23 de agosto de 2011

Jornada Mundial de la Juventud en Madrid

Tomás Alfaro Drake


"¡Qué bellos son, sobre los montes, los pies del mensajero que anuncia la paz!" Este es el grito de alegría de Isaías al profetizar a Cristo. Y esto ha sido lo que ha ocurrido estos días en Madrid durante la JMJ. El mensajero se ha llamado Benedicto XVI y la paz que ha anunciado a todos los hombres de buena voluntad tiene un nombre: Jesucristo. Jesucristo es el único que puede traer la paz a este mundo convulso, lleno de odios, de rencores, de venganzas, de egoísmos, de sectarismos. Y una pequeña muestra de esa paz ha sido la acogida de la misma por un millón y medio de peregrinos entre los que, en unas condiciones que podían ser motivo de fuertes tensiones, han hecho de estos días unos días de paz y alegría. Quizá convenga fijarse un poco en el contraste con la actitud convulsa de otras manifestaciones a las que no quiero dedicar más que esta línea.


Todavía no estoy recuperado de las emociones de esta JMJ que he vivido tan intensamente. Todas las anteriores las había vivido de lejos, mediáticamente, con la cabeza en otra cosa. Algunas -París, Roma, Colonia-, a través de las personas de algunos de mis hijos que, cada uno a su edad, fueron a ellas. Esta no, esta la he vivido en primera persona. No quiero escribir mi diario de estos días. Tampoco quiero hacer un análisis exhaustivo -no me siento capaz- de las homilías y discursos de este agudo, inteligentísimo y directo Papa que es Benedicto XVI. Sólo pretendo unas breves líneas con algunas pinceladas -sólo algunas, la paleta de colores no me da para más-de mis emociones.


El jueves por la noche, pasadas las 10, fui a dar un paseo por el retiro. Objetivo: ir a la carpa montada por las Misioneras de la Caridad para que hubiese adoración perpetua al Santísimo Sacramento. De camino, pasé por la larguísima línea de confesionarios instalados en pleno parque. A esa hora, ya tardía, todavía estaban ocupados más o menos un tercio de confesionarios y en cada uno de ellos había una pequeña cola. Dos o tres personas, no más. ¿Cuántas confesiones habrán tenido lugar en esos confesionarios? Me niego a hacer el cálculo aproximado que podría hacer por dos motivos: El primero, porque las confesiones que se produjesen allí serían sólo una mínima parte de las que hayan tenido lugar en la JMJ. Piénsese en que la gran mayoría de los peregrinos han vivido su JMJ acompañados muy de cerca por los sacerdotes de sus parroquias, disponibles casi 24 horas. El segundo, porque, aunque en todas las confesiones -de grandes o pequeños pecados- se derrama el amor de Dios, hay confesiones, tras años de alejamiento -o toda una vida- de Cristo y de su Iglesia, que son "especiales". Pensando en ello, recordé con viveza -lo recuerdo muy a menudo, pero la intensidad del otro día fue fulminante- mi confesión tras más de diez o quince años de alejamiento casi total de la Iglesia y de los sacramentos. Volví a pasar por el corazón -eso significa recordar- mi sensación del amor de Dios derramándose a raudales sobre mí, mientras sentía que todos mis pecados se hundían en el mar inmenso de su misericordia. Impresionante.


Justo después llegamos a la carpa de la adoración. Larga cola para entrar -más de veinte minutos. Cuando por fin entramos, la carpa llena. De personas, pero sobre todo, de un atento silencio de escucha. Recogimiento total ante Jesucristo Eucaristía. ¿Podemos ser, todos los que estábamos allí, más los miles de millones de personas que a lo largo de la historia hemos sentido allí la presencia viva de Jesucristo simples locos idiotas? ¿Pueden serlo los millones de santos -conocidos y anónimos- que dicen sacar de ahí la fuerza para serlo? Me parece imposible. No sé cuanto tiempo estuvimos -Blanca, mi mujer, y yo- pero fueron momentos de una intensidad increible.


