20 de octubre de 2018

La muerte de la verdad


La verdad ha sido, desde hace siglos un concepto a la baja. Pero últimamente, parece que la baja cotización de la verdad ha llevado a situaciones que la misma sociedad que la ha devaluado rechaza bajo el nombre de posverdad. Es un poco como lo que pasa en la bolsa. Cuando un valor baja mucho, todo el mundo quiere comprarlo. Así pasa con la verdad.

Merece la pena un repaso a la validez de la verdad como valor.

Desde Aristóteles, cuanto menos, se ha definido la verdad como una adecuación de los juicios a la realidad. Esta definición parte, naturalmente, de las premisas de que hay una realidad objetiva, fuera de la mente humana, y que esa realidad es, al menos en parte, cognoscible y se puede, por lo tanto, emitir juicios sobre ella. Pero en un momento dado de la historia del pensamiento, los filósofos empezaron a dinamitar estas premisas. Probablemente el origen de esa voladura se pierda en los albores de la filosofía. Pero para mi intención basta remontarse hasta Kant (dejando de lado el antecedente inmediato de Descartes). Kant no negó que hubiese una realidad externa a la mente del hombre, pero sí afirmó que era una realidad tan caótica que el ser humano sólo podía conocer una pobre representación de la misma y eso, tras pasarla por unos filtros. Llamó “a prioris” a estos filtros. Eran dos, el espacio y el tiempo. Estos “a prioris” nos permitían organizar esa caótica realidad en nuestra sensibilidad externa e interna respectivamente. El espacio y el tiempo no eran para Kant realidad externas, sino que sólo estaban en la mente del ser humano. Gracias a esos “a prioris”, se podía tener una representación de la realidad. Pero no era una representación ni siquiera parcialmente fidedigna. La cosa tal vez no hubiese tenido mucha importancia si se hubiese quedado ahí. Pero negada la inteligibilidad de esa realidad y la existencia fuera de ella, en la mente del hombre de esos dos “a prioris”, nada impidió a los sucesores de Kant, afirmar que, no había tal realidad fuera del ser humano, sino que era éste el que se la inventaba. Negadas esas premisas mayores, el concepto de verdad quedaba vacío de cualquier contenido. Cada uno podía tener su verdad en su cabeza. Ni mejor ni peor que la de cualquier otro. De nada ha servido para retrotraernos en ese camino que la ciencia haya demostrado hasta la saciedad la existencia, fuera de nuestra mente, del espacio-tiempo. La condena a muerte de las premisas de la verdad no podía ser revocada después de que se hubiese ajusticiado al reo.

No es posible desligar la marcha de las ideas y la de la historia, inextricablemente unidas en un bucle de retroalimentación recíproca. No es irrazonable pensar que en este devenir del pensamiento haya influido la inveterada costumbre humana de imponer a los demás por la fuerza sus intereses. Y la verdad podía ser usada –y a menudo lo era– como digno disfraz de los más espúreos intereses. Es loable el intento de evitar este camuflaje de intereses, a menudo inconfesables, con el honorable traje de la verdad. Pero lo que no es tan loable es la solución de negar la realidad y, de ahí, la verdad. Muerto el perro, se acabó la rabia, podría pensarse. Pero no es así, porque el perro no estaba rabioso y la enfermedad seguía su curso. Porque, por supuesto, tras la filosofía idealista –así se llama la filosofía derivada de Kant– siguió habiendo imposiciones injustas de los intereses de los fuertes sobre los de los débiles. El idealismo no evitó eso ni remotamente con la muerte lenta de la realidad y la verdad.

Cierto que el concepto de verdad mal usado puede resultar –y a menudo resulta– peligroso. Pero eso no hace recomendable acabar con él, sino usarlo rectamente. Y eso se consigue mediante dos ideas fundamentales. La primera, filosófica, aceptando que la realidad, teniendo una existencia fuera de la mente humana y siendo cognoscible, es tan inmensa y compleja que nadie puede conocerla del todo y que, por lo tanto, nadie puede asegurar que todos sus juicios están en consonancia con todas las facetas de algo tan inmenso y complejo. Por lo tanto, nadie puede poseer la verdad. La segunda, de convivencia, es que el ser humano tiene derecho al error, siempre que ese error no cause daño y que, mientas no lo cause, nadie tiene derecho a imponer una verdad a otro. Incluso si esa verdad es verdad –y perdóneseme la redundancia buscada–. Pero no puede negarse que el error puede causar, y a menudo causa, daño. Tal vez esto se pueda ilustrar con el LVIII de los Proverbios y Cantare de Machado que dice:

“Creí mi hogar apagado
y revolví la ceniza... 
Me quemé la mano”.

