Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Continúo con la parte II:
Frank ha terminado con la escuela para siempre y vive en la ociosidad. Descubre la masturbación y vive obsesionado con la condenación.
Yo me levanto temprano como hacía papá y salgo a dar largos paseos por el campo. Paseo por el cementerio de la antigua abadía de Mungret donde están enterrados los parientes de mi madre y subo la ladera hasta llegar al castillo normando de Carrigogunnell, al que me llevó papá dos veces. Subo hasta lo alto e Irlanda se extiende ante mí, el Shannon es una línea reluciente que llega hasta el Atlántico. Papá me dijo que este castillo se construyó hace centenares de años y que si esperas a que las alondras dejen de cantar por encima de ti puedes oír a los normandos abajo que dan martillazos, hablan y se preparan para la batalla. Una vez me trajo aquí cuando estaba oscuro para que pudiésemos oír las voces normandas e irlandesas que llegaban de siglos pasados y yo las oí. Las oí.
A veces estoy allí arriba yo solo, en las alturas de Carrigogunnell, y oigo voces de muchachas normandas de tiempos pasados, que se ríen y cantan en francés, y cuando las veo en mi mente tengo tentaciones y me subo a lo más o del castillo, donde había antes una torre, y allí, a la vista de toda Irlanda, me toco y me corro encima de todo Carrigogunnell y de los campos colindantes.
[...]Allí abajo, en alguna parte de las riberas del Shannon, un niño o una lechera pueden haber levantado la vista y pueden haberme visto cometer mi pecado, y si lo han hecho estoy condenado, porque los curas dicen siempre que al que escandaliza a un niño le atarán al cuello una piedra de molino y lo tirarán al mar.
Pero la idea de que alguien me esté mirando me produce la excitación otra vez. No me gustaría que me estuviera mirando un niño pequeño. No, no, así me ganaría seguramente la piedra de molino [...].
Ojalá volviera aquel viejo cura dominico sordo para que yo pudiera contarle mis problemas con la excitación, pero ya ha muerto y tendré que entendérmelas con un cura que me contará lo de la piedra de molino y la condenación.
Al cumplir catorce años, Frank empieza a trabajar como repartidor de telegramas. A los pocos días le ponen una bici a su disposición para que lo pueda hacer con mayor rapidez. Gana una libra a la semana y se da la buena vida, además de ahorrar para comprarse un día un pasaje para América. En su familia, Malachy se ha ido al ejército como aprendiz de músico, para tocar la corneta. Michael, va cada vez con más frecuencia a ver a Frank a casa del Abad y, también cada vez con más frecuencia, se queda a pasar la noche. Esto hace que Ángela también empiece a ir con Alphie y también se quede a dormir cada vez más frecuentemente. Al final, la familia, sin Malachy, vuelve a reunirse en casa del Abad. Pero, a la postre, incluso Malachy, que está harto de tocar la trompeta en el ejército, también vuelve. El Abad tiene su propia habitación con cama, lo mismo que Ángela. Frank, Malachy, Michael y Alphie, duermen en una cama grande. Aunque Malachy se queja de tener que compartir cama porque en Dublín tenía un catre para él sólo, todos están felices de estar juntos sin tener que soportar los abusos de Laman. Frank le da el sueldo que gana a Ángela. Algunas semanas Ángela le da dos chelines. Frank no gasta nada de esos chelines. Lo ahorra todo en una cuenta en correos para poder pagarse la vuelta a América antes de ser “un viejo de veinticinco años”. Un día, conoce a Theresa Carmody:
Los chicos de la oficina de correos me dicen que tengo suerte de entregar el telegrama de la familia Carmody, que da un chelín de propina, una de las propinas mayores que puedes recibir en Limerick. Entonces, ¿por qué me lo dejan entregar a mí? Soy el chico más novato. Bueno. Es que algunas veces es Theresa Carmody quien abre la puerta. Está tísica, y tienen miedo de que es pegue la tisis. Tiene diecisiete años, pasa temporadas ingresada en el sanatorio y no cumplirá los dieciocho. Los chicos de la oficina de correos dicen que los que están enfermos como Theresa saben que les queda poco tiempo y que por eso están locos por amar, por tener aventuras románticas y de todo. De todo. La tisis tiene ese efecto, según los chicos de la oficina de correos.
