28 de septiembre de 2011

Frases 28-IX-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La fe es [...] la prueba de lo que no se ve.

Epístola de san Pablo a los hebreos, 14, 1

25 de septiembre de 2011

¿Se eqivocó Einstein?

Tomás Alfaro Drake


Empiezo por decir que me parecería apasionante que Einstein se hubiese equivocado. Demostraría, una vez más, que las “verdades” de la ciencia son siempre provisionales. Esto es algo inherente a la ciencia que no sorprende a ningún científico. Pero el imaginario popular ha llegado a creer que la ciencia sí descubre verdades inmutables. El último –que yo sepa– derrumbamiento de una de esas grandes “verdades” ocurrió hace poco más de diez años. Hasta entonces era “incuestionable” que el universo se estaba frenando en su expansión. La duda es si en ese frenado de su expansión llegaría un día a hacer que empezase a contraerse. Pues esa “verdad” se cayó por tierra cuando los científicos descubrieron que el universo se expandía cada vez más deprisa. Esto ha traído consigo que haya que revisar muchos conceptos y postular nuevas realidades como la constante cosmológica o la energía oscura. Y eso, a los buenos científicos, les encanta, porque abre nuevos caminos en el conocimiento de la realidad.

Ahora parece que se ha medido que unas partículas llamadas neutrinos han viajado a una velocidad ligerísimamente mayor que la de la luz. El adjetivo ligerísimamente, no quita ni un ápice a la importancia del descubrimiento, si se confirmase. La ruptura cualitativa –aunque sea mínima cuantitativamente– de una ley de la naturaleza que parecía un firme paradigma, es siempre un acontecimiento científico imponente. Esto les encanta a muchos científicos. También a los periodistas les encanta porque les da materia prima para titulares sensacionalistas que les ayudan a vender periódicos. Pero las motivaciones de científicos y periodistas no pueden ser más dispares. Unos se alegran cautamente, mientras esperan que las mediciones se confirmen y esto les permita avanzar en el conocimiento de la realidad, mientras que los otros se dejan llevar por el sensacionalismo intersado.

Pero, desgraciadamente, si tuviera que apostar, apostaría a que hay errores en las mediciones que las hacen incorrectas. Esto no es la expresión de un deseo –al contrario, mi deseo, como el de muchos científicos, es que se confirmen esos resultados, lo que sería muy excitante– sino que parte de un cierto conocimiento de la naturaleza de los neutrinos. En estos momentos miles de millones de neutrinos procedentes del Sol están atravesando la Tierra de un extremo a otro sin dejar la más mínima huella ni afectar para nada a un sólo átomo de nuestro planeta. Porque los neutrinos muy raramente interfieren con la materia “normal”. Como desde hace décadas los científicos quieren estudiar los neutrinos, han inventado para ello detectores de estas partículas. Consiste en llenar grandes minas abandonadas con agua pesada y otras sustancias que tienen una probabilidad mayor de interferir con los neutrinos que las sustancias que forman la Tierra. Así es el detector del Gran Sasso, lugar de llegada de los neutrinos del experimento. En estos detectores se detectan continuamente una mínima parte –aunque mayor de lo que detecta la Tierra entera– de los neutrinos que pasan por ellos. Por lo tanto, como están llegando a la tierra miles de millones de neutrinos cada segundo, siempre se están produciendo “disparos” por la detección de algunos de ellos, creando un “ruido” de fondo. Ni la densidad de neutrinos que vienen del sol es siempre la misma, ni el mínimo porcentaje detectados es siempre igual. Lo único que puede hacerse es acotar estadísticamente este ruido.

En punto de salida de esos neutrinos es el acelerador de partículas del CERN, instalado en Suiza. Los aceleradores no aceleran neutrinos. Aceleran átomos ionizados, protones, electrones u otras partículas cargadas eléctricamente, que hacen chocar entre sí. En estos choques se producen neutrinos que salen disparados en todas direcciones. Ahora bien, esos choques son “multitudinarios”. Es decir, los aceleradores aceleran un paquete de millones de partículas que chocan aleatoriamente con otro paquete que va en dirección contraria. Aunque esos paquetes están densamente empaquetados, en cada uno de ellos hay un primero y un último. Los choques no se pueden localizar en un momento exacto del tiempo. Puede chocar la primera de las partículas de un paquete con la primera del que viene de frente, con lo que el choque se produciría in poquito antes que si chocasen el último de un paquete con el último del otro. También el lapso de tiempo en el que se producen estos choques entre paquetes, se puede acotar estadísticamente, pero no con exactitud.

Así pues, los neutrinos producidos en el acelerador de Suiza, salen disparados en todas direcciones. Los que salen en la dirección del detector de neutrinos del Gran Sasso viajan 732 Km y llegan hasta el mismo. Una pequeña fracción de los mismos es detectada en él. Pero dado que el detector es una gran mina, la detección se puede producir el la parte de la mina más cercana a la fuente de neutrinos o en la más lejana. No se puede saber dónde se ha producido, pero puede haber varios cientos de metros de diferencia entre un posible lugar de detección y otro. El detector lo que mide es un aumento en el ruido de fondo de los “disparos” normales del detector. Aumento que se sale fuera de los rangos de la variación normal de ese ruido. Pero ese aumento de la frecuencia de “disparos” no se produce instantáneamente, sino que sube paulatinamente y es una cuestión estadística decidir cuándo se considera que ese aumento es inexplicable por variaciones aleatorias de los neutrinos emitidos por el Sol o del porcentaje de detección del detector. Si se supiese con exactitud la distancia entre el acelerador del CERN y el Gran Sasso, y el tiempo transcurrido entre las colisiones en el primero y el aumento de detecciones en el segundo, con sólo dividir lo uno por lo otro se obtiene la velocidad de los neutrinos. Ahora bien, ninguna de esas cosas se sabe con exactitud. No se sabe con exactitud la distancia, porque no se sabe en que lugar de la mina del Gran Sasso se han producido los “disparos”. No se sabe con exactitud el momento de partida de los neutrinos desde el acelerador, porque no se sabe el momento exacto de los impactos de las partículas del acelerador y no se sabe el momento exacto de llegada de los neutrinos al Gran Sasso, puesto que esto, como se ha visto antes, es una cuestión estadística. Por supuesto, todas estas posibles variaciones estadísticas han sido tenidas en cuenta por los científicos que han publicado sus resultados. Si no lo hubiesen hecho así, hubiesen hecho el ridículo en su presentación de los mismos. Pero el margen del supuesto exceso de velocidad de los neutrinos es mínimo. 60 milmillonésimas de segundo. Es decir, si los neutrinos viajasen a la velocidad de la luz deberían haber tardado 2,4 milisegundos en recorrer la distancia entre el acelerador del CERN y el Gran Sasso, cuando la estimación del tiempo es de 2,039994 milisegundos. Además, los científicos que han presentado ahora estos resultados, llevan bastantes años haciendo este tipo de medidas, y se supone que, si no han dicho nada, es porque los resultados estaban dentro de la normalidad. Un margen muy pequeño hecho en una sola medición entre muchas. Esto es razón más que suficiente para que la inmensa mayoría de los científicos opinen que hay que ser extremadamente cautos y esperar a que otros científicos repitan los resultados y, a ser posible, usando métodos diferentes. Así de prudente tiene que ser la ciencia, a diferencia de los periodistas.