No hubiese sido malo que el protagonista de este Provervio/Cantar se hubiese cerciorado de que, efectivamente, el hogar estaba apagado. Y si alguien que supiese que no lo estaba, le hubiese avisado, le habría ahorrado un mal trago. En este caso, el daño recae sobre el que comete el error y, si después de intentar convencerle de que no revuelva la ceniza, se empeña en hacerlo, allá él. Pero hay casos en los que el error de uno causa daño a otros. En ese caso tal vez podría ser éticamente aceptable imponer la verdad. En cualquier caso, al imponerla, hay que cerciorarse de que quien la impone tiene más medios para conocerla que el que la va a imponer. Un médico puede y debe imponer la verdad de que si se le da a un enfermo un tratamiento inadecuado, o se le niega uno adecuado, se le puede matar. Y tal vez en ese caso pueda ser razonable imponer la verdad. Por otro lado, no puede permitirse de ninguna manera que el daño causado por esta imposición sea mayor que el causado por el error. Las ideas sobre la verdad expuestas más arriba son las que rigen el derecho, que es fuente de bienestar para las sociedades en las que funciona correctamente. No soy capaz de imaginarme un juicio en el que se diga que tan cierta es la versión del presunto ladrón como la del robado. Habrá que investigar cuál se ajusta más a la realidad, reuniendo pruebas y usando de una sana lógica. Si no es así, ¿cómo podría ningún juez dictar sentencia? Y ese, el derecho, es uno de los mayores progresos de la humanidad. Y me temo que incluso el derecho se está viendo afectado por ese declive del concepto de verdad, dando lugar a un nivel preocupante de inseguridad jurídica.

Es un fenómeno bastante corriente que se llegue intelectualmente a unos pensamientos y formas de ver la vida que son inaceptables en la práctica y que harían imposible la más mínima convivencia. Con el idealismo poskantiano en su apogeo, ¿quien podría decirle a Hitler que era un sanguinario genocida? Simplemente, él tenía “su” verdad. Esto ya lo descubrió el propio Kant, por eso, tras su “Critica de la razón pura”, tuvo que escribir su “Crítica de la razón práctica” con su imperativo categórico. No tengo la más mínima objeción al enunciado de ese imperativo. Pero sí la tengo, e inmensa, a la forma de llegar a él, por un simple acto de voluntarismo que, ajeno al concepto de verdad, no puede ser generalizable, por más que él lo pretendiese desesperadamente. Los dualismos –la razón por una parte y la voluntad por otra– nunca han sido buenos guías. Porque el voluntarismo separado de la razón acaba casi siempre en sentimentalismo y el sentimentalismo, como demuestra la vida, nunca ha sido buen consejero para tomar decisiones.

Así vista, la verdad no sólo no es contraproducente, sino que permite la investigación y la búsqueda conjunta de la misma por distintas personas. También aquí viene a cuento otro de los Proverbios y Cantares de Machado, el LXXXV, que dice:

“¿Tu verdad? No, la Verdad[1],
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.

Evidentemente, la naturaleza humana es como es, y es difícil que, de una manera u otra, el fuerte deje de imponer sus intereses al débil. Pero sólo con el correcto uso de la verdad se puede construir un sistema de leyes justas y una aplicación sensata de las mismas. El loable intento de desnudar los intereses espúreos del fuerte, de su disfraz de falsa verdad mal usada, es el camino fácil y contraproducente, un atajo a ningún sitio, que ha ido eligiendo la humanidad en los últimos siglos. Lo dice magníficamente Arnold J. Toynbee, en su “Estudio de la historia”:

La tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Pero así somos los seres humanos. No puedo por menos que citar otra vez a Machado y sus Proverbios y Cantares, esta vez el XVI, que dice:

“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada”.

Pero esta devaluación de la verdad en los últimos siglos no ha sido gratis. Al contrario, ha tenido un enorme coste. La civilización occidental se apoya en tres patas. Una de ellas es la filosofía griega, que se basaba en el convencimiento de que mediante el uso de la razón, el ser humano es capaz, aún equivocándose a menudo, de tomar decisiones que, en promedio, son mejores que las que se pudieran tomar mediante cualquier otro método. El primer paso de sustitución de la razón por el sentimiento se dio al empezar a negar la verdad. Desde entonces se han dado muchísimos. Y esto nos ha llevado a un punto en el que las decisiones de una inmensa mayoría de personas –y hasta las leyes y su aplicación– se basan en un sentimentalismo totalmente ausente de razón. La llamada posverdad, campa por sus respetos. La ideología de género, el aborto, la llamada ley de memoria histórica, los nacionalismos y un largo etcétera de buenismos estúpidos son ejemplos de las nefastas consecuencias de la primacía del sentimiento sobre la razón. Pero la mera enumeración de esas consecuencias cae de lleno en lo políticamente incorrecto, con la consecuente marginación por parte de la ideología dominante de quien la haga. Y a la mayoría de los creadores de opinión mediática, el ostracismo les aterra. Lo terrible es que, aunque parece estar surgiendo un sentimiento de rechazo hacia la posverdad, son muy pocos los que se dan cuenta de sus causas. Y la mayor parte de los que rechazan esa posverdad siguen aferrados con uñas y dientes a las causas que la produjeron. ¿Es ceguera u horror al ostracismo en el que se puede caer si se destapan esas causas? ¿A dónde nos llevará esto? Me temo que a nada bueno. Pero, ¡sigamos ciegos nuestro camino!


[1] La palabra Verdad está con mayúsculas en el original.

No hay comentarios:

Publicar un comentario