Voy en bicicleta por las calles mojadas de noviembre pensando en esa propina de un chelín, y cuando giro para enfilar la calle donde viven los Carmody la bicicleta patina y yo resbalo por el suelo y me raspo la cara y me despellejo el dorso de la mano. Theresa Carmody abre la puerta. Es pelirroja. Tiene los ojos verdes como los prados de las afueras de Limerick. Tiene las mejillas de un color rosado brillante y la piel de un blanco rabioso.
–Ay, estás empapado, y estás sangrando –me dice.
–He resbalado en la bici.
–Entra, Y te pondré algo en los cortes.
“¿Debo entrar?”, me pregunto. Podría contagiarme la tisis, que acabaría conmigo. Quiero estar vivo cuando cumpla los quince años, y quiero también el chelín de propina.
–Entra. Te vas a morir si te quedas aquí de pie.
Ella pone la tetera al fuego para preparar té. Después me pone yodo en los cortes y yo procuro ser hombre y no quejarme.
–Oh, eres todo un hombre –dice ella. Pasa al salón y sécate delante el fuego. Mira, ¿por qué no te quitas los pantalones y te los secas en la pantalla de la chimenea?
–Ay, no.
–Ay, hazlo.
–Bueno.
Extiendo mis pantalones sobre la pantalla. Me siento, veo subir el vapor y veo que lo mío sube también, y me inquieta que pueda entrar ella y verme con la excitación. Entonces aparece ella con un plato de pan y mermelada y dos tazas de té.
–Señor... –dice–, eres un chico esmirriado, pero tienes ahí un buen nabo.
Deja el plato y las tazas en una mesa que está junto a la chimenea y se quedan allí. Coge entre el pulgar y el índice la punta de mi excitación y me conduce por la habitación hasta un sofá verde que está pegado a la pared y a mí me dan constantemente vueltas en la cabeza el pecado, el yodo, el miedo a la tisis y el chelín de propina y sus ojos verdes, y ella está tendida en el sofá, “no pares o me muero”, y ella está llorando y yo estoy llorando porque no sé qué me pasa, si me estoy matando contagiándome la tisis de su boca, si estoy volando al cielo, si me estoy cayendo por un barranco, y si esto es pecado me importa menos que un pedo de violinista.
Descansamos un rato en el sofá hasta que ella dice:
–¿No tienes que repartir más telegramas?
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Desde ese día le entrego el telegrama durante varias semanas. A veces hacemos la excitación en el sofá, pero hay otros días en que ella tiene tos y se nota que está débil. Nunca me dice que está débil. Nunca me dice que está tísica. Los chicos de la oficina de correos me dicen que lo debo estar pasando en grande con el chelín de propina y con Theresa Carmody. Yo no les digo nunca que dejé de cobrar el chelín de propina. No les hablo nunca del sofá verde ni de la excitación. No les cuento el dolor que siento cuando abre la puerta y veo que está débil y lo único que quiero es prepararle un té y sentarme en el sofá verde y abrazarla.
Un sábado me dicen que entregue el telegrama a la madre de Theresa, que se lo lleve a su trabajo, en los almacenes Woolworth. Procuro aparentar indiferencia.
–Señora Carmody, siempre entrego el telegrama a una muchacha que ceo que se llama Theresa. Es su hija, ¿no?
–Sí, está ingresada en el hospital.
–¿Está en el sanatorio?
–He dicho que está en el hospital.
La tuberculosis le parece una deshonra, como a todo el mundo en Limerick, y no me da un chelín ni ninguna propina. Voy en bicicleta al sanatorio a ver a Theresa. Me dicen que hay que ser pariente suyo y que hay que ser persona mayor. Yo les digo que soy primo suyo y que voy a cumplir quince años en agosto. Me dicen que me largue. Voy en bicicleta a la iglesia de los franciscanos a rezar por Theresa.
