23 de abril de 2016

Los papeles de Panamá y los paraísos fiscales

Los llamados paraísos fiscales[1] son una de las mayores vergüenzas de la humanidad. La opacidad garantizada de las cuentas que en ellos se refugian es la cloaca del mundo en la que se refugia el dinero procedente de las actividades delictivas más deleznables como el trágico de droga o de armas, la financiación del terrorismo internacional, etc. Por supuesto que estas actividades no desaparecerían si no existiesen los paraísos fiscales pero, indudablemente, tendrían inmensas trabas para mover el dinero y eso haría que su potencial para el mal disminuyese de forma muy significativa. En un grado de importancia menor, aunque no irrelevante, también ampara fortunas que, si bien no proceden de actividades delictivas en sí mismas, se han producido en forma de dinero negro que no paga impuestos y que perjudica notablemente a los países que deberían haber recibido esos impuestos. Podríamos decir que son actividades delictivas en segunda derivada. Ahí están muchas empresas y particulares, incluida gente que se considera de izquierdas, pero que no se privan de evadir impuestos. Más adelante volveré, no obstante, sobre el tema de los impuestos, porque no todo sistema impositivo es justo ni moralmente lícito. Los Estados pueden abusar, y casi siempre lo hacen, de su poder para imponer impuestos injustificables. Pero esto es otra historia a la que volveré más adelante.

Hay, sin embargo, otro aspecto de los paraísos fiscales que es, a mi modo de entender, perfectamente ético y que cumple una función relevante. Hay empresas que operan en todo el mundo y que ganan su beneficio, perfectamente lícito, en un país distinto de aquél en el que tienen su sede. Llamemos P al país en el que se ha generado el beneficio y S al país donde tiene su sede la empresa transnacional. La mayoría de ellas pagan los impuestos que deben pagar en P (también hablaré un poco más tarde de las llamadas “estrategias fiscales agresivas” de algunas empresas transnacionales). Pero en la fiscalidad internacional hay que tomar en consideración la llamada doble imposición. Puede ocurrir que una empresa que gana dinero en P y paga allí los impuestos que marca la ley de P, cuando se lleve parte de ese beneficio a S, tenga que volver a pagar otra vez todos los impuestos de S. Esto de pagar dos veces impuestos por lo mismo en dos países es lo que se llama la doble imposición y es, a mi modo de ver, inadmisible. Por eso muchos países tienen entre sí tratados llamados de doble imposición (aunque deberían llamarse tratados para evitar la doble imposición). Estos acuerdos pueden tener múltiples formas pero, de una u otra manera pretenden lo mismo: a) que no se pague dos veces impuestos por lo mismo y, a veces, b) que si P tiene que una tasa impositiva menor que S, sólo se paguen los impuestos de P, que es donde ha generado los beneficios. En algunos tratados, no obstante, este punto b) no existe, sino que al repatriar esos beneficios de P a S, la empresa debe pagar la diferencia de impuestos entre ambos países, aunque el beneficio se haya generado todo él en P. Es indudable que para empresas que operan en diferentes países, determinar dónde se genera el beneficio puede suponer muchísimo dinero. Por eso luego hablaré de las llamadas “estrategias fiscales agresivas”. Pero ahora volvamos a los paraísos fiscales.

Había dicho que hay un aspecto de los paraísos fiscales que yo considero perfectamente ético. Imaginemos una empresa E, que opera en países P en los que no hay tratado de doble imposición con su país S, o que el que hay no contempla la cláusula b). Ahora supongamos que E ha pagado sin engaño los impuestos que debía pagar en los países P y que, de momento, no tiene necesidad de llevar ese dinero a S. ¿Sería ético que mientras no necesite repatriar ese dinero, lo tuviese, declarado con total transparencia, con opacidad cero, en un paraíso fiscal donde lo pueda invertir y no pagar impuestos hasta que se lo lleve a S? Cuando se lo lleve a S, si no hay tratado de doble imposición tendrá que pagar impuestos, no sólo sobre el dinero que ganó en P, sino también sobre el dinero que ganó con sus inversiones en el paraíso fiscal, donde no los pagó porque estaban exentos. Para mí, sin duda, la respuesta a la pregunta anterior sería un rotundo sí. Un caso de esto es el de Apple. Apple tiene fuera de EEUU unos 200.000 millones de $, una buena parte de ellos en paraísos fiscales, totalmente declarado en sus cuentas y con total transparencia de en qué lo tiene invertido. Buena parte de ello en deuda soberana de EEUU y de otros muchos países. ¿Tiene Apple la obligación moral de llevar ese dinero a EEUU y pagar inmediatamente los impuestos correspondientes de S que ya pagó en P? Yo creo que no. Otra cosa es cómo se ha comportado fiscalmente en los países P en los que opera y donde obtiene su beneficio.