Un par de días después -omito el seguimiento del Vía Crucis por televisión y la bajada a Madrid desde Pozuelo para ver la procesión con los pasos- estuve la tarde noche del sábado en Cuatro Vientos. Pensaba estar allí esa tarde y ver y escuchar la Misa del día siguiente por televisión. Llegué a mi zona a eso de las cinco de la tarde, tras una larga odisea bajo un calor sofocante y me reafirmé en mi idea: mañana no me pillan aquí. Las cuatro largas horas hasta la llegada del Papa, no hicieron sino reforzar mi decisión. Me asombraba ver a tantos jóvenes -y a muchos no tan jóvenes-, que habían llegado mucho antes que yo, pasando, a buen seguro, más penalidades, alegres, radiantes de alegría. Cansados, hacinados, con sus sacos de dormir y sus mochilas extendidos aquí y allá, no vi un mal modo, ni una rencilla. Sólo alegría y camaradería. Los jóvenes voluntarios se desvivían por facilitar las cosas todo lo que podían. Asombroso. Como experiencia está muy bien -me decía- me alegro de haber venido, pero mañana lo veo desde casa.


Así las cosas, llegó el Papa y empezó la ceremonia. Todo parecía desarrollarse conforme al guión establecido, hasta que hizo su aparición el Espíritu Santo -que sopla de donde quiere y va a donde quiere- bajo forma de viento impetuoso, como en Pentecostés y de lluvia que amasa la tierra para que la semilla dé fruto. En un artículo que acabo de leer, Sánchez Dragó dice: “Formidable espectáculo. Pasará a la historia. Dios vino en ayuda de sus seguidores. La lluvia era maná. Todo el mundo aguantó en su sitio. Era éste el de la dignidad. Cabe, incluso, puestos a ser maliciosos, que la tormenta estuviera preparada por los organizadores y fuese un golpe de efecto digno de Kubrick, Spielger o Coppola. Perfecta, convincente, abrumadora ha sido la puesta en escena de la JMJ”. Me parece una magnífica descripción, pero ni Kubrick, ni Spielberg, ni Coppola están a la altura del escenógrafo que la montó. Creo que por el corazón y la cabeza de todos pasó la misma idea y que el mismo sentimiento inundó todos nuestros corazones. Aquí estamos, firmes en la fe, como dice el himno de esta JMJ. De aquí no se mueve nadie. Los rayos se veían, no tan lejos que no se pensase que podían llegar, pero no hubo ni una escena de pánico. Unos rezaban, no de miedo, sino de exaltación, otros cantaban. Todos sentíamos al Espíritu Santo inundar nuestros corazones. Yo -hombre previsor dicen que vale por dos, yo debo valer por cero- no llevaba ni paraguas ni chubasquero ni nada. Me empapé hasta los huesos con los brazos levantados al cielo, palmas hacia arriba y la boca, entes reseca, abierta, para acoger el don. El frío me llegaba hasta la médula, pero el corazón me ardía. Cuando el escenógrafo pensó que ya era suficiente, lentamente, escampó. Y todo ante la vista, supongo que asombrada de casi mil millones de personas que han podido verlo, en directo o en diferido, por televisión. Allí seguíamos estando los mismos, pero éramos otros. Durante la lluvia, mi determinación cambió. Mañana estaré aquí -decidí.


Tras unas palabras del Papa en varios idiomas, llegó el momento. La exposición del Santísimo Sacramento. Todos caímos de rodillas sobre el barrillo formado por la tormenta. ¡Qué importancia podía tener el mancharnos de barro rodillas y pantalón cuando ardían nuestros corazones! Y entonces se hizo el silencio. Profundo como un abismo, atento, como el de quien sabe que está en presencia del Creador del Universo que le está susurrando secretos al oído, inmenso, como el del millón y medio de personas que lo hacíamos. Como para demostrar que era un silencio consciente y humano, se oía el rumor de los grupos electrógenos y a lo lejos, muy a lo lejos, la sirena de una ambulancia. A mi lado había lágrimas silenciosas que corrían por jóvenes mejillas y caían al barro para fundirse con el agua purificadora del Espíritu. Creo poder decir que nunca, nunca, he sentido a Cristo tan cerca. La custodia con el Santísimo Sacramento estaba lejos. He estado muchas veces muy cerca de Cristo Eucaristía, pero este sábado, Cristo, sin dejar de estar en la custodia, ha estado junto a mí, con su mano en mi hombro. ¿Estoy loco? Creo que este sábado, un millón y medio de personas, que unos momentos antes éramos cuerdos y que después seguimos siéndolo, hemos sentido la misma "locura". Bendita sea esta "locura".