Por otro lado, tenemos la propia teoría de la relatividad. Esta teoría está basada en unas ecuaciones matemáticas de una unidad y coherencia impresionantes. Esto quiere decir que no es posible que una parte de la teoría sea cierta y otra no. O es toda ella cierta o es toda ella falsa. En 1919, Eddington comprobó en un eclipse que la curvatura de los rayos de luz al pasar cerca del sol, respondía con exactitud a las predicciones de la teoría general de la relatividad, formulada en 1916. Desde entonces, ha habido una multitud de experimentos y medidas, basadas en los fenómenos más diversos, que han respaldado de forma impresionante la relatividad. Desde los relojes de desintegración de cesio hasta los agujeros negros. Desde la precesión de la órbita de mercurio hasta las lentes gravitatorias. Por tanto, antes que tirar a la basura una teoría con esa impresionante capacidad de predicción, hay que repetir y confirmar los resultados recientemente obtenidos. Ójala sean ciertos. Esto forzará a la ciencia a dar un paso más en la búsqueda de la verdad acerca de cómo es el universo y cómo funciona. Pero... hay que esperar y, como dije más arriba, me temo, como la mayoría de los científicos, que el tiempo dará la razón a la teoría de la relatividad y veremos dónde está el error de estas medidas.

Pero supongamos que las mediciones estuviesen bien y la teoría de la relatividad quedase obsoleta. Los periodistas, ávidos de sensacionalismo, afirman que, de ser así, serían posibles los viajes al pasado. Se basan en una frase de Eisntein, sacada de contexto, en la que afirma que si algo viajase más deprisa que la luz, serían posibles los viajes al pasado. Lo primero que se me ocurre decir es que si la teoría de la relatividad es falsa, la frase de Einstein, también. Pero lo que hay aquí es una mezcla de las churras con las merinas basada en la avidez periodística. Hay una “vieja” polémica, compatible con la teoría de la relatividad, sobre si son o no posibles los viajes al pasado. Y está, por otro lado, la paradoja de los gemelos plantada por la teoría de la relatividad. Empecemos por esta última.

Supongamos dos hermanos gemelos. Uno de ellos emprende un viaje estelar a la velocidad de la luz. La relatividad establece que si un cuerpo viaja a la velocidad de la luz, el tiempo se detiene en ese cuerpo, pero no en el resto del universo, que está “quieto”. Por tanto si el gemelo que se ha ido de viaje volviese tras haber transcurrido veinte años en la Tierra, él estaría exactamente igual que cuando partió, hecho un chaval, pero su hermano gemelo, y todo el mundo, estaría veinte años más viejo. El gemelo viajero ha viajado al futuro, no al pasado. Los viajes al futuro no tienen ninguna importancia causal. Las paradojas inquietantes se presentan, como se han encargado de explicar las películas de ciencia ficción, en los viajes al pasado, en los que yo puedo matar a mi abuelo y por lo tanto, no existir en el nuevo curso de los acontecimientos que se inicia en esa acción mía. Pero la paradoja de los gemelos, no permite viajes al pasado. Ahora bien, supongamos que el gemelo viajero viaja más deprisa que la luz. ¿Iría SU tiempo hacia atrás? Como esto falsearía la relatividad, vaya usted a saber. Pero admitamos que sí. Entonces él volvería más joven de lo que se fue, a un mundo veinte años más viejo que el que dejó. Es decir, él viajaría a SU pasado, pero NO al pasado del resto del mundo. También aquí hay paradojas. ¿Qué pasaría con él si SU tiempo fuese marcha atrás por un lapso mayor que su vida y su madre no fuese en la misma nave? Tal vez volviese otra vez al principio de su viaje. Pero son paradojas que le afectan sólo a él, no al resto del mundo. Esto es lo que hay respecto a los viajes al pasado directamente relacionado con la supuesta velocidad mayor que la de la luz de los neutrinos.

La “vieja” polémica sobre los viajes en el tiempo, dentro de la vigencia de la teoría de la relatividad, tienen que ver con la posibilidad teórica de existencia de unos hipotéticos entes que han recibido el nombre de “agujeros de gusano”. Es una polémica que está en el límite de lo científicamente serio y el juego de ingenio de los supuestos partidarios de una u otra postura. Pero insisto, esta discusión se desarrolla dentro del marco de la teoría de la relatividad, por tanto, si ésta fuese falsa, esta polémica, lejos de decantarse por la realidad de los viajes al pasado, dejaría de existir. Stephen Hawking es partidario, en esta polémica, de la posibilidad de esos viajes. Pero con un fair play admirable ha esgrimido un argumento en su contra. Dice: Lo que más me hace dudar de la posibilidad de los viajes al pasado es que, si fuesen posible, ya habríamos sido invadidos por una horda de turistas del siglo XXXV.

Aquí podría terminar esas líneas. Pero no quiero desaprovechar la ocasión para plantear un tema filosófico de calado. Esta provisionalidad de los conocimientos científicos, ¿no niega el propio concepto de verdad? A fin de cuentas, si una cosa que la ciencia da por verdadera hoy, mañana se demuestra falsa, ¿dónde está la verdad? Planteo esto porque es un argumento contra la verdad que corre de mano en mano como la moneda mala. Pero no es más que eso, moneda mala. Es evidente que lo que esto pone en cuestión no es el concepto de verdad, sino las limitaciones del método científico-empírico para conocerla. Ahí fuera hay un universo real, que es como es y funciona como funciona. El método científico-empírico, mide, pesa, cuenta, cronometra fenómenos materiales y, luego, relacionando unas medias con otras, establece leyes de funcionamiento. Es un método maravilloso. Pero, como todos los métodos de conocimiento, tiene sus límites. El primero, obvio, es que se limita a lo que se puede medir, pesar contar o cronometrar. Nada puede decir sobre cosas, indudablemente reales, como el amor o el odio, la justicia o la injusticia, la felicidad o la desgracia, la pena o la alegría. El segundo es que, como ya establecieron filósofos de la ciencia como Karl Popper y otros, puede proponer leyes que se vayan haciendo cada vez más firmes cuantos más experimentos empíricos los refrenden, pero basta un experimento, corroborado empíricamente, que lo desmienta, para que todo el edificio se derrumbe. Es lo que puede ocurrir con la teoría de la relatividad. Pero si esta teoría se derrumba, esto no querrá decir que el universo que nos rodea no sea un universo, en primer lugar, real y, en segundo, inteligible. Ese universo real que hay ahí fuera nos ha dado pruebas abundantísimas, gracias a la propia ciencia, de que es inteligible. Y aunque la ciencia pueda dar palos de ciego para entender esa inteligibilidad, ha avanzado de una forma impresionante que no hubiera sido posible si el universo no hubiese sido, esencialmente inteligible. Cierto que hay científicos que ponen en entredicho esta realidad objetiva e intligibilidad del cosmos pero no lo hacen en base a argumentos científicos-empíricos y, a decir verdad, sus planteamientos me suenan a irracionales y apriorísticos. Porque si hay ahí fuera un mundo material inteligible, es muy difícil negar que esa inteligibilidad no le haya sido dada por una inteligencia personal que ha diseñado unas leyes lo han hecho así.