Y esto nos lleva, directamente, a las llamadas “estrategias fiscales agresivas”. Éstas consisten en una estrategia para declarar los beneficios, en la medida de lo posible, en los países con una menor tasa impositiva. En Europa, típicamente, ese país es Irlanda, que tiene una tasa de impuesto de sociedades del 12,5% frente a Francia que tiene un 38% o Alemania que tiene un 30%. En España se ha pasado de un 30% en 2014 a un 25% en 2016. Ante estas disparidades, lo primero que hay que preguntarse es el porqué de estas diferencias. Cada país tendrá sus razones pero, en general, la respuesta está en: a) un aparato del Estado sobredimensionado, b) en unas políticas sociales desmesuradas y c) en una enorme ineficiencia en el gasto. Pero, ¿tiene una empresa americana que poner su beneficio en Francia o en España pudiéndolo situar, respetando la legislación de cada país, en Irlanda? La respuesta es, a mi modo de ver, no, no tiene obligación moral de hacerlo. Y ocurre entonces un fenómeno curioso. Casi sin excepción, los países con mayor tasa impositiva son los que menos recaudan el porcentaje del PIB. ¡Claro! Las empresas con sede fuera de Europa, procuran situar su beneficio en los países con menor tasa. Por lo tanto, antes de quejarse, los países deberían considerar las causas que le “obligan” a tener una tasa impositiva alta. A saber, como se ha dicho antes: el sobredimensionamiento de su administración, la desmesura de su sistema de prestaciones sociales y la ineficacia en el gasto.

Pongamos el caso de España. El sistema de las Autonomías supone un Estado gordo y sobredimensionado. En los países con cierto grado de autonomía regional, esta autonomía lleva a ser más eficientes y a ahorrar. En España pasa al revés. El esperpento de las autonomías es una máquina descontrolada para cebarlas, a ellas y a sus dirigentes, y engordar el aparato del Estado. Respecto a las prestaciones sociales, España tiene que pagar enormes sumas de subsidio de desempleo porque, debido a la rigidez de su mercado laboral –que ahora se está flexibilizando, pero que no está completado el proceso– el nivel de paro de larga duración de España es un disparate. Pero está en el panorama político que se reviertan las reformas de flexibilización que tan buenos resultados están dando. Y qué decir del hecho de que haya alemanes que vengan a operarse a España de cosas que no están cubiertas en su país. España tiene sin duda la sanidad pública con una mayor cobertura de Europa. Eso está muy bien, pero la pregunta correcta es: ¿Podemos? Y si miramos la eficiencia en el gasto, resulta que, al menos en Madrid, que yo sepa, se ha prohibido que los servicios sanitarios gratuitos sean prestados por hospitales, no ya privados, sino de gestión privada. La demagogia exige que tengan que ser públicos y gestionados por el Estado, manteniendo a un número mucho mayor de personal del que sería necesario. Y lo mismo podría decirse del sistema universitario. ¡Y así nos luce el pelo! Es decir, ineficiencias por todas partes. Y la pregunta. ¿Tiene una empresa de un país diferente la obligación moral de financiar todos estos dislates pagando una tasa impositiva mayor? Evidentemente, no.

La forma más habitual de situar el beneficio en un país u otro es a través de los llamados “precios de transferencia”. Si una empresa fabrica en un país y vende en otro, dónde se coloca el beneficio está en función de a qué precio interno vende la filial del país en el que fabrica a la filial del país en el que vende o, también, si en el país en el que vende opera con una sociedad anónima o a través de sucursales. Si, por ejemplo, la filial en donde fabrica “vende internamente” muy barato a la filial donde vende, el beneficio se producirá en mayor medida en el país en el que vende, y viceversa. Pero los precios de transferencia están controlados y regulados, por lo que la multinacional sólo tiene un margen limitado de actuación. Los inspectores fiscales de todos los países miran lo precios de transferencia con lupa. Ahora bien, si utilizando ese estrecho margen legalmente sitúa más beneficio en Irlanda que en España o Francia, ¿tienen derecho estos países a quejarse? Yo creo que no. En vez de quejarse deberían esforzarse en poder bajar sus tipos impositivos. Pero, claro, adelgazar la estructura del Estado, racionalizar las prestaciones sociales o mejorar la eficiencia del gasto, son cosas más complicadas que quejarse y acusar de “estrategia fiscal agresiva” a las empresas que hacen lo correcto. Se trata de que sean ellas, además de los ciudadanos, las que paguen todas esas ineficiencias. Además, si lo que paga la empresa es legal y de acuerdo con un cálculo aritmético claro, ¿cuánto más debería pagar para que el Estado con una alta tasa impositiva estuviese contento? Se entra de esta manera en una especie de chalaneo que sólo lleva a una mayor corrupción.