Cuando el Papa se fue, volví a casa. Dormí escasamente tres horas y al primer timbrazo del despertador me levanté como impulsado por un resorte. Vuelta a Cuatro Vientos. Dificultades que parecían insalvables para entrar -la policía tenía instrucciones, tal vez dictadas por el miedo de tan inmensa aglomeración, de que no entrase nadie que se hubiese ido por la noche-, que se disolvían con la oración y la presión de los miles de peregrinos que habían salido a dormir, no en una cómoda cama como yo, sino en la misma acera o en un banco de alguna calle próxima. Algunos, desanimados, pero no dispuestos a quedarse sin ver la Misa, se fueron al estadio Vicente Calderón a verla en una pantalla gigante instalada allí. Al final, todo el mundo que no se fue pudo voler a entrar, yo entre ellos. Tras una larga y vibrante espera, empezó la Misa. El cansancio se podía leer en las caras de todos los peregrinos, pero no era obstáculo para que todos siguiesen la Misa atentamente con profunda devoción. Otra vez, durante la consagración, silencio absoluto, todos de rodillas, asistiendo asombrados al milagro de la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Dios encarnado.


Acabada la Misa, las riadas inmensas de peregrinos se iban disolviendo, muy lentamente, repartiéndose entre las calles, con banderas y cánticos, como un torrente de colores de cientos miles de banderas y de vida que se va ramificando para llegar al valle a vivificarlo. Y allí siguen -seguimos- cada uno camino de su valle en el que, como nos ha pedido el Papa, debemos proclamar al mundo que Dios existe, que se ha encarnado en Cristo, que Él está vivo en su Iglesia y que gracias a ello estamos salvados y la vida tiene sentido.


Hoy lunes he leído varios artículos. Todos ellos concuerdan en que ha sido algo extraordinario lo que ha ocurrido estos días en Madrid. Las mismas preguntas se repiten una y otra vez, hechas por una u otra pluma, desde Sánchez Dragó hasta Pedro J. ¿De dónde sale esa alegría? ¿Por qué millones de jóvenes van a ver a un anciano venerable? ¿De dónde le viene la fuerza a ese anciano? Preguntas con una respuesta evidente. Evidente, pero que pocas plumas proclaman. Buscan en cambio explicaciones psicológicas o sociológicas muy alejadas de la verdad. Pero también para ellos el Papa ha venido a Madrid, a la JMJ. La respuesta a todas esas preguntas es tan evidente que no puede ser que algún día, próximo o lejano de su vida, la encuentren, porque son hombres de buena voluntad.


En el artículo que acabo de leer, Sánchez Dragó dice: “Nomen est omen, decían los paganos”: el nombre es presagio, anuncia el destino. Sánchez Dragó lo decía por los vientos que se desataron en Cuatro Vientos. Pero sus eruditas palabras se ajustaron a un sentimiento que me invadió durante el silencio de la adoración eucarística. Estamos en Cuatro Vientos -pesaba- y, efectivamente, esto se va ha extender llevado por los cuatro vientos, hasta los confines del mundo. Hasta cada uno de los 193 países -de los 193 que existen reconocidos por la ONU- de los que han venido peregrinos. Esta es la Universalidad -la Catolicidad- de la Iglesia. Poco a poco se está cumpliendo la misión encomendada por Cristo a sus discípulos poco antes de ascender a los cielos: "Id y anunciad la Buena Noticia a toda la creación". Todavía falta mucho, no en extensión geográfica, sino en los que todavía no aceptan este Buena Noticia y en la profundización de los que la aceptamos demasiado superficialmente, pero en eso estamos.


Ahora, recodando lo ocurrido estos días y convencido de que algo ha cambiado en el mundo después de esta JMJ, se me vienen vagamente a la cabeza las palabras que el rey Enrique V, en la obra de Shakespeare que lleva su nombre, dice a sus hombres en la arenga del día de san Crispín, justo antes de la batalla de Agincourt. No recuerdo exactamente esas palabras, pero el espíritu de las mismas era decirles a sus hombres que los que hubiesen estado con él en esa batalla podrían decir a sus nietos: Yo estuve allí, con el rey Enrique, en esa unida banda de hermanos. Pues bien, yo ya tengo nietos a los que decírselo y a ellos, y a todos los que lean estas líneas les digo: Yo estuve allí, con el Papa Benedicto XVI. Codo con codo con un millón y medio de peregrinos, unida banda de hermanos.