Hay otros métodos de conocimiento que sirven para realidades que no se pueden medir, contar, pesar o cronometrar. Se ocupan de lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, etc., de los que no se puede ocupar la ciencia. De cosas que tienen que ver con que la red de relaciones del ser humano con sus semejantes y su entorno funcionen adecuadamente. También estos métodos tienen sus limitaciones. Ninguno puede decir que ha desentrañado en su totalidad la madeja de todas estas categorías para todas y cada una de las conductas humanas. Pero, a diferencia de la ciencia empírica, estos métodos no funcionan por prueba y error –planteamiento de hipótesis, comprobación empírica y refuerzo o refutación, en su caso. Lo hacen sobre bases de razonamiento lógico formal y sus conclusiones son definitivas, aunque no tengan respuesta para todo. Tienen lagunas, pero también descubren que hay una racionalidad no arbitraria en todos esos aspectos de la realidad y que ajustarse a esa racionalidad, hasta donde se puedan descubrir sus leyes, es vital para la existencia del ser humano como tal. Y si unos seres pueden tener el concepto de justo o injusto, bello o feo, bueno o malo, que no existen en la materia, es racional pensar que esos conceptos les han sido dados por algún principio externo a la materia. ¿El mismo que ha hecho inteligible el universo? Parece razonable pensar que sí. Y entonces esas leyes de lo justo, lo bueno, lo bello, tienen una racionalidad interna que puede y debe ser desentrañada por la razón, como las leyes de la física. No son leyes evidentes, pero se encuentran en la naturaleza de las cosas. Son por tanto objetivas y pueden ser desentrañadas. Son la ley natural y la labor de descubrirlas es función de la filosofía moral. Y si el hombre abdicase de descubrir estas leyes sería tan irracional como si abdicase de entender el funcionamiento del universo. Legislar acordemente con estas leyes es el derecho natural.

Y si nuestro concepto de justicia, amor, belleza, bondad, procede de ese principio, creo que, racionalmente, se pueden postular dos cosas de ese principio. Que es bueno, justo y bello por un lado y, por otro, que es un ser personal. Y si esto se puede postular racionalmente, también puede postularse racionalmente, como un corolario, que ese principio bueno y personal nos debe querer y poder decir de Él mismo cosas que de otra manera no podríamos saber y que son imprescindibles para entenderle y para que funcione esa red de conductas humanas que hacen la vida vivible. Es decir que ese Ser Personal quiere y puede revelarse a los hombres. Surge así otra forma de conocimiento. La de interpretar con lógica y coherencia esa revelación de ese Ser Personal a los hombres.

21 de septiembre de 2011

Frases 21-IX-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte.


Santo Tomás de Aquino


18 de septiembre de 2011

Dos confesiones en "Las cenizas de Ángela" y III

Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Termino con la parte III:


Tengo todo el día por delante antes de ir a ver a la señora Finucane para escribir las cartas amenazadoras, y me paseo por la calle Henry hasta que la lluvia me hace entrar en la iglesia de los franciscanos, donde está San Francisco entre sus pájaros y sus corderos. Lo miro y me pregunto cómo he podido rezarle. No, no le he rezado, le he pedido cosas.

Le pedí que intercediera por Theresa Carmody pero él no hizo nada, se quedó allí de pie en su peana con su sonrisita, con los pájaros, con los corderos, y Theresa y yo le importamos menos que un pedo de violinista.

Tú y yo hemos terminado, San Francisco. Te dejo. Francis. No sé por qué me pusieron ese nombre. Me iría mejor si me llamara Malachy, el nombre de un rey y el de un gran santo. ¿Por qué no curaste a Theresa? ¿Por qué dejaste que se fuera al infierno? Dejaste a mi madre subirse al altillo. Me dejaste caer en estado de condenación. Los zapatitos de los niños, dispersos por los campos de concentración. Vuelvo a tener el tumor. Lo tengo en el pecho, y tengo hambre.


La lluvia y la súplica, disfrazada de reproches por la angustia, le ablandan el alma y el arrepentimiento empieza a abrirse camino hacia Dios.


San Francisco no me ayuda, no impide que me broten las lágrimas de los ojos, que sorba y me atragante y que me salgan los “Dios mío, Dios mío” que me hacen caer de rodillas con la cabeza apoyada en el banco de delante, y estoy tan débil por el hambre y por el llanto que estoy a punto de caerme al suelo, ¿y tendrías la bondad de ayudarme, Dios, o San Francisco?, porque hoy cumplo dieciséis años, y he pegado a mi madre y he mandado a Theresa al infierno y me he hecho pajas por todo Limerick y por toda su comarca, y tengo miedo de la rueda de molino atada a mi cuello.


Es entonces cuando Cristo se hace presente en la figura de un sacerdote santo. Y con Él, el perdón, y la alegría de la seguridad de sentirse perdonado y el disfrutar por saberse amado gratis por Él, como deberían amar todos los padres a sus hijos, y el calor de la misericordia de Dios para con todos los hombres. Y el poder disfrutar otra vez de la panceta y los huevos. Todo como un torrente incontenible de vida.


Hay un brazo que me rodea los hombros, un hábito pardo, el chasquido de un rosario negro, un fraile franciscano.

–Hijo mío, hijo mío, hijo mío.

Soy un niño y me reclino contra él, el pequeño Frankie en el regazo de su padre, cuéntame lo de Cuchulain, papá es mi cuento, no lo pueden tener ni Malachy ni Freddie Leibowitz en los columpios.

–Hijo mío, siéntate aquí conmigo. Dime qué te inquieta. Sólo si quieres decírmelo. Soy el padre Gregory.

–Hoy cumplo dieciséis años, Padre.

–Ah, qué bonito, qué bonito, ¿y por qué ha de inquietarte eso?

–Anoche me tomé mi primera pinta.

–¿Sí?

–Pegué a mi madre.

–Dios nos asista, hijo mío. Pero Él te perdonará. ¿Hay algo más?

–No puedo decírselo, Padre.

–¿Querrías confesarte?

–No puedo, Padre. He hecho cosas terribles.

–Dios perdona a todos los que se arrepienten. Envió a Su único Hijo amado para que muriera por nosotros.

–No puedo contárselo, Padre. No puedo.

–Pero puedes contárselo a San Francisco, ¿verdad?

–Ya no me ayuda.

–Pero tú lo quieres, ¿verdad?

–Sí. Me llamo Francis.

–Entonces. Cuéntaselo a él. Nos quedaremos aquí y tú le contarás las cosas que te inquietan. Si yo te escucho aquí sentado no seré más que los oídos de San Francisco y de Nuestro Señor. ¿No te vendrá bien?

Hablo con San Francisco, le hablo de Margaret, Oliver, Eugene, de mi padre que cantaba Roddy McCorley y no traía dinero a casa, de mi padre que no enviaba dinero de Inglaterra, de Theresa y el sofá verde, de mis pecados terribles en Carrigogunnell, de por qué no pudieron ahorcar a Hermann Goering después de lo que hizo a los niños pequeños, cuyos zapatos estaban esparcidos por los campos de concentración, del Hermano cristiano que me cerró la puerta en las narices, de cuando no me dejaron ser monaguillo, de mi hermano pequeño Michael que andaba por el callejón con el zapato roto con la suela que le aleteaba, de mis ojos enfermos que me avergüenzan, del Hermano jesuita que me cerró la puerta en las narices, de las lágrimas en la cara de mamá cuando le di una bofetada. El padre Gregory me dice:

–¿No querrías quedarte sentado en silencio, rezar unos minutos quizás?

Siento la aspereza de su hábito pardo contra mi mejilla, y percibo un olor a jabón. Mira a San Francisco y al sagrario e inclina la cabeza, y yo supongo que está hablando con Dios. Después me dice que me arrodille, me da la absolución, me dice que rece tres avemarías, tres padrenuestros, tres glorias. Me dice que Dios me perdona y que yo debo perdonarme a mí mismo, que Dios me ama y que yo debo amarme a mí mismo, pues sólo cuando amas a Dios en ti mismo puedes amar a todas las criaturas de Dios.

–Pero yo quiero saber si Theresa Carmody está en el infierno, Padre.

–No, hijo mío. Seguro que está en el cielo. Sufrió como los mártires antiguos, y Dios sabe que ésa es una penitencia suficiente. No dudes de que las hermanas del hospital no la dejaron morir sin un sacerdote.

–¿Está seguro, Padre?