Por supuesto, hay empresas multinacionales que no son limpias ni transparentes a la hora de planificar dónde ponen los beneficios. Si es así, actúese para que se cumpla la ley. Pero si no es así, ¿a qué viene protestar y hablar de “estrategias fiscales agresivas” rasgándose las vestiduras? De todas maneras, muchas veces, esa falta de transparencia, que es lamentable, se ve favorecida porque los propios Estados, celosos de su información, ponen todo tipo de trabas para compartir información con otros, se la ocultan unos a otros y esas suspicacias crean resquicios de opacidad por las que ciertas empresas se cuelan. Desde luego, el hecho de que existan esos resquicios por culpa de la suspicacia de unos Estados con otros no exime de responsabilidad a las empresas que los usan, pero existe una norma legal y moral que dice que si facilitas el delito eres en parte culpable del mismo. Parece que ahora, por estas cuestiones fiscales pero, sobre todo, por la lucha contra el terrorismo, se están intentando definitivamente cerrar estos resquicios. Bienvenidos sean todos los esfuerzos en esta línea pero, por favor, no confundamos a las empresas que usan estos resquicios de opacidad con las que tienen una estrategia, agresiva o no, pero legal y transparente, para poner sus beneficios en mayor medida donde menos tasas impositivas hay.

Lo que ocurre es que los Estados están demasiado acostumbrados a ver a sus ciudadanos como si fuesen un mercado cautivo, cosa que no pasa con los productos de las empresas. Afortunadamente, los consumidores, si no nos gusta un producto, por ejemplo, un smartphone iPhone de Appel, tenemos otros a los que acudir, como Samsung, Nokia o BlackBerry (que por cierto pasó de ser el líder a ser un marginal por no esforzarse en buscar la preferencia de los usuarios). ¿Alguien se imagina cómo serían los smartphons si cada consumidor estuviese obligado a comprar una marca sí o sí y no tuviesen que competir entre ellos? Seguro que serían todos una mierda. Pero la competencia les hace aguzar el ingenio. Pero eso no pasa con los Estados y sus ciudadanos. Si uno es ciudadano español, es un ciudadano cautivo del Estado español. Si la relación de ventajas e inconvenientes que le ofrece el Estado danés, por ejemplo, le parece mejor, no puede hacerse ciudadano danés. Por supuesto, mi españolidad está por encima de cualquier otra cosa, pero no tiene por qué estarlo mi ciudadanía y menos la de una persona jurídica. Debería haber una distinción entre la Patria, como algo que imprime carácter y la ciudadanía que uno elige por cómo se preocupa por él un Estado que tiene la obligación de velar por él. ¿Podemos imaginarnos cómo actuarían los políticos si cada día, como tienen los directivos de empresa, tuviesen sobre su mesa el número de ciudadanos que han dejado de serlo y el de los que han venido, atraídos por sus políticas fiscales y de gasto? Yo sí, y creo que se dejarían de muchas chorradas y procurarían cuidar más a sus ciudadanos. Sé que esto es algo difícil de implementar, pero no imposible y tal vez mis nietos lo vean. Y creo que sería muy bueno para ellos.

Establecida esta distinción entre la perversión basada en la opacidad de los paraísos fiscales y sus aspectos positivos, la pregunta podría ser: ¿Por qué existen paraísos fiscales en el mal sentido del término? Es obvio que existen porque a determinados países convertirse en paraísos fiscales les supone, por muchos motivos, ventajas económicas. Pero, ¿debemos sufrir el resto de los países que haya otros que se declaren paraísos fiscales y sirvan a los intereses de los que trafican con armas o droga o ponen bombas en nuestras ciudades? Ciertamente que no, que eso es profundamente injusto. Pero, dado el sistema de derecho internacional vigente en el que cada país es soberano y ningún otro país puede inmiscuirse en sus asuntos internos, ¿qué puede hacerse? La verdad es que poco, aparte de presiones internacionales como las que se somete a menudo a otros países, como pueden haber sido hasta hace poco Cuba o Irán. A pesar de todo, el hecho de que el G-20 esté empezando a coordinarse y recientemente haya definido una doctrina según la cual, son los paraísos fiscales los que se inmiscuyen en los asuntos internos del resto de los países, puede dar una vuelta de tuerca más a las formas de lucha contra la opacidad que ya están en funcionamiento y que un poco más adelante veremos.

Cuando se han descubierto, por una filtración, las listas de Panamá, han aparecido nombres de particulares y de empresas identificables. Pero los nombres que han aparecido no han sido más que la punta del iceberg y podríamos decir que son los nombres de los pardichorizos, mixtos de pardillo y chorizo. Ningún gran traficante de armas o de droga ni ninguna organización terrorista va a salir de ahí. Porque todas estas organizaciones utilizan de forma tan inteligente como perversa toda una red de sociedades fantasmas cruzadas que utilizan magistralmente todos los resquicios de información que dejan los Estados para que sea prácticamente imposible remontarse hasta el origen. Pero, afortunadamente, esto se está acabando. Los países occidentales le han visto las orejas al lobo y, desde hace bastantes años, no desde ayer, están empezando a tomar medidas.