–San Francisco, ¿tendrías la bondad de hablar con Dios? Dile que no fue culpa de Theresa. Yo podría haberme negado a entregar ese telegrama cada sábado. Dile a Dios que Theresa no era responsable de que hiciéramos la excitación en el sofá porque son los efectos de la tisis. Tampoco importa, san Francisco, porque yo quiero a Theresa. La quiero tanto como tú quieres a cualquier pájaro, a cualquier animal del campo o a cualquier pez, y ten la bondad de decir a Dios que le quite la tisis y yo prometo que no volveré a acercarme a ella.
El sábado siguiente me dan el telegrama de los Carmody. Cuando me falta media calle para llegar veo que están bajadas las persianas. Veo los crespones negros en la puerta. Veo la tarjeta de duelo blanca con bordes morados. Veo la puerta y las paredes del salón donde Theresa y yo nos revolcábamos desnudos y desenfrenados en el sofá verde, y ahora sé que ella está en el infierno y que es por culpa mía.
Meto el telegrama por debajo de la puerta y vuelvo en bicicleta a la iglesia de los franciscanos para rezar por el descanso del alma de Theresa. Rezo a todas las imágenes, a las vidrieras, a las estaciones del Vía Crucis. Juro que llevaré una vida llena de fe, esperanza y caridad, de pobreza, castidad y obediencia.
Al día siguiente, domingo, oigo cuatro misas. Rezo el Vía Crucis tres veces. Rezo el Rosario todo el día. No como ni bebo, y siempre que encuentro un sitio tranquilo lloro y pido a Dios y a la Virgen María que tengan misericordia con el alma de Theresa Carmody.
El lunes sigo en mi bicicleta de Correos al cortejo fúnebre hasta el cementerio. Me escondo detrás de un árbol a cierta distancia de la tumba. La señora Carmody llora y gime. El señor Carmody resuella con aire de incomprensión. El cura recita las oraciones en latín y asperje con agua bendita el ataúd.
Quiero ir a hablar con el cura, con el señor y la señora Carmody. Quiero decides que soy yo el que ha mandado al infierno a Theresa. Pueden hacerme lo que quieran. Que me insulten. Que me injurien. Que me tiren tierra de la tumba. Pero me quedo escondido detrás del árbol hasta que los miembros del cortejo fúnebre se marchan y los enterradores cubren la tumba.
La escarcha empieza a blanquear la tierra fresca de la tumba y yo pienso en Theresa, que estará fría en el ataúd, con su pelo rojo, con sus ojos verdes. No entiendo los sentimientos que me invaden, pero sé que con todas las personas que se han muerto en mi familia y con todas las que se han muerto en los callejones de mi barrio y con todas las personas que han faltado no había sentido nunca un dolor como éste que tengo en el corazón, Y espero no volver a tenerlo.
Está oscureciendo. Salgo del cementerio a pie empujando la bicicleta. Tengo que repartir telegramas.
Aunque los remordimientos por creer haber mandado a Theresa al infierno van creciendo en el alma de Frank, la vida sigue. Tiene que repartir telegramas y tiene que seguir ahorrando dinero para el pasaje a América. Un día entrega un telegrama a un inglés protestante que acaba de perder a su mujer. Cuando llega, el inglés está solo, velando el cadáver. El marido tiene que salir un momento de la habitación y los remordimientos por la condenación de Theresa impulsan a Frank a bautizar a la muerta con Jerez –lo único que tiene a mano. En ese momento entra el marido. Con el revuelo del asunto, echan a Frank del trabajo, pero su madre, con la recomendación del párroco, consigue que le readmitan. Los remordimientos se van haciendo cada vez mayores.
Todos los sábados por la mañana juro que iré a confesarme y a contar al cura los actos impuros que cometo en casa, en las laderas solitarias de los alrededores de Limerick mientras me contemplan las vacas y las ovejas, en las alturas de Carrigogunnell con el mundo a mis pies.
Le contaré lo de Theresa Carmody y cómo la envié al infierno, y entonces estaré perdido, me expulsarán de la Iglesia.
