5 de julio de 2020

Rezando con el Génesis

El Génesis es el libro fundacional de la Revelación judeo-cristiana. Y, como si de la obertura de una ópera se tratase, en él se puede encontrar el plan de toda la Revelación. Esta obertura tiene básicamente dos temas. Uno es el ciclo Amor, pecado, arrepentimiento, perdón. El ser humano deja de lado a Dios, le sobrevienen calamidades, vuelve sus ojos hacia Él y éste le perdona. El otro es el anuncio de un salvador que restaurará el equilibrio cósmico roto por el abandono del ser humano del plan que Dios tenía para él.

“En el principio, creo Dios el cielo y la tierra”. Esto no es nada nuevo en la historia de las religiones. Todas ellas tienen una cosmogonía en la que, de una u otra manera, un dios crea el mundo. Pero en el Génesis se produce una innovación revolucionaria. Nunca, jamás, anteriormente, ninguna religión había dicho que el mundo material creado por ese dios, era bueno. En todas las cosmogonías el mundo material es malo. Para todas ellas el mal forma parte consustancial de ese mundo, inextricablemente unido al bien que pueda haber en él. Sin embargo, Yahveh deja claro, en cada una de las fases de la creación, que el mundo es bueno. La sentencia “y vio Dios que era bueno” se repite cinco veces en primer capítulo del Génesis. Y, al acabar el sexto día y terminar la creación del ser humano –hombre y mujer los creó– al obra de Dios se resume así: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho y todo era muy bueno”.

Pero si todo es bueno, ¿de dónde viene el mal que experimentamos y a veces hacemos? El mal no proviene de Dios, nos dice el Génesis. El mal proviene del mal uso de la libertad que hace el ser humano. Dios creó el cosmos por Amor, porque Él es Amor. Y quiso crear unos seres que fuesen capaces de responder al Amor con amor, de reflejar ese prístino Amor. Pero no es posible amar sin libertad. Por eso creó al ser humano libre. Lo creó libre, sabiendo el riesgo que entraña la libertad. Le dio al hombre la capacidad de, en su nombre –en el de Dios–, gobernar para su servicio –el del hombre– el equilibrio de ese cosmos que había creado para él. Pero el hombre no quiso gobernar esa tierra buena que Dios le había dado en el nombre de Dios, sino en el suyo propio. Y el equilibrio quedó hecho añicos, y el mundo se tornó ingobernable. Ese desequilibrio trajo el dolor y la muerte y, sólo con sudoroso esfuerzo era posible que la tierra le proveyese, más bien mal que bien, para su sustento lo que antes podía lograr sin ningún esfuerzo.

Pudo Dios haber dejado al hombre abandonado en medio de los escombros de ese equilibrio roto, pero su Amor, transformado en Misericordia, no quiso que fuese así. Más, desde antes de la creación, sabiendo el riesgo que entrañaba la libertad, tenía ya previsto Dios el remedio al mal y al dolor. Nada más producirse la caída, antes incluso de decirles al hombre y a la mujer cuáles serían las consecuencias de esa ruptura, llega la promesa. Tras maldecir a la serpiente demoníaca, le dice a ésta: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará en la cabeza, pero tú sólo le herirás en el talón”. Este pasaje se conoce con el nombre del “protoevangelio”, porque aquí se anuncia la venida de un salvador que, a costa de su herida, será capaz de acabar con el mal. Así, el mal, el dolor, la muerte, que no fueron ni queridos ni creados por Dios, sino que entraron en el mundo por la necesaria –necesaria para el amor– libertad, no están inextricablemente unidos al mundo, serán expulsados de él por ese salvador que ya se anuncia en la obertura del Génesis.

Luego vendrán, en el mismo Génesis, otras ilustraciones de ese ciclo Amor, pecado, arrepentimiento, abrazo de Dios. El diluvio, la vida de los patriarcas, Abraham, Isaac, y Jacob serán ejemplos de ese ciclo. Isaac, cuando se entrega al sacrificio, será figura de la entrega de Cristo a la muerte.

Pero, ya en el Génesis aparece un anticipo del Padrenuestro cuando dice: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y ese anticipo aparece en la figura de José. José es vendido por sus hermanos como esclavo a unos mercaderes que lo llevan a Egipto. Eso era, por parte de sus hermanos un pecado terrible, al condenar a su hermano José a una vida de terrible esclavitud en un país extranjero. Pero la Providencia, por caminos misteriosos, depara a José llegar a ser Virrey de Egipto, el hombre más poderoso del mundo después del Faraón. Y sus hermanos, empujados por la necesidad, tienen que ir a Egipto a comprar trigo. Allí les encuentra José. Ellos no le reconocen a él, ¿Cómo iban a reconocer en ese hombre todopoderoso al hermano que vendieron como esclavo hacía años? Sin embargo, él sí que los reconoce a ellos. Se produce en José una lucha interna terrible entre su natural deseo de venganza hacia los desalmados de sus hermanos y el perdón. Y, tras muchas vicisitudes y un enorme desgarro interno, les acaba por perdonar. El perdón de Dios, ha venido a contagiarse a los seres humanos.

Esos ciclos de Amor, pecado, arrepentimiento y abrazo, y ese anuncio del salvador, que ya se esbozan en la obertura del Génesis se repiten de miles de formas distintas a través de todas las Sagradas Escrituras, como un río que va recibiendo afluentes a lo largo de su curso, hasta que desemboca en el ancho e infinito mar de la encarnación, vida, obras, pasión, muerte y resurrección de Cristo y, más allá, en la Iglesia y los Sacramentos, componiendo la grandiosa e inaudita ópera de la salvación.

El Génesis nos enseña el camino del cielo. Sigámoslo.

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