27 de octubre de 2011
Frases 28-X-2011
La fe es una afirmación del único Dios del cielo como poder que todo lo domina; es la valentía de entregarse al poder que todo lo domina, sin manipular lo divino.
Cardenal Joseph Ratzinger, “Introducción al cristianismo”
23 de octubre de 2011
Testimonios de la nueva evangelización
Testimonio de Sor Verónica en el congreso de nuevos evangelizadores
"Dios quiere plenificarnos"
“Pero ¿qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor”. Esta afirmación la escuché hace muy poco a una joven en uno de los encuentros que mantenemos en nuestros locutorios, donde compartimos con sencillez la fe con quienes se acercan a nuestra casa. Y continuó diciendo aquella joven: “Creo que la desesperanza me apresó por tratar de defenderme del cristianismo, concibiendo el ser cristiano como un obstáculo para alcanzar la felicidad, como si Dios fuera un enemigo a la puerta que viniese a coartar mi libertad y a deshacer mis planes”. En estas palabras se resume la experiencia de muchos otros, incluso de nosotras mismas.
No es la tristeza por lo que se tiene –a veces muchísimo–, por más legítimo y honesto que pueda ser, sino la tristeza por lo que no se tiene, por lo que se anhela, sin que uno pueda dárselo a sí mismo y quizás sin capacidad para ni siquiera expresarlo. Ese anhelo lleva consigo la certeza de que no merece la pena vivir por menos de lo que intuimos, o de que malvivimos cuando renunciamos a entendernos en el designio con el que Dios quiere plenificarnos. El corazón sufre opresión cuando amordazamos el clamor más hondo de nuestro ser, y entonces sobrellevamos el paso del tiempo de la forma menos incómoda o, si se puede, más placentera posible; en cualquier caso, padecemos cuando desertamos de llegar a ser hombres en la plenitud para la que fuimos creados.
Decimos tener pánico al sufrimiento y a la muerte. Pero ¿acaso no tenemos miedo a vivir al no encontrar el sentido de la vida ni su valor y, por tanto, no somos capaces de afrontar los acontecimientos diarios?
Imposible olvidar el impacto que me produjo a mis diecisiete años ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, desorientados, despersonalizados. Mi reflexión fue ésta: “Señor, ¿Tú nos ha creado para esto? ¡No, no, estoy segura de que no!” Yo misma me sorprendí hablando con Él, porque indudablemente Él estaba allí; jamás puede el Creador abandonar la obra de sus Manos. Aquella imagen determinó mi vida; nadie tenía que convencerme de que el hombre, si no vive abrazado a Dios y a su voluntad, está desorientado, camina a tientas, no logra saber quién es, ni a dónde va, ni con quiénes puede avanzar en verdad.
Me atrevo a afirmar que, a veces, quizás demasiadas, caemos donde no queremos buscando saciar por caminos equivocados, como el hijo pródigo, el clamor de amor, felicidad, salvación, comunión, plenitud que existe en lo más profundo del hombre. Estamos bien hechos, incluso cuando experimentamos la sed abrasadora de una vida en plenitud; una sed que, cuando busca ser saciada en espejismos, aún se hace más ardiente y fomenta más la desesperanza. Esa sed, en definitiva, pone de manifiesto el grito del Espíritu en el corazón del hombre, para que no se conforme con una vida mediocre, para que se sienta espoleado a acoger la vida en plenitud.
La sed del hombre resuena en el grito de Cristo en la Cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). La sed del hombre sólo se calma, sólo encuentra alivio y descanso en Jesús, ¡sólo en Jesús!, el Mendigo sediento que sale al encuentro de la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios...” (Jn 4, 10). Cristo no viene jamás a arrebatar, sino que desea ardientemente agraciar a la criatura con el don de Dios, colmar a su criatura con una vida en plenitud mediante el don del Espíritu que nos introduce en la comunión del amor trinitario. Cristo es el que está sediento por colmar nuestra sed; Cristo tiene sed de que del seno del sediento lleguen a brotar ríos de agua viva, fecundidad desbordante.
Pero como ni la imposición ni el avasallamiento son propios de Dios, éste sale al encuentro de la libertad humana invitándola a abrirse a su don: “Si conocieras el don de Dios…, tú le pedirías, y Él te daría…”. Su atracción es su Amor. Su promesa, el designio del Amor de Dios, por ser don, el hombre no lo hubiese podido ni soñar, pero lo reconoce cuando se hace presente.
El Espíritu derramado, don de Dios, conduce siempre al encuentro personal con Jesús, a la configuración con el Resucitado, con el Viviente, en una comunión que supera cualquier frontera de espacio y de tiempo, pero que afecta a nuestra concreta vida e historia, a nuestro aquí y a nuestro hoy. El Espíritu, a la vez que nos configura a Cristo, crea la comunión entre los creyentes, porque nunca recrea a los hombres como individuos aislados sino constituyendo un cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia, que en modo alguno es la mera suma de unos individuos con unos mismos ideales o valores, sino el hogar alentado por el Espíritu, que perpetúa a lo largo del tiempo la presencia de Cristo, la visibilidad del Señor.
Nuestro testimonio, sencillamente, como posiblemente el de ustedes, es haber quedado cautivadas por el don incomparable de ser cristianos, por la belleza de vida de tantos cristianos que con su forma de vivir, de pensar, de sentir, de actuar señalan al misterio de Jesucristo, el más Bello de los hombres, que enamora y arrebata el corazón como “inseparable vivir”. En la Humanidad de Cristo obediente y plenificado por el don del Espíritu, los creyentes descubren su identidad, su vocación, su misión y su destino. El encuentro con Jesucristo da un vuelco entero a la existencia porque, al quedar nuestra mirada fija en Él, nos libera de la mirada egocéntrica que nos empequeñece y pervierte, porque el hombre sólo camina hacia la plenitud cuando se abre al designio de Dios y al caminar de los hombres, redescubiertos como hermanos a los que Dios ama con ternura.
Cautiva ver el gozo de vidas plenificadas por el Espíritu Santo. Por medio de ellas, se suscita el deseo y la decisión de vivir en santidad. En la Iglesia, hemos podido apreciar la belleza de la santidad como plenitud de la existencia, que impulsa a vivir postrados en actitud de continua conversión. En la Iglesia, se nos permite acercarnos a la experiencia de los santos, que no es sólo algo del pasado ni un itinerario para unos pocos ni un privilegio de una élite: la santidad es, por el contrario, la más profunda vocación humana.