En primer lugar están regulando cada vez más la información que los bancos tienen que tener sobre sus clientes, sus actividades comerciales, la fuente de sus ingresos y un largo etc. Y éstos tienen, además, la obligación de comunicar a los servicios internacionales de prevención del lavado de dinero toda operación sospechosa para que estos organismos las investiguen, amén de tener listas de los llamados PEP´s (Personas Expuestas Políticamente) a cuyas operaciones tienen que prestar especial atención. Recientemente, en EEUU se han impuesto a varios bancos multas de miles de millones, incluso decenas de miles de millones de dólares, no por blanquear dinero, sino por no tener, a juicio de los organismos reguladores, los sistemas adecuados para detectarlo en el caso de que “los malos” intentasen usar el banco para ello. En segundo lugar, la tecnología de tratamiento de la información junto con los sistemas llamados “big data” permiten cruzar billones de movimientos de dinero, estableciendo relaciones entre ellos y permitiendo cada vez más llegar más y más cerca del origen del dinero delictivo y, sobre todo, paralizarlo o confiscarlo. Además, el hecho de que se hayan filtrado estas listas de Panamá es un precedente estupendo. Dentro de las organizaciones que colaboran en la opacidad trabaja gente honesta que le hiere que pasen esas cosas y que, harta de ello, bajo cuerda, se arriesga a filtrar listas. Me caben pocas dudas de que el caso de Panamá no será un caso aislado, sino un precedente que arrastrará a otras filtraciones.

Por tanto, y creo que sin ser ingenuo, tengo la casi completa seguridad de que los paraísos fiscales opacos tienen sus años contados. Han despertado a la bestia dormida y todos los astros, desde las filtraciones hasta el seguimiento de los movimientos hacia la fuente, pasando por las sanciones a países con paraísos fiscales opacos y la disciplina de y la exigencia a los bancos para que prevengan el lavado de dinero, se están alineando contra ellos en una conjunción letal. ¿Se acabarán los paraísos fiscales opacos? Si dijese que sí pecaría de ingenuo. No, no se acabarán, pero se verán muy dañados. ¿Su disminución acabará con las grandes y deleznables actividades delictivas a nivel internacional? También pecaría de ingenuo si dijese que sí. Pero de lo que estoy seguro es de que las trabas a sus actividades serán tan grandes que su eficiencia para el mal se verá enormemente disminuida.

Sin embargo, y tras esta nota de esperanza, creo que la tecnología también puede jugar un papel negativo en esta lucha. Está iniciándose ahora un fenómeno, cuyo funcionamiento desconozco en gran medida, que puede facilitar notablemente las actividades opacas. Me refiero al fenómeno del “bitcoin”, del que, debido a mi desconocimiento, poco más puedo decir, pero que está ahí y me temo que jugará un papel más bien negativo. Porque creo que aporta un anonimato y una falta de trazabilidad casi como la de los billetes en efectivo, es decir, no deja huellas, pero una rapidez de transferencia a la velocidad de los bits. O sea, el paraíso de “los malos”. En definitiva, estamos inmersos en una lucha entre el bien y el mal, como ha ocurrido desde el principio de la humanidad. Pero creo que, en este aspecto concreto, en el siglo XXI, la balanza se está inclinando, de momento, a favor del bien. Toda esta porquería que sale a la luz es un síntoma de que se están explotando las bolsas de podredumbre y es la afloración de ésta, que huele mal, la que nos indigna. Pero bendito sea que aflore la porquería, aunque huela mal. ¿O sería mejor que no saliese y todo pareciese agua de rosas? En terminología propia, se están pinchando los globos de mierda y bienvenidos sean los pinchazos.



[1] Cada país tiene su propia lista de los países que califica como paraísos fiscales, lo que hace que no haya una lista unificada reconocida por todos. La lista más general es la de los países que la OCDE reconoce como tales. Es una lista de 39 países: República de Nauru, Niue, Principado de Andorra, Anguila, Antigua y Barbuda, Antillas Holandesas, Aruba, Bahamas, Baréin, Belice, Bermudas, Chipre, Dominica, Gibraltar, Granada, Guernsey, Islas Cook, Isla de Man, Islas Caimán, Islas Marshall, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes Británicas, Islas Vírgenes de los EEUU, Jersey, Liberia, Liechtenstein, Maldivas, Malta, Mauricio, Mónaco, Monserrat, Panamá, Samoa, San Cristobal y Nieves, San Marino, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Seychelles y Vanuatu.

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