Theresa me atormenta. Cada vez que entrego un telegrama en su calle, cada vez que paso por delante del cementerio, siento que el pecado crece dentro de mí como un tumor, y si no voy a confesarme pronto no seré más que un tumor que va en bicicleta mientras la gente me señala y se dicen unos a otros:
–Allí está, ése es Frankie McCourt, el inmundo que envió al infierno a Theresa Carmody.
Miro a la gente que comulga los domingos, todos en gracia de Dios, todos vuelven a sus sitios llevando a Dios en la boca, en paz, tranquilos, preparados para morirse en cualquier momento y subir derechos al cielo o para volver a sus casas y comerse la panceta y los huevos sin la menor preocupación del mundo.
Estoy agotado de ser el peor pecador de Limerick. Quiero librarme de este pecado y comer panceta y huevos sin sentimientos de culpa, sin estar atormentado. Quiero ser normal.
Los curas nos dicen siempre que la misericordia de Dios es infinita, pero ¿cómo va a absolver un cura a uno como yo, que entrega telegramas y acaba en estado de excitación en un sofá verde con una muchacha que se está muriendo de tisis galopante?
Recorro todo Limerick con telegramas y me detengo en todas las iglesias. Paso por la iglesia de los redentoristas, por la de los jesuitas, por la de los agustinos, por la de los dominicos, por la de los franciscanos. Me arrodillo ante la imagen de San Francisco de Asís y le suplico que me ayude, pero creo que está demasiado asqueado de mí. Me arrodillo con la gente que espera en los bancos próximos a los confesonarios, pero cuando me toca a mí no puedo respirar, me dan palpitaciones, tengo frío en la frente y sudor frío y huyo corriendo de la iglesia.
Juro que iré a confesarme en Navidad. No puedo. En Semana Santa. No puedo. Pasan las semanas y los meses y hace un año que murió Theresa. Pienso confesarme en su aniversario, pero no puedo. Ya tengo quince años y paso por delante de las iglesias sin pararme. Tendré que esperar a ir a América, donde hay sacerdotes como Bing Crosby en Siguiendo mi camino que no me echarán a patadas del confesionario como los curas de Limerick.
Sigo teniendo dentro el pecado, el tumor, y espero que no me mate del todo antes de que pueda hablar con el cura americano.
Como los dos chelines que le da su madre algunas semanas y las propinas no son suficientes para obtener el dinero para el pasaje antes de ser “un viejo de veinticinco años”, se busca un nuevo trabajo, un pluriempleo sumergido del que no da cuenta a su madre. Una usurera de Limerick a la que entrega un telegrama, le pide que escriba para ella cartas amenazadoras para sus clientas que no le pagan. Como Frank ha leído mucho, su lenguaje impresiona a la usurera que le paga tres peniques por carta.
Estimada señora O’Brien:
Habida cuenta que no ha tenido a bien pagarme lo que me debe, puedo verme obligada a recurrir a los tribunales. Veo a su hijo Michael pasearse por el mundo luciendo su traje nuevo que yo pagué, mientras yo apenas tengo un mendrugo de pan para mantener un hálito de vida. Estoy segura de que no querrá pudrirse en las mazmorras de la cárcel de Limerick, separada de sus amigos y de su familia.
Su segura servidora que espera demandarle,
Señora Brigid Finucane.
–Es una carta grandiosa, muchacho –me dice–, mejor que todo lo que se lee en el Limerick Leader. Eso de “habida cuenta” mete el miedo en el cuerpo. ¿Qué significa?
–Creo que significa que ésta es su última oportunidad.
El éxito se lo debe a Laman Griffin y a su carnet de la biblioteca y a su curiosidad y a su utilización constante e imperfecta del diccionario. Crecido por el éxito las cartas van ganando en atrevimiento y riqueza lingüística.
Al ir pasando las semanas, mis cartas amenazadoras se vuelven cada vez más afiladas. Empiezo a usar palabras que apenas entiendo yo mismo.
Estimada señora O’Brien:
Habida cuenta que no ha sucumbido a la inminencia de la demanda de nuestra epístola anterior, ha de saber que hemos emprendido consultas con nuestro abogado susodicho de Dublín.