Los creyentes, con la belleza y la dignidad de su vida, son testigos gozosos de Jesús resucitado. Viven del Espíritu de Cristo y en Cristo, porque su vida se alimenta en la mesa del Señor, donde cada día pueden asistir al milagro de la Eucaristía, y donde el Cuerpo entregado y la Sangre derramada del Señor se ofrecen en abrazo de unión que les permite hacerse una carne con el Cuerpo resucitado de Cristo y un cuerpo con sus hermanos.
Con entrañas de Eucaristía ofrendan y hacen fecundos todos los espacios y todos los momentos de la vida, no como conquista humana, sino como fruto del don acogido. Viven del don que nunca deja de ser a la vez promesa futura y tarea presente, adoración postrada y obrar diligente, conscientes de que la historia es el tiempo que Dios se toma para ir haciendo a su criatura hasta conducirla a la plenitud querida por Dios y ya manifestada en la Humanidad glorificada de Cristo.
La existencia de los creyentes es un caminar continuamente orientado hacia Cristo, con el oído despierto a su Palabra meditada y hecha carne, que les posibilita vivir con sobrecogedora dignidad la prosperidad y la adversidad, la salud y la enfermedad, en definitiva, todos los avatares y los momentos de la existencia, incluso la temida vejez y la muerte, abiertos al don del Espíritu de Cristo resucitado que les permite vivir la cruz no desde la rebeldía y la desesperanza sino desde la fecundidad de la obediencia, confiados en la misericordia de su Señor que les ha prometido vivir eternamente con Él.
El gran testimonio que roba el corazón es ver en el hombre el obrar de Cristo que se realiza y se expresa en la comunión en la que viven los cristianos; se aman de verdad y están dispuestos a entregar la vida unos por otros. La comunión distingue a los discípulos de Cristo y es el más bello testimonio y el más poderoso atractivo. En su entorno, a pesar de su conciencia de fragilidad, herida por el pecado, florece la vida y la alegría; porque encarnan y anuncian la fecundidad del don del Evangelio. Lamentan y lloran todo lo que emborrona, enturbia o fractura la belleza de la comunión eclesial, pero no lo convierten en ariete contra la institución y sus pastores, sino que les impele a una renovada conversión y a un más decidido anhelo de santidad, alejado del escándalo puritano.
En la comunión eclesial que el Espíritu de Jesús ha hecho posible, vemos la audacia de una libertad que no se arredra ante la avasalladora presencia del mal en cualquiera de sus manifestaciones o estrategias, sino una libertad siempre disponible para abrazar y seguir el querer de Dios. Los creyentes aman la verdad, viven de ella; conciben el pecado como profanación de la dignidad sagrada de la criatura y, por tanto, como ofensa a Dios; evitan la violencia y el egoísmo como negación del amor, no consienten con la injusticia, huyen de la envidia y de la ambición, que atentan contra la comunión.
Los creyentes se desbordan en compasión y perdón; entregan la vida que se aprecia y se acoge como un don precioso para que se haga don para otros y despierte el deseo de entrega, de amar y servir, porque comprenden que la gloria del hombre es perseverar y permanecer en el servicio de Dios, un Dios que en Jesucristo, el Hijo hecho Siervo por amor, ha salido a su encuentro: los ha acogido, los ha lavado, los ha servido, los ha alimentado, los ha liberado, los ha fortalecido hasta hacerlos presencia suya en medio de los hombres, sin que por ello se crean mejores ni superiores a los demás: simplemente se sienten y actúan como servidores del don, y esto constituye su gozo y su recompensa.
En la comunión de la Iglesia de Cristo, hemos conocido, por más que experimenten su incapacidad para llegar a todas las heridas y dolores del mundo, el amor solícito y atento de hombres y mujeres, cuyas vidas se han gastado fecundamente, confiados en que la victoria de Cristo, y no el mal, tendrá la última palabra en la historia de los hombres; pero esa esperanza futura no impide que sus manos ahora se acerquen y alivien el dolor y el sufrimiento de los menesterosos, pobres, marginados, olvidados, desesperanzados, desorientados, angustiados... en los que ven a Cristo mismo que sale a su encuentro.
Cristo en su Iglesia ha ganado nuestro corazón, porque en ella no nos hemos encontrado con un Dios rival de nuestra felicidad, de nuestra plenitud, sino con el Dios de Jesucristo, garante de la razón, la libertad, el bien, la verdad, la belleza, la vida del hombre, porque “la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).
En la Iglesia, tierra de vivientes, hemos experimentado el amor y la ternura de Dios. Cristo, nuestro Buen Samaritano, no ha pasado de largo ante nosotras, sino que se ha compadecido de nuestras heridas, se ha abajado para levantarnos y rescatarnos, tal y como estábamos nos cargó sobre sí, ha derramado sobre nosotras óleo de sanación y nos ha confiado al cuidado y guía del Espíritu en la Iglesia. Hemos experimentado la fiesta de la salvación por el hijo desorientado que volvió al calor y a la luz del hogar.
Quien ha conocido la sed de Cristo sobre su vida queda herido por su sed y abrasado por el deseo de que todos conozcan el don de Dios, está dispuesto a que su vida se haga por entero don y entrega que calme la sed de sus hermanos; lejos de ofrecer vinagre ante el grito del Crucificado, anhela ardientemente que se cumpla el deseo que Jesús expresó al Padre antes de su Pasión: “Que todos sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21). La comunión configura nuestra existencia y se convierte en testimonio y misión.
En la Iglesia, hogar del Espíritu, nos ha traspasado el grito de Cristo: “Tengo sed”, que sigue hoy resonando de mil maneras en todos los confines de la tierra, porque el hombre tiene sed del don de Dios, aunque muchos lo ignoren o incluso lo rechacen.
Urgidas por la sed de Cristo mismo, que no quiere que ninguno se pierda sino que todos tengan vida abundante, queremos ofrecer lo que de la Iglesia estamos recibiendo y aprendiendo. Queremos ser testigos de que nada hemos perdido, de que, por el contrario, nuestra vida se ha visto enriquecida en todo. Queremos ser presencia del don recibido.
Nuestra comunión quiere ser templo donde, en adoración, se custodie la presencia del Dios vivo, se ame al Esposo con todo el ser, y arda día y noche la oración continuada que acoja y abrace el lamento, el dolor, la esperanza del mundo, y se vele por cada uno de los hijos que se nos confían.