–Lo estoy, hijo.

Me bendice otra vez, me pide que rece por él, y yo troto feliz por las calles lluviosas de Limerick, pues sé que Theresa está en el cielo y ya no tose.


Tres años más tarde, con dieciocho años, para cumplir diecinueve, Frank McCourt embarca hacia América. Pero ya no necesita un cura que se parezca a Bing Crosby en Siguiendo mi camino. Ahora sabe que en todas partes pueden encontrarse sacerdotes santos.

Cuanta gente, a falta de un momento como el de Frank McCourt, abandona la religión para siempre, y arrastra durante toda su vida, buscando mil excusas, el tumor de los remordimientos sin arrepentimiento. Pero, la misericordia de Dios no dejará a ningún hombre sin ese momento. Como dijo Oscar Wilde en “De Profundis”, “al menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo hacia Emaús”. Ese fue uno de los días de Frank McCourt. Quizá haya personas para las que ese caminar con Cristo hacia Emaús ocurra en el último momento de vida. Quizá la misericordia de Dios haga que para todos, ese último momento de nuestra vida sea el de caminar con Él hacia Emaús.

15 de septiembre de 2011

Frases 15-IX-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La sabiduría es la verdad conocida y amada ordenadamente e incorporada a la vida mediante un acto libre de amor.

Santo Tomás de Aquino

11 de septiembre de 2011

Dos confesiones en "Las cenizas de Ángela" II

Tomás Alfaro Drake

Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Continúo con la parte II:


Frank ha terminado con la escuela para siempre y vive en la ociosidad. Descubre la masturbación y vive obsesionado con la condenación.


Yo me levanto temprano como hacía papá y salgo a dar largos paseos por el campo. Paseo por el cementerio de la antigua abadía de Mungret donde están enterrados los parientes de mi madre y subo la ladera hasta llegar al castillo normando de Carrigogunnell, al que me llevó papá dos veces. Subo hasta lo alto e Irlanda se extiende ante mí, el Shannon es una línea reluciente que llega hasta el Atlántico. Papá me dijo que este castillo se construyó hace centenares de años y que si esperas a que las alondras dejen de cantar por encima de ti puedes oír a los normandos abajo que dan martillazos, hablan y se preparan para la batalla. Una vez me trajo aquí cuando estaba oscuro para que pudiésemos oír las voces normandas e irlandesas que llegaban de siglos pasados y yo las oí. Las oí.

A veces estoy allí arriba yo solo, en las alturas de Carrigogunnell, y oigo voces de muchachas normandas de tiempos pasados, que se ríen y cantan en francés, y cuando las veo en mi mente tengo tentaciones y me subo a lo más o del castillo, donde había antes una torre, y allí, a la vista de toda Irlanda, me toco y me corro encima de todo Carrigogunnell y de los campos colindantes.

[...]Allí abajo, en alguna parte de las riberas del Shannon, un niño o una lechera pueden haber levantado la vista y pueden haberme visto cometer mi pecado, y si lo han hecho estoy condenado, porque los curas dicen siempre que al que escandaliza a un niño le atarán al cuello una piedra de molino y lo tirarán al mar.

Pero la idea de que alguien me esté mirando me produce la excitación otra vez. No me gustaría que me estuviera mirando un niño pequeño. No, no, así me ganaría seguramente la piedra de molino [...].

Ojalá volviera aquel viejo cura dominico sordo1 para que yo pudiera contarle mis problemas con la excitación, pero ya ha muerto y tendré que entendérmelas con un cura que me contará lo de la piedra de molino y la condenación.


Al cumplir catorce años, Frank empieza a trabajar como repartidor de telegramas. A los pocos días le ponen una bici a su disposición para que lo pueda hacer con mayor rapidez. Gana una libra a la semana y se da la buena vida, además de ahorrar para comprarse un día un pasaje para América. En su familia, Malachy se ha ido al ejército como aprendiz de músico, para tocar la corneta. Michael, va cada vez con más frecuencia a ver a Frank a casa del Abad y, también cada vez con más frecuencia, se queda a pasar la noche. Esto hace que Ángela también empiece a ir con Alphie y también se quede a dormir cada vez más frecuentemente. Al final, la familia, sin Malachy, vuelve a reunirse en casa del Abad. Pero, a la postre, incluso Malachy, que está harto de tocar la trompeta en el ejército, también vuelve. El Abad tiene su propia habitación con cama, lo mismo que Ángela. Frank, Malachy, Michael y Alphie, duermen en una cama grande. Aunque Malachy se queja de tener que compartir cama porque en Dublín tenía un catre para él sólo, todos están felices de estar juntos sin tener que soportar los abusos de Laman. Frank le da el sueldo que gana a Ángela. Algunas semanas Ángela le da dos chelines. Frank no gasta nada de esos chelines. Lo ahorra todo en una cuenta en correos para poder pagarse la vuelta a América antes de ser “un viejo de veinticinco años”. Un día, conoce a Theresa Carmody:


Los chicos de la oficina de correos me dicen que tengo suerte de entregar el telegrama de la familia Carmody, que da un chelín de propina, una de las propinas mayores que puedes recibir en Limerick. Entonces, ¿por qué me lo dejan entregar a mí? Soy el chico más novato. Bueno. Es que algunas veces es Theresa Carmody quien abre la puerta. Está tísica, y tienen miedo de que es pegue la tisis. Tiene diecisiete años, pasa temporadas ingresada en el sanatorio y no cumplirá los dieciocho. Los chicos de la oficina de correos dicen que los que están enfermos como Theresa saben que les queda poco tiempo y que por eso están locos por amar, por tener aventuras románticas y de todo. De todo. La tisis tiene ese efecto, según los chicos de la oficina de correos.

Voy en bicicleta por las calles mojadas de noviembre pensando en esa propina de un chelín, y cuando giro para enfilar la calle donde viven los Carmody la bicicleta patina y yo resbalo por el suelo y me raspo la cara y me despellejo el dorso de la mano. Theresa Carmody abre la puerta. Es pelirroja. Tiene los ojos verdes como los prados de las afueras de Limerick. Tiene las mejillas de un color rosado brillante y la piel de un blanco rabioso.


–Ay, estás empapado, y estás sangrando –me dice.

–He resbalado en la bici.

–Entra, Y te pondré algo en los cortes.


“¿Debo entrar?”, me pregunto. Podría contagiarme la tisis, que acabaría conmigo. Quiero estar vivo cuando cumpla los quince años, y quiero también el chelín de propina.


–Entra. Te vas a morir si te quedas aquí de pie.


Ella pone la tetera al fuego para preparar té. Después me pone yodo en los cortes y yo procuro ser hombre y no quejarme.


–Oh, eres todo un hombre –dice ella. Pasa al salón y sécate delante el fuego. Mira, ¿por qué no te quitas los pantalones y te los secas en la pantalla de la chimenea?

–Ay, no.

–Ay, hazlo.

–Bueno.


Extiendo mis pantalones sobre la pantalla. Me siento, veo subir el vapor y veo que lo mío sube también, y me inquieta que pueda entrar ella y verme con la excitación. Entonces aparece ella con un plato de pan y mermelada y dos tazas de té.


–Señor... –dice–, eres un chico esmirriado, pero tienes ahí un buen nabo.


Deja el plato y las tazas en una mesa que está junto a la chimenea y se quedan allí. Coge entre el pulgar y el índice la punta de mi excitación y me conduce por la habitación hasta un sofá verde que está pegado a la pared y a mí me dan constantemente vueltas en la cabeza el pecado, el yodo, el miedo a la tisis y el chelín de propina y sus ojos verdes, y ella está tendida en el sofá, “no pares o me muero”, y ella está llorando y yo estoy llorando porque no sé qué me pasa, si me estoy matando contagiándome la tisis de su boca, si estoy volando al cielo, si me estoy cayendo por un barranco, y si esto es pecado me importa menos que un pedo de violinista.