La señora O’Brien paga a la Semana siguiente
–Llegó temblando, con lágrimas en los ojos, y me prometió que no volvería a retrasarse en ningún pago.
La usurera le da dinero para sellos, pero él se queda con el dinero –para América– y reparte las cartas en los buzones, a escondidas, por las noches. Esto entraña graves riesgos porque algunas de las deudoras de la señora Finucane son conocidas de su madre. “La persona capaz de escribir una carta así tiene que ser peor que Judas o que cualquier delator a sueldo de los ingleses” –oye decir a una amiga de su madre, a lo que ésta replica que “cualquiera que escriba cartas así debería ser hervido en aceite y deberían arrancarle las uñas los ciegos”. Pero esto no disminuye un ápice la determinación de Frank de seguir escribiendo cartas para ahorrar para América. Abusando de la confianza de la usurera, le roba algo de dinero de cuando en cuando. Dinero que la usurera dice tener guardado para que digan misas por ella cuando esté muerta. Cuando un día, al ir a escribir sus cartas, se encuentra a la usurera muerta, le roba todo el dinero que tiene guardado para que le digan misas.
En su casa le presionan para que haga un examen para acceder como fijo al cuerpo de Correos. Él sabe que aprobará ese examen, pero piensa:
No quiero entrar por esa puerta y aprobar ese examen, pues si lo hago seré un chico de telégrafos fijo, con uniforme, después seré cartero, después empleado y venderé sellos el resto de mi vida. Me quedaré en Limerick para siempre, cultivando rosas con la cabeza muerta y con los huevos secos.
Consigue, en cambio un trabajo mejor remunerado como repartidor de periódicos.
La víspera de cumplir los dieciséis años será un día clave en la vida de Frank McCourt. Su tío Pat –el Abad– le invita a su primera pinta. La conversación gira sobre como Goering fue capaz de burlar a los americanos y suicidarse justo antes de ser ejecutado:
Los parroquianos de la taberna están hablando del terrible estado del mundo y de cómo, en nombre de Dios, pudo escaparse Hermann Goering del verdugo una hora antes de que lo fueran a ahorcar. Los yanquis están declarando allí en Nuremberg que no saben cómo tenía escondida esa pastilla el hijo de puta del nazi. ¿La llevaría en el oído?, ¿en la nariz?, ¿en el culo? Seguro que los yanquis registraban hasta el más mínimo rincón y agujero de los nazis que cogían prisioneros, pero Hermann los dejó con un palmo de narices. Ya ves. Eso te demuestra que podrán cruzar el Atlántico, desembarcar en Normandía, bombardear Alemania hasta borrada de la faz de la tierra, pero a la hora de la verdad no son capaces de encontrar una pastillita escondida en los recovecos del culo gordo de Goering. El tío Pa me invita a otra pinta. Me resulta más difícil beberla porque me llena y me hincha el vientre. Los parroquianos hablan de los campos de concentración y de los pobres judíos que no habían hecho mal a nadie, “hombres, mujeres, niños, amontonados en hornos, niños, ¿qué te parece?, ¿qué daño podían hacer, zapatitos esparcidos por todas partes, amontonados?”, y la taberna se vuelve nebulosa y las voces se vuelven confusas.
Se emborracha, y con la euforia del alcohol decide ir a confesarse a los jesuitas, que están a dos pasos.
El tío Pa vuelve a su pinta. Yo he salido a la calle O’Connell, ¿y por qué no recorro los pocos pasos que me separan de los jesuitas y les cuento todos mis pecados esta última noche que tendré quince años? Toco el timbre en la residencia de los sacerdotes y sale un hombre grande.
–¿Sí?
–Quiero confesarme, Padre –le digo.
–No soy sacerdote –dice él. No me llames Padre. Soy Hermano.
–Está bien, Hermano. Quiero confesarme antes de cumplir los dieciséis años mañana. Quiero estar en gracia de Dios en mi cumpleaños.
–Vete de aquí –dice. Estás borracho. Un niño como tú, borracho como un odre, llamando a estas horas para pedir un sacerdote. Vete de aquí, o llamo a los guardias.