Nuestra comunión quiere ser hogar con entrañas de Eucaristía donde se celebren los Sacramentos, donde se invite al abrazo del perdón sanador y al banquete de la Eucaristía, alimento para avanzar sin temor en el camino de la santidad; nuestra comunión quiere ser casa encendida donde se espere siempre al hijo que vuelve malherido, decepcionado, arrepentido, desorientado o abierto también al don; posada donde el Buen Samaritano siga otorgando descanso, aliento y fortaleza para emprender, continuar o retomar el camino de la fe.
Nuestra comunión quiere ser casa siempre abierta donde se comparta la fe en Jesucristo desde la personal experiencia de rescate y sanación, donde se comparta la Palabra proclamada y encarnada para ayudarnos a superar la oscuridad que a veces obstaculiza el peregrinar.
Nuestra comunión quiere ser testimonio de que, a pesar de nuestras fragilidades y caídas, el Espíritu es capaz de unir, por encima de las diferencias, a los dispares y dispersos para que seamos un solo corazón y una sola alma porque el Espíritu recrea a cada uno de manera única e irrepetible, y al mismo tiempo nos inserta armoniosamente en una comunión donde el tú y el yo no se entienden sin ser nosotros, destruyendo así la soledad y el doloroso vacío del corazón.
Nuestra comunión quiere ser seno donde se testimonie la dimensión materna de la Iglesia, donde los hijos de Dios envueltos en caridad y en esperanza sean alumbrados y se sientan invitados a descubrir la grandeza y la belleza de la vida humana llamada a ser presencia del Amor de Cristo aquí y ahora.
Nuestra comunión quiere vivir unida al canto de María que proclama la grandeza y la fidelidad de Dios, así como la alegría de la criatura cuando se deja recrear por su Señor.
No puedo concluir mis palabras sino manifestando mi más profundo agradecimiento y amor al Santo Padre Benedicto XVI, padre, pastor, maestro, sucesor de Pedro, garantía de la comunión eclesial para vivir en la permanente novedad del Evangelio que primorosamente la gran Tradición eclesial ha conservado y transmitido desde la frescura de las primeras generaciones cristianas hasta nuestros días; gracias a los pastores que, configurados con Cristo, el Buen Pastor, velan sin descanso por cada uno en la gran fraternidad que constituye la Iglesia extendida por todo el mundo; gracias a todos los que desde la rica variedad de vocaciones y carismas suscitados por el Espíritu Santo nos hacéis presente a Cristo; y permitidme que asimismo muestre mi agradecimiento a mis hermanas, la pequeña heredad en la que Dios ha querido que viva mi consagración: acogiendo y ofreciéndonos el perdón cada día, no queremos otra cosa que dejarnos hacer por las manos de Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, con su infinita paciencia creadora.
Gracias a quienes hacéis posible que confesemos cada día con más asombro y gratitud: “Creo en Dios Padre, que con su amor omnipotente creó el cielo y la tierra como lugar de encuentro y diálogo amoroso con los hombres, a los que había destinado de antemano a vivir de y en la comunión del amor trinitario. Creo en Jesús, el Ungido, su Hijo único, nuestro Señor, que por nuestra causa nació de las entrañas virginales de María, fue bautizado, padeció, murió, fue sepultado, resucitó y subió al cielo para liberarnos del pecado y de la muerte y hacer que, como hijos, vivamos de y en la comunión del amor trinitario. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que Cristo derramó de una manera nueva sobre los hombres para configurar la Iglesia, que, por medio de la comunión en las realidades santas, especialmente la Eucaristía y el perdón de los pecados, preludia en nuestra tierra y en nuestro tiempo la resurrección de la carne para que, elevada ésta a la altura de Dios, goce eternamente de la comunión del amor trinitario”.
Gracias, Jesucristo; gracias, Madre Iglesia.
http://www.youtube.com/watch?v=VVGgetYMcys&sus=em
20 de octubre de 2011
Frases 20-X-2011
La fe cristiana es la modalidad subversiva y sorprendente de vivir las cosas de todos los días.
Don Giussani. Fundador de Comunión y Liberación.
16 de octubre de 2011
Ser abuelo
El 7 de Enero del 2007 fui abuelo por primera vez. Casi un mes más tarde, escribí algo sobre mis impresiones de esa experiencia. Hace unas semanas he sido abuelo por cuarta vez, repartiendo la abuelidad entre dos hijos. He vuelto a leer lo que escribí la primera vez y me parece que merece la pena publicarlo en el blog.
***
Ya hace casi un mes que fui abuelo por primera vez. Nunca me había parado a considerar si era algo que me haría ilusión, hasta hace poco. Hace unos años lo empecé a considerar y me dije a mí mismo, vagamente, que creía que sí, que me haría ilusión. Jamás tuve ningún tipo de impaciencia por ser abuelo, pero cuando hace unos meses, mi hijo y su mujer me dijeron que estaban esperando, me llevé una gran alegría. Desde ese día mi ilusión por ser abuelo empezó a crecer exponencialmente. Vi el embarazo de mi nuera avanzar y contaba los días. No sé qué tipo de sentimiento esperaba cuando naciese mi nieto, pero sé cuál no esperaba. No esperaba la sorpresa. A fin de cuentas, con unos días o unas semanas de incertidumbre, sabía cuando iba a nacer mi nieto. Se adelantó un par de semanas, es verdad, pero cuando me llamaron por teléfono para decirme que había nacido, no me sorprendió. Simplemente, había pasado lo que se esperaba que pasase. Sentí una gran alegría y arreglé los asuntos del día para poder ir a verle lo antes posible. A las dos horas de la llamada, me presenté en la clínica. Vi al niño y me lo pusieron en los brazos. Y experimenté muchos sentimientos, todos ellos mezclados, precisamente, con el único que no esperaba: la sorpresa.