Descansamos un rato en el sofá hasta que ella dice:


–¿No tienes que repartir más telegramas?

..................................................................................

Desde ese día le entrego el telegrama durante varias semanas. A veces hacemos la excitación en el sofá, pero hay otros días en que ella tiene tos y se nota que está débil. Nunca me dice que está débil. Nunca me dice que está tísica. Los chicos de la oficina de correos me dicen que lo debo estar pasando en grande con el chelín de propina y con Theresa Carmody. Yo no les digo nunca que dejé de cobrar el chelín de propina. No les hablo nunca del sofá verde ni de la excitación. No les cuento el dolor que siento cuando abre la puerta y veo que está débil y lo único que quiero es prepararle un té y sentarme en el sofá verde y abrazarla.

Un sábado me dicen que entregue el telegrama a la madre de Theresa, que se lo lleve a su trabajo, en los almacenes Woolworth. Procuro aparentar indiferencia.


–Señora Carmody, siempre entrego el telegrama a una muchacha que ceo que se llama Theresa. Es su hija, ¿no?

–Sí, está ingresada en el hospital.

–¿Está en el sanatorio?

–He dicho que está en el hospital.


La tuberculosis le parece una deshonra, como a todo el mundo en Limerick, y no me da un chelín ni ninguna propina. Voy en bicicleta al sanatorio a ver a Theresa. Me dicen que hay que ser pariente suyo y que hay que ser persona mayor. Yo les digo que soy primo suyo y que voy a cumplir quince años en agosto. Me dicen que me largue. Voy en bicicleta a la iglesia de los franciscanos a rezar por Theresa.


–San Francisco, ¿tendrías la bondad de hablar con Dios? Dile que no fue culpa de Theresa. Yo podría haberme negado a entregar ese telegrama cada sábado. Dile a Dios que Theresa no era responsable de que hiciéramos la excitación en el sofá porque son los efectos de la tisis. Tampoco importa, san Francisco, porque yo quiero a Theresa. La quiero tanto como tú quieres a cualquier pájaro, a cualquier animal del campo o a cualquier pez, y ten la bondad de decir a Dios que le quite la tisis y yo prometo que no volveré a acercarme a ella.


El sábado siguiente me dan el telegrama de los Carmody. Cuando me falta media calle para llegar veo que están bajadas las persianas. Veo los crespones negros en la puerta. Veo la tarjeta de duelo blanca con bordes morados. Veo la puerta y las paredes del salón donde Theresa y yo nos revolcábamos desnudos y desenfrenados en el sofá verde, y ahora sé que ella está en el infierno y que es por culpa mía.

Meto el telegrama por debajo de la puerta y vuelvo en bicicleta a la iglesia de los franciscanos para rezar por el descanso del alma de Theresa. Rezo a todas las imágenes, a las vidrieras, a las estaciones del Vía Crucis. Juro que llevaré una vida llena de fe, esperanza y caridad, de pobreza, castidad y obediencia.

Al día siguiente, domingo, oigo cuatro misas. Rezo el Vía Crucis tres veces. Rezo el Rosario todo el día. No como ni bebo, y siempre que encuentro un sitio tranquilo lloro y pido a Dios y a la Virgen María que tengan misericordia con el alma de Theresa Carmody.

El lunes sigo en mi bicicleta de Correos al cortejo fúnebre hasta el cementerio. Me escondo detrás de un árbol a cierta distancia de la tumba. La señora Carmody llora y gime. El señor Carmody resuella con aire de incomprensión. El cura recita las oraciones en latín y asperje con agua bendita el ataúd.

Quiero ir a hablar con el cura, con el señor y la señora Carmody. Quiero decides que soy yo el que ha mandado al infierno a Theresa. Pueden hacerme lo que quieran. Que me insulten. Que me injurien. Que me tiren tierra de la tumba. Pero me quedo escondido detrás del árbol hasta que los miembros del cortejo fúnebre se marchan y los enterradores cubren la tumba.

La escarcha empieza a blanquear la tierra fresca de la tumba y yo pienso en Theresa, que estará fría en el ataúd, con su pelo rojo, con sus ojos verdes. No entiendo los sentimientos que me invaden, pero sé que con todas las personas que se han muerto en mi familia y con todas las que se han muerto en los callejones de mi barrio y con todas las personas que han faltado no había sentido nunca un dolor como éste que tengo en el corazón, Y espero no volver a tenerlo.

Está oscureciendo. Salgo del cementerio a pie empujando la bicicleta. Tengo que repartir telegramas.


Aunque los remordimientos por creer haber mandado a Theresa al infierno van creciendo en el alma de Frank, la vida sigue. Tiene que repartir telegramas y tiene que seguir ahorrando dinero para el pasaje a América. Un día entrega un telegrama a un inglés protestante que acaba de perder a su mujer. Cuando llega, el inglés está solo, velando el cadáver. El marido tiene que salir un momento de la habitación y los remordimientos por la condenación de Theresa impulsan a Frank a bautizar a la muerta con Jerez –lo único que tiene a mano. En ese momento entra el marido. Con el revuelo del asunto, echan a Frank del trabajo, pero su madre, con la recomendación del párroco, consigue que le readmitan. Los remordimientos se van haciendo cada vez mayores.


Todos los sábados por la mañana juro que iré a confesarme y a contar al cura los actos impuros que cometo en casa, en las laderas solitarias de los alrededores de Limerick mientras me contemplan las vacas y las ovejas, en las alturas de Carrigogunnell con el mundo a mis pies.

Le contaré lo de Theresa Carmody y cómo la envié al infierno, y entonces estaré perdido, me expulsarán de la Iglesia.

Theresa me atormenta. Cada vez que entrego un telegrama en su calle, cada vez que paso por delante del cementerio, siento que el pecado crece dentro de mí como un tumor, y si no voy a confesarme pronto no seré más que un tumor que va en bicicleta mientras la gente me señala y se dicen unos a otros:


–Allí está, ése es Frankie McCourt, el inmundo que envió al infierno a Theresa Carmody.


Miro a la gente que comulga los domingos, todos en gracia de Dios, todos vuelven a sus sitios llevando a Dios en la boca, en paz, tranquilos, preparados para morirse en cualquier momento y subir derechos al cielo o para volver a sus casas y comerse la panceta y los huevos sin la menor preocupación del mundo.

Estoy agotado de ser el peor pecador de Limerick. Quiero librarme de este pecado y comer panceta y huevos sin sentimientos de culpa, sin estar atormentado. Quiero ser normal.

Los curas nos dicen siempre que la misericordia de Dios es infinita, pero ¿cómo va a absolver un cura a uno como yo, que entrega telegramas y acaba en estado de excitación en un sofá verde con una muchacha que se está muriendo de tisis galopante?

Recorro todo Limerick con telegramas y me detengo en todas las iglesias. Paso por la iglesia de los redentoristas, por la de los jesuitas, por la de los agustinos, por la de los dominicos, por la de los franciscanos. Me arrodillo ante la imagen de San Francisco de Asís y le suplico que me ayude, pero creo que está demasiado asqueado de mí. Me arrodillo con la gente que espera en los bancos próximos a los confesonarios, pero cuando me toca a mí no puedo respirar, me dan palpitaciones, tengo frío en la frente y sudor frío y huyo corriendo de la iglesia.

