de que Abraham existiese, era Yo], proclamando que cualquiera que le hubiera visto a Él, había visto al Padre (nótese que no sugirió modestamente que la divinidad estuviera en cada uno, o que el que hubiese visto a Pedro había visto al Padre). Un hombre así no se engaña: o es un perturbado, un megalomaníaco más bien horrible, o está diciendo la verdad. Y yo no me creía que un lunático hubiera pronunciado el Sermón de la Montaña o las parábolas. Me quedaba la tercera opción; que fuese cierto. No era un imposible; era lo único plausible; pero de una magnitud excesiva para comprenderse. Sabía que se trataba de una posibilidad razonable (susceptible de ser razonada); sospechaba que era verdad. Vislumbraba que todos aquellos anhelos sin nombre que había sentido, cuando las últimas luces otoñales ardían al crepúsculo, cuando los gansos salvajes graznaban en sus vuelos nocturnos, cuando la primavera asomaba por una mañana de abril, en realidad eran ansias de Dios.

Pero la sospecha no es certeza. Todavía quedaba un vacío entre lo plausible y lo probado; si iba a apostar toda mi vida por Cristo Resucitado, quería letras de fuego a lo largo del cielo. No las tuve. Y esperé.

Una noche, leyendo, profundamente desasosegado, la tremenda obra de Dorothy Sayers "El hombre nacido para ser rey", me impresionó la trascendencia de la respuesta a una pregunta de Jesús sobre la fe: “Señor, yo creo: pero ayuda a mi incredulidad”. Qué contradicción. Una paradoja. Pero ¿podría ser la clave para aquella otra paradoja: “uno debe tener fe para creer, pero debe creer para tener fe”? ¿Una paradoja soluciona otra paradoja? Sentí que sí; y también comprendí que éste constituía un “punto de partida importante”.

Un día después vino el segundo “punto de partida” intelectual: la espeluznante consideración de que no podía dar marcha atrás. En mi antiguo y fácil deísmo, había tenido el cristianismo por una especie de cuento de hadas y ni aceptaba ni rechazaba a Cristo, porque tampoco me había encontrado con Él. Pero ahora sí. No era, como había pensado cómodamente, una mera cuestión de aceptarlo o no. Ahora se trataba de aceptarlo, ¡o rechazarlo! ¡Dios mío! También había un vacío detrás de mí. Quizá el salto al sí me aterrorizaba, pero ¿y el salto a la negación? Podía no haber certeza de que Cristo fuera Dios, pero, ¡santo cielo!, ¡tampoco la certeza de que no lo fuera! Si le aceptaba, probablemente, tendría que enfrentarme a este pensamiento durante años: “Quizá, después de todo, es mentira; me la han jugado”. Pero si lo rechazaba, sin duda alguna me atormentaría un pensamiento terrible: “Quizá es verdad: ¡y yo he rechazado a mi Dios!”.

No aguantaba más. No podía rechazar a Cristo. Sólo podía hacer una cosa. Me volví y me lancé al vacío por Cristo. Una mañana primavera, el 29 de marzo, escribí en mi diario y a C. S. Lewis:

“Elijo creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en Cristo, mi Señor y mi Dios. El cristianismo tiene el sonido, el sentimiento de la única verdad. La verdad esencial. Por él, la vida queda llena y no vacía, llena de sentido, en vez de sin sentido. El cosmos se hace hermoso en el Centro, en vez de espantosamente feo bajo el agradable sentimiento de la primavera. Pero el vacío, el sin sentido y la fealdad sólo pueden verse, pienso, cuando uno ha vislumbrado la plenitud, el sentido, la belleza. Cuando ambos, el cielo y el infierno, se han vislumbrado, entonces volver atrás es imposible. Pero también el dar el paso adelante parecía imposible. Barruntar no es ver. Hay que elegir: no hay certeza. Sólo se puede elegir un lado. De modo que yo escojo ahora mi lado: escojo la belleza; elijo lo que amo. Opto por creer en creer. No puedo hacer más: elegir. Confieso mis dudas y pido a Cristo que entre en mi vida. No sé lo que Dios sea, pero le digo: Haz en mí según tu voluntad. No afirmo que no dude, dudo, pero pido ayuda, tras haber elegido, para superarlo. Dudo pero digo: Señor, creo, pero ayuda a mi incredulidad”.