He tenido ocho hijos y todos me han producido una gran alegría, pero lo que experimenté al tener a mi nieto en mis brazos fue muy distinto y, precisamente por eso, sorprendente. Voy a tratar de explicarlo. En una primera derivada creí que era un sentimiento de alegría sin responsabilidad. Cuando tienes un hijo, justo al lado de la alegría está el peso de la responsabilidad. Una vida que depende de ti para desarrollarse, para educarse, para formarse. Cargas emocionales, económicas. Sin que esto empañe la alegría, la matiza. Cuando tienes un nieto esa carga es mucho menor. No nula, pero sí mucho menor. Se dice que los abuelos pueden maleducar a los nietos. No estoy de acuerdo. Yo procuraré, con una responsabilidad subsidiaria a la de sus padres, colaborar en la formación de mis nietos. Espero ser un abuelo cariñoso y divertido, pero en ninguna forma maleducador. Pero, ciertamente, la responsabilidad es menor. Y a eso atribuí, en primera instancia, la diferencia de sentimientos entre mi recuerdo ya lejano de la paternidad y la recién estrenada “abuelidad”.
Pero enseguida me di cuenta de que no era eso. Al menos no era sólo eso. Ni siquiera era principalmente eso. Había algo más. Algo mucho más importante que no supe definir en primera instancia. Pero unas horas más tarde, de repente, me di cuenta de lo que era ese algo.
Mi primer hijo lo tuve con 23 años. Es cierto que era inmaduro, cómo iba a no serlo, pero también es cierto que, ciertas inmadureces aparte, era más maduro que la inmensa mayoría de los jóvenes de 23 años de esa época y mucho más maduro que los de 23 años de ahora. Pero no era la mayor o menor madurez lo que marcaba la diferencia. A fin de cuentas, nunca se es, afortunadamente, completamente maduro, por lo que la diferencia de madurez entre los 23 años y los 55 es cuantitativa. La diferencia realmente cualitativa la marca la perspectiva. Cuando tienes 23 años, tengas la madurez que tengas, ves la vida desde la altura de los 23 años. Cuando tienes 55, la ves desde un atalaya mucho más alta. La diferencia de la altura del atalaya de los 23 y la de los 55 es también cuantitativa. Pero esa diferencia cuantitativa te permite una perspectiva cualitativamente distinta. Ves valles que estaban ocultos a tu vista desde la altura de los 23 años. Ves caminos que antes estaban ocultos por los matorrales. Ves dentro de tu horizonte relaciones que antes se establecían fuera, etc.
En particular, tienes la perspectiva de la tradición. No me refiero a la tradición como repetición de cosas que has aprendido desde pequeño sin criticarlas. En ese sentido soy muy poco tradicionalista. Me refiero a la tradición en su sentido etimológico: tradere, entregar. Te das cuenta de que tu hijo está entregando un testigo que ha recibido de ti, que a tu vez lo has recibido de tus padres y que eres parte de una cadena que se remonta hacia atrás en una serie que se pierde en la noche de los tiempos y que se lanza hacia delante para proseguir la entrega hasta su fin. La tradición no es una trasmisión pasiva del testigo. Cada generación debe completarla, modificarla, añadir, tal vez quitar con respeto. Cambiar algo sin cambiar lo esencial. Adaptar lo esencial al signo de los tiempos. Esto de adaptar sin cambiar es sutil, pero fácil de entender con un ejemplo. Las dos leyes de la termodinámica son absolutamente inmutables. Nada que exista en este mundo las puede vulnerar. Sin embargo, el hombre no ha dejado de diseñar motores, de tracción orgánica o mecánica, que las utilicen cada vez mejor.
Como todos los símiles, éste tiene sus limitaciones. Las leyes de la termodinámica son inviolables en este mundo, pero las leyes que deben regir la evolución de una tradición sana sí pueden ser violadas y, desgraciadamente, lo son con frecuencia. ¿Cuáles son esas leyes? A mi entender son tres. La Verdad, la Bondad y la Belleza. Cuando nosotros recibimos el testigo al nacer, recibimos con él todo un mundo. Muchos mundos, en realidad. Desde el más próximo de nuestra familia, hasta el más alejado, en la India o en la Patagonia, pasando por una enorme cantidad de mundos concéntricos cada vez menos inmediatos. Y con el testigo recibimos una responsabilidad. Quizá la mayor sea la de educar y formar a nuestros hijos cuando nos llegue el turno, pero no la única. Tenemos también que transformar todos esos mundos, cada uno en la medida que podamos, mejorándolos, con las tres leyes de esa transformación, Verdad, Bondad y Belleza. Desgraciadamente, también podemos deteriorarlos con la falsedad, la maldad y la mediocridad. Además, mientras que la herencia genética se entrega de una sola vez, la herencia de la tradición se entrega en cada minuto de nuestra vida, y no sólo a nuestros hijos o nietos, sino en cada contacto con cada persona. O sea que, en realidad, ser abuelo es independiente de tener o no nietos. Depende tan sólo de la perspectiva de la vida. Tampoco depende de la edad, pues hay personas que adquieren relativamente pronto una cierta perspectiva de sabiduría, otras que tardamos mucho y otras que no la adquieren nunca –en realidad nadie la adquiere nunca del todo, sólo la tendremos plenamente cuando veamos a Dios–. Sin embargo, el tener un nieto puede ser una experiencia desencadenante. Por eso, cuando tenía en mis brazos a mi nieto le pedía a Dios que me iluminase para ser un buen edificador y trasmisor de esa tradición basada en la Verdad, la Bondad y la Belleza y no en sus adulteraciones. Ojalá sea capaz de entregarles a mis hijos, a mis nietos y al mayor número posible de personas, en el tiempo que Dios me conceda de vida, mundos con mayores espacios abiertos a la Verdad, donde la Bondad tenga más protagonismo y más impregnados del esplendor de la Belleza.
12 de octubre de 2011
Frases 12-X-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La fe no es una mera adhesión del intelecto a un principio abstracto, a una fórmula sin contenido ya acaso; no es la afirmación de principios metafísicos o teológicos; no es eso, sino un acto de abandono y de entrega cordial de la voluntad, una serena confianza.
Miguel de Unamuno. Nicodemo el fariseo.
9 de octubre de 2011
Descanse en paz Steve Jobs
Es difícil decir algo sobre Steve Jobs, unos días después de su muerte, tras los ríos de tinta que han corrido.
Yo quiero, no obstante, aportar mi pequeño grano de arena. Y lo voy a hacer tras volver a ver, por enésima vez, su discurso a los graduandos de la Universidad de Stanford en 2005, hace poco más de seis años. Imagino que todo el que lea estas líneas lo habrá visto, pero si alguien no lo ha hecho, que no deje de hacerlo.