Juro que iré a confesarme en Navidad. No puedo. En Semana Santa. No puedo. Pasan las semanas y los meses y hace un año que murió Theresa. Pienso confesarme en su aniversario, pero no puedo. Ya tengo quince años y paso por delante de las iglesias sin pararme. Tendré que esperar a ir a América, donde hay sacerdotes como Bing Crosby en Siguiendo mi camino que no me echarán a patadas del confesionario como los curas de Limerick.

Sigo teniendo dentro el pecado, el tumor, y espero que no me mate del todo antes de que pueda hablar con el cura americano.


Como los dos chelines que le da su madre algunas semanas y las propinas no son suficientes para obtener el dinero para el pasaje antes de ser “un viejo de veinticinco años”, se busca un nuevo trabajo, un pluriempleo sumergido del que no da cuenta a su madre. Una usurera de Limerick a la que entrega un telegrama, le pide que escriba para ella cartas amenazadoras para sus clientas que no le pagan. Como Frank ha leído mucho, su lenguaje impresiona a la usurera que le paga tres peniques por carta.


Estimada señora O’Brien:

Habida cuenta que no ha tenido a bien pagarme lo que me debe, puedo verme obligada a recurrir a los tribunales. Veo a su hijo Michael pasearse por el mundo luciendo su traje nuevo que yo pagué, mientras yo apenas tengo un mendrugo de pan para mantener un hálito de vida. Estoy segura de que no querrá pudrirse en las mazmorras de la cárcel de Limerick, separada de sus amigos y de su familia.

Su segura servidora que espera demandarle,

Señora Brigid Finucane.


–Es una carta grandiosa, muchacho –me dice–, mejor que todo lo que se lee en el Limerick Leader. Eso de “habida cuenta” mete el miedo en el cuerpo. ¿Qué significa?

–Creo que significa que ésta es su última oportunidad.


El éxito se lo debe a Laman Griffin y a su carnet de la biblioteca y a su curiosidad y a su utilización constante e imperfecta del diccionario. Crecido por el éxito las cartas van ganando en atrevimiento y riqueza lingüística.


Al ir pasando las semanas, mis cartas amenazadoras se vuelven cada vez más afiladas. Empiezo a usar palabras que apenas entiendo yo mismo.


Estimada señora O’Brien:

Habida cuenta que no ha sucumbido a la inminencia de la demanda de nuestra epístola anterior, ha de saber que hemos emprendido consultas con nuestro abogado susodicho de Dublín.


La señora O’Brien paga a la Semana siguiente


–Llegó temblando, con lágrimas en los ojos, y me prometió que no volvería a retrasarse en ningún pago.


La usurera le da dinero para sellos, pero él se queda con el dinero –para América– y reparte las cartas en los buzones, a escondidas, por las noches. Esto entraña graves riesgos porque algunas de las deudoras de la señora Finucane son conocidas de su madre. “La persona capaz de escribir una carta así tiene que ser peor que Judas o que cualquier delator a sueldo de los ingleses” –oye decir a una amiga de su madre, a lo que ésta replica que “cualquiera que escriba cartas así debería ser hervido en aceite y deberían arrancarle las uñas los ciegos”. Pero esto no disminuye un ápice la determinación de Frank de seguir escribiendo cartas para ahorrar para América. Abusando de la confianza de la usurera, le roba algo de dinero de cuando en cuando. Dinero que la usurera dice tener guardado para que digan misas por ella cuando esté muerta. Cuando un día, al ir a escribir sus cartas, se encuentra a la usurera muerta, le roba todo el dinero que tiene guardado para que le digan misas.


En su casa le presionan para que haga un examen para acceder como fijo al cuerpo de Correos. Él sabe que aprobará ese examen, pero piensa:


No quiero entrar por esa puerta y aprobar ese examen, pues si lo hago seré un chico de telégrafos fijo, con uniforme, después seré cartero, después empleado y venderé sellos el resto de mi vida. Me quedaré en Limerick para siempre, cultivando rosas con la cabeza muerta y con los huevos secos.


Consigue, en cambio un trabajo mejor remunerado como repartidor de periódicos.


La víspera de cumplir los dieciséis años será un día clave en la vida de Frank McCourt. Su tío Pat –el Abad– le invita a su primera pinta. La conversación gira sobre como Goering fue capaz de burlar a los americanos y suicidarse justo antes de ser ejecutado:


Los parroquianos de la taberna están hablando del terrible estado del mundo y de cómo, en nombre de Dios, pudo escaparse Hermann Goering del verdugo una hora antes de que lo fueran a ahorcar. Los yanquis están declarando allí en Nuremberg que no saben cómo tenía escondida esa pastilla el hijo de puta del nazi. ¿La llevaría en el oído?, ¿en la nariz?, ¿en el culo? Seguro que los yanquis registraban hasta el más mínimo rincón y agujero de los nazis que cogían prisioneros, pero Hermann los dejó con un palmo de narices. Ya ves. Eso te demuestra que podrán cruzar el Atlántico, desembarcar en Normandía, bombardear Alemania hasta borrada de la faz de la tierra, pero a la hora de la verdad no son capaces de encontrar una pastillita escondida en los recovecos del culo gordo de Goering. El tío Pa me invita a otra pinta. Me resulta más difícil beberla porque me llena y me hincha el vientre. Los parroquianos hablan de los campos de concentración y de los pobres judíos que no habían hecho mal a nadie, “hombres, mujeres, niños, amontonados en hornos, niños, ¿qué te parece?, ¿qué daño podían hacer, zapatitos esparcidos por todas partes, amontonados?”, y la taberna se vuelve nebulosa y las voces se vuelven confusas.


Se emborracha, y con la euforia del alcohol decide ir a confesarse a los jesuitas, que están a dos pasos.


El tío Pa vuelve a su pinta. Yo he salido a la calle O’Connell, ¿y por qué no recorro los pocos pasos que me separan de los jesuitas y les cuento todos mis pecados esta última noche que tendré quince años? Toco el timbre en la residencia de los sacerdotes y sale un hombre grande.


–¿Sí?

–Quiero confesarme, Padre –le digo.

–No soy sacerdote –dice él. No me llames Padre. Soy Hermano.

–Está bien, Hermano. Quiero confesarme antes de cumplir los dieciséis años mañana. Quiero estar en gracia de Dios en mi cumpleaños.

–Vete de aquí –dice. Estás borracho. Un niño como tú, borracho como un odre, llamando a estas horas para pedir un sacerdote. Vete de aquí, o llamo a los guardias.

–Ay, no. Ay, no. Sólo quiero confesarme. Estoy condenado.

–Estás borracho y no tienes un arrepentimiento sincero.


Me cierra la puerta en las narices. Otra puerta que me cierran en las narices, pero mañana cumplo dieciséis años, y vuelvo a llamar. El Hermano abre la puerta, me hace girar sobre mí mismo, me da una patada en el culo y me hace bajar las escaleras a trompicones.


–Como vuelvas a llamar a ese timbre, te rompo la mano –me dice.


Los Hermanos jesuitas no deberían hablar así. Deberían ser como Nuestro Señor y no ir por el mundo amenazando a la gente con romperles las manos.


En ese estado llega a su casa y se enfrenta con su madre.


Estoy mareado. Iré a casa a acostarme. Me agarro a los pasamanos por la calle Barrington y me apoyo en la pared cuando bajo por el callejón. Mamá está junto al fuego fumándose un Woodbine, mis hermanos están arriba, en la cama.


–Bonita manera de llegar a casa –me dice.


Me cuesta trabajo hablar, pero le digo que me he tomado mi primera pinta con el tío Pa. No está mi padre para invitarme a mi primera pinta.


–Tu tío Pa debería tener más sentido común.