–Ay, no. Ay, no. Sólo quiero confesarme. Estoy condenado.
–Estás borracho y no tienes un arrepentimiento sincero.
Me cierra la puerta en las narices. Otra puerta que me cierran en las narices, pero mañana cumplo dieciséis años, y vuelvo a llamar. El Hermano abre la puerta, me hace girar sobre mí mismo, me da una patada en el culo y me hace bajar las escaleras a trompicones.
–Como vuelvas a llamar a ese timbre, te rompo la mano –me dice.
Los Hermanos jesuitas no deberían hablar así. Deberían ser como Nuestro Señor y no ir por el mundo amenazando a la gente con romperles las manos.
En ese estado llega a su casa y se enfrenta con su madre.
Estoy mareado. Iré a casa a acostarme. Me agarro a los pasamanos por la calle Barrington y me apoyo en la pared cuando bajo por el callejón. Mamá está junto al fuego fumándose un Woodbine, mis hermanos están arriba, en la cama.
–Bonita manera de llegar a casa –me dice.
Me cuesta trabajo hablar, pero le digo que me he tomado mi primera pinta con el tío Pa. No está mi padre para invitarme a mi primera pinta.
–Tu tío Pa debería tener más sentido común.
Me acerco tambaleándome a una silla, y ella me dice:
–Igual que tu padre.
Yo intento controlar el movimiento de mi lengua en mi boca.
–Prefiero ser, prefiero ser, prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.
Ella aparta la vista de mí y mira las cenizas del fogón, pero yo no quiero dejarla en paz porque me he tomado la pinta, dos pintas, y mañana cumplo dieciséis años, soy un hombre.
–¿Me has oído? Prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.
Ella se pone de pie y me mira.
–Cuidado con esa lengua –me dice.
–Y tú, cuidado con esa cochina lengua.
–No me hables de ese modo. Soy tu madre.
–Te hablaré como me dé la puñetera gana.
–Tienes una boca como la de un recadero.
–¿Ah, sí?, ¿ah, sí? Bueno, pues prefiero ser un recadero a parecerme a Laman Griffin, ese borracho lleno de mocos en su altillo, donde espera a que suban otros con él.
Ella se aparta de mí y yo la sigo al piso de arriba, hasta la habitación pequeña. Se vuelve y me dice:
–Déjame en paz, déjame en paz.
Y yo sigo gritándole: “Laman Griffin, Laman Griffin”, hasta que ella me empuja.
–Sal de esta habitación.
Y yo le doy una bofetada en la mejilla y se le saltan las lágrimas y ella dice, lloriqueando:
–No te voy a dar la oportunidad de que vuelvas a hacer esto.
Y me aparto de ella porque ya tengo otro pecado en mi larga lista y estoy avergonzado de mí mismo.
El globo de los remordimientos se ha colmado y está a punto de explotar. Pero todavía no hay arrepentimiento.
Me desplomo en mi cama con ropa y todo y me despierto en plena noche vomitando en la almohada, mis hermanos se quejan de la peste, me dicen que lo limpie, que soy una deshonra. Oigo llorar a mi madre y quiero decirle que lo siento, pero por qué iba a hacerlo después de lo que hizo ella con Laman Griffin. A la mañana siguiente mis hermanos pequeños se han ido a la escuela, Malachy ha salido a buscar trabajo, mamá está tomando té junto al fuego. Dejo mi sueldo en la mesa al alcance de su mano y me vuelvo para marcharme.
–¿Quieres una taza de té? –dice ella.
–No.
–Es tu cumpleaños.
–Me da igual.
Me grita por el callejón:
–Deberías llevar algo en el estómago.
Pero yo le vuelvo la espalda y doblo la esquina sin responder. Todavía tengo ganas de decirle que lo siento, pero si se lo digo tendré ganas de decirle que ella tiene toda la culpa, que no debería haberse subido al altillo aquella noche, y en todo caso todo me importa menos que un pedo de violinisa, porque [...] estoy ahorrando para marcharme a América.