Su discurso no fue un discurso académico. Empezó manifestando públicamente, y no sin cierto orgullo, que él jamás se había graduado. Había en su tono un cierto desprecio por la institución universitaria. Desprecio que comparto. Porque, lamentablemente, la Universidad –en general, con honrosas excepciones– se ha convertido en una institución que vende saber enlatado, pero no pensamiento, técnicas orientadas a un supuesto éxito inmediato, pero no hacia la vida. En algún punto de la historia le ha pasado lo que decía el poeta T. S. Elliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo, dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento, dónde el conocimiento que hemos perdido en la información?” Por eso, su discurso fue sobre la vida. Sobre su vida. Contó tres sencillas pero profundas historias.
A la primera le dio el título de “connecting dots”. Los que nacimos en los años ´50 –él nació en el 55, yo en el 51– recordamos, seamos españoles o americanos, esos pasatiempos en los que aparecían unos puntos numerados. Si, con un utensilio antediluviano llamado lápiz, los uníamos siguiendo el orden, iba apareciendo poco a poco, de una manera casi mágica, la imagen de un águila o de un león. Pero sólo al final del proceso veías lo que se había formado.
Así veía su vida Steve Jobs. Desde ese momento del 2005, hasta antes de su nacimiento. Efectivamente, Jobs fue hijo de una joven estudiante preuniversitaria. Fue lo que hoy llamaríamos un hijo no deseado. Si en vez de correr el año 1955, esto hubiese ocurrido en nuestros días, Jobs hubiese tenido una altísima probabilidad de haber sido abortado. Y estoy seguro de que entre los millones de niños no deseados que acaban hoy cada año en el cubo de la basura de alguna clínica abortista hay bastantes Steves Jobs en el campo de la empresa, la política, el arte, la ciencia y otras muchas disciplinas. Imaginad un mundo con veinte Jobs más, pintores o músicos, veinte más, empresarios, veinte más, políticos, veinte más, científicos. Todos ellos líderes positivos en sus respectivos campos. El mundo sería más rico con ellos. Pero no están, los hemos condenado a las cloacas y somos mucho más pobres. Lloremos hoy también sobre sus cadáveres.
Pero, más adelante, ya en la universidad, dejó toda carrera reglada y se dedicó a estudiar, a su aire, cosas tan aparentemente inútiles como caligrafía. Gracias a eso, nos dice, cuando fundó Aple, se empeñó en que los tipos de letra fuesen bellos y abríó esa senda para los que le copiaron después. E imagino que también le llevó a que, además de tipos agradables de leer, el manejo fuese amigable, fácil, con iconos intuitivos. Si no hubiese sido por ello, hoy en día habría sólo dos millones de ordenadores relegados tan sólo para el uso de expertos. Y eligió estudiar caligrafía, porque amaba ese estudio. Y aprendió con ello que todo había que hacerlo con amor. Confiad –decía, más o menos, a los alumnos de Stanford– en que si hacéis las cosas con amor los puntos que conectéis tendrán sentido. Y textualmente: “Tenéis que confiad en algo, ya sea en vuestro Dios, en el destino, en la vida, en el karma, en lo que sea”. Ahí es donde discrepo respetuosamente de Jobs, porque si tengo que confiar en que algo ha preparado los puntos de mi vida para que una vez conectados tengan sentido, prefiero hacerlo en alguien más que en algo. Y en alguien que sea todopoderoso, sabio, bueno y que me quiera. Mejor eso que en un ciego destino, o en la misma vida que estoy intentando construir o en un karma ciego escrito por un ente impersonal que no sabe lo que es el amor. Más aún, en un alguien que cuando me cargo el dibujo uniendo los puntos mal unidos, si le dejo –sólo si le dejo– rediseña todo para que, a pesar de mi desaguisado pueda volver a construir un dibujo nuevo. Y ese alguien todopoderoso, sabio, bueno y que me quiere, en el que creo que puedo confiar, es el Dios encarnado en Jesucristo.
La segunda historia de Jobs a los alumnos de Stanford hablaba del amor y la pérdida. Del amor al trabajo con el que creó Aple y de la pérdida que sufrió cuando le echaron de la empresa fundada por él. Pensó en dejarlo todo, pero lo que le mantuvo es que se dio cuanta de que, a pesar de lo que había pasado, aún amaba lo que hacía. Y volvió a empezar de cero, sin las seguridades a las que había empezado a acostumbrarse. Y desde esa falta de seguridades empezó la fase más creativa de su vida. Fundó dos empresas y una familia. Y se dio cuenta de que cuando se encuentra aquello que se ama, sea trabajo o familia, si se persevera en ese amor, las cosas mejoran con los años. Efectivamente, años después, los puntos se conectaron y esa creatividad nacida de la pérdida de Aple, le llevó a crear dos empresas. Una de ellas, con una tecnología revolucionaria, fue comprada por Aple poco después, y Jobs volvió a tomar el timón de su antigua compañía. Nada de eso hubiera sido posible –decía Jobs– si no me hubieran echado de Aple. “A veces la vida te da con un ladrillo en la cabeza: No perdáis la fe” –afirma Jobs. ¿Qué fe nos puede ayudar en esos momentos –me pregunto yo– a creer que los puntos de la vida tienen sentido? ¿La fe en el destino, en la vida, en el karma? ¿O la fe en un Dios más fuerte y sabio que todas esas cosas y que nos ama hasta compartir la vida con nosotros?
La tercera historia de Jobs versaba sobre la muerte. Un diagnóstico parcialmente falso de un cáncer de páncreas, le hizo creer que le quedaban sólo unas semanas de vida. Entonces se acordó de una frase que oyó siendo aún adolescente: “Si uno vive cada día como si fuese el último de su vida, algún día, tendrá razón”. “Todos los días –afirmaba en su discurso –me miraba al espejo y me preguntaba: si éste fuese el último día de mi vida, ¿haría lo que voy a hacer hoy? Y si me contestaba que no varios días seguidos, sabía que tenía que cambiar algo”. Pero eso no le llevó a dejar sus amores, trabajo, familia, para hacer vaya usted a saber qué idioteces, sino a reafirmarse en su vocación. Porque eso es lo que significa vocación, hacer aquello que es el más profundo anhelo de tu corazón. Decía: “Tened el valor de seguir a vuestro corazón y a vuestro instinto. Ellos saben lo que realmente queréis ser”. ¿Lo saben –me pregunto yo? Si, lo saben. Pero tener un consejero, alguien que sea sabio y que nos quiera, no es mala cosa para ayudarnos a discernir con libertad entre la avalancha de cosas que tan a menudo nos desorientan. Efectivamente, él vivió cada día como si fuese el último y eso, entre otras cosas, le hizo grande. Y eso nos hará grandes a nosotros también.