Me acerco tambaleándome a una silla, y ella me dice:


–Igual que tu padre.


Yo intento controlar el movimiento de mi lengua en mi boca.


–Prefiero ser, prefiero ser, prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.


Ella aparta la vista de mí y mira las cenizas del fogón, pero yo no quiero dejarla en paz porque me he tomado la pinta, dos pintas, y mañana cumplo dieciséis años, soy un hombre.


–¿Me has oído? Prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.


Ella se pone de pie y me mira.


–Cuidado con esa lengua –me dice.

–Y tú, cuidado con esa cochina lengua.

–No me hables de ese modo. Soy tu madre.

–Te hablaré como me dé la puñetera gana.

–Tienes una boca como la de un recadero.

–¿Ah, sí?, ¿ah, sí? Bueno, pues prefiero ser un recadero a parecerme a Laman Griffin, ese borracho lleno de mocos en su altillo, donde espera a que suban otros con él.


Ella se aparta de mí y yo la sigo al piso de arriba, hasta la habitación pequeña. Se vuelve y me dice:


–Déjame en paz, déjame en paz.


Y yo sigo gritándole: “Laman Griffin, Laman Griffin”, hasta que ella me empuja.


–Sal de esta habitación.


Y yo le doy una bofetada en la mejilla y se le saltan las lágrimas y ella dice, lloriqueando:


–No te voy a dar la oportunidad de que vuelvas a hacer esto.


Y me aparto de ella porque ya tengo otro pecado en mi larga lista y estoy avergonzado de mí mismo.


El globo de los remordimientos se ha colmado y está a punto de explotar. Pero todavía no hay arrepentimiento.


Me desplomo en mi cama con ropa y todo y me despierto en plena noche vomitando en la almohada, mis hermanos se quejan de la peste, me dicen que lo limpie, que soy una deshonra. Oigo llorar a mi madre y quiero decirle que lo siento, pero por qué iba a hacerlo después de lo que hizo ella con Laman Griffin. A la mañana siguiente mis hermanos pequeños se han ido a la escuela, Malachy ha salido a buscar trabajo, mamá está tomando té junto al fuego. Dejo mi sueldo en la mesa al alcance de su mano y me vuelvo para marcharme.


–¿Quieres una taza de té? –dice ella.

–No.

–Es tu cumpleaños.

–Me da igual.


Me grita por el callejón:


–Deberías llevar algo en el estómago.


Pero yo le vuelvo la espalda y doblo la esquina sin responder. Todavía tengo ganas de decirle que lo siento, pero si se lo digo tendré ganas de decirle que ella tiene toda la culpa, que no debería haberse subido al altillo aquella noche, y en todo caso todo me importa menos que un pedo de violinisa, porque [...] estoy ahorrando para marcharme a América.

1 Este dominico sordo no es el de la confesión narrada anteriormente, sino otro que Frank encontró en confesiones posteriores.

7 de septiembre de 2011

Frases 7-IX-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


El soberbio, amando sobre todas las cosas su propia excelencia, se sitúa por encima de todo, se enseñorea del universo y siente repugnancia por todo aquello que supone límite y subordinación.


Santo Tomás de Aquino


4 de septiembre de 2011

Dos confesiones en "Las cenizas de Ángela"

Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Ahí va la primera:

Frank McCourt, nació en USA de una familia irlandesa emigrada allí. A la familia le fue mal en el paraíso americano y, cuando Frank tenía tres años volvieron a Irlanda, a Limerick. Su padre, un borracho que no se ocupaba de la familia y se gastaba en cerveza todo el poquísimo dinero que ganaba, mientras la familia pasaba hambre, sabía, sin embargo hacerse querer por Frank.

El abuelo del Norte envía un giro telegráfico de cinco libras para Alphie, el niño recién nacido. Mamá quiere ir a cobrarlo. Pero no puede apartarse mucho de la cama. Papá dice que irá a cobrarlo él a la oficina de correos. Mamá nos dice a Malachy y a mí que vayamos con él. Él lo cobra y nos dice:

–Bueno, chicos, volved a casa y decid a vuestra madre que yo volveré dentro de un rato.

–Papá –dice Malachy–, no debes ir a la taberna. Mamá dijo que debías traer el dinero a casa. No debes beberte la pinta.

–Vamos, vamos, hijos. Volved a casa con vuestra madre.

–Danos el dinero, papá. Ese dinero es para el niño.

–Vamos, Francis, no seas un niño malo. Haced lo que os dice vuestro padre.

Se aparta de nosotros y entra en la taberna de South.

Mamá está sentada junto a la chimenea con Alphie en brazos. Sacude la cabeza.

–Se ha ido a la taberna, ¿verdad?

–Sí.

–Quiero que volváis a esa taberna y que lo hagáis salir cantándole las verdades. Quiero que os pongáis en medio de la taberna y que digáis a todos los presentes que vuestro padre se está bebiendo el dinero del niño. Vais a decir a todo el mundo que no hay en toda la casa un bocado que comer, ni un trozo de carbón para encender el fuego, ni una gota de leche para el biberón del niño.

Malachy ensaya el discurso en voz alta mientras vamos andando por la calle:

–Papá, papá, esas cinco libras son para el niño nuevo. No son para beber. El niño está arriba, en la cama, pidiendo leche a gritos y a voces, y tú, bebiéndote la pinta.

Se ha marchado de la taberna de South. Malachy quiere ponerse en medio de la taberna y pronunciar el discurso de todos modos, pero yo le digo que tenemos que darnos prisa y buscar en otras tabernas antes de que papá se beba las cinco libras. Tampoco lo encontramos en otras tabernas. Sabe que mamá vendría a buscado o que nos enviaría, y en este extremo de Limerick y en las afueras hay tantas tabernas que podríamos pasamos un mes entero buscándolo. Tenemos que decir a mamá que no hay rastro de él, y ella nos dice que somos unos inútiles totales.

–Ay, Jesús, si yo estuviera fuerte registraría todas las tabernas de Limerick. Le arrancaría la boca de la cara, vaya si lo haría. Volved, volved y buscad en todas las tabernas de la zona de la estación y buscad también en las freidurías de pescado y patatas de Naughton.

Tengo que ir yo solo, porque Malachy tiene diarrea y no puede apartarse demasiado del cubo. Registro todas las tabernas de la calle Parnell y de los alrededores. Busco en los reservados donde beben las mujeres y en todos los retretes para hombres. Tengo hambre, pero me da miedo volver a casa sin haber encontrado a mi padre. No está en la freiduría de Naughton, pero en una mesa del rincón hay un borracho dormido y se le ha caído al suelo su pescado con patatas fritas envuelto en páginas del Limerick Leader, y si no me llevo yo se lo llevará el gato, de modo que me lo meto bajo el jersey y salgo por la puerta y subo la calle para sentarme en los escalones de la estación del ferrocarril a comerme el pescado frito con patatas fritas, a ver pasar a los soldados borrachos con las chicas que se ríen, a dar las gracias mentalmente al borracho por haber inundado de vinagre el pescado y las patatas fritas y por haberlos rebozado de sal, y entonces pienso que si me muero esta noche estoy en pecado por haber robado y que podría ir de cabeza al infierno lleno de pescado y patatas fritas, pero hoy es sábado y si los curas siguen en los confesonarios puedo limpiar mi alma después de haber comido.

La iglesia de los dominicos está cerca, subiendo la calle Glentworth.

–Ave María Purísima; Padre, hace quince días de mi última confesión.

Le cuento los pecados habituales, y después le digo que he robado pescado frito con patatas fritas a un borracho.

–¿Por qué, hijo mío?

–Tenía hambre, Padre.

–¿Y por qué tenías hambre?