“Nadie quiere morir. Ni siquiera los que quieren ir al cielo desean morir, y sin embargo, ese es el destino común de todos nosotros” –afirma en su discurso. Cierto, nadie quiere morir, pero saber que, cuando nos llegue ese destino común de todos los hombres, ese Dios que ha dibujado los puntos de nuestra vida, que ha vivido una vida como la nuestra y que ha hecho de ida y vuelta el camino de la muerte, nos acompañará en ese duro tránsito que no deseamos, es muy consolador.
“La vida es corta –dice Jobs. No perdáis el tiempo viviendo la vida de otros, no os dejéis atrapar por el dogma, que es vivir según los resultados de la vida de otros”. Muy cierto. Cuando el dogma es algo que nos viene de fuera, que nos es impuesto, que asumimos sin convicción, es una trampa que nos atrapa y empobrece nuestra vida. Pero cuando, aunque lo hayan pensado antes otros –nada hay nuevo bajo el sol–, es algo que entendemos, que hacemos nuestro, carne de nuestra carne y, sobre todo, que amamos porque vemos en él la garantía de que los puntos de nuestra vida tendrán sentido, entonces el dogma no es una trampa. Es alegría y libertad. Es confianza y esperanza ante la adversidad, ante los ladrillos con los que la vida nos golpea. Es lo que nos hace hacer cada día lo que haríamos si fuese el último día de nuestra vida. Es lo que hace nuestra vida grande.
Acaba Jobs su discurso con un consejo: “Stay hungry, stay foolish”. Si tradujese la palabra “foolish”, fuera de este contexto, la traduciría por estúpido, alocado, que es su significado corriente. Pero no creo que encaje con lo que quería decirles Steve Jobs a los alumnos de Stanford. Tal vez sería mejor algo así como “no-sensato” –libre de esa sensatez del sabemos perfectamente lo que queremos, que es diferente de insensato–, ingenuo –como abierto a la posibilidad de que las cosas sean buenas. Así, este consejo podría ser: “manteneos hambrientos, manteneos ingenuos”. Me parece un excelente consejo, que querría aplicarme a mí mismo hasta el día de mi muerte.
Steve Jobs tampoco quería morir. En su discurso expresaba la confianza en tener por delante varias décadas más. Han sido sólo seis años. Al final, el día en que tenía razón al decir que viviría cada día de su vida como si fuese el último, le ha llegado. Descanse en paz. Benedicto XVI, en su último viaje a Alemania dijo en uno de sus discursos una frase muy controvertida: “Los agnósticos que [...] tienen deseo de un corazón puro, están más cercanos al Reino de Dios que los fieles rutinarios [...], sin que su corazón quede tocado por la fe”. No sé en qué creía o dejaba de creer Steve Jobs, pero por sus palabras, creo que era agnóstico. Pero no me parece que fuese un agnóstico instalado tranquilamente en su agnosticismo. Si él seguía los consejos que daba –y no me parece el tipo de persona que diese consejos en los que no creyrse–, estaba hambriento. Hambriento de saber, hambriento de encontrar. Y era ingenuo. Creía en la posibilidad del Bien. Por eso creo que él estaba más cerca del Reino de Dios que muchos de los que aceptamos todos los dogmas de forma más o menos rutinaria, como el resultado de la vida de otros, sin el fuego de la fe. Por eso creo, también, y lo deseo con toda mi alma, que Dios le haya acogido en su seno. Y no sólo lo creo y lo deseo, sino que rezo por ello. Espero que desde el cielo inspire a muchos hombres y mujeres de empresa su liderazgo positivo. Espero que desde allí transmita a muchos la lección magistral de la Vida.
Descanse en paz Steve Jobs.
5 de octubre de 2011
Frases 5-X-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La fe es una llama que se enciende en otra llama, una luz que se enciande en otra luz; es la llamada de los otros donde el hombre se despierta a sí mismo y a los otros.
Charles Moeller; Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo IV, capítulo dedicado a Ana Frank.
2 de octubre de 2011
El acontecimiento y la persona más importantes del siglo XX
Tomás Alfaro Drake
En mitad de la noche, cuando suelen sobrevenirme las ideas importantes, me he despertado con una de ellas. Me dormí, tras leer un poco de historia de la segunda guerra mundial, pensando que esa guerra y Wiston Churchill habían sido el acontecimiento y el personaje más importantes del siglo XX. Evidentemente estas afirmaciones son siempre discutibles, pero creo que no será difícil coincidir conmigo en lo que a la segunda guerra mundial se refiere. Más explicación necesitará Wiston Churchill.
1º de septiembre de 1939. Hitler, tras un pacto contra natura con la Unión Soviética, ataca Polonia. Francia e Inglaterra le declaran la guerra. Los cálculos de Hitler parecen bastante claros. Las mismas potencias, Francia e Inglaterra, que desde hace años venían admitiendo cobardemente su política de hechos consumados, las mismas que hace apenas un año habían salido de Munich satisfechas de su pusilánime actitud y traicionándose bajo cuerda la una a la otra, esas potencias, no serían ahora capaces de otra cosa que una débil política de gestos para salvar la cara. Así interpretó Hitler su negativa a aceptar la paz que él les propuso después de comerse Polonia en unos días. Los hechos le daban la razón una vez más a Hitler. Mientras él se comía, de segundo plato, a Dinamarca y Noruega, los franceses habían bautizado a su guerra contra Alemania con el nombre de “la drôle de guerre” que traducido con cierta libertad podría llamarse “la guerra de coña”. Ingleses y franceses intentaron tímidamente un desembarco en Norvik que quedó en fracaso. No es propio de la historia preguntarse por futuribles, pero hay veces que resulta difícil no hacerlo. ¿Qué hubiera pasado si Francia e Inglaterra, en vez de “la guerra de coña”, hubiesen lanzado un ataque en toda regla sobre Alemania? No lo sé, pero fuese cual fuese su resultado, el mensaje a Hitler hubiese sido muy otro.
En esta situación, unos meses después de que Hitler consumase su fechoría en Polonia, sabía que con un pequeño empujón más, Francia e Inglaterra estarían listas para un nuevo tratado como el de Munich. En Mayo de 1940, Hitler, saltándose la neutralidad de Bélgica y Holanda, ataca Francia que cede como mantequilla. En menos de un mes, se firma un armisticio vergonzante. Ahí queda para la historia comparada el heroico ejemplo del rey de los belgas, Leopoldo III, que se niega a ninguna conversación con los nazis, se niega a ningún armisticio, se niega a formar ningún gobierno títere, se niega a abandonar su patria y, prisionero en su palacio, amenazando con su debilidad al amenazador Hitler, le planta cara durante toda la guerra. Vergüenza histórica para Francia. Todo está sometido a la Alemania nazi. Sólo falta volver la vista a Gran Bretaña y firmar un nuevo y ventajoso tratado que saltarse cuando convenga. Y probablemente así hubiera sido si el mismo día del ataque a Francia, el 10 de Mayo de 1940, el primer ministro británico, Chamberlain, el alma del tragicómico tratado de Munich, no hubiese dimitido y no hubiese ocupado su puesto Wiston Churchill. Y ahí estaba Churchill, para sorpresa de Hitler, armado con el ejemplo de Leopoldo III, haciendo con los dedos la V de la victoria mientras prometía tan sólo “sangre, sudor y lágrimas”, haciendo posible el “nunca tantos han debido tanto a tan pocos” de la batalla aérea de Inglaterra y que la RAF se cubriese de gloria y heroísmo. Así empezó la mayor guerra justa de la historia. Por estas consideraciones pensaba yo que el personaje y el hecho más importantes del siglo XX habían sido Wiston Churchill y la segunda guerra mundial.
Pero el misterio de la mente humana me iba a despertar esta pasada noche para hacerme ver, no sé cómo ni por qué misteriosas relaciones mentales, que otro hecho y otra persona eran los más importantes del siglo XX. Y posiblemente, esta nueva elección me resulte mucho más difícil de justificar que la que acabo de enunciar. Con la llegada, no de un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, me he hartado de ver títulos de conferencias que repetían, después de un prefijo que podía referirse a los negocios, la informática, las telecomunicaciones o a vaya usted a saber qué otra multitud de cosas, la coletilla, “ante el nuevo milenio”. Nunca he tenido demasiada confianza en la capacidad del ser humano para prever el futuro a unos pocos años vista y, mucho menos, a un milenio. Por lo tanto, todas estas conferencias me exasperaban bastante. Eran títulos que pretendían estar orientados al marketing de esos eventos, pero que no pasaban del tópico manido. Por eso me cuesta ahora decir que la persona y el acontecimiento a los que me voy a referir, no sólo han sido los más importantes del siglo XX, sino que creo que serán el parteaguas entre el segundo y el tercer milenio, aunque éste todavía no había empezado ni cuando acabó el Concilio Vaticano II ni cuando murió Juan XXIII.
Contaba yo con once años cuando se inauguró el Concilio Vaticano II y sólo vagamente recuerdo que en el colegio religioso al que iba, rezábamos por él. Tenía doce cuando murió Juan XXIII y recuerdo, viendo en televisión su entierro, como las lágrimas corrían por las mejillas de mi padre, que era un anticlerical muy peculiar. Quizá fueron los efectos inmediatos del Concilio los que, sin yo ser consciente, permitieron que un rescoldo de cristianismo coexistiese en mí con una ideología y un moderado activismo comunista cuando contaba con veintitantos años. Poco a poco, en un largo coloquio conmigo mismo, imbuido de un honesto deseo de búsqueda de la Verdad, el rescoldo de cristianismo se ha hecho llama y mi comunismo se ha transformado en un rechazo frontal de esa ideología que ha traído la miseria y la muerte a muchos millones de seres humanos. Quizá por este cambio de actitud, nunca en los últimos años, hasta el insomnio de ayer, y a pesar de las lágrimas e mi padre, me he sentido muy atraído por el Concilio Vaticano II ni por la figura de Juan XXIII. Mi atención se fijaba en el caos que se apoderó de la Iglesia postconciliar y el avance de corrientes próximas al marxismo dentro de la misma. Me indignaba que pudiera ser verdad, y parecía serlo, el pacto de Metz según el cual, el Concilio no condenaría el comunismo, a cambio de que los obispos de los países del bloque del Este y el mismo Patriarca ortodoxo de Moscú pudiesen asistir al mismo. Creía que, después del daño hecho, parecía que las aguas, muy poco a poco, iban volviendo a su cauce de la mano firme de Juan Pablo II, aunque, por desgracia, dejando tras sí sólo desolación.
Esa era mi actitud hasta ayer. Pero esta noche, de repente, me he despertado pensando en lo difícil que me hubiese resultado ser católico en un una Iglesia como la del siglo XIX o la primera mitad del XX, completamente a la defensiva, amurallada dentro de su fortaleza asediada, aún contando con la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Me he preguntado desde cuándo la Iglesia empezó a encastillarse en su fortaleza. He tirado, en medio de la noche, de lo que mi memoria me recordaba sobre lo poco que sé de la historia de la Iglesia. ¿Cómo una Iglesia que había sido capaz de cristianizar un imperio pagano a fuerza de su sangre, que había podido conquistar a dos oleadas de bárbaros conquistadores, germanos y normandos, a cual más sanguinario, que había sabido guardar en su seno y entregar al mundo lo más valioso de la cultura helénica, cómo había llegado a ese aislamiento defensivo del mundo? He visto a la Iglesia como un nexo de unión entre la Eternidad y la Historia entre las que tiene que hacer que reine la armonía. Y he visto que en ese puente no suele reinar ésta, sino la discordia. Hay momentos en que la Eternidad dirige la Historia y otros en los que la Historia se opone a la Eternidad. Y, por desgracia, casi siempre, estas corrientes son tumultuosas en vez de pacíficas. Pero los flujos y reflujos de la Historia no son como los de las mareas, en las que hay una pleamar y bajamar nítidamente marcadas. Siempre hay momentos en que la marea sube y baja al mismo tiempo en el mismo sitio. Aún así, creo que la marea había dejado de subir cuando tuvo lugar la “guerra” de las investiduras. La primera vez que Hildebrando, Gregorio VIII, en 1076 excomulgó al Emperador Enrique IV, ganó una “batalla” que sin duda tenía que librar, pero que supuso el principio de la vuelta a los cuarteles de invierno. Es lo que Toynbee llama “el riesgo de militar en la tierra”. Aunque la Iglesia es una institución divina, tiene que luchar con “armas” y hombres de este mundo para traer el Reino de Dios. Y las más de las veces las unas son contraproducentes y los otros son demasiado pecadores. A partir de ese momento, la Eternidad empieza a replegarse. En 1170, Thomas de Canterbury gana, después de muerto, otra batalla que también supone un retroceso. Cuando, en 1302, Bonifacio VIII excomulga a Philippe le Bel de Francia, en vez de una obtener una victoria es secuestrado, ultrajado y humillado hasta la muerte, iniciándose así destierro del Papado a Avignon y el galicanismo. La marea está claramente bajando. Vendrá después la Reforma luterana, que en el fondo no es sino otro capítulo de la lucha, más política que doctrinal, entre Roma y los príncipes alemanes. El resultado ideológico de esta lucha será el idealismo alemán. El anglicanismo, derrotado por Thomas de Canterbury, pasará factura con Enrique VIII que creyendo destruir un símbolo, mezcla con pólvora las cenizas del santo y las dispara en una salva de cañón. El empirismo inglés es la vertiente ideológica de esta batalla política. El racionalismo, la ilustración y la revolución francesa son los subsiguientes capítulos del galicanismo. Y sin embargo, mezcladas con esta marea descendente están san Francisco de Asís, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, las Universidades, las catedrales góticas, y la evangelización de todo un continente, por citar algunas corrientes de ascenso en plena bajada de la marea.