–Porque tenía la tripa vacía, Padre.

No dice nada, y aunque está a oscuras yo sé que está sacudiendo la cabeza.

–Hijo mío, ¿por qué no pudiste ir a tu casa y pedir a tu madre que te diese algo?

–Porque ella me envió a buscar a mi padre en las tabernas, Padre, y yo no lo encontraba, y no tiene ni un bocado en casa, porque él se está bebiendo las cinco libras que envió el abuelo del Norte para el niño nuevo, y ella está rabiando junto al fuego porque yo no encuentro a mi padre.

Me pregunto si este cura está dormido, porque se queda muy callado hasta que dice:

–Hijo mío, yo me siento aquí. Escucho los pecados de los pobres. Les impongo la penitencia. Les doy la absolución. Debería estar de rodillas lavándoles los pies. ¿Me entiendes, hijo mío?

Yo le digo que sí, aunque no lo entiendo.

–Vete a tu casa, hijo. Reza por mí.

–¿No me pone penitencia, Padre?

–No, hijo mío.

–Pero he robado el pescado y las patatas fritas. Estoy condenado.

–Estás perdonado. Vete. Reza por mí.

Me echa la bendición en latín, habla para sí mismo en inglés y yo me pregunto qué le he hecho.

Deseo encontrar a mi padre para poder decir a mamá: “Aquí está, y le quedan tres libras en el bolsillo”. Ya no tengo hambre, y puedo subir por una acera de la calle O’Connell y bajar por la otra y registrar también las tabernas le las bocacalles, y lo encuentro en la taberna de Gleeson; es inconfundible por su manera de cantar.

.......................................................

El corazón me palpita con fuerza en el pecho y no sé qué hacer, porque sé que estoy ardiendo de rabia dentro de mí como mí madre que está sentada junto al fuego, y lo único que se me ocurre es entrar y darle una buena patada en la pierna y volver a salir corriendo, pero no lo hago porque tenemos las mañanas junto al fuego cuando me habla de Cuchulain y de De Valera y de Roosevelt, y si ahora está allí borracho tomándose pintas con el dinero del niño también tiene en los ojos la mirada que tenía Eugene cuando buscaba a Oliver, y más vale que vuelva a casa y diga a mi madre una mentira, que no le he visto y no he podido encontrarlo.

Mamá está en la cama con el niño. Malachy y Michael están arriba, en Italia, dormidos. Sé que no tengo que decir nada a mamá, que falta poco para que cierren las tabernas y entonces llegará él a casa cantando y ofreciéndonos un penique por morir por Irlanda, y ahora será diferente, porque beberse el paro o el sueldo ya es malo de por sí, pero el hombre que se bebe el dinero que era para un niño nuevo es el colmo de los colmos, como diría mi madre.

Malachy es su hermano, un año más pequeño que él y Michael menor todavía, el recién nacido se llama Alphie. La madre se llama Ángela. En este momento de la historia Frank tiene nueve años.

Andando el tiempo, el padre de Frank se va a Inglaterra a trabajar, pero no da señales de vida. No manda dinero ni escribe. Ángela, su madre, no puede hacer frente al alquiler del miserable cuartucho en donde vive la familia, es desahuciada y tiene que buscar asilo en la casa de un primo suyo, Gerard Griffin, al que todos llaman Laman. La madre de Ángela, hermana de la madre de Laman, le “obliga” a acoger a la familia. La “casa” es una cocina y una habitación con una cama grande y otra pequeña. Hay también un altillo al que hay que subir acercando la mesa, poniendo una silla encima y subiéndose a mesa y silla para, de un salto, encaramarse al altillo. La abuela “obliga” a Laman a irse a vivir allí.

–Hay problemas. A Ángela la desahuciaron los niños y está lloviendo a mares. Necesitan un sitio donde refugiarse hasta que salgan adelante. Y yo no tengo sitio para ellos. Tú podrías alojarlos en el altillo si quisieras, pero no puede ser, porque los pequeños no podrían subir y se caerían y se matarían, de modo que instálate tú allí y ellos pueden mudarse aquí.

La autoridad de los mayores no se discute. Laman se sube a dormir al altillo y abajo, en la cama grande, duermen Ángela, con Michael y Alphie. Malachy y Frank duermen en la pequeña. La aparente buena voluntad de Laman empieza exigiendo trabajos serviles. Él no quiere bajar del altillo por las noches para ir al retrete a hacer sus necesidades, así que las hace en un orinal y exige que cada mañana Ángela lo vacíe. Las exigencias pronto degeneran en abusos sexuales y Ángela tiene que pagar el “favor” con su cuerpo en el altillo cada vez que Laman lo requiere. El altillo es abierto y los niños, a medida que crecen van haciéndose conscientes de la situación. Frank tiene doce años para cumplir trece y se da cuenta de todo.

Laman es un gran lector, tiene un carnet de la biblioteca pública y Frank se lo coge siempre que puede, a escondidas, para ir a leer. Desarrolla así una gran pasión por la lectura. Eso por lo menos será algo que Frank le deba a Laman el resto de su vida. Muy pronto le dará beneficios. Laman tiene también una bicicleta y Frank suspira por que se la deje. Le promete dejársela si le vacía todos los días el orinal.

–Claro que puedes usar mi bici –dice. Los chicos deben poder salir y ver el campo. Claro. Pero te lo tienes que ganar. No se puede conseguir nada de balde, ¿verdad?

–Sí.

–Y yo tengo un trabajo para ti. No te importa trabajar un poco, ¿verdad?

–No.

–¿Y te gustaría ayudar a tu madre?

–Sí.

–Pues bien. Ese orinal está lleno desde esta mañana. Quiero que subas, que lo recojas y que lo lleves al retrete y lo enjuagues bajo el grifo de fuera y que vuelvas a subirlo.

Yo no quiero vaciarle el orinal, pero sueño con recorrer millas en bicicleta rumbo a Killaloe, campos y cielos, lejos de esta casa, bañarme en el Shannon y dormir una noche en un granero. Arrastro la mesa y la silla hasta la pared. Me subo, y allí está, debajo de la cama, el orinal blanco. Listado de marrón y de amarillo, a rebosar de orina y de mierda. Lo deposito suavemente en el borde del altillo para que no se derrame, me descuelgo hasta la silla, cojo el orinal, lo bajo, aparto la vista, lo sujeto mientras bajo a la mesa, lo coloco en la silla, me bajo al suelo, llevo el orinal al retrete, lo vacío y vomito detrás del retrete hasta que me acostumbro a hacer este trabajo. Laman me dice que soy un buen chico y que la bici es mía siempre que quiera, a condición de que el orinal esté vacío y de que yo esté dispuesto a acerarme de una carrera a la tienda para comprarle cigarrillos, a ir a la biblioteca a traerle libros y a hacer cualquier otro recado que él quiera.

–Tienes mucha mano con el orinal –me dice. Se ríe. Y mamá mira fijamente las cenizas apagadas de la chimenea.

Así las cosas, una noche, la víspera de la excursión a Killaloe para la que Frank quiere la bicicleta, Laman llega borracho a casa. A Frank se le ha olvidado vaciar el orinal. Laman le dice que la promesa de dejarle la bici ya no está en pie y, como quiera que Frank le contesta, le da una paliza brutal. Frank se va de la casa y se convierte, con trece años, en un niño sin hogar, si lo que tenía antes podía considerarse uno. Va a casa de su abuela, que murió de un resfriado como consecuencia del empapamiento de lluvia el día en que desahuciaron a Ángela. Su tío Pat, al que todo el mundo llama el Abad, le acoge. A partir de entonces el Abad será para Frank lo más parecido a un amigo y un padre.