Casi en el punto más bajo, la Iglesia pierde, en el proceso de la unificación de Italia, su poder temporal, los últimos vestigios de los Estados Pontificios, si exceptuamos la ciudad del Vaticano. Lo que ahora es difícil no ver como una bendición fue entonces la causa de la construcción de la más interior de las murallas. La Iglesia se encierra en una condena a ultranza de todo lo que se parezca a modernidad. Por eso decía antes que me hubiese costado mucho ser católico en el siglo XIX o principios del XX. Tal vez por estas fechas la marea, si no empezó a subir, dejó al menos de bajar. Los descubrimientos científicos de la relatividad y la física cuántica hacen que la ciencia parezca aproximarse a los principios de la fe. La primera guerra mundial y sus secuelas suponen una quiebra de la creencia en la capacidad de la humanidad para construir un paraíso en la tierra sólo con el dominio de la tecnología. Pero la Iglesia seguía encerrada en su castillo. Sin embargo, de tan estrecho que era, muchos católicos se sentían cada vez más incómodos en la seguridad de su recinto, hasta el punto de abandonarlo. Con pena y dolor en el corazón, pero abandonarlo. Y muchos de los que seguían dentro, dispuestos a morir de asfixia en la obediencia y la humildad si era necesario, pero sin resignarse pasivamente a ello, pedían a gritos aire fresco.
Pío XII, y antes incluso, Pío XI, pensaron en la posibilidad de convocar un Concilio. Pero los tiempos no estaban para ello. Además, su capacidad de análisis, que les hacía ver todos los riesgos de esta convocatoria, les frenaba. Tuvo que ser un Papa “insensato”, lleno de frescura él mismo, pero con una clara visión de Eternidad, el que se decidiese a romper las murallas. Y lo hizo, aunque no vivió para verlo. Había que renunciar a un Concilio que condenase y anatemizase. Ni al comunismo, ni a los cristianos separados, ni a los herejes, ni a los ateos. A nadie. Al contrario. Había que hacer un Concilio que abriese la Iglesia al mundo. No para admitir todas sus premisas. No se trataba, ni mucho menos, de identificarse con el comunismo ni el liberalismo. Ni con el idealismo, ni con el racionalismo, ni mucho menos con el “todo vale” del relativismo moral de la postmodernidad. Se trataba de llevar el “campo de batalla”, si se me perdona la expresión, al exterior en vez de soportar el asedio. Se trataba de tomar la iniciativa, pero una iniciativa de amor y comprensión. Defendiendo la Eternidad en la Historia, no contra la Historia. Guiando a la Historia desde dentro, llevando la Eternidad hasta lo más íntimo de su esencia. Atrayendo, no excluyendo. Anunciando a gritos, desde el campo abierto del mundo, la Buena Noticia; la salvación general en Cristo para todo hombre que lo acepte. ¡Qué importaba renunciar en Metz a la condena del comunismo, si Juan XXIII ya había renunciado a toda condena en su corazón! No se renunciaba a esta condena para que pudieran venir los obispos del Este o el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Moscú, se renunciaba a toda condena para atraer a todos. Para llegar a ser todo en todos. Por supuesto que cuando se derriba una muralla protectora se produce un gran desconcierto. Desde luego que era inevitable que hubiera malas interpretaciones del Concilio. Cuando un dique se rompe, el agua no va desde el principio por donde uno quiere, hace falta tiempo para reconducirla. Juan XXIII no era tan “insensato” como para no preverlo, pero lo era en grado suficiente como para tener fe en que el Espíritu Santo sería la nueva Muralla Invisible y el Nuevo Cauce que lleve el agua a los campos agostados a través de otros Papas santos. Supongo que también previó que, en el río revuelto de después del Concilio, muchos tomarían su nombre en vano, haciéndole paladín de una interpretación “progre” de la doctrina de la Iglesia que, de ninguna manera, era la suya. Si lo previó, no le importó. Ni tampoco a Juan Pablo II, que lo ha beatificado.
Pero la Eternidad necesita tiempo para penetrar el corazón de la Historia. Yo, que me he hecho adulto en un mundo postconciliar, he tenido que tener una casi revelación para darme cuenta de lo que Juan XXIII pretendía. Desde que acabó la segunda guerra mundial ha vuelto a haber multitud de guerras, justas e injustas, y por desgracia, las seguirá habiendo. La Historia seguirá dando hombres extraordinarios como Wiston Churchill y Juan XXIII. Pero, después de un segundo milenio regresivo, el tercer milenio, inaugurado antes de tiempo por el Concilio Vaticano II, será el milenio del progreso de la Eternidad, de la armonía entre la ésta y la Historia. Simplemente, demos tiempo a la Eternidad. Luchemos por ella desde la Historia armados con las armas de la caridad. Un profeta llamado Juan XXIII, guiado por el Espíritu Santo, lo vio y lo hizo. Por estas razones este Concilio y este Papa, han sido para mí el hecho y la persona más relevantes del siglo XX y el punto de arranque del milenio de la